Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la plaza Alfaro, de Sevilla, dando un paseo por ella.
La plaza Alfaro es, en el Callejero Sevillano, una plaza que se encuentra entre las calles Lope de Rueda, plaza de Santa Cruz, Jardines de Murillo, Antonio el Bailarín, y callejón del Agua, en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.
La plaza responde a un tipo de espacio urbano más abierto, menos lineal, excepción hecha de jardines y parques. La tipología de las plazas, sólo las del casco histórico, es mucho más rica que la de los espacios lineales; baste indicar que su morfología se encuentra fuertemente condicionada, bien por su génesis, bien por su funcionalidad, cuando no por ambas simultáneamente. Con todo, hay elocuentes ejemplos que ponen de manifiesto que, a veces, la consideración de calle o plaza no es sino un convencionalismo, o una intuición popular, relacionada con las funciones de centralidad y relación que ese espacio posee para el vecindario, que dignifica así una calle elevándola a la categoría de la plaza, siendo considerada genéricamente el ensanche del viario.
La vía, en este caso una plaza, está dedicada a Francisco de Alfaro, perteneciente a una familia de caballeros, que vivió en dicha plaza.
Desde finales del s. XVI fue conocida como plazuela del obispo Esquilache por haber vivido en ella en aquella centuria Alonso Fajardo, canónigo de Sevilla y prelado titular de Esquilache; esta denominación la conservara hasta finales del s. XVIII en que se rotula con el topónimo actual por haber nacido en ella Francisco de Alfaro, perteneciente a la familia de caballeros de este apellido, que al parecer tuvieron enterramiento próximo a la Capilla Real en el que figuraba el lema "los Alfaro, aunque pobres, hijosdalgo", según cuenta Ortiz de Zúñiga en sus Anales.
Su apertura muy probablemente estuvo en relación con el ensanche buscado para alguna casa principal, aunque no tenemos testimonios directos de ello. En el s. XVI se cita ya como plazuela. De forma cuadrangular, estaba abierta a cuatro calles, dos de ellas no eran sino el paso de ronda que corría junto a la muralla desde el Alcázar a la Puerta de la Carne, otra comunicaba con la plazuela de Santa Cruz y la cuarta es la actual Lope de Rueda. Su situación, junto al muro, fue una constante tentación para los vecinos que pretendían, y a veces lo conseguían, incorporar tramos de ella a sus viviendas; este proceso que se inicia en el s. XVI terminará por consolidarse en dirección a la plaza de Refinadores y a la ocupación temporal de un tramo del callejón del Agua, originando una barreduela que ha perdurado hasta 1913 en que se dejó expedita. Tras la demolición parcial de la muralla, entre 1911 y 1915, la plaza quedó abierta a los jardines de Murillo. Está pavimentada con adoquines y acerada con losetas de cemento, presenta una leve inclinación hacia los jardines, con los que se une a través de unos escalones que salvan la diferente altitud de lo que en otro tiempo era extramuros. Se ilumina con farolas de fundición tipo gas adosadas. Hasta 1840 existió una cruz de mármol sobre peana de obra y una fuente cuya reparación se pedía a principios de siglo. Esta fue sustituida hace unos años por una de cerámica trianera colocada en los escalones de acceso. El caserío, formado por sólo cuatro edificios, es de dos plantas; las dos casas que constituyen el frente occidental son de tipo popular de los siglos XVI-XVII; otro de los frentes esta constituido por una sola vivienda muy bien conservada que linda lateralmente con los jardines y que presenta portada de piedra, amplio tejaroz sobre ella y balcón esquinado con rica labor de carpintería. La casa frontera, de valor histórico, fue demolida y en su lugar se ha levantado un edificio de apartamentos que ha respetado el patio central.
