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martes, 30 de mayo de 2023

La Urna de San Fernando, de Juan Laureano de Pina, en la Capilla Real de la Catedral de Santa María de la Sede

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la Urna de San Fernando, de Juan Laureano de Pina, en la Capilla Real, de la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.   
   Hoy, 30 de mayo, Fiesta de San Fernando III, rey de Castilla y de León, que fue prudente en el gobierno del reino, protector de las artes y las ciencias, y diligente en propagar la fe. Descansó finalmente en la ciudad de Sevilla (1252) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
   Y que mejor día que hoy para ExplicArte la Urna de San Fernando, de Juan Laureano de Pina, en la Capilla Real de la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.
     La Catedral de Santa María de la Sede  [nº 1 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 1 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la avenida de la Constitución, 13; con portadas secundarias a las calles Fray Ceferino González, plaza del Triunfo, plaza Virgen de los Reyes, y calle Alemanes (aunque la visita cultural se efectúa por la Puerta de San Cristóbal, o del Príncipe, en la calle Fray Ceferino González, s/n, siendo la salida por la Puerta del Perdón, en la calle Alemanes); en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.
    La Catedral de Santa María de la Sede está centrada su cabecera por la Capilla Real [nº 054 en el plano oficial de la Catedral de Santa María de la Sede] Esta "Capilla de los Reyes", llamada así tradicionalmente por su carácter de panteón regio, se denomina en la actualidad "de la Virgen de los Reyes", por la imagen que la preside. Y en el interior de la Capilla Real, encontramos la Urna de San Fernando [nº 111 en el plano oficial de la Catedral de Santa María de la Sede] Tras ella existe una cripta en la que, además de la imagen de Santa María, están otros sepulcros reales (Alfonso Jiménez Martín, Cartografía de la Montaña hueca; Notas sobre los planos históricos de la catedral de Sevilla. Sevilla, 1997).
     La Urna de San Fernando es una obra de Juan Laureano de Pina, ayudado por sus discípulos y colaboradores, Manuel Guerrero de Alcántara y Lorenzo Nicolás de Villalobos. Las aplicaciones de bronce fueron realizadas por el maestro latonero Andrés Alonso Ximénez.
     Se realizó en 1690-1701 y 1717-1719, utilizando como materiales, la plata en su color, plata sobredorada y bronce dorado. Está apoyada en una peana de jaspe rojo, a la que se han aplicado bronces dorados, mediante la técnica del repujado y cincelado, con unas medidas de 2.450 mm. de altura, 2.850 de anchura y  1.280 de profundidad, por un precio de 63.126 pesos escudos.
     A lo largo de la historia ha sufrido los arreglos y restauraciones de Manuel Guerrero (1736), Juan García (1756), Antonio Rodríguez (1859), Manuel Rodríguez (1874), Celedonio de Guzmán (1884) y Manuel Seco Velasco (1929 y 1948)
   En la Capilla Real de la Catedral de Santa María de la Sede podemos contemplar la Urna de San Fernando.
   La urna de San Fernando, considerada por Sanz como la pieza clave de la orfebrería barroca sevillana y la expresión más apurada de la vitalidad ornamental que desplegó este estilo, es además el más fastuoso sepulcro construido en España durante el siglo XVII y la viva imagen de la sociedad y el arte sevillano de su tiempo.
     La importante y decisiva contribución documental portada por Heliodoro Sancho Corbacho sobre la urna, los análisis iconográficos y estilísticos tratados por Sanz y la reciente publicación por Ferrer de la escritura de obligación que firma Juan Laureano de Pina para realizar este encargo, permiten precisar su cronología y autoría y valorar en toda su extensión la génesis y belleza de un conjunto que ha venido impactando desde su inauguración en 1729 a cuantas generaciones de sevillanos y visitantes se han acercado para contemplarle a la Capilla Real de su Catedral, incluido el neoclásico Ponz, tan refractario a la estética barroca pero que en esta ocasión y debido a los restos que alberga, calificó al sepulcro de "suntuoso".
     No obstante, a la luz de los nuevos datos aportados por las Actas Capitulares, que revelan cómo junto con la urna se encargó una lámina de plata para cubrir los restos de San Leandro (actualmente ensamblada en el frontal del altar mayor) y, sobre todo merced al testimonio contemporáneo del escribano público de número sevillano, don Joaquín José Rodríguez de Quesada, que traza la historia y vicisitudes de su construcción, se puede ampliar alguna noticia sobre este es­pléndido relicario que, sin género de dudas, es la obra culminante del excelente platero jerezano Juan Laureano de Pina y la que más trabajo le dio en su dilatada vida artística, ya que invirtió el amplísimo período veintiocho años en su construcción y montaje, preparando para su manufactura la importante suma de 63.126 pesos escudos con cargo a los siguientes capítulos: arbitrios, mercedes y limosnas procedentes de España y de las Indias.
     La idea inicial y los primeros compases para procu­rarle un sepulcro a San Fernando arrancan de 1634, en cuya fecha el Capellán Mayor escribe a Felipe IV indicándole que tenía noticia por los embajadores españoles ante la Santa Sede que el proceso de beatificación de Fernando III era inminente; agregando el Capellán Mayor qué era preciso que la monarquía española proveyese para «la colocación de su santo cuerpo, que estaba necesitadísimo de toda riqueza y veneración que se suele dar a los santos, pues la gran pobreza de la capilla... no le avía podido dar más ornato que un pedazo de paño de tela que cubría juntamente su santo cuerpo y el de los Señores Reyes don Alonso el Sabio y doña Beatriz,  sin  más  urnas  ni  sepulcros». Sin embargo no se atendieron estas súplicas y en 1671, con motivo de la canonización del rey se vuelve sobre la instalación adecuada del cuerpo del santo «por no estar con el culto reverente que le está encomendado por la Sede Apostólica», según acredita la Reina Regente, doña Mariana de Austria, y conservarse sus restos, como lamentan los capitulares, «entre telarañas y polvo y entre unos atavíos tan rotos y mal­ tratados que al referirse a esto... parecerá en lo venidero mentira». Para tal efecto se convocó un concurso de proyectos presidido por el Consejo Real  de Castilla que falló en favor del diseño presentado por el pintor sevillano y Maestro Mayor de Su Majestad, Francisco de Herrera el Mozo. Una elección que no debió sorprender a los demás concursantes, a juzgar por la residencia del pintor en la Corte y por los conocimientos que este artista disponía sobre el tema, ya que había recaído anteriormente en su persona la dirección de todo el programa iconográfico realizado en las Fiestas de la Santa Iglesia Metropolitana y Patriarcal de Sevi­lla al nuevo culto del Señor Rey San Fernando, cuyas arquitecturas transitorias y ornatos, historias y jeroglíficos en honor del Rey Santo causaron «admiración de España y aún de la mayor parte de Europa -justifica don Antonio Palomino- por las muchas naciones que concurren siempre en aquella gran ciudad, cebadas del interés de su aplaudido cuanto envidiado comercio». Posteriormente este diseño fue examinado y ponderado en Sevilla por una comisión artística integrada por el escultor Pedro Roldán, el retablista Bernardo Simón de Pineda, el platero Diego de León y el arquitecto Francisco Rodríguez de Escalona, que apreciaron el costo de los materiales, tasaron los honora­rios del platero que labraría el encargo y fijaron en seis años el tiempo de su realización.
