Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Retrato de Isabel II", de Vicente López, en la sala XI del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 10 de octubre, es el aniversario del nacimiento (10 de octubre de 1830) de Isabel II, reina de España, así que hoy es el mejor día para Explicarte la pintura "Retrato de Isabel II", de Vicente López, en la sala XI del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala XI del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Retrato de Isabel II", de Vicente López Portaña (1772-1850), realizado hacia 1843, siendo un óleo sobre lienzo en estilo neoclásico, de procedencia desconocida.
Conozcamos mejor la Biografía de Isabel II, personaje representado en dicha obra;
Isabel II. (Madrid, 10 de octubre 1830 – París, Francia, 9 de abril de 1904). Reina de España.
María Isabel Luisa de Borbón y Borbón, hija primogénita del rey Fernando VII y de su cuarta esposa María Cristina de Borbón Dos Sicilias, sobrina carnal del Monarca. Su nacimiento fue muy deseado, al no haber logrado su padre descendencia de sus tres matrimonios anteriores, pero dividió a España en dos bandos, pues a los dos días de morir Fernando VII, el 29 de septiembre de 1833, estalló la guerra civil —la Primera Guerra Carlista—, al no reconocerla su tío, el infante Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII, como reina legítima de España, a pesar de que en marzo de 1830, Fernando VII había hecho público lo aprobado en las Cortes celebradas en Madrid, en 1789, sobre restablecer el orden tradicional en la sucesión al trono. Con ella, se derogaba el Auto acordado de Felipe V y se restablecía la tradición de la Monarquía española por la cual las mujeres podían reinar, por lo que Isabel fue jurada princesa de Asturias el 20 de junio de 1833 y proclamada Reina el 24 de octubre del mismo año. Reina desde los tres años, durante su minoría de edad (1833-1843) actuaron como regentes, primero su madre, la reina María Cristina, y después el general Espartero.
La regencia de María Cristina duró desde 1833 hasta 1840. Estuvo marcada por la Primera Guerra Carlista, cruel guerra civil entre los cristinos o isabelinos, liberales partidarios de la reina niña Isabel II y de su madre la Reina Gobernadora, y los carlistas, realistas partidarios del infante Carlos María Isidro. La guerra finalizó en 1839, después de siete sangrientos años, con la firma del Convenio de Vergara, entre el general Baldomero Espartero, como jefe del ejército isabelino, y Rafael Maroto, como jefe del ejército carlista.
El pretendiente don Carlos tuvo que refugiarse en Francia, pero continuó la resistencia de sus partidarios en el bajo Aragón, al mando del general Cabrera, hasta el 6 de julio de 1840, en que, derrotado, tuvo que huir a Francia.
Durante la regencia de María Cristina, iniciada con el Gobierno de Cea Bermúdez, se sucedieron en el poder los liberales moderados (1834-1836) y los liberales progresistas (1836-1840). En este período se otorgó el Estatuto Real de 1834, de carácter moderado, considerado como el primer texto constitucional del reinado de Isabel II, y la Constitución de 1837, de carácter progresista, elaborada durante el gobierno de Calatrava. Además, el progresista Juan Álvarez Mendizábal llevó a cabo la desamortización de los bienes eclesiásticos mediante el Decreto Desamortizador de 1836 y la Ley desamortizadora de 1837.
A causa de sancionar la Regente la Ley de Ayuntamientos aprobada en Cortes, de las exigencias de que admitiera dos corregentes y de que cediera a las peticiones de las Juntas revolucionarias, la reina María Cristina tuvo que renunciar a la regencia, partiendo hacia el exilio en Francia, el 17 de octubre de 1840, dejando a sus dos hijas Isabel y Luisa Fernanda, de diez y ocho años respectivamente, en manos de extraños y privadas del afecto y los cuidados insustituibles de una madre. Esta ausencia materna fue la principal causa de la personalidad de Isabel II y de la educación que recibió.
Exiliada María Cristina, las Cortes nombraron Regente único al general Espartero, duque de la Victoria —título concedido tras la firma del Convenio de Vergara—, y eligieron a Agustín Argüelles como tutor de las niñas, quien nombró aya de éstas a la condesa de Espoz y Mina. Durante la regencia del duque de la Victoria, líder del Partido Progresista, desde 1840 hasta 1843, los moderados conspiraron para devolver la regencia a María Cristina. El momento más crítico fue el Pronunciamiento de octubre de 1841, en el que se pretendió raptar a la Reina niña y a su hermana, protagonizado por los generales Manuel Gutiérrez de la Concha y Diego de León, quien fue detenido y fusilado tras juicio sumarísimo, sin que Espartero hiciera nada por evitarlo, demostrando con ello una gran dureza de corazón. Este hecho, al que se sumaron el carácter dictatorial de Espartero —sobre todo tras ordenar el bombardeo de la ciudad de Barcelona en diciembre de 1842— y su falta de habilidad política, que le llevó a dividir a su propio partido y a separar de su lado a los mejores progresistas, debilitaron en extremo su popularidad. La situación se hizo tan insostenible que un amplio movimiento militar, formado por moderados y progresistas coaligados, le hizo caer. Tras el encuentro del general Narváez en Torrejón de Ardoz (Madrid) (22 de julio de 1843), con las tropas del Gobierno, mandadas por el general Seoane, Espartero tuvo que abandonar España, el 30 de julio de 1843, refugiándose en Inglaterra.
Después de la caída de Espartero, se formó un Gobierno Provisional presidido por Joaquín María López, durante el cual, el 15 de octubre de 1843, las Cortes decidieron declarar mayor de edad a Isabel II, que acababa de cumplir los trece años, adelantando un año la edad establecida en el texto constitucional en vigor, la Constitución de 1837. El primer Gobierno de la jovencísima Reina estuvo presidido por Salustiano Olózaga, jefe del Partido Progresista, quien para llevar a cabo el ideario de su partido decidió disolver las Cortes, de mayoría moderada. Para ello hizo firmar a Isabel II el decreto de disolución, pero viendo los moderados que aquella maniobra les alejaba del poder, consiguieron destituirle. Tras demostrar en el Congreso de los Diputados su inocencia, Olózaga se exilió en Portugal.
Con los moderados en el gobierno, lo presidió Luis González Bravo, alma del Partido la Joven España, que tiempos atrás había sido implacable enemigo de la Reina Gobernadora y ahora propiciaba el regreso de ésta a España (23 de marzo de 1844). En su corto Gobierno, inició la creación de la Guardia Civil (28 de marzo de 1844) —luego concretada por el general Narváez—, siendo su primer director el duque de Ahumada.
