Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la imagen de Nuestro Padre Jesús de la Divina Misericordia, de Felipe de Ribas, y modificada por Ortega Bru, titular de la Hermandad de las Siete Palabras, en su Retablo de la Iglesia de San Vicente, de Sevilla.
Hoy, 27 de abril, domingo siguiente a la Pascua de Resurrección, la Iglesia conmemora la Divina Misericordia, una devoción cristiana promovida por la Iglesia católica enfocada en la misericordia de Dios y su poder, particularmente como una acción de confianza en que la misericordia de Dios y su pasión es el precio ya pagado por nuestros pecados, y que si confiamos en Jesús nuestros pecados nos serán perdonados; Jesús no será nuestro juez sino nuestro Salvador misericordioso.
Y que mejor día que hoy para ExplicArte la imagen de Nuestro Padre Jesús de la Divina Misericordia, de Felipe de Rivas, y modificada por Ortega Bru, titular de la Hermandad de las Siete Palabras, en su Retablo de la Iglesia de San Vicente, de Sevilla.
La Iglesia de San Vicente [nº 58 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 62 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la calle San Vicente, s/n (aunque la entrada habitual al templo se sitúa en la calle Cardenal Cisneros, 8; teniendo un acceso más por la plaza Doña Teresa Enríquez, 4); en el Barrio de San Vicente, del Distrito Casco Antiguo.
La Real e Ilustre Hermandad Sacramental de Nuestra Señora del Rosario, Ánimas Benditas del Purgatorio y Primitiva Archicofradía del Sagrado Corazón y Clavos de Jesús, Nuestro padre Jesús de la Divina Misericordia, Santísimo Cristo de las Siete Palabras, María Santísima de los Remedios, Nuestra Señora de la Cabeza y San Juan Evangelista; es ésta una corporación fundada en 1511, con sede canónica en la iglesia parroquial de San Vicente mártir, del sevillano barrio de San Vicente, siendo sus imágenes titulares Nuestro Padre Jesús de la Divina Misericordia, obra de Felipe de Ribas en 1641, modificada por Luis Ortega Bru en 1977; el Santísimo Cristo de las Siete Palabras, obra de Felipe Martínez en 1682; María Santísima de los Remedios, es obra de Manuel Gutiérrez-Reyes Cano en 1865; Nuestra Señora de la Cabeza, obra de Manuel Escamilla en 1956 sobre una talla anterior de Emilio Pizarro del siglo XIX; Nuestra Señora del Rosario, talla anónima de la 2ª 1/2 del siglo XVII; San Juan Evangelista, obra de José Sánchez en 1859; Sagrado Corazón de Jesús, obra de Emilio Pizaro en 1891; Virgen de la Cabeza de Gloria, atribuida a Roque de Balduque de 1/2 del siglo XVI; San Miguel Arcángel, obra de Pedro Roldán en 1657; y el grupo de las Santas María Magdalena, María Cleofás y María Salomé, obras de Manuel Gutiérrez-Reyes Cano en 1866.
En el retablo que remata la nave del Evangelio, se sitúa el Nazareno de la Misericordia, obra de Felipe de Ribas (1641) que fue profundamente remodelada en el siglo XX por Luis Ortega Brú para su salida procesional (Manuel Jesús Roldán, Iglesias de Sevilla. Almuzara, 2010).
La historia material de la imagen es bien conocida, pues se trata del titular de una hermandad de sacerdotes fundada en 1641, que encargó a Felipe de Rivas la talla. Sin embargo, la peste de 1649 acabó con la vida de la mayoría de sus miembros, y el día 23 de agosto de ese año el clérigo Francisco Ortiz, que se declaraba fundador de la hermandad cuyo Cristo estaba puesto en la capilla del sagrario en un altar llevadizo, al no haber hermandad, le donó la imagen a la Hermandad de las Ánimas Benditas.
La recibió Antonio del Castillo, como mayordomo, para que estuviese en la capilla de la cofradía por siempre jamás. A la imagen se le realizó un retablo, obra de Blas de Escobar, cuyo dibujo se había aprobado el 7 de febrero (tal vez por conocerse ya la futura donación), según contrato suscrito el 18 de agosto del mismo año, obra que se concluiría el 10 de mayo de 1650, en que el tallista otorgó la carta de pago por la ejecución del retablo.