     Sin embargo, la falta de disponibilidad económica por parte de la Corona, cuya Hacienda no presentaba halagüeñas perspectivas para distraer importantes cantidades de los caudales indianos en una obra tan costosa, impidió que los trabajos se iniciaran en la fecha marcada y tras varios intentos por reactivar este asunto, el 10 de junio de 1690 el gran arzobispo y mecenas don Jaime de Palafox contrataba definitivamente su hechura con Laureano de Pina. Al fallecer el arzobispo Palafox en 1701 la obra estaba prácticamente hecha a tenor del inventario de las piezas que se hace y tal como se encarga de confirmar en 1708 este mismo artista en una carta personal enviada al nuevo arzobispo sevillano, don Manuel Arias para que se procediese al montaje de la urna. Pero este arzobispo no mostró ningún interés por culminar esta obra, máxime cuando la Corona estaba empeñada en la guerra de Sucesión, y fue preciso esperar a la normalización del país para que en 1717 se iniciase la reparación de las piezas dañadas, se montara todo el conjunto y se aplicasen los toques finales. En 1719, a los ochenta y nueve años de edad, terminaba Laureano de Pina este trabajo, aunque no llegó a ver los restos de San Fernando reposan­do en su interior, ya que en 1723 fallecía, nonagena­rio, y la traslación del cuerpo no se realizó hasta 1729 bajo el gobierno del arzobispo Salcedo y Azcona, que presidió juntamente con Felipe V la solemne procesión convocada para tal efecto. El testimonio contem­poráneo del grabador Pedro de Tortolero, que ilustra gráficamente este traslado, y la descripción que de este acontecimiento hace el jesuita, Padre Antonio de Solís en la Gloria póstuma en Sevilla de San Fernando Rey de España desde su feliz tránsito hasta la última translación de su incorrupto cuerpo el año 1729, dedicada al Serenísimo Señor Príncipe de Asturias (Sevilla, 1730) revelan el aparato, suntuosidad y grandeza de esta ce­lebración.
     El dispositivo arquitectónico de la urna está formado por dos cajas de plata independientes: una interior, donde reposan los restos del Rey, con paredes de cristal, «los más finos y transparentes que se pudieran aver para su mayor luzimiento y claridad para las ocasiones que se ofreciese demostrar la Santa Reliquia» (coincidiendo con las festividades de San Fernando y San Clemente, en la Octava de la Asunción y el 14 de mayo para conmemorar el día en que se trasladaron los restos); y otra exterior con el frontal abatible para que en las festividades citadas pueda abrirse y mantenerse cerrada durante el resto del año. Ambas cajas están acotadas por dos balaustres laterales que recogen una abigarrada y fastuosa crestería, que anticipa los grandes remates de pabellón barrocos, cuyas soluciones introducirá y explotará un cuarto de siglo después Pedro Duque Cornejo en la arquitectura de madera sevillana.
     El repertorio iconográfico, limitado a los núcleos centrales de la caja externa, constituye una glorificación de las virtudes del Rey Santo y una apoteosis de la monarquía católica española al representarse los he­chos más sobresalientes que vinculan a este Rey con Sevilla: Revelación a San Fernando de las Puertas de la ciudad, Aparición a San Fernando de la Virgen de Valme y la Rendición de Sevilla, más un abigarrado programa de emblemas e inscripciones que fueron redactadas para las Fiestas de su canonización y que, dado el éxito alcanzado a nivel popular, se trasladaron definitivamente a la perpetuidad de la urna. Pero lo que más llama la atención es la exuberante, rica y tu­pida decoración floral formada por tallos, flores, capullos y hasta el nacimiento de abultados brotes de helechos que tapizan el sepulcro real, donde Laureano de Pina ha conseguido arrancar destellos de vida a materiales tan fríos e inertes como la plata, obteniendo, como también ha señalado Sanz, un vitalismo vegetal que no volverá a producirse en la historia del arte hasta la aparición del fenómeno modernista (Jesús Miguel Palomero Páramo, La Platería de la Catedral de Sevilla, en La Catedral de Sevilla, Ediciones Guadalquivir, 1991).
     La urna está formada por dos cajas de plata independientes. La interior, donde se encuentran los restos de San Fernando, es de cristal.
     La exterior tiene el frontal abatible. Ambas se encuentran colocadas sobre un pedestal de jaspe. De los ángulos emergen cuatro balaustres sobre la que se apoya una crestería, que anticipa los remates de los pabellones de mediados de la centuria. Tanto en los frentes de la caja exterior, como en el basamento, se disponen una serie de inscripciones, emblemas y escenas relativas a la vida del Santo. Se complementa con ángeles, de cuerpo entero o cabezas, escudos de Castilla y León y una abigarrada decoración vegetal y floral. Los lados internos de la urna exterior se decoran con motivos vegetales y de hojarascas, realizadas de forma plana. En el interior del frontal abatible presenta la misma compartimentación que los frentes mayores exteriores.
     1634.- El Capellán Mayor de la Capilla Real escribe a Felipe IV dándole noticia de que en la Santa Sede el proceso de beatificación de Fernando III estaba casi terminado, por lo que era preciso adecentar la tumba del monarca.
     1671.- Con motivo de la canonización de San Fernando se vuelve a insistir en adecuar el sepulcro del rey a las necesidades y ornato de un Santo. Se convoca concurso de proyectos, presentándose al menos diez. El Consejo Real de Castilla elige los marcados con el 8 y 10 y se vuelven a encargar nuevos diseños a artistas madrileños. Es elegido el dibujo presentado por Francisco de Herrera el Joven, quien a su vez había dirigido las Fiestas organizadas en la Catedral por la canonización de San Fernando. En Sevilla se reúne una comisión artística para apreciación del costo, tasación de honorarios y fijar el tiempo de realización. En la misma están Bernardo Simón de Pineda, Diego de León, Francisco Rodríguez de Escalona y Pedro Roldán.
     1686.- 10 de enero, se firma el contrato entre el arzobispo Jaime de Palafox y Juan Laureano de Pina.
     1701.- La obra estaba casi terminada, como se refleja en el inventario realizado en 1708.
     1717.- Se inicia la reparación de las piezas y el montaje, terminándose en 1719.
     1729.- Se trasladan los restos del Rey a su nueva urna (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Fernando, rey:
   El rey Fernando III de Castilla y de León, nacido en 1198, y muerto en Sevilla en 1252, primo hermano del rey san Luis, se convirtió en el santo nacional de España a causa de sus victorias contra los moros.
   Héroe de la Reconquista, dedicó a Jesucristo la mezquita de Córdoba. Además, es el fundador de la catedral de Burgos, y quien patrocinó y dotó el Estudio General, origen de la universidad de Salamanca. En el siglo XVIII se lo convirtió en santo patrón de la Academia de Bellas Artes de Madrid.
CULTO
   Canonizado en 1671 por el papa Clemente X, pero santificado por el pueblo a partir del siglo XIII, es el patrón de España entera, pero en especial el de Córdoba y Sevilla.