El 3 de mayo de 1844 empezó a gobernar el general Narváez, iniciándose un período de diez años de gobiernos moderados, la Década Moderada (1844- 1854). Narváez, duque de Valencia —título concedido por la Reina tras los sucesos de julio de 1843—, bien ocupando personalmente el poder —presidió cuatro Gobiernos—, bien detrás del Partido Moderado, del que era jefe y valedor, además de ser el hombre fuerte de esta década durante un cuarto de siglo, de 1843 a 1868, se convirtió en el auténtico protagonista del reinado de Isabel II.
Entre las líneas de actuación en política interior más sobresalientes de los gobiernos de la Década Moderada, destaca la redacción de un nuevo texto constitucional, la Constitución de 1845, de carácter moderado, aprobada el 23 de mayo de aquel año, durante el primer Gobierno de Narváez (de mayo de 1844 a febrero de 1846). Además, en el Gobierno de Bravo Murillo (de enero de 1851 a diciembre de 1852) se reorganizó la Deuda Pública, se realizó el Proyecto de Código Civil y se promulgaron la Ley del Notariado, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil. En política exterior hay que destacar la intervención militar en Portugal, en apoyo de la reina María de la Gloria, convenida con Francia e Inglaterra y dirigida por el general Manuel Gutiérrez de la Concha, cuya brillante actuación le valió la concesión del título de marqués del Duero por la Reina. El reconocimiento de Isabel II por parte de Austria y Prusia, tras la enérgica actuación de Narváez durante los brotes revolucionarios producidos en Madrid y Sevilla en los meses de marzo y mayo de 1848, y la firma del Concordato de 1851 con la Santa Sede, en el Gobierno Bravo Murillo, que afianzó las relaciones de España con Roma, gravemente afectadas por la acción desamortizadora eclesiástica y restablecidas al reconocer el papa Pío IX a Isabel II, en 1848.
Los matrimonios de Isabel II y de su hermana la infanta Luisa Fernanda se celebraron durante el Gobierno Istúriz. Los gobiernos de Francia e Inglaterra intervinieron activamente ante el temor de que el regio matrimonio diese a una potencia supremacía sobre la otra, vetando ambas a los dos candidatos más adecuados para convertirse en esposo de Isabel II. El gobierno francés vetó al príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo, primo del príncipe Alberto, esposo de la reina Victoria de Inglaterra, quien, tras un corto viaje a España en el verano de 1845, había impresionado muy gratamente a la joven Isabel II. Por su parte, el gobierno británico vetó al príncipe Enrique de Orleans, duque de Aumale, hijo de Luis Felipe de Francia, a quien complacía este enlace. Finalmente, tras la entrevista de Eu (Francia), en septiembre de 1845, ambas potencias llegaron a un acuerdo: Isabel II no podría casarse más que con un descendiente de Felipe V. Éstos eran tres: el napolitano conde de Trápani, hermano menor de la reina María Cristina —candidato que sólo gustaba a ésta y a algunos moderados—, y los dos hijos del infante Francisco de Paula, hermano menor de Fernando VII, y de la infanta Luisa Carlota, hermana de María Cristina, primos carnales por partida doble de Isabel II: el infante Francisco de Asís, duque de Cádiz, de ideología ultramoderada, y su hermano menor el infante don Enrique, duque de Sevilla, de ideología progresista, que no era bien visto por el Partido que gobernaba, pero hacia el que la Reina se sentía inclinada por su gallardía y carácter abierto. Se trató también de la posibilidad de la fusión dinástica mediante el matrimonio de Isabel II con el hijo del pretendiente carlista, el conde de Montemolín, pero éste no se avino a ser solamente rey consorte, lo que desestimó el proyecto sustentado, entre otros, por Balmes.
El infante Francisco de Asís, elegido por exclusión de los otros candidatos, quizás no fuese el esposo más adecuado para Isabel II, joven, extrovertida y vital, a la que no entusiasmaba la idea de casarse con su primo, del que no le atraía ni su aspecto físico, ni su carácter taciturno. El 10 de octubre de 1846, en el Palacio Real de Madrid, Isabel II, que cumplió ese día los dieciséis años, contrajo matrimonio con Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, de veinticuatro años, que, tras la ceremonia, se convirtió en capitán general de los Reales Ejércitos y en rey consorte. Simultáneamente, se celebró la boda de la infanta Luisa Fernanda, con el príncipe francés, Antonio de Orleans, duque de Montpensier, noveno hijo del rey Luis Felipe de Francia.
El proyecto de reforma de la Constitución de 1845, llevado a cabo por Bravo Murillo, concitó la oposición tanto de los propios moderados como de los progresistas, que, unidos en un frente común, lograron que Bravo Murillo presentara su dimisión a la Reina, el 13 de diciembre de 1852. La caída de Bravo Murillo puso de manifiesto el declive del Partido Moderado, pues sus sucesores, los generales Roncali y Lersundi, y Luis Sartorius, conde de San Luis —título concedido en reconocimiento de su labor como ministro de Gobernación—, representaron la reacción más extrema dentro del régimen moderado, contribuyendo a la formación de un frente revolucionario que puso fin a la Década Moderada y originó la Revolución de 1854.
Los orígenes de la Revolución de 1854 están en la animadversión generalizada hacia el Gobierno de Sartorius por su gran impopularidad, que le llevó a gobernar dictatorialmente y a desterrar a los generales que se le habían opuesto en el Parlamento, entre ellos al general Leopoldo O’Donnell. El punto inicial de la Revolución fue el pronunciamiento militar, liderado por este general en los alrededores de Madrid, la Vicalvarada (30 de junio de 1854), donde, tras un encuentro indeciso con las tropas del Gobierno dirigidas por el general Bláser, el general O’Donnell se retiró a Manzanares (Ciudad Real).
Desde allí, lanzó al país el Manifiesto de Manzanares (7 de julio de 1854), redactado por Antonio Cánovas del Castillo, joven político y secretario privado de O’Donnell. La difusión del manifiesto en Madrid, y la llegada de noticias que confirmaban la generalización del pronunciamiento en varias provincias, desencadenaron la actuación violenta de las masas populares.
El 17 de julio, Sartorius presentó su dimisión a la Reina, que llamó al general Fernando Fernández de Córdova para que formara nuevo Gobierno. Pero la reacción estaba en la calle. En Madrid, se levantaron barricadas y se asaltaron e incendiaron los domicilios del conde de San Luis, del marqués de Salamanca, del conde de Quinto y hasta el palacio de las Rejas, residencia de la Reina Madre, que tuvo que refugiarse con su familia en el Palacio Real, protegido por un contingente de soldados, viviéndose durante cuatro días, del 17 al 20 de julio, unas jornadas de extrema violencia, que logró al fin sofocar el general progresista Evaristo San Miguel. De todas las consecuencias que tuvo la Revolución de 1854 —que en muchos aspectos anunció la de septiembre de 1868—, la más grave fue el desprestigio de la Reina, a la que los progresistas consideraron responsable de la actuación de sus ministros y de la sangre derramada durante las jornadas de julio.