La plaza hubo de tener funciones de expansión en un barrio como el de Santa Cruz en donde había pocos espacios abiertos -téngase en cuenta que la de Santa Cruz no fue abierta hasta el s. XIX-, y de tránsito hasta que fue cerrada la calle de ronda, quedando entonces aislada en un fondo de saco al que sólo se podía penetrar por la tortuosa Lope de Rueda y por la no menos laberíntica plaza de Santa Cruz antes de la demolición de la parroquia. Este aislamiento se rompe cuando se abre el tapón del callejón del Agua y se derriba la muralla que la comunicaba con los jardines de Murillo. Estas actuaciones la convirtieron en un lugar de tránsito hacia la estación de ferrocarril de San Bernardo, barrio del mismo nombre, prado de San Sebastián y los mismos jardines, que se incorporaron a la ciudad tras la cesión real de la Huerta del Retiro; por otra parte, se constituyó en una puerta de penetración del barrio de Santa Cruz y del centro histórico a través sobre todo del callejón del Agua. En la actualidad forma parte de los itinerarios turísticos del barrio de Santa Cruz y, en consecuencia, se han instalado un restaurante y una tienda de antigüedades. Confluyen por este mismo motivo un gran numero de vendedores ambulantes de baratijas y no falta algún cantaor y guitarrista que llama la atención de los turistas. La proximidad de un quiosco de chucherías congrega a gran número de niños. En el solar que hoy ocupa el edificio de apartamentos tuvo su residencia la familia de los Alfaro y posteriormente el deán López Cepero, que en las primeras décadas del s. XIX reunía tertulias literarias y liberales. En esta misma casa o en la frontera residió el obispo Esquilache y en alguna otra nació el poeta Félix José Reinoso. En el número dos se creyó durante mucho tiempo que había muerto Murillo. Asimismo, la leyenda que inspiró a Rossini su ópera El barbero de Sevilla sitúa en este lugar la residencia de Rosina, la joven protagonista de la historia de amor que propiciaba Fígaro [Salvador Rodríguez Becerra, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
plaza Alfaro, 6. Casa de dos plantas con portada de piedra flanqueada por pilastras, sobre ella hornacina con columnas toscanas sobre ménsulas. Todo el conjunto está defendido por un tejaroz. En la esquina existe un balcón con rica labor de carpintería.
plaza Alfaro, 7. Edificio de dos plantas, que fue propiedad de la familia Alfaro. Tras un amplio zaguán, cerrado por doble cancela, se alcanza el patio de columnas de planta trapezoidal, con fuente en el centro. En uno de los ángulos de dicho patio se encuentra la escalera de acceso a la planta alta. Al jardín de esta casa perteneció la fuente de grutescos y una logia frente a ella, que hoy están en el número 1 del Callejón del Agua [Francisco Collantes de Terán Delorme y Luis Gómez Estern, Arquitectura Civil Sevillana. Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1984]
Conozcamos mejor a Francisco de Alfaro, perteneciente a una familia de caballeros, que vivió en dicha calle, a quien está dedicada esta vía;
Francisco de Alfaro (Sevilla, 1551 – Madrid, 1644), jurista, oidor de Audiencia, visitador gobernador, miembro del Consejo Real y Supremo de las Indias, tratadista y consejero de Hacienda.