ICONOGRAFÍA
   Se lo representa con manto real, la corona y el cetro. Sus atributos particulares son una llave, que alude a la toma de Córdoba y a su divisa: Dios abrirá, Rey entrará, y una estatuilla de la Virgen de marfil, que se conserva en el tesoro de la Capilla Real en Sevilla, que siempre llevaba consigo sujeta al arzón, a manera de talismán, cuando salía en campaña contra los moros (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
San Fernando en la Historia de la Iglesia de Sevilla
   San Fernando, rey de Castilla y León, tomó la ciudad de Sevilla en 1248. Restableció la sede hispalense y la dotó espléndidamente. Murió en 1252 y su cuerpo, incorrupto, se halla en la capilla real de la catedral de Sevilla.
   Fernando III nació en Valparaíso (Zamora) en 1201, hijo del rey de León, Alfonso IX (ya casado en primeras nupcias con doña Teresa de Portugal, de quien tuvo dos hijas: doña Sancha y doña Dulce, matrimonio disuelto por el papa por consanguinidad) y de doña Berenguela, hija de Alfonso VIII, rey de Castilla, y prima segunda del rey leonés, que se habían casado en octubre de 1197. Conocedores de aquel parentesco, que imposibilitaba legalmente el matrimonio eclesiástico, un grupo de obispos, conscientes de que esta unión era la única garantía de paz en Castilla y León, se encargó de presionar al papa para que concediera la dispensa. Cabía la esperanza de que Celestino III (1191-1198), que había urgido la paz con tanto empeño, entrara en el camino de las dispensas, pero no fue así. En 1198 murió Celestino III y le sucedió el enérgico Inocencio III (1198-1216), que se mostró inflexible. En mayo de 1204 tuvo lugar la separación. 
 Una serie de afortunadas circunstancias coincidieron para hacer de Fernando, el hijo de Alfonso IX y Berenguela, el heredero de ambos. La corona de Castilla había venido a recaer en Enrique I, nacido en 1203. El 6 de junio de 1217 moría en Palencia, cuando se hallaba jugando con otros muchachos. La corona pasaba a doña Berenguela que avisó secretamente a Fernando quien, sin notificar a su padre el importante suceso, se reunió con su madre en Valladolid, donde la reina simultáneamente tomó posesión y renunció al poder en su hijo, Fernando III, proclamado el 1 de julio de 1217 ante una asamblea de nobles castellanos. Los obispos de Castilla y el papa Honorio III (1216-1227) apoyaron también esta decisión.
   Desde 1224, el joven soberano, libre de conflictos internos, emprende decididamente una serie de expediciones por Andalucía. El primer período llega hasta 1230, durante el cual realiza una serie de acciones bélicas por el reino de Jaén. En 1227 ganó Baeza.
   El 24 de septiembre de 1230 murió Alfonso IX. En su testamento dejaba por herederas de la corona de León a sus hijas Sancha y Dulce y no a su hijo varón, Fernando III. Este momento peligroso para Fernando se solucionó favorablemente gracias a la habilidad política de su madre doña Berenguela. Esta se reunió con la ex-reina doña Teresa de Portugal, madre de las infantas, en Valencia de Don Juan y determinaron que las infantas renunciaran a favor de su hermano todo derecho sobre el reino de León, comprometiéndose Fernando III a pagar una renta anual de 30.000 monedas de oro. La prudencia diplomática de doña Berenguela y el apoyo de la Santa Sede, juntamente con el alto clero, coloca­ron al rey de Castilla en el trono leonés.
   La unión de Castilla y León y el pacto realizado poco después, 2 de abril de 1231, con el rey de Portugal Sancho II pusieron a la nueva potencia castellano-leonesa en las mejores condiciones para proseguir la conquista del Sur. En 1236 se tomaba por sorpresa Córdoba. En 1243 se anexionaba el reino de Murcia, que su gobernador ofrecía al rey castellano. Alfonso, el heredero de la corona, ocupo la capital murciana sin dificultad. La reconquista de Jaén se culminó en 1246 con la rendición de la ciudad.
   La última etapa de la reconquista andaluza tuvo como objetivo Sevilla. «Si no hubiera existido Sevilla, hubiera sido necesario inventarla. Y si Sevilla no hubiera sido un lugar de ilimitadas riquezas, hubiera sido preciso considerarlo como si lo fuera. Tras su prolongado y agotador empujón los cristianos necesitaban un oasis, por lo que apenas puede maravillar que el mismo Alfonso X, al cantar las excelencias del fértil valle del Guadal­quivir, produzca la impresión de que más bien está describiendo la captura de un granero que la de un reino. Era una tierra en la que manaba leche y miel, superior a todas las otras regiones de España en la abundancia de artículos exigidos por las necesidades de la vida: trigo, vino, carne, pescado y aceite, lo que se completaba con un clima perfecto. Sin embargo, lo mas importante era su autoabastecimiento» (Peter Linehan).
   Los papas ayudaron espiritual y materialmente al monarca castellano-leonés. Tanto Honorio III como Gregorio IX (1227-1241) e Inocencio IV (1243-1254) homologaron las campañas de Fernando III en Andalucía a las cruzadas de ultramar, y concedieron generosamente a los que participaron en ellas las indulgencias y otros favores espirituales conce­didos a este tipo de guerras.
   Gregorio IX e Inocencio IV permitieron a Fernando III ejercer plenamente el derecho de intervenir en las elecciones episcopales, debido a ser defensor de la tierra y de la fe; derecho que Alfonso X incluyó en la Primera Partida. Inocencio IV permitió también al rey usar los beneficios y dignidades eclesiásticas, junto con el dinero a ellas anejo, como dotaciones para sus hijos menores. Siendo todavía de tierna edad, Sancho y Felipe fueron nombrados procuradores de los arzobispados de Toledo y Sevilla respectivamente.
   A medida que avanzaba la conquista de Andalucía, la necesidad de dinero se hacía más apremiante para el rey castellano, y los bienes económicos de las iglesias le resultaban imprescindibles. Pero en lugar de apoderarse de ellos por su cuenta, Fernando prefirió guardar la legalidad, solicitándolos de la Santa Sede. Tras la conquista de Córdoba, Gregorio IX declaró que el éxito militar de Fernando había situado a la Iglesia romana en deuda con el monarca. Gregorio en compensación no autorizo a Fernando a hacer uso libremente de las «tercias» y, cuando el rey lo intentó en 1228, le reprendió severamente, pero le permitió un subsidio de 20.000 monedas de oro procedentes de las iglesias y monasterios de Castilla, y otro tanto sobre las rentas eclesiásticas de León. Unos años después, en 1247, en vísperas de la conquista de Sevilla, Inocencio IV otorgaba a Fernando las «tercias» de los diezmos eclesiásticos o dos novenas partes del total de los diezmos para sus empresas guerreras. Al principio esta contribución se establecía sólo por tres años. Pero Alfonso X y sus sucesores volverán a obtenerla con facilidad hasta convertirla prácticamente en habitual. Con el tiempo, las tercias reales se convertirán en un recurso financiero casi ordinario de la corona. Por todo ello, en 1248, las iglesias castellanas y leonesas se encontraban en un lastimoso estado. Sus aportaciones económicas a lo largo de los treinta y cinco años anteriores habían sido enormes.