Ante la gravedad de la situación, la Reina llamó a Espartero, quien gobernó durante dos años, el Bienio Progresista (julio 1854-julio 1856), en el que desempeñó la cartera de Guerra el general O’Donnell. En este tiempo, se intentó una reforma constitucional, redactándose la Constitución nonata de 1856, que no llegó a promulgarse. Además, se reanudó el proceso desamortizador dirigido por el ministro de Hacienda, Pascual Madoz, mediante la Ley de Desamortización General (mayo de 1855). Esta Ley tuvo dos graves consecuencias: la ruptura con la Santa Sede —se vulneraba el artículo 41 del Concordato— y el desasosiego de la Reina por haber sancionado con su firma la Ley de Desamortización.
Durante el bienio, la convivencia entre Espartero y O’Donnell —militares de personalidades tan distintas y de criterios políticos discordantes— fue muy difícil.
A causa de las diferencias surgidas en el seno del Gobierno entre el ministro de la Gobernación, Patricio de la Escosura, y el de Guerra, el general O’Donnell, por la repercusión de los levantamientos sociales de Barcelona y Valencia en 1855 y las revueltas campesinas de la cuenca del Duero en junio de 1856, Escosura dimitió, y, con él, Espartero. La Reina encargó a O’Donnell que se hiciese cargo del Gobierno.
Fue éste el primer Gobierno de O’Donnell, que duró sólo tres meses, teniendo que enfrentarse a la violenta reacción de los progresistas ante la salida del Gobierno de Espartero, primero en las Cortes y después en las calles de Madrid, levantamiento sofocado por el general Serrano, incondicional colaborador de O’Donnell. Tras un paréntesis de dos años de gobiernos moderados (1856-1858), de Narváez, Armero e Istúriz, llegó el segundo Gobierno de O’Donnell: el llamado Gobierno largo.
O’Donnell gobernó por segunda vez desde 1858 hasta 1863, apoyándose en el partido creado por él, la Unión Liberal, situado a la derecha del progresismo y a la izquierda del moderantismo. El llamado Quinquenio Unionista fueron cinco años de paz y estabilidad, además de un período de prosperidad económica, que permitió la creación de nuevos puestos de trabajo, la renovación del utillaje industrial y el aumento de la producción, destacando especialmente el gran desarrollo que experimentó el trazado y puesta en explotación de vías férreas, que, además de facilitar las comunicaciones y posibilitar el transporte rápido y barato de pasajeros y mercancías, contribuyó a dar mayor entidad urbana a las ciudades españolas.
Para afirmar la paz y prosperidad internas, O’Donnell pensó en una política exterior que pudiese devolver a España su prestigio ante las naciones extranjeras, por lo que promovió la participación con éxito, en diversas campañas, destacando, entre ellas, la Guerra de Marruecos (1859-1860), motivada por la necesidad de poner fin a las frecuentes agresiones de los marroquíes contra las plazas de soberanía española. El Ejército, mandado por el propio general O’Donnell, presidente del Gobierno y general en jefe de la campaña, y el general Prim, obtuvo las victorias de los Castillejos, Tetuán y Wad-Ras, finalizando la guerra con la Paz de Wad-Ras, firmada entre O’Donnell y el sultán Muley-el-Abbas (26 de abril de 1860). En recompensa de estas victorias, O’Donnell recibió el título de duque de Tetuán, y Prim el de marqués de los Castillejos. En 1861, se llevó a cabo la expedición española a México mandada por el general Prim, quien se acreditó como político hábil y prudente, al oponerse a colaborar con los planes de Napoleón III de instalar en México una monarquía representada por el desventurado archiduque Maximiliano de Habsburgo, después fusilado, por lo que, dándose por satisfecho con las promesas de Juárez de cumplir sus compromisos económicos, evitó la guerra, regresando a España con sus fuerzas, contraviniendo la opinión del Gobierno y del general Serrano, entonces capitán general-gobernador de Cuba.
También en 1861, se produjo la anexión de la isla de Santo Domingo a España, a petición de su presidente Santana, que se veía amenazado por Haití, siendo el encargado de llevar a cabo el proceso de reincorporación el general Serrano, como gobernador de Cuba.
El Quinquenio Unionista terminó con la crisis provocada ante la decisión de O’Donnell de hacer un reajuste ministerial, que tuvo gran trascendencia. En él nombraba al general Serrano, duque de la Torre —título concedido tras su actuación como gobernador de Cuba—, ministro de Estado; a Vega de Armijo, ministro de Gobernación, y a Augusto Ulloa, de Marina.
El nombramiento de Serrano no gustó a Prim, enfrentado con aquél desde el asunto de México, y los otros dos nombramientos no gustaron a la Reina.
O’Donnell quiso salvar la situación incorporando a Prim al Gabinete en sustitución de Ulloa, pero se opuso a ello el general Gutiérrez de la Concha. Prim reaccionó airadamente abandonando para siempre su militancia en la Unión Liberal para incorporarse al Partido Progresista, que, en adelante, contaría con un general de indiscutible capacidad política. Respecto a la Reina, además de su disconformidad con los nuevos nombramientos, mostró su contrariedad por la negativa rotunda de O’Donnell de permitir el regreso a España de la Reina Madre. El enfrentamiento entre la Reina y su jefe de Gobierno consumó la crisis, al negarse ésta a firmar el decreto de disolución de las Cortes, solicitado por O’Donnell, para abordar la reforma constitucional, presentando éste su dimisión (2 de marzo de 1863). La Reina llamó a formar gobierno al marqués de Miraflores.
Con la caída de O’Donnell, comenzó el ocaso del reinado de Isabel II, en contraste con los cinco años que habían marcado el cénit de su reinado. Los gobiernos presididos sucesivamente por el marqués de Miraflores, Arrazola y Mon, dieron paso de nuevo al Gobierno de Narváez (16 de septiembre de 1864), que tuvo que abordar el grave problema de la crisis económica. Para resolverlo, Alejandro de Castro, titular de la cartera de Hacienda, propuso poner a la venta determinados bienes patrimoniales de la Corona.
El periódico La Democracia, dirigido por el catedrático republicano Emilio Castelar, publicó un artículo escrito por él titulado “El Rasgo”, que presentaba la venta como un saneado negocio para la Corona.
