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lunes, 31 de octubre de 2022

El antiguo Pósito y Audiencia, de Pedro Manuel Godoy, en Osuna (Sevilla)

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte el antiguo Pósito y Audiencia, en Osuna (Sevilla).         
     El antiguo Pósito y Audiencia, se encuentra en la calle Carrera, 80; en Osuna (Sevilla).
     Construida en 1779, ha sido muy remodelada quedando actualmente de la antigua construcción su fachada y dos lados de un patio. Estos últimos se componen de tres arcos de medio punto con molduras apoyados en columnas.
     En la fachada, dividida en tres módulos desiguales, se unen los vanos de la planta baja y la alta por unas gruesas molduras. La portada, de gran sencillez, destaca el movido perfil del remate, en el que se sitúa el escudo de la ciudad.
     Elementos destacados de la composición son los pinjantes que flanquean las ventanas y la utilización de piedras de color blanco para la portada y amarillo para el resto de la fachada (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
     Este espacio ha tenido una larga y azarosa vida. A comienzos del siglo XVI, su solar fue ocupado por la mancebía y la taberna que se encontraba en su vecindad. En 1608, el prostíbulo se traslada a las afueras de la villa y en su lugar se asienta el corral de comedias. Prohibidas las representaciones teatrales, en 1731, el ayuntamiento adquirió el inmueble para construir las paneras del Pósito.
     Tras ser almacén de granos, Audiencia, centro de reclutamiento militar y Hospital, alberga en la actualidad una residencia de mayores. Sin embargo, su destino inicial fue servir como paneras del Pósito. Tal y como reza en una cartela que campea en la fachada, el edificio se concluyó en el 1779.
     Las obras fueron dirigidas por Antonio Martín, maestro de obras alarife y su diseño por Pedro Manuel Godoy, se emplearon 177.937 reales y 16 maravedís en la conclusión del proyecto.
     La fachada se organiza en tres cuerpos, que dan paso a uno central más estrecho en el que se inserta la portada de piedra sepia, en piedra traída del pueblo colindante, Estepa.
     En la parte superior de la portada, el escudo del municipio: dos osos encadenados a una torre sobre la que se alza una esfinge, león o caballo alado, mitad animal mitad humano.
     El margen derecho de su fachada se remata con un airoso reloj de sol.
     En el interior sólo permanece el patio que presenta un juego de arcadas sobre columnas en dos de sus cuatro lados (Ayuntamiento de Osuna).
     El antiguo Pósito Municipal de Osuna es un edificio de carácter civil que se levanta en el centro histórico de esta localidad. Se trata de un edificio que en el año 1731 fue adquirido por el ayuntamiento para ubicar en él las paneras del Pósito, acabándose de construir en el año 1779, según se puede leer en una cartela existente en su fachada.
     Mucho antes, a principios del siglo XVI, su solar había sido ocupado por la mancebía y la taberna que se emplazaba en esta zona de la vecindad. A continuación, en este mismo sitio, se ubicó el corral de comedias, un lugar destinado a representaciones teatrales que funcionó como tal hasta que fueron prohibidas. Sin uso entonces, en 1731 el ayuntamiento de la ciudad lo compró para instalar en su interior las paneras del Pósito municipal.
     Más adelante pasó por diversos usos, utilizándose como almacén de granos, audiencia, centro de reclutamiento militar y hospital. En la actualidad, alberga una residencia para la tercera edad.
      Se sabe que las obras fueron diseñadas por Pedro Manuel Godoy. El edificio se desarrolla en dos plantas de altura realizadas a base de piedra labrada. Su fachada muestra una importante portada barroca realizada en piedra blanca, organizada en dos cuerpos de altura, que le otorga distinción y majestuosidad al edificio. En el interior puede verse el patio de acceso, que presenta un pórtico de arcadas sobre columnas en los dos lados paralelos a la fachada.
     Está abierto todos los días y su patio interior es visitable.
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Un paseo por la calle Medinaceli

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Medinaceli, de Sevilla, dando un paseo por ella.
     Hoy, 31 de octubre es el aniversario de la creación del título nobiliario del Ducado de Medinaceli (31 de octubre de 1479), por los Reyes Católicos, a favor de Luis de la Cerda y de la Vega, V Conde de Medinaceli​, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la calle Medinaceli, de Sevilla, dando un paseo por ella.
    La calle Medinaceli es, en el Callejero Sevillano, es una vía que se encuentra en el Barrio de San Bartolomé, del Distrito Casco Antiguo; y va de la calle San Esteban, a la calle Imperial.
   La  calle, desde  el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en  la  población  histórica  y en  los  sectores  urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las  edificaciones  colindantes  entre  si. En  cambio, en  los  sectores  de periferia donde predomina la edificación  abierta,  constituida  por  bloques  exentos,  la  calle,  como  ámbito  lineal de relación, se pierde, y  el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta. También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
     Al menos desde 1602 es conocida como plaza de San Esteban, porque a ella se abre la puerta de los pies de la iglesia de igual advocación; en ocasiones (1737) es nombrada también como Arquillo o pasadizo de San Esteban, a través del cual los duques de Medinaceli accedían directamente desde su palacio a una tribuna de la iglesia para asistir a los actos religiosos. Recibe su actual denominación en 1869 por los duques de igual título nobiliario y que poseen su residencia principal en la cercana Casa de Pilatos. A pesar de que a ella abre la puerta principal de la iglesia, posee el carácter de una calle marginal y trasera, y de hecho la puerta que se utiliza para todas las funciones religiosas es la lateral, que da a San Esteban. Es una ca­lle corta, con pavimento de asfalto y aceras de losetas, si bien éstas faltan en buena parte de los impares; se ilumina mediante farolas con brazos de fundición adosados a las fachadas. No registra tráfico rodado y los vehículos acceden tan sólo para aparcar. La acera de los pares está ocupada por la iglesia, y la opuesta por dos casas sevillanas de cierta prestancia, de dos plantas y ático; la núm. 1 fue levantada en el s. XVIII y posee la entrada principal por San Esteban. Según el poeta Rafael Montesinos, a principios de siglo vivió en esta calle Julia Cabrera, novia de Gustavo Adolfo Bécquer [Josefina Cruz Villalón, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Medinaceli, 1 acc. (Entrada por calle San Esteban, 5). Casa del siglo XVIII, de dos plantas y ático en la crujía de fachada. Este con balcones separados por pilastras toscanas.
Medinaceli, 3. Casa del siglo XVIII, de dos plantas. En la fachada que da a calle Impe­rial cabe señalar una reja de ventana de tipo renacentista [Francisco Collantes de Terán Delorme y Luis Gómez Estern, Arquitectura Civil Sevillana, Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1984].
Conozcamos mejor la Biografía del I Duque de Medinaceli, título nobiliario al que está dedicada esta vía
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     Luis de la Cerda y Mendoza, V Conde de Medinaceli, I duque de Medinaceli I Conde de El Puerto de Santa María. (¿Medinaceli?, Soria, 1442-1443 – Écija, Sevilla, 25 de noviembre de 1501). Noble, militar.
     Nacido, muy posiblemente en Medinaceli, entre 1442 y 1443, su vida adulta transcurrió entre los reinados de Enrique IV y de los Reyes Católicos, de cuyo Consejo, como sus predecesores, formó parte y en los que destacó especialmente por su pretensión del trono de Navarra, por la protección que concedió a Cristóbal Colón en su palacio de El Puerto de Santa María y por su condición de mecenas del primer renacimiento.
     Fue hijo de Gastón de la Cerda, IV conde de Medinaceli, y de Leonor de la Vega y Mendoza, señora de Cogolludo. Huérfano de padre cuando aún no había cumplido los doce años, quedó junto con sus dos hermanos, Íñigo y Juana, bajo la tutela de su madre, quien mostró tanto celo en la administración de los estados de su primogénito que, según cuenta el cronista Alonso de Palencia, el joven conde de Medinaceli, alcanzada la mayoría de edad, hubo de recurrir a la ayuda militar del arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, para ser reconocido como legítimo señor por los vasallos de sus estados. Esta temprana orfandad paterna significó que Luis de la Cerda fuera educado en el ambiente humanista más refinado de la Castilla bajomedieval, el del palacio de los Mendoza en Guadalajara.
     En este palacio, en el que había reunido una formidable biblioteca, se recluyó los últimos años de su vida —al abandonar la política activa tras la caída de Álvaro de Luna, en 1453— dedicado a la escritura y al estudio, su abuelo materno, Íñigo López de Mendoza, I marqués de Santillana, quien acompañó a su hija Leonor de la Vega, en el acto de solicitud de la tutela legal de sus hijos. Así, durante al menos cuatro años, Luis de la Cerda pudo recibir educación directamente de uno de los hombres más cultos de su tiempo. Todavía en 1459, un año después de la muerte del I marqués de Santillana y cuando el conde de Medinaceli ya gobernaba sus estados seguía residiendo en este palacio en compañía de su primo de su misma edad, el II conde de Tendilla, de quien pudo escuchar las novedades florentinas, pues por entonces regresó de su primer viaje a Italia.
     Si, por una parte, esta educación confirió al joven conde una personalidad que, sin despreciar las armas, mostraba mayor inclinación hacia las letras, y modeló un temperamento muy diferente al de su padre Gastón, el prototipo de noble guerrero que llegó a declarar la guerra por sí mismo al reino de Aragón, por otra, hizo de él, al menos en sus primeros años, una pieza más en la estrategia política del poderoso linaje de los Mendoza. El Mendoza que más influyó en su vida fue su tío Pedro González de Mendoza cuyo biógrafo, Francisco de Medina, al narrar el recibimiento que, en Valencia, el por entonces obispo de Sigüenza hizo al legado papal, el cardenal Rodrigo Borja, en 1472, cita al conde de Medinaceli como uno de los sobrinos que siempre traía consigo y “que andaban siempre con él en su casa y mesa”. El Gran Cardenal tuvo, sin duda, especial protagonismo en los principales momentos de su vida y fue el principal intermediario entre el conde y la corte de Enrique IV, primero, y la de los Reyes Católicos, después.
     Como miembro destacado del núcleo de los Mendoza, apoyó a Enrique IV frente a la nobleza rebelde liderada por Juan Pacheco, el marqués de Villena.
     Durante los disturbios que siguieron a la “farsa de Ávila”, según Gonzalo Fernández de Oviedo, sirvió al rey Enrique IV con “con quinientas lanzas ombres de armas e ginetes e mucha gente de pie” al lado de su primo el II marqués de Santillana que lo hizo con setecientas.
     En agradecimiento de su lealtad, Enrique IV le hizo merced de la Villa de Ágreda y su tierra el 24 de diciembre de 1465, villa que, como tantas otras que por entonces fueron donadas por Enrique IV a la alta nobleza, se resistió a salir del realengo, signos ambos, la donación y la resistencia, del debilitamiento del poder monárquico. Luis de la Cerda abandonó el partido nobiliario de Enrique IV un poco antes que el resto de sus tíos y primos del linaje mendocino, escenificando tal ruptura durante el desposorio de Juana la Beltraneja con el duque de Guyena, el 26 de octubre de 1470, matrimonio que había sido negociado, entre otros, por el ubicuo obispo de Sigüenza, Pedro González de Mendoza. El Rey, entendiendo que el reciente matrimonio de la princesa Isabel y del príncipe Fernando de Aragón quebrantaba los acuerdos de Toros de Guisando, trató de rehabilitar a su hija Juana obligando a los nobles presentes en dicho desposorio a prestarle el acostumbrado juramento de fidelidad como sucesora de la corona. De nuevo el autor de las Batallas y Quinquagenas informa de que “solo este señor, don Luys de la Cerda, que a la sazón era conde de Medinaceli, no la quiso jurar, aunque le davan dos mil vasallos porque la jurase e quiso más guardar su consçiençia”. Sin prejuzgar lo que pudo pesar su conciencia en esta negativa, los dos mil vasallos que, según el cronista, prometía Enrique IV, palidecían ante la posibilidad que se le había abierto al conde de Medinaceli, en el verano de 1470, de reivindicar el trono de Navarra. 