   El asedio de Sevilla por las huestes de Fernando III se desarrolló a lo largo de dos años en cuatro fases. Primera: en el otoño de 1246 se talan y saquean los campos de Carmona, Jerez y el Aljarafe, con entrega sin resistencia de Alcalá de Guadaira y Marchena. Segunda: en la primavera de 1247 se talan de nuevo los campos de Carmona, ciudad que se entrega pacíficamente en seis meses; se consolida el camino desde Córdoba por el río con la toma de Tocina, Cantillana y Alcalá del Río; y se despeja el camino hacia la Sierra y Mérida con la toma de la citada Cantillana, Gerena y Guillena, dejando libre el acceso de las tropas de la orden de Santiago que se hallaban en Reina desde 1246. Por aquellas fechas remontaron el río las galeras de Ramón Bonifaz.
   Con el asedio directo de la ciudad desde finales de 1247 comienza la tercera fase. Entre agosto de 1247 y febrero de 1248 el cerco no fue todavía muy apretado. El componente cristiano se situó en Aznalfarache y Tablada. Gelves fue arrasado y los habitantes de Triana tuvieron que refugiarse en el castillo o en la ciudad. La cuarta fase se inicia con el asedio definitivo a partir de marzo de 1248. Con la llegada y ayuda del infante don Alfonso se pudieron controlar todas las salidas y puertas de la ciudad. En mayo las naves de Ramón Bonifaz rompieron el puente de barcas de Triana con lo que se bloqueó el río y se produjo el aislamiento de Sevilla. A partir de este momento se inicia la batalla contra el tiempo. El hambre atacó a los sitiados, pero el calor y las fiebres tifoideas lo hizo a los sitiadores. Como las peticiones de ayuda cruzadas por Sevilla a tunecinos y almohades no pudieron ser atendidas, en otoño comenzaron las negociaciones para la capitulación. 
  Se acordó la entrega de toda la ciudad con sus inmuebles y tierras. Los musulmanes emigraron, asegurándoles el paso hacia Jerez o Ceuta en el plazo de un mes con sus bienes muebles y semovientes, durante el cual los cristianos ocuparon el alcázar. El 23 de noviembre, fiesta de san Clemente, ondeó ya la enseña real de Fernando III en el alcázar de Sevilla. El 22 de diciembre el rey castellano hacía su entrada solemne en la ciudad aban­donada (José Sánchez Herrero, Sevilla Medieval, en Historia de la Iglesia de Sevilla. Editorial Castillejo. Sevilla, 1992).
Conozcamos mejor la Biografía de San Fernando, rey de Castilla y de León; conquistador de Córdoba, Murcia, Jaén y Sevilla; santo;
   Fernando III, El Santo (Peleas de Arriba, Zamora, 24 de junio de 1201 – Sevilla, 30 de mayo de 1252), rey de Castilla (1217-1252) y de León (1230-1252); conquistador de Córdoba, Murcia, Jaén y Sevilla; santo.
   Cuando a fines de junio del año 1201, probablemente el día 24, festividad de san Juan, nacía el que iba a ser Fernando III de Castilla y de León en el camino de Salamanca a Zamora, en el monte al que luego se trasladaría el monasterio bernardo de Valparaíso, Castilla y León eran desde hacía cuarenta y cuatro años dos reinos distintos, separados y frecuentemente enfrentados. Fernando era hijo del rey Alfonso IX de León y de la castellana doña Berenguela, hija primogénita de Alfonso VIII de Castilla. Aunque procedente de doble estirpe regia, Fernando no nacía como heredero de ninguno de los dos tronos: en León le precedía un hermanastro suyo, nacido hacia 1194 y llamado igualmente Fernando, hijo del Rey leonés y de doña Teresa de Portugal, que ya había sido jurado como heredero del Trono de León; en Castilla el heredero era igualmente otro Fernando nacido en 1189, hijo de Alfonso VIII y hermano de doña Berenguela, la madre del Fernando nacido en 1201.
   El matrimonio de sus padres no pudo mantenerse, pues había sido contraído sin la necesaria dispensa papal del impedimento de consanguinidad, pues el padre de doña Berenguela, Alfonso VIII de Castilla, era primo carnal de Alfonso IX de León. Ante los requerimientos de Inocencio III a los cónyuges para que se separaran, éstos rompieron su convivencia, tras seis años y medio de vida matrimonial (1197-1204) en los que nacieron cinco hijos, dos de ellos varones: el futuro Fernando III y su hermano Alfonso de Molina. Rota la convivencia de los padres cuando Fernando no había cumplido aún los tres años, la educación infantil de éste corrió a cargo de su madre doña Berenguela que había regresado a Burgos con su prole; más tarde la formación y la vida del pequeño infante se repartieron entre Burgos, donde era conocido como el leonés, para distinguirlo de su tío Fernando, heredero del Trono castellano y doce años mayor, y en León al lado de su padre, donde era llamado el castellano para diferenciarlo de su hermano mayor, también homónimo y heredero de la Corona de León. Además en Burgos, había nacido ya a Alfonso VIII, el 14 de abril de 1204, otro hijo varón, Enrique, que igualmente precedía a doña Berenguela y a su hijo Fernando en el orden sucesorio.
   Mas la muerte imprevista el 14 de octubre de 1211 de Fernando, el hijo y heredero de Alfonso VIII, a los veintidós años de edad, acercó al pequeño Fernando al Trono castellano, del que sólo lo separaba su tío el infante Enrique. En agosto de 1214 otra muerte igualmente impredecible, la de Fernando, el hijo de Alfonso IX, cuando rondaba los veinte años de edad, aproximaba también al futuro Fernando III al Trono de León.
   El 6 de octubre de 1214 fallecía el rey de Castilla Alfonso VIII, el vencedor de las Navas de Tolosa, y lo sucedía en el Trono su hijo Enrique, un menor de diez años y medio de edad; veintiséis días más tarde fallecía la reina doña Leonor, por lo que recayó la tutoría y la regencia en doña Berenguela, pero al cabo de algunos meses las intrigas de los tres hermanos Lara forzaron la renuncia de la madre de Fernando y se hizo cargo de ambos oficios Álvaro Núñez de Lara. Las tensiones entre los hermanos Lara y los magnates que apoyaban a doña Berenguela se trocaron en choque armado y mientras aquéllos cercaban a doña Berenguela en Autillo (Palencia), en el palacio episcopal de Palencia un accidente de juego causaba graves heridas al rey Enrique I, a resultas de la cuales falleció el 6 de junio de 1217, cuando acababa de cumplir los trece años. En ese momento el futuro Fernando III se encontraba en Toro junto a su padre; doña Berenguela envió mensajeros para reclamar la presencia de su hijo, sin declarar nada de lo sucedido; Alfonso IX autorizó la partida del infante, que fue a reunirse con su madre.
   Los Lara levantaron el asedio de Autillo, marcharon a Palencia y con el cadáver del rey Enrique abandonaron la ciudad, seguidos a corta distancia por doña Berenguela y los suyos. Los intentos de llegar a un acuerdo entre ambos bandos fracasaron, pues los Lara exigían que les fuera entregado el infante don Fernando, que estaba por esos días a punto de cumplir los dieciséis años, y quedara sometido a su tutela.