Nació en Sevilla y estudió derecho en Madrid. El licenciado Francisco de Alfaro no era una figura desconocida en el ámbito de la Corona de España. El Consejo de Indias lo propuso al Rey, el 10 de septiembre de 1597, para ocupar la vacante como fiscal de la Audiencia de Charcas. Se había desempeñado como tal “con verdadera sastifacción”, durante cuatro años, en la audiencia de Panamá. Era fiel servidor, cuidadoso en toda forma de los intereses de la Real Hacienda, juez e inspector con poderes amplios allí donde se requería serenidad y honradez. A fines de 1610, el presidente de la Audiencia de Charcas encomendó a su oidor, Francisco de Alfaro, realizar las visitas a las provincias “confiando en las buenas partes, letras, rectitud y cristianidad que concurren en vos [...] y la entrega y larga noticia que teneis de materias de Indios”. En Cédula Real se había establecido claramente los objetivos de su misión: primero, ir a todas las ciudades, villas y lugares de dichas provincias y gobernaciones; en segundo lugar, visitar las cajas y almacenes reales y los cabildos; en tercer lugar, ver a los encomenderos y depositarios de indios; finalmente, saber y averiguar cómo se han usado los oficios. Alfaro era, pues, un juez e inspector que debía llevar a cabo una visita difícil, minuciosa, pues requería una severidad y honradez a toda prueba, y Alfaro demostraría ser digno de la confianza que se depositaba en él. En cumplimento de su comisión, estuvo Alfaro en Santiago del Estero, Córdoba y Buenos Aires. Desde la capital de la provincia escribió el visitador al Rey informándole que en cumplimiento de su misión había visitado cinco ciudades en un año. Que no podía ir “a la ciudad del Guairá y la Villa Rica, sin grandes y notorios riesgos y si quien es criollo de aquella tierra temió (Hernandarias) [...]”. Además, el viaje de ida y vuelta al Guairá, tomaría seis meses. De su visita al Tucumán, Buenos Aires y el Paraguay sacaba la conclusión “que hacia muy grande imposibilidad en dilatar el concluir esta visita porque los agravios de los Indios instaban cada día el remediarlos”. Siguió viaje Alfaro al Paraguay y estudió atentamente la condición social de los indios. El régimen de vida que los indígenas llevaban con los españoles debió de sorprenderle en sumo grado, pues naturales y colonizadores se mantenían en una armonía inimitable.
Sin embargo, Alfaro creyó necesario reformar ese régimen de vida; su mentalidad de jurista no se distinguía por lo práctico, sino por lo estrecho. Asesorado por el gobernador Marín Negrón y el padre Diego de Torres, Alfaro dictó las ordenanzas para uso de la gobernación del Paraguay y del Río de la Plata, con los decretos del Consejo de Indias. Las promulgó en Asunción “cabeza de la gobernación del Paraguay y del Río de la Plata”.
Las ordenanzas constan de 20 capítulos y 86 artículos.
Las fundaba así: “Las cuales dichas ordenanzas he hecho como entiendo conviene, respecto de lo que mas constado por las visitas y muchos mas por relaciones particulares; porque en esta tierra todos quieren que se entienda e informe lo que les conviene; que ha tanto ha llegado el desorden de esta tierra. En particular he comunicado esta ordenanzas con los Gobernadores presente y pasado; y con todos los Religiosos de esta Ciudad, y con casi todos los de la Gobernación; y con muchos otros particulares de ellas, en especial, con los Diputados que han nombrado las ciudades de esta Gobernación, y en particular de los de la Ciudad de la Asunción.
Y afirmo que cuanto me han querido hablar en esta materia he oído. Y aunque estas ordenanzas se han de llevar al Consejo Real de Indias para que su Majestad la mande ver, y entre tanto se ha de estar por lo que mandare el señor Virrey o Real Audiencia de la Plata; pero mientras S.E. o Real Audencia otra cosa no manden, mando que todas las Justicias y vecinos, restantes y habitantes en esta Gobernación y sus término y jurisdicción, y los adelante estuvieran, los guarden y cumplan todas, en todas y por todas, según que en ellas se contiene; so las penas en ellas contenidas, y mas quinientos pesos para la Cámara de su Majestad en que desde luego doy por condenado lo contrario haciendo”.
Sus ordenanzas para el Paraguay manifiestan un humanitarismo algo teórico, fuera de la realidad socioeconómica de la provincia, siendo esencialmente el reflejo de las discusiones principalistas entonces planteadas en España: prohibición de cualquier esclavización del indio, reconocimiento de la libertad “natural” del indio en contra de la servidumbre a base del sistema encomendero, la integración del vasallo indio por medio del pago de una tasa-tributo, la libertad de los indios de conchabarse con quien desearan contra el pago del jornal, el amparo y la conservación de los mismos en los “pueblos-táva” separatistas, sin suspenderse el sistema del trabajo comunal como una garantía de la suficiencia económica. Se prohibió la servidumbre perpetua de los yanaconas, estableciéndose una relación entre el patrón y el jornalero en vez del “amo-siervo”; empero, el yanacona, si bien con derecho a su chacra subsistencial, debía de pagar la tasa-tributo del vasallo. Los mitayos deberían pagar la tasa de cinco pesos en “moneda de la tierra”, es decir, en los productos agrícolas. El cabildo asunceño rechazó enérgicamente tal tasa-tributo, no siendo los productos agrícolas entonces comerciables por el auto-abastecimiento suficiente y negando la confianza misma en el pago de la tasa.