   Después de la muerte del infante Alfonso, que una parte de la nobleza había alzado como Rey, en el verano de 1468, y contemporáneamente al proyecto matrimonial del príncipe de Aragón, Fernando, con la princesa de Asturias, Isabel, Juan II de Aragón trató de atraer a la causa isabelina al conde de Medinaceli ofreciéndole en matrimonio diversas infantas de la Casa Real de Navarra. En primer lugar concertó matrimonio con Leonor de Foix, hija de Gastón IV —conde de Foix y Bigorre y vizconde de Bearne— y de Leonor de Navarra —efímera reina propietaria de Navarra a la muerte de su padre Juan II—. Leonor de Foix murió niña y finalmente Luis de la Cerda, en el mencionado verano de 1470, firmó capitulaciones matrimoniales con una prima hermana de Leonor, Ana de Aragón y de Navarra, hija natural del malogrado rey de Navarra y heredero de la Corona de Aragón, Carlos de Viana, y de María de Armendáriz, señora de Berbinzana. Con este matrimonio, Juan II pretendía servir a un tiempo los intereses de Aragón en Navarra y en Castilla, ya que, por una parte, sacaba del reino de Navarra a la hija del príncipe de Viana evitando un eventual matrimonio dentro de la nobleza navarra o de la casa real de Francia y, por otra, perseguía debilitar en Castilla a los Mendoza, principal apoyo de Enrique IV, sumando para la causa de Isabel al noble que poseía el principal estado castellano fronterizo con el reino de Aragón. Así, el 26 de julio de 1470 el conde de Medinaceli ya rindió pleito homenaje a los príncipes de Castilla-León y Aragón, Isabel y Fernando como “[...] príncipes herederos destos regnos e después de los bienaventurados días del Rey, nuestro señor, por Reyes [...]”.
     Este proyecto chocaba con un inconveniente: Luis de la Cerda había casado en 1460 en primeras nupcias y previa dispensa de consanguinidad con una prima hermana suya, Catalina Lasso de Mendoza, de la que no había tenido descendencia. Se ignora la fecha en la que el conde de Medinaceli solicitó la anulación de este matrimonio, pero con toda probabilidad ésta estuvo motivada por su proyecto matrimonial con una infanta navarra, máxime cuando la primera noticia que se tiene de la solicitud de nulidad data de 13 de julio de 1469: un breve del papa Paulo II comisionando al obispo de Sigüenza, Pedro González de Mendoza, para que dictase resolución sobre este expediente de nulidad. Tradicionalmente, siguiendo los Anales de Zurita, se ha considerado que el matrimonio del conde de Medinaceli con Ana de Aragón se celebró a mediados de 1471. Más coherente es la versión del biógrafo del Gran Cardenal Mendoza, Francisco de Medina, que sitúa dicha ceremonia en el Palacio de los Mendoza en Guadalajara, en marzo de 1473, con ocasión de la visita del cardenal Rodrigo Borja, el futuro Alejandro VI, como legado apostólico del nuevo papa Sixto IV, pues Pedro González de Mendoza, en virtud de la comisión anteriormente mencionada del papa Paulo II, retrasó cuanto quiso la sentencia definitiva de nulidad del primer matrimonio de Luis de la Cerda y no la dictó hasta el 14 de diciembre de 1472, cuando ya debía conocer que el legado pontificio, al que acompañaba desde su recibimiento en Valencia el 20 de junio de 1472, traía para él el tan deseado capelo cardenalicio por el que pugnaba desde hacia tiempo en dura competencia con el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, y que le fue entregado en Guadalajara el 7 de marzo de 1473.
     Durante el primer semestre de ese año se produjo la definitiva adhesión de los Mendoza y sus aliados a la causa de los príncipes Isabel y Fernando.
     Ana de Aragón era fruto de las relaciones extraconyugales que Carlos de Viana mantuvo durante su viudez con una noble Navarra, antigua dama de la reina, María de Armendáriz, por lo que la reivindicación del Reino de Navarra, recogiendo los derechos dinásticos del malogrado príncipe, requería la previa legitimación de la flamante condesa de Medinaceli, asunto del que, de nuevo, se ocupó el cardenal Mendoza mediante sentencia dictada en Sigüenza el 26 de octubre de 1473 y refrendada, ante el notario público y apostólico Juan López de Gricio, por cuatro catedráticos de la universidad de Salamanca el 25 de mayo de 1474.
     Esta legitimación se fundamentó en documentos que aún guarda el archivo ducal de Medinaceli: por una parte, en una solemne promesa, realizada por Carlos de Viana mediante billete autógrafo fechado en Artajona el 2 de mayo de 1451, de desposarla caso de haber descendencia de ella y, por otra, en el testamento hológrafo del mismo, otorgado en Zaragoza a 20 de abril de 1453, por el que encarga al primer conde de Lerín, Luis de Beaumont, y a su hermano Juan, líderes del partido beamontés, que a su muerte “alçen por Reyna del dicho mi Reyno de Navarra e por señora suya a Doña Anna de Navarra fija mía” y que buscaran el apoyo de Luis XI de Francia ofreciendo a la niña en matrimonio a su hermano, el duque de Berry.
     Resuelto el obstáculo de la ilegitimidad, el 4 de abril de 1474 los condes de Medinaceli llegaron a un acuerdo con los líderes del bando beamontés por el que éstos por oposición a “la tiranía de la infanta doña Leonor, condesa de Foix”, reconocían a Ana de Aragón como “heredera del Serenísimo Príncipe don Carlos de gloriosa memoria, heredero de los reynos de Aragón y de Cilicia e señor propietario de Navarra” y los condes se comprometían a reconocer los estados que los beamonteses tenían y aumentarlos a costa de los de los agramonteses. Un mes después, según Zurita, solicitaron del príncipe Fernando, que “le diesse favor para proseguir su derecho en la sucesión del Reyno de Navarra”. Se ignora lo que el príncipe pudo contestar a los condes, pero sí parece que convenció a su hermanastra Leonor, condesa viuda de Foix y lugarteniente del reino de Navarra, para que el 4 de agosto de ese mismo año firmara un convenio en similares términos con el partido beamontés y a su padre, el rey Juan II, para que lo ratificara el 30 de agosto inmediato.
     El tratado de Tudela de octubre de 1476, que establecía las condiciones de paz entre beamonteses y agramonteses, fijaba la sucesión en Leonor como heredera de Juan II y posteriormente en su nieto Francisco Febo, en virtud de derecho de representación y dejaba Navarra bajo la tutela castellana, depositando en manos de Fernando el Católico todas las plazas fuertes que detentaban los beamonteses, por una parte, y el fallecimiento de Ana de Aragón y de Navarra en torno al mes de marzo de 1477, por otra, forzaron a Luis de la Cerda a un acuerdo con los Reyes Católicos el 18 de abril siguiente mediante el cual, a cambio del desistimiento implícito de sus aspiraciones al trono navarro pues se obliga a servir y seguir “a los dichos Rey y Reyna, nuestros señores e al señor rey de Aragón, e a la señora princesa de Navarra”, recibió la confirmación de las villas de La Guardia y Los Arcos, antiguas villas del reino de Navarra incorporadas a Castilla en 1461, la ratificación de la merced que le habían hecho del castillo y fortaleza de Arbeteta que, junto con otros lugares del sexmo de la sierra de la tierra de Cuenca, poseía de hecho desde 1469, la donación de cuatrocientos vasallos en otros lugares de dicha tierra conquense y un pago anual de 406.000 maravedís de juro de heredad sobre las alcabalas y tercias de sus villas y lugares.
     Descartada la aspiración a la corona de Navarra, Luis de la Cerda se consagró a ayudar a los Reyes Católicos en la guerra civil primero y en la conquista de Granada después y a la administración de sus estados. Respecto de la guerra civil, se ha llegado a afirmar, por el silencio de las fuentes, que no intervino. Sin embargo, una carta de Isabel la Católica a Mosén Diego de Valera, alcaide de la fortaleza de El Puerto de Santa María, contradice esta afirmación al menos en la vertiente de guerra luso-castellana que tuvo la guerra de sucesión en Castilla, pues reza así: “Mosén Diego de Valera mi vasallo e del mi Consejo. Ya sabéis cómo el Conde de Medinaceli dejó concertado que esa su villa del Puerto daría luego una caravela de armada bien aparejada para se juntar con las otras que por mi mandado se arman contra la gente de Portogal [...]”. Por otra parte, es difícil pensar que el señor de El Puerto de Santa María, permaneciera al margen de las expediciones que, desde su villa, se habían enviado anteriormente contra los intereses coloniales portugueses, de las cuales la más célebre es la protagonizada por Charles de Valera, el hijo del alcaide y futuro alcaide, a Guinea en 1476.
      Pero sobre todo, sin esa participación, no se entendería que, apenas dos meses después de concluir la guerra de sucesión con la firma del Tratado de Alcaçovas, por Real Cédula datada en Toledo el 31 de octubre de 1479, los Reyes Católicos “acatando los grandes y señalados servicios que vos don Luys de la Cerda, conde de Medinaceli, nuestro sobrino nos abeys fecho en los tiempos pasados” elevaran el estado de Medinaceli a la categoría ducal, la más alta de la monarquía, y transfirieran la antigua dignidad condal de esta villa a su señorío de El Gran Puerto de Santa María.
     La década de 1480, el flamante duque de Medinaceli y conde de El Puerto de Santa María, la pasó entre la guerra de Granada y la administración de sus estados tanto del Norte como del Sur. En junio de 1482 aparece en la frustrada conquista de Loja en abril de 1485 se reúne en Córdoba con los Grandes de Castilla, para marchar a los objetivos marcados por los reyes: la serranía de Ronda y el valle del Guadalhorce que caerían en manos cristianas. y. por fin. en la campaña de 1487, que finaliza con la conquista de Málaga, aparece con 210 lanceros en el alarde del río Yeguas marchando en la vanguardia a la izquierda del maestre de Santiago.
     Respecto de la administración de sus estados, trató de reactivar el pleito que sobre la villa de Huelva mantenía con los duques de Medina Sidonia aprovechando sus estancias en El Puerto de Santa María, de recuperar rentas que había embargado para financiar su sueño navarro y de fijar franquicias en algunas de sus villas para recuperar la población perdida durante las continuas guerras de su padre en la frontera de Aragón.
     Desde mediados de 1485 mantuvo una relación extraconyugal con una señora de El Puerto de Santa María, cuyos padres se llamaban García Alonso y Marina Alonso, pero que la documentación conoce como Catalina Vique Orejón o “Catalina del Puerto”, a la que además califican de “criada de su casa”, término especialmente ambiguo que informa mal sobre su posición social, pues se utiliza para calificar desde Mosén Diego de Valera hasta el último de los sirvientes. De esta relación nacería por estas fechas Juan de la Cerda, que, como se verá, será el segundo duque de Medinaceli.
     También en estos años de mediados de 1480, según unos, o más tarde, entre 1490 y 1491, según tesis más sólida de Antonio Sánchez González, alojó el duque de Medinaceli en su palacio de la cosmopolita y marinera villa de El Puerto de Santa María a Cristóbal Colón, hecho que se conoce tanto por el detallado relato que de este encuentro hace Bartolomé de las Casas en su célebre Historia de las Indias, como por una carta que el duque de Medinaceli dirige el 19 de marzo de 1493 a su tío el cardenal Mendoza. Por el primero se sabe que el encuentro se produjo después del rechazo del duque de Medina Sidonia al proyecto colombino, que el duque de Medinaceli mando llamar a Cristóbal Colón, que “sabiendo que no tenía el Cristobal Colón para gasto ordinario abundancia mandóle proveer en su casa todo lo que fuese necesario”, que conocido el proyecto de Colón, “magnífica y liberalmente, como si fuera para cosa cierta, manda dar todo lo que Cristobal Colón decía que era menester hasta tres o cuatro mil ducados con que hiciese tres navíos o carabelas” y que finalmente el duque pidió licencia a los Reyes, a lo que la Reina contestó, siempre según el texto de Las Casas “que gozaba mucho de tener en sus reinos persona de ánimo tan generoso y de tanta facultad [...] pero que le rogaba el se holgase que ella misma fuese la que guiase aquella demanda”. El segundo documento, la carta al cardenal Mendoza, refrenda en líneas generales la versión de Las Casas, y además por ella el duque solicita que “por detenerle en mi casa dos años y averle endereçado a su serviçio se ha hallado tan grande cosa como ésta” se le hiciera merced “que yo pueda enviar en cada año allá algunas caravelas mías”.
     Después de este episodio colombino, la última década de su vida se retiró el duque de Medinaceli a su villa de Cogolludo, dedicado al embellecimiento de la misma y a asegurar la sucesión de la casa de Medinaceli.
     Respecto de la primera ocupación, en ella vuelca toda su formación humanista, pues a él se deben las principales transformaciones urbanísticas de Cogolludo, la remodelación de la plaza mayor, la construcción de una nueva muralla y, sobre todo, la edificación de un nuevo palacio, obra del arquitecto Lorenzo Vázquez, sorprendente por su “modernidad” y que en palabras de Chueca Goitia “es un gran intruso en la historia de nuestra arquitectura. Ni le anteceden heraldos que lo anuncien ni le siguen escoltas que lo continuen. Es mucho más enigmático e incomprensible que el palacio de Carlos V en Granada”.