   Doña Berenguela se estableció con su hijo en Valladolid, desde donde trataba de ganarse el apoyo de los concejos de la Extremadura castellana. Dichos concejos estaban reunidos en Segovia, deliberando para mantener una cierta unidad entre ellos, cuando, invitados por doña Berenguela, accedieron a trasladarse a Valladolid. El 2 o el 3 de julio los concejos congregados en el campo del mercado rogaron a doña Berenguela que acudiese ante ellos con sus hijos; allí tras reconocerla como reina y señora de Castilla, le rogaron que hiciese entrega del reino a su hijo mayor, al infante don Fernando, a lo que accedió en el acto la Reina, siendo así aclamado por todos Fernando III como rey de Castilla.
   La primera tarea que tuvo ante sí el joven Monarca fue la pacificación del reino, superando la rebeldía de los Lara y logrando que su padre Alfonso IX, que había penetrado en el reino castellano como aspirante también a esta Corona, se retirara pacíficamente y depusiera sus aspiraciones; ambos objetivos eran alcanzados en el transcurso de los años 1217 y 1218. Al año siguiente, el 30 de noviembre de 1219, tuvo lugar en Las Huelgas Reales de Burgos el matrimonio de Fernando III con la princesa alemana doña Beatriz de Suabia, hija de Felipe de Suabia, emperador electo de Alemania en 1198 y que falleció en 1208, sobrina del emperador Enrique VI (1190-1197) y nieta de Federico I Barbarroja. Por parte de su madre, la bizantina Irene, era también nieta del emperador de Oriente Isaac de Ángel (1185-1204) y de su esposa Margarita, hija del rey Bela de Hungría. Con la elección de esta princesa extranjera quiso sin duda doña Berenguela evitar a su hijo la triste experiencia de una anulación matrimonial, ya que estaba unido por lazos de sangre a todas las casas reinantes en España.
   Los primeros años del reinado de Fernando III transcurrieron en paz, pues desde 1214 se venían renovando las treguas firmadas por Alfonso VIII poco después de la batalla de Las Navas con los almohades, treguas que continuaron observándose durante el reinado de Enrique I (1214-1217) y los cuatro primeros años del de Fernando III, esto es, hasta 1221. En este año las treguas se renovaron hacia el mes de octubre por tres años más, por lo tanto, hasta 1224. Las treguas fueron escrupulosamente observadas por ambas partes, a pesar del clima de cruzada creado en Europa por el concilio de Letrán de 1215 y promovido por el papa Inocencio III.
   Al finalizar el mes de septiembre de 1224 expiraban las treguas suscritas entre Castilla y el Califa almohade; había que tomar una decisión que significaba la paz o la guerra, y en la toma de esta decisión quiso Fernando III que participara primero su curia ordinaria, reunida en el castillo de Muñó (Burgos) el domingo de Pentecostés, 2 de junio de 1224, y luego una curia extraordinaria de todos los magnates y prelados del reino convocada en Carrión de los Condes a principios del siguiente mes de julio. En ambas asambleas la decisión fue la misma: no renovar por más tiempo las treguas, que venían durando ya diez años completos.
   Así se cerraban los siete primeros años de reinado de Fernando III, caracterizados por la pacificación y recuperación interior, por el sometimiento de los magnates y por el robustecimiento de la autoridad regia, todo ello destinado a la creación de un reino próspero, fuerte y unido a las órdenes del Monarca. Ahora se abría otra época de su reinado de veintiocho años de duración, que sólo acabó con su muerte, durante los cuales, sin pausa ni desmayo y con el apoyo incondicional y entusiasta de su pueblo, Fernando III se consagró a extender sus fronteras a costa del enemigo musulmán hasta acabar con el poder islámico, expulsándolo hacia África o sometiendo a vasallaje al último reino mahometano que quedaba en España, el de Granada. 
    Las circunstancias no podían ser más propicias para el inicio de las operaciones militares. El 6 de enero de 1224 había muerto el califa almohade al-Mustanşir (Yūsuf II); la desaparición del Emir había dado lugar a luchas intestinas en al-Andalus, destacando entre los rebeldes el llamado al-BayasÌ, esto es, el Baezano, que, asediado en su ciudad de Baeza por el gobernador de Sevilla, no dudó en reclamar la ayuda del Rey cristiano. Respondiendo a esta llamada, el 30 de septiembre de 1224 salía de Toledo Fernando III y, unidas sus fuerzas a las del Baezano causaron grave quebranto a los enemigos, ya que conquistaron Quesada y no menos de otros seis castillos, que fueron entregados al aliado musulmán.
   Esta alianza permitió repetir la entrada en al-Andalus al año siguiente, 1225, cuando los cristianos recorriendo las comarcas de Jaén, Andújar, Martos, Alcaudete, Priego, Loja, Alhama de Granada y Granada y colocaron ya guarniciones permanentes en las fortalezas de Andújar y Martos, la primera custodiando la entrada en Andalucía por Puertollano o río Jándula, la segunda como una flecha clavada en el interior de la Andalucía islámica. La alianza con el Baezano se demostraba muy fructífera, sobre todo cuando éste, en el año 1226, logró apoderarse de Córdoba y, reconociéndose fiel vasallo del Monarca castellano, le ofreció los castillos de Salvatierra, Borjalamel y Capilla. Pero la guarnición de Capilla no obedeció las órdenes del Baezano y no entregó la fortaleza a Fernando III, por lo que a principios del verano de 1227 éste se puso en campaña para someter el castillo rebelde; estaba sitiando Capilla cuando recibió la noticia de que los cordobeses habían asesinado al Baezano, por lo que, tras rendir Capilla, pasó a Andalucía a asegurar la posesión de Baeza, Andújar y Martos. Este año y el siguiente se aceleró la desintegración del imperio almohade en la Península, dividiéndose en varios principados o reinos taifas, lo que facilitaría la conquista de al-Andalus por Fernando III.
   En el año 1228 tampoco faltó la campaña anual de quebranto y castigo del enemigo musulmán dirigida, como todas las demás, personalmente por Fernando III; al llegar a Andújar, donde se encontraba como jefe militar de todas las fuerzas de la frontera Álvar Pérez de Castro, recibió del gobernador almohade de Sevilla la oferta de 300.000 maravedís de oro, a cambio de que respetara sus tierras por un año; habiendo aceptado la oferta, Fernando III pudo talar impunemente las tierras de Jaén, que obedecían a Ibn Hūd. Al año siguiente, 1229, de nuevo el gobernador de Sevilla compró otra tregua de un año por otros 300.000 maravedís; también Ibn Hūd, imitando al sevillano, pagó otra tregua con la entrega de tres fortalezas: Saviote, Garcíez y Jódar, que vinieron a aumentar la base castellana para futuras operaciones al sur del puerto Muradal. Desde esta base, en el año 1230, intentó Fernando III apoderarse de la ciudad de Jaén, a lo que puso cerco hacia el 24 de junio, pero ante la tenaz resistencia de la plaza, que aguantó más de tres meses de duro asedio, el Rey cristiano cejó en el empeño e inició el regreso hacia Castilla.