De ambos acontecimientos hay recuerdos tanto en la fachada (lápida en castellano antiguo) como en el interior (pinturas en el presbiterio) del templo.
Sin embargo, puede que debido a que la Hermandad de las Ánimas no le prestaba la atención debida y a que se hallaba dentro de la capilla del sagrario, el párroco de San Vicente, Alonso López de las Doblas le donó en 1674 la imagen a la Hermandad Sacramental, con la condición que presidiese el altar nuevo que se había de construir y se le hiciera una misa todos los viernes del año.
La Cofradía del Santísimo que decidió acometer una obra en la capilla para acondicionarla al nuevo retablo que habría de presidirla con la imagen del Señor con la Cruz a cuestas.
La imagen fue objeto de una intervención de resultas de su incorporación al cortejo procesional, única que ha sufrido la talla en toda su existencia. La intervención se llevó a cabo por el imaginero Luis Ortega Bru, que dejó su impronta al incorporar un nuevo cuerpo, conservando las manos y cabeza, aunque retallada y variada en su postura, bendiciéndose la talla el 2 de abril de 1977. Como curiosidad, debemos añadir, que los trabajos fueron realizados en Madrid, en donde residía el imaginero entonces. La cruz procesional fue obra del tallista Manuel Guzmán Bejarano en el propio año 1977 (Hermandad de las Siete Palabras).
Nuestro Padre Jesús de la Divina Misericordia: Nazareno con la cruz a cuestas, es obra atribuida a Felipe de Ribas, de h. 1640-41. La imagen en origen fue propiedad de una hermandad de sacerdotes, ubicada en la parroquia; al extinguirse ésta, el 18 de mayo de 1674 fue solicitada por Juan de Aragón, mayordomo de la cofradía del Santísimo Sacramento, pues desde hacía veinte años sólo recibía el cuidado de Alonso López de las Doblas, cura de la parroquia. Elevada la petición a la autoridad eclesiástica, el 28 de junio de dicho año, se inició un pleito, ya que Francisco Fernández de la Paloma, mayordomo de fábrica, consideraba que la imagen pertenecía a la fábrica de la parroquia. El 12 de junio de 1675, el doctor Gregorio Bastán resolvió que debía de entregarse al Nazareno a la Hermandad Sacramental para que lo atendiese, si bien con la condición que se cediese a la fábrica, siempre que ésta lo necesitase; el 13 de mayo de 1676 se ampliaron las concesiones a la Hermandad Sacramental por el provisor, que autorizó a destruir el retablo antiguo que presidía la imagen y a sustituirlo por otro nuevo, y a que todos los viernes del año se dijera misa en su altar, demandando limosnas para su culto.
El Nazareno es una figura de vestir, con un rostro de infinita dulzura, en la línea de las obras del imaginero; cabello lacio, dividido por una raya en el centro que se vuelve con el característico bucle sobre la oreja de modo que sirve de soporte a la corona postiza, entrecejo en uve, labio inferior grueso, así como manos largas y nervudas. Estilísticamente se relaciona con el Nazareno de las monjas franciscanas de Lebrija. Lo restauró e hizo nuevo cuerpo aumentándole la zancada el escultor Luis Ortega Bru en 1976 [Federico García de la Concha Delgado, en Nazarenos de Sevilla, Tomo I. Ediciones Tartessos. Sevilla, 1997].
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de la imagen que representa a Cristo camino del Calvario;
De la misma manera que solía ordenarse a los condenados a muerte cavar su propia tumba antes de la ejecución, en la crucifixión debían llevar ellos mismos su cruz hasta el lugar del suplicio.
El tema según la Biblia
Los Evangelios ofrecen dos versiones diferentes de El Camino del Calvario.
Según los sinópticos (Mateo, 27: 31; Marcos, 15: 21; Lucas, 23: 26), un tal Simón de Cirene (África), fue requerido por los soldados romanos para ayudar a Jesús, agotado por la Flagelación, a llevar la cruz hasta la cima del Gólgota.
