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domingo, 10 de agosto de 2025

La pintura "Martirio de San Lorenzo", de Valdés Leal, en el ático del Retablo de Santiago, de la Capilla de Santiago, en la Catedral de Santa María de la Sede

      Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Martirio de San Lorenzo", de Valdés Leal, en el ático del Retablo de Santiago, de la Capilla de Santiago, en la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.
     Hoy, 10 de agosto, Fiesta de San Lorenzo, diácono y mártir, que fervientemente deseoso, como cuenta San León Magno, de compartir la suerte del papa Sixto II en su martirio, al recibir del tirano la orden de entregar los tesoros de la Iglesia, él, festivamente, le presentó a los pobres en cuyo sustento y abrigo había gastado abundante dinero. Tres días más tarde, por la fe de Cristo venció el suplicio del fuego, y el instrumento de su martirio se convirtió en distintivo de su triunfo. Su cuerpo fue enterrado en Roma, en el cementerio de Campo Verano, conocido desde entonces por su nombre (258) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
     Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "Martirio de San Lorenzo", de Valdés Leal, en el ático del Retablo de Santiago, de la Capilla de Santiago, en la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla
       La Catedral de Santa María de la Sede  [nº 1 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 1 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la avenida de la Constitución, 13; con portadas secundarias a las calles Fray Ceferino González, plaza del Triunfo, plaza Virgen de los Reyes, y calle Alemanes (aunque la visita cultural se efectúa por la Puerta de San Cristóbal, o del Príncipe, en la calle Fray Ceferino González, s/n, siendo la salida por la Puerta del Perdón, en la calle Alemanes); en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.  
     En la Catedral de Santa María de la Sede, podemos contemplar la Capilla de Santiago [nº 061 en el plano oficial de la Catedral de Santa María de la Sede]; Ha tenido la misma advocación desde 1477, o la variante de "Santiago Matamoros", aunque alojó a las santas Justa y Rufina y al "Jesús de la Columna con la Virgen y San Pedro llorando", grupo que también rodó mucho antes de desaparecer en el siglo XIX y que había dotado el canónigo Luis de Soria en 1512; hoy muestra el relieve de la "Virgen del Cojín", una Piedad y un san Lorenzo en el ático del retablo; también fue su patrono Gonzalo Sánchez de Córdoba. En ella se enterraron los arzobispo don Alonso de Toledo y don Gonzalo de Mena, en la catedral mudéjar, y también don Femando Tello (concretamente ante el altar de santa Bárbara), por lo que también se la denominó "de los Arzobispos", como su simétrica en el costa­do meridional (Alfonso Jiménez Martín, Cartografía de la Montaña hueca; Notas sobre los planos históricos de la catedral de Sevilla. Sevilla, 1997).
     En el Muro del Evangelio se sitúa la Capilla de Santiago, realizada por Jean Norman entre 1436 y 1453, con un retablo marco de Bernardo Simón de Pineda que rodea la representación de Santiago en la Batalla de Clavijo, pintado por Roelas en 1605. En su ático aparece el Martirio de San Lorenzo, obra de Valdés Leal (1663). En el interior se encuentra el sepulcro de alabastro del arzobispo Gonzalo de Mena (1401). En el muro la Virgen del Cojín del taller de Andrea della Robbia.
     Otro de los grandes maestros de la escuela sevillana de la segunda mitad del siglo XVII fue Juan de Valdés Leal, nacido en Sevilla en 1625. Realizó su aprendiza­je en Córdoba, pero desde 1656 residió en Sevilla, donde en años sucesivos y hasta la fecha de su muerte, acaecida en 1690, realizó una intensa producción. Poseyó siempre Valdés Leal una técnica decidida y suelta, que confiere a sus obras una acusada personalidad, merced sobre todo a la intensa expresividad que otorga a sus personajes.
     En la capilla de Santiago y sobre el monumental lienzo de Santiago en la batalla de Clavijo que en 1609 realizara Roelas, se encuentra el Martirio de San Lorenzo. Su composi­ción está presidida por la figura del santo, que aparece en primer plano con los brazos abiertos y en actitud expectante del martirio. Al fondo de la escena y en las figuras de pequeño tamaño se representa el martirio del santo en la parrilla. Es ésta una pintura que puede fecharse hacia 1663, teniendo en cuenta que en este año se hicieron las molduras que enmarcan el lienzo principal del retablo (Enrique Valdivieso, La Pintura en la Catedral de Sevilla siglos XVII al XX, en La Catedral de Sevilla. Ed. Guadalquivir, 1991).
      En esta obra se representa, realizada en 1663 por Juan de Valdés Leal, con unas medidas de 2'03 x 1'65 m., una alusión al martirio que supuestamente sufrió el santo español, y del que no se conocen noticias testimoniales. Forma por tanto parte de la leyenda el hecho de que su muerte fuera acaecida  a raíz de ser quemado vivo sobre una parrilla, escena perfectamente detallada en el ángulo inferior derecho, creando fondo a la composición. En ella se describe el momento exacto de su suplicio, cuando obligado por un sacerdote pagano a adorar un ídolo el santo lo rehúsa enérgicamente y es entonces cuando unos verdugos lo empujan sobre los hierros, mientras otros avivan el fuego.
     En primer término y  en un primer plano aparece el santo recogido de cuerpo entero, arrodillado y vestido con una magnífica dalmática roja de diácono, (lo fue en Roma del Papa Sixto II) recubierta de primorosos bordados en oro, siendo su actitud de total aceptación de los designios divinos, mostrándose con los brazos abiertos en ofrenda para el sacrificio. En ese momento tres ángeles amorcillos bajan del cielo de tal forma que uno de ellos en un magnífico escorzo le impone una corona de laurel, mientras otro le entrega la palma, símbolo del martirio y por fin el último sostiene una gruesa parrilla de hierro, que esta ocasión se ha querido mostrar en vertical para su mejor visualización desde el suelo.
     Se trata de una obra realizada ex profeso para rematar el retablo encargado para albergar la gran obra de Roelas, de forma que la iconografía pudo ser elegida por algún canónigo y de ahí además la distorsión que se aprecia en perspectiva y la factura de los trazos que presenta su ejecución, con pinceladas sueltas y restregadas (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Lorenzo, diácono y mártir
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LEYENDA
   Diácono nacido en Aragón, cerca de Huesca, y martirizado en Roma en 258.
   Según sus Hechos legendarios, por humildad lavaba los pies de los cristianos, habría curado a una viuda, Ciríaca, del dolor de cabeza y dado la vista a un ciego mediante el bautismo.
   Tres días después del martirio del papa Sixto II, quien lo había ordenado diácono y le había confiado el tesoro de la Iglesia, fue detenido y conminado a entregar dicho tesoro. Pero no quedaba nada de éste, ya que Lorenzo lo había distribuido entre los pobres, tal como hiciera santo Tomás con el dinero a construir el palacio del rey de las Indias; y por la virtud de su caridad, lo trasmutó en tesoro celestial.
   Furioso por haber sido frustrado en su codicia, el emperador Decio ordenó que se lo flagelase con varas, se le quemaran las costillas con un hierro candentes y que, por último, se lo extendiera desnudo sobre una parrilla dispuesta sobre un manto de brasas.
   Asado a medias, el mártir aún desafió a Decio. Mientras su carne chirriaba tuvo el valor de mofarse: «¡Muy bien, ya me has asado de un lado; dame la vuelta y así podrás comerme cocido a punto!» (Assasti unam partem, gira et aliam et manduca).
   Este suplicio, que recuerda las comidas de los antropófagos, está desprovisto de toda verosimilitud. Era extraño a la tradición romana asar a los condenados a las brasas, sobre una  parrilla. Como el mismo suplicio se atribuye a otro aragonés, san Vicente de Zaragoza, puede conjeturarse que se trata de una invención española, quizá copiada de Oriente, puesto  que  esta leyenda vuelve a encontrarse en la Pasión de los mártires frigios. También se ha supuesto que  podía tratarse de un error de lectura: la expresión passus est habría sido transformada por un copista que omitió la letra inicial en assus est.
CULTO
   Aunque san Lorenzo no tuvo la gloria de ser protomártir, como el diácono Esteban, en cambio se lo consideraba como el más meritorio de los mártires portadores de palma a causa de la crueldad del suplicio que sobrellevó. Sus reliquias eran muy buscadas. Calvino señala irónicamente entre los tesoros de la Iglesia católica la parrilla sobre la cual fue extendido, lonjas de carne asada y frascos llenos de su grasa fundida.
Lugares de culto
   Los dos principales centro del culto del santo estaban en España, su país natal y en Italia, donde murió, o más bien, de acuerdo con la tradición cristiana, donde nació a la vida eterna.
España
   En Aragón, su patria natal, comparte popularidad con san Vicente, sobre todo en Huesca.
   Pero en el siglo XVI este culto local se extendió a toda España. Como la victoria española de San Quintín había coincidido con el día de su fiesta, el rey Felipe II lo convirtió en un santo nacional y le ofrendó como exvoto el monasterio de El Escorial cuya planta tiene dibujo de parrilla.
Italia
   Roma no demoró mucho en honrar al santo diácono cuyas reliquias conservaba. La iglesia de San Lorenzo in Lucina se jactaba sobre todo de poseer la parrilla de san Lorenzo y dos ampollas llenas con su sangre y con la grasa fundida del beatífico mártir (cum sanguine et adipe beatissimi martyris).
   En Roma no había menos de cinco iglesias dedicadas al diácono español la basílica constantiniana de San Lorenzo extramuros, la iglesia de San Lorenzo in Damaso, rodeada de galerías porticadas  que servían como bibliotecas; San Lorenzo in Panisperna, edificada sobre el lugar donde el santo fue asado (ubi assatus est) y llamada así a causa del pan (panis) y del jamón (perna) que se distribuía entre los pobres; San Lorenzo in Lucina, cuyo nombre procede sin duda de una matrona cristiana, y finalmente San Lorenzo in Miranda, que es un templo pagano convertido en iglesia.
   En Florencia, san Lorenzo se hizo popular sobre todo como patrón de Lorenzo de Médicis. La iglesia de San Lorenzo, muy próxima al palacio de los Médicis (palazzo Riccardi), era la parroquia de la ilustre familia de farmacéuticos y banqueros que hizo edificar allí una grandiosa capilla funeraria con forma de rotonda, para guardar las tumbas esculpidas por Miguel Ángel. Junto a la iglesia, que conserva en un relicario la cabeza momificada del mártir, se encuentra la Biblioteca Laurenciana.
   Las catedrales de Génova, Viterbo y Ancona y la iglesia de San Lorenzo Maggiore, en Milán, están puestas bajo su advocación.
Alemania
   El culto de San Lorenzo se difundió en Alemania  a partir del siglo X, después de la victoria de Lechfeld (955), obtenida el día de la fiesta del santo, y en la cual el emperador Otón I se impuso a los húngaros. Uno de los ábsides de la catedral de Worms está dedicado a san Lorenzo. En Nuremberg una de las dos mayores iglesias está puesta bajo su advocación.
Holanda
   Alkmaar
Francia
   En Francia, el número de iglesias puesto bajo la advocación de san Lorenzo es muy restringido. La más notable de todas ellas es la de Saint Laurent de Grenoble, que posee una cripta merovingia.
Patronazgos
   Según una curiosa leyenda, san Lorenzo descendía todos los viernes desde el Paraíso al Purgatorio, donde ejercía el privilegio de rescatar un alma.
   San Lorenzo era el patrón de los pobres entre quienes distribuyera los tesoros de la Iglesia. Además, fue adoptado como patrón por numerosas corporaciones y oficios.
   Sus funciones de diácono le valieron el homenaje de los bibliotecarios, bibliófilos y libreros, porque los diáconos estaban encargados de la guarda de los libros sagrados. Pero sobre todo fue el suplicio en la parrilla lo que le aseguró la mayor popularidad. Se lo invocaba contra el fuego, y se lo consideraba protector de todos los oficios expuestos a las quemaduras: bomberos, carboneros, panaderos, cocineros, asadores, vidrieros, planchadoras. Por la misma razón se lo invocaba contra el lumbago y contra la erupción llamada parrilla de san Lorenzo que se manifestaba por un ardor quemante en la cintura.
   El día de su fiesta (10 de agosto) había que abstenerse de encender fuego en las casas.
   En Sicilia, a manera de medicina de empleo tópico contra las quemaduras, se aplicaba sobre éstas una una imagen del santo. Y como la fecha de su fiesta coincidía con el período de la lluvia de estrellas se llamó a las estrellas fugaces (stelle cadenti) lágrimas de san Lorenzo (lagrime di san Lorenzo).
ICONOGRAFÍA
   San Lorenzo, joven y con la cabeza descubierta, viste una dalmática de diácono sobre la cual, a veces, hay llamas bordadas.
   Biblióforo y stauróforo, lleva el Libro de los Evangelios y una cruz procesional, porque portar la cruz y guardar los Evangelios era responsabilidad de los diáconos. Una bolsa o un cáliz lleno de monedas de oro aluden a los tesoros de la Iglesia  que el papa le confiara y que él distribuyó entre los pobres.
   Pero su atributo más característico es una parrilla, instrumento de su martirio, que él sostiene por el asa. Excepcionalmente (retablo de Hans Süss  Kulmbach), lleva la parrilla sobre el hombro. A veces se yergue sobre la parrilla que le sirve de pedestal. Finalmente, tiene una pequeña parrilla suspendida del cuello e incluso bordada en la dalmática.
   Suele formar pareja con los santos diáconos: Esteban, Vicente y Ciríaco (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de San Lorenzo, diácono y mártir;
     San Lorenzo (? p. m. s. III – Roma, Italia, 10 de agosto de 258). Diácono, mártir, santo.
     Lo único que puede afirmarse con seguridad del más famoso mártir de la Iglesia de Roma es que era diácono del papa Sixto II y que sufrió el martirio en la Ciudad Eterna durante la persecución de Valeriano. A fines del siglo v se redactó la primera versión de la Passio Polycronii, donde se cuenta su muerte, escrito que poco a poco se fue enriqueciendo con todos los detalles que hoy se conocen sobre la figura de este mártir, pero que no tienen garantía alguna de historicidad.
     Según la tradición, Lorenzo nació en Huesca en el seno de una pudiente familia que lo envió a estudiar a Zaragoza. De aquí pasó a Roma, donde llegó a ser archidiácono de la ciudad. Al comenzar la persecución de Valeriano, Lorenzo, como administrador de los bienes de la Iglesia, los vendió todos y distribuyó el producto a los pobres. Cuando el emperador Valeriano le exigió la entrega de los haberes a él confiados, Lorenzo se presentó ante él con cuantos pobres y enfermos pudo, diciéndole que aquellos eran los tesoros de la Iglesia. Irritado, el Emperador mandó torturarlo cruelmente y finalmente darle muerte asándolo sobre una parrilla.
     El culto a san Lorenzo se extendió rápidamente por toda la cristiandad; en España el poeta Prudencio le dedicó el himno segundo del Peristephanon (compuesto entre los años 398-405), lo que le valió una gran popularidad (Miguel C. Vivancos Gómez, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Juan de Valdés Leal, autor de la obra reseñada;  
      Juan de Valdés Leal (Sevilla, 4 de mayo de 1622 [bautismo] – 9 de octubre de 1690), pintor.
   Quien, después de Murillo, es con seguridad la segunda personalidad más importante dentro del ámbito de la pintura barroca sevillana, fue bautizado en Sevilla el 4 de mayo de 1622, hijo de Fernando de Nisa, noble portugués, y de Antonia de Valdés Leal, sevillana.
   Se ignora con quién pudo realizar su aprendizaje, que hubo de llevarse a cabo aproximadamente entre 1637 y 1642. Una vez concluida su formación marchó, a Córdoba, donde inició su carrera artística y donde en 1647 contrajo matrimonio. Allí permaneció hasta 1656, fecha en la que regresó definitivamente a su ciudad natal, y allí, pocos años después, en 1660, aparece citado entre los artistas que fundaron la academia de pintores de Sevilla, en la que llegó a ser primero diputado, y finalmente presidente. 
    Referencias fidedignas indican que, en 1664, Valdés Leal viajó a Madrid, donde permaneció cerca de medio año, y donde hubo de mantener contacto con otros pintores y pudo visitar seguramente las colecciones reales, circunstancias que hubieron de repercutir favorablemente en la mejora de sus principios artísticos. Regresado a Sevilla, prosiguió su trayectoria artística, que se desarrolló siempre en un plano secundario, detrás de Murillo, con quien ingresó en 1667 como hermano de la Santa Caridad de Sevilla, institución para la que trabajó largamente hasta los momentos finales de su vida. En 1672, se sabe que realizó un viaje a Córdoba, posiblemente vinculado a encargos pictóricos.
   A partir de 1680, la salud de Valdés Leal se debilitó notablemente pero, pese a ello, como quiera que su situación económica nunca había sido boyante, hubo de ocuparse de trabajos que suponían grandes esfuerzos físicos, como la realización de decoraciones murales en el interior de recintos religiosos, subido a altos andamios. A partir de 1689, su hijo Lucas fue sustituyéndole paulatinamente en este tipo de trabajos, y finalmente, después de un ataque de apoplejía, en octubre de 1690, tuvo lugar su fallecimiento. Había redactado su testamento el 9 de octubre y el 15 siguiente fue enterrado en la iglesia de San Andrés (Sevilla).
   La historiografía del arte ha sido totalmente injusta con Valdés Leal, y al mismo tiempo ha desfigurado su personalidad, caracterizándole como una persona iracunda y orgullosa, quizás como contrapunto al carácter de Murillo, al que se presenta como hombre bueno y humilde. Sin embargo, Palomino, que le conoció personalmente dijo que “fue hombre de mediana estatura, grueso, pero bien hecho, redondo de semblante, ojos vivos y color trigueño claro [...] fue espléndido y generoso en socorrer con documentos a cualquiera que solicitaba su corrección [...] al paso que era altivo y sacudido con los presuntuosos y desvanecidos”.
    Pese a estas precisas palabras, que son las únicas contemporáneas referidas a Valdés Leal, en torno a él se ha forjado una leyenda que le define como un necrófilo, obsesionado por la muerte y por todo lo repugnante y desagradable. Estas falsas apreciaciones se deben sin duda a que se le considera como el responsable de la ideología que emana de las pinturas de Las Postrimerías de la iglesia del Hospital de la Santa Caridad, que, sin embargo, son fruto de las intenciones y del pensamiento de Miguel de Mañara, hermano mayor de dicha institución en el momento en que se ejecutaron dichas obras. Pero ello no ha librado a Valdés Leal de ser llamado “el pintor de los muertos”, y a él se han atribuido sistemáticamente de forma errónea todo tipo de pinturas con tema mortuorio realizadas en la pintura barroca española. Ciertamente no fue la muerte la obsesión que agobió a Valdés Leal, sino al contrario las circunstancias de su vida, presidida siempre por los continuos problemas económicos que le acuciaban. 