   En el camino de retorno, al pasar por Guadalerza (Toledo), le llegó un mensajero de doña Berenguela que le anunciaba la muerte de Alfonso IX en Villanueva de Sarria el 24 de septiembre de 1230. Ante Fernando III se abría la posibilidad de acceder también al Trono leonés. Su madre salió a recibirlo a Orgaz y juntos siguieron hasta Toledo, donde madre e hijo deliberaron sobre la línea de conducta que convenía seguir. Aunque tenía a su favor la varonía, ante las reticencias de su padre y el no reconocimiento por parte de éste de su derecho a sucederlo una vez que contra los deseos paternos había alcanzado el trono castellano, don Fernando se había procurado una bula del papa Honorio III, de 10 de julio de 1218, que le declaraba legítimo heredero del Trono leonés. A su vez Alfonso IX, ignorando los derechos de su hijo, venía, desde 1218, reconociendo en reiterados documentos y actos públicos, como sucesoras suyas, a las infantas doña Sancha y doña Dulce, hijas de su primera mujer, Teresa de Portugal. El conflicto estaba servido.
   Por Ávila, Medina del Campo y Tordesillas, Fernando III se dirigió hacia el reino de León en el que entró por San Cebrián de Mazote y Villalar (Valladolid), donde fue acogido como Rey; reclamado por la ciudad de Toro fue en esta ciudad y su castillo reconocido también como Rey, lo mismo hicieron Villalpando, Mayorga y Mansilla a su llegada. En esta última villa tuvo noticias de que los obispos de Oviedo, Astorga, León, Lugo, Salamanca, Mondoñedo, Ciudad Rodrigo y Coria con sus ciudades se habían declarado por él, mientras que León se hallaba dividido en banderías; tras una espera en Mansilla, también en León triunfaban sus partidarios. Fernando III hacía su entrada en la ciudad regia, donde fue proclamado Rey, probablemente el 7 de noviembre de 1230. De este modo volvían a reunirse bajo un único Monarca los dos reinos separados setenta y tres años atrás.
   Por esos días llegaban a León mensajeros de la reina doña Teresa que, con el apoyo de Zamora, había avanzado hasta Villalobos, dieciocho kilómetros al sureste de Benavente, trayendo proposiciones de paz. Doña Berenguela y doña Teresa, ésta con sus dos hijas, se reunieron en Valencia de Don Juan el 11 de diciembre de 1230. El acuerdo logrado por ambas Reinas consistió en la renuncia de las dos infantas a sus derechos a cambio de una pensión vitalicia de 30.000 maravedís anuales. Fernando de Castilla se convertía también en rey indiscutido de León. Tras el acuerdo de Valencia de Don Juan, dedicó lo que restaba de 1230, y los dos años siguientes a visitar la Extremadura leonesa, las tierras centrales de su reino en la Meseta y Galicia, para conocer a sus nuevos súbditos y ser conocido por ellos. 
   Esta ausencia del Rey, ocupado en los asuntos leoneses, no impidió que en el año 1231 dos ejércitos castellanos penetraran en territorio musulmán; el primero, movilizado y dirigido por el arzobispo de Toledo, atacó y conquistó Quesada; el segundo, a las órdenes de Álvar Pérez de Castro, llevando consigo al infante heredero, el futuro Alfonso X, entonces de nueve años de edad, llegó en sus incursiones hasta Vejer (Cádiz). Sorprendido junto a los muros de Jerez de la Frontera por un ejército islámico muy superior en número, en una serie de ataques suicidas logró dispersarlo y aniquilarlo causando una mortandad tremenda y obteniendo un botín cuantioso. Ésta fue la última batalla campal reñida con el islam durante el reinado de Fernando III; a partir de entonces sólo se tratará de asedios de ciudades y escaramuzas durante los mismos, sin que los musulmanes osaran presentar en todo el resto del reinado fernandino una batalla en campo abierto.
   La derrota de Jerez precipitó todavía más la descomposición y desunión en el territorio musulmán; en el año 1232 se proclamó independiente el gobernador de Arjona (Jaén) MuÊammad b. Naşr al-AÊmar (MuÊammad I), fundador de la dinastía nazarí que perduró en Granada durante más de doscientos cincuenta años. En ese mismo período en el sector leonés, los freires de Santiago y la hueste del obispo de Plasencia conquistaron Trujillo.
   Unidas ya las fuerzas de Castilla y de León, en el año 1233 el rey Fernando reanudó las operaciones militares con la conquista de Úbeda, que se rindió en el mes de julio; al mismo tiempo el rey Jaime I iniciaba sus profundas incursiones en el Reino de Valencia.
   En 1234, el rey Fernando estuvo ausente de la primera línea, porque tuvo que ocuparse de las graves discordias surgidas entre la Monarquía y algunos nobles, como Lope Díaz de Haro y Álvar Pérez de Castro; esto no impidió que los caballeros de la órdenes militares conquistaran en ese verano Medellín, Santa Cruz y Alange y que toda la comarca de Hornachos se entregara a los caballeros de la Orden de Santiago.
   En 1235, resueltas las discordias nobiliarias, pudo Fernando III continuar sus campañas por Andalucía con la conquista de Iznatoraf y Santisteban; pero en ese mismo año tuvo que sufrir la pérdida de su esposa doña Beatriz, muerta en Toro el 5 de noviembre de 1235, después de dieciséis años de matrimonio bendecido con diez hijos, de los que sobrevivían ocho. Al año siguiente, 1236, se inician las grandes conquistas de Fernando III en la cuenca del Guadalquivir con las fuerzas unidas de Castilla y de León, a las que sólo pondrá fin en el año 1248 la toma de Sevilla.
   En un audaz golpe de mano, un grupo de soldados de la frontera se apoderaba en la noche del 24 de diciembre de 1235 de algunas torres y de una puerta de la muralla cordobesa, que abrieron a un destacamento cristiano que se apoderó del barrio conocido como La Ajarquía y se hizo fuerte en él. Tan pronto como le llegó la noticia de lo sucedido, Fernando III marchó lo más aprisa que pudo hacia Córdoba, al mismo tiempo que ordenaba la movilización de los concejos castellanos y leoneses más próximos; los socorros llegaron puntuales para mantener y reforzar las posiciones ya obtenidas e iniciar el asedio de la ciudad, que tuvo que rendirse el 29 de junio de 1236. En los años siguientes toda la campiña cordobesa fue entregándose a Fernando III mediante capitulaciones que permitían por primera vez la continuidad de los musulmanes en sus hogares; no así en la sierra cordobesa, que tuvo que ser conquistada militarmente, y en la que no se toleró la presencia islámica.
   Al mismo tiempo los concejos de Cuenca, Moya y Alarcón aprovechaban el derrumbamiento del reino islámico de Valencia, que se entregaba a Jaime I, para ganar para su Rey y para Castilla las villas de Utiel y Requena. En el sector de Extremadura continuaron los avances de las órdenes militares: la de Santiago ganaba y repoblaba Almendralejo y Fuentes del Maestre, mientras los caballeros de Alcántara, desde Magacela, ocupaban Benquerencia y Zalamea; en el sector de Murcia los mismos santiaguistas se instalaban en el campo de Montiel y en la sierra de Segura.