     Respecto de la segunda, la sucesión en el mayorazgo de su Casa, tras dos intentos de casar a su única hija legítima, nacida de su segundo matrimonio, Leonor de la Cerda de Aragón y de Navarra, primero con el hijo primogénito del duque de Nájera, malogrado por su temprano fallecimiento y después con el conde de Saldaña, primogénito del duque del Infantado, con el que llegó a estar capitulada y que se frustró por la oposición, manifestada ante notario, de Leonor, finalmente lo hizo el 8 de abril de 1493 con Rodrigo Díaz de Vivar y de Mendoza, primogénito del Gran Cardenal de España, legitimado por los Reyes Católicos desde 1487 y creado por ellos, con ocasión de esta boda, marqués del Cenete y conde del Cid. Por las capitulaciones firmadas entre los Reyes Católicos y el duque de Medinaceli, se fijaba que los novios recibirían las villas y fortalezas almerienses de Purchena, Urracal y Olula y una renta de 4,5 millones de maravedís, se establecía que no contraería nuevo matrimonio que legitimara sus hijos naturales y que la sucesión del ducado de Medinaceli recaería en la descendencia de este matrimonio, cuyo primer hijo varón habría de tomar el nombre de Luis de la Cerda, “solo sin nombre de otro linaje”.
     En 1495 nació el ansiado hijo varón que, sin embargo, no superó el año de edad, siguiéndole poco después su madre, Leonor, fallecida el 8 de abril de 1497, con lo que se deshacían todas las previsiones sucesorias del duque de Medinaceli que quedaron así reducidas a dos alternativas: la sucesión de su hermano Íñigo, señor de Miedes y Mandayona, o la legitimación de alguno de sus hijos naturales. Como quiera que las relaciones con su hermano no eran buenas, pues al decir de Zurita hacía al duque “obras de enemigo”, optó por legitimar a Juan de la Cerda, el hijo nacido, hacia 1485, de su relación con Catalina Vique.
     El proceso de legitimación de Juan de la Cerda, mediante el tercer matrimonio de su padre celebrado poco antes de su muerte, el 18 de octubre de 1501, que implicaba por sí mismo la sucesión en el mayorazgo, fue un proceso complejo que requirió la emisión de un dictamen por una comisión de teólogos y juristas de Alcalá de Henares y del apoyo decidido de los Reyes Católicos. Para conseguir este apoyo, Luis de la Cerda hubo de comprometer en matrimonio a su hijo Juan con Mencía Manuel de Portugal, nieta del primer duque de Braganza. Era un matrimonio que interesaba especialmente a la Reina Católica, pues anteriormente había pretendido que dicha señora casara con el propio primer duque de Medinaceli, pretensión que éste, casi sexagenario, rechazó alegando que “estava más para el otro mundo que para éste”.
      Antes de fallecer, el duque de Medinaceli se ocupó de que Juan de la Cerda recibiera pleito-homenaje de cada una de las poblaciones de sus estados.
     Finalmente, ya muy enfermo, Luis de la Cerda emprendió un último viaje para encontrar a los reyes Isabel y Fernando y agradecerles personalmente la legitimación y el reconocimiento de su hijo Juan como sucesor de su casa, muriendo en el camino, en Écija, el 25 de noviembre de 1501. Por deseo expreso suyo, fue enterrado en la capilla Mayor de la Iglesia de Santa María de Medinaceli, que el mismo había ayudado a construir (Juan Albendea Solís, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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domingo, 30 de octubre de 2022

El Cementerio del Santísimo Cristo de la Expiración, en Osuna (Sevilla)

 
   Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte el Cementerio del Santísimo Cristo de la Expiración, en Osuna (Sevilla).  
   Hoy, domingo 30 de octubre, como todos los domingos, ha de considerarse como el día festivo primordial para la Iglesia. Es el primer día de cada semana, llamado día del Señor o domingo, en el que la Iglesia, según una tradición apostólica que tiene sus orígenes en el mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el Misterio Pascual.
     Y qué mejor día que hoy para ExplicArte el Cementerio del Santísimo Cristo de la Expiración, en Osuna (Sevilla).
     El cementerio se encuentra junto al camino de Écija, al norte de la población. Al recinto rectangular originario se le han ido adosando ampliaciones laterales, dando como resultado una serie de patios sucesivos, de diferente carácter, de los cuales los dos primeros tienen la ordenación más interesante. Lo rodea una tapia alta enjabelgada con caballete de fábrica también encalado. El acceso esta sobreelevado respecto al camino, por lo que una peana corre a todo lo largo de la fachada. La portada es un discreto hueco con arco de medio punto coronado con una cartela en piedra con lápida conmemorativa. Los dos primeros patios presentan conjuntos de nichos entre pilastras con embocadura de cancelita metálica, jugando con motivos varios, dentro de una armonía general. Los panteones más destacados pertenecen a los Valderrama, imitación de la Torre de los Escipiones; el del Excmo, Sr. D. Juan de Dios de Córdoba Govantes Figueroa y Bizarrón, personaje muy condecorado que fue Teniente General del ejército; otro blasonado, de D. Luis Fernández de Córdoba y Valcárcel (1840), Teniente General también, con relación de batallas; de los Moreno Vázquez, Torres y Castro, Caro Zamora (1930) y Fernández. Hay una serie con corralito y cadena, en los que el acceso al hipogeo se cubre y cierra con una plancha metálica abovedada, que lleva la inscripción en resalto. Son los de Fernández Caballero (1899); González y Pachón (1916); Contreras y Govantes (1900); Valdivia de la Puerta (1905); Oriol y Puerta (1914) y Campoverde (1903).
     Hay uno figurativo de Muñoz Juárez. La Capilla es de mediados del XIX, obra del alarife Rodríguez Cabello. De planta cuadrada, con cúpula, bien escuadrada. Dentro, un altar de madera de buena traza y cuadros de 1900 de López y Torres. Una inscripción lo data en 1846, siendo Alcalde Constitucional D. Mariano de Estrada. Sin embargo parece que abre en realidad de 1847, después de un largo trámite que inicia el Gobernador en 1836 para quitar el que había junto a la Colegiata. En realidad la obra no se ataca con decisión hasta 1846. En 1851 ya hay que ampliar osarios y en 1866 se hace el de no católicos. Después hay obras continuas - el BOP de 23-12-1900 convoca la subasta del tercer patio- hasta 1980.
     En el Ayuntamiento hay abundante documentación. Los enterramientos ducales están en la Colegiata. Se conserva manuscrito el Reglamento de 1847 con disposiciones muy interesantes así como curiosas advertencias para el sepulturero (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de la Crucifixión
¿Por qué Jesús fue condenado a la crucifixión?
   Si sólo hubiese sido justiciable para sus correligionarios, como blasfemo debió sufrir el suplicio específicamente judío de la lapidación, el que padeció el protomártir san Esteban. Ciudadano romano, como san Pablo, habría sido condenado a la decapitación por hacha o espada. Pero al no ser ni una ni otra cosa, se le infligió el suplicio que correspondía a los esclavos fugitivos o en rebelión contra su amo (supplicium servite): la crucifixión.
   Este suplicio espantoso era esencialmente romano, pero de origen persa. Habría sido inventado para que el condenado no ensuciara la tierra, consagrada a Ormuz y por ello, sacrosanta.
La historicidad de la crucifixión
   La Crucifixión de Jesús sobre la colina del Gólgota es el hecho mejor probado de su vida; según los historiadores que se apoyan en el texto de Tácito (Anales, XV) hasta sería el único acontecimiento probado. «Nada en los relatos evangélicos, escribía Alfred Loisy -tiene consistencia de hecho, salvo la crucifixión de Jesús por sentencia de Poncio Pilato en virtud  de una causa  de agitación mesiánica.»
   No obstante, ese hecho fundamental que constituye la base del cristianismo también ha sido cuestionado. Ninguno de los textos citados constituye una prueba histórica incontrovertible, los mitologistas han tomado argumentos de ellos para emitir la hipótesis de que en ese caso, como en muchos otros, los evangelistas simplemente habían puesto en escena profecías mesiánicas cuya consumación les interesaba mostrar.
   Las fuentes de la Crucifixión de Jesús serían los Salmos 22 y 69.
   En el primero, el reparto de las vestiduras y la perforación de manos y pies están claramente anunciados:
          «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? 
          ( ...) me cerca una turba de malvados;
          han taladrado mis manos y mis pies ( ...)
          Se han repartido mis vestidos
          y echan suertes sobre mi túnica.»
   En cuanto a la hiel y al vinagre que bebe Cristo en la cruz, parecen tomados del Salmo 69.
          "(...) esperé que alguien se compadeciese, y no hubo nadie; 
          (...) Dierónme hiel en la comida
          Y en mi sed me abrevaron con vinagre."
   Según esta interpretación, la Crucifixión no sería más que una ficción destinada a dar la razón a las profecías de la Biblia, puesto que todas ellas debían consumarse.
   En la tragedia de la Muerte de Cristo deben distinguirse tres actos: Cristo con la Cruz a cuestas, Cristo esperando la muerte, y la Crucifixión en el Calvario.
La Crucifixión
   Es necesario distinguir dos fases:
   1. Jesús está clavado en la cruz.
   2. Jesús muere en la cruz.
   Sería conveniente dar a la primera operación el nombre de Crucificamiento y a la segunda, que es un estado y no una acción, el nombre de Crucifixión; pero en el lenguaje usual no se ha hecho esta distinción.
2. Jesús muere en la Cruz
   La imagen de Cristo en la cruz se impone al pensamiento de todo cristiano no sólo como la figura del sacrificio del Dios Redentor, sino como el emblema y la garantía de su propia salvación. Es el tema central de la iconografía cristiana, cuyo lugar tradicional es el eje del coro de las iglesias, el centro del trascoro o la vidriera axial del presbiterio.
   Para analizar los elementos de este tema tan complejo, estudiaremos en principio a Cristo crucificado cuya representación ha variado mucho a través de los siglos, reflejando al mismo tiempo la evolución de las doctrinas teológicas y el sentimiento religioso -la representación simbólica o pictórica que lo acompaña- y finalmente la leyenda de la Vera Cruz antes y después de Cristo.
A) Cristo en la cruz
   Si se quiere resumir en pocas palabras la evolución de este tema esencial del cristianismo, puede decirse que durante los primeros siglos cristianos, la Crucifixión fue eludida o evocada indirectamente mediante símbolos. Cristo aparece en la cruz con forma humana, sólo en el siglo VI. Hasta mediados del siglo XI, Cristo en la cruz está representado vivo, con los ojos abiertos. A partir de esta época se osó representarlo muerto, con los ojos cerrados. 
    Por lo tanto, deben diferenciarse tres fases en la iconografía de Cristo crucificado, que se han empleado sucesivamente: mediante símbolos, vivo en la cruz, y finalmente, muerto.
1. El cordero simbólico
   A los artistas paleocristianos les repugnaba poner ante los ojos de los fieles la muerte ignominiosa del Mesías, clavado en la cruz entre dos delincuentes rebeldes como si fuese un esclavo. Esta imagen fue erradicada al mismo tiempo por el arte de las catacumbas, que se inspira sólo en la esperanza de la salvación eterna, y por el arte triunfal de la época de Constantino, que sólo apunta a glorificar a Jesucristo.
   En los frescos de las catacumbas, el sacrificio de Cristo siempre está simbolizado mediante el tema pastoral del Cordero místico. Cuando se acabó la era de las persecuciones y el cristianismo se convirtió en la religión oficial del imperio, Constantino y Helena levantaron sobre la colina del Gólgota una gran cruz gemmada cuyo reflejo nos deslumbra en Roma, en el mosaico del ábside de Santa Pudenciana. Esa cruz, que simboliza la Crucifixión, es una crux nuda, desprovista de la imagen de Jesús.
   El arte paleocristiano se atrevió, cuando más, a inscribir en la intersección del asta con los brazos de la cruz, un tondo con la imagen de Cristo (Salterio Barberini). Todavía en el siglo VI, en los mosaicos de San Apolinar il Nuovo, en Rávena, el ciclo de la Pasión se detiene claramente en Cristo con la Cruz a cuestas.
   A falta de una imagen cristiana de Cristo crucificado se ha creído reconocer su caricatura pagana en un dibujo hecho a mano, que representa un Crucificado con cabeza de asno, descubierto en 1856 por Garrucci, en un muro del palacio imperial del Palatino. La existencia de esta caricatura autorizaría, lógicamente, a suponer la existencia de representaciones análogas en el arte cristiano.
