Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el busto de Fortuny, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Teruel, y de Toledo, de la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 11 de junio, es el aniversario del nacimiento (11 de junio de 1838) de Mariano Fortuny, personaje representado en esta enjuta de la Plaza de España, así que hoy es el mejor día para Explicarte el busto de Fortuny, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Teruel, y de Toledo, en la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 11 al 21 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado-Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
En las enjutas de los arcos que componen la gran arcada que circunda toda la plaza, dentro de unos tondos de profundo sabor renacentista italiano, modelados en alto relieve y esmaltados en blanco sobre fondo azul cobalto, aparecen los bustos de personajes de especial relevancia en la historia de España. Su ejecución original corrió a cargo de las Fábricas de Mensaque Rodríguez y Cía. y de Pedro Navia.
En orden cronológico, figuran tanto aquellos destacados en las ciencias, en las humanidades, en las artes o en las armas, como reyes o santos.
Son un total de cincuenta y dos, distribuidos en cuatro series de trece personajes, dispuestos entre los catorce arcos de cada tramo de la plaza.
Es sorprendente el repertorio de estos personajes ilustres que desde sus privilegiados balcones en la arcada, disfrutan del ancho espacio de la hermosa plaza. Simultáneamente, ellos son vistos por los paseantes como muestra de la gloria de España y como ejemplo a seguir (La Cerámica en la Plaza de España de Sevilla, 2014).
En este caso el personaje histórico representado es Mariano Fortuny, en un busto que directamente hay que relacionarlo con el busto que hizo Prosper d' Épinay.
Conozcamos mejor la Biografía de Mariano Fortuny, pintor y grabador, que se encuentra representado en la enjuta entre los arcos de las provincias de Teruel, y de Toledo, de la Plaza de España:
Mariano Fortuny Marsal, (Reus, Tarragona, 11 de junio de 1838 – Roma, Italia, 21 de noviembre de 1874). Pintor y grabador.
Nacido en Reus (Tarragona) a las seis de la mañana del día 11 de junio de 1838, en la casa del n.º 36 de la calle del Arrabal de Robuster, fue hijo del carpintero Mariano Fortuny y de Teresa Marsal, siendo bautizado ese mismo día con los nombres de Mariano, José María y Bernardo. Ya durante la enseñanza primaria se hizo evidente su facilidad innata para el dibujo, retratando a sus compañeros de clase y recibiendo con frecuencia las reprimendas de su maestro cuando le sorprendía dibujando en lugar de escribir. En 1847, recién cumplidos los nueve años, abandonó la escuela y se matriculó en una academia de dibujo que acababa de ser inaugurada en Reus. Poco después, Domingo Soberano, pintor aficionado, le tomó bajo su protección y sería el encargado de enseñarle los principios fundamentales del arte de los pinceles. Prueba del aprovechamiento del discípulo es el hecho de que, antes de cumplir los doce años, se ganaba ya algún dinero pintando ex-votos, la mayoría de los cuales representaban a Nuestra Señora de la Misericordia, de Reus. Es, asimismo, indicativo del rigor y bien hacer que supo inculcarle su maestro, la existencia de una pareja de cuadros al óleo, fechados en 1851, de uno de los cuales, con la representación de una Batalla medieval, se conoce un boceto a la aguada y una repetición con algunas variantes. Esta forma de trabajar sistemática y a conciencia sería una de las constantes del artista durante toda su vida.
Sus padres murieron en un corto intervalo de tiempo que abarca los años de 1849 y 1850, quedando el pequeño Mariano bajo la tutela de su abuelo, carpintero también y hombre ingenioso de notable habilidad manual. Éste, viendo que su nieto necesitaba horizontes más amplios, decidió trasladarse con él a Barcelona, realizando ambos el trayecto a pie, a mediados de septiembre de 1852. Llegados a la Ciudad Condal, el joven aprendiz consiguió, gracias a la mediación del escultor Domènec Talarn, una pequeña ayuda procedente de un fondo testamentario destinado a obras de beneficencia y administrado por dos sacerdotes. Durante cinco años, a partir de 1853, recibiría 160 reales mensuales, gracias a los cuales pudo asistir a las clases de la Academia de Bellas Artes de San Jorge de Barcelona.