   En marzo del 1243, Fernando III, enfermo en Burgos, confiaba el mando del ejército, que como otros años se disponía a partir de Toledo hacia Andalucía, a su hijo Alfonso; todavía en Toledo el infante, llegaron mensajeros del Rey de Murcia que ofrecía un pacto de vasallaje por el que sometía su reino al Monarca de Castilla y León. El futuro Alfonso X, sin vacilar un instante, aceptó la oferta y, modificando el destino de la expedición, marchó hacia las tierras de Murcia; en Alcaraz, a principios de abril, se suscribió el pacto por el que el rey de Murcia con los arráeces de Alicante, Elche, Orihuela, Alhama, Aledo, Ricote, Cieza y Crevillente se sometían a la soberanía y autoridad del rey cristiano permaneciendo ellos en sus hogares, practicando su religión y trabajando sus heredades. En cumplimiento del pacto, el ejército de don Alfonso fue ocupando pacíficamente las villas y castillos del reino; Lorca, Cartagena y Mula que se negaron a entrar en el convenio, tuvieron que ser sometidas por la fuerza. La pacificación del Reino de Murcia ocupó también los años 1244 y 1245; y al rozar con las fuerzas de Jaime I, que estaban completando la ocupación de Valencia hubo precisión de fijar la frontera entre Castilla y Valencia, lo que se hizo el 26 de marzo de 1244 por el tratado de Almizra.
   En 1244 Fernando III duplicaba el esfuerzo de sus fuerzas bélicas; mientras una hueste operaba en tierras murcianas, otra penetraba en el reino granadino, conquistaba Arjona, Menjíbar y Pegalajar y asolaba su territorio; estas razias pretendían debilitar al reino musulmán de Granada para asestar el gran golpe contra Jaén al año siguiente. En efecto, los campos de Jaén y de las ciudades de su contorno fueron arrasados a partir de julio de 1245, para formalizar el asedio de la urbe jienense a finales de septiembre de 1245. Era el tercer sitio que sufría la ciudad. Los anteriores, de 1225 y 1230, habían fracasado; pero éste, llegado enero de 1246, proseguía con todo ahínco, por lo que el rey de Granada MuÊammad b. Naşr al-AÊmar consideró perdida la ciudad de Jaén y, deseando salvar una parte de su reino, se presentó directamente ante el rey Fernando y, entregándose a su merced, le besó la mano declarándose su vasallo para que dispusiese de él y de su tierra, cediéndole además al instante la ciudad de Jaén.
   El pacto de vasallaje obligaba no sólo a MuÊammad b. Naşr y a Fernando III, se extendía también a sus sucesores en Granada y Castilla; el Rey musulmán serviría fielmente a Fernando III en tiempo de paz, acudiendo cada año a su Corte, y en tiempo de guerra engrosaría su hueste contra cualquier enemigo del Rey castellano-leonés. El de Granada conservaría en pleno señorío todo su reino, excepto la ciudad de Jaén, bajo la protección del Monarca cristiano, al que debía abonar cada año la suma de 150.000 maravedís. La ciudad de Jaén sería entregada en el acto a Fernando III y sus habitantes debían abandonarla perdiendo casas y heredades. Establecidas estas capitulaciones, el monarca cristiano hizo su solemne entrada en Jaén comenzado ya el mes de marzo de 1246. Pocos meses después, el 8 de noviembre, sufrió don Fernando la pérdida de su madre, la reina doña Berenguela, que durante todo su reinado había sido su más íntima consejera e inspiradora, y en cuyas manos dejaba el gobierno del reino durante las largas temporadas que él pasaba en Andalucía, consagrado a las operaciones militares.
   Desde el año 1224, Fernando III venía acrecentando las fronteras de su reino, pero le faltaba todavía la joya de al-Andalus: la ciudad de Sevilla. Después de la conquista de Jaén en el mes de marzo no demoró mucho el dirigir sus armas contra la capital de al-Andalus, y ya en el mes de octubre de 1246 aparecía con una reducida hueste de trescientos caballeros e iniciaba la tala de los campos de Carmona; allí se presentó sin tardanza, como fiel vasallo, el Rey de Granada con quinientos caballeros. Desde Carmona, ambos Reyes se dirigieron contra Alcalá de Guadaira, que se entregó a Fernando III, actuando de intermediario el Rey de Granada.
   Con el invierno no interrumpió don Fernando las hostilidades contra Sevilla, pero comprendió que un verdadero asedio de la ciudad no era posible sin contar con una flota que bloquease también las comunicaciones por el río; en consecuencia, hizo acudir a Jaén, adonde se había retirado, al burgalés Ramón Bonifaz, al que ordenó preparar en el Cantábrico la flota mayor y mejor pertrechada que pudiese, de naves y galeras. Del mismo modo ordenó una movilización de las mesnadas nobiliarias y de las milicias concejiles para el siguiente verano de 1247.
   Mientras llegaba la flota, puso Fernando III sitió a Carmona, que optó por capitular ante el Rey cristiano y lo mismo hicieron Reina y Constantina. Lora del Río se rindió sin resistencia, Cantillana fue tomada por asalto, mientras Guillena se entregaba sin hacer frente; también sucumbían Gerena y Alcalá del Río. Antes de que llegara la flota ya dominaba Fernando III todo el norte y el este de Sevilla. Por fin, en la primera quincena de julio de 1247, aparecía por el Guadalquivir la esperada flota de Ramón Bonifaz, integrada por trece galeras.
   Con la llegada de las naves a Sevilla se inició una dura guerra de desgaste, de hostigamiento y destrucción de cosechas, de ataques a cualquier avituallamiento y asaltos a los arrabales, guerra que se iba a prolongar durante todo el invierno y que se trocó en un duro y ceñido asedio al fin de marzo del 1248, cuando apareció ante la ciudad el heredero de la Corona, el infante don Alfonso, con grandes contingentes de castellanos, leoneses y gallegos. Sevilla ya no tenía reservas, Castilla y León podían movilizar más y más hombres y armas. El dogal que apretaba a Sevilla era cada día más recio: en el mes de mayo ya no quedaba otra vía a los musulmanes, para recibir auxilio, que el puente de Triana. Contra este puente y las gruesas cadenas de hierro que enlazaban las barcas que lo formaban, lanzó el 3 de mayo de 1248 Ramón Bonifaz sus dos naves más pesadas; el puente cedió y Sevilla quedó aislada de Triana, cuyo castillo se rindió seguidamente. La pérdida de Triana hizo que los sitiados ofrecieran capitular, conservando la mitad de la ciudad, lo que fue rechazado; otra segunda propuesta, ahora ya de dos tercios de la ciudad, fue asimismo declinada por la firme decisión de Fernando III de tener para sí Sevilla entera libre de musulmanes. Éstos finalmente tuvieron que capitular el 23 de noviembre de 1248, entregando la ciudad entera y disponiendo de un mes para partir hacia África o hacia el Reino de Granada.