   Sin embargo, no es seguro que el autor del garabato haya querido ridiculizar a Cristo. Ciertos arqueólogos se preguntan si no se trataría más bien del dios egipcio Set -que los griegos llamaron Typhon- adoptado por la secta gnóstica de los setianos, divinidad que, justamente, estaba dotada de una cabeza de asno. En tal caso habría que erradicar ese célebre graffito de la iconografía cristiana. Pero por ingeniosa que sea esta hipótesis, debe admitirse que si bien explica la cabeza de asno, no da cuenta de la presencia de la cruz.
2. El crucificado vivo y triunfal.
   A partir del siglo V el suplicio de la cruz perdió su carácter infamante y se corrió el riesgo de representar a Cristo clavado en el patibulum entre los dos ladrones.
   Las obras que representan la Crucifixión se volvieron de golpe muy numerosas. Las más conocidas, algunas de las cuales están fechadas con precisión, son una placa de marfil que se encuentra en el Museo Británico, el bajorrelieve de madera de la puerta de Santa Sabina, en el Aventino, una miniatura del Evangeliario sirio de Rabbulos (586), una ampolla palestina del tesoro de Monza y un fresco del siglo VIII de la iglesia romana de Santa María la Antigua, al pie del Palatino.
   Además de las realizaciones que han perdurado hasta hoy, hay otras señaladas por los textos. Gregorio de Tours informa hacia 590 (In Gloria Martyrum) que una pintura que representaba a Cristo en la cruz existía en su tiempo en la iglesia Saint Gènes, de Narbona, y que su desnudez escandalizó.
   Esas primeras Crucifixiones pertenecen a dos tipos muy diferentes.
   En Santa Sabina de Roma, Cristo está representado en actitud de orante, sus pies no están clavados y se apoyan en el suelo, está representado igual que en el marfil del Museo Británico, desnudo, apenas cubierto con un estrecho ceñidor. Ese tipo perduraría en las miniaturas carolingias, donde la desnudez de Cristo imberbe y juvenil sólo está velada por un ceñidor.
   Por el contrario, en las Crucifixiones del tipo sirio, que son las más numerosas. Cristo siempre está vestido con una larga túnica sin mangas llamada colobium. El ejemplo más antiguo es la famosa miniatura del Evangelio sirio de Rabbulos, donde se ven aparecer por primera vez los elementos simbólicos y realistas de todas las Crucifixiones posteriores: el Sol y la Luna, el Lancero, el Portaesponja,  los soldados echando a suertes la túnica sin costuras. En ese modelo se inspira el fresco de la iglesia románica de San Maria la Antica, que en el siglo VII estaba a cargo de monjes sirios. Este tipo de Cristo barbudo y con faldas se popularizaría en Occidente a causa de la Santa Faz (Volto Santo) de Lucca.
   ¿Por qué la Crucifixión realista reemplazó al símbolo del Cordero a partir del siglo VI? La única explicación válida para ese cambio de fundamental importancia es el triunfo de las nuevas doctrinas teológicas elaboradas en Bizancio para luchar contra las herejías.
   El docetismo monofisita, que absorbía la naturaleza humana de Cristo en su naturaleza divina, sólo adjudicaba a sus sufrimientos en la cruz un valor simbólico. Para refutar esta herejía mediante la parábola y la imagen, la Iglesia se vio obligada a insistir en el dogma de la Encarnación: recordó a los fieles engañados por el docetismo que los sufrimientos del Redentor no fueron vana  apariencia, que él fue realmente clavado en la cruz, en carne y hueso, en la forma humana en la que se había encarnado.
   Por ello el concilio de Trullo o Quinisexto,  que se realizó en Constantinopla en 692, recomendó a los artistas que en adelante representaran a Cristo no con el símbolo del Cordero, sino «con su forma humana». Así, no hacían más que confirmar una transformación de la iconografía operada desde hacía un siglo.
3. Cristo muerto
   Todas estas representaciones de Cristo en la cruz, sean cuales fueren las diferencias de detalles entre los tipos griegos y orientales, tuvieron durante mucho tiempo un rasgo común de fundamental importancia.  Sea juvenil  o barbudo, desnudo o vestido, Cristo siempre está representado vivo en la cruz, con los ojos bien abiertos. Pero no sólo está vivo, sino triunfal: en vez de la corona de espinas, lleva en la frente una diadema real. Con la cabeza erguida, el pecho recto, los brazos extendidos horizontalmente, se yergue sobre el madero de la infamia con la misma majestad que sobre un trono.
   A partir del siglo XI se comenzó a representar a Cristo muerto. Sus ojos se cierran, su cabeza cae sobre el hombro derecho, su cuerpo se desploma y flexiona: ya no es más que el cadáver de un hombre muerto en el suplicio que ha perdido toda majestad real y que sólo inspira compasión.
    ¿Cómo explicar esta extraordinaria revolución iconográfica? Se ha intentado hacerlo mediante consideraciones estéticas, por el empuje de una moda naturalista.
   Según Dom Hesbert, esta innovación procedería de una interpolación del Evangelio de San Mateo, que sustituyó al relato del Evangelio de san Juan.
   Si se osó representar a Cristo muerto, fue porque los teólogos enseñaban que su muerte se debió no a un proceso orgánico sino a un acto de su voluntad divina.
   Tal es lo que implica el rito griego del zeon, es decir, la comunión térmica con el vino calentado por agua caliente (zeon udor), símbolos de la sangre y del agua que brotaron calientes del costado de Cristo. Este rito está vinculado con la creencia en la incorruptibilidad del cuerpo de Jesús.
   Por ello, Teodoro Balsamón, patriarca de Antioquía, condenó como una herejía el rito de la Iglesia romana que emplea vino no calentado en el sacramento de la comunión, puesto que para él, ello equivale a creer que la divinidad ha abandonado el cuerpo de Cristo después de su muerte, de manera que el cadáver del Hombre Dios no se diferenciaría en nada de los cadáveres de los ladrones.
   Así, Cristo muerto conserva en su cuerpo incorruptible el calor de la vida, y el arte bizantino lo representaría a partir de entonces de acuerdo con esta doctrina teológica. El arte de Occidente sólo habría imitado a aquél.
   Esta tesis seductora, a decir verdad, promueve ciertas objeciones.
   ¿Por qué el rito del zeon, introducido en la liturgia de Constantinopla a partir del siglo VI no habría producido efectos en la iconografía de la Crucifixión hasta el siglo XI?
   Por otra parte, ¿cómo explicar la aparición simultánea en el arte de Occidente del tipo de Cristo muerto con los ojos cerrados? Italia lo adoptó en el siglo XIII, pero apareció mucho antes en Renania y en el norte de Francia. Se lo encuentra a partir del siglo XI en una miniatura del Sacramentario de San Gereón de Colonia, en el siglo XII en una vidriera de Chartres, en los misales de la abadía de Anchin (Biblioteca de Douai), de Saint Corneille de Compiegne (B.N., París) ¿Se dirá que esas miniaturas y esas vidrieras se inspiran en la teología y la liturgia bizantinas, formalmente condenadas por la Iglesia de Roma como una doctrina perniciosa, y una diabólica suggestio? ¿No resulta más verosímil atribuir el cambio a una transformación profunda de la sensibilidad cristiana cuyos inicios son éstos, y que se acentuaría a finales de la Edad Media?
   El misticismo sentimental que se desarrollará a partir del siglo XIII por la influencia de san Francisco de Asís, las Meditaciones del Pseudo Buenaventura y las Revelaciones de santa Brígida, revela, por otra parte, un espíritu muy diferente al de la teología bizantina. Ya no se trata de glorificar a Cristo manteniéndolo vivo en la muerte, sino de conmover  a los fieles con  el espectáculo  de sus padecimientos.
   Santa Brígida describe así a Jesús crucificado. «Estaba coronado de espinas. La sangre le corría por los ojos, orejas y barba; tenía las mandibulas distendidas, la boca abierta, la lengua sanguinolenta. El vientre hundido le tocaba la espalda como si ya no tuviese intestinos.»
   El arte de la Edad Media representó a Cristo en la cruz con este aspecto lastimoso. E incluso superó en horror a la alucinante visión de santa Brígida. En su retablo del convento hospital de los antonitas de Isenheim, donde se atendía a los apestados y sifilíticos, el pintor alemán Mathis Nithart (Grünewald) no vaciló en presentar a los ojos de los enfermos un Cristo no sólo muerto sino ya pútrido. Lo muestra cubierto de heridas sangrantes y verdosas a causa de la descomposición, de un realismo tan desmedido que es un horror casi insostenible; todo lo contrario del dogma bizantino de la incorruptibilidad del cuerpo del Redentor.
   Después de haber mostrado la evolución del tipo de Cristo en la cruz, al principio simbolizado por el Cordero, después representado in natura, ya vivo, ya muerto o incluso presa de la descomposición,  nos queda por examinar de qué manera está vestido y fijado a la cruz.
   Ni por la ropa ni por el modo de fijación a la madera de la cruz el arte cristiano ha demostrado la menor preocupación por la verdad histórica.
   Los esclavos romanos condenados al suplicio de la cruz estaban completamente desnudos. Méliton dice de Jesús: Nudus erat in cruce. A pesar de esa tradición, siempre se ha representado a Cristo crucificado, vestido ya con una larga túnica sin mangas, ya con un ceñidor anudado alrededor de la cintura. El colobium sirio o el perizonium helénico también son, uno y otro, poco «históricos». Estas convenciones indumentarias sólo se justifican por un escrúpulo de decencia del cual pocos artistas se han atrevido a liberarse.
   Antes que el colobium sin mangas que vemos en el Evangelio sirio de Rabbulos, el fresco de Santa María la Antigua y la Santa Faz de Lucca, el arte de Occidente prefirió el perizonium, que a veces se transforma en tema decorativo. Por la influenciad de los grabados de Schongauer, los pintores alemanes de los siglos XV y XVI, Durero y Lucas Cranach por ejemplo, hacen tremolar al viento, como una oriflama , los extremos de ese «Lendenschurz», calificado con el nombre pictórico de "Herrgotts-röcklein", cuyas volutas se vuelven tan complicadas como las líneas de un párrafo caligráfico.
   Sólo con el Renacimiento la pasión del desnudo se impuso a las conveniencias. Miguel Ángel, en su Cristo de la Minerva y en su Juicio Final de la capilla Sixtina, Benvenuto Cellini en su Crucifix de marfil de El Escorial, que escandalizó no sin razón la púdica devoción del rey de España Felipe II, se atrevieron a suprimir el ceñidor tradicional y representar a Cristo completamente desvestido. Pero estos casos de neo paganismo son excepcionales en el arte cristiano.
   ¿Jesús fue crucificado con la cabeza desnuda o tocado con la corona de espinas? Acerca de este punto reina la misma incertidumbre. En las Crucifixiones triunfales de la alta Edad Media, lleva la corona real. En el siglo XVII, Rubens y Van Dyck lo representan ya coronado, ya sin corona.
   En cualquier caso, la cruz casi siempre está rematada por el titulus o inscripción trilingüe, a veces tan ancha que parece un segundo travesaño.
¿Cómo fue fijado a la cruz el cuerpo de Cristo?
   Sabemos que en el antigüedad romana, los crucificados estaban sentados a horcajadas sobre una clavija de madera (sedile), especie de «misericordia », mucho me­nos confortable que la ménsula que aliviaba la fatiga de los canónigos de pie en las sillas del coro; esta clavija pasaba entre los muslos y sostenía el peso del cuerpo, prolongando así el suplicio con el pretexto de hacerlo menos inhumano. En la iconografía cristiana, este banquillo es reemplazado por una tablilla colocada bajo los pies (suppedaneum). Para emplear la terminología alemana, el Sitzpflock se ha transformado en Fusspflock. También aquí, esta derogación de la historia se justifica por el decoro.
Los clavos de las manos y los pies
   Aunque no se hable de clavos más que en el relato del Evangelio de Juan, donde se narra la aparición de Cristo resucitado a santo Tomás, es una tradición universalmente recibida que Jesús fue fijado a la cruz no mediante cuerdas, sino con clavos. No obstante, su número nunca fue establecido de manera invariable. En las obras de la alta Edad Media, el cuerpo de Cristo está fijado por cuatro clavos, a partir del siglo XIII, con tres clavos solamente, porque los dos pies están puestos uno sobre otro.
   A partir de la Contrarreforma ya no se observa regla alguna. El teólogo Molanus (Vermeulen), en su tratado de las Santas Imágenes que registra la teoría del concilio de Trento, deja a los artistas toda la libertad en este detalle. Guido Reni pintó un Cristo crucificado con tres clavos (iglesia de San Lorenzo in Lucina, Roma).
   Simon Vouet retornó al empleo de cuatro clavos (Museo de Lyon). En cuanto al escultor Montañés, que se inspira en las Revelaciones de santa Brígida, cruza los pies de Cristo uno sobre el otro perforándolos ilógicamente con dos clavos.