Matriculado el 3 de octubre de 1853, cursó allí sus estudios hasta finales de 1856, teniendo como profesores a Claudio Lorenzale, Pau Milà i Fontanals o Lluís Rigalt, quienes le introdujeron en la estética nazarena, imperante en aquellos tiempos en la escuela catalana. De sus trabajos académicos de este período se conservan, entre otras, una composición representado a San Pablo predicando en el Areópago de Atenas, correspondiente al concurso de 1855, y otra dedicada al episodio de Carlos de Anjou contemplando, desde la playa de Nápoles, el incendio de su flota a manos de Roger de Lauria, presentada un año después.
Para complementar su menguada pensión, que apenas le alcanzaba para vivir, Fortuny entró a trabajar como aprendiz en el taller del citado Claudio Lorenzale y se dedicó a dar clases de dibujo a los hijos de varias familias acomodadas, como los Esteve Nadal o los Proubasta. Además aceptaba todos aquellos encargos que se le ofrecían, como, por ejemplo, iluminar fotografías, realizar dibujos para arquitectos y joyeros, preparar las ilustraciones para libros (Galería Seráfica o Vida de San Francisco de Asís, Barcelona, 1857; El mendigo hipócrita de Alejandro Dumas hijo, Barcelona, 1857; un libro de devoción o un Quijote que no se llegó a publicar) o pintar retratos y composiciones diversas, sin arredrarse por el tamaño de las mismas, como lo demuestra la gran tela que ejecutó al temple a fines de 1854, con la representación del Padre Eterno en la gloria, rodeado de numerosos ángeles, destinada a cubrir el Altar Mayor de la Iglesia de San Agustín de Barcelona, con motivo de las fiestas de la Inmaculada Concepción. Y entre tanta actividad, aún tenía tiempo de irse a “pescar tipos”, es decir, a buscar personajes y escenas populares en el teatro, en los cafés, en los paseos y en las calles, con los que llenaba sus álbumes de notas, a imitación de las series de litografías de Gavarnie que viera en 1855.
Finalmente, los domingos se levantaba temprano para ir a realizar apuntes de paisaje del natural en los alrededores de Barcelona, normalmente en compañía de su colega y amigo José Tapiró.
En 1856 la Diputación de Barcelona instituyó una pensión de 8.000 reales anuales durante dos años para que un joven pintor pudiera continuar su formación en Roma y el 24 de noviembre de ese año se hizo público el tema que los concursantes debían pintar al óleo: Ramón Berenguer III en el castillo de Foix. Tres meses más tarde, el 6 de marzo de 1857, se proclamó el fallo del jurado, por el cual Fortuny fue declarado ganador, por unanimidad. Pero antes de marchar a Italia, debía satisfacer una compensación de 6.000 reales para obtener la exención del servicio militar. Con objeto de reunir ese dinero, además de lo que necesitaba para los gastos de viaje y también para dejar un pequeño fondo para su abuelo, el pintor se trasladó a Reus, donde se dedicó a pintar retratos al óleo. El 12 de septiembre de 1857 la Diputación le comunicó que le avanza el primer trimestre de la pensión y un protector suyo de Reus, Andrés de Bofarull, le prestó los 6.000 reales de la exención del servicio militar. Gracias a todo ello Fortuny pudo finalmente partir hacia Roma, el 14 de marzo de 1858.
Cinco días después, el 19 de marzo, llegó a su destino, con la obligación de enviar, al término del primer año, seis figuras de academia dibujadas, otra al óleo y la copia de un cuadro antiguo y, al año siguiente, un mes antes del final de la pensión, otras seis figuras de academia y un cuadro al óleo con un asunto de la historia de Cataluña. Allí coincidió con otros pensionados españoles, como Eduardo Rosales, Luis Álvarez Catalá, Vicente Palmaroli, José Casado del Alisal, Antonio Gisbert, Dióscoro Puebla o Lorenzo Vallès, y también conoció a algunos de los que entrarían a formar parte de su círculo más íntimo de amistades, entre los que cabe destacar a Attilio Simonetti, con quien compartiría estudio, o al escultor y dibujante Prosper d’Epinay. Más tarde se incorporarían al grupo los pintores Tomás Moragas y Joaquín Agrasot. En Roma continuaría con su habitual ritmo de trabajo, ocupando la mayor parte del día en visitar los monumentos y museos de la ciudad para estudiar las obras de los grandes maestros (le impresionaron especialmente los frescos de Rafael en el Vaticano y el retrato de Inocencio X por Velázquez) o en pintar en su taller; luego, hacia la noche, acudía a la Academia Chigi casi a diario, donde dedicaba dos horas al dibujo de modelo desnudo y otras dos vestido. Y al igual que en Barcelona, también encontraba tiempo para recorrer los alrededores de la capital realizando estudios de paisaje y para pintar pequeños óleos y acuarelas que luego vendía a los aficionados.