Castelar fue destituido, siendo la causa de las graves protestas estudiantiles del 10 de abril de 1865, violentamente reprimidas durante la Noche de San Daniel, saldadas con nueve muertos y más de cien heridos. La salida de Narváez del Gobierno dio paso al tercer y último Gobierno del duque de Tetuán, que abarcó desde 1865 hasta 1866. En él tuvo que abordar dos importantes problemas de política exterior: el reconocimiento del reino de Italia, ante las airadísimas protestas de la Corte y de los moderados, y la Guerra del Pacífico, emprendida contra Chile y Perú, en la que es de señalar el valor del almirante Méndez Núñez.
En política interior, el gobierno de O’Donnell tuvo que enfrentarse a la conspiración ya imparable de los progresistas a los que se les había unido el Partido Demócrata.
Aunque O’Donnell hizo todo lo posible por atraerse a los progresistas y, en especial, por atraerse a Prim, no lo consiguió, pues la decisión mayoritaria del Partido Progresista, en torno a Olózaga, era ya la de avanzar por el camino de la revolución. En enero de 1866, tuvo lugar el Pronunciamiento de Villarejo de Salvanés, dirigido por Prim, cuyo fracaso le obligó a refugiarse en Portugal. El 22 de junio de 1866, estalló otro golpe, esta vez mejor organizado, que contó con la actuación directa del general Moriones y dirigido por Prim desde su refugio portugués. El pronunciamiento estalló en el corazón de Madrid y en uno de los acantonamientos militares más importantes, el cuartel de Artillería de San Gil, cuyos suboficiales habían sido captados por los conspiradores. La sublevación se produjo dentro y fuera del acuartelamiento, degenerando en una durísima batalla urbana, finalmente reducida por la resolución de Serrano, capitán general de Madrid. La represión que siguió a la sublevación fue muy dura, erosionando la generosidad tradicional de la Reina y el talante liberal del duque de Tetuán. La Reina le sustituyó en el Gobierno por Narváez, olvidando que acababa de salvar su Trono. Esta ingratitud de Isabel II hizo que O’Donnell, profundamente herido, se exiliara voluntariamente a Biarritz (Francia), donde vivió hasta su muerte (5 de noviembre de 1867), prometiendo firmemente no volver a colaborar con ella, aunque absteniéndose de participar en ninguna conspiración. Isabel II perdía a uno de los hombres más leales y valiosos de su reinado.
Narváez presidió el que sería su último Gobierno durante dieciséis meses (julio de 1866-abril de 1868).
Una vez más, llevó a cabo una política de mano dura, suspendiendo las Cortes y las garantías constitucionales.
La réplica de los progresistas no se hizo esperar. A mediados de agosto, firmaron con los demócratas el Pacto de Ostende (16 de agosto de 1866), por el que se comprometían a hacer un solo frente para derrocar al régimen y a la dinastía, creando un centro revolucionario permanente en Bruselas. El 5 de noviembre de 1867, falleció O’Donnell en su retiro de Biarritz, heredando el general Serrano la jefatura de la Unión Liberal, quien se apresuró a tomar contacto con los componentes del Pacto de Ostende. De esta manera se preparaba el destronamiento de Isabel II, con la participación incluso de su propio cuñado, el duque de Montpensier, que había entrado en contacto con la Unión Liberal.
A comienzos de 1868, Isabel II no contaba ya con más apoyos que el de Narváez. Su muerte el 23 de abril agravó los problemas. La Reina nombró presidente del Gobierno a González Bravo, cuyo gobierno duró cinco meses, en los que tuvo que afrontar una nueva crisis económica y de subsistencias. Su forma dictatorial de gobernar le llevó a cerrar las Cortes y su decisión de desterrar a varios destacados militares, los generales Serrano, Zabala, Dulce, Fernández de Córdova, Ros de Olano y Serrano Bedoya, y al mariscal de campo Caballero de Rodas, precipitó el destronamiento de Isabel II. Un frente común formado por los Partidos Unionista, Progresista y Demócrata se encargó de ello.
Acaudillaron la Revolución los generales Serrano y Prim y el almirante Topete. Prim, procedente de Londres, llegó a Gibraltar el 17 de septiembre. En la mañana del día 18, la Armada, concentrada en la bahía de Cádiz, señaló con sus cañonazos el gran pronunciamiento anunciado desde la fragata Zaragoza por Prim y Topete. El general Serrano llegó a Cádiz el día 19 en la fragata Buenaventura, con otros militares desterrados. En esa misma tarde, se hizo público el manifiesto Viva España con Honra. Serrano desde Sevilla, poniéndose al frente de un gran ejército, se dirigió hacia Madrid, derrotando a las fuerzas gubernamentales mandadas por el general Novaliches, en el puente de Alcolea, sobre el río Guadalquivir, próximo a Córdoba. Era el último acto del reinado de Isabel II, que desde San Sebastián, donde se encontraba veraneando, cruzó en tren la frontera con Francia el 30 de septiembre de 1868. Iba a cumplir treinta y ocho años. La Revolución de 1868 —La Gloriosa— terminó con su reinado.
En el destierro, la Reina se instaló al principio en el castillo de Pau, cedido por Napoleón III. Pasados los primeros meses, de acuerdo con el Rey consorte, se separaron definitivamente. Él se instaló en Épinay —alrededores de París—, donde vivió dedicado a sus aficiones favoritas: la lectura y el coleccionismo de obras de arte, hasta su muerte en 1902. Isabel II se trasladó a París estableciendo su residencia definitiva en el palacio Basilewsky, al que ella dio el nombre de palacio de Castilla, situado en la avenida Kléber, próximo a los Campos Elíseos, donde vivió casi exactamente la mitad de su vida. Allí, el 25 de junio de 1870, abdicó en su hijo Alfonso, príncipe de Asturias, y encomendó a Cánovas la jefatura del movimiento alfonsino. Desde allí Isabel II siguió los acontecimientos del Sexenio Revolucionario, la Restauración de su dinastía en su hijo Alfonso XII, la Regencia de su nuera María Cristina de Austria y el comienzo del reinado de su nieto Alfonso XIII.
El sábado 9 de abril de 1904, a los setenta y cuatro años, murió Isabel II a causa de una gripe que desembocó en una neumonía. La capilla ardiente quedó instalada en el palacio de Castilla. Como representación del rey Alfonso XIII, llegó a París para hacerse cargo del traslado a España del cuerpo de la Reina, el príncipe Carlos de Borbón, esposo de la infanta María de las Mercedes, primogénita de Alfonso XII y María Cristina. El Gobierno francés, encabezado por el presidente de la República Émile Loubet, rindió honores de jefe de Estado a la que durante treinta y cinco años fue reina de España y durante treinta y seis había residido en París. Con toda solemnidad el féretro de la Reina fue conducido hasta la estación de ferrocarril de Orsay, donde se llevó a cabo una parada militar, partiendo el féretro hacia España para darle sepultura en el Panteón de Reyes del monasterio de El Escorial.