   Se ha querido saber si los dos clavos de las manos habían sido hundidos en las palmas o en los puños del crucificado. Los anatomistas han observado que el peso del cuerpo habría desgarrado inexorablemente los tejidos de las palmas, incapaces de soportar un esfuerzo de tracción tan grande, y que en consecuencia, los verdugos debieron hundir los clavos entre los huesos de la muñeca, más resistentes. Pero si, como es probable, el cuerpo suspendido estaba sostenido por una clavija insertada entre los muslos, la objeción cae. En todo caso, los artistas siempre han colocado las heridas de Cristo, al igual que los estigmas de san Francisco de Asís, en el medio de las palmas.
El Cristo de los brazos estrechos
   La actitud de Cristo suspendido de la cruz es muy variable: la posición de los brazos oscila entre la horizontal y la perpendicular.
   Cristo con los brazos ampliamente extendidos, significa que murió por todos los hombres, es el Cristo católico, al tiempo que el Crucificado con los brazos poco abiertos o estrechos, sería el jansenista, que reserva la gracia a unos pocos elegidos. Esta denominación es errónea, puesto que los brazos en posición perpendicular aparecen a finales de la Edad Media, mucho antes que Jansenio y su doctrina de la gracia, y suele encontrárselos en los pintores del siglo XVII auténticamente católicos y hasta vinculados con los jesuitas, tales como Rubens (Museo de Toulouse), Van Dyck y Le Brun.
Las diferentes formas de la cruz
   Los Evangelios no dicen nada preciso acerca de la forma de la cruz. La palabra griega stauros puede designar un simple poste y no implica, como la palabra latina crux, el cruzamiento de dos vigas. Según parece, originalmente se representó a Cristo fijado a un poste. Pero la tradición que asegura que Cristo tuvo las manos clavadas y los brazos extendidos sobre el madero, hizo prevalecer la forma de una cruz de travesaño, compuesta  de dos elementos ensamblados.
   Si este fue el tipo adoptado, ello también se debe a que la cruz ofrece a los fieles la imagen emblemática de un orante estilizado. Ella se convertía también en el símbolo de la oración.
   Ya sea muy baja o muy alta, la cruz ofrece en la iconografía cristiana numerosas variantes que se pueden reducir a tres tipos:
l. La cruz escuadrada.
2. La cruz verde o Árbol de vida (Lignum Vitae).
3. La cruz viva o braquial.
1. La cruz escuadrada
   Es el tipo más común, constituido por el ensamblaje de dos vigas escuadradas.
   Sus brazos (segmentos horizontales) pueden ser iguales o desiguales al pie y a la cabeza (segmentos verticales inferior y superior): en el primer caso se la llama cruz griega y en el segundo, cruz latina.
   a) Cruz griega. Entre las cruces de segmentos iguales, se distingue, de acuerdo con la forma de sus extremos, la cruz ansada (cruz ansata, Henkelkreuz), cuya ex­tremo superior termina en un pequeño anillo; la cruz gamada (crux gammata, Hakenkreuz), también designada con el nombre hindú de svástika, cuyos cuatro segmentos terminados en gancho se asemejan a la letra griega gamma.
   El origen de estas cruces es muy anterior al cristianismo. La cruz ansada es de origen egipcio. En cuanto a la gamada, puede encontrársela en épocas tan remotas que su primitivo significado resulta oscuro ¿Era un emblema solar o de fecundidad? Lo cierto es que se asemeja a un embrión estilizado y se ha comprobado que se aplicaba, en la alfarería antropomórfica o en los ídolos esculpidos, en el lugar de los órganos genitales. Sea como fuere, durante siglos estuvo reducida a la condición de simple ornamento, y sólo recuperó una vida temible en época reciente, al convertirse en el símbolo del nacionalismo racista de los alemanes, oponiéndose por ello a la cruz de Cristo.
   La cruz potenzada es una cruz griega cuyos extremos se acaban en caveto, seguido de un ángulo recto.
   La cruz de Malta tiene los extremos ensanchados. La cruz de san Andrés o de Borgoña tiene los travesaños cruzados en forma de X, por ello en latín se la denomina cruz desussata (de decem, "diez", escrito en cifra romana: X).
   b) Cruz latina. Se caracteriza por la desigualdad de sus segmentos, los verticales o asta son más largos que el travesaño horizontal, o brazos.
   También comporta numerosas variedades.
   La crux commissa o patibulata  (con forma de horca), que se llama cruz de San Antonio, adopta la forma de la letra griega tau.
   La crux immisa tiene un asta que sobrepasa el travesaño.
   La cruz patriarcal o cruz de Anjou, que se convirtió en la cruz de Lorena, se diferencia por tener doble travesaño. La Cruz papal tiene tres, igual que la tiara, es una triple corona. Esta multiplicación de los travesaños se explica por la adición a los brazos de la cruz del titulus inscripción y del suppedaneum que sirve de soporte a los pies de Cristo. Puede que se trate también de la superposición de los dos emblemas de la Salvación en el Antiguo y Nuevo Testamento: la tau y la cruz.
   La Cruz horquillada (Gabelkreuz) es excepcional.
   Estas cruces multiformes varían, además, por su ornamentación.
   La cruz triunfal cubierta de piedras preciosas que el emperador Constantino hizo erigir en Jerusalén y que se reproduce en el mosaico del ábside de la iglesia de Santa  Pudenciana, en Roma, se llama cruz gemmada  (Gemmenkreuz).
   En la época gótica se adornó la cruz de tau o potenzada, recortando sus extremos en forma de trébol o de flor de lis (trebolada y flordelisada).
2. La cruz verde o Árbol de Vida (Lignum vitae)
   Por la virtud vivificadora de la Santa Sangre, el árbol muerto al que Cristo fuera sujeto, vuelve a la vida. Una popular antífona comenzaba por O crux, viride lignum. Esta idea mística, popularizada por san Buenaventura en su Lignum Vitae, ha inspirado un cierto número de obras de arte.
   Una variante del Árbol de Vida es la cruz podada (Kreuz mit Aststümpfen), compuesta por dos troncos de árbol no descortezados, a los cuales simplemente se han quitado las ramas. Con frecuencia el travesaño se curva por el peso del cuerpo del crucificado (Crucifixión de Isenheim), igual que un arco sometido a la tensión de la cuerda, para sugerir así la idea de un cuerpo que será proyectado hacia el cielo como una  flecha que dispara  un arquero.
   Pero el arte simbólico prefiere a la cruz podada, la cruz arborescente, de la que parten ramas floridas. Con frecuencia esas ramas llevan los frutos místicos que corresponden a los acontecimientos de la vida de Cristo. Y a veces son discos (tondos) en los que están inscritos los nombres de las virtudes del Redentor, o bien grandes hostias de blancura deslumbrante con el sello de la imagen del Crucificado entre la Virgen y san Juan.
   Este árbol de la Redención (Albero della Redenzione) es el atributo habitual de San Buenaventura.
3. La cruz viva o braquial
   Se ha llegado aún más lejos en esta «animación» de la cruz del Redentor: no satisfechos con darle una vida vegetal, con transformar la madera muerta en un tallo arborescente, el arte simbólico la convirtió en una criatura humana. Además del Árbol de la Vida, se imaginó una cruz viva o braquial, cuyas ramas están reemplazadas por brazos.
   De los cuatro segmentos de la cruz se ven salir y moverse brazos humanos.
   El brazo superior, erguido en medio de la cabeza de Cristo, abre con una llave la puerta de la Jerusalén Celestial.
   El brazo inferior, bajo los pies de Cristo, hunde a martillazos la puerta de los Infiernos, detrás de la cual aparece Satán encadenado y los justos del Antiguo Testamento que esperan su liberación.
   El brazo lateral derecho sostiene una corona encima de la cabeza de la Iglesia, que recoge la sangre de Cristo en un cáliz. A veces está montada sobre un león y rodeada por los cuatro evangelistas: san Mateo, san Juan, san Lucas y san Marcos, cada uno con sus atributos.
   Finalmente, el brazo izquierdo está armado con una espada que hunde en el cuerpo de la Sinagoga ciega montada en un asno. La Sinagoga tiene los ojos vendados y lleva en la mano un estandarte con el asta partida, donde hay un escorpión pintado, símbolo de la perfidia de los judíos.
   A los pies de la cruz está el esqueleto de Adán extendido horizontalmente, como en la Crucifixión esculpida en el tímpano de la portada central de la catedral de Estrasburgo.
   El arte francés, italiano y alemán nos ofrece numerosos ejemplos de este curioso tema: una miniatura del Hortus Deliciarum, pinturas anónimas del Museo de Cluny, en París, del Museo de Beaune, de San Petronio de Bolonia y de la Pinacoteca de Ferrara, el tímpano esculpido de San Martín de Landshut (1432); un fresco en Insbruck (Tirol); un cuadro de Hans Fries, en Friburgo (Suiza), xilografías... A estos ejemplos se agrega un fresco ruso del siglo XVII, en la  iglesia de San Juan Bautista de Iaroslav, sobre el río Volga.
   El fresco de laroslav -escribe Paul Perdrizet, que lo comentó en 1923 en una revista alsaciana- es una representación «completamente única». Y agrega: «El brazo izquierdo de la cruz se termina en un brazo humano que detiene la Muerte y la desmonta en el momento en que sobre un caballo negro del Erebo (sic) se lanza contra el Crucificado.»
   Allí hay un doble error. Ese motivo está lejos de ser único, puesto que se pueden citar al menos una  decena de ejemplos anteriores en el arte de Occidente. Además, la interpretación que hace Perdrizet es pura fantasía. La Muerte que se precipitaría contra el Crucificado es simplemente la Sinagoga a la cual el brazo de Cristo parte el cráneo con un mandoble, y el «caballo negro del Erebo» que le sirve de montura es, más prosaicamente, un asno que encarna, al igual que el macho cabrío, uno de los símbolos tradicionales del judaísmo.
   Para convencerse de que ese es el significado de esta representación, basta observar que la figura que hace juego con la Sinagoga es la Iglesia, encima de la cual el otro brazo de la cruz braquial suspende una corona.
   Lo cierto es que el fresco de Iaroslav, que combina los temas del Árbol de vida y de la cruz viva no es una creación original. El pintor moscovita la ha calcado de un prototipo occidental. probablemente un grabado tomado de la Biblia holandesa de Piscator. Pero tuvo la precaución de rusificar el modelo introduciendo en el decorado una iglesia de cinco cúpulas bulbosas.
   Cualquiera sea el sentido de esta alegoría, debe admitirse que la cruz braquial es una monstruosidad estética cuya desaparición no lamentará nadie.
El color de la cruz
   Los relatos de los evangelistas resultan poco explícitos tanto acerca del color como de la forma de la cruz de Cristo.
   En las vidrieras francesas del siglo XII está pintada ya de verde, ya de rojo. En la fachada occidental de la catedral de Chartres, en la vidriera de la Pasión, el Crucificado está clavado en una cruz verde. Es la traducción plástica de la antífona que comienza con estas palabras: O crux, viride lignum.
   El color verde de la cruz, tanto si es escuadrada o podada, significa que la cruz salvadora no es una madera muerta sino el Árbol de Vida. 
   Por el contrario, en el coro rectangular de la catedral de Saint Pierre de Poitiers, la magnífica vidriera de la Crucifixión nos muestra a Cristo clavado a una cruz roja del color de la sangre. Se adivina la intención del pintor vidriero para quien esta "cruz más roja que herida que sangra" simboliza no el Árbol de Vida, sino el sangriento sacrificio del Redentor.
B) La representación simbólica
   A diferencia del crucifijo donde Cristo se representa aislado, la Crucifixión siempre se acompaña con una representación simbólica o pictórica.
   Antes de convertirse en un cuadro vivo y espectacular que reúne en la cima del Gólgota a todos los protagonistas y actores de reparto del drama, como sobre la escena de un teatro, la Crucifixión ha sido concebida como la unión simbólica del Antiguo y el Nuevo Testamento.
   En las miniaturas y en las vidrieras prefigurativas, Cristo en la cruz está flan­queado por sus cuatro prefiguraciones bíblicas inscritas en tondos: Abel, que fue ases­inado por su hermano Caín, como Jesús por los judíos; la Serpiente de bronce curadora que Moisés hizo elevar sobre una pértiga, como lo fuera el Redentor sobre la cruz; la Fuente de agua viva que brotó de la roca golpeada por la vara de Moisés, como el agua del flanco de Jesús abierto por la herida de la lanza de Longinos; el Racimo de uvas de la Tierra Prometida suspendido de una pértiga, como Jesús crucificado cuya sangre roja llena el cáliz de la Iglesia.
   Aún con mayor frecuencia, Cristo aparece enmarcado en el cielo por el Sol y la Luna, en la tierra por la Iglesia y la Sinagoga, al tiempo que la calavera de Adán recuerda que la muerte del Mesías redimió el pecado Original.