El 10 de enero de 1860, cuando la pensión de que disfrutaba se acercaba a su fin, la Diputación de Barcelona propuso a Fortuny pasar al norte de África para documentarse y pintar una serie de cuadros conmemorativos de los episodios más destacados del conflicto armado que había estallado entre España y el sultanato de Marruecos. Aceptado el encargo, el pintor llegó a Tetuán el 12 de febrero, una semana después de la toma de la ciudad. Por espacio de casi dos meses y medio, durante los cuales fue testigo de las batallas de Samsa (11 de marzo) y de Wad-Ras (23 de marzo), tomó gran cantidad de detalladísimas y muy precisas notas de paisaje, de los movimientos y la situación de las tropas, de los soldados de los diferentes cuerpos españoles, de los combatientes rifeños, de animales, de armamento y de todos cuantos elementos consideró que le serían de utilidad para desarrollar las composiciones al óleo. También retrató, a lápiz y de cuerpo entero, a los jefes y oficiales del Estado Mayor, entre los cuales se encontraba su paisano, el general Prim.
Esta primera estancia en Marruecos provocó una gran impresión en Fortuny y fue como un catalizador que excitó dos facetas latentes en su personalidad. Por un lado, se podría decir que fue aquí donde despertó su pasión de coleccionista. Además de todo el material gráfico que había recopilado, el artista tuvo también especial empeño por hacerse con diversos objetos y piezas de indumentaria con la finalidad de disponer, en su momento, del material de referencia necesario para poder reproducir con absoluta fidelidad y rigor histórico tanto los acontecimientos de los que había sido testigo de excepción como el exotismo de la civilización recién descubierta. Sería esta obsesión por documentarse a conciencia a la hora de preparar sus composiciones lo que le llevaría a reunir en su taller un verdadero museo de cerámica, vidrio, tejidos, tapices, armas y demás objetos decorativos, y a él mismo a convertirse en el arquetipo del artista-coleccionista.
Pero lo que realmente había de ser trascendental para el pintor fue el tremendo impacto causado por las particulares condiciones de la luz norte-africana. La fortísima irradiación solar, la reverberación de la superficie de los cuerpos y la nitidez cristalina de los colores producto de la sequedad del ambiente le fascinaron y marcaron la evolución de su personalidad artística.
Finalizada la contienda el 23 de abril, Fortuny emprendió el regreso a Roma, pero no de manera directa, sino dando un rodeo por Madrid, Barcelona y París. En la capital española conoció a Federico de Madrazo, primer pintor de la Corte y director del Museo del Prado, quien comentó muy elogiosamente los apuntes que había tomado en Marruecos. Luego, a principios de junio pasó unas semanas en Barcelona, donde la exposición pública de sus notas causó la admiración general y la satisfacción de la Diputación.
Descartada la idea de un viaje de formación de seis u ocho semanas a París, Múnich, Berlín, Bruselas, Milán y Florencia, Fortuny hizo únicamente una rápida visita a la capital francesa y a Versalles, para estudiar los grandes cuadros de batallas de Horace Vernet, antes de volver a instalarse en Roma, a fines de julio o principios de agosto de 1860.
También entre sus amigos y compañeros en Italia los estudios africanos causaron gran impresión. Tal como diría uno de ellos, Fortuny, que había partido como un simple alumno, regresaba, después de una corta ausencia, convertido en un artista completo.
Pero, a pesar de ello, el joven pintor continuó con su rutina habitual de trabajo; durante el día normalmente pintaba en su estudio, aunque también salía por los alrededores de la ciudad a tomar apuntes de paisaje o iba a la Academia de Francia o a la Academia de San Lucas, donde copiaba obras de maestros como Rafael, Guido Cagnacci, Ribera, Bassano o Rubens; y por la tarde continuaba acudiendo casi a diario a la Academia Chigi a dibujar del natural con modelo.
Fue también en esta época cuando realizó sus primeros ensayos de grabado al aguafuerte, procedimiento que dominaría a la perfección y que continuó cultivando de manera esporádica durante toda su vida.