    No se conoce quién fue el maestro de Valdés Leal, y por lo tanto, no puede precisarse el espíritu artístico que presidió su formación. De todas formas, con quien más puntos de contacto tiene su pintura, al menos en sus inicios, es con Francisco de Herrera el Viejo, quien pudo ser su preceptor. También puede señalarse que, residiendo en Córdoba en torno a 1650, su pintura adquiriese referencias estilísticas procedentes de Antonio del Castillo.
   Progresivamente y con el paso del tiempo, el dibujo de Valdés Leal, firme y preciso, y su colorido terroso y compacto se fueron aligerando, sobre todo después de su estancia en Madrid en 1664, donde recibió influencias procedentes de la pintura veneciana y flamenca, y también de la madrileña. De esta última se constata cómo referencias pertenecientes a Ricci, Coello, y también a Herrera el Joven, incidieron en la progresiva adquisición de soltura y agilidad en su técnica.
   La pintura de Valdés Leal posee desde su época de madurez un marcado sentido de ímpetu y de fogosidad que le convierten en uno de los más aparatosos pintores de su época. Su arrebato creativo alcanza a veces a captar matices expresionistas en los gestos de sus personajes, tensos y crispados, con semblantes hoscos y anhelantes, que en ocasiones inciden de forma voluntaria en la estética de lo feo.
   La producción de Valdés Leal se inicia en Córdoba en torno a 1647, reflejándose en estos momentos una cierta rudeza en las actitudes físicas de sus personajes y una notoria solemnidad moral. Su primera obra fechada aparece en dicho año y es el San Andrés que pertenece a la iglesia de San Francisco de dicha ciudad.
   De estos años es también El arrepentimiento de San Pedro en cuya plasmación reflejó un profundo sentimiento, dramático y doliente; con este tema se conocen tres versiones casi exactas, una en la iglesia de San Pedro de Córdoba y las otras dos en Madrid, en colección particular y en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En estas obras, aparte del influjo de Herrera el Viejo, se advierten también recursos técnicos derivados de José de Ribera.
   Muy importante debió de ser para Valdés Leal la obtención en 1652 del encargo de decorar con pinturas los muros laterales del presbiterio de la iglesia del Convento de Santa Clara de Carmona, conjunto actualmente disperso entre la colección March en Palma de Mallorca y el Ayuntamiento de Sevilla. En esta serie pictórica se describe la vida de Santa Clara y en sus distintos episodios se narra La profesión de Santa Clara, El milagro de Santa Clara con su hermana Santa Inés, La procesión de Santa Clara con la Sagrada Forma y La retirada de los sarracenos del convento de Asís, obra esta última que hay que considerar como uno de los testimonios más claros que nos ha dejado Valdés Leal en la descripción de escenas tumultuosas y caóticas; la serie finaliza con La muerte de Santa Clara.
   Del periodo cordobés de Valdés Leal es un amplio grupo de pinturas, realizado entre 1654 y 1656, entre las que figura La Virgen de los Plateros del Museo de Córdoba, obra que estuvo repintada casi totalmente y que en la actualidad presenta aún la cara de la Virgen muy desfigurada por la mano inexperta de un antiguo y vulgar restaurador. De este momento es también La Inmaculada con Felipe y Santiago, que pertenece al Museo del Louvre de París, y la pareja de los arcángeles San Miguel y San Rafael, que pertenecen a la colección Caja Sur de Córdoba. A este grupo puede añadirse una bella representación de Santa Bárbara, que pertenece al Museo Municipal de Rosario en Argentina.
   Trabajo de gran empeño por parte de Valdés Leal fue la realización entre 1655 y 1656 del retablo mayor de la iglesia de las carmelitas de Córdoba, cuyo patrono fue Pedro Gómez de Cárdenas. Este importante conjunto pictórico está presidido por una dinámica y aparatosa representación de El rapto de Elías, imbuida de un espíritu decididamente barroco. Figura también en el retablo La Virgen de los carmelitas, situada en el ático del mismo, mientras que en los laterales aparecen San Acisclo, Santa Victoria, San Miguel y San Rafael; en el banco se sitúan cuatro santas carmelitas formando dos parejas, Santa María Magdalena de Pazzis con Santa Inés y Santa Apolonia con Santa Syncletes. Completan el retablo dos cabezas cortadas de San Juan Bautista y de San Pablo más dos magníficas representaciones de Elías y los profetas de Baal y Elías y el ángel, estando estas dos últimas pinturas realizadas con posterioridad a la primera fase del retablo, puesto que ambas están firmadas y fechadas en 1658, cuando Valdés Leal residía ya definitivamente en Sevilla.
   A partir de 1656 Valdés Leal se estableció en su ciudad natal, siendo su primer trabajo importante la realización del conjunto decorativo que recubría las paredes de la sacristía del Convento de San Jerónimo de esta ciudad, actualmente disperso. Allí se narraba la vida de San Jerónimo, y también se exaltaba a los principales religiosos de la orden, algunos de los cuales habían estado vinculados a la historia del propio convento. Así, en el Museo de Bellas Artes de Sevilla se guardan El Bautismo, Las Tentaciones y La flagelación de San Jerónimo. En una colección particular de Dortmund se conserva la representación de San Jerónimo discutiendo con los rabinos, mientras que otro episodio que representa La muerte de San Jerónimo se encuentra en paradero desconocido, si no es que se ha perdido.
   Un conjunto de frailes y monjas de la orden jerónima completaba la decoración de la mencionada sacristía, estando igualmente disperso en la actualidad. De él, en el Museo del Prado se conservan representaciones de San Jerónimo y de Fray Diego de Jerez; en el Museo de Bellas Artes de Sevilla se exponen Fray Pedro Fernández Pecha, Fray Fernando Yáñez de Figueroa, Fray Pedro de Cabañuelas, Fray Alonso Fernández Pecha, Fray Juan de Ledesma y Fray Hernando de Talavera. En el Museo de Grenoble se encuentra Fray Alonso de Ocaña, y en el de Dresde Fray Vasco de Portugal. Las dos principales figuras femeninas de la orden jerónima, Santa Paula y Santa Eustoquio, se guardan respectivamente en el Museo de Le Mans y en el Bowes Museum de Bernard Castle.
   Hasta fechas recientes se venía creyendo que la última pintura realizada por Valdés Leal en su trayectoria artística era la representación de Cristo disputando con los doctores en el templo, obra que se conserva en el Museo del Prado y firmada en 1686. Sin embargo, el estilo de esta obra no encaja con la forma de pintar que Valdés poseía en los años finales de su vida, y por el contrario es totalmente afín al que tenía en los años inmediatos a su llegada a Sevilla, procedente de Córdoba. Esta circunstancia nos movió en 1992 a examinar detenidamente la firma y la fecha que lleva la pintura, pudiendo advertir que está totalmente repintada, y advirtiéndose de forma clara que la tercera cifra —actualmente un “ocho”—, fue inicialmente un “cinco”, con lo que la pintura posee la fecha de 1656, año justo y apropiado para situar esta obra dentro de la producción del artista.
   Otra obra de notoria calidad y empeño, ejecutada además con vibrante pincelada y espléndido colorido, fue realizada por Valdés Leal en 1657. Se trata de Los desposorios de la Virgen con San José de la catedral de Sevilla, escena en al que impera ya un marcado ímpetu barroco. De fecha aproximada es también la pintura que representa a Santa María Magdalena, San Lázaro y Santa Marta, también conservada en la catedral sevillana, y que muestra intensos y arrebatados sentimientos espirituales en la expresión de los personajes. De estos momentos es también El Sacrificio de Isaac, perteneciente en la actualidad a una colección particular madrileña, en la que el artista capta espléndidos estudios anatómicos de desnudo. Otras pinturas, fechables en torno a 1657 y 1658, son La Virgen con San Juan Evangelista y las tres Marías camino del Calvario, del Museo de Bellas Artes de Sevilla, La Piedad del Museo Metropolitano de Nueva York, El Descendimiento de la Cruz, de colección particular en Pontevedra, y La liberación de San Pedro, de la catedral de Sevilla. En todas estas obras se refleja una intensa dinámica expresiva imbuida en un profundo patetismo.
   Entre 1659 y 1660, Valdés Leal realizó un amplio conjunto pictórico para un retablo principal y dos colaterales, destinados a la iglesia de San Benito de Calatrava de Sevilla. En los retablos colaterales se disponía una sola pintura en cada uno de ellos, una monumental Inmaculada y un patético Calvario. En el retablo principal y con pinturas de mediano tamaño, figuraban, en el primer cuerpo, San Juan Bautista, San Andrés, San Sebastián y Santa Catalina, además de una representación de La Virgen con San Benito y San Bernardo que se ha perdido. En el segundo cuerpo aparecían San Antonio de Padua, San Miguel Arcángel y San Antonio Abad. Todo este conjunto pictórico se conserva actualmente en la iglesia de la Magdalena de Sevilla, en la capilla de la hermandad de la Quinta Angustia.
   Para el patio de la Casa Profesa de los jesuitas de Sevilla realizó Valdés Leal en torno a 1660 una serie de pinturas sobre la vida de San Ignacio de Loyola, que por haber estado durante dos siglos al aire libre han llegado hasta nuestros días en mal estado de conservación, por lo que han tenido que ser intensamente restauradas, a parte de que alguna de las escenas integrantes de dicha serie se ha perdido. Estas pinturas, excepto la que representa a San Ignacio convirtiendo a un pecador, que se encuentra en la iglesia del Convento de Santa Isabel de Sevilla, pertenecen actualmente al Museo de Bellas Artes de esta ciudad. Las pinturas que integran esta serie son La aparición de San Pedro a San Ignacio en Pamplona, La aparición de la Virgen con el Niño a San Ignacio, San Ignacio haciendo penitencia en la cueva de Manresa, El trance de San Ignacio en el hospital de Manresa, San Ignacio curando a un poseso, Aparición de Cristo a San Ignacio camino de Roma y San Ignacio recibiendo la bula de fundación del Papa Pablo III. La serie se completa con representaciones de San Ignacio y San Francisco de Borja contemplando una alegoría de la eucaristía y San Ignacio contemplando el monograma de la compañía de Jesús.
     En 1660 Valdés Leal realizó dos obras fundamentales dentro de la tradición española de la pintura de vanitas, en cuyo contenido manifiesta la vanidad de la existencia como consecuencia de la fugacidad del tiempo y la brevedad de la vida; alude también en estas pinturas a la inmediata llegada de la muerte, que arrebata a los humanos todo tipo de placeres y riquezas mundanas. Ante esta situación irremediable que, después de la muerte conduce a las circunstancias del juicio del alma con su dilema de salvación o condenación, es necesario llevar antes una existencia piadosa en la que la oración, la penitencia y la castidad sean méritos acumulados para poder conseguir la salvación. Estas consideraciones se recogen en dichas pinturas, que inicialmente formaban pareja, pero que en la actualidad se conservan separadas, una en el Wadsworth Ateneum de Hartford y otra en la Galería de Arte de York, representándose en ellas respectivamente La alegoría de la vanidad y La alegoría de la salvación.
     A estas dos pinturas siguieron otras no menos extraordinarias firmadas en 1661 como La Inmaculada Concepción con dos donantes, que pertenece a la Galería Nacional de Londres, donde aparte de la bella figura de la Virgen, Valdés Leal incluyó a sus pies los magníficos retratos de Un clérigo joven y de Su madre anciana, ambos de muy notable calidad. También de 1661 es La Anunciación que se conserva en el Museo de Arte de la Universidad de Michigan, obra de gran ímpetu barroco en la que contrastan la enfática e impulsiva figura del ángel con la recatada e íntima presencia de la Virgen. Otras obras importantes de 1661 son El camino del Calvario conservado en la Hispanic Society de New York y La imposición de la casulla a San Ildefonso, obra de la que el artista realizó una primera versión para ser situada en el ático de la capilla de San Francisco de la catedral de Sevilla y que debió de ser rechazada por los canónigos de la catedral por su excesiva tensión dramática y atormentada espiritualidad. Para reemplazarla Valdés Leal realizó otra versión del mismo tema más atemperada y recogida; de estas dos pinturas, la rechazada por el cabildo debe de ser probablemente la que hoy se conserva en la colección March de Palma de Mallorca.
     Poco después de 1663, también para la Catedral de Sevilla y esta vez para el retablo de la capilla de Santiago, Valdés Leal realizó un Martirio de San Lorenzo en el que acertó a describir en la figura de su protagonista una emotiva expresión en su actitud de levantar los ojos al cielo, aceptando con serenidad los tormentos de su martirio. En torno a 1663 puede fecharse también la representación de María Magdalena, que se conserva en la casa palacio de Villa Manrique de la Condesa, obra en la que Valdés Leal supo hacer gala de su destreza en la plasmación de la belleza física y espiritual.
     En los años que oscilan entre 1665 y 1670 puede situarse la ejecución de otras pinturas de Valdés Leal de notoria calidad. Son el San Antonio de Padua con el Niño que se conserva en una colección particular de Madrid y La Asunción de la Virgen que pertenece a la Galería Nacional de Washington, obra de gran ímpetu barroco plasmado en la dinámica figura de la Madre de Dios, que es impulsada hacia lo alto por ángeles de forma impetuosa y arrebatada.
     Procedentes de la iglesia del convento de San Agustín de Sevilla se conservan en el Museo de Bellas Artes de esta ciudad dos excepcionales composiciones que hubieron de ser pintadas por Valdés Leal hacia 1670. Son La Inmaculada Concepción y La Asunción de la Virgen, obras ambas espectaculares y aparatosas cuando no trepidantes y convulsas, alcanzado a plasmar en ellas el máximo nivel expresivo que en el Barroco español se dio a estos temas.
     Valdés Leal es conocido de forma tópica en la historia del Arte europeo por ser el pintor de los dos famosos Jeroglíficos de las postrimerías, conservados en la iglesia del Hospital de la Santa Caridad de Sevilla. Ambas obras han forjado la leyenda de un Valdés Leal macabro, necrófilo y obsesionado por la muerte, aunque es necesario precisar que la ideología que impera en ellas es fruto del pensamiento de Miguel de Mañara, hermano mayor de la Santa Caridad, quien quiso plasmar en ellas la idea de que la salvación eterna sólo es posible obtenerla a través de la renuncia de los bienes y goces terrenales que logrará en el momento del juicio del alma el beneplácito divino que otorga la salvación eterna. Estas pinturas son denominadas, merced a los rótulos que en ellas figuran In Ictu Oculi y Finis Gloriae Mundi. En la primera un esqueleto apaga de un manotazo la vela encendida que alegoriza la existencia señalando al mismo tiempo el triunfo de la muerte sobre las complacencias mundanas. En la segunda, aparece un osario con dos cadáveres en primer plano agusanados y corroídos por repugnantes insectos, mientras esperan la hora del juicio y la decisión divina de obtener la salvación o la condenación del alma.
     Estas dos pinturas constituyen el preámbulo del mensaje que Miguel de Mañara introdujo en la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla, puesto que su parte más importante se desarrolla a través de un conjunto de seis pinturas de Murillo que narran las obras de misericordia y que señalan que su práctica es indispensable para la salvación del alma. El colofón del programa de Mañara se refleja en la gran pintura realizada también por Valdés Leal en el coro alto de la iglesia en 1684. La simbología de esta pintura señala que ningún rico podrá entrar en el Reino de los Cielos, de la misma manera que el emperador Heraclio no pudo entrar en Jerusalén cuando portaba la cruz de Cristo en medio de la pompa y esplendor de su corte. Al ser Jerusalén la ciudad simbólica del Cielo, Mañara, en esta pintura, a través de Valdés Leal, insiste en señalar que los ricos habrán de emplear sus bienes en el ejercicio de la caridad, para así obtener la gloria eterna.
     Una de las obras más espectaculares de Valdés Leal, por sus dimensiones y efecto compositivo es La visión de San Francisco en la Porciúncula, firmada y fechada en 1672, que se conserva en la iglesia de los antiguos capuchinos de Cabra (Córdoba), donde alcanzó a configurar una escena imbuida en un alto nivel de dramatismo espiritual. En años sucesivos el artista realizó algunas pinturas de notable importancia como La Visitación, de colección particular de París, firmada y fechada en 1673. De esta misma fecha es el conjunto de seis pinturas que perteneció a un retablo del palacio arzobispal de Sevilla y que fue encargado por el obispo de dicha ciudad, Ambrosio de Espínola; en él se narraba la vida de San Ambrosio. Estas pinturas fueron robadas por el mariscal Soult y actualmente se encuentran dispersas entre el Museo del Prado, el Museo de Bellas Artes de Sevilla, el Museo de Arte de Saint Louis (Estados Unidos) y el Young Memorial Museum de San Francisco (Estados Unidos). Estas pinturas, realizadas para ser vistas de cerca, muestran una técnica fogosa y vitalista y en ellas se describen personajes de vivaz expresión que se albergan bajo espectaculares fondos arquitectónicos.
     En 1674, Valdés Leal concluyó la aparatosa y triunfal representación de San Fernando ejecutada para la Catedral de Jaén, donde se conserva. El santo aparece captado de forma apoteósica y triunfal, portando atributos que le acreditan como vencedor de los musulmanes en la conquista de dicha ciudad. En torno a 1675 hubo de pintar Valdés Leal una serie de ocho representaciones de la vida de San Ignacio de Loyola que se conservan en la iglesia jesuítica de San Pedro de Lima, y que están ejecutados con la técnica suelta y deshecha que se constata en la mayoría de las pinturas realizadas en su madurez.
     En los últimos años de su vida, pese a su mal estado de salud, Valdés Leal hubo de realizar labores artísticas que, por su dificultad, mermaron paulatinamente sus facultades físicas. Se trata de pinturas realizadas al temple en lo alto de los muros de edificios religiosos sevillanos como la iglesia del Monasterio de San Clemente, la iglesia del Hospital de los Venerables y la iglesia del Hospital de la Santa Caridad. Para esta última institución, realizó también el retrato de Miguel de Mañara en actitud de estar presidiendo el cabildo de la hermandad y explicando algún pasaje de la regla de la misma. Fue esta obra, probablemente, una de las últimas que el artista realizó en su vida (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
        Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Martirio de San Lorenzo", de Valdés Leal, en el ático del Retablo de Santiago, de la Capilla de Santiago, en la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

