Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el retablo de San Francisco Javier en la Iglesia de San Luis de los Franceses, de Sevilla.
Hoy, 3 de diciembre, Memoria de San Francisco Javier, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús, evangelizador de la India, el cual, nacido en Navarra, fue uno de los primeros compañeros de San Ignacio que, movido por el ardor de dilatar el Evangelio, anunció diligentemente a Cristo a innumerables pueblos en la India, en las Molucas y otras islas, y después en Japón. Convirtió a muchos a la fe y, finalmente, murió en la isla de San Xon, en China, consumido por la enfermedad y los trabajos (1552) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
Y que mejor día que hoy, para ExplicArte el retablo de San Francisco Javier en la iglesia de San Luis de los Franceses, de Sevilla.
La Iglesia (desacralizada) de San Luis de los Franceses [nº 40 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 78 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la calle San Luis, 37; en el Barrio de la Feria, del Distrito Casco Antiguo.
En la Iglesia de San Luis de los Franceses podemos contemplar el Retablo dedicado a San Francisco Javier, presbítero.
En uno de los cuatro machones que soportan la cúpula de la iglesia de San Luis de los Franceses, de Sevilla, se sitúa, flanqueando al retablo mayor, el retablo dedicado a San Francisco Javier, paladín de la faceta misionera de la milicia ignaciana, que aparece representado en el instante de su muerte, tal vez para resaltar a los jesuitas en formación la meditación de tan importante novísimo, el de la Epístola. Embutido en la parte baja formando una especie de capilla que se cierra con una baranda de forja dieciochesca. Su factura es idéntica a la de los otros tres retablos de los machones dedicados a San Ignacio de Loyola, San Luis Gonzaga y San Juan Francisco de Regis: una especie de hornacina con marcos de diferentes tamaños para pinturas y adornos, enmarcando la hornacina central, que flanquean dos estípites decoradas con espejuelos lo que acentúa el matiz rococó de estos retablos, sobre el cual, a modo de ático, hay otra pequeña para sostener esculturas o relicarios, a cuyos lados hay dos especies de acróteras y unas especies de volutas que se rizan sobre los estípites que enmarcan la hornacina central.
La imagen de San Francisco Javier, que aparece arrodillado para recoger el Crucifijo que un cangrejo le rescató del agua y que tenía en gran estima por habérselo regalado San Ignacio, ha sito atribuido por Matute y Montero de Espinosa a Juan de Hinestrosa, autor de toda la decoración de animales y otros adornos de este altar y el de San Ignacio de Loyola y escultor de este tipo de obras bien cotizado en la Sevilla de comienzos del siglo XVIII, siendo, desde luego, más lejana a las documentadas de Duque Cornejo, existentes en la Iglesia, aunque a él se la hayan atribuido González de León, Gestoso y el propio Ceán.
En cuanto a las pinturas que decoran el retablo, están atribuidas tanto por Gestoso como por Guichot a Domingo Martínez con la indicación de que las terminó en 1750; opinión que parece probable, a falta de una confirmación documental, pues el estilo concuerda con el del maestro que no es otro que el amanerado recuerdo del quehacer murillesco, típico en toda la escuela sevillana del siglo XVIII.
Son dos las pinturas: la del lado del Evangelio, en la que aparece el excelso misionero confortado por unos ángeles en la hora de su solitario tránsito y la de la Epístola, que representa al mismo en la clásica apoteosis barroca; esto es, al Santo arrebatado a la gloria rodeado de varias criaturas de diferentes categorías angélicas (Antonio de la Banda y Vargas, La iglesia sevillana de San Luis de los Franceses, Diputación de Sevilla. Sevilla, 1977).
La imagen de San Francisco Javier, que aparece arrodillado para recoger el Crucifijo que un cangrejo le rescató del agua y que tenía en gran estima por habérselo regalado San Ignacio, ha sito atribuido por Matute y Montero de Espinosa a Juan de Hinestrosa, autor de toda la decoración de animales y otros adornos de este altar y el de San Ignacio de Loyola y escultor de este tipo de obras bien cotizado en la Sevilla de comienzos del siglo XVIII, siendo, desde luego, más lejana a las documentadas de Duque Cornejo, existentes en la Iglesia, aunque a él se la hayan atribuido González de León, Gestoso y el propio Ceán.
En cuanto a las pinturas que decoran el retablo, están atribuidas tanto por Gestoso como por Guichot a Domingo Martínez con la indicación de que las terminó en 1750; opinión que parece probable, a falta de una confirmación documental, pues el estilo concuerda con el del maestro que no es otro que el amanerado recuerdo del quehacer murillesco, típico en toda la escuela sevillana del siglo XVIII.
Son dos las pinturas: la del lado del Evangelio, en la que aparece el excelso misionero confortado por unos ángeles en la hora de su solitario tránsito y la de la Epístola, que representa al mismo en la clásica apoteosis barroca; esto es, al Santo arrebatado a la gloria rodeado de varias criaturas de diferentes categorías angélicas (Antonio de la Banda