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martes, 27 de diciembre de 2022

El altorrelieve "San Juan Evangelista ante Portam Latinam", de Martínez Montañés, en la sala IV del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el altorrelieve "San Juan Evangelista ante Portam Latinam", de Martínez Montañés, en la sala IV del Museo de Bellas Artes, de Sevilla
     Hoy, 27 de diciembre, Fiesta de San Juan, apóstol y evangelista, hijo de Zebedeo, que junto con su hermano Santiago y con Pedro fue testigo de la transfiguración y de la pasión del Señor, y al pie de la cruz recibió de Él a María como madre. En su evangelio y en otros escritos se muestra como teólogo, habiendo contemplado la gloria del Verbo encarnado y anunciando lo que vio (s. I) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
     Y que mejor día que hoy para ExplicArte el altorrelieve "San Juan Evangelista ante Portam Latinam", de Martínez Montañes, en la sala IV del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
     El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
   En la sala IV del Museo de Bellas Artes podemos contemplar el altorrelieve "San Juan Evangelista ante Portam Latinam", de Martínez Montañés (1568-1649), siendo una imagen en madera de pino y cedro policromado, estofado y dorado en estilo renacentista, realizado en 1638, con unas medidas de 1'15 x 0'81 m. para el Retablo de San Juan Evangelista de la Capilla del jurado Luis de Venegas, en el Convento de la Pasión, de donde procede tras la desamortización, en 1869.
     El Evangelista, desnudo de medio cuerpo, con la vista elevada y las manos juntas en oración sobre el pecho, está sumergido hasta la cintura en una gran caldera (la tina). Todo el tratamiento es de gran originalidad, destacando el aire orientalizante dado a la tinaja adornada con cabezas y garras de leones. La figura de San Juan se representa con formas suaves y clásicas, transmitiendo resignación ante el sufrimiento que está soportando (web oficial del Museo de Bellas Artes, de Sevilla).
     Los textos  originales  de los  contratos  firmados  por  este maestro  imaginero  nos  hablan de la calidad artística y del prestigio de que gozó entre sus contemporáneos,  quienes lo llamaron el «Dios de la madera y el «Lisipo andaluz», siendo significativo el texto del tercer contrato del retablo de San Miguel de Jerez, donde se dice que lo debe hacer él «por ser persona tan eminente en su facultad en estos reinos» y por «la grande satisfacción que se tiene de su persona y cristiandad y habilidad y suficiencia». Nacido en 1568 en Alcalá la Real (Jaén), desde niño dio muestras de sus facultades artísticas, pasando, hacia 1579, al taller de Pablo de Rojas, en Granada, para su formación. Allí debió de empaparse, además, del arte escultórico dejado en la ciudad por los maestros renacentistas y, según se aventura, hasta colaborar con su maestro en la magna obra del retablo del templo de San Jerónimo, lugar y ocasión en la que conocería a Juan Bautista Vázquez el Mozo, a quien se le atribuye la indicación para que el joven Montañés viniera a Sevilla, hacia 1582.
   Introducido en la Sevilla que, como consecuencia de Trento y de las reformas litúrgicas, busca un nuevo espíritu realista capaz de enseñar y ser comprendido por los fieles, Montañés recibe el influjo de Jerónimo Hernández en lo tocante a la sensibilidad; de Andrés de Ocampo, la ampulosidad, y de Núñez Delgado, la monumentalidad compositiva; además, en líneas ge­nerales, conecta con los principios de la escuela hispalense surgida en torno a Vázquez el Viejo, adoptando la correcta técnica, la elegancia y la delicadeza. Aunque se dice que su período formativo no concluye hasta 1605, lo cierto es que, desde 1588, es ya «Maestro en el arte de escultor y entallador de Romano y arquitecto», tras superar el correspondiente examen ante los veedores del gremio Gaspar del Águila y Miguel Adán. En 1590 está documentado su más antiguo contrato de aprendizaje, el de Ambrosio Tirado, lo que indica que su taller tiene ya prestigio y, en 1596, tiene documentado a Melchor de los Reyes como Oficial a sus órdenes. Además, aunque en su mayoría estén por identificar, están ya documentadas numerosas obras de esta época, como lo demuestran trabajos de la categoría de su San Cristóbal (1597), para la imaginería, o el Tabernáculo del Santo Crucifijo (1591), de Santiponce, su primer retablo.
   Ahora bien, la etapa más productiva e importante de Montañés son los años comprendidos entre 1605 y 1620, cuando sus obras, asimiladas las enseñanzas granadinas e hispalenses, se llenan de belleza, delicadeza y serenidad. Como imaginero, citaremos, como lo más destacado, el maravilloso Crucificado de la Clemencia (1604-1605), modelo iconográfico para sus discípulos; el Niño Jesús (1606-1607), de la Hermandad Sacramental del Sagrario, todo un alarde compositivo; y, la madurez de la inspiración, la talla de Jesús de Pasión, la única imagen procesional del maestro. Como retablista, sus trabajos con Juan de Oviedo el Mozo y Francisco Pacheco. Ahora realiza, entre otros muchos, el del Pedroso y, sobre todo, el Mayor del monasterio de San Isidoro del Campo (1609).
   Entre 1620 y 1630 su producción es menos numerosa, pero no menos importante, debiendo resaltar la bellísima imagen de la Inmaculada Concepción «La Cieguecita» (1628), el amplísimo trabajo para la Cartuja de Jerez de la Frontera (1620) o el retablo del convento sevillano de Santa Clara (1621). Los años finales, hasta su muerte en 1649, víctima de la epidemia de peste, muestran su faceta más barroca, habiéndonos legado trabajos como el San Bruno (1634), el retrato de Felipe IV (1635) y, fundamentalmente, el retablo mayor de la iglesia de San Miguel de Jerez (1641), obra monumental en la que aparece la mano de sus colabora­dores y del renovador José de Arce.
   El retablo Mayor de la iglesia del convento hispalense de Portaceli fue contratado en 1605 por don Diego González de Mendoza con Juan Martínez Montañés y Francisco Pacheco, haciendo el primero la arquitectura y la escultura, y el segundo la pintura y la policromía.