El visitador Alfaro tuvo que ceder, permitiendo treinta días del servicio de mita, pero el resto del tiempo empleado ya a base de “alquiler-jornal”. Los criollos defendían sus intereses; la nueva “voz de libertad natural” provocó reacciones negativas en los pueblos de Altos, Yaguarón, Itá, Caazapá y Yute; los indígenas sospechaban de mayores abusos con la novedad del pago de la tasa; rechazaron un “jornalismo obligatorio”, pero exigían la libertad de conchabos, ya que entonces se trataba—según su mentalidad−, de un trueque de “servicios-favores”, previa la palabra del arreglo; el pago de tasa —en productos o por jornal—; el simple título de vasallos del Rey, les era denigrante por falta de una inmediata reciprocidad.
Otros guaraníes interpretaban la anunciada “libertad” como un derecho de volver a los montes, si bien su parcial adaptación al pueblo —“táva”— no hacía atractiva la vuelta a la vida de “ymaguaré”. No faltaban inquietudes en los pueblos guarambarenses, donde por la influencia del shaman-incitador interpretaban la “libertad” como derecho a sus antiguos gritos, rechazando también el conchabo libre, ya que éste para ellos significaba básicamente el odiado trabajo en los yerbales; sólo paulatinamente se aplacaron las inquietudes por “la voz de libertad”. La reacción del mismo pobrerío yanacona era de rechazo; siendo descomunalizado, no hallaron el apoyo de los guaraníes pueblerinos; algunos aprovecharon las circunstancias fugándose hacia las provincias del sur; eran reacios al jornal consistente en mandioca, yerba, miel y alguna vara de lienzo; no les atraía el conchabo libre, pues estaban acostumbrados a la relación individual de “amo-siervo”, manifestando inestabilidad y también irresponsabilidad.
El 11 de octubre de 1611 fueron publicadas las ordenanzas para que rigiesen en toda la vasta extensión de la provincia del Río de la Plata. Estas ordenanzas son un “Monumento inmortal al nombre del autor”, y debían cumplirse “mientras el Real Consejo de la Indias y Señor Virrey o Real Audiencia otra cosa no mandaren”.
Representa el espíritu de los “juristas y teólogos españoles”; son ordenanzas humanitarias y minuciosas, que demuestran conciencia en el empeño de proteger al indio. Es evidente que Alfaro se adelantó a la época y pretendió que los indios cobrasen retribución como si fuesen obreros, sometiéndose a un reglamento y percibiendo un sueldo y pagando un impuesto, con lo cual se convertirán repentinamente en artesanos y burgueses. Fueron airadas las protestas en contra de las ordenanzas del licenciado Alfaro. Es cierto que fueron alteradas algunas por el Consejo de Indias para hacerlas más practicables, pero lo mismo fueron rechazadas, porque eran demasiado legalistas comparadas con las anteriores. En marzo de 1612, el procurador de la ciudad de Asunción, Bernardo de Espínola, se presentó en el monasterio de la Merced. “Hizo constar que con la taza fija de los indios no podrían sustentarse”.
Congregado el claustro de los mercedarios, declaró inaplicables las ordenanzas en el Paraguay, pues los naturales vivían en la tierra donde nacieron y la mayoría vinieron al mundo en las chácaras de los españoles, criándose con sus hijos, “llamándose y tratándose como hermanos”. Las relaciones de los naturales con los españoles en el Paraguay eran cordiales.