De acuerdo con Juan (19: 16), que desconoce a Simón de Cirene, fue Cristo solo quien llevó la cruz hasta el final.
Los exégetas, comenzando por Orígenes, han intentado conciliar la versión de Juan con los sinópticos. Jesús habría comenzado por llevar su cruz de la misma manera que Isaac había llevado la madera de su sacrificio. Luego, al verlo en el límite de sus fuerzas, los soldados habrían requerido la ayuda de alguien que pasaba. Jesús y Simón se habrían relevado.
Los racionalistas cuestionan la realidad del episodio de Simón. Extraen un primer argumento del silencio de Juan. Agregan que en el derecho romano, los condenados al suplicio de la cruz debían llevar el patibulum ellos mismos, que el requerimiento a Simón de Cirene habría sido ilegal, y que no se conocen ejemplos de soldados que obligaran a un testigo ocasional a llevar la cruz de un condenado.
La escena habría sido imaginada para ilustrar la palabra de Jesús: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.» (Mateo, 16: 24; Marcos, 8: 34).
Muchos de esos argumentos no se sostienen, puesto que es posible que después de la Flagelación Jesús haya estado físicamente imposibilitado de llevar el patibulum hasta el final, y una requisitoria ilegal no podía detener a Pilato.
Los artistas optaron ya por la versión de los sinópticos, ya por la de Juan. El arte bizantino adoptó la primera: Simón lleva solo la cruz, adelante de Cristo que le sigue con la cuerda al cuello. El arte de Occidente, que tiene un sentido dramático más desarrollado, representa a Cristo sufriendo en solitario bajo el peso de la cruz o ayudado por Simón el cireneo.
Las prefiguraciones
Los teólogos, naturalmente, han buscado -y encontrado- en el Antiguo Testamento las prefiguraciones que enmarcan a Cristo con la cruz a cuestas en las miniaturas y en las vidrieras. Son éstas:
1. Isaac llevando sobre los hombros la madera del sacrificio.
2. Aarón marcando con la tau cruciforme el dintel de las casas de los israel.
3. El patriarca Jacob bendiciendo con las manos entrecruzadas a sus nietos Efraím y Manasés.
4. La viuda de Sarepta que lleva al profeta Elías dos leños dispuestos en forma de cruz.
La iconografía primitiva
En las realizaciones más antiguas, la iconografía de Cristo con la cruz a cuestas es muy simple.
Cristo avanza, vestido con una túnica roja, la frente ceñida por la corona de espinas, a veces precedido por los dos ladrones. No padece por la carga de la cruz porque ella es pequeña, más emblemática que real. A finales de la Edad Media la cruz se vuelve desmesuradamente pesada, su carga es cada vez más aplastante, para apiadar a los fieles con los sufrimientos del Redentor.
El enriquecimiento del tema por los Evangelios apócrifos y el teatro religioso: la Virgen y santa Verónica
Los artistas no se contentaron con la Biblia y los comentarios teológicos. Los Evangelios apócrifos y la puesta en escena del teatro de los Misterios les sugirieron numerosos agregados al tema inicial. Los más populares son el Desmayo de la Virgen y el Encuentro de santa Verónica.
El desmayo de la Virgen
El Evangelio de Lucas indica que "Le seguía una gran muchedumbre del pueblo y de mujeres, que se herían y lamentaban por Él». Pero los Evangelios apócrifos están mejor informados: saben que la Virgen conducida y sostenida por el apóstol Juan, se detuvo ante el paso del cortejo y que al ver a su Hijo doblegado bajo la carga de la cruz, se desmayó.
Esta escena accesoria, que tiene el inconveniente de crear un segundo centro de interés en detrimento de la escena principal, poco a poco fue adquiriendo tal importancia en la composición, que Cristo con la cruz a cuestas a veces se denomina Spassimo della Vergine o Pâmoison de la Vierge. Tal es el caso de un célebre cuadro de Rafael o de su escuela, procedente de un convento de olivetanos de Sicilia, que se llama Lo Spasimo di Sicilia. Un altorrelieve de Laurana en la iglesia de Saint Didier de Aviñón, se llamaba Notre-Dame du Spasme.