   Asentado en 1609, permaneció allí hasta 1835 en que, tras la Desamortización, fue desmontado y desmem­brado, conservándose en el Museo, desde entonces, la escultura más sobresaliente: la imagen de Santo Domingo de Guzmán penitente, que presidía el retablo. Alabada por Pachecho, ha sido siempre ponderada por reflejar la preocupación de Montañés por la perfección y clasicismo. Fechada, por Hernández Díaz, entre 1606 y 1607, representa al Santo, recogiendo la enseñanza de Torrigiano, arrodillado, desnudo hasta la cintura, con el hábito caído, en actitud penitente, sosteniendo en su mano izquierda un Crucifijo y en la derecha un flagelo con el que se azota la espalda. Su bella cabeza, de grueso cerquillo y modelada barba, está animada de una expresión extraordinaria, reflejando el atemperado naturalismo de Montañés. 
   Tras la segunda Desamortización, en 1868, pasaron al museo numerosas obras de arte procedentes de los retablos desmontados del convento sevillano de las monjas de Pasión. Junto con las pinturas de Francisco Pacheco y Francisco Varela, fragmentos desgajados de los retablos de los Santos Juanes, ingresó este Martirio de San Juan Evangelista o San Juan en Portam Latinam, que remataba el retablo contratado, en 1638, por Martínez Montañés para la Capilla del jurado Luis Vergara...
...Este altorelieve, lleno de sentido pictórico en su paisaje y con gran composición escenográfica, nos narra el martirio del apóstol preferido de Jesús en una caldera de aceite hirviendo, prueba de la que salió inmune. Metido en el recipiente hasta la cintura, aparece la figura del autor del Apocalipsis, con el torso desnudo, sin acentuar demasiado la antomía, las manos sobre el pecho, en actitud orante, la cabeza inclinada, con ampulosa cabellera larga y cerrada barba (Enrique Parejo López, Escultura, en Museo de Bellas Artes de Sevilla, Tomo I. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Leyenda, el Culto y la Iconografía de San Juan Evangelista
   Apóstol y evangelista al mismo tiempo, en la Iglesia griega lo denominan Theologos porque ha probado la divinidad de Jesucristo mejor que nadie. Esta expresión en inglés fue traducida Divine y en ruso Bogoslov, palabras que se asociaron a su nombre.
LEYENDA
   Era hijo del pescador Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor.
   Después de haber seguido la predicación de san Juan Bautista, fue llamado por Cristo al mismo tiempo que su hermano Santiago. Aquél lo eligió como uno de los Doce apóstoles y se convirtió en el discípulo preferido.
   Asistió a las Bodas de Caná, y la leyenda incluso pretende que haya sido el novio. Es uno de los tres apóstoles que acompañaron a Cristo en el monte Tabor, durante su Transfiguración, y en el de Los Olivos, durante su agonía. Durante la Santa Cena, apoyó la cabeza sobre el pecho de su maestro, quien luego, desde lo alto de la cruz, le confiaría la misión de cuidar de su madre. Un grupo de heréticos del siglo XVI que interpretaron de manera literal las últimas recomendaciones de Jesús a su madre «Mujer, he aquí a tu hijo», pretendieron que san Juan era un hijo de la Virgen.
   Cuando supo que el cuerpo de Cristo ya no estaba en la tumba, corrió al Santo Sepulcro con san Pedro.
   Cuando murió la Virgen, a quien llevara consigo a Éfeso, a su casa, el santo fue el encargado de llevar ante su féretro la palma que un ángel trajera desde el Paraíso.
   Predicó el Evangelio en Judea y Asia Menor. En Roma, donde residía durante la persecución de Diocleciano, fue sumergido en un caldero de aceite hirviente que le hizo el mismo efecto que un baño refrescante. «El aceite hirviente -escribió Ribadeneira- se convirtió en rocío del cielo y Juan salió de la cuba más sano de lo que entrara, como el oro que se retira del horno.»
   Acusado de magia, se exilió en la isla de Patmos, una de las Espórades, don­de habría escrito el Apocalipsis.
   Después de la muerte del emperador Domiciano, fue autorizado a regresar a Éfeso. El sumo sacerdote del templo de Diana le hizo beber una copa de veneno que había fulminado a dos malhechores poco antes; pero él hizo la señal de la cruz y absorbió el contenido sin experimentar daño alguno. Fue en Éfeso donde, a la edad de noventa años, habría escrito el cuarto Evangelio.
   La historia de su muerte y su ascensión presenta semejanzas con la leyenda de la Virgen que no son fortuitas, ciertamente. Ambos son advertidos por un ángel de su próxima muerte. Los discípulos no encuentran su cuerpo en la tumba que había cavado él mismo, y desde la cual había emprendido el vuelo hacia el Paraíso. 
   Esta tradición, popularizada por la Leyenda Dorada, procede de la interpretación errónea de un pasaje de su Evangelio (21: 22) 1. En el canto XXV del Paraíso, Dante pone en boca del apóstol un desmentido a esta leyenda, san Juan declara formalmente que la Ascensión corporal ha sido reservada a Cristo y a la Virgen.
   Según la crítica moderna, el Apocalipsis no pudo ser del mismo autor que el cuarto Evangelio, y ni uno ni otro serían obra del apóstol san Juan. El Apocalipsis fue atribuido a su homónimo, el presbítero Juan, que lo habría redactado entre los años 90 y 125.
CULTO
   Está considerado como un mártir, aunque haya sobrevivido al baño de aceite hirviente, y la ausencia de su osamenta no lo ha perjudicado más que a la Virgen María. Por un infrecuente privilegio, la Iglesia le ha consagrado dos fiestas, una de las cuales corresponde al suplicio de la Puerta Latina y la otra a su natalicio, es decir, a su muerte.
Lugares de culto
   En el Mediterráneo oriental, el culto de san Juan tenía como centro principal la ciudad de Éfeso donde murió, y la isla de Patmos en el Dodecaneso, donde estuvo desterrado.
   En Patmos, donde san Cristódulo fundó en el siglo XI un monasterio puesto bajo la advocación de San Juan, se muestra la gruta donde tuvo sus visiones y donde habría escrito el Apocalipsis; y la piedra hueca engastada en un nimbo de plata, que le sirviera de almohada, y el peñasco desde el cual habría arrojado al mar al falso sacerdote Kynops.
   En Occidente, su culto se desarrolló naturalmente en Roma, en cuya Puerta Latina habría padecido el suplicio del baño de aceite hirviente. En ese lugar se edificó un oratorio que se puso bajo la advocación de S. Giovanni in Oleo. Pero la principal iglesia edificada en su honor es la basílica de San Juan de Letrán (San Giovanni in Laterano), que entre otras reliquias pretendía poseer «la taza donde estaba el veneno que le hicieron beber».