Terminaba el dictamen de los mercedarios sosteniendo la imposibilidad de cumplir las ordenanzas en la provincia. Poco después, el cabildo de Villarrica del Espíritu Santo sostuvo ante Marín Negrón que era imposible la reglamentación de Alfaro. Los vecinos de la ciudad resolvieron enviar una delegación a Charcas para pedir le derogación de las ordenanzas, pues “pensaban seguir viviendo en aquellas tierras a imitación de sus padres y abuelos”.
En el Paraguay los indios andaban rebeldes, y como prueba de estos hechos y de que la tierra no estaba en condiciones de “cumplir puntualmente con el tenor de las ordenanzas que dejó Don Francisco de Alfaro”, remitieron dos cartas de la provincia del Guairá y una de la Asunción, que le inquietaban grandemente.
Cuatrocientas leguas eran las que dividían las ciudades paraguayas y Buenos Aires. Ello impedía las comunicaciones entre los cabildos de esas ciudades y el Gobernador. “La mucha distancia que hay de esta villa a ese puerto de Buenos Aires acorta los ánimos de los que tanto deseo tienen de acudir a las obligaciones que se ofrecen” —decían los cabildantes— y agregaban que no comenzarían a dar cuenta del estado de la tierra “según lo mucho que habría que decir; es mejor no comenzar”. Entraban de lleno a referir la perturbación que en la villa habían causado las ordenanzas de Alfaro. “Son tan rigurosas —decían— e imposibles de poderse cumplir ni guardar por la mucha pobreza y miseria que hay y se padece en esta villa, que si el señor oidor que las hizo la viera por vista de ojos, por ventura hiciera otras que pudieran mejor sobrellevar”.
El cabildo se confesaba apenado por saber a los vecinos tan “enflaquecidos en los ánimos”. Sus únicas esperanzas estaban en el gobernador de Buenos Aires y si no fueran por ellas, “les causara mucha desconfianza de poder sustentarse en esta tierra”. Ellos querían seguir viviendo en esa villa “a imitación de sus padres y abuelos”, y para que el gobernador se enterase menudamente de las condiciones en que se encontraban por culpa de las ordenanzas de Alfaro, enviaron a Buenos Aires a los vecinos Tomás Marín de Yante y Felipe Romero, alcalde. Estos procuradores de Villa Rica, después de haberse entrevistado con el gobernador, debían seguir viaje hasta la Audiencia de Charcas a pedir, igualmente, que se derogasen las ordenanzas. Por ello, el cabildo de Villa Rica rogaba al gobernador que los favoreciese “en tan justa demanda”. El Consejo de Indias tardó varios años en aprobar las ordenanzas de Alfaro y lo hizo con varias modificaciones que había introducido Pedro de Toro, procurador general de las ciudades del río de la Plata y Paraguay. Alfaro se inmortalizó como el gran defensor de los indígenas tanto como fray Bartolomé de las Casas y fray Antonio de Montesinos. El 10 de octubre de 1618, el Rey aprobó las ordenanzas de Alfaro compuestas de 120 capítulos, logrando corregir 14 de ellas, de acuerdo con las informaciones y certificaciones presentadas por el procurador de las ciudades del Río de la Plata, y el Consejo de Indias introdujo modificaciones. Las ordenanzas de Alfaro fueron lentamente anuladas por las constantes críticas de los cabildos y los gobernadores, y la indiferencia de los indios y encomenderos al no cumplirlas.
El rey solicitó el regreso del licenciado Alfaro a España a fin de asistir y responder a las series de solicitudes de aclaración que debía realizar referente a las ordenanzas de los fiscales y miembros del Consejo de Indias, quien con prudencia y puntualidad las defendía argumentando punto por punto.
Sus ordenanzas fueron insertadas en la recopilación de leyes de Indias, y Alfaro logró integrar el Consejo de Indias (Olinda M. de Kostianovsky, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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La plaza Alfaro, al detalle:
El edificio de plaza Alfaro, 2
Placa "Sevilla Ciudad de Ópera" - El Barbero de Sevilla
El edificio de plaza Alfaro, 6
El balcón de Rosina
Azulejo conmemorativo de la restauración de la Muralla del callejón del Agua
El edificio de plaza Alfaro, 7
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