Por la influencia del teatro de los Misterios, hacia finales del siglo XV apareció una santa imaginaria, Verónica, que conmovida de piedad seca con un velo el sudor que corría por el rostro de Cristo: en recompensa por ese gesto piadoso, ella recogió en el sudario la impresión de la Santa Faz. De esta verdadera imagen (vera icona) procede el nombre Verónica.
También a la puesta en escena de los Misterios deben atribuirse sin duda los detalles realistas que invadieron el arte de finales de la Edad Media. Cristo tiene un ronzal en el cuello, como una bestia conducida al matadero; niños despiadados le lanzan una lluvia de piedras. A veces va precedido por un heraldo que hace sonar una trompeta.
En resumen, en Cristo con la cruz a cuestas pueden distinguirse tres episodios:
l. Simón de Cirene ayuda a Jesús a llevar la cruz (Gesù aiutato da Simone il Cirineo).
2. El Desmayo de la Virgen. (Il Spasimo della Virgine.)
3. Verónica seca el sudor de su rostro (Gesù asciugato dalla Veronica).
El Camino del Calvario
La transformación más importante que se opera a finales de la Edad Media en la iconografía de Cristo con la cruz a cuestas se debe a la aparición de una nueva devoción instituida y difundida por los franciscanos que habían recibido la guarda o «custodia» de los Santos Lugares, es lo que se denomina el Camino del Calvario.
Es fácil reconstruir la génesis de esta devoción. Por el hecho de que Simón de Cirene había sido requerido para ayudar a Jesús a llevar su cruz, se concluyó que Cristo debió caer bajo la carga que superaba sus fuerzas no una sino muchas veces, que había sido obligado a detenerse para recuperar el aliento. La dolorosa Ascensión del Calvario habría sido medida por Estaciones, que los místicos, como el Pseudo Buenaventura y santa Brígida, se esforzaron en reconstruir por medio de la imaginación, como si hubiesen sido testigos.
Esos altos o estaciones fueron puestos en escena por los autos sacramentales del teatro de los Misterios. Los artistas fijaron finalmente esos «cuadros vivos» en innumerables Caminos del Calvario que jalonaron las naves de todas las iglesias, o en Calvarios (Sacro Monte, Kalvarienberg), dispuestos sobre la pendiente de una colina, que los peregrinos ascendían a veces de rodillas, como era el caso en la Scala Santa de Letrán, entonando sus oraciones en cada «Caída de Cristo».
¿Cuántas eran esas Estaciones? El Camino del Calvario comportaba, en su origen, siete Estaciones: siete es un número sagrado. Tal es el número de los bajorrelieves de Adam Kraft en el Camino del Calvario del cementerio de San Juan, en Nuremberg. De acuerdo con su temperamento, los artistas han representado esas Caídas de Cristo durante el ascenso al Calvario con un realismo más o menos brutal, más o menos patético.
Ya Jesús cae de rodillas (Andrea Sacchi), ya se derrumba de cara en toda su estatura, con las manos hacia adelante.
(Dominichino): ese es el momento que eligió Verónica para secarle el sudor que le corría por la frente.
En el siglo XVII, por la iniciativa de los franciscanos, y especialmente la del predicador italiano Leonardo de Porto Maurizio, el número de las Estaciones se duplicó, para llegar a catorce. Aunque esa cifra sea completamente arbitraria, se la mantuvo.
La devoción del Camino del Calvario, que es una de las creaciones más populares de la orden de los franciscanos, nació del deseo de multiplicar el beneficio espiritual y material de una peregrinación a la colina del Gólgota, enclavada en la iglesia del Santo Sepulcro.
Representaciones de Cristo con la cruz a cuestas, caído
Después del Renacimiento, los pintores de la Contrarreforma y de la época romántica renovaron este tema conmovedor. En su Cristo ascendiendo al Calvario (Museo de Metz), Delacroix se inspiró, evidentemente, en el Cristo con la cruz a cuestas de Rubens, que había visto en el Museo de Bruselas. Pero le dio un carácter del todo diferente. La ascensión triunfal imaginada por el maestro flamenco se convierte en un avance lento y doloroso del condenado, a punto de desfallecer a cada paso, que se arrastra penosamente hasta el lugar del suplicio.