1. El Sol y la luna.
   Fuentes en las Escrituras
   Los Evangelios  (Mateo, 27: 45; Marcos, 15: 33; Lucas, 23:44) informan que entre la sexta y la novena hora, es decir, desde el mediodía  hasta las tres de la tarde, el momento en que Cristo expiró, el sol se oscureció y las tinieblas cubrieron la tierra.
   Este eclipse simbólico recuerda una profecía del Antiguo Testamento (Amós, 8:9): "Aquel día, dice el Señor Yavé, / haré que se ponga  el sol al mediodía, / y en pleno día tenderé tinieblas sobre la tierra."
   El texto no explica por qué al sol se agregó la luna que no podía resultar visible al mediodía. Pueden darse tres razones de ello. La primera, es que se produjo una confusión entre los signos que acompañan la Muerte de Cristo y los que se producirán en el Juicio Final. En el Evangelio de san Mateo (24: 27 - 29) se lee: « ... así será la venida del Hijo del hombre ( ...) después de la tribulación de aquellos días, se oscurecerá el sol, y la luna no dará su luz...». Ese pasaje fue aplicado a la Crucifixión.
   La luna también convenía al arte simbólico que se complacía en ver en los dos sitios que se eclipsan no sólo la imagen de la naturaleza en duelo por la muerte del Redentor, sino también los emblemas del Antiguo y Nuevo Testamento. San Agustín compara explícitamente el Antiguo Testamento, inexplicable sin la intermediación del Evangelio, con la Luna, que toma su luz del Sol.
   Finalmente -y esta  explicación  tal vez nos exima  de las otras- los artistas que no pueden prescindir de la  simetría,  necesitaban  la  luna,  simplemente para  hacer pareja con el sol y equilibrar sus composiciones.
Orígenes paganos
   Los orígenes orientales y helénicos de estas representaciones astrales son indudables. Los monumentos dedicados en Persia al dios Mithra ofrecen cantidad de ejemplos de esta asociación del sol y la luna con una divinidad superior.
   Cinco siglos antes de la era cristiana, en el frontón del Partenón, Fidias había enmarcado entre el Sol que asciende y la Luna que desciende en el horizonte, el Nacimiento de Atenea, divinidad epónima de Atenas.
   Por otra parte, la Antigüedad pagana atribuía al Sol y a la Luna, consideradas residencias de los muertos, un significado funerario: así se comprende que el arte cristiano haya aplicado este simbolismo a la muerte de Cristo.
Iconografía
   Las representaciones de los dos astros tienen por otra parte un carácter pagano muy marcado. Y se clasifican en dos series: anicónica y antropomórfica.
   A veces el Sol está representado por un disco radiado, la Luna por un creciente inscrito en un círculo; pero en la mayoría de los casos los dos astros están personificados por divinidades paganas que no se tomaron el trabajo de cristianizarse. Son tanto bustos de Helios y de Artemisa sosteniendo una antorcha, como el Sol que conduce una cuadriga tirada por caballos al tiempo que la Luna se contenta más modestamente con una biga tirada por dos vacas.
   A veces ocurre que la Luna, transformada en Lunus, esté representada por un personaje masculino.
   El lugar que ocupan los dos astros simétricos encima de los brazos de la Cruz está regido por una especie de ceremonial planetario: al Sol siempre corresponde el lugar de honor, a la derecha de Cristo; la Luna está a su izquierda.
   Este ordenamiento, aunque tradicional, registra sin embargo algunas excepciones. En ciertas portadas de Evangeliarios, el Sol y la Luna están reemplazados por los animales del Tetramorfos. En una placa de oro repujado del Evangeliario Ashburnham (Margan Library, Nueva York) que procede de la abadía de Saint Denis, los astros están superpuestos encima de la cabeza de Cristo.
   Para dar la idea de un eclipse, los artistas recurrieron a procedimientos muy ingenuos: las nubes tapan un segmento de los discos del Sol y de la Luna o toda su superficie está cubierta de color oscuro.
   Para expresar la tristeza al mismo tiempo que el oscurecimiento, los dos astros personificados se tapan el rostro con las manos.
   En la Crucifixión del Salterio Jludov, el Sol da vuelta la cabeza.
   Al mismo tiempo que se eclipsa el Sol, el velo del templo se desgarra por el centro (velum Templi scissum est.). Esos dos símbolos tienen el mismo carácter antropomórfico. De la misma manera que los hombres de la Antigüedad expresaban su duelo no sólo velándose la cara, sino, además, desgarrando sus vestiduras, la ruina del templo de Jerusalén se anuncia por el desgarramiento del velo del santuario.
   El Sol y la Luna forman pareja con la Tierra y el Mar (Terra et Oceanus), que están al pie de la cruz.
2. La iglesia v la sinagoga
   Estos símbolos cósmicos no están solos.
   La Iglesia y la Sinagoga, que volveremos a encontrar en la iconografía del Juicio Final, donde simbolizan a los Elegidos y a los Réprobos, en las crucifixiones tienen la misma función antitética que el Sol y la Luna.
   En el momento en que Cristo expiró, el velo del templo se rasgó por el centro, desde arriba hasta abajo (Mateo, 27: 51). Dicha ruptura señala simbólicamente el fin del reinado de la Sinagoga a la cual sucederá la Iglesia de Cristo.
   A la derecha, la Iglesia, apoyada con orgullo en el asta de un estandarte, recoge la sangre de Cristo en un cáliz. A la izquierda, la Sinagoga, con los ojos vendados por un velo o una serpiente, empuña los fragmentos de su lanza quebrada, y, renunciando a la lucha, deja caer las Tablas de la Ley.
   A veces se observan curiosas variantes. En una miniatura del Hortus Deliciarum (siglo XII), la Iglesia reina sobre un animal de cuatro cabezas que simboliza a los Evangelistas, al tiempo que la Sinagoga está sentada sobre un asno que tropieza. En otras representaciones, monta un macho cabrío. En algunas miniaturas francesas del siglo XIII (Misal de la Biblioteca de Lyon, Misal de san Vanne en la Biblioteca de Verdun), se ve a la Sinagoga ciega golpear con su lanza al Cordero de Dios.
   En el Descendimiento de la cruz de B. Antelami, un ángel obliga a la Sinagoga a bajar la cabeza.
   Este tema ya aparece con frecuencia en el arte carolingio, y se lo encuentra en los marfiles y en las miniaturas (Sacramentario de Drogon, hacia 850); en el siglo XII pasó a la escultura monumental.
3. Adán al pie de la cruz
   El primer hombre por medio del cual entró el pecado en el mundo está representado simbólicamente al pie de la cruz redentora.
   Aparece en diversas formas, la mayoría de las veces, reducido a una cabeza o a una calavera; pero en ciertas ocasiones, con el esqueleto entero e incluso resucitado por la sangre divina.
     1. La calavera de Adán
   Los cuatro evangelistas recuerdan (Mateo, 27: 34; Marcos, 15: 62; Lucas, 23: 31; Juan, 19: 17), que la colina del Gólgota sobre la cual fuera crucificado Jesús, en arameo significa «calavera», sin duda porque la colina pelada tenía esa apariencia.
   Por eso casi siempre los artistas de la Edad Media incluyen la representación de una calavera al pie de la cruz, que parece ser, simplemente, un signo toponímico, el jeroglífico del Calvario.
   Al principio sólo se vio en ella, indudablemente, el símbolo de la muerte solar, la cual se yergue triunfal la cruz, símbolo de vida.
   Pero no se trata de una calavera cualquiera. La leyenda la identifica con la de Adán, que habría sido enterrado en el Gólgota, en el mismo lugar donde se plantó la cruz de Jesús. En el momento en que el Salvador expiró, «la tierra tembló y se hendieron las rocas; se abrieron los monumentos, y muchos cuerpos de santos que dormían, resucitaron» (Mateo, 27: 52), por eso la calavera del primer hombre, enterrada desde hacía milenios, volvió a salir a la luz.
   En verdad, los evangelistas no hablan de Adán, la inclusión de éste es una pura invención de los teólogos que deseaban establecer una relación entre el pecado Original y la Muerte redentora de Cristo. La Cruz, construida con la madera procedente de una vara del árbol de la Ciencia plantado sobre la tumba de Adán, se consideraba brotada en su cráneo. La misma idea se expresa con una serpiente enrollada al pie de la cruz, que tiene en sus fauces el fruto de perdición.
   Ocurre que a la calavera de Adán se le agregue la costilla de la que saliera Eva, o bien se sustituya aquélla por ésta, emblema de la principal culpable del pecado Original.
   En Dafni, la calavera de Adán está rociada por la sangre que sale de las heridas de los pies de Cristo. Incluso a veces, como ocurre en un cuadro de la escuela de la Kunsthaus de Zurich del siglo XIV, la calavera puede estar colocada al revés bajo la cruz, y cumple la función de cáliz donde gotea la sangre del Redentor.
     2. El esqueleto de Adán
   En el arte de la Edad Media se conocen pocos ejemplos con el cuerpo de Adán extendido al pie de la cruz.
   El más antiguo es una miniatura del Apocalipsis del Beato que se encuentra en la Biblioteca Capitular de la catedral de Gerona (975). Al pie de la cruz donde la Sangre de Cristo gotea en un cáliz, reposa en un sarcófago el cuerpo de Adán, envuelto en fajas como una momia.
   Un dibujo a la pluma del Hortus Deliciarum iluminado en el siglo XII por los soldados de la abadesa alsaciana Herrada de Landsberg, muestra bajo la cruz ya no el cadáver sino el esqueleto de Adán acostado en un ataúd.
   Es probable que en este dibujo se haya inspirado el escultor anónimo del tímpano de la portada central de la catedral de Estrasburgo. La exactitud de la anatomía de las mandíbulas, de los huesos de la pelvis y de las articulaciones del codo, sorprende en una obra del siglo XIII, permite suponer que el artista copió un esqueleto que vio en una tumba abierta, ya en un osario medieval, ya en una necrópolis prehistórica.
   Esta innovación  no creó escuela, sin embargo puede advertirse la influencia de esta obra en el Juicio Final de la catedral de Friburgo, Brisgau (Suiza), donde al contrario de lo que ocurre en la tradición francesa, aparecen esqueletos entre los muertos resucitados.
     3. El Resurgimiento de Adán
   Después de la descripción de las señales que acompañaron la muerte de Cristo, en el Evangelio de Mateo (27: 52) se lee que "muchos cuerpos de santos que dormía, resucitaron".
   Los teólogos concluyeron que Adán fue devuelto a la vida por la virtud vivificadora de la sangre de Cristo.
   A partir del siglo X, en la miniatura del Apocalipsis de Gerona, Adán, nuevo Lázaro, abre los ojos bajo el rocío redentor de la sangre de Cristo, fuente de vida.
   Este tema era conocido por los bizantinos, porque en el siglo XII, en un mosaico de San Lucas en Fócida, se ve a Adán resucitado por la sangre divina, que abre los ojos al pie de la cruz.
   Pero los honores del enriquecimiento del tema se deben al arte Occidente.
   No se limitaron a representar a Adán al pie de la cruz y con los ojos abiertos, éste sale de su tumba. Ya elevando las manos unidas hacia el Redentor, ya recogiendo su sangre en un cáliz.
   Este tema se ha representado con frecuencia, a partir del siglo XII, en las cruces medievales de orfebrería. Citemos, por ejemplo, la bella cruz procesional de la iglesia de Tredos, en el valle de Arán (Lérida ): Adán sale semidesnudo de su tumba y une las manos.
   En Saint Michel de Lüneburg, en Westfalia, esta representación está acompañada por una inscripción explicativa: Adae morte novi, redit Adae vita priori. Por la muerte del nuevo Adán (Jesucristo), la vida regresa al primero.
   Es lo que muestra también una miniatura del siglo XIII en el Misal de Saint Remi (Biblioteca de Reims) donde la resurrección del primer hombre viene acompañada de esta inscripción explicativa: Ecce resurgit Adam cui dat Deus in cruce vitam.
   Una miniatura del siglo XIV, del Salterio de Robert de Lisle (Museo Británico), representa a Adán saliendo de la tumba.
   En el retablo de madera labrada de Saint Thibault en Auxois, que también se remonta al siglo XIV (hacia 1320), Adán resucitado se yergue al pie de la cruz del Redentor.
   La evolución de este tema comporta también una tercera y última etapa.
   En un Misal del Mont Saint Éloi (Biblioteca de Arras), iluminado hacia 1360, una miniatura evoca a Adán saliendo de su tumba para recoger en un cáliz la sangre de Cristo. El mismo tema se encuentra en el manuscrito Arundel del Museo Británico en una vidriera de la catedral de Beauvais y en el monumental crucifijo del municipio de Wechelburg, en Sajonia, que se remonta, aproximadamente a 1335.