Fruto de esta labor fue el envío que realizó a la Diputación de Barcelona al finalizar el año 1861, en cumplimiento retrasado de sus obligaciones como pensionista y que incluía diecisiete Academias, la copia de un fresco de Rafael con la figura de un Niño y la copia, al mismo tamaño que el original, de La muerte de Lucrecia de Cagnacci. Junto a estas obras remitió otras dos pinturas y la fotografía de una tercera, a través de las cuales se ponía de manifiesto el cambio radical sufrido por el artista, recién cumplidos los veintitrés años de edad, abandonando la estética nazarena y que venía a anunciar sus futuras líneas de trabajo. Una de esas pinturas era una acuarela, conocida con el título de Il contino, en la que se advierte el extraordinario grado de virtuosismo alcanzado por Fortuny en este medio y que es la primera de sus obras ambientadas en el siglo xviii. La segunda era La odalisca, un óleo que se enmarca en el género comúnmente designado “orientalista”, ejecutado con una técnica sugestiva pero aún muy trabajosa y apretada. La fotografía era del boceto de uno de los cuadros que había de pintar en conmemoración de los acontecimientos bélicos de Marruecos, el de La batalla de Wad-Ras. Es posible descubrir en él algunas persistencias residuales del purismo nazareno, aunque éstas no alcanzan a desvirtuar el concepto general de la obra que, por medio de una pincelada pequeña y nerviosa, intenta sugerir la reverberación ambiental norte-africana.
Junto con los dibujos y pinturas, Fortuny dirigió una carta a la Diputación barcelonesa solicitando una ayuda de costa para un segundo viaje a Marruecos con la finalidad de “refrescar sus impresiones” y poder “dar el colorido de verdad” al gran cuadro que tenía ya bosquejado. Concedidos los fondos, el pintor abandonó Roma a principios del otoño de 1862 para ir a establecerse durante los dos meses siguientes en Tánger. Desde allí realizó numerosas excursiones por sus alrededores y, en un par de ocasiones, viajó hasta Tetuán, acumulando en todo este tiempo gran cantidad de apuntes y estudios. Finalizada su segunda estancia norte-africana y antes de regresar a Roma, pasó el invierno de 1862-1863 en Reus y en Barcelona, donde regaló al hijo de Bonaventura Palau, conserje de la Diputación Provincial, un cuadro con la representación de La corrida de la pólvora. Es ésta una pintura extremadamente cuidada y contenida, en la que pervive el modelado tonal de los volúmenes y en la que la pincelada, aunque pulcra y apretada, comienza ya a adquirir una rica variedad de densidades de carga, hasta llegar, en determinadas zonas, a perder cuerpo y romperse, permitiendo que la imprimación se haga visible. Viene a ser un anuncio de la futura maestría de Fortuny en el difícil arte de la síntesis extrema de la morfología pictórica.
A finales de marzo o principios de abril se encontraba nuevamente en Roma, con toda su atención centrada en la pintura de La batalla de Tetuán, una tela de muy considerables dimensiones (10 x 3 metros) en la que, sobre un paisaje de gran exactitud topográfica, reprodujo la acción que tuvo lugar el 4 de febrero de 1860. La composición está planteada con las tropas españolas atacando desde el fondo a la derecha, en el momento en que desbordan las líneas defensivas bereberes, situadas en posición elevada; los derrotados huyen, a pie o a caballo, hacia el espectador, abandonando el campamento que se extiende por la izquierda de la escena hasta la línea de lejanas colinas. Es una pintura que destaca por su verismo: la iluminación a pleno sol, la ajustada gradación de los términos, el tumulto y la confusión de la lucha, los movimientos de los grupos de combatientes, todo está perfectamente concertado para construir un conjunto armónico y equilibrado. En ella se conjuga una serie de observaciones acertadísimas que ponen de manifiesto que el artista había comprendido ya cuáles eran los valores esenciales de la verdadera pintura, es decir, sugerir al espectador la impresión de la realidad sobre la tela y no su reproducción fotográfica. Para ello hubo de tener en cuenta los efectos de la distancia, el movimiento y la iluminación y cómo éstos son percibidos por la retina humana.
El artista introduce una gradación en la precisión de los detalles según la distancia aparente respecto del espectador.
Así, por ejemplo, los jefes españoles que comandan el asalto y que están situados en un término medio alejado, aparecen retratados con patente falta de definición para no comprometer el efecto espacial.