   Entre las otras iglesias que se le dedicaron en Italia, citemos las de Bolonia (S. Giovanni in Monte), Pistoia (S. Giovanni Evangelista), Forcivita (Fuor­ civitas) -llamada así porque estaba situada extramuros de la ciudad-, Parma y Rávena.
   En Francia, se puso bajo su advocación la catedral de Besançon; en España, la iglesia de San Juan de los Reyes, en Toledo, fue decorada en su honor con gigantescas águilas heráldicas; en Alemania, se le consagró la catedral de Magdeburgo y en Holanda la de Bois le Duc.
   San Eduardo el Confesor, que le profesaba una particular devoción, difun­dió su culto en Inglaterra.
Patronazgos
   Presunto autor de uno de los cuatro Evangelios y del Apocalipsis, san Juan era el patrón de los teólogos, y en general, de los escritores. Sus numerosos pa­tronazgos de corporaciones se explican casi todos por el suplicio en la Puerta Latina. La cuba de aceite hirviente donde fue sumergido, le valió el voto de los bataneros, tintoreros y armeros, particularmente expuestos a las quemaduras, los candeleros o fabricantes de cirios que hacían hervir el sebo y vendían aceite de quemar, los aceiteros o propietarios de molinos y lagares de aceite (Ólmüller). 
 Con el nombre de san Juan Puerta Latina, también es patrón de los impresores, libreros, encuadernadores, papeleros, copistas de manuscritos, grabadores al buril o talla dulce, porque casi todos los libros de la Edad Media estaban escritos en latín, o quizá porque san Juan aparece representado con frecuencia escribiendo el Apocalipsis junto a su águila, de cuyo cuello pende un tintero. Pero estos patronazgos pueden explicarse, más simplemente, como los anteriores, por la cuba de aceite donde fue inmerso. Los impresores empicaban una tinta oleosa que han comparado con el aceite. Otro tanto ocurre con los grabadores. La tela que emplean los fabricantes de papel se ma­cera en cubas y los encuadernadores también emplean pieles curtidas en cubas de madera.
   Además, el nombre Puerta Latina le habría valido, a causa de un horrible juego de palabras, el culto de los viticultores de Borgoña, quienes portent la tine (llevan la tina), es decir, un cuévano de racimos. Al menos es la explicación corriente de ese patronazgo, y el abuso con los juegos de palabras en iconografía da a esta hipótesis apariencia de verosimilitud. No obstante, una inicial historiada del Misal dominico de la Biblioteca de Clermond (siglo XIII), donde el caldero de aceite tiene la forma de un tonel (dolium), sugiere otra posibilidad: quizá lo que haya dado nacimiento a este patronazgo, al igual que al de los toneleros, sea el hecho de que el caldero tiene forma de barrica, y que en su interior san Juan, con el torso desnudo, se asemeja a un vinicultor pisando uva.
   En suma, es la cuba de aceite hirviente la que originó casi todos los patronazgos de tan diversos oficios. Y también por esta razón san Juan era invocado contra las quemaduras.
   Sin embargo, algunos de estos padrinazgos tiene otro origen. Puesto que Cristo le había confiado a su madre, la Santísima Virgen, desde lo alto de la cruz, se convirtió en Virginis custos y por extensión en Virginum custos, es decir, protector de las vírgenes y de las viudas.
   A causa de la leyenda de la copa de veneno, san Juan también protegía contra los venenos. Se llamaba vino de san Juan (Johannesminne) a un sacramental que protegía contra el veneno, y en general, contra las intoxicaciones alimentarias. Es a este título que a veces san Juan aparece representado en las fachadas de las farmacias (por ejemplo en Romans, en el Delfinado), formando pareja con Esculapio, el dios médico, quien también tiene como atributo una serpiente.
   Otro de sus milagros, la transmutación de las cañas en oro y de los pedruzcos en piedras preciosas le ha valido el patronazgo de los alquimistas en bus­ca de la piedra filosofal.
ICONOGRAFÍA
   La iconografía de san Juan ofrece dos tipos muy diferentes. En Occidente, por lo general se lo representa joven e imberbe: es el más joven de los doce apóstoles, el virginal (parthenios), mientras que en el arte bizantino aparece con los rasgos de un anciano de barba blanca (presbytes). Esta segunda representación se basa en el versículo de Juan, 21: 22: donde Jesús dice: «... Si yo quisiera que éste permaneciese hasta que yo venga...», del cual procede la creencia en la longevidad de Juan, e incluso la de que escaparía a la muerte.
   Sus atributos más constantes y característicos son el águila, la copa de veneno, el caldero de aceite hirviente y la palma del Paraíso.
   1. A título de autor de un Evangelio y del Apocalipsis, tiene como atributo un águila que le sirve de pupitre o le presenta un tintero en el pico. En las miniaturas carolingias, a veces él mismo está representado con cabeza de águila (aétocéphale).
   2. En los ciclos de los apóstoles tiene como emblema una copa envenenada de la que escapa el veneno exorcizado por una señal de la cruz, en forma de dragoncillo de una o varias cabezas.
   El atributo de la copa envenenada, que apareció tardíamente, en el siglo XIII, es muy infrecuente en la pintura italiana, que lo ha reemplazado con un libro.
   En el siglo XVII ya no se comprendía el significado del dragoncillo alado, símbolo del poder del veneno, alzándose de la copa, y desapareció en las obras de Lanfranc, Zurbarán y Rubens. 
   Puesto que de acuerdo con la tradición recogida por el Seudo Isidoro de Sevilla, se había intentado envenenar a san Juan empleando un cáliz eucarístico, la copa envenenada con frecuencia tiene la forma de un cáliz donde, en lugar del dragón, encima del recipiente se representa una hostia. Esta variante se explica por un despropósito iconográfico y una contaminación con los atributos habituales de santa Bárbara.
   3. El caldero de aceite hirviente recuerda el suplicio de la Puerta Latina.
   4. La palma que sostiene san Juan no es en absoluto la del martirio, sino la que un ángel había llevado a la Virgen, y que ésta, en su lecho de agonía, le confió para que la llevase ante su féretro en el funeral, con el objeto de espantar a los demonios. No es un atributo constante, como la copa, sino ocasional, reservado a tres temas bien determinados: el Tránsito, el Enterramiento y la Asunción de la Virgen (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Juan Martínez Montañes, autor de la obra reseñada;
   Juan Martínez Montañés González (Alcalá la Real, Jaén, 16 de marzo de 1568 – Sevilla, 18 de junio de 1649). Escultor y arquitecto de retablos.