Más sobre la Capilla de Santiago, en la Catedral de Santa María de la Sede, en ExplicArte Sevilla.

sábado, 9 de agosto de 2025

El sitio arqueológico Cazalla Almanzor, o Tinto, en Espartinas (Sevilla)

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte el sitio arqueológico Cazalla Almanzor, o Tinto, en Espartinas (Sevilla).  
     Hoy, 9 de agosto, es el aniversario del fallecimiento (9 de agosto de 1002) de Almanzor, así que hoy es el mejor día para ExplicArte el sitio arqueológico Cazalla Almanzor, o Tinto, en Espartinas (Sevilla).
   El lugar es más conocido por el nombre Tinto. Sitio medieval llamado también Villamayor. Algunos ven allí una etimología de... Castellum, Castella, Casalla, Cazalla. se puede ver allí también Kasbah del Mansour (castillo de Mansour) aunque hay trazos de ocupación árabe. La región es muy rica en olivo. Se localizaron numerosos fragmentos de ladrillos, tegulae, ánforas, cerámica clara D (forma 38) (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Conozcamos mejor la Biografía de Almanzor, personaje a quien hace referencia el nombre del lugar reseñado;
     Almanzor: Abū ‘Āmir, Muḥammad b. ‘Abd Allāh b. Muḥammad b. ‘Abd Allāh b. Muḥammad b. Abī ‘Āmir al Ma‘āfirī, al-Mansūr bi-llāh. Torrox (distrito de Algeciras), 326 H./938 C. – Medinaceli (Soria), noche del 27 a 28 de ramadán de 392 H./9-10 de agosto de 1002 C. Chambelán (ḥāŷib) del califa cordobés Hišām II y gobernante y señor absoluto de al-Andalus entre los años 371/981-392/1002.
     Pertenecía a una familia árabe de preclaro linaje de la tribu yemení de Ma‘āfir, descendía por línea directa de un antepasado, Abū ‘Āmir Muḥammad b. al-Walīd, que había participado junto a Ṭāriq b. Ziyād en la conquista de Hispania; distinguiéndose en la toma de Carteya en el año 92/711, se le concedieron tierras en Torrox, sobre el Guadiaro, al noroeste de Algeciras. Estos bienes patrimoniales los conservaba aún la familia en tiempos de Almanzor. Su padre, Abū Ḥafṣ ‘Abd Allāh b. Abī ‘Āmir, alcanzó cierta notoriedad como transmisor de tradiciones musulmanas, era hombre piadoso que vivía de la renta de sus tierras; murió en Trípoli, a fines del califato de ‘Abd al-Raḥmān III cuando volvía de la peregrinación de la Meca. En cuanto a la madre de Almanzor, Burayha bint Yaḥyà b. Zakariyyā’ al-Tamīmī, cuyo padre era conocido como Ibn Bartāl, se sabe que era asimismo de origen árabe de buen linaje.
     Almanzor, siguiendo los pasos de su padre, salió muy joven de su casa solariega y se encaminó a Córdoba a fin de hacer sus estudios. En la capital aprendió tradiciones proféticas y jurisprudencia con Abū Bakr Muḥammad b. Mu‘āwiya al-Qurašī, y lengua árabe y literatura con dos prestigiosos maestros, el gramático bagdadí Abū ‘Alī al-Qālī, venido a al-Andalus a instancias del califa al-Ḥakam II, y Abū Bakr b. al-Qutiyya. Tras ocupar un tiempo el humilde puesto de escribiente junto a la gran mezquita, comenzó su carrera política al servicio del cadí de Córdoba, Muḥammad b. Salīm, que lo presentó al visir del califa al-Ḥakam II que era por entonces, Ŷa‘far b. ‘Uṯman al-Muṣḥafī, quien lo introdujo en la Corte califal.
     El 9 de rabī‘ I de 356/3 de marzo de 967, con menos de treinta años, Almanzor se convirtió en intendente del primer hijo de la princesa madre, la vascona Şubḥ (Aurora), favorita del califa al-Ḥakam II y madre del futuro califa Hišām II, ocupándose de sus bienes y hacienda. Hábilmente Almanzor supo captar la simpatía y el apoyo de tan encumbrada señora, según algunos mediante costosos regalos, y según otros con su encanto personal, parece que llegaron a ser amantes, si no entonces, luego de la muerte del Califa, circunstancia a la que debería su fulgurante carrera. Efectivamente, enseguida fue nombrado director de la ceca, y siete meses después tesorero y curador de las sucesiones; poco más tarde recibió el nombramiento de cadí de la circunscripción judicial de Sevilla y Niebla. Por último, el 4 de ramadán de 359/11 de junio de 970, a la muerte del príncipe ‘Abd al-Raḥmān, se le encargó la administración de los bienes del príncipe heredero Hišām, hermano del difunto. Una denuncia puso en peligro tan brillante carrera. Acusado de dilapidar fondos públicos el Califa ordenó una investigación en las cuentas; pero gracias a la ayuda de su amigo, el visir Ibn Huḏayr, pudo reponer el dinero faltante y salir bien librado del apuro. Eso le permitió continuar su ascensión, siendo nombrado jefe de la policía media en el año 361/972.
     En esta época se construyó una mansión en la Ruṣāfa y se dedicó firmemente a hacerse popular entre los cordobeses, manteniendo mesa puesta para todo el mundo. El hecho de haber sido enviado como inspector de finanzas, a fin de verificar las sumas gastadas para captar rebeldes y comprar voluntades junto al general Gālib, comandante de la Frontera Media —cuando éste fue enviado a Marruecos para dirigir una expedición de castigo contra los príncipes idrīsíes— permitió a Almanzor anudar sólidas relaciones con el Ejército.
     A la muerte de al-Ḥakam II (366/976), tras una larga enfermedad, se abre un nuevo período. El Califa había designado para sucederle a su hijo Hišām II, que tenía por entonces once años, bajo la tutela del visir al-Muṣḥafī. Por su parte, el partido de los esclavones palatinos (şaqāliba) quería nombrar al tío del heredero presunto, al-Mugīra. En esos momentos de inestabilidad política Almanzor desempeñó un papel de la máxima importancia: por un lado, se encargó de neutralizar al aspirante a califa y acabar con sus veleidades, asegurándose el apoyo de Şubḥ, al-Sayyida al-Kubrà, “la gran princesa” que le ayudaría monetariamente y le procuraría el apoyo de las tropas merced a su influencia; por otro lado, su vinculación con el visir al-Muṣḥafī dio nuevos vuelos a su ambición, ya que a partir de ahí ocuparía los más altos puestos del Estado. No le salió gratis. Debió ocuparse, contra su voluntad, de asesinar a al-Mugīra, hermano menor de al-Ḥakam II, al que la guardia esclavona quería elevar al califato. Tras el asesinato de su candidato, los esclavones se adhirieron a la causa de los dos hombres fuertes del régimen, perdiendo el partido esclavón la influencia política que había tenido durante los reinados de ‘Abd al-Raḥmān III y de al-Ḥakam II. El propio Almanzor fue el encargado de redactar el acta de investidura (bay‘a) del nuevo soberano, que se produjo dos días después de la muerte de su padre (11 de muḥarram de 366/10 de septiembre de 976) en una ceremonia que duró varios días, a causa de las personalidades que le juraron fidelidad.
     El nuevo califa, Hišām [II] al-Mu’ayyad bi-llāh, (El que recibe la asistencia victoriosa de Allāh), poco tiempo después nombró chambelán (ḥāŷib) a al-Muṣḥafī y Almanzor ocupó el puesto de visir dejado por su aliado. Las primeras medidas de al-Muṣḥafī y de Almanzor fueron de tipo populista; hubo una remisión de impuestos y se derogó el más impopular de ellos: el que gravaba el aceite.
     Poco después comenzaron las célebres campañas de Almanzor, cincuenta y dos en total perfectamente datadas (cincuenta y seis según otra fuente) contra los cristianos del norte peninsular, primero como caíd y después como ḥāŷib, lo cual daría a al-Andalus el momento de mayor seguridad militar de toda su historia y al ḥāŷib fama de invencible. Efectivamente en el año 366/977 Ibn Abī ‘Āmir fue a contener un ataque cristiano y conquistó los arrabales de al-Ḥamma (baños de Ledesma, provincia de Salamanca). La expedición no tuvo apenas importancia, pero el asunto hábilmente explotado le sirvió para aumentar su prestigio y ganarse las simpatías del ejército, sobre todo las del comandante en jefe de la Frontera Media, Gālib, que no tardó en recibir el título de ḏū-l-wizaratayn (el poseedor de los dos visiratos). Mientras, la popularidad de al-Muṣḥafī declinaba a causa de su nepotismo y de su falta de visión política. Ibn Abī ‘Āmir, se hizo nombrar ṣāḥib al-madīna (gobernador de la capital cordobesa), cargo que hasta entonces desempeñaba Muḥammad, un hijo de al-Muṣḥafī. El nuevo gobernador reestableció la seguridad en Córdoba, donde los atentados y los robos nocturnos eran frecuentes, imponiendo un orden estricto. Poco después Ibn Abī ‘Āmir a comienzos del año 367/978 obtuvo del general Gālib la mano de su hija Asmā’, de la que Almanzor nunca se separaría, ya que era mujer culta y particularmente inteligente. Contando con el apoyo incondicional del viejo general y suegro, hizo prisionero a al-Muṣḥafī, acusándolo de malversación, y confiscó sus bienes; años más tarde, en 372/982, lo hizo asesinar en prisión. Cuando acabó con el chambelán, no tenía ya poder alguno. Ibn Abī ‘Āmir, como recoge el cronista Ibn ‘Iḏārī, “gobernaba la corte mediante su mandato de policía, el ejército mediante su generalato, y el palacio gracias al favor de que gozaba en el harén”. Después se deshizo del jefe militar de su caballería mandándolo matar, acto seguido se proclamó ḥāŷib, chambelán.
     Ibn Abī ‘Āmir era ya el verdadero señor de al-Andalus, sólo le quedaba acabar con el general Gālib para que su poder fuera absoluto. Al año siguiente de la caída de al-Muṣḥafī, o sea, el año 368/979, una conjura estuvo a punto de derribar al joven califa Hišām II, los conjurados querían sustituirlo por otro nieto de ‘Abd al-Raḥmān III, llamado ‘Abd al-Raḥmān b. ‘Ubayd Allāh. En la conjura estaba complicado, amén de una serie de dignatarios, el propio gobernador de la capital Ziyād b. Aflaḥ, quien al fracasar la tentativa de asesinar a Hišām II en el propio alcázar de Córdoba, metió a todos los conjurados en la cárcel, a fin de salvar su cabeza. Ibn Abī ‘Āmir los hizo condenar a muerte, y en eso no influyó sólo la razón de Estado, también quiso congraciarse con los alfaquíes de Córdoba, ya que alguno de los conjurados tenía ideas heterodoxas de tipo mu‘tazilī. Trató de ganarse a la plebe urbana exteriorizando su piedad, llegando a copiar por su propia mano un ejemplar del Corán, con el propósito de llevarlo en sus expediciones.
     Fue también en esta época cuando mandó expurgar la célebre biblioteca califal. Nada mejor que reproducir en este caso lo que dice Sā‘id al-Andalusí: “La primera acción de dominio sobre Hišām II fue dirigirse a las bibliotecas de su padre al-Ḥakam II, que contenían colecciones de libros famosos [...] e hizo sacar todas las clases de obras que allí había en presencia de los teólogos de su círculo íntimo, y les ordenó entresacar la totalidad de los libros de ciencias antiguas, que trataban de lógica, astronomía y otras ciencias, cultivadas por los antiguos, a excepción de los libros de medicina y aritmética. Una vez que se hubieron separado [...] Abū ‘Āmir ordenó quemarlos y destruirlos. Algunos fueron quemados; otros fueron arrojados a los pozos del alcázar, y se echó sobre ellos tierra y piedras, o fueron destruidos de cualquier otra manera. Abū ‘Āmir hizo eso para granjearse el afecto de la plebe de al-Andalus [...] entonces esas ciencias eran mal vistas y [...] cualquiera que las estudiaba era sospechoso de herejía y presunto heterodoxo en relación con la ley islámica (Šarī‘a)”. Con esta medida trató de congraciarse con los ulemas y el pueblo. En todo caso, como advierte el historiador Lévi-Provençal, la conjura legitimista, sofocada a tiempo, y la corriente de puritanismo que se había apoderado de la capital revelaban la existencia de un partido de oposición.
     Durante mucho tiempo el todopoderoso chambelán tuvo pruebas de que se continuaba murmurando acerca de los escándalos de la Corte, de la conducta irregular de la princesa Şubḥ —a la que suponían embarazada por él— y de las costumbres contra natura del gran cadí Muhammad b. al-Salīm, que seguía en funciones a pesar de su incapacidad. Hacía ya varios meses que Ibn Abī ‘Āmir había abandonado la mansión de al-Ruşāfa por otra almunia más amplia y lujosa, que se había hecho construir cerca de Madīnat al-Zahrā’ y a la que había denominado al-‘āmiriyya, derivada de su propio nombre. Pese a que por entonces Almanzor todavía ocultaba su juego y respetaba en apariencia la ficción de la autoridad absoluta del Califa, las relaciones con Şubḥ se fueron enfriando al ver ésta cómo mermaba paulatinamente el poder de su hijo.