En el arte popular polaco cuyas tradiciones perduran en nuestros días, el motivo patético de Cristo caído, sucumbiendo bajo el peso de la cruz, resume con frecuencia la tragedia del Camino del Calvario.
Versiones alegóricas y colectivas de Cristo con la cruz a cuestas
Cristo con la cruz a cuestas no siempre ha sido concebido y representado como una escena histórica. Hacia finales de la Edad Media se multiplicaron las versiones alegóricas.
No es sólo la Virgen quien, siguiendo el ejemplo de Simón de Cirene, levanta uno de los brazos de la cruz para aliviar la carga de su Hijo. Es la Iglesia, a la cual simboliza, y hasta la cristiandad entera, quien acude en su auxilio. Papa, cardenales, sacerdotes, laicos, quieren su parte en la carga, con la esperanza de asegurarse la vida eterna a causa de esta asistencia simbólica.
Hay frescos de los siglos XV y XVI que ilustran este Cristo con la cruz a cuestas colectivo. En un manuscrito franciscano de la Biblioteca de Perusa, Jesús va seguido por una procesión de hermanos menores, stauróforos, que llevan una selva de cruces sobre los hombros.
Según parece, en Francia, al menos en la capilla del castillo de Montriu, en Saint Aubin des Ponts de Cé, en Lion de Angers, y en Notre Dame de Chavigny en Poitou, este tema fue tomado de una endecha del rey Renato, donde éste asocia la humanidad entera con la Pasión de Jesucristo, desarrollando estas palabras del Redentor: «Qui vult venire post me, tollat crucero suam et sequatur me.» Mendigos, ladrones, enfermos, presos, peregrinos, campesinos, viudas, huérfanos, mal casados..., en suma, todos los desheredados de la tierra, acuden a su hora para ayudar a Cristo a llevar su cruz, más pesada que las suyas (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Felipe de Ribas, (Córdoba, 20 de mayo de 1609 – Sevilla, 1 de noviembre de 1648). Arquitecto de retablos y escultor.
Este maestro, considerado como uno de los retablistas más significativos de la Sevilla de la primera mitad del siglo XVII, había nacido en Córdoba el 20 de mayo de 1609, siendo bautizado al día siguiente en la parroquia del Sagrario; fue el tercero de los nueve hijos habidos entre Andrés Fernández y María de Ribas; su padre era un pintor de mediana valía que ejerció también oficio de mesonero. Además de Felipe, otros dos hermanos, Gaspar y Francisco Dionisio, desarrollarán actividades artísticas.
Aunque no es descartable que Felipe de Ribas comenzara su etapa de formación en su ciudad natal, lo cierto es que en 1621 su padre lo lleva a Sevilla y lo pone como aprendiz en el taller del imaginero Juan de Mesa. Allí permanece hasta 1626, en que se ve obligado a regresar a Córdoba debido al fallecimiento de su progenitor. Tras unos años de infructuosos intentos por establecerse en la ciudad, Ribas opta en 1630 por trasladarse de nuevo a Sevilla llevando consigo a toda su familia. Éste será el origen de un importante taller familiar que se mantendrá activo hasta muy avanzada la segunda mitad del Seiscientos.
El maestro logró mantener relaciones armoniosas con la mayoría de los otros artistas que laboraban por entonces en la capital hispalense, colaborando en diversas ocasiones con muchos de ellos. Esta relación fue especialmente fructífera con Juan Martínez Montañés y con Alonso Cano, algunas de cuyas obras se encargará de concluir. Estableció su primer taller en el barrio de San Vicente de donde se traslada en 1635 al de Santa Catalina, para recalar finalmente en el barrio de Santa Marina, en una casa situada cerca del noviciado jesuita de San Luis de los Franceses.