   Considerado tradicionalmente tanto granadino como sevillano, desde principios del siglo XX se desveló su verdadera patria chica al localizarse su partida bautismal. Fue bautizado el 16 de marzo de 1568 en la parroquia de Santo Domingo de Silos de Alcalá la Real. Sus padrinos revelan la respetable posición familiar: el gobernador de la abadía y la esposa del regidor de la ciudad. Era el segundo vástago del matrimonio formado por el bordador zaragozano Juan Martínez Montañés, además alguacil de la abadía y mayordomo del Hospital del Dulce Nombre de Jesús, y de Marta González, descendiente de los Ramírez de Porcuna, conquistadores de Alcalá.
   Su vocación es herencia paterna, pues, a pesar de sus otros oficios, el padre del escultor fue fundamentalmente bordador en Alcalá y después en Granada e incluso en Sevilla. Probablemente su inserción en el activo núcleo artístico alcalaíno le facultara el contacto con la familia encabezada por el italiano Pedro Raxis Sardo, casado con una alcalaína, cuyo hijo Pablo de Rojas sería el maestro de Montañés en Granada.
   La última obra del bordador zaragozano en Alcalá data de 1580 por lo que en fecha cercana debió tener lugar el traslado familiar a Granada. Allí se formó con el citado Rojas en su taller de la parroquia de Santiago, donde adquiriría la base técnica y el concepto plástico que magistralmente desarrolló más tarde, admiraría el clasicismo del impresionante legado renacentista de la ciudad y conocería un importante conjunto de artistas laborantes en la magna obra del retablo mayor del monasterio de San Jerónimo, como el mismo Rojas y el también escultor Juan Bautista Vázquez el Mozo.
   Quizás a instancias de este último, el joven Montañés marchó a Sevilla, una vez concluido su primer período formativo.
   José Gestoso en su Diccionario fecha en 1582 el ingreso de Montañés en la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús del convento sevillano de San Pablo (hoy parroquia de Santa María Magdalena) y, por tanto, también su estancia en Sevilla, dato que González de León retrasa una década. Sin embargo, la primera noticia documental de Montañés en la capital hispalense es de 1587, cuando otorgó carta de dote en sus desposorios con Ana de Villegas, hija del ensamblador toledano Juan Izquierdo. Recibió como dote más de 160.000 maravedís en bienes muebles y 200 ducados de una tía de la contrayente. El matrimonio se verificó el 22 de junio en la parroquia de San Vicente, en cuya demarcación quedaron avecindados. Era una manera de asegurar la plena inserción laboral en un horizonte profesional denso pero activísimo.
   Llegó a Sevilla completamente formado y seguro de sus posibilidades, como avala su inmediato examen gremial, celebrado el 1 de diciembre de 1588, contando el artista veinte años, superado con notable éxito ante los veedores del arte de los escultores y entalladores de Sevilla, Gaspar del Águila y Miguel Adán. Examinado “en el arte de escultor y entallador de romano y arquitecto [...], hizieron que en su presencia hiziese obra de figuras, una desnuda y otra bestida, y en lo de arquitectura hizo en nuestra presencia planta y montea de un tabernáculo y ensamblaje dél según lo manda la ordenança y labrado de talla a lo romano e todo lo a fecho y hizo e practicado, y dado a las preguntas e repreguntas que se le hizieron buenas salidas y respuestas como buen artífice, por lo cual el dicho juan martínez montañés es ábil y suficiente para poder usar y exercer los dichos artes en todos los reynos y señoríos de su majestad”. Formulismos retóricos aparte, este “acta” de examen evidencia la notable capacitación del artista en edad temprana y explica su rápido encumbramiento en un medio artístico más competitivo, como era el sevillano.
   En Sevilla, la puerta al inmenso mercado de Indias, un potente núcleo escultórico fundado en el magisterio del abulense Juan Bautista Vázquez el Viejo (fallecido en 1589), un hermoso legado artístico medieval, abundantes testimonios de la antigüedad romana y un activo foco cultural en academias y tertulias (como la del duque de Alcalá en la Casa de Pilatos o la del docto canónigo Francisco Pacheco) aguardaban al joven alcalaíno y terminaron de conformar su peculiar estilo y temperamento. El principal estudioso de Montañés, José Hernández Díaz, ha señalado como elementos decisivos en la definición estilística montañesina, junto a los conceptos plásticos y temas iconográficos aprendidos en Granada en el taller de Rojas y en contacto con las obras de San Jerónimo, la tradición de intensidad expresiva de Villoldo, el sentido de poética belleza de Vázquez el Viejo, la monumentalidad miguelangelesca de Jerónimo Hernández y Núñez Delgado, y el matiz barroquizante de dinamismo del también jiennense Andrés de Ocampo. Todo ello dibuja con nitidez los perfiles de un artista culto, bien preparado profesional, intelectual y espiritualmente.
   La capacitación de Montañés queda corroborada por las obras contratadas y colaboraciones documentadas en los años inmediatos. Avecindado desde julio de 1589 en la plazuela del Campanario en la parroquia de la Magdalena, inició un período de creciente actividad, con obras como una Virgen de Belén para el duque de Arcos (1589), una Virgen del Rosario de vestir para el convento de Santo Domingo de Alcalá de los Gazules (Cádiz) en 1590, que puede identificarse con una imagen conservada en la parroquia de esta localidad a la luz de una reciente restauración, y ocho imágenes de la Virgen de la misma advocación con destino a conventos dominicos en el Nuevo Mundo, todas ellas en madera, además de otras obras en piedra y marfil, y de sus primeros retablos. En los documentos de la década final del siglo aparecen como fiadores suyos el escultor y arquitecto Juan de Oviedo el Viejo y los pintores Francisco Pacheco y Alonso Vázquez, para el que labró una imagen de Cristo expirante (1591), entre otros, al tiempo que él mismo se obligaba como fiador de otros colegas y empezaba a figurar en tasaciones diversas. Pese a su juventud, el escultor alcalaíno se veía con la capacidad y la necesidad de tomar discípulos, como Ambrosio Tirado y Alonso Díaz, con los que firmó cartas de aprendizaje en 1590. En 1593 participaba en un concurso para la realización de un retablo en el convento sevillano de San Francisco Casa Grande frente al gran escultor de la Sevilla de su tiempo, Gaspar Núñez Delgado, al que se igualaba al acordar ambos indemnizarse mutuamente si su proyecto no era el elegido. Todo ello habla bien del afianzamiento y éxito de Montañés en el mercado artístico sevillano desde primera hora.