   De esa  manera  se atribuye a Adán  resucitado el papel que habitualmente desempeña la figura alegórica de la Iglesia o los ángeles que planean alrededor del Crucificado.
4. Dios Padre
   Dios Padre aparece excepcionalmente en busto, encima de la cruz, para bendecir a su Hijo en el momento en que entrega el alma.
5. Los ángeles recogen la sangre de Jesús
   Este tema, que aparece en el siglo XIV, está inspirado en la creencia en los ángeles psicopompos que recogen en un lienzo inmaculado las almas de los muertos. Nada más gracioso que esos ángeles que vuelan alrededor de Cristo como golondrinas alarmadas y quejumbrosas.
   Su número es variable, a veces hay cinco, uno por cada herida, en ese caso cada cual lleva un cáliz en la mano. Casi siempre son tres, porque habría que hacerlos volar muy bajo para recoger la sangre de los pies: es la mejor solución plástica. Cuando su número se reduce a dos, el mismo ángel, con un santo Grial en cada mano, debe recoger la sangre de la mano derecha y de la herida del costado, lo cual no es una solución muy feliz.
   Los ángeles no se limitan a esa función  de recolectores de la sangre de las heridas en los cálices. Los hay que se lamentan, o se velan el rostro como si fuesen incapaces de soportar el horror del espectáculo. En un fresco italiano del siglo XIII que se encuentra en la capilla de San Silvestre, en Roma, un ángel quita la corona de espinas y la reemplaza por una corona real. Duccio inventa el gesto ingenuo de dos angelitos que, en los dos extremos del travesaño de la cruz, besan tiernamente las manos del Crucificado.
   Además hay un ángel delegado para recibir el alma del Buen Ladrón, al tiempo que un demonio coge el alma que escapa de la boca convulsa del Mal Ladrón.
6. El pelícano simbólico
   El simbolismo animal de los Bestiarios también tiene un papel en la Crucifixión.
   El pelícano que se abre el pecho para alimentar con su sangre a sus polluelos hambrientos, se considera un emblema de Jesucristo sangrando en la cruz para redimir a la humanidad. El arte se limita a ilustrar las palabras del Salmo l02: 7, que en la Vulgata están traducidas así: Similis factus sum pelicano (Me parezco al pelícano).
   El pájaro simbólico posado en lo alto de la cruz ha sido representado de dos maneras diferentes. En las obras más antiguas, se ve brotar de la cima del Árbol de la Cruz una rama verde en cuyo follaje ha anidado el pelícano. A partir del siglo XV, aparece simplemente posado sobre la madera de la cruz.
7. David y San Juan Bautista
   Para terminar con la representación simbólica de la Crucifixión, todavía se debe mencionar la introducción de personajes muertos antes que Cristo o nacidos muchos siglos después que él, y que en consecuencia no han podido asistir a su sacrificio.
   A veces se representan a cada lado de la cruz, al rey David y al precursor San Juan Bautista, a título de profetas de la Crucifixión.
   A David se atribuye, en efecto, el Salmo 22, donde se dice: «... han taladrado mis manos y mis pies (Forerunt manus et pedes meos).»
   En cuanto a san Juan Bautista, señala y saluda a Cristo en la cruz como lo hiciera ante el pueblo de Jerusalén cuando Jesús fuera a hacerse bautizar en el Jordán, diciendo: Ecce Agnus Dei.
   Este tema, bastante infrecuente, sólo se encuentra con cierta asiduidad en la pintura alemana de principios del siglo XVI.
   Con el mismo espíritu los pintores introdujeron en la escena de la Crucifixión santos e incluso donantes que se asocian anacrónicamente a ella por medio oración, de la misma manera que se los encuentra agrupados alrededor de la Virgen en una Santa Conversazione.
   Fra Angelico arrodilla al pie de la cruz al fundador de su orden, santo Domingo. En las Crucifixiones franciscanas, es san Francisco de Asís, naturalmente, a quien se reserva el privilegio. También se ve aparecer a san Jerónimo.
     C) La representación histórica
   En las Crucifixiones que buscan representar la realidad del acto de la Redención y no el símbolo, Cristo en la cruz aparece rodeado de personajes que tuvieron un papel activo o pasivo en el acontecimiento. Su número creció sin cesar entre el siglo XII y finales de la Edad Media, luego, se volvió un tema infrecuente.
   Según el número de personajes, pueden distinguirse numerosos tipos de Crucifixiones:
1. La Crucifixión con un solo personaje: Cristo está solo en la cruz.
2. La Crucifixión con tres personajes. A cada lado de la cruz están la Virgen y Juan. Es el tema de las cruces triunfales erigidas sobre mástiles o en los trascoros.
3. La Crucifixión con cuatro personajes. María Magdalena arrodillada al pie del crucifijo se suma a la Virgen y san Juan.
4. La Crucifixión como gran espectáculo, con la multitud invadiendo el Calvario.
   Este último es el que prevalece en el arte de finales de la Edad Media y el Renacimiento.
   Por la influencia de la puesta en escena de los autos sacramentales de la Pasión, los elementos simbólicos tienden a desaparecer para dejar su lugar a un «cuadro que no tiene nada de reconstrucción histórica (porque los anacronismos abundan en él), pero donde se juntan desordenadamente todos los actores y espectadores de la triple ejecución.
   Para el pueblo de la Edad Media, una ejecución era una diversión. Las horcas de los patíbulos atraían tantos curiosos como las portadas reales. Por ello se explica que la Crucifixión tendiera a convertirse en un espectáculo, como el cortejo de los Reyes Magos.
   Lo pictórico gana con ello, pero en detrimento de la unción, y a veces hasta de la decencia. Ciertas Crucifixiones del siglo XV hacen pensar involuntariamente en una "feria callejera", o en una ruidosa verbena en el Calvario.
   La nueva fórmula toma el principio de ordenación simétrica del tema simbólico enriqueciéndolo. En la multitud que pulula en el Gólgota destacan parejas simétricas que conforman la armadura inmutable de la composición: el Buen y el Mal Ladrón, el Lancero y el Portaesponja, la Virgen y San Juan, que corresponden respectivamente al Sol y a la Luna, a la Iglesia y a la Sinagoga, a David y a san Juan Bautista.
   Todos estos personajes pueden repartirse en dos categorías: actores y espectadores apiadados, indiferentes u hostiles.
1. Los Actores
   Los actores de reparto del drama  que protagoniza Jesús, son los dos Ladrones, el Lancero y el Portaesponja y finalmente los soldados que sortean las vestiduras del Redentor.
     1. Los dos ladrones
   Muy pronto la iconografía se esforzó en diferenciar al Buen del Mal Ladrón, llamados Dimas y Gestas, oponiéndolos, por una parte a Cristo, y por otra, entre sí.
   Para diferenciarlos del Redentor, a veces se los representa con los ojos vendados. 
   Pero sobre todo se diferencian por la forma de la cruz y el modo en que están fijados a ella. Al tiempo que en el arte bizantino y en la pintura italiana que deriva de éste, los Ladrones están crucificados de la misma manera que Cristo, en cruces semejantes y clavados, los países del norte adoptaron otra fórmula: en vez de estar clavados como Cristo sobre una crux immissa, están atados con cuerdas a una crux commisa en forma de tau (T). Resulta de ello que los brazos de Cristo están extendidos, mientras que los Ladrones los tienen pasados por detrás del travesaño. En el tímpano de la iglesia de Saint Pons de Thomieres, al igual que sobre el Arca Santa de la catedral de Oviedo, aparece una curiosa variante: el travesaño de la cruz tiene dos perforaciones en las que están metidos los brazos de los Ladrones.
   Cabe señalar, de paso, que esta diferencia entre los instrumentos del suplicio es irreconciliable con la leyenda de la Invención de la Santa Cruz de santa Helena. No se habría necesitado un milagro para reconocer a la verdadera Cruz (Vera Cruz), es decir, la de Cristo, si las de los Ladrones eran de otra clase que la suya.
   Además, los verdugos les parten las piernas a golpes de maza, mientras que Cristo es atravesado por una lanzada.
   También se cuidó diferenciar al Buen del Mal Ladrón. El Buen Ladrón siempre se sitúa a la derecha de Cristo, es joven e imberbe, lo cual se corresponde con el ideal griego de belleza y de bondad, al tiempo que su compañero es barbudo. El bueno es calmo y resignado, mientras que el malo se retuerce entre las ligaduras como un Laocoonte apresado por serpientes. El primero eleva los ojos confiados hacia Cristo, mientras que el otro los baja o vuelve la cabeza. Un ángel recoge el alma del Ladrón arrepentido a quien Jesús ha prometido el Paraíso (Lucas, 23:43), al tiempo que un negro demonio con alas de murciélago se apodera del alma del impenitente.
   A título de curiosidad iconográfica, debe señalarse la manera del todo anormal en que los hermanos de Limbourg han representado al Mal Ladrón en las Muy Ricas Horas del duque de Berry. Está sujeto a la parte posterior de la cruz, de tal manera que da la espalda a los espectadores.
   En su Crucifixión del Museo de Amberes, Antonello da Mesina  imaginó un Mal Ladrón enardecido por el dolor, cuyo cuerpo está tenso como un arco.
     2. La lanzada del centurión
   El relato del Evangelio de Juan y las fuentes bíblicas. Los Evangelios sinópticos no dicen nada de la transfixión de Cristo por el lancero. Sólo en el Evangelio de san Juan (19: 28-37) se encuentra un relato circunstanciado de este acontecimiento: "Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la escritura, dijo: Tengo sed. ( ...) Fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la llevaron a la boca. Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está acabado, e inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
   "Los judíos, como era el día de la Parasceve, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el día de sábado, por ser día grande aquel sábado, rogaron a Pilato que les rompiesen las piernas y los quitasen. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que estaba crucificado con Él; pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua. (...) esto sucedió para que se se cumpliese la Escritura: No romperéis ni uno de sus huesos."
   De ese relato resulta en principio, con evidencia, que los episodios de la esponja empapada en vinagre y de la transfixión por la lanza (aceto potatus, lancea perforatus) han sido inventados por el evangelista sólo para justificar la consuma­ción de las profecías del Antiguo Testamento. En los Salmos 69 y 22 estaba escrito "... y en mi sed me dieron a beber vinagre." Por otra parte, la Ley mosaica (Éxodo, 12:10, Números, 9: 12) prescribe que en ningún caso los huesos del cordero pascual deben quebrarse. Y como Cristo crucificado está asimilado al Cordero pascual, de allí deriva que las piernas de Cristo tampoco podían quebrarse. Por ello no se le inflige el crurifragium, que era la regla en la Antigüedad para asegurarse de la muerte de los condenados, y se la reemplazó por la lanzada.
   Según San Juan, Jesús ya estaba muerto cuando recibió la lanzada. Pero en la iconografía y la liturgia se encuentran las huellas de la otra tradición que se inspira en un pasaje interpolado del Evangelio de san Mateo, que dice que Jesús aún estaba vivo cuando el soldado le dio el golpe de gracia. Esta  tradición sobrevive en el responso Tenebrae del Oficio del Viernes Santo; y además, el erudito benedictino D. Hesbert de la abadía de Solesmes,  ha encontrado una serie de obras de toda naturaleza: miniaturas, frescos, baldaquino de oro de San Ambrosio de Milán, repartidas entre los siglos VI y XII, que representan incuestionablemente la Transfixión de Cristo vivo.
   Por lo tanto nos encontramos en presencia de dos tradiciones contradictorias: según el Evangelio interpolado de san Mateo, la transfixión del Redentor habría tenido lugar antes de su muerte; de acuerdo con san Juan, que se dice testigo ocular, habría ocurrido después.
   Interpretaciones fisiológica y simbólica del agua y de la sangre que corren de la herida de Cristo. La medicina moderna explica a su manera, sin recurrir al milagro, el humor sanguinolento, mezcla de sangre y de agua, que brotó de la herida de Cristo Jesús, que tenía predisposición a la  tuberculosis, simplemente habría contraído una pleuresía durante la noche de su arresto.
   Esta interpretación patológica parece pueril si se piensa que en el espíritu del autor del cuarto Evangelio y de los teólogos de la Edad Media, ese fenómeno cuenta menos como hecho real que como símbolo bautismal y eucarístico. El agua simboliza el bautismo, y la sangre, la eucaristía.
   En el arte prefigurativo, la Lanzada está enmarcada por dos prefiguraciones bíblicas: Eva, imagen de la Iglesia, sale de la costilla de Adán y Moisés hace brotar una fuente de la roca con ayuda de su vara.