Desde 1635 y hasta el final de su vida, los encargos se suceden en el taller del maestro, especialmente retablos, tanto de mediano tamaño como de gran envergadura, que confirman la fama adquirida y la calidad del producto salido de sus manos. Es también por entonces cuando contrae matrimonio con Rufina de Albornoz y de esta unión nacerá una única hija, Ana, que morirá víctima de la famosa peste en abril de 1649, cuando contaba apenas diez años de edad.
La muerte del artista se había producido unos meses antes, en noviembre de 1648, pasando entonces la dirección del taller a su hermano Francisco Dionisio de Ribas, quien se encargará asimismo de terminar las obras inconclusas.
La producción artística de Felipe de Ribas abarca tanto escultura exenta y relivaria como arquitectura de retablos. En esta modalidad, su obra es el punto de unión entre la corriente tardomanierista de la primera mitad del Seiscientos y el barroco salomónico que caracteriza a la segunda. En sus obras hay elementos que remiten a las creaciones de Juan de Oviedo o Martínez Montañés, junto a otros que aparecen en las obras de Alonso Matías y Alonso Cano. Pero sobre todo, el empleo por parte de Felipe de Ribas del fuste salomónico con pleno sentido estructural supondrá un hito fundamental en la fijación tipológica de la segunda mitad del siglo xvii en materia de retablos.
En el terreno de las formas, Felipe de Ribas se decanta por un lenguaje variado, tendente a la volumetría y a la turgencia, en el que alternan los motivos puramente arquitectónicos con los elementos vegetales y figurativos; entre los primeros destacan los resaltos, las grandes ménsulas, los frontones rotos y, quizá lo más característico, las columnas revestidas, que aportan un sello muy personal a sus creaciones; entre los segundos, las guirnaldas, los mazos, las cartelas carnosas, las figuras infantiles.
Como se ha dicho, sus creaciones en el campo de la retablística abarcan desde piezas de pequeño tamaño, formadas por banco, cuerpo tetrástilo y ático para relieve, hasta las máquinas de grandes proporciones destinadas a cubrir testeros de capillas mayores, tanto parroquiales cuanto conventuales. En este caso, la composición se ajusta a la preceptiva clasicista, con dos cuerpos por lo general de tres calles, y un remate en ático, usando como soporte sus peculiares columnas de fuste revestido. En una u otra modalidad recurre casi siempre al empleo de imaginería tallada, bien exenta, bien en relieve. Entre las obras de menor tamaño ocupan lugar de primer orden piezas como el Retablo del Bautista (1637), acaso la más conseguida dentro de esta tipología, y el del Santo Cristo (1638), ambos en el monasterio jerónimo de Santa Paula de Sevilla.
Entre las de gran formato han de mencionarse el Retablo del Convento del Socorro (1636), el Retablo mayor del Monasterio de San Clemente (1639), el de la parroquia de San Pedro (1641) todos en la capital hispalense, y el Retablo mayor del convento de Santa Clara de Carmona (Sevilla); en ellos queda perfectamente claro el papel concedido por el artífice a la arquitectura, digno marco para la imaginería que en ellos luce.
Asimismo hay que aludir al Retablo mayor de San Lorenzo, también en Sevilla, obra de azarosa trayectoria, iniciada por Montañés y traspasada luego a Felipe de Ribas, quien tampoco podrá concluirla, por lo que pasará a su hermano. Pieza de especial significación fue, sin duda, el Retablo mayor de la Casa Grande de la Merced de Sevilla, donde el maestro empleó como soportes columnas salomónicas, lo que supondrá un sustancial avance en la concepción retablística sevillana del momento; desgraciadamente este conjunto desapareció en el siglo XIX.
Su faceta de escultor está avalada por la presencia de relieves y esculturas en sus retablos, si bien también realizó imaginería exenta. Son figuras de amplios volúmenes y porte elegante, con rostros de expresión serena teñida de un cierto aire melancólico, especialmente palpable en sus imágenes marianas. Las figuras infantiles se muestran por lo común desnudas, con cuerpos gordezuelos y rostros de expresión triste, enmarcados por cabellos que forman copete sobre la frente.