   No fueron años exentos de cuitas. El escultor se vio implicado en el asesinato de un tal Luis Sánchez perpetrado en el compás de un monasterio sevillano a comienzos de agosto de 1591 y parece que pudo sufrir prisión y embargos por ello. Dos años después la viuda del asesinado le otorgaba carta de perdón. Ello no enturbiaría, sin embargo, su trayectoria profesional, ni la estima de sus coetáneos. Así lo demuestra el compromiso en 1592 de labrar unas imágenes de los santos Juanes para la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús “tan bien acabadas como el Cristo de Resurrección que hizo Jerónimo Hernández” para esta corporación, mientras que en la concesión del encargo de más de una veintena de sagrarios en 1598 con destino a Indias se argumentaba “ser el más práctico y de más experiencia [...] de quien se tiene entera satisfacción por haber cumplido [...] con mucha puntualidad”.
   Con toda probabilidad, en este mismo año tomó parte activa en la realización de esculturas alegóricas para el túmulo funerario erigido en la catedral de Sevilla a la muerte de Felipe II, ponderado por Cervantes.
   A este período corresponden nuevos cambios de domicilio, pasando primero al Arquillo de los Roelas en la collación de San Lorenzo y finalmente a la del Salvador en 1593. Para ella labraría entre 1597 y 1598 la hasta hace poco considerada primera obra conservada de Montañés, un San Cristóbal para procesionar, encargo del gremio de guanteros. Habla bien de un credo estético aún en formación, pero también de una temprana plenitud técnica y una aguda observación del natural. Sobre la formación del ideario estético montañesino debe tenerse en cuenta que el escultor tenía en su poder en 1596 un dibujo del Juicio Final de la Sixtina por Gaspar Becerra en prenda de una deuda del pintor Diego Zamorano. El crecido volumen de obra de esta década postrera del siglo xvi se cierra con numerosos encargos indianos (para Nueva Granada y Panamá), además de otras obras para Sevilla y Extremadura. Montañés se encontraba ya, sin duda, entre los artífices más activos y cotizados de la Sevilla de su tiempo. Con cierto sentido empresarial y previsor, firmaba en junio de 1596 un compromiso de compañía laboral con Juan de Oviedo el Mozo según el cual repartirían pérdidas y ganancias de cuantas obras contratasen (salvo algunas excepciones) durante un periodo de seis años.
   Cierto silencio documental en los protocolos sevillanos justo en el cambio de siglo ha sido visto por algunos críticos como evidencia de una segunda estancia en Granada. Lo cierto es que en julio de 1601 asistió en la ciudad de la Alhambra a la boda de su hermana Catalina, a la que aportó 200 ducados de dote y resulta probable alguna estancia más por negocios familiares.
   El regreso a Sevilla no se demoró mucho, pues en breve recrecieron los contratos de nuevas obras. El 31 de diciembre de 1601 adquirió unas casas principales en la calle de la Muela (hoy O’Donnell) en la parroquia de la Magdalena, vecinas al Hospital del Cardenal, que amplió con la compra de otras inmediatas justo un año después, para conformar amplia vivienda y obrador capaz de absorber un importante volumen de trabajo. En el mismo año 1601 contrató sagrarios para Venezuela y la isla La Española, a los que siguieron esculturas y retablos en los años inmediatos.
   Produjo enseguida nuevas obras maestras. El singular San Jerónimo del convento de Santa Clara de Llerena (Badajoz) lo labró entre 1603 y 1604 bajo la sugestión de Torrigiano y el mismo año contrató el Crucificado del Auxilio, venerado en la iglesia de la Merced de Lima (Perú) por 2.000 pesos, ensayo para el celebérrimo Cristo de la Clemencia de la catedral de Sevilla. Al tiempo suministraba modelos para otros artistas, como Francisco de Ocampo, quien en 1604 se obligaba a hacer un relieve de la Asunción, otro de Dios Padre y una imagen de santa Clara “de la forma que está en un modelo de barro que tengo en mi poder de mano de bos juan martínez montañés”.
   Este volumen de obra determinó la ampliación de operarios del taller. Durante la primera década del siglo xvii ingresaron como aprendices en su taller Pedro Sánchez en 1605, el cordobés Juan de Mesa y el toledano Francisco de Villegas (casado con una sobrina de su maestro Pablo de Rojas) en 1606, y el inquieto jerezano Alonso Albarrán el Mozo en 1608, quien primero se fugó (1610) para, después de preso, firmar nuevos convenios con el maestro alcalaíno (1611 y 1614, el último quizás como oficial).
   Se iniciaba, ciertamente, una etapa de plenitud creativa, que Hernández Díaz ha considerado como etapa “magistral”, entre 1605 y 1620. Arranca del citado Cristo de la Clemencia, contratado en 1603 con Mateo Vázquez de Leca, arcediano de la ciudad de Carmona y canónigo de la catedral de Sevilla, adonde finalmente recaló la escultura en la desamortización.
   Representa una de las imágenes más celebradas por los críticos desde la misma época de su ejecución, en la que el mayor acierto del genio creativo de Montañés lo constituye el singular equilibrio entre lo dogmático y lo naturalista, con un modelado de armoniosas proporciones y comedida anatomía, y una cuidadísima composición, en absoluto tensa, que busca la unión espiritual con el espectador más que lo gestual. Codifica el tipo de Crucificado de cuatro clavos (como un modelo de Miguel Ángel hacía poco llegado a Sevilla y, sobre todo, recordando una obra de su maestro Pablo de Rojas) de tanto éxito en Pacheco (quien policromó esta imagen), Cano, Velázquez o Zurbarán, y representa un verdadero esfuerzo creativo y técnico de subida calidad, expresado por el autor en el mismo contrato al declarar que “ha de ser mucho mejor que uno que los días pasados hice para las provincias del Perú” y manifestar su “gran deseo de acabar y hacer una pieza semejante a ésta para que se quede en España y no se lleve a las Indias ni a otras partes y se sepa el maestro que la hizo para gloria del Dios”. De hecho, renovó el panorama de esta iconografía en una fase decisiva de maduración de la escuela sevillana de escultura. Atestigua la plenitud artística del alcalaíno y su liderazgo en el medio artístico hispalense. En 1607 el gremio de escultores le apoderó en el pleito que sostenía con el de los carpinteros, a los que se les igualaba en el pago de las alcabalas.