Durante su reinado personal, Isabel II sufrió dos atentados. El primero, el 4 de mayo de 1847, en la madrileña calle de Alcalá, obra del abogado y periodista Ángel de la Riva, quien disparó dos tiros de pistola sobre la carretela en la que viajaba la Reina, sin que llegaran a alcanzarla. Detenido y sometido a un proceso judicial, la Reina le indultó. El segundo fue el 2 de febrero de 1852 —día de la Purificación—, cuando la Reina salía del Palacio Real para ir a presentar a la Virgen de Atocha a su hija Isabel, según era costumbre, nacida dos meses antes. Un sacerdote sexagenario, Martín Merino, clavó un puñal en el pecho de la Reina, que resultó herida, pero no de gravedad.
En el proceso que se le hizo, Merino negó tener cómplices. Fue degradado canónicamente y ejecutado mediante garrote vil.
A pesar de la inestabilidad política marcada por las sublevaciones, los pronunciamientos militares y los numerosos gobiernos, los treinta y cinco años del reinado de Isabel II hasta su destronamiento en 1868, supusieron la modernización de España. La población experimentó un notable crecimiento, arrojando el primer censo oficial hecho en 1857, un total de 15.500.000 habitantes. Respecto al ferrocarril, en 1848 comenzó el trazado de la red ferroviaria, inaugurándose la primera línea férrea, Barcelona-Mataró el 28 de octubre de ese año. En 1851, se inauguró la segunda línea que unía Madrid con Aranjuez, proyectándose la futura conexión de la capital con la costa mediterránea de Alicante. En 1855, se promulgó la primera Ley General de Ferrocarriles. Entre los años 1856 y 1866 se pusieron en explotación 5.400 kilómetros de red ferroviaria, ampliándose durante el Quinquenio Unionista.
En 1845, comenzó una importante reforma de la Hacienda, en que participó Ramón de Santillán y que aplicó el ministro Alejandro Mon, regulando y ordenando tributos, simplificando el orden fiscal y nivelando los presupuestos. Respecto al sistema monetario, la primera transformación comenzó en 1834, durante la regencia de María Cristina, con el real como unidad, monedas de oro de 80 reales y duros de plata de 20. En 1848, en el reinado personal de Isabel II, se implantó un nuevo sistema monetario de carácter decimal, con el real de plata como unidad, y se acuñó el doblón equivalente a 100 reales. En 1855, se adoptó el sistema de carácter centesimal con la pieza de oro de 40 reales. En 1864, se implantó un nuevo sistema monetario cuya unidad sería el escudo de plata y su pieza máxima el doblón de 10 escudos, lo que simplificaba el sistema monetario español. En el año 1856, se creó el Banco de España, mediante la fusión del Banco de San Fernando con el de Isabel II.
La aplicación de las leyes bancarias de 1856, dio paso a la fundación de bancos de emisión y de sociedades de crédito.
La Desamortización impulsó la ampliación del terreno cultivado, que se hizo fundamentalmente a favor de tres cultivos: cereales, vid y olivo, inaugurando Isabel II, en 1857, la I Exposición Agrícola Española.
La industria experimentó un notable incremento, tanto la alimentaria —basada en la harina, la remolacha y el vino—, como la química. Se desarrolló la industria textil, en sus dos vertientes: algodonera y lanera, sobre todo a partir de 1842, año en que se importó maquinaria inglesa, logrando un acelerado proceso de concentración y de expansión, debido al número de telares y de obreros y al capital invertido, siendo su momento culminante a partir de 1855. La riqueza minera, comenzó a ser explotada a gran escala en la segunda mitad del siglo XIX. Hasta 1849 la explotación de las principales minas estaba reservada al Estado, pero las Leyes de 1849 y de 1859 autorizaron la explotación por particulares, a excepción de las minas de mercurio en Almadén (Ciudad Real).
La intensa actividad desplegada en la construcción de obras públicas destacó especialmente durante el gobierno de Bravo Murillo, y después en el Gobierno largo de O’Donnell. Se construyeron 7.822 kilómetros de carreteras, y se promovió tanto el sistema de riegos como el de abastecimiento de agua a los núcleos urbanos por medio de canales, como el de Isabel II, de Castilla, Imperial y de Tauste, entre otros, y en las ciudades, se reordenaron las principales con los ensanches. A todos estos adelantos, que contribuyeron a mejorar el bienestar material de los españoles, hay que añadir que el sello de correos se creó en 1850, la red de telégrafos en 1854, tendiéndose el primer cable submarino entre Pollensa y Ciudadela en 1860. El alumbrado de gas entró en funcionamiento a partir de 1841 y los primeros ensayos de alumbrado eléctrico se produjeron en Barcelona en 1852.
También, a mediados del siglo XIX comenzó la fotografía en España, acogiendo la Corona el invento con entusiasmo. A partir de 1850, trabajaron, al servicio de la Corte, los fotógrafos Charles Clifford y Jean Laurent. El primero reflejó, desde 1858, las jornadas reales y debe ser considerado como el cronista gráfico de la España de Isabel II. El segundo fue autor de casi un millar de vistas de España.
El desarrollo económico estuvo acompañado por un importante desarrollo cultural: se fundaron nuevas escuelas de primeras letras, institutos de segunda enseñanza (1847) y escuelas especiales (1855). En 1857, se promulgó la primera Ley de Instrucción Pública, obra del ministro Claudio Moyano, y se fundó la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Dos importantes organismos culturales se beneficiaron especialmente de este desarrollo: el Museo del Prado y la Biblioteca Nacional. El primero, recibió un gran impulso al donar Isabel II a la Nación, por Ley de 12 de mayo de 1865, sus colecciones privadas, que constituyen el repertorio de obras más importantes que hoy posee el Museo. La Biblioteca Real, durante la minoría de Isabel II, en el año 1836, dejó de ser propiedad de la Corona y pasó a depender del Ministerio de la Gobernación, recibiendo entonces el nombre de Biblioteca Nacional. En el reinado personal de Isabel II, ingresaron, por compra, donativo o incautación, la mayoría de los libros más antiguos que posee actualmente la Biblioteca. El 21 de abril de 1866, la Reina colocó la primera piedra del edificio, en el que hoy se encuentra albergada la Biblioteca Nacional, construido por el arquitecto Francisco Jareño.
Dada la afición de Isabel II por el bel canto, heredada de su madre María Cristina, durante su reinado se produjeron en Madrid dos hechos básicos para la vida musical española: la inauguración del Teatro Real, el 19 de noviembre de 1850, con la representación de la ópera La favorita de Donizetti, y el renacimiento de la zarzuela, género en el que triunfaron Barbieri, Hernando, Gaztambide y Arrieta.