     Almanzor para librarse de la princesa madre y del Califa edificó una nueva ciudad administrativa a la que, parafraseando el nombre de la ciudad de ‘Abd al-Raḥmān III, llamó al-Madīna al-Zāhira, la ciudad resplandeciente, cuya construcción comenzó en 368/978 y concluyó en 370/980. La ciudad estaba emplazada al lado del río Guadalquivir, aguas arriba de la capital cordobesa hacia el este y en la misma orilla del río. En el interior de la ciudad erigió un fastuoso palacio, desde donde Almanzor regiría al-Andalus como soberano absoluto; levantó casas para sus hijos y para los principales dignatarios de su séquito, así como viviendas y locales para las oficinas de la cancillería y para el personal, además de cuarteles y caballerizas para la guardia y vastos almacenes para depositar armas y grano. Pronto, al decir de Ibn Jāqān, la ciudad se salió de sus primitivos límites, se construyeron mercados y las gentes vinieron a habitar en ella o en sus inmediaciones, de tal manera que los arrabales de la nueva ciudad no tardaron en enlazar con los de Córdoba. Ibn Abī ‘Āmir se instaló en al-Zāhira en el año 370/981, transfiriendo todo el aparato estatal de Madīnat al-Zahrā’ a su nueva residencia, obteniendo del califa una “delegación de todas sus funciones, a fin de consagrarse a ejercicios de piedad”. Esta delegación procuró al ḥāŷib la cobertura legal para su autoridad, y a la vez le dio la oportunidad de mantener recluido al califa en su palacio. A partir de ese momento Almanzor asumirá la dirección del Estado, dispondrá a su antojo del presupuesto, centralizará los ingresos, ordenará los gastos y organizará las aceifas, sin someterse ya a la aprobación puramente formal del Califa. Se puede decir que desde el año 981 al 1002 Almanzor se conducirá como el verdadero soberano de al-Andalus. Durante esos veinte años atacará a los diferentes reinos cristianos. El único que se opuso al poder alcanzado por Almanzor y a transigir con el cautiverio del Califa, fue el general Gālib, muy afecto a la casa omeya por los altos puestos a él confiados y por los vínculos de clientela. Este aliado de otrora, que le había dado la mano de su hija y le había ayudado a conseguir sus objetivos políticos y militares, se enfrentó a Almanzor con sus tropas y con las fuerzas del príncipe Ramiro, hijo de Sancho II Abarca, rey de Pamplona, así como con los hombres del conde de Castilla, Garci Fernández. Almanzor asistido por tropas beréberes, conducidas por el general Ŷa‘far b. ‘Alī b. Hamdūn se enfrentó con Gālib y sus aliados cerca de Atienza, siendo éstos derrotados. El general Gālib, octogenario ya, murió en Torre Vicente el 4 de muḥarram de 371/10 de junio de 981. En seguida Ibn Abī ‘Āmir, explotando el éxito acaecido en la frontera, envió tropas contra los dominios del conde castellano y contra el Reino de León. La fortaleza de Zamora opuso a los asaltantes una eficaz resistencia, pero la ciudad propiamente dicha fue saqueada y sus aldeas, iglesias y monasterios limítrofes pillados e incendiados; no menos de cuatro mil cautivos fueron llevados a Córdoba.
     Tras estas victorias del año 371/981 fue cuando Ibn Abī ‘Āmir adoptó el sobrenombre honorífico de al-Manṣūr bi-llāh, “el vencedor por Dios”, y por el que en adelante sería conocido en las crónicas cristianas en la forma romanceada de Almanzor. Se impuso entonces en la Corte el tratamiento de “señor” (mawlà), aunque es posible que este título lo tomara al aposentarse en el palacio de al-Zāhira. A partir de esa fecha, Almanzor pudo dedicarse a hacer la guerra contra los cristianos del norte de la península, como jamás antes se había visto. Las más importantes de sus campañas fueron, además de la de Zamora en 981, Simancas en 983, Sepúlveda en 984, Barcelona en 985, Coimbra en 987, León en 988, Clunia en 994, Santiago en 997, Cervera en el año 1000, etc. Estas campañas dañaron fuertemente la labor repobladora de la llamada Extremadura duriense, llevada a cabo principalmente en el siglo IX, y pararon “toda reconquista”. Peor parada quedó si cabe la situación de los estados orientales peninsulares, puesto que carecían de “frontera”. El poder de Almanzor fue tan grande en la Península que llegó a convertirse en el magnate de ella, tanto que los reyes cristianos —Sancho II Garcés Abarca de Navarra y Bermudo II de León— le prestaron obediencia.
     Hasta entonces las campañas musulmanas contra territorio cristiano no habían sido sino respuesta a ataques cristianos previos. Como señala P. Chalmeta, habían sido relativamente benignas y no habían causado ni demasiados estragos ni muertes. El peligro de estas expediciones no pasaba de las tierras fronterizas y no tocaba a la mayoría de la población. Los ataques de Almanzor no constituían represalias, sino ataques imprevisibles, llevados a cabo de forma continuada y con dureza inusitada, dejando una estela de destrucción, de muerte y de odio. Los musulmanes con los cuales se las tenían que ver los cristianos no eran propiamente andalusíes, sino beréberes extranjeros, lo cual daría lugar al crecimiento de una solidaridad defensiva entre los reinos cristianos contra el enemigo común. A la caída de los amiríes, el rencor acumulado entre los cristianos por las cincuenta y dos expediciones de Almanzor (y las posteriores de su hijo al-Muẓaffar) llevaron a la convicción a no pocos cristianos de que había que terminar con un adversario que no se mostraba en modo alguno tan eficaz y ofensivo como antes, y conociendo como conocían las rutas y las debilidades del califato cordobés, por haber servido muchos de ellos como mercenarios en las campañas amiríes, era sólo cuestión de relanzar la Reconquista. Almanzor resultó invencible en buena medida gracias a sus reformas militares, basadas esencialmente en la intensificación de la recluta de mercenarios, en especial beréberes. Con ello conseguía un doble objetivo: sus oponentes políticos fueron paulatinamente alejados de los puestos en el Ejército, dejándolos sin fuerza efectiva; por otro lado, no siendo los mercenarios fieles más que al señor que les pagaba, Almanzor pudo prescindir de las tropas andalusíes y tener a su disposición así un efectivo aparato de represión para el interior y un instrumento ofensivo de calidad para el exterior. El ḥāŷib había eximido a los andalusíes de la prestación del servicio militar por un impuesto especial (fidā’) para pagar soldados profesionales, aunque eso, entre otros males que él no podía entonces prever, lo hizo entrar en una espiral de recluta de hombres y de búsqueda de recursos para pagarlos imposible de romper. Tener un Ejército dispuesto las veinticuatro horas tenía sus ventajas y también sus inconvenientes: el empobrecimiento de la población andalusí por los pesados impuestos para mantener ese Ejército profesional, así como la pronta pérdida de las virtudes militares de la población por la falta de entrenamiento, y a la larga, su indiferencia por las cuestiones públicas y de gobierno.
     En medio de estos triunfos, en el año 379/989, Almanzor tuvo que hacer frente a una conspiración organizada por un lejano descendiente de al-Ḥakam I, ‘Abd Allāh b. ‘Abd al-‘Azīz al-Marwānī, conocido por “Piedra Seca”, gobernador de Toledo y ‘Abd al-Raḥmān b. al-Muţarrif, general de la Marca Superior, quienes prometieron al propio hijo de Almanzor, el veinteañero ‘Abd Allāh, que una vez derribado su padre él ocuparía su puesto. Descubierta la conjuración, ‘Abd Allāh se refugió en Castilla con Garci Fernández, quien al verse amenazado se lo entregó a su padre, el cual no dudó en decapitarlo en el año 380/990 y enviar su cabeza al califa Hišām II con el parte de las victorias allende el Duero. En cuanto a ‘Abd al- Raḥmān al-Muţarrif, fue ejecutado en al-Zāhira ante Almanzor. Piedra Seca salvó la vida porque quizá el amirí, acordándose del omeya al-Mugīra, otrora asesinado por su orden, no quiso tener otra experiencia parecida ni acrecentar el odio de los marwāníes.
     En el año 381/991 el dictador concedió a su hijo ‘Abd al-Malik el título de ḥāŷib y nombró visir a su hijo ‘Abd al-Raḥmān, guardando para sí el título de al-Manşūr b. Abī ‘Āmir en los escritos oficiales, y en 386/996 el uso de los títulos de sayyid, señor y malik karīm, noble rey. Almanzor no desatendió la zona de influencia andalusí en el Magreb, siguió la política de ‘Abd al-Raḥmān III y al-Ḥakam II; pero intentando siempre obtener la sumisión de los notables del otro lado del estrecho más por medios pacíficos que buscando el enfrentamiento, aunque no se vio libre de realizar algunas campañas militares en momentos de peligro: cuando el pro-fatimí Buluggīn b. Zīrī llegó en 980 hasta las puertas de Ceuta, ciudad ésta perteneciente al dominio andalusí; o cuando la sublevación de Hasan b. Gannūn en 985 (que fue finalmente ejecutado por orden de Almanzor, pese a la palabra dada por su primo Ibn ‘Asqalāŷa, cosa que provocó no poco descontento en la zona); la rebelión de Zīrī b. ‘Aţiyya en 998, para la cual fue enviado ‘Abd al-Malik, el propio hijo de Almanzor, con un ejército a fin de reforzar al general en jefe destacado en la región, al-Fatà al-Kabīr, el gran oficial esclavón, Wāđiḥ, encargado de pacificar el país con el objeto principal de controlar el comercio, mantener el flujo de oro desde el Sudán y tener en mano la recluta de mercenarios para mantener ejércitos combativos contra los cristianos del norte peninsular, en su política de legitimación por medio de la guerra santa. ‘Abd al-Malik supo responder a las esperanzas de su padre derrotando al ejército zanāta de Zīrī b. ‘Aţiyya, y entrando triunfalmente en Fez en Šawwāl de 385/septiembre de 998. Esta victoria tuvo gran resonancia en Córdoba, donde Almanzor para celebrarla manumitió y dotó a mil quinientos esclavos suyos, y ordenó el reparto de limosnas a todos los menesterosos de sus dominios.
     Mientras, instalado en Fez como un auténtico virrey, ‘Abd al-Malik nombró jefes de distrito hasta Siŷilmāsa, puerta del desierto y depósito del tráfico comercial transahariano; amén de someter a los habitantes de esas tierras a impuesto. En Fez, por encargo de Almanzor, hizo algunas obras edilicias, así como mejoras en la mezquita aljama de al-Qarawiyyīn. Unos meses después ‘Abd al-Malik sería llamado a Córdoba por su padre, llegando a la capital el 28 de rabī‘ II de 388/18 de abril de 999. Entretanto Wāḍiḥ, el gran oficial esclavón, general en jefe de la Marca Media, volvía al norte de África para mantener la región bajo estricto orden.
     La última campaña de Almanzor contra los cristianos tuvo lugar a comienzos del verano de 392/1002, y estuvo dirigida contra el territorio de la Rioja, dependiente del condado de Castilla. No se ha encontrado sobre ella noticia alguna en las fuentes. Todo lo que se sabe es que el ejército musulmán avanzó hasta Canales, localidad situada a unos cincuenta kilómetros al sudoeste de Nájera, y que, en dirección a Burgos, alcanzó el monasterio de San Millán de la Cogolla, que fue saqueado. Al regresar de esta expedición fue cuando Almanzor murió, después de una larga enfermedad (se ha dicho que quizá de una artritis gotosa) por esa época tenía más de sesenta años. Minado por esa dolencia sabía que su fin estaba próximo y multiplicaba los signos de piedad. Se sabe que guardaba celosamente, para que lo cubriera en la tumba, el polvo de los vestidos que usaba en sus expediciones y que hacía sacudir y guardar después de cada campaña. En el camino de regreso con su ejército a Medinaceli, puesto avanzado de la Marca Media, su estado empeoró hasta el punto de tener que ser llevado en litera durante un penoso viaje de dos semanas. Llegado por fin a la plaza fronteriza, en su lecho de muerte hizo escribir sus últimas disposiciones, entregando el gobierno a su hijo ‘Abd al-Malik, conocido posteriormente como al-Muẓaffar, con precisas instrucciones de cómo había de llevarlo a feliz término. No por ello Almanzor dejó de expresar temor de que a su muerte todo lo hecho se fuera al traste. Ciertas noticias fragmentarias, llegadas a nosotros en algunas crónicas, ponen de manifiesto su pesar por la política empleada en la frontera y de sus dudas acerca del valor de su obra, así como de la capacidad de sus hijos para mantener la situación en mano.
     Almanzor murió en la noche del 27 al 28 de ramadán del año 392/9 al 10 de agosto de 1002. Se le hizo enterrar en el patio del alcázar de Medinaceli, rezando en sus exequias su hijo ‘Abd al-Raḥmān (Sanchuelo), mientras ‘Abd al-Malik se dirigía a Córdoba para asentar su poder y evitar cualquier veleidad de cambio de régimen. Al decir de Ibn ‘Iḏārī, sobre la lápida marmórea de su tumba se grabaron los siguientes versos: “Sus trazas te hablan acerca de sus noticias como si tú con los ojos las vieses. ¡Por Dios! No hubo nadie que gobernara la Península como él en verdad, ni quien condujese los ejércitos igual a él”. Está claro, como bien se ha afirmado, que la política de destrucción y remodelación del Estado cordobés permitió a Almanzor mantenerse en el poder, a costa de acabar con las estructuras que constituían el sistema: político, económico, étnico, cultural, etc. Tras él se puede decir que el califato se extinguió de manera lamentable y miserable, nada de grandes familias de dignatarios, de presupuestos excedentarios, de coexistencia social ni étnica. Los andalusíes no considerarán más que a un solo enemigo: los beréberes —extranjeros sin casi posibilidad de asimilarse—. Se olvidarán de los cristianos o los verán como aliados. Y dado que al fin de cuentas los andalusíes se las tuvieron que ver con una sociedad feudal fuertemente militarizada, las posibilidades de supervivencia de un al-Andalus poderoso fueron nulas. La política de aceifas de Almanzor engendró, en última instancia, la actitud mental cristiana que propiciaría continuos ataques de reconquista, que terminarían con la propia existencia de al-Andalus (Felipe Maíllo Salgado, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
     Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte el sitio arqueológico Cazalla Almanzor, o Tinto, en Espartinas (Sevilla). Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la provincia sevillana.