   Ciertamente, la madurez artística de Montañés determinó esta feliz orientación hacia una estética de progenie clasicista, basada en la armonía y proporción de la anatomía y la expresión, a la búsqueda de la profundidad espiritual que impregna sus obras, de tanto éxito entre sus contempladores. El trabajo en el taller de Montañés se multiplicó en estos años. Sólo en 1604 contrató dos retablos (convento de Santa Clara de Cazalla de la Sierra y monasterio de San Francisco de Sevilla, conservado hoy en la capilla de San Onofre), trece sagrarios para conventos franciscanos en Indias y tres imágenes de los santos patronos de Jerez de la Frontera. Comenzó por entonces a policromar sus obras su paisano Gaspar Ragis, sobrino de su maestro Pablo de Rojas.
   En este infatigable proceso creativo produjo nuevas obras maestras, como el Santo Domingo penitente, contratado en 1605 junto al retablo mayor y resto de imaginería de la iglesia del convento sevillano de Santo Domingo de Portacoeli. En 1606 labraba el Niño Jesús de la Hermandad Sacramental del Sagrario, de gran aplauso popular y perfección, hasta el punto de realizarse vaciados en plomo de la misma para obtener réplicas. Entre 1606 y 1608 realizaba la imaginería del retablo de la Inmaculada de la parroquia de El Pedroso (Sevilla), donde descuella la imagen de la titular, policromada por Pacheco, siguiendo modelos de Pablo de Rojas y Jerónimo Hernández. A esto sucedieron nuevos retablos y conjuntos de imaginería, como el del retablo de San Juan Bautista para un convento de concepcionistas de Lima (hoy en la catedral de la capital peruana), cuya arquitectura labró Diego López Bueno, otros para las iglesias sevillanas del Santo Ángel y de San Ildefonso y, por último, a partir de 1609, para el monasterio de San Isidoro del Campo en Santiponce, en las cercanías de la capital hispalense, bajo el patronazgo de la casa ducal de Medina Sidonia.
   En sus obras para este monasterio jerónimo se alcanzó uno de los puntos álgidos de la ejecutoria artística montañesina. En noviembre de ese año contrataba, además del pequeño retablo que hoy está en la Capilla del Reservado, el gran retablo mayor, tanto en su fábrica arquitectónica como en su conjunto de imaginería, obra de las más significativas en ambos campos. La asimilación de la tratadística italiana de Serlio y Palladio proporcionó importantes sugerencias en la traza de este retablo, de mano del propio Montañés, con la libertad de quien concibe un conjunto arquitectónico-plástico. Para la imaginería, nuevamente la maestría técnica y la intensa espiritualidad del alcalaíno se hacen patentes en asombrosos relieves de acertadísima composición y fundamentalmente en la imagen central de San Jerónimo penitente genuflexo, que se obligó a hacer “por su mano sin que le ayude nadie”. Constituye un verdadero alarde técnico y de sapiencia anatómica, así como una lección magistral de la relación entre el volumen escultórico y el espacio circundante. Su policromador, el pintor Pacheco, la celebraba como “cosa que en este tiempo en la escultura y pintura ninguna le iguala”. El espléndido conjunto de imaginería sacra (que revela la intervención de discípulos) se completa con las figuras orantes de Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, héroe de la Reconquista, y de su esposa, Doña María Coronel, cuidadísimas en su lujosa vestimenta y acertados valores retratísticos, al menos en la primera, a pesar de los tres siglos que separan estas obras de los efigiados, allí sepultados. En 1613 firmaba carta de pago de todo el conjunto, ya concluido.
   Los trabajos de Santiponce no absorbieron todas las energías creativas de Montañés, como corrobora la cabeza y manos para una figura de vestir de San Ignacio de Loyola realizada para la casa profesa de los jesuitas (iglesia de la Anunciación de Sevilla) con motivo de su beatificación (1610), que Pacheco (de nuevo colaborador en la policromía) consideraba que “aventaja a cuantas imágenes se han hecho de este glorioso santo porque parece verdaderamente vivo” (probablemente sobre el verdadero retrato del fundador de los jesuitas basado en una mascarilla cadavérica), o la imagen de Jesús de la Pasión (iglesia del Salvador de Sevilla) que Hernández Díaz juzga del período 1610- 1615, para la cofradía de penitencia del mismo título, entonces residente en el convento de la Merced Calzada. Resulta paradigma de la escultura procesional, ponderado por un panegirista mercedario como “asombro de los siglos presentes y admiración de los por venir”. A estas se unía en 1616 una Virgen con el Niño patrocinada por el Duque de Medina Sidonia para el convento mercedario de Sanlúcar, que fue a parar al de Huelva (actual catedral) en 1618.
   En esta segunda década del siglo XVII nuevos discípulos arribaron al taller montañesino como el granadino Juan Gregorio (1612), el portugués Diego Antúnez (1613) y el madrileño Marcos Juárez (1616) y eso que se observa cierto silencio documental entre 1614 y 1617, probablemente época de remate de obras comenzadas.
   También fue década de nuevos avatares familiares.
   El padre del escultor, el bordador del mismo nombre, se había avecindado en Sevilla años antes, como atestigua en el finiquito firmado en febrero de 1609 por una manga de cruz que bordó para el citado monasterio jerónimo de Santiponce, donde declaraba ser vecino de la misma collación que su hijo, la de la Magdalena. Sin embargo, en fecha cercana debió de retornar a Granada, donde falleció hacia 1615-1616, como se sabe por declaración posterior de la madre de Montañés. Quizás el escultor retornara a Granada con tal motivo para atender el reparto de la herencia paterna. El propio Montañés enviudó el 28 de agosto de 1613, tras veintiséis años de matrimonio y cinco hijos, tres de ellos de vida religiosa. Poco antes de la muerte de su esposa, habían dotado a la hija menor, Catalina de Villegas, con 1.000 ducados “por ser la que nos hace compañía y la que tenemos hembra en el siglo”, y donado un esclavo a otra hija, religiosa profesa en el convento dominico de Santa María de Gracia de Sevilla. El 28 de abril del año siguiente contraía nuevas nupcias en la parroquia de la Magdalena de Sevilla con Catalina de Salcedo y Sandoval, hija del pintor Diego de Salcedo y pariente de los escultores Miguel Adán y Juan de Oviedo, quien le daría siete nuevos hijos y le sobreviviría. El maestro alcalaíno figuraba en abril de 1617 como testigo del matrimonio de Juan de Oviedo el Mozo. En 1619 fallecía una hermana de Montañés, de nombre Tomasina, esta vez en Sevilla.