   La Leyenda popular de Longinos y de Stephaton. La devoción de la Edad Media no podía contentarse con textos, auténticos o interpolados de los Evangelios canónicos y con símbolos imaginados por los clérigos. Lo que el pueblo quería conocer, sobre todo, eran los nombres del lancero y del portaesponja. De acuerdo a los Acta Pilati, se llamaban Longinos y Stephaton.
   La fuente del nombre Longinos es transparente: en griego, «lanza» se longke. Longinos sólo sería una lanza personificada.
   Pero desgraciadamente no había acuerdo acerca de la personalidad de Longinos. Juan sólo habla de un soldado anónimo que atravesó con su lanza el costado de Cristo. Pero los Evangelios sinópticos (Mateo, 27: 54; Marcos, 15: 39; Lucas, 23: 47) mencionan el testimonio de un centurión, quien, convertido por la muerte de Cristo, habría exclamado: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios (Vere Filius Dei erat iste)». Ese centurión inscrito en el Menologio griego en la fecha 16 de octubre, fue identificado con el lancero y bautizado Longinos, aunque sea poco razonable admitir que el mismo hombre haya podido atravesar el costado de Jesús y confesar su divinidad.
   La Leyenda Dorada lo convirtió en un héroe de novela. Se imaginó que era ciego: habría sido curado milagrosamente por una gota de sangre que brotó de la herida del Redentor.
   Ese es el fabuloso Longinos (puesto que resulta difícil de creer que los romanos hayan empleado soldados ciegos para asestar el golpe de gracia a los condenados a muerte) que adoptó la Iglesia católica. Y hasta lo convirtió en un santo figura en el Martirologio romano, en la fecha 15 de marzo: su lanza se convirtió en una de las más insignes reliquias de la basílica de San Pedro de Roma.
   El resultado de esta combinación hagiográfica es que en el arte cristiano se encuentran dos Longinos que parecen excluirse, pero que, cosa curiosa, a veces han sido yuxtapuestos. En el gran retablo de Conrad de Soest. en Niederwildungen (1404) Westfalia, esos personajes duplicados forman pareja, a cada lado de la cruz: el centurión convertido tiene una filacteria en la cual está inscrito su "testimonio verídico" (Vere filius Dei erat iste) y el ciego, guiado por un escudero, hunde su lanza en el costado de Cristo, cuya sangre ha de devolverle la vista.
   La iconografía de san Longinos es bastante rica. Mantegna lo representó entre los patrones de Mantua en la Madonna della Vittoria (Louvre). Mathis Nithart (Grünewald) le hace un lugar, a título de heraldo de la divinidad de Cristo, en su pequeña Crucifixión de Basilea.
   En la pintura barroca, la obra más poderosa inspirada por este tema es el célebre cuadro Lanzada, de Rubens, que se encuentra en el Museo de Amberes.
   La Edad Media se interesó mucho menos en el portaesponja que en el lancero, llamado generalmente Stephaton, según los Acta Pilati, en el arte bizantino se le llamó Esopo, simple deformación de hisopo, de la misma manera que Longinos deriva de longke (la lanza). Los teólogos lo convirtieron en el símbolo de los judíos recalcitrantes, para oponerlo al lancero, que simboliza a los gentiles convertidos. Por eso es siempre es situado a la izquierda de Cristo (el flanco de la Sinagoga). Se conocen muy escasas excepciones a esa regla. No obstante, en un Evangeliario irlandés del siglo VIII que se conserva en la Biblioteca de San Galo, en contra de la tradición, es el lancero el representado a la izquierda de Cristo.
   En cierto número de esculturas prerrománicas, en piedra o en orfebrería, Longinos y Stephaton están representados a cada lado de Cristo crucificado, con una rodilla en tierra.
3. Los soldados echan suertes sobre la túnica de Cristo
   Juan, 19: 23. «Los soldados, una vez que hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costuras, tejida toda desde arriba. Dijéronse, pues, unos a otros: No la rasguemos, sino echemos suertes sobre ella para ver a quién le toca, a fin de que se cum­pliese la Escritura: 'Dividiéronse  mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes.'»
   Esta referencia al Salmo 22: 19, es la mejor prueba de que el Evangelio ha tomado esta escena, como las precedentes, del Antiguo Testamento. Por otra parte, es muy verosímil, porque la ropa de los condenados pertenecía por derecho a los verdugos y a sus ayudantes, que obtenían con ello pequeños beneficios suplementarios.
   Los artistas eligieron tanto uno como el otro de los dos episodios indicados en el Evangelio según san Juan. A veces los soldados cortan las ropas de Cristo con un cuchillo (Partiuntur vestimenta); en la mayoría  de los casos, por el contrario juegan a los dados o a la murra (italiano morra) la túnica sin costuras que constituye un lote indivisible.
   Por lo general, en número de cuatro, están acuclillados en un rincón, en primer plano, y disputan con encono el pobre botín.
   Esos truhanes, que estarían más en su sitio alrededor de la mesa de una taberna, en la puesta en escena de la Crucifixión aportaron una nota picaresca que apreciaba mucho el público poco exigente del teatro de los Misterios.
2. Los espectadores
   Entre los espectadores, unos son parientes o discípulos que se lamentan y los otros simples curiosos que asisten con indiferencia a la Crucifixión del Redentor.
     1. Los Llorosos
         La Virgen
   En todas las Crucifixiones anteriores a finales del siglo XIII, la Virgen y San Juan, la madre y el discípulo preferido a quien Cristo agonizante había confiado y como encomendado uno al otro (Juan, 19: 26), forman pareja, uno a cada lado de la cruz, como el Sol y la Luna, el Buen y el Mal Ladrón, el Lancero y el Portaesponja. El lugar tradicional de la Virgen es a la derecha de su Hijo crucificado, mientras que san Juan se sitúa a la izquierda.
   En el siglo XIV se introdujo la costumbre de agruparlos a ambos del mismo lado.
          El segundo desmayo de la Virgen
   Este desplazamiento comporta un cambio radical en la actitud de la Virgen. Hasta entonces la Madre en duelo se mantenía estoicamente de pie bajo la cruz, puesto que no había nadie para sostenerla.
   En lo que expresan los tres primeros versos de la admirable endecha franciscana atribuida al hermano Jacopone di Todi:
          Stabat mater dolorosa
          Juxta crucem lacrimosa
          dum pendebat filius.
   A partir de entonces, se la ve desfallecer o caer hacia atrás en los brazos de San Juan o de las Santa Mujeres; con frecuencia se desmaya. El Desmayo reemplaza el Stabat.
   La Iglesia protestó energícamente contra esta manera de representar a la Virgen desfalleciente, que contradecía la tradición evangélica y que, además, era indecorosa ¿Convenía que la Madre de Dios fuera menos valiente que la madre de los siete hermanos Macabeos, que asistió a la tortura de sus siete hijos sin mostrar el menor síntoma de debilidad? Ciertos teólogos llegaron a calificar el Desmayo de la Virgen de indecencia.
   Desde el punto de vista artístico habría podido agregarse que este motivo presentaba además el grave inconveniente de crear un segundo centro de interés en la escena de la Crucifixión, y de quitarle unidad, desviando la atención de Cristo agonizando en la cruz.
   Pero todas estas objeciones resultaron ineficaces. Ese motivo más patético triunfó en el arte de la Edad Media, e incluso en el de la Contrarreforma (Lanfranc, Simon Vouet).
   El culto mariano, siempre invasor, exigía que en todos los temas evangélicos se precediera a la Virgen un lugar cada vez más importante, y que la Compasión de la Madre fuese mostrada al mismo tiempo que la Pasión del Hijo.
   Esta invención, más emotiva que racional, concuerda tanto con la sensibilidad religiosa de los siglos XV-XVII, que se la multiplicó de manera desmedida. María se desmaya en tres oportunidades, en el momento en que está Cristo con la cruz a cuestas, en ocasión de la Crucifixión y en el Descendimiento.
   No obstante, parece que se dudó largo tiempo antes de representar a la Virgen desfalleciendo y perdiendo el conocimiento al pie de la cruz. Si se sigue de cerca la evolución de este motivo, puede comprobarse que existe toda una gama de transiciones o gradaciones entre el Stabat y el Spasimo. En el arte del siglo XIV, la Virgen, que se siente desfallecer y necesita ser sostenida, todavía está de pie y tiene fuerzas como para mirar a Cristo. Sólo en las pinturas del siglo XV se la ve sentarse o caer al suelo.
   Más tarde, por la influencia de los jesuitas y de la nueva devoción de los Siete Dolores, el motivo del Desmayo fue reemplazado por la espada simbólica que atraviesa el corazón de la Madre dolorida.
   En las obras que acusan la tradición oriental, la Virgen se lleva la mano izquierda a la mejilla: el arte antiguo expresaba el dolor con ese gesto. En otra parte, cruza las manos sobre el pecho. En Aquileia, su mano derecha se apoya sobre la de una de las Santas Mujeres, compasiva, que quiere consolarla.
   Ciertos rasgos legendarios o simbólicos que se encuentran en la pintura de los siglos XIV y XV no son más que curiosidades iconográficas.
   a) La Virgen, asistida por San Juan, suplica al centurión que no rompa las piernas de su Hijo como lo hiciera a los dos Ladrones. Esta escena conmovedora pirada por las Meditaciones del Pseudo Buenaventura, fue ilustrada en el siglo XIV, en un manuscrito sienés de Juana de Evreux, y en el siglo XV en las Horas de Rohan (B.N., París).
   b) La Virgen recibe en pleno pecho el chorro de sangre que brota del costado del Crucificado y que parece atravesarla como una lanzada. Díptico parisino de marfil de Kremsmünster (siglo XIV).
   c) La Virgen extiende su manto azul para recibir la lluvia de sangre que cae desde los pies de su Hijo clavado en la cruz.
   Este detalle aparece en un tríptico español del Museo de Valencia, dedicado a la Santa Cruz y procedente de la cartuja de Porta Coeli.
   d) La Virgen adorando la cruz. Tema bastante infrecuente del cual se puede citar un ejemplo en el trascoro de la catedral de Chartres.
   San Juan permanece solo para representar a los apóstoles que se dispersaron después de haber traicionado, negado o abandonado a su Maestro.
   La Magdalena, que había perfumado y secado con su pelo los pies de Cristo vivo, siempre tiene su lugar habitual al pie de la cruz. A veces enjuga con su cabellera rubia la sangre que fluye de las heridas de Cristo muerto.
   Su desesperación siempre estalla con mayor violencia que en la Virgen quien estoica o desmayada, invariablemente mantiene en su dolor mudo la dignidad que corresponde a la Madre de Dios.
   Los pintores de Colonia de finales del siglo XV la representaron de buena gana arrodillada entre la Virgen y san Juan de pie, al pie de la cruz que abraza llorando.
   En una Crucifixión del pintor alemán G. Mälesskircher se la ve arrastrarse, literalmente.
   A estos tres personajes que conducen el duelo se agrega la compañía doliente de las Santas Mujeres, María Cleofás y María Salomé, que están mucho menos individualizadas y que tienen el papel del coro fúnebre en una tragedia.
          Los Indiferentes
   No corresponde insistir demasiado en los otros espectadores, que sólo son compaña. Están allí apenas para hacer número y amenizar la composición con la colorida diversidad de los justillos, los reflejos de las corazas, las plumas de los cascos, las grupas encaparazonadas de los caballos (Pfenning, 1449. Museo de Viena).
   Esos elementos pictóricos resaltan sobre un paisaje de fondo que en general está concebido en armonía con el tema. En el siglo XV Fra Angelico levanta la cruz contra un cielo azul. Pero en la obra de Lucas Cranach, las nubes de tormenta propinan sombra sobre el drama. Después del concilio de Trento, Guido Reni, Philippe de Champaigne, Rubens y sobre todo Rembrandt, retornaron al texto del Evangelio que muestra las tinieblas invadiendo la tierra en la hora en que muere Cristo.
Reacción de la Contrarreforma contra los excesos pictóricos
   La Contrarreforma no podía dejar de reaccionar contra esta multiplicación de personajes que quitaba a la Crucifixión toda nobleza y dignidad.
   El "primer pintor" de Luis XIV, Charles Le Brun, expresó el pensamiento de toda su generación cuando postuló como principio que una Crucifixión,  para ser conmovedora, debe comportar sólo un pequeño número de personajes. La  que no tiene más que tres -según este artista- es la más perfecta.
   La nueva iconografía sólo admite a la Virgen de pie, a San Juan que está frente a la cruz y a la Magdalena  arrodillada  que abraza los pies de su amado Maestro.
   Más austero que el solemne Le Brun, el jansenista Philippe de Champaigne excluye a la pecadora de Magdala cuya presencia le resulta chocante en semejante sitio y momento (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
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