   El 22 de diciembre de 1248 hacía Fernando III su solemne entrada en Sevilla. En los meses siguientes se fueron entregando y sometiendo al castellano-leonés, mediante pactos y capitulaciones, todas las ciudades de la ribera meridional del Guadalquivir. Con la conquista de Sevilla se puede decir que la Reconquista había finalizado, pues en ese momento ya sólo quedaba a los musulmanes el Reino de Granada, como vasallo del Monarca cristiano.
   En Sevilla se asentó Fernando III los tres años y medio últimos de su vida; sólo se ausentó para un corto viaje a Jaén, de dos meses de duración, pasando por Córdoba, en febrero y marzo de 1251. En Sevilla le alcanzó la muerte el 30 de mayo de 1252, cuando estaba abrigando proyectos de continuar sus conquistas por el norte de África; a sus exequias y sepultura en la antigua mezquita, convertida en catedral, asistió el Rey de Granada.
   A partir de 1224 y hasta el fin de sus días, Fernando III concentró todos sus esfuerzos en engrandecer las fronteras de su reino y en ultimar la recuperación de todo el territorio peninsular. Había recibido de su madre un reino, el de Castilla, de unos 150.000 km2; heredó de su padre otro reino, el de León, con otros 100.000 km2; había conquistado el territorio de un tercer reino de unos 100.000 km2 más ricos y feraces. No sólo se había ocupado de conquistas, tuvo también que entregarse a la repoblación cristiana de ese tercer reino que había ganado, efectuando llamamientos a castellanos, leoneses y gallegos para que acudieran a poblar las ciudades y los campos de Andalucía, ofreciendo y realizando entre ellos los repartimientos de casas y heredades.
   Con su primera esposa, Beatriz de Suabia, Reina de 1219 a 1235, tuvo diez hijos, siete de ellos varones: Alfonso, Fadrique, Fernando, Enrique, Felipe, Sancho y Manuel, y tres hembras, dos de éstas muertas en edad infantil; la tercera, Berenguela, ingresó en Las Huelgas Reales de Burgos, donde fue designada como “señora de la casa”. Contrajo Fernando segundas nupcias en noviembre de 1237 con Juana de Ponthieu, con la que tuvo otros cinco hijos: Fernando, Leonor, Luis, Simón y Juan, pero los dos últimos murieron en su tierna infancia.
   La profunda religiosidad de don Fernando a lo largo de toda su vida, no desmentida en ningún momento, así como la memoria de su vida limpia, fueron creando en torno a su persona una fama de virtudes y santidad. El proceso de beatificación se puso en marcha en 1628, duró veintisiete años, y el 29 de mayo de 1655 fue aprobado el culto como beato, limitado a Sevilla y a la capilla de los Reyes. El 7 de febrero de 1671, el papa Clemente X extendía su culto a todos los dominios de los reyes de España y finalmente, el mismo Pontífice, lo canonizaba el 6 de septiembre de 1672 (Gonzalo Martínez Díez, SI, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Juan Laureano de Pina, autor de la obra reseñada;
     Juan Laureano de Pina, (Jerez de la Frontera, Cádiz, junio de 1642 – Sevilla, 11 de abril de 1723). Platero.
     Los primeros años de este longevo artífice trascurrieron en su ciudad natal, donde se formó e hizo sus primeros trabajos. En 1664 comenzó su fructífera carrera. En 1669 estaba concluyendo la urna que la cofradía del Calvario le encargó para la imagen de Cristo yacente, aunque no se estrenaría hasta el Viernes Santo de 1694. En 1674 concluyó el ostensorio de la parroquia de San Miguel que, frente a la obra anterior, marcaba un quiebro significativo en su trayectoria hacia las formas del barroco pleno. En Sevilla se encontró, al menos desde 1676, haciendo oficial su ingreso en el gremio, con el examen de maestro. Lo hizo a una edad muy avanzada, sin duda por la necesidad de cumplir con los requerimientos del oficio, que obligaba a superar la prueba para poder abrir tienda. En apenas unos meses estaba a disposición del Cabildo catedralicio, ocupándose de su platería. Inició entonces una trayectoria larga y jalonada por numerosas obras de singular importancia. Empezó por renovar el sagrario del altar mayor, en torno a 1687, construir un tabernáculo para la efigie de Santa Rosalía que había traído de Palermo el arzobispo Palafox (1688), y continuó con otros encargos del propio prelado. De especial relevancia es el altar eucarístico de las festividades litúrgicas, que con la intervención de Pina cobrará una nueva dimensión monumental, próxima a la que hoy tiene. De 1689 es la corona grande y de 1695 los rayos, legados por el propio prelado.
     Enviudaba en 1697 y volvió a contraer matrimonio en 1711 con Francisca Guerrero de Alcántara, tía de uno de los plateros más influyentes de la ciudad. Además, emparentó con el matrimonio de sus hijas con otros maestros de la ciudad, constituyendo así un verdadero clan que le permitió capitalizar los principales encargos de platería de mazonería hasta el primer cuarto del siglo. De esta época hay que señalar, al margen de la obra en la catedral, dos de las más importantes custodias realizadas en el barroco sevillano, la de la Magdalena y la que posee la sacramental de Santa María de la Mesa, en Utrera. La primera fue diseñada probablemente por Cristóbal Sánchez de la Rosa y realizada por Pina. La otra es fruto de un proceso más largo que rebajó el carácter unitario de la pieza, que hubo de tener de acuerdo con el diseño de Juan Laureano, el mismo que por las mismas fechas había utilizado para hacer el Sagrario de la parroquial de Morón de la Frontera. Obras que tienen en común detalles estructurales tan significativos como las columnas salomónicas.
     A medida que su popularidad se extendía por el reino sevillano, aumentó la participación de su taller. Por las poblaciones sevillanas se repartían otras obras, como una cruz para el Arahal, documentada, pero no identificada (1689), el copón de la parroquia de Alcalá del Río (1689), la cruz parroquial de Guillena (1707) o la cruz procesional de San Miguel de Morón. Ello sin olvidar un conjunto de piezas que trascienden estas fronteras: las obras de Tierra Santa, realizadas en la última década del siglo XVII. Está compuesto por un tabernáculo, un portapaz y un cuadro de la Sagrada Familia, todos ellos regalados por el propio artífice entre 1691 y 1699. Las últimas piezas llevan incisas sendas dedicatorias, la del portapaz dice así: “Ioannes Laureanus hispalensis, provintiae vaeticae in regon hispaniae offert hanc portam pacem sanctuario ubi natus est, beatus Ioannes Baptista. Anno Domini 1699”.
     Como colofón a su carrera hay que colocar dos piezas singulares hechas para la catedral sevillana, la lámpara que cuelga en el presbiterio del Sagrario, encargada por el arzobispo Arias, como complemento lumínico a la obra del altar (hecho en 1711 y entregado al año siguiente) y la urna de San Fernando. La urna, relicario de San Fernando, fue trabajo prolijo y que comienza prácticamente desde que el santo rey subió a los altares (1671) hasta 1719 (Fernando Quiles García, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
     Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la Urna de San Fernando, de Juan Laureano de Pina, en la Capilla Real de la Catedral de Santa María de la Sede, Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

Más sobre la Catedral de Santa María de la Sede, en ExplicArte Sevilla.

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