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Un paseo por la calle Cofia

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Cofia, de Sevilla, dando un paseo por ella.
     La calle Cofia es, en el Callejero Sevillano, una vía que se encuentra en el Barrio de San Bernardo, del Distrito Nervión, y va de la calle San Bernardo, a la calle Santísimo Cristo de la Salud.
     La  calle, desde  el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en  la  población  histórica  y en  los  sectores  urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las  edificaciones  colindantes  entre  si. En  cambio, en  los  sectores  de periferia donde predomina la edificación  abierta,  constituida  por  bloques  exentos,  la  calle,  como  ámbito  lineal de relación, se pierde, y  el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. 
     En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta. También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
     Era conocida, al menos desde el s. XVII, como Sucia, como otras muchas calles de la ciudad, y posteriormente, y por poco tiempo, como de San Antonio, hasta 1859, en que se denominó Cofia. El nombre hace referencia a la prenda que se llevaba debajo del yelmo, y que la tradición refiere que se le cayo al capitán Garci Pérez de Vargas, y rescató del poder de los moros en una de las acciones de la conquista de la ciudad por Fernando III.
     Calle rectilínea y corta que se configura con la pared posterior de la Fábrica de Artillería, comúnmente conocida como Fundición de Cañones, en la acera de los impares, y una serie de viviendas hoy convertidas en garajes y solares Termina en ángulo recto en Santísimo Cristo de la Salud. En la actualidad el caserío está en ruina o transformado en solares tapiados, permaneciendo en buen estado la fachada de la Fábrica de Artillería, que realza el conjunto con sus grandes ventanas con rejas enmarcadas en arcos ciegos de mecho punto. Al final de la calle existe una amplia puerta de la misma fábrica elevada sobre el pavimento y jalonada por dos gruesos cañones. La diferencia de altura se salva mediante una rampa que invade la calle Santísimo Cristo de la Salud. El pavimento es de asfalto sobre adoquines, y la acera de cemento. Se ilumina con farolas de brazos de fundición adosadas a la pared.
     Un antiguo romance cuenta el legendario valor de Garci Pérez de Vargas en el cerco de Sevilla, probable inspiración de nom­bres de varias calles del barrio de San Bernardo:

"Estando sobre Sevilla
el rey Fernando el Tercero 
ese honrado Garcí Pérez 
iba con un caballero
--------------------------------
El se va por su camino
echa menos una coffia 
que trahia so el capello 
acuerda volver por ella 
hasta do se puso el yelmo

El escudero llorando 
dijo:-Non fagais eso 
que la coffia vale poco
y podríais perderos cedo

- Espera aquí, non te rures,
que es coffia de mucho prescio,
a labrada por mi amiga:
nom la perderé si puedo

Volviendo por do viniera 
alcanzó los moros presto: 
ellos que bien le conoscen 
non osaron atendello.