Las imágenes de Cristo son las que mejor prueban su temprana relación con Juan de Mesa, frustrada por la prematura muerte de éste, aunque Ribas no alcanza la hondura dramática de su maestro; así sucede con el Nazareno de las Concepcionistas de Lebrija, y el Nazareno de la Misericordia de la iglesia de San Vicente (1641), que ha sufrido importantes retoques en época contemporánea. De sus imágenes son reseñables las que figuran en el retablo del Bautista de Santa Paula (1637), así como las esculturas que adornan los retablos de San Clemente y Santa Clara, ya citados. En el campo del relieve, además de los del desaparecido retablo de la Concepción de San Juan de la Palma, algunos de los cuales se conservan en la colección March de Palma de Mallorca, cabe citar los del Bautismo de Cristo y los ángeles con la cabeza del Bautista, del retablo de Santa Paula y la Bajada al Limbo del retablo del Cristo del mismo monasterio, desusada iconografía, probable fruto de su relación con Alonso Cano. Muy interesantes son también los relieves que adornan el Retablo mayor de San Pedro de Sevilla, centrados en los principales momentos de la vida del apóstol, si bien únicamente son de su mano los que adornan el primer cuerpo (María Teresa Dabrio González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Luis Ortega Bru, autor de la obra reseñada;
Luis Ortega Bru, (San Roque, Cádiz, 10 de septiembre de 1916 – Sevilla, 21 de noviembre de 1982). Escultor.
Es uno de los máximos exponentes de la imaginería procesional contemporánea. Se inició temprano en el modelado del barro en la alfarería de su padre.
Desarrolló a partir de 1931 una primera formación escultórica en la Escuela de Artes y Oficios de La Línea de la Concepción (Cádiz). Sus prometedoras dotes artísticas hicieron que el Ayuntamiento de su pueblo natal le concediera una beca para completar sus estudios en Barcelona. Estas perspectivas quedaron rotas, sin embargo, por la Guerra Civil, que supuso un duro golpe para el joven artista. Nacido en el seno de una familia de ideas republicanas, sus padres fueron fusilados y él encarcelado, pasando varios años en campos de concentración. En 1943 consiguió el primer premio del I Certamen de Escultura de Cádiz con su obra Los Titanes, éxito que le llevó a trasladarse a Sevilla al año siguiente. En 1945 ingresó en la Escuela de Artes Aplicadas de la capital hispalense, donde tuvo como profesor al escultor Juan Luis Vasallo Parodi (1908-1986). En esta ciudad entró en contacto con el pintor Baldomero Romero Ressendi (1922-1977), con quien compartió la inspiración en los modelos barrocos sevillanos, que caracterizó de manera especial su primera etapa sevillana, y una particular tendencia expresionista. En 1952 se casó con Carmen León Ortega, con quien tuvo cuatro hijos.
Su actividad se explica dentro del contexto de fomento de la religiosidad popular llevada a cabo por el régimen franquista, convirtiéndose las cofradías en su principal mecenas a partir de este momento. En este sentido, su principal obra de estos años es el misterio del Traslado al Sepulcro de la cofradía hispalense de Santa Marta, por el cual recibió la Encomienda de Alfonso X el Sabio en 1953. En 1955 se trasladó a Madrid, al recibir el encargo de realizar ocho relieves de bronce para la puerta de la secretaria del Estado del Vaticano. A partir de este momento se instaló en la capital de España, ocupando el puesto de maestro escultor en los Talleres Granda. De este modo, se inicia su llamada “etapa castellana”, en la que es palpable la influencia de los manieristas castellanos, caso de El Greco, y los escultores Alonso de Berruguete y Juan de Juni. A ello se le unen un intento de renovación de la imaginería por la vía de la experimentación técnica y cierto gusto por la asimetría y la descomposición geométrica de las formas. Esta inquietud renovadora le llevó a una prolífica producción de carácter profano, de gran diversidad técnica y temática, ajena al tradicionalismo del “neobarroco” cofrade. Tras un período en Jerez de la Frontera (1967-1972), donde impartió clases en su Escuela de Artes y Oficios, y una nueva etapa madrileña, acabó sus años en Sevilla, donde residía a partir de 1978 (José Manuel Moreno Arana, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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