   A finales de la década se reactivaba la producción del taller con nuevos encargos indianos, el excepcional Crucificado de los Desamparados de la iglesia sevillana del Santo Ángel (1617) y la traza para el retablo mayor de la parroquia de San Miguel de Jerez de la Frontera (1617), en cuya imaginería intervendría también Montañés por espacio de un cuarto de siglo.
   Hacia 1620 el escultor se encuentra en la plenitud de su carrera; mayor valor adquiere entonces el testimonio recogido por Pacheco en mayo de 1620 (incluido en su Arte de la Pintura), emocionado recuerdo de Montañés a su maestro: “y me afirma que su maestro Pablo de Roxas hizo en Granada, habrá más de cuarenta años uno (un Crucificado) de marfil con cuatro clavos para el Conde de Monteagudo”.
   Estabilidad familiar, prestigio consolidado, solvencia económica, trabajo abundante no son suficientes para despejar las sombras de esta década, “decenio crítico” según lo califica el profesor Hernández Díaz, en el que el destino proporcionó dolorosas circunstancias vitales al escultor y en el que artísticamente parece iniciarse una autoevaluación a la vista de la renovación estética que la plástica hispalense conoció en manos de sus propios discípulos. Entre las pérdidas, se encuentran las de tres cercanos colaboradores: el jiennense Andrés de Ocampo murió en 1623, dos años después lo hizo Juan de Oviedo el Mozo y en 1627 el cordobés Juan de Mesa, quien en tan sólo una década de trayectoria profesional en solitario, promovió en su intensa actividad escultórica una renovación plástica, plena de sugerencias expresivas, que afectó al propio Montañés. En contraste, en estos años debió de frecuentar su taller el granadino Alonso Cano, presunto discipulaje que no explica en su plenitud la plástica de Cano, por entonces valor emergente en el medio artístico sevillano y que desde 1629 ya firmaba como maestro de escultor y pintor.
   También en 1620 Montañés promovió un expediente de limpieza de sangre, sin motivo aparente, pero no carente de lógica ante la presión ambiental de la época; curiosamente en la legitimidad de su cuna se hacía referencia sólo a los ascendientes maternos, pero no a los paternos. Poco después, quizás en relación con este expediente, sufrió un proceso de investigación inquisitorial como miembro de la Congregación de la Granada, establecida en la catedral de Sevilla y a la que también pertenecían el padre Fernando de Mata (maestro espiritual del artista) y su cliente el canónigo Vázquez de Leca, y de la que Montañés era considerado uno de los seis cofrades más perfectos.
   Pese al prestigio de los congregantes, la Inquisición quiso ver en esta corporación un nuevo brote alumbradista, como el desarticulado hacía poco, al sospechar que se trataba de una “máquina monstruosa, con ceremonias y observancias de otra nueva religión”. El proceso no pasó de la desaparición de la congregación (y el castigo de algunos de sus miembros), probablemente un foco de espiritualidad mística que justifica la intensa reflexión religiosa de que hace gala Montañés en sus obras, cargadas de sensibilidad y hondura teológica. Incluso existen indicios de lo que pudiera interpretarse como un anticipo de herencia a favor de los hijos de su primer matrimonio: junto a las donaciones de 1613 a dos hijas, se unía ahora otra de 1.000 maravedís anuales de por vida a un hijo, el clérigo José Martínez Iniesta, en 1624. El mismo año consta un gesto de generosidad del escultor al dotar con 100 ducados a una doncella pobre, a fin de que pudiera profesar en el convento sevillano de Santa Paula.
   Estos contratiempos no obstan la plena actividad profesional del taller montañesino. El maestro firmaba en enero de 1620 el pliego de condiciones y quizás la traza para un patio de la cartuja de la Defensión en Jerez de la Frontera, el llamado claustro de los Hermanos o Conrrería. Junto a este proyecto arquitectónico, abundaron en esta década los trabajos para retablos con imaginería, entre los que descuellan el retablo mayor del convento de Santa Clara (1621- 1626) y quizás otros tres más en el mismo templo, el de San Juan Bautista del convento de San Leandro (1621-1622) según traza de Juan de Oviedo el Mozo y el de la Inmaculada Concepción (1628-1631), conocida como la Cieguecita, en la catedral de Sevilla, además de dar las trazas en 1627 para el retablo de la capilla que poseía el poeta y clérigo Francisco de Rioja en el convento de las Teresas. Obras insignes todas ellas, no estuvieran exentas de problemas que, en algún caso, acabaron en los tribunales. En el caso del retablo del convento de Santa Clara, Montañés no sólo contrató el ensamblaje, talla y escultura del retablo, sino también su dorado y encarnado, facultad de la que no estaba examinado de maestro, lo que le valió inmediato pleito por parte del gremio de pintores, encabezado por su colaborador y admirador Pacheco, quien en esta ocasión, sin embargo, arremetió con dureza contra el maestro alcalaíno: “Tampoco me meto en juzgar los defectos de sus obras, aunque los bien entendidos de Sevilla los hallan en las que ha puesto más cuidado, porque estoy persuadido que es hombre como los demás, y no es maravilla que yerre como todos. Y por eso aconsejaría a mis amigos que suspendiesen el alabar o vituperar sus obras, porque lo primero lo hace él mejor que todos, y lo segundo porque no falta quien lo haga”. Además de la cerrada defensa de los derechos gremiales que inspira el demoledor testimonio del suegro de Velázquez, resulta muy revelador de la enorme autoestima de Montañés, del aplauso popular recibido y de la posición de preeminencia en el ambiente artístico sevillano, que le llevó en esta ocasión a orillar la legalidad. En agosto de 1623 traspasó esa labor pictórica al pintor Baltasar Quintero.
   Un último contratiempo llegó a fines de esta década, quizás también de apuros económicos, ya que en 1628 le devolvía 500 ducados a Juan Bautista de Mena, quien “por hacerme amistad y buena obra me ha prestado”. Con enorme interés acogió Montañés el encargo de un retablo de la Inmaculada Concepción para la catedral de Sevilla en febrero de 1628.
   Sin embargo, al año siguiente una enfermedad dejó al artista postrado durante cinco meses, “que no se ha levantado de la cama ni podido trabajar”, lo que le impidió cumplir el encargo en el tiempo establecido en el contrato. En septiembre de 1629 se le exigía la devolución del importe recibido para encargar la obra a otro artista. Esgrimiendo esta enfermedad y el interés de los mecenas de que “la obra fuese muy excelente y la mejor que fuese posible” y que “así la talla como la escultura fuese de su mano sin entrometer en ello oficiales que le pudiesen ayudar [...] mediante lo cual ha sido fuerza dilatarse la obra [...]”, logró nuevo plazo, hasta perfeccionar la obra, de la que firmó finiquito por importe de 3.700 ducados en julio de 1631. La demora del encargo tuvo, sin embargo, muy feliz resultado, ejemplar en la imagen de la Inmaculada, la popular Cieguecita, importantísima reivindicación de la creencia concepcionista en pleno templo metropolitano hispalense y quintaesencia de la serenidad e idealidad clasicista que prospectó el artista durante casi toda su carrera. Se restablecían, así, su fama y autoestima al alcanzar la excelencia en otra obra maestra.