Allí hallara su coffia, 
vuelvese con ella cedo. 
Dijo el rey a don Lorenzo:
-¡Ay, Dios, que buen caballero!-"
[Salvador Rodríguez Becerra, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Cofia, s/n. FUNDICIÓN DE ARTILLERÍA. El edificio actual se levantó en el solar de otra fundición de bronce, que allí existía desde el siglo XVI, que había pertenecido a Juan Morel. Más tarde, fue adquirido por el Estado y en tiem­pos de Carlos III se ordena la construcción de un nuevo edificio, cuyos planos se encargaron al arquitecto Vicente de San Martín, y que hoy se conserva, aunque algunas partes han sufrido alteraciones posteriores [Francisco Collantes de Terán Delorme y Luis Gómez Estern, Arquitectura Civil Sevillana, Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1984].
Conozcamos mejor la Biografía de García Pérez de Vargas, personaje relacionado con el nombre de la vía reseñada;
     García Pérez de Vargas, (Toledo, p. s. XIII – Sevilla, ú. t. s. XIII). Conquistador y repoblador de Andalucía.
     Su linaje, del que hubo grandes caballeros en el siglo XIII, tenía su solar en el lugar de Vargas, en el Reino de Toledo. Las primeras noticias de Garci Pérez proceden de 1232, cuando formó parte de la hueste que, bajo el mando del infante Alfonso de Molina y de Alvar Pérez de Castro, corrió Andalucía desde Andújar hasta Jerez. En la Mesa de Santiago, en las cercanías de esta ciudad, tuvo lugar una importante batalla antes de la cual fue armado caballero Garci Pérez de Vargas.
     En ella destacaron los Vargas, tanto este Garci Pérez, que dio muerte al llamado rey de los Gazules, como su hermano Diego Pérez. Es muy posible que en aquellos años, y quizá formando parte de la mesnada de Alvar Pérez de Castro, Garci Pérez de Vargas fuese vecino de Andújar, aunque ello sólo conste ya en 1245. Esa ciudad era por entonces una importante base de partida de los fronteros castellanos.
    Pero fue en las batallas y encuentros sucedidos durante el cerco de Sevilla cuando Garci Pérez de Vargas ganó fama imperecedera. Sus acciones, modelo de temple y de un valor lindante con lo temerario, fueron celebradas como ejemplo de los entonces nacientes usos de la Caballería, convirtiendo a Garci Pérez en uno de los personajes centrales de aquella conquista.
     Entre las más famosas están las que realizó junto a su compañero de armas, Lorenzo Suárez Gallinato, bien cuando se acercaron hasta una de las puertas de Sevilla para golpearla con sus lanzas o, sin duda más trascendente desde el punto de vista militar, cuando participaron en un duro combate que impidió las frecuentes salidas de los musulmanes contra el campamento de Fernando III. Otros episodios heroicos, en el más puro estilo caballeresco, materia de memoriales y romances, los protagonizó en solitario. Impresionó mucho en todo tiempo la hazaña que lo quiere atravesando un tropel de jinetes moros por no desviar su camino y, aún más, volviendo de nuevo a ellos para recuperar la prenda de cabeza que usaba, perdida en el primer paso, sin que se atreviesen a impedírselo.
     La exaltación caballeresca producida por los grandes hechos de armas de la reconquista de Andalucía a lo largo de la primera mitad del siglo xiii encuentran expresión en estas y otras historias heroicas, ejemplo y escuela de comportamiento para las generaciones futuras de guerreros. Su efecto a lo largo del tiempo no puede ponerse en duda a la luz de la inscripción que varios siglos después se colocó en la puerta de Jerez de las murallas sevillanas: “Hércules me edificó, / Julio César me cercó / de muros y torres altas, / y el Rey Santo me ganó / con Garci Pérez de Vargas”.
     Curiosamente, el repartimiento de Sevilla no lo menciona entre los heredados en la ciudad tras su conquista, aunque entre los doscientos caballeros de linaje figure su hijo Ruy Pérez de Vargas. Sin embargo, en 1257 consta su vecindad y que formaba parte de los oficiales de su concejo. Los historiadores jerezanos le hacen en la reconquista de su ciudad y primero de sus alcaldes, pero no existe huella suya en la documentación de esos años. Lo cierto, con todo, es que un García Pérez, alcalde, aparece en el repartimiento de Jerez y que los Vargas se asentaron en esta ciudad desde, al menos, finales del siglo XIII.
     Garci Pérez de Vargas estuvo casado con Guillena Remón y fue enterrado en Sevilla, en la capilla de San Jorge, luego de la Granada, en el patio de los Naranjos de la Catedral (Rafael Sánchez Saus, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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La calle Cofia, al detalle:
Azulejo conmemorativo a José Portal Navarro
Fundición de Artillería

viernes, 8 de agosto de 2025

El sitio arqueológico "Santo Domingo de Repudio", en Bormujos (Sevilla)