Ello no obstante, resultan ser exactísimos y perfectamente reconocibles, siendo obligada la referencia a las efigies de Felipe IV y Mariana de Austria, en el fondo del cuadro de Las Meninas. También se pone de manifiesto que el pintor era plenamente consciente de la desigual capacidad del ojo para captar el detalle de los cuerpos en reposo o en rápido movimiento y, en consecuencia, da un tratamiento diferenciado al asno o a los búfalos de caminar pausado y al tumultuoso tropel de jinetes que galopan hacia el espectador. Un tercer aspecto que Fortuny tuvo muy en cuenta fue la dificultad de la visión humana para adaptarse a condiciones de gran contraste lumínico. En esta ocasión, las áreas de luces aparecen cuidadosamente trabajadas con una materia pictórica muy cargada, mientras que las zonas en sombra presentan escasa definición formal y un empaste de poca densidad; ilustrativo de este planteamiento es la pequeña construcción arruinada en la que se refugian dos heridos, evitando así ser arrollados por el grupo de caballería que pasa por su lado.
Pero todos estos recursos no le bastaban a Fortuny para conseguir el resultado deseado. El factor de reflectancia de la tela, ni incluso contando con la imprimación blanca, no era suficiente para, jugando exclusivamente con el modelado tonal, permitirle plasmar con un mínimo de verosimilitud los contrastes extremos de claroscuro producidos por la intensa iluminación a pleno sol. Pintores como Goya, en obras como El quitasol, en la que en teoría se plantea este mismo problema, no pasan de una aproximación convencional a la cuestión, sin ofrecer una solución válida. Es justamente en La batalla de Tetuán donde, de manera explícita, se introduce por primera vez el modelado cromático, aplicando en las sombras pinceladas de colores en apariencia discordantes —azules, verdes, rosas, ...— para, de esta manera, crear en el espectador la ilusión del efecto de deslumbramiento. Ésta es la contribución más importante y trascendental que Fortuny hizo a la historia de la pintura.
Durante los años 1863 y 1864 la atención del pintor se centró prioritariamente en la realización del gran cuadro. Todavía disfrutaba de la prórroga de la pensión de la Diputación de Barcelona pero no le resultaba suficiente y, para complementar sus ingresos, Fortuny encontró tiempo para pintar algunas obras de tamaño reducido y exquisita ejecución. Se trataba de óleos y de acuarelas en los que abordó principalmente dos de las temáticas de moda del momento, los asuntos “orientalistas” y las escenas dieciochescas o “de casacones”. Infravalorando sus méritos, el pintor malvendía sus creaciones a precios que, media década después, resultarían absolutamente ridículos. Así, por ejemplo, se sentía muy satisfecho por la venta a una dama rusa de un cuadro al óleo con la representación de tres odaliscas por 100 francos (el equivalente de unos 400 reales). Significativo de su actitud es también el intercambio que hizo de su primera versión de El coleccionista de estampas por un fusil sardo, valorado en unos 60 francos, con un anticuario romano, quien, poco después, vendió el cuadro al marchante de arte parisino Adolphe Goupil por la cantidad de 4.000 francos.
Pero este orden de cosas había empezado a cambiar ya para Fortuny. Al extinguirse en marzo de 1865 la pensión de la Diputación, el duque de Riansares, esposo de la reina regente María Cristina le facilitó una ayuda equivalente de su peculio particular durante dos años más a cambio de una importante composición con la representación de La reina regente María Cristina pasando revista a las tropas para el techo de uno de los salones de su palacete parisino. Por estos tiempos Fortuny se había ganado ya la admiración y el respeto de un selecto grupo de coleccionistas y aficionados de Roma. Uno de ellos era Walther Fol, un suizo, hermano de un banquero de Ginebra, en cuyo domicilio se reunía semanalmente una tertulia a la que nuestro pintor solía acudir. Fol no sólo le compró diversas obras para sí mismo (El coleccionista de estampas, 2.ª versión, por 2.500 francos, y la Fantasía árabe, 1.ª versión) o para su hermano (Los encantadores de serpientes, 1.ª versión), sino que se propuso vencer la natural timidez del artista y su repulsión instintiva a las exposiciones oficiales de pintura, exhortándole a presentar en público algunas de sus obras más recientes.
Fortuny accedió finalmente y, en la primavera y el verano de 1866, realizó una pequeña gira que le llevó a París (que ya empezaba a disputar a Roma la primacía en el mundo del arte y donde había también un nutrido grupo de pintores españoles, como Martín Rico o Eduardo Zamacois), a Madrid y a Barcelona.