La reina Isabel II tuvo los siguientes hijos: Luis, el primogénito, nació el 20 de mayo de 1849, muriendo a las pocas horas de nacer. Fernando, nacido el 12 de julio de 1850 y también muerto a las pocas horas de nacer. Isabel Francisca de Asís, nacida el 20 de diciembre de 1851, que fue princesa de Asturias, dos veces. La primera, desde su nacimiento hasta el de su hermano Alfonso, futuro Alfonso XII; la segunda, cuando éste subió al trono, mientras estuvo soltero y hasta que se casó y tuvo su primera hija. La infanta Isabel fue muy popular en Madrid, donde era llamada cariñosamente la Chata. Se casó a los diecisiete años, el 13 de mayo de 1868, con el príncipe Cayetano de Borbón, conde de Girgenti. Este matrimonio sólo duró tres años, pues, a causa de su enfermedad, la epilepsia, y en un rapto de locura, el conde de Girgenti se suicidó en Lucerna, el 26 de noviembre de 1871. A pesar de haber enviudado muy joven, la infanta Isabel no se volvió a casar y fue un gran apoyo para su hermano Alfonso XII durante la Restauración y para su sobrino Alfonso XIII. Murió en París en 1931, a los ochenta años. María Cristina, nacida el 5 de enero de 1854 y muerta a los tres días de nacer. Alfonso, nacido el 28 de noviembre de 1857, proclamado rey con el nombre de Alfonso XII, el 29 de diciembre de 1874 con el Pronunciamiento de Sagunto.
María de la Concepción, nacida el 26 de diciembre de 1859, que solamente vivió un año y siete meses, pues falleció el 21 de octubre de 1861. María del Pilar, nacida el 4 de junio de 1861 y fallecida casi de repente poco después de haber cumplido los dieciocho años, el 5 de agosto de 1879, cuando se encontraba en el balneario de Escoriaza (Guipúzcoa). María de la Paz, nacida el 23 de junio de 1862. Se casó en Madrid, en 1883, con su primo hermano el príncipe Luis Fernando de Baviera y Borbón; murió a los ochenta y cuatro años en Baviera, el 4 de diciembre de 1946. Eulalia, nacida el 12 de febrero de 1864. A los veintidós años, contrajo matrimonio el 5 de marzo de 1886, con su primo hermano el príncipe Antonio de Orleans y Borbón, hijo de los duques de Montpensier. Murió en Irún (Guipúzcoa), el 8 de marzo de 1958, a los noventa y cuatro años. Francisco de Asís Leopoldo, nacido el 24 de enero de 1866, que murió antes de haber cumplido el mes, el 14 de febrero de 1866. Además, la Reina tuvo dos abortos, uno el 24 de noviembre de 1855 y el otro el 21 de junio de 1856. De estos diez hijos, tan sólo sobrevivieron cinco: Isabel, Alfonso, Pilar, Paz y Eulalia (Trinidad Ortuzar Castañer, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Vicente López Portaña, (Valencia, 19 de octubre de 1772 – Madrid, 22 de junio de 1850). Pintor.
Hijo del pintor adornista Cristóbal López Sanchordi y de Manuela Portaña Miró, sus precoces dotes para el dibujo, que demostró desde muy niño pintando telas de abanicos, al estar vinculada su familia materna a la decoración de sedas, animaron a su abuelo a matricularle en 1785 en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, donde inició su formación como discípulo del padre franciscano Antonio de Villanueva (1714-1785), que falleció ese mismo año.
En 1789 obtuvo el Primer Premio del concurso general anual celebrado por la Academia valenciana con su cuadro El rey Ezequías haciendo ostentación de sus riquezas a los legados del rey de Babilonia (Valencia, Museo), consiguiendo ese mismo año, gracias al lienzo Tobías el joven restablece la vista a su padre (Valencia, Museo), uno de los dos premios extraordinarios convocados por la misma institución a sus alumnos para completar sus estudios en Madrid, consistente en una pensión durante tres años, que ganó junto con el grabador Rafael Esteve y Villela (1772-1847).
Ya en la Corte, prosiguió sus estudios en la Academia de San Fernando, consiguiendo también al año siguiente el primer puesto en el concurso anual convocado por esa institución con su pintura Los Reyes Católicos recibiendo una embajada del rey de Fez (1790, Madrid, Academia de San Fernando). En Madrid entró en contacto con los grandes pintores al servicio de Palacio, particularmente su paisano Mariano Salvador Maella (1739-1819), quien le influyó notablemente en el sentido barroco y colorista de sus composiciones, asimilando con extraordinaria fidelidad y gracias a sus excepcionales facultades técnicas el gusto por el dibujo preciso y analítico como herramienta de trabajo y estudio previo para la elaboración de sus pinturas. Igualmente, Maella le facilitó el acceso a los Sitios Reales, descubriendo durante su visita a la basílica de El Escorial las grandes decoraciones al fresco de Luca Giordano, que copió al óleo y en un nutrido conjunto de dibujos, así como los techos de Corrado Giaquinto en el Palacio Real de Madrid, quedando deslumbrado por la fastuosidad arrebatada del último barroco decorativo italiano, que influyó decisivamente en el arte y la estética de Vicente López a lo largo de toda su carrera.
Vuelto en 1792 a su ciudad natal como pintor de prestigio, el 10 de noviembre de 1793 fue elegido miembro de mérito de la Real Academia de San Carlos, casando el 21 de enero de 1795 en la parroquia de los Santos Juanes de Valencia con María Piquer Grafión, hija del doctor Jacinto Piquer. De su matrimonio nacieron dos hijos, Bernardo (1799-1874) y Luis (1802-1865), que fueron con el tiempo sus principales ayudantes y seguidores de su arte.
A partir de esos años, Vicente López recibió numerosos encargos, sobre todo cuadros religiosos y conjuntos murales para iglesias valencianas, destruidas en su gran mayoría durante la Guerra Civil, siendo su primer trabajo público importante los frescos con la Glorificación del beato Nicolás Factor (Valencia, iglesia de Santa María de Jesús), realizados hacia 1796, año en que también pintó para la catedral valenciana el lienzo de altar San Vicente mártir ante Decio, también desaparecido.
Convertido ya en un pintor de renombre entre la sociedad valenciana, fue solicitado además como retratista, realizando también entonces algunos de sus mejores retratos juveniles, como los de El grabador Pedro Pascual Moles (Barcelona, MNAC), y María Pilar de la Cerda y Marín de Resende, duquesa de Nájera (Madrid, Prado), en los que intentó conjugar las novedades estéticas aprendidas de los grandes maestros cortesanos de este género, como Paret, Maella y el propio Goya.