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte el sitio arqueológico "Santo Domingo de Repudio", en Bormujos (Sevilla).
           Hoy, 8 de agosto, Memoria de Santo Domingo, presbítero, que, siendo canónigo de Osma, se hizo humilde ministro de la predicación en los países agitados por la herejía albigense y vivió en voluntaria pobreza, hablando siempre con Dios o acerca de Dios. Deseoso de una nueva forma de propagar la fe, fundó la Orden de Predicadores, para renovar en la Iglesia la manera apostólica de vida, y mandó a sus hermanos que se entregaran al servicio del prójimo con la oración, el estudio y el ministerio de la Palabra. Su muerte tuvo lugar en Bolonia, en Italia, el día seis de agosto (1221) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
       Y que mejor día que hoy, para ExplicArte el sitio arqueológico "Santo Domingo de Repudio", en Bormujos (Sevilla)
        En una extensión de 1000 metros cuadrados, la mayor  concentración de restos fue al Oeste del cerro, en una extensión de 400 metros cuadrados, abundando en este los restos de ladrillos, junto con restos cerámicos: cerámica con vedrío transparente y exterior de engalba negra externa, con vedrío blanco y bandas en azul, cerámica sin vedrío, fragmentos de lebrillo. Se trataría de un asentamiento Bajomedieval que desaparece en la segunda mitad del s. XV (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de Santo Domingo, presbítero;
   Fundador de la orden de los hermanos predicadores o dominicos. Nació en 1170 en Calahorra, La Rioja, de una familia oriunda de Osma, Castilla. Pasó la mayor parte  de su vida en Francia e Italia. Después de haber predicado en Toulouse contra los herejes albigenses, en 1216 obtuvo del papa la autorización para fundar la orden de los Hermanos Predicadores. Murió en Bolonia en 1221, localidad que visitara para presidir el capítulo general de su orden.
   Su leyenda, muy adornada, copia en parte a las de San Bernardo y San Francisco de Asís, a quienes habría conocido en Roma. A causa de un error intencionado se le concedió el honor de la Aparición de la Virgen del Rosario, cuando se sabe fehacientemente que la devoción del Rosario fue inventada y difundida a finales del siglo XV por el dominico bretón Alain (Alano) de la Roche.
   Su nacimiento, al igual que el de Cristo, habría estado acompañado de presagios. Cuando su madre fuera a rezar ante las reliquias de Santo Domingo de Silos, éste le anunció que ella tendría un hijo, al cual, en reconocimiento, dio el nombre de pila Domingo. Además, la embarazada habría visto en sueños al hijo que debía nacer de ella con una estrella sobre la frente, y bajo el emblema de un perro blanco y negro que tenía en sus fauces una antorcha encendida, lo cual significaba que estaba llamado a defender la fe amenazada por la herejía, como un buen perro guardián. Esta leyenda parece que tiene como origen un juego de palabras con dominico, perro del Señor (domini canis) o Dominicus (Domini custos).
   En Toulouse, donde había acudido para batallar contra los albigenses, defendió su causa mediante la ordalía del fuego, como San Francisco de Asís ante el sultán de Egipto. Dos libros se arrojan al fuego, uno herético, el otro ortodoxo: el primero se quema mientras que el segundo permanece intacto.
   Dominicos y franciscanos atribuyen a los fundadores de sus órdenes, contradictoriamente, una visión del papa Inocencio III, quien, mientras dormía en su palacio vio en sueños la basílica de Letrán a punto de derrumbarse, pero un santo sostenía la fachada vacilante. Dicho santo, que aportaba al papa el refuerzo de su orden es, para los franciscanos, San Francisco de Asís, y para los dominicos, Santo Domingo de Guzmán.
   A Santo Domingo se atribuían otros muchos milagros: salvó del naufragio a los peregrinos que atravesaban el Garona con rumbo a Santiago de Compostela, resucitó al joven Napoleón que había muerto al caer del caballo; derrotó al demonio que en forma de mono lo hostigaba mientras leía, y aun lo puso en penitencia haciéndole sostener la vela que le iluminaba, hasta que el diablo se quemó los dedos y el santo lo echó a latigazos; cuando una comunidad de su orden estaba falta de pan, los ángeles, en respuesta a sus ruegos, trajeron dos canastos llenos a la mesa del prior.
CULTO
   Canonizado en 1234, diez años después de su muerte, Santo Domingo era particularmente venerado en Toulouse donde predicó contra los albigenses y en Bolonia, donde murió y donde se le edificó una magnífica tumba.
   Sus patronazgos son escasos y nunca fue un santo popular, como San Martín o San Francisco de Asís. Pero las innumerables iglesias y monasterios de su orden difundieron su iconografía en toda la cristiandad.
   Las principales fundaciones dominicas en Italia, además de la de Bolonia, eran la iglesia de la Minerva, los conventos de Santa Sabina y de San Sixto en Roma, la basílica de Santa María Novella y el convento de San Marco en Florencia, y la iglesia de los Santos Giovanni e Paolo en Venecia. Además, tenía iglesias puestas bajo su advocación en Pisa, Fiésole, Siena, Orvieto y Nápoles.
   En Bolsena se lo invocaba contra el granizo.
ICONOGRAFÍA
   Santo Domingo está vestido con el hábito bicolor de su orden: túnica blanca y manteo negro, colores simbólicos de la pureza y de la austeridad. Su ancha tonsura está rodeada por una corona de pelo. Casi siempre lleva una barba en collar, pero a veces se lo ha representado imberbe.
   Tiene numerosos atributos. El libro, cerrado o abierto, que tiene en las manos, no bastaría para diferenciarlo. El tallo de lirio lo comparte con San Francisco de Asís y San Antonio de Padua: es el símbolo de su castidad, o más bien, alude a su veneración a la Virgen Inmaculada. Sus atributos realmente personales son la estrella roja y el perro manchado que su madre viera en sueños antes de su nacimiento, a los cuales, a finales de la Edad Media, se sumó el rosario.
   La estrella brilla sobre su frente o encima de su cabeza.
   A sus pies está sentado un perro blanco y negro que lleva una antorcha encendida en las fauces (portans ore faculam). Ese perro del Señor (Domini canis) es al mismo tiempo que el atributo individual de Santo Domingo, el emblema de todos los dominicos. "El predicador -dijo Daniel de París- es el perro del Señor encargado de ladrar contra los malhechores, es decir, los demonios que rondan en torno a las almas."
   No se comprende muy bien, por cierto, cómo podría ladrar con una antorcha encendida en las fauces.
   Santo Domingo recibió más tarde el rosario, que se considera obtuvo de manos de la Virgen. Uno de los ejemplos más antiguos de ese atributo usurpado es el cuadro de Cosimo Rosselli, que pertenece a la Colección Johnson de Filadelfia.
   Según el modelo del Árbol de Jesé, los dominicos crearon su propio árbol genealógico. Del pecho del fundador de la orden salen ramas sobre las cuales se alinean los dominicos ilustres, en media figura (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Santo Domingo de Guzmán, presbítero;
     Santo Domingo de Guzmán y Aza, (Caleruega, Burgos, 1170 – Bolonia (Italia), 6 de agosto de 1221). Fundador de la Orden de Predicadores o Dominicos (OP).
     A pesar de ser uno de los personajes españoles de la Edad Media mejor estudiado y mimado por la literatura, la escultura y sobre todo por la pintura, santo Domingo sigue siendo poco conocido y menos aún popular. Se le recuerda más por frailes y monjas de su Orden (Tomás de Aquino, Alberto Magno, Catalina de Siena, Vicente Ferrer, Martín de Porres, Rosa de Lima, Juan Macías, Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria, Luis de Granada, cardenal Zeferino, Arintero, Getino y tantos otros) que por él mismo, o por la popular estrofa rosariana “viva María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”.
     Este preclaro personaje fue hijo de Félix de Guzmán y de Juana de Aza y nació en la villa burgalesa de Caleruega, cerca de Silos, hacia el año 1170. Sus padres eran nobles y por su matrimonio se unieron los linajes Guzmán y Aza, bien conocidos a lo largo de la Edad Media, participantes en la Reconquista española y señores de Caleruega.
     Los Guzmán-Aza se distinguieron por su acendrada fe, generosidad, valor, espíritu emprendedor y audaz, energía tenaz y un alto grado de servicio al Estado y a la Iglesia, características a las que Domingo juntaría la vocación de su vida y su obsesión “ganar almas para Cristo”.
     El nacimiento de Domingo estuvo precedido de una visión que su madre Juana tuvo cuando estaba embarazada. Le pareció ver un cachorro con una tea encendida en la boca que iluminaba el mundo. Aquella luz, resplandor o especie de estrella que muchos testigos verían después en el rostro de Domingo y que atraía el respeto, la admiración y el amor de todos, era como la constatación de una vida singularmente santa vivida a imitación de los apóstoles y puesta enteramente al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Fue bautizado en la iglesia románica de San Sebastián, todavía en uso, en una pila bautismal que aún se conserva y en la que desde hace siglos son bautizados miembros de la Familia Real española. Le pusieron de nombre Domingo (hombre del Señor), nombre no raro en la comarca y en la misma Caleruega, en recuerdo y agradecimiento al santo abad Domingo, cuyo cuerpo se conservaba en la cercana abadía de Silos. A ésta había acudido Juana de Aza, embarazada de Domingo, y allí, como a otras abadías y monasterios cercanos, en los que florecía la santidad y la ciencia, habría llevado alguna vez al niño. Su infancia transcurrió en Caleruega al calor del hogar familiar, que era al mismo tiempo casa, iglesia y escuela, y al refugio del torreón de los Guzmanes, todavía en pie aunque bastante transformado. Desde su atalaya, como desde la cima de la peña de San Jorge, en la misma villa natal, es seguro que Domingo mirase y admirase más de una vez el amplio y lejano horizonte que se abría a sus ojos. Su madre, conocida en la Orden dominicana o de Predicadores como “la santa abuela” se ocupó de enseñarle las primeras letras, pero sobre todo las sencillas oraciones cristianas y de inculcarle la recia fe de cristianos viejos que ella y su familia vivían, una fe alimentada por la caridad, virtud que Domingo llegaría a vivir intensamente. Infancia normal, sin acontecimientos extraordinarios a excepción del que en una ocasión vivió con su madre y que conocemos por los primeros biógrafos del santo.
     Doña Juana había dado el vino a los pobres, y cuando su marido, Félix de Guzmán regresó de improviso de una expedición militar y se enteró del hecho pidió a su mujer que le sirviera vino a él y sus hombres. Juana y Domingo rezaron a Dios en la bodega de la casa-palacio y el milagro se produjo; don Félix y sus soldados pudieron beber un excelente vino. El hecho se ha conservado en la memoria histórica y es importante recordarlo, porque probablemente esa fue la primera vez que Domingo, todavía niño, tuvo experiencia del valor y del poder de la oración, otra de las virtudes en las que llegaría a ser tan aventajado que sus biógrafos dicen de él que dedicaba noches enteras a la oración y que de día siempre hablaba con Dios o de Dios: “Cum Deo vel de Deo semper loquebatur”.
     Hacia los siete años de edad y encauzada su vida a la clerecía, Domingo vivió con un tío suyo arcipreste de Gumiel de Hizán (Burgos) y con él aprendió la cultura básica para prepararse a dar el salto a la Escuela diocesana de Palencia, por entonces muy floreciente y antesala de lo que poco después sería el embrión de la primera universidad de España. Allí, hacia 1185-1186, se presentó el adolescente Domingo de Guzmán y en Palencia permanecerá hasta, más o menos, cumplir los veinticuatro años de edad dedicado a estudiar y a rezar. Estudió letras, dialéctica, teología, sagrada escritura, especialmente el Nuevo Testamento, del que llegará a aprender de memoria gran parte del evangelio de san Mateo y de las epístolas paulinas, que siempre llevaba consigo. En Palencia creció y se desarrolló ya su gran personalidad humana y espiritual, de la que han quedado rasgos indelebles y de exquisita calidad.
     Domingo era reservado por naturaleza, meditabundo, estudioso, amante de la soledad, contemplativo. Pero esas cualidades no le hacen cerrarse al mundo y huir de él, sino todo lo contrario. Es un joven “adulto” abierto, alegre, permeable y caritativamente solidario con las desgracias y penurias de sus semejantes. Lo puso bien de manifiesto cuando Palencia sufrió una terrible hambruna de las que azotaban de cuando en cuando a España. En tal ocasión, Domingo llegó a vender hasta sus valiosos libros anotados de su propia mano, al tiempo que decía: “No puedo estudiar en pieles muertas [los pergaminos] mientras las vivas [las personas] se mueren de hambre”. Vivía el Evangelio de la caridad, la parte de él que mejor conocía: “Porque tuve hambre y me diste de comer” (Mateo 25, 35). Y todavía, años después, su caridad se convertirá en heroica, cuando en cierta ocasión estuvo dispuesto a cambiarse por uno al que en una incursión sarracena habían hecho esclavo. La levítica Palencia fue para él como un Nazaret y un desierto donde recibió mucho para después seguir dándolo a los demás.
     Terminada su experiencia palentina, Domingo se trasladó a Osma (1196) para formar parte de su Capítulo catedralicio y hacerse canónigo regular. Allí conocerá al que después será su entrañable amigo y obispo Diego de Acebes (o Acebedo), por entonces prior del cabildo, y al obispo de la diócesis Martín de Bazán. En Osma, Domingo recibe el sagrado orden del sacerdocio envuelto en un gozo espiritual extraordinario.
     Desde entonces, cuando celebre casi a diario la santa misa, será favorecido con “el don de lágrimas”. Comenzaba el segundo gran desierto de Domingo: silencio, contemplación, estudio aunque también la actividad ministerial. En Osma pasará los próximos años, hasta 1203, desempeñando los cargos de sacristán del cabildo, de subprior a pesar de ser muy joven y participando activamente en la reforma que se había iniciado dentro de la comunidad y cuyo objetivo era recuperar el ideal de vida de los apóstoles con una sola alma y un solo corazón (cfr. Hechos, 4, 32). Sin saberlo aún con exactitud, Domingo se preparaba en Osma para la que sería su futura y principal misión en medio de la Iglesia: predicar insistente e incansablemente, con la vida y la suave fuerza de la palabra, hasta la misma víspera de su muerte, a Jesucristo muerto y resucitado (cfr. 2 Timoteo, 4, 2).
     La ocasión de ver de cerca cuánta era la mies y cuán pocos los operarios (cfr. Mateo 9, 37) se le iba a presentar bien pronto. Corría la primavera de 1203 y una circunstancia imprevista, pero sin duda providencial, obligó a Domingo a abandonar la tranquila y recoleta soledad del claustro osmense. Alfonso VIII de Castilla encargó al obispo Diego de Acebes una misión real con destino a Dinamarca y el obispo quiso que su amigo Domingo lo acompañara. Aquellos mundos de horizontes misteriosos e infinitos que hacía años vislumbró desde el torreón de Caleruega se abrían ya para Domingo como una realidad llena de atractivo y de un inmenso trabajo apostólico.
     Concertada la boda real, objetivo del viaje, al final no pudo realizarse por haber muerto poco después la princesa elegida. Pero antes de regresar a España la comitiva regia, Domingo y su obispo Diego visitaron el corazón de la cristiandad. Los viajes realizados a  través de Francia y de otras tierras hasta llegar a las del norte de Europa, habían lacerado los corazones y las almas de ambos apóstoles. Habían visto a millares de ovejas sin pastor (cfr. Mateo 9, 36) y peor aún, a muchas de ellas rodeadas y acorraladas por lobos feroces. Estremecidos ambos, decidieron que era urgente informar detalladamente al papa Inocencio III (1198-1216), quien ya sabía algo, e intentar poner remedio evangélico lo antes posible, pues en el sur de Francia lobos rapaces devoraban a la Iglesia. El corazón apostólico de Domingo se quedó prendido del Mediodía francés cuando vio con sus propios ojos hasta dónde hacía mella la herejía cátara.