   De hecho, nuevos datos permiten calibrar el prestigio alcanzado. En 1632 el granadino Alonso Cano contrataba una imagen de san Antonio de Padua “tan bueno como uno que juan martines montañés [...] está acabando de haser que disen es para la Reyna nuestra señora [...]”. Acerca de la relación Montañés-Cano es síntoma revelador que el granadino nombrara al alcalaíno tasador por su parte de las demasías que Cano hizo en la obra del retablo mayor de la parroquia de Lebrija, visitado por Montañés en marzo de 1634. Al año siguiente, Montañés fue reclamado desde la Corte para hacer un retrato en barro del rey Felipe IV, con destino a una estatua ecuestre vaciada en bronce por el italiano Pietro Tacca en Florencia y que hoy luce en la madrileña plaza de Oriente. Montañés marchó a la Corte en junio de 1635 y permaneció en Madrid por espacio de siete meses. Previamente cedió el poder que tenía de los maestros escultores y arquitectos de Sevilla para actuar en el pleito contra el gremio de carpinteros a Alonso Cano. Verosímilmente fue Velázquez el artífice de este llamamiento.
   El reconocimiento de su obra fue grande y el acceso al medio artístico madrileño una valiosa experiencia.
   Pero la aventura cortesana le acarreó finalmente apuros económicos, a pesar de los 400 ducados “de ayuda de costa de viaje” de los que otorgó carta de pago en febrero de 1639 y del privilegio de exportación de trescientas toneladas de mercaderías a Indias con que fue pagado y que el escultor reclamaba todavía en 1648, quejándose del exiguo pago de “tan gran servicio, en que gasté mi caudal”. Este privilegio lo disfrutaron sus herederos un lustro después de la muerte del artista. Con motivo de este retrato regio, el poeta Gabriel de Bocángel lo ponderó como “el Andaluz Lisipo”, uno de los sobrenombres, junto al de “el dios de la madera”, con mayor fortuna en la crítica montañesina.
   Avatares (la muerte de su hijo José Martínez de Iniesta en 1639 y la marcha a Indias de otro, fray Francisco Martínez Montañés, el mismo año), enfermedades y achaques de la edad iban mermando paulatinamente la productividad de su taller en las décadas de 1630 y 1640, aunque todavía recibió dos nuevos discípulos, José Martínez de Castaño en 1632 y, muy al final de su carrera, Pedro Andrés Ramírez en 1641. Al tiempo, valores emergentes en el potente centro artístico sevillano iban renovando la plástica con acento barroquizante: la dramática expresividad de su discípulo Juan de Mesa, la agitación berninesca del flamenco José de Arce y el dinamismo del cordobés Felipe de Ribas, nuevo gran taller de la Sevilla de los años centrales del siglo xvii, sustituyendo al de Montañés. En este último período el escultor se mostraba más proclive al triunfante realismo del momento, moviendo moderadamente masas y gestos, especulando más profundamente con el claroscuro de los volúmenes, sin olvidar los sabios cánones de la proporción y el acento de platónica belleza tan adecuado a la sentimentalidad espiritual de sus imágenes.
   A esta última etapa pertenecen el San Juan Bautista (1637) y el San Juan Evangelista (1638) del convento de Santa Paula de Sevilla, expresivos ejemplos de un nuevo concepto dinámico de la composición. Empezaron a escasear las obras montañesinas al declinar la década de 1630. Junto a algunos encargos indianos (Bolivia, Perú), en 1641 acometió la fase de conclusión del retablo mayor de San Miguel de Jerez. En abril de ese año traspasó a José de Arce la realización de cuatro relieves y otros tantos santos (prueba de su aprobación a los nuevos aires de la plástica sevillana) y se reservó el colosal relieve de la Batalla de los Ángeles, compendio de sabiduría compositiva y expresiva, alarde de anatomía y técnica en un tema de acento hondo y palpitante como la lucha entre el Bien y el Mal, así como el relieve de la Transfiguración de Cristo (1643), menos cuidado por encontrarse a mayor altura y que parece acusar colaboraciones, quizás del mismo Arce.
   Se consumían aquí sus últimas energías creativas.
   Con enorme dignidad renunció en 1645 a la escultura del retablo mayor de la parroquia de San Lorenzo de Sevilla, “por mis muchas ocupaciones y falta de salud”, traspasándola a Felipe de Ribas. Aún consta en 1648 la llegada a Lima de dos imágenes del alcalaíno (San Francisco Javier y San Francisco de Borja) en la iglesia de San Pedro de la capital peruana, probables obras de taller. En septiembre de dicho año todavía reclamaba su privilegio de exportación, recibido en recompensa a su retrato del rey Felipe IV, y reconocía que en “el día de hoy estoy viejo y necesitado y con muchos hijos”. Contaba con ciertas rentas de bienes acumulados a lo largo de su fecunda carrera, pero seguramente insuficientes. En 1645 y 1646 tenía arrendada una casa de su propiedad en la Rabeta y con anterioridad se conoce el arrendamiento de otras propiedades inmobiliarias en la calle del Pepino, vecina de la Alameda de Hércules, y en la de la Garbancera.
   El último lustro debió de ser de escasa actividad. Se aproximaba el artista a la edad octogenaria. El 18 de junio de 1649 la epidemia de peste acababa con su vida, a los ochenta y un años y tres meses. Aunque tenía dispuesto enterramiento en el convento de San Pablo, pidió a su esposa, según declaró ésta, ser enterrado en la parroquia de Santa María Magdalena.
   Una trayectoria profesional de seis décadas avala la admirable formación técnica y sensibilidad artística de Martínez Montañés, pensador de profunda religiosidad además de artista, lo que le permite convertirse en intérprete extraordinario de la religiosidad de su época a través de sublimes productos estéticos de sincera espiritualidad (Jesús Juan López-Guadalupe Muñoz, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
      Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el altorrelieve "San Juan Evangelista ante Portam Latinam", de Martínez Montañés, en la sala IV del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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