En 1799 fue nombrado teniente director de la Academia de San Carlos, de la que fue presidente dos años más tarde, tras la jubilación del viejo maestro José Camarón y Bonanat (1731-1803). Un año después pintó, entre otros, el magnífico conjunto de pinturas murales de la iglesia parroquial de Silla (Valencia) y la Alegoría de Valencia para la Casa de Vestuario de la capital, hoy biblioteca pública.
El año de 1802 marcó un jalón decisivo en la carrera artística de Vicente López. Con el anuncio de la visita a la ciudad de Valencia de Carlos IV, acompañado por toda la Familia Real, en su tránsito hacia Madrid tras las bodas en Barcelona del entonces príncipe de Asturias —futuro Fernando VII— con María Antonia de Borbón, el rector de la Universidad Literaria valenciana, fray Vicente Blasco, encargó al pintor un gran lienzo para ser regalado por dicha institución al Monarca. En él había de representar a Carlos IV y su familia, homenajeados por la Universidad de Valencia (Madrid, Prado), desplegando en tan importante trabajo toda la fastuosidad del gran retrato alegórico de aparato de tradición barroca para granjearse el favor del Monarca, a quien solicitó el nombramiento de pintor honorario de cámara, que el Rey le concedió el 10 de diciembre de 1802. De inmediato comenzó a ejercer su nuevo cargo, gestionando para el Rey las compras de importantes pinturas de artistas valencianos conservadas hasta entonces en las iglesias y conventos para los que fueron pintadas, como el San Francisco confortado por el ángel, de Ribalta, hoy en el Prado, admirado por Carlos IV durante su estancia en la ciudad, y del que el propio López pintó una copia para sustituir al original (Valencia, Museo).
En esta década, Vicente López consolidó su estilo personal como pintor religioso en lienzos como San José con el Niño Jesús y el Espíritu Santo en gloria, de 1803 (Segorbe, Museo Diocesano), el Sueño de San José (1805) (Madrid, Prado), el Nacimiento de San Vicente Ferrer (1808) (Valencia, Casa natalicia de San Vicente Ferrer) o la Virgen de la Misericordia, rodeada de santos y pobres (1809) (Valencia, Museo).
Tras la proclamación de Fernando VII como rey de España, en 1808 el Ayuntamiento de Valencia le encargó un gran retrato de aparato del Monarca, “para colocarle baxo docel en el Consistorio”, pintando la espectacular efigie de Fernando VII con el hábito de la Orden de Carlos III (Valencia, Ayuntamiento), inspirada en modelos dieciochescos de su maestro Maella.
La ocupación de Valencia en 1812 durante la Guerra de la Independencia por las tropas napoleónicas al mando del mariscal Suchet, y como el pintor de mayor renombre de la ciudad, le obligó a aceptar la ejecución de varios retratos para este militar francés; uno de ellos representando a El mariscal Suchet y su familia (1812, París, conde de Cornudet) y otra gran efigie de aparato de El mariscal Louis Gabriel Suchet, duque de la Albufera (1812, Eure, Chateau de Vernon, duquesa de la Albufera), en los que López intentó dar gusto a sus modelos traduciendo el lenguaje del gran retrato napoleónico definido por el neoclasicismo davidiano.
En 1814 falleció su esposa y acabó la guerra. Con el paso por Valencia en abril de 1814 del restituido Fernando VII el Deseado, de camino a Madrid a la vuelta de su exilio en Valençay, Vicente López volvió a pintar un nuevo retrato oficial de Fernando VII con uniforme de capitán general (Madrid, Prado), ocasión que le permitió entrar de nuevo en contacto con el Monarca, al que había conocido años antes, en 1802, todavía como príncipe de Asturias.
Así, a los pocos meses de regresar el Rey a Madrid, ante la necesidad de cuajar una efigie oficial duradera para su nuevo reinado y seguramente poco satisfecho con los retratistas a sueldo de palacio —particularmente con el propio Goya—, Fernando VII escribió de su puño y letra el 26 de julio de 1814 una orden —“enviar á llamar a Lopez el pintor”—, que reclamará al maestro valenciano a la Corte, nombrándole el 1 de marzo de 1815 su primer pintor de Cámara, en sustitución de su paisano y antiguo maestro Mariano Salvador Maella, acusado de servir al rey intruso, José Bonaparte.
A partir de entonces, Vicente López se convirtió en el pintor más solicitado por la aristocracia fernandina, alternando su trabajo en palacio con los puestos oficiales y sus encargos particulares. Además, desde su nuevo puesto López impulsó su vocación docente creando en 1815 el Real Estudio de Pensionados a expensas de la Corona, con la intención de formar a jóvenes discípulos en la pintura y el dibujo, que mantuvo hasta poco después de la muerte del Monarca. Ya el 4 de diciembre de 1814 fue admitido como miembro de mérito de la Academia de San Fernando, institución de la que fue nombrado director de Pintura el 14 de diciembre de 1816.
Ese mismo año, y con motivo del matrimonio de Fernando VII con su segunda esposa, la infanta portuguesa María Isabel de Braganza, López dirigió la decoración de las sobrepuertas del tocador de la nueva Soberana en el Palacio Real de Madrid, con escenas de sucesos heroicos de la Monarquía, representados en recuadros en grisalla a imitación de relieves, pintando él mismo dos escenas de la vida de san Hermenegildo: Bautismo de san Hermenegildo por san Leandro y San Hermenegildo sorprendido por los soldados de su padre (Madrid, Palacio Real). Ante la expectación de un necesario heredero para el Trono, y con el anuncio del embarazo de la reina, el Ayuntamiento de Madrid regaló a la nueva esposa del Rey el llamado Casino de la Reina, junto a la glorieta de Embajadores de la Villa y Corte, encargando a López la decoración del techo de su salón principal, para el que pintó al temple en 1818 una aparatosa Alegoría de la donación del Casino a la reina Isabel de Braganza por el Ayuntamiento de Madrid, hoy en el Prado, testimonio de su deuda con el gran barroco decorativo de Corrado Ciaquinto que tanto había admirado en su juventud. Por desgracia, la Reina murió de sobreparto.
Con la creación del Real Museo de Pinturas por impulso de esta malograda Soberana, Vicente López fue designado para seleccionar y restaurar los cuadros que habrían de constituirlo, asumiendo desde 1823 hasta 1836 la dirección artística de este nuevo establecimiento regio en una tensa relación con el marqués de Ariza, nombrado por el Rey para ejercer la dirección gubernativa y económica del Museo. Durante su mandato se potenció el taller de restauración, se continuó la selección y recogida de cuadros de los Reales Sitios y se compraron por impulso personal de López, con dinero del bolsillo personal del Rey, obras tan relevantes como la Trinidad de Ribera, adquirida al pintor Agustín Esteve en 1825, o la Trinidad del Greco, comprada en 1832 a otro artista, el escultor Valeriano Salvatierra. Fueron los años en que Vicente López realizó algunos de sus mejores retratos de funcionarios palatinos, como los de Félix Máximo López, primer organista de la Real Capilla o Luis Veldrof, aposentador mayor y conserje del Real Palacio (Madrid, Prado), sobresaliendo entre todos ellos la impresionante efigie de El pintor Francisco de Goya (Madrid, Prado), sin duda su obra más universal.