     Después de una larga y fatigosa caminata de regreso a España, Domingo descubrió que el dueño de la posada en la que se albergaron era hereje. Le faltó tiempo para iniciar una conversación que duró toda la noche, un diálogo agudo, razonado, claro, suavemente  persuasivo, y al despuntar el alba el hospedero recuperó la fe y regresó al seno de la verdadera Iglesia. Era el primer triunfo de Domingo en tierra de herejes y contra la herejía, preludio de la cosecha que iría recogiendo no tardando mucho. Pero había que esperar, conocer la situación política, social y religiosa, que era una mezcla casi inseparable, comprender la magia de la herejía, la razón de su éxito en tantas personas y el porqué del fracaso hasta entonces de los evangelizadores. Los cátaros que poblaban el sur de Francia eran descendientes doctrinales del evangelismo del siglo XI, de los valdenses y de otras deformaciones doctrinales más antiguas. Estaban protegidos por nobles (Raimundo VI de Tolosa y otros), y atraían a masas de personas alejándolas de la Iglesia y volviéndolas contra ella. Sus obispos y diáconos, los llamados perfectos itinerantes (predicadores que formaban una capa superior) y sus comunidades edificantes se autollamaban y creían ser los auténticos herederos de los apóstoles y de la Iglesia primitiva. Con una liturgia muy simple y un modo de vida aparentemente pobre intentaban erróneamente revivir el ideal de las primeras comunidades cristianas  atacando y queriendo suplantar a la Iglesia católica romana. Había mucha apariencia en sus vidas y sobre todo demasiado error en su doctrina como para que el teólogo y vir evangelicus que era Domingo de Guzmán no se percatase de la falsedad y los fallos de aquellos descarriados. En realidad, los cátaros (o albigenses, por estar muy presentes en la región de Albí) no comprendían el sentido cristiano del pecado que aborrecían, de la penitencia externa que hacían, de la castidad de que alardeaban, de la salvación a la que se creían predestinados. ¿Quién era realmente Cristo para ellos? ¿qué significaba la Cruz? ¿no rechazaban la materia, lo creado, el mundo, el matrimonio, por creerlo todo ello pecaminoso e imperfecto? Eran gnósticos dualistas y, por lo tanto, incapaces de comprender y de vivir lo esencial del Evangelio, del que sólo imitaban la apariencia. Domingo vio el error y se apenó del estrago espiritual y social que aquella ambigüedad doctrinal producía en masas enteras de gentes sencillas e ignorantes.
     No regresaría a España dejando a aquella multitud a la deriva. Era cierto que algo se venía haciendo desde tiempo atrás, pero sin resultados positivos. Los buenos monjes cistercienses, legados pontificios, no habían dado con la clave del éxito; les faltaba la pedagogía adecuada para convertir a los herejes: mejor preparación doctrinal y un poco más de ejemplo, justo todo lo que tenían Diego y Domingo. En junio de 1206, en Montpellier, ambos misioneros se encontraron con tres de aquellos legados y les dieron la fórmula para vencer a los herejes. Era muy sencilla; se trataba de unir vida y doctrina, palabras y hechos, hacer sencillamente y con verdadera humildad lo que Cristo recomendó a los apóstoles. “No llevéis con vosotros oro, ni plata, ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón” (Mateo 10, 9-10). La suerte estaba echada.
     Aquel encuentro fue decisivo. Domingo se convierte entonces y para siempre en predicador de la gracia, en vocero de Jesucristo, imitando en todo el modo de vida de los apóstoles. Las conversiones se multiplican y la noticia de la nueva predicación corre de ciudad en ciudad: Montpellier, Servian, Béziers, Carcasonne, Toulouse y otras se benefician de la presencia de los nuevos predicadores. Destaca Domingo, que ya ha protagonizado un hecho extraordinario. Un libro escrito por él conteniendo doctrina verdadera fue sometido al juicio del fuego y aunque fue arrojado tres veces a las llamas no se quemó. La gente va recuperando la fe y algunos herejes se convierten. La doctrina y el ejemplo de vida de Domingo y su grupo son incontestables.
     En 1207, se instala en Prouille (Prulla), a los pies de Fanjeaux, que era uno de los focos principales del catarismo, para desde allí continuar la predicación de Jesucristo. El obispo Diego tiene que regresar a su diócesis y la muerte le sorprende en Osma el 30 de diciembre de ese año; otros compañeros se vuelven a sus abadías y Domingo queda prácticamente solo en medio de un nido infectado por la herejía y revuelto por los intereses políticos de los señores feudales de la región, que luchaban entre sí (Pedro de Aragón, Raimundo de Toulouse, Raimundo-Roger Trencavel). Para colmo de males el legado pontificio Pedro de Castelnau es asesinado en 1208 por un familiar del conde de Toulouse y el papa Inocencio III entró en acción estallando la cruzada de 1209, que puso en llamas a la región de Albí. Simont de Monfort será el encargado de pacificar los ánimos, aunque fuera a costa de sangre y fuego. En poco más de tres años, este cruzado, tan intrépido como ambicioso, puso orden en el caos del Mediodía francés muriendo muchos herejes en la hoguera. Aquel método de “pacificar” y de “convencer” a los herejes repugnaba y le era totalmente contrario a Domingo de Guzmán, cuya predicación y evangelización se veía frenada por el furor de las huestes cristianas de Simón de Monfort.
     El método evangelizador de Domingo, como hizo con el hospedero, era el de la suave persuasión, el de la paciencia que todo lo alcanza con la gracia de Dios, el de la paz, el de convencer con razones y hechos a los extraviados para atraerlos a la fe verdadera y a la Iglesia única de Jesucristo. ¿Cómo se podía matar en nombre de Cristo y de su Iglesia? Pero a pesar de tantas contradicciones y peligros, él continuó en la brega.
     En circunstancias tan adversas, Chesterton escribe que Domingo hubo de ponerse y seguir al frente de una formidable campaña para la conversión de los herejes, y que consiguiera hacer volver a lo antiguo a masas de personas tan alucinadas con sólo hablarles y predicarles supone un enorme triunfo digno de colosal trofeo.
     Mientras mantuvo su centro de operaciones en Prulla (1207-1213) a Domingo se le unió un grupo de mujeres jóvenes, casi todas nobles, a quienes sus padres habían entregado a los cátaros para que las educasen, pero que ellas, de origen enteramente católico, habían conseguido escapar de la herejía. El grupo fue creciendo y Domingo, que demostrará tener un tacto especial en el trato y ministerio con las mujeres, como atestiguarán después las beatas dominicas Cecilia y Diana, se convirtió en el protector y alma de aquel grupo, embrión y corazón de lo que más tarde serían las monjas dominicas de clausura. Al propio Domingo se deben las fundaciones de los monasterios Prulla, Fanjeaux, Toulouse, Roma, Bolonia y Madrid.
     A partir de la fundación de Prulla, y al menos en la oración, la alabanza, el sacrificio y el afecto, Domingo no estará ya nunca solo; sus hijas serán su ejército de retaguardia.
     A las de Prulla les procuró rentas necesarias con las que vivir dignamente y sin preocupaciones y les escribió una Regla para que vivieran conforme a ella en caridad y comunión; algo parecido haría más tarde con las dominicas de Madrid.
     Pero ¿quién le acompañaría y ayudaría en el duro y cotidiano bregar de la santa predicación itinerante? Domingo va gestando la idea de formar una familia religiosa dedicada al estudio para la evangelización y viviendo, como él, al estilo de los apóstoles. El obispo Fulco de Toulouse le confía la parroquia de Fanjeaux y poco a poco se le van uniendo algunos compañeros animados del mismo espíritu. ¿Por qué no formar con ellos la comunidad de Hermanos Predicadores, que tanto le rondaba en la cabeza y le latía en el corazón? Meditando y rezando en Toulouse (1215) Domingo perfila, renueva y refuerza su idea. No se trataba de una empresa provisional y localista, sino de una perdurable y universal; quería fundar una nueva y original Orden religiosa en la que el binomio monje-apóstol fuera inseparable. Pedro Seila, vecino distinguido y acomodado de Toulouse, visitó con otro compañero a Domingo y le dio unas casas para comenzar el proyecto. La fundación de los futuros dominicos se puso en marcha en la primavera de aquel año de gracia.
     En junio, el obispo Fulco aprobó la nueva familia de predicadores diocesanos. Sus miembros, dirigidos por Domingo, vivirían en comunidad, pobreza, castidad y obediencia dedicados con ahínco a predicar a Jesucristo. No sólo predicarán contra la herejía y a los herejes, sino la totalidad de la doctrina y a todas las gentes participando así de la entera y misión pastoral del obispo. Pero la Predicación de Toulouse, como se llamó a la nueva fundación en sus primeros años, no satisface aún plenamente a Domingo. Acogido él y los suyos a la protección del obispo, la subsistencia de la comunidad estaba demasiado asegurada, mientras que el fundador prefiere la pobreza radical, vivir de la mendicidad. Por otro lado, ser predicadores y pastores sólo de una diócesis ¿no recortaba las miras universales de evangelización que Domingo llevaba dentro de sí? ¿no había herejes en otras partes? ¿y los paganos que vio en sus viajes camino de Escandinavia y los de otros mundos de los que había oído hablar? ¿y qué sería de tantas otras ovejas que aún estando dentro de la Iglesia parecían no tener pastores? Domingo estaba contento, pero no satisfecho. Su plan apostólico de evangelización debería llegar a toda la Iglesia y rebasar sus fronteras.
     ¿Cómo conseguirlo? En 1215, el Papa convocó el IV Concilio de Letrán y el obispo Fulco y Domingo se dirigieron a Roma; hablarían con Inocencio III para pedirle que confirmase lo ya hecho por el obispo Fulco y ampliase las competencias del grupo fundado por Domingo, que quiere ser y llamarse Orden de Predicadores. La predicación era precisamente por entonces uno de los problemas más acuciantes para el Papa y para la Iglesia, como recordará el canon 10 del mismo concilio.
     Lo aprobado por Fulco fue ratificado por Inocencio y mandó a Domingo que eligiera una Regla de vida ya aprobada y que después de un tiempo prudencial volviera a verle.
     Regresado a Francia y apoyado siempre por Fulco, Domingo establece comunidades de predicadores en Toulouse (iglesia de San Román), Pamiers y en Puylaurens, comenzando así la red de casas de la santa predicación, que pronto se extendería por toda la región de Albí. La Regla de vida que adoptaron fue la de san Agustín, añadiendo una serie de prescripciones o de régimen de vida que regulara la vida cotidiana de la comunidad (liturgia, ayunos, vestido, alimentación); se estaban poniendo las bases de la legislación dominicana, de la Orden de Predicadores que estaba a punto de ser aprobada por el Papa.
     Domingo regresa a Roma cuando Inocencio III acababa de morir el 16 de julio de 1216. Pero no hay por qué alarmarse; el nuevo papa Honorio III (1216-1227), aconsejado por el amigo de Domingo el cardenal Hugolino, -futuro Gregorio IX (1227-1241)- se mostró tanto o más favorable a la idea que su antecesor.
     Fue, pues, este Papa quien el 22 de diciembre de 1216 y el 21 de enero de 1217 confirmó la Orden de Domingo dándole a él y a sus frailes el título de Predicadores. La Rota del Papa, con su firma y la de dieciocho cardenales, fue llevada por Domingo a San Román de Toulouse, cuna de la Orden, en el invierno de 1217. Todos rebosaban de gozo. En el texto papal se recoge manifiesta y bellamente la idea y el ideal de Domingo. Se lee en la bula de aprobación: “Aquél que insistentemente fecunda la Iglesia con nuevos hijos, queriendo asemejar los tiempos actuales a los primitivos y propagar la fe católica, os inspiró el piadoso propósito de abrazar la pobreza y profesar la vida regular para consagraros a la predicación de la palabra de Dios, evangelizando a través del mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo”. (Constitución fundamental, I, 1). Lo que quería Domingo era seguir anunciando a Jesucristo, al estilo de un nuevo san Pablo, a todas las gentes, lenguas, razas y naciones (cf. Mateo 28, 29; Marcos 16, 15; Lucas 24, 47), en toda la Iglesia apoyado en la autoridad de su Pastor universal.
     La Orden de Predicadores está fundada y aprobada; ahora hay que expandirla. Domingo se atreverá a dispersar ya a su minúsculo grupo de frailes. Y a los que asombrados y con cierto temor dudan de la oportunidad les dice con resolución: “No queráis contradecirme, yo sé bien lo que me hago”. El hecho se conoce en la Orden como “el Pentecostés dominicano”. A mediados de 1217, un puñado de frailes marcha a París, otro más pequeño a España, dos van a atender a las monjas de Prulla y otros dos o tres se quedan en Toulouse. Domingo, otra vez solo, ha tomado esta resolución porque sabe que el trigo sembrado fructifica, pero amontonado se corrompe. Le quedan pocos años de vida y quiere ver a su Orden implantada cuanto antes en los centros más importantes de la cristiandad, allí donde se estudia (París, Bolonia, Oxford, Salamanca) y bulle la vida, en los burgos; quiere ver a sus frailes enseñando en las cátedras y predicando en las iglesias. “Ve y predica” es el santo y seña que resuena constantemente en el corazón y alma de Domingo.
     En 1218 parte para Roma y obtiene bulas papales que le irán abriendo a él y a sus frailes las puertas de las diócesis para poder predicar y fundar conventos. Recluta vocaciones (Reginaldo de Orleans) y abre convento en Bolonia; después pasa por Prulla y luego, siempre a pie, mendigando el pan y predicando por donde pasaba, se encamina hacia España, la querida tierra natal que no veía desde hacía trece años. ¿Dónde estuvo y por dónde pasó? Los conventos más primitivos de España quieren ser todos fundación del propio Domingo; los de Segovia, Salamanca, Brihuega, Vitoria y otros quieren hundir sus cimientos en la visita del fundador. En diciembre llega a la futura capital de España y tiene la dicha de ver que fray Pedro de Madrid ha trabajado bien. Se abre un monasterio de monjas, que servirá, además, de punto de apoyo de la labor de los frailes; era como una copia de Prulla. En Madrid queda su hermano Manés, y Domingo deja a las monjas una bella carta, uno de los poquísimos escritos y a la vez reliquia que de él se conservan. La Navidad la pasa en Segovia y en una cueva a las afueras de la ciudad vive experiencias espirituales de alta mística. Desde entonces el lugar se denomina “la santa cueva”. Se duda si pasó por Caleruega y se detuvo en el Burgo de Osma, lugares tan queridos y llenos de recuerdos para él. Pero lo que vino a hacer a España lo hizo: implantar su Orden en su propia tierra.
     En marzo de 1219 está ya en Toulouse y antes de terminarse la primavera se encuentra en París. Rebosó de gozo al encontrar a treinta frailes jóvenes viviendo en el convento de Santiago bajo la paterna autoridad de fray Mateo de Francia, uno de los primeros compañeros del fundador. Los comienzos habían sido muy difíciles, pero París bien valía algún sacrificio. Antes de abandonar la ciudad del Sena envía frailes a Orleans, Limoges y Poitiers y atrae a la Orden a Jordán de Sajonia, su primer biógrafo y sucesor al frente de la Orden. Su recibimiento en Bolonia, en agosto de 1219, fue de profunda veneración. La comunidad, regida por fray Reginaldo de Orleans es numerosa, viva, estudiosa, fraterna, viviendo alrededor de la iglesia de San Nicolás. Reginaldo, antiguo profesor en París, predicaba como un nuevo Elías y atraía a muchos estudiantes al convento. ¿Qué más podía pedir Domingo? Rebosa de gozo pensando en las grandes empresas evangelizadoras que podrán realizar aquellos futuros atletas de la fe. A unos los envía al norte de Italia, donde también había herejía y él mismo irá pronto; a otros los manda a fundar conventos a Hungría (para evangelizar a los cumanos, deseo ardiente de Domingo), Escandinavia, Alemania.
     Permanece en Bolonia un tiempo, ultimando la formación espiritual de la comunidad y preparando los pasos sucesivos que había que dar, y después baja a Viterbo, donde se encontraba el Papa. Honorio III le encarga que organice la vida religiosa de ciertos grupos de monjas en Roma (de donde nacerá el monasterio de San Sixto, evocador de recuerdos del santo) y la organización de una campaña evangelizadora en Lombardía. El Papa dona a Domingo la magnífica basílica de Santa Sabina, actual curia general de la Orden y donde se conserva y venera la celda del santo fundador.
     El día de Pentecostés de 1220, que ese año cayó a 17 de mayo, preside el primer Capítulo General de la Orden, en el convento de Bolonia. Acudieron frailes de España, Provenza, Francia, Lombardía, Hungría, Roma. Domingo quiere renunciar a dirigir la Orden, pero los frailes no lo permiten. Con los capitulares, Domingo –que reunidos son la máxima autoridad de la Orden– el fundador quiere regularizar lo ya hecho y fundamentar y legislar el futuro de la Orden de Predicadores: hacer unas Constituciones por las que los frailes y los conventos se rijan, unas leyes sencillas y animadas por una inspiración común y básica: el espíritu del Evangelio a imitación de los apóstoles.
     Ésta era la norma fundamental, lo demás se iría adaptando según las circunstancias y las necesidades de la misión. El segundo y último Capítulo General al que asistió Domingo se celebró en 1221, también en Bolonia y por Pentecostés, y en él se completó la legislación anterior y se crearon varias Provincias de la Orden, entre otras la de España.
     Domingo siente debilitado su cuerpo, al que ha sometido a disciplinas y rigores durísimos, y siente que se muere. Pero ha creado y cimentado sólidamente su obra. Deja a la Iglesia una familia religiosa apostólica e intelectual presente y activa en las ciudades más importantes de Europa y a punto de traspasar sus fronteras, dirigida por un Maestro general, cabeza de la Orden, y perfectamente articulada por una legislación flexible y dinámica. Domingo de Guzmán, cargado de méritos y de santidad, hacedor de milagros, varón evangélico, murió rodeado del cariño y de las lágrimas de sus hijos, en Bolonia, a 6 de agosto de 1221, fiesta de la Transfiguración del Señor. Fue canonizado por Gregorio IX el 3 de julio de 1234 y sus restos descansan y se veneran en un magnífico sepulcro en la basílica dominicana de San Domenico, en Bolonia. Su fiesta se celebra el 8 de agosto (José Barrado Barquilla, OP, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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