De las tres capitales, fue en Madrid donde permaneció por más tiempo, siendo acogido por el pintor Francisco Sans Cabot, que le prestó el estudio para trabajar y también para exponer sus obras, entre las cuales destacaban El herrador marroquí y la ya mencionada segunda versión de El coleccionista de estampas. Durante su estancia volvió a coincidir con Federico de Madrazo, quien le abrió las puertas del Museo del Prado y también las de su casa. En la pinacoteca el pintor se dedicó con gran ahínco al estudio de los grandes maestros, realizando numerosas copias de obras de Tiziano, Tintoretto, Veronés, el Greco, Ribera, Velázquez o Goya, copias de ejecución prodigiosa con pincelada libre y espontánea, a las que Fortuny era capaz de infundir su propia personalidad artística pero sin sacrificar su exacta correspondencia con los originales. En casa del primer pintor de la Corte conoció a su hija Cecilia, con quien contraería matrimonio a finales del año siguiente, y también al hermano de ésta, Raimundo, un pintor con excelentes contactos en la capital francesa.
Este viaje, y en especial la etapa madrileña, resultó clave para el futuro del hijo de un humilde carpintero de Reus. Marcó su incorporación, de la mano de los Madrazo, al mundo de la alta sociedad y las finanzas internacionales. En otoño de 1866 realizó una segunda visita a París, durante la cual se entrevistó con Adolphe Goupil, el influyente marchante de arte que dominaba los circuitos del gran coleccionismo en Europa y América, y cerró con él un trato por el que el galerista le compraba diversas acuarelas a un precio considerable, le hacía varios encargos importantes (entre ellos, una tercera versión de El coleccionista de estampas) y le abría una línea de crédito de 24.000 francos. El cambio no pudo ser más radical para Fortuny; de ser uno de tantos pintores que luchaban por sobrevivir, siempre apurados por la estrechez económica, pasó a convertirse en una figura socialmente conspicua y a disfrutar de una posición francamente acomodada. Su matrimonio con Cecilia de Madrazo, el 27 de noviembre de 1867, y la ulterior renovación de su acuerdo con Goupil en condiciones mucho más ventajosas, consolidaron definitivamente sus expectativas.
Los años siguientes fueron de gran intensidad para el artista, pero también de una cierta confusión y desorden, ya que se vio obligado a repartir su tiempo entre Roma, Madrid y París. A pesar de ello fue capaz de mantener su ritmo de trabajo, centrando su actividad, de manera exclusiva, en la producción de las obras que su nueva clientela le demandaba. De sus pinceles salieron multitud de acuarelas, con títulos como Los aficionados a la música, Las máscaras —El carnaval—, El café de las golondrinas, La mariposa, Idilio, El bibliófilo, Marroquí o El mercader de tapices, y de óleos en los que desarrollaba esos mismos asuntos de fácil salida comercial: Fantasía árabe II, Los anticuarios, El picador herido, Salida de la procesión de la iglesia de la Santa Cruz en un día de lluvia, Árabes dando de comer a un buitre, La plaza de toros de Sevilla, La puerta de la iglesia de San Ginés de Madrid, Los encantadores de serpientes II... De varias de esas obras Fortuny realizó una o dos repeticiones, pero nunca como meras copias, sino que siempre introducía variaciones sustanciales en las nuevas versiones y llegando, en ocasiones, a un replanteamiento total de la composición. Había adquirido, el artista, una maestría sorprendente, preocupándose tanto por la precisión en el detalle como por capturar la magia del aire y del ambiente, ya fuese en escenas de exterior a pleno sol o en interiores en los que hábilmente conjugaba luces y penumbras con gran riqueza de matices. El virtuosismo de sus brillantes creaciones encendió el espíritu competitivo de los coleccionistas, dando lugar a un rápido aumento de los precios de las mismas hasta llegar a la fabulosa suma de 70.000 francos (equivalente a unos treinta y cinco años de su pensión romana) que Adèle Cassin pagó por La Vicaría, el 8 de abril de 1870.