Dentro de las responsabilidades de su cargo, asumió la dirección del programa decorativo de las bóvedas del Palacio Real de Madrid, pintando en 1828 al fresco la Alegoría de la institución de la Orden de Carlos III en la “pieza de vestir” de Fernando VII y La Potestad soberana en el ejercicio de sus facultades, de una evidente significación simbólica al cubrir el techo del despacho del Monarca.
En estos años se multiplicó su actividad como retratista, dejando efigies de un asombroso virtuosismo realista, como las de Manuel Fernández Varela (1829, Madrid, Academia de San Fernando), bajo cuyo encargo realizó en esa misma época el diseño de la nueva Custodia para la sacristía del monasterio de El Escorial, fundida después por Ignacio Millán y Francisco Pecul y realizada en un cuerpo de tracería neogótica repleta de figuras del Antiguo Testamento, definidas por López en gran cantidad de dibujos.
Tras el cuarto y último matrimonio del Rey, López retrató a la sobrina y nueva esposa de Fernando VII, La reina María Cristina de Borbón (Madrid, Prado), quizá uno de los mejores retratos del pintor y la imagen más suntuosa y vivaz de esta Soberana, bien elocuente de su propia personalidad, pintado en Aranjuez durante el verano de 1830, a los pocos meses de su boda. Un año después terminó el monumental retrato de Fernando VII con el hábito de la Orden del Toisón de Oro para la Embajada de España ante la Santa Sede, quizá la efigie más emblemática y sobrecogedora de este Monarca.
La muerte del Rey y la subida al Trono de la pequeña Isabel II tutelada por su madre, la reina gobernadora María Cristina, supuso, junto a profundas transformaciones políticas y sociales, un cambio radical en los gustos artísticos de Palacio, que se abrieron a las nuevas corrientes y modas importadas de Europa por el pujante romanticismo. Así, ambas Soberanas cayeron de inmediato rendidas al nuevo lenguaje moderno y cosmopolita implantado en el retrato cortesano español por los Madrazo, favoreciendo a José de Madrazo (1781-1859) y su hijo Federico (1815-1894), en una imparable escalada de preferencias en los ambientes y encargos cortesanos, que relegaron a un segundo plano la actividad y protagonismo del ya viejo maestro valenciano.
Así, tras la decisión de la reina María Cristina de sustituir en 1836 la doble dirección del Real Museo por una Junta Directiva, a la que seguía perteneciendo Vicente López, ésta fue definitivamente suprimida con el nombramiento de José de Madrazo como director de la institución el 21 de agosto de 1838. Por su parte, el joven Federico de Madrazo fue el encargado de crear los nuevos prototipos de retrato oficial de la joven Isabel II, que se repitieron en innumerables réplicas y copias por todo el reino y fue haciéndose enseguida con la clientela de la nueva burguesía pujante en el Madrid isabelino. No obstante, la Reina fue siempre respetuosa con Vicente López, a quien conservó al menos formalmente en su cargo de primer pintor hasta su muerte, recibiendo por esos años el que fue su último gran encargo regio: una monumental pintura de la historia clásica destinada al Real Museo con el episodio de Ciro el Grande ante los cadáveres de Abradato y Pantea, lienzo de grandes dimensiones y ambición, desgraciadamente desaparecido, en el que López intentó plasmar toda la sabiduría de su mejor lenguaje académico, escogiendo para ello un argumento que exaltaba los más diferentes aspectos de la fidelidad humana, en un claro apoyo propagandístico a la persona de María Cristina, como fiel servidora de su difunto esposo, de su hija y del trono, en una verdadera operación de imagen propugnada por esta Soberana desde los últimos años de enfermedad de Fernando VII.
A pesar de su avanzada edad, durante sus últimos años Vicente López intentó acomodar su personalísimo estilo al lenguaje formal, que no al espíritu, del nuevo romanticismo, dejando entonces algunos de sus retratos más imponentes, como el del Canónigo Mariano Liñán (1835, Madrid, Museo Lázaro Galdiano), y también otros de carácter mucho más íntimo, envueltos en una atmósfera enteramente romántica, como los de Evaristo Pérez de Castro y su mujer Francisca Brito (c. 1839, colección particular), María Francisca de la Gándara, condesa viuda de Calderón (1846) o José Gutiérrez de los Ríos (1849) (Madrid, Prado).
Curiosamente, fue en sus años finales cuando López encontró en el purismo romántico de raíz académica el nuevo lenguaje capaz de adaptarse a su estilo, particularmente para los cuadros de argumento religioso, dejando en estos años algunas de sus pinturas devotas de composición más elaborada y mayor refinamiento técnico, resueltas con una calidad técnica y un pulso inalterables, a pesar de su avanzada edad.
Así, en 1838 pintó un gran lienzo con la Virgen de los Desamparados acogiendo a los pobres (Colección Masaveu) para la reina gobernadora María Cristina, que lo tuvo en su madrileño palacio de Vista Alegre, en Carabanchel, superado aún en delicadeza e idealismo formal por el Éxtasis de santa Filomena, realizado en 1843 para la familia Lacuadra, constituyendo ambos obras antológicas del género en el arte isabelino, en unos años en que la pintura religiosa cedió definitivamente terreno a otros géneros más acordes con el gusto de la nueva estructura social.
Hasta su vejez, Vicente López conservó intactas sus excepcionales cualidades, que le permitieron continuar su incansable actividad como pintor y dibujante hasta pocos días antes de su muerte. Casi a modo de testamento artístico firmó orgullosamente “à los 77 años” el bellísimo lienzo de la Incredulidad de santo Tomás, pintado en 1849 para el altar mayor de la iglesia de Santo Tomé de Toledo, donde todavía se conserva, resumiendo en él toda la sabiduría destilada y experta de sus más profundas raíces realistas con la pulcritud exquisita de su formación académica.
A las tres de la tarde del día 22 de junio de 1850 falleció en su casa de Pajes, junto a la vieja plazuela de la Armería del Palacio Real de Madrid, siendo enterrado en el cementerio de San Pedro y San Andrés, hoy San Isidro, en la galería 2.ª del patio de la Concepción, en un nicho, tal y como había dispuesto en su testamento (José Luis Díez García, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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