Pero el éxito profesional conllevaba una notoriedad pública que incomodaba a Fortuny, debido a su carácter retraído y su natural aversión al ceremonial, a la etiqueta y a los actos de sociedad. También se resentía por las presiones a las que le sometían los circuitos comerciales. No debe, pues, sorprender su anhelo por alejarse de las obligaciones mundanas que turbaban su concentración, recuperar la tranquilidad perdida y reencontrarse consigo mismo. La inminencia del conflicto franco-prusiano y una epidemia de viruela vinieron a precipitar su decisión de abandonar París, en junio de 1870. Después de un mes en Madrid y una breve estancia en Sevilla, el pintor se instaló en Granada, donde permanecería por espacio de dos años, hasta fines de 1872. Había llegado a la capital nazarí atraído por la calidad de su luz, su ambiente sosegado, la facilidad de la vida y el encanto de los monumentos musulmanes, siguiendo los pasos de su amigo el pintor Henri Regnault, que se había refugiado allí en busca de inspiración para sus cuadros de temática norte-africana.
No tuvo que arrepentirse de la elección, ya que en Granada recuperó la paz espiritual que necesitaba para preparar sus obras con la profundidad y el rigor que él mismo se imponía. Una vez aposentado, Fortuny se lanzó a explorar la ciudad, reuniendo gran cantidad de notas, apuntes y estudios, a lápiz, a tinta, a la acuarela o al óleo, de sus palacios, de sus rincones pintorescos y de sus gentes. Pudo, además, dedicarse a la búsqueda de armas, cerámicas, vidrios, telas y demás antigüedades, como el gran jarrón nazarí actualmente en el Hermitage, o el impresionante azulejo de reflejo metálico del Instituto Valencia de Don Juan, que no sólo enriquecían su ya espléndida colección, sino que le proporcionaban material documental para ajustarse con fidelidad histórica a las épocas y culturas que pintaba en sus cuadros. No satisfecho con la mera posesión de esos objetos, se preocupó por conocer a fondo las técnicas que los habían hecho posibles y efectuó ensayos de vidriado de cerámica y forjó, cinceló y damasquinó una espada de estilo árabe. Y no sólo esto, sino que también tuvo ocasión de efectuar un tercer viaje de un par de semanas a Marruecos, en octubre de 1871.
Una parte del material así recopilado le sirvió para crear las obras que continuaba suministrando a Goupil; unas de ambientación “orientalista”, como El tribunal de la Alhambra, El afilador de sables o Marroquíes; otras encuadradas en una nueva línea basada en la España del Siglo de Oro: Lección de esgrima, El alto en el camino (Almuerzo en el patio de un convento), Arcabucero; y un tercer grupo inspirado en el pintoresquismo local: El Ayuntamiento Viejo de Granada, Cueva de gitanos, Patio granadino con cerdos y gallinas, Almuerzo en la Alhambra. Pero este tipo de pintura comercial no le bastaba a Fortuny para satisfacer el altísimo nivel que se exigía a sí mismo. En una carta a su amigo Martín Rico, fechada el 10 de enero de 1872, le cuenta que había comenzado a pintar un óleo con unos Músicos árabes en un interior y que posiblemente saliera bastante bien, pero estaba tan cansado de hacer moros antiguos que pensaba dejarlo tal como estaba. De hecho, el cuadro se conserva inacabado, al igual que otros dos de idéntica temática: La matanza de los Abencerrajes y El patio de los Arrayanes de la Alhambra. En cambio, no apartó la mirada de aquellos aspectos más duros de la vida, tal como se manifiesta en Los contrastes de la vida, obra en la que se representa el encuentro, en un amanecer invernal, de un cortejo fúnebre con una cuadrilla que regresa de una fiesta de Carnaval, y para la cual existe un sentidísimo estudio, de pincelada muy goyesca, con el retrato de La señorita del Castillo en su lecho de muerte, fallecida en febrero de 1871.
Pero lo que en realidad interesaba a Fortuny eran, simplemente, los efectos de claro-oscuro a plena luz solar. Pocos meses antes, el 18 de noviembre de 1870, en otra carta a Martín Rico, le explicaba que encontraba excelentes modelos a buen precio y que tenía una casa entera como taller, donde puedo pintar al aire libre, sin vecinos, y tengo una vista sobre la Vega con efectos de sol magníficos”. Uno de los referidos modelos sería el que posó para los diversos estudios, al óleo o a la acuarela, que realizó de un Viejo al sol, en los que, situándole ante un fondo oscuro y desechando todo contenido anecdótico, fijó su atención en la vibración lumínica sobre la piel arrugada del anciano y en el reflejo deslumbrante de la blanca camisa caída sobre sus caderas. En Granada Fortuny recuperó el género del paisaje, que tenía abandonado desde su incorporación a los circuitos del gran coleccionismo de pintura, y se dedicó a explorar por este medio la inagotable variedad de recursos plásticos que la naturaleza le ofrecía bajo el sol intenso de las horas centrales del día, creando obras como el Patio de la casa de Fortuny en Granada, con un delicadísimo estudio que evoca el agradable frescor de las tupidas sombras de los árboles, o el mágico Paisaje de Granada, capaz de sugerir la fuerza del sol bajo un cielo atormentado con una técnica provocadora, que deja casi una cuarta parte de la superficie de la imprimación del lienzo al descubierto y que aplica la materia pictórica, a pincel y a espátula, con asombrosa y brillante contundencia.
Muy a su pesar, a fines de 1872, tuvo que regresar a Roma para resolver los problemas surgidos con el alquiler de su estudio. Los acuerdos con Goupil seguían reportándole importantes ganancias: el marchante le había ofrecido 450.000 francos por el conjunto de cuadros que había pintado durante su estancia en Granada. Estaba acabando dos importantes cuadros, ambos ambientados en el siglo xviii: El jardín de los poetas y La elección de modelo, pero el pintor, como Boabdil, añoraba la Alhambra y los días felices que había pasado a su sombra. Le molestaba el ambiente social de la capital italiana y se resentía de la insaciabilidad de los comerciantes y de las presiones a que le sometían. Sólo durante el largo veraneo de 1874, desde mediados de julio hasta el día 1 de noviembre, cuando se trasladó con toda su familia y algunos amigos a Portici, en la bahía de Nápoles, recuperó su sosiego. En ese fructífero período pintó una serie de obras que reflejan de manera exquisita la placidez veraniega que embargaba al grupo: el retrato a la acuarela de La señora Agrasot, esposa de su gran amigo Joaquín, Los hijos del pintor en el salón japonés, o la que había de ser su última gran composición, La playa de Portici. Y junto a estos cuadros todo el conjunto de delicadísimos estudios que había pintado para prepararlos y que mostrarían a Sorolla el camino a seguir.
Fue también en estos meses cuando Fortuny comenzó a expresar abiertamente su disgusto por las imposiciones a que le sometía la pintura comercial. En una carta del 5 de agosto de 1874 a Antonio Sisteré le dice: “Como veo que te interesas por mis progresos, te diré que he hecho algunos y que nunca, como hoy, he deseado producir algo bueno. Había en mis últimos cuadros cosas buenas; pero como estaban destinados a la venta, no tenían todo el sello de mi individualidad (pequeña o grande), forzado como estaba a transigir con el gusto del día. Pero ahora que ya estoy situado y que puedo pintar para mí, a mi gusto, todo lo que me dé la gana, esto me da esperanzas de progresar y de mostrarme con mi propia fisonomía”.
Un par de meses más tarde, el 9 de octubre escribiría a su amigo y biógrafo, el barón Charles Davillier, en términos parecidos: “Tengo en proyecto varias otras cosas, una, sobre todo, que intentaré esbozar antes de mi partida; pero no es para vender, pues nadie la compraría; sólo quiero darme el lujo de pintar para mí: es ésta la verdadera pintura”.
Se refería al Carnicero de Portici, un cuadro que representa el patio de un matadero, con un buey recién degollado tendido en el suelo sobre su propia sangre y al que dos niños empiezan a desollar, el matarife secándose el sudor de la frente y trozos de carne en el suelo y colgados de ganchos en la pared. De esta manera el artista nos obliga a enfrentarnos, sin la menor concesión, a su concepción personal de lo que debe ser la pintura, pura expresión plástica de luz, sombra y color.
El 6 de noviembre se encontraba nuevamente en Roma, sumido en el desánimo. El día 14 se sintió mal y se metió en la cama. Todo el mundo pensó que se trataba de una indisposición pasajera, pero pronto se puso de manifiesto la gravedad de su dolencia; se trataba, según el diagnóstico de la época, de una repetición del ataque de fiebre perniciosa que había sufrido en 1869, agravado por una úlcera de estómago ocasionada por su costumbre de chupar los pinceles.
A pesar de las fuertes dosis de quinina que le suministraron los médicos, el 21 de noviembre de 1874, a las seis de la tarde, moría Mariano Fortuny Marsal, a los treinta y seis años de edad, ahogado por un vómito de sangre. Su desaparición repentina y prematura sacudió a la comunidad artística internacional y truncó una brillantísima carrera que auguraba aún mayores aportaciones a la historia de la pintura, justo cuando se estaba liberando de las ataduras que le habían condicionado (Santiago Alcolea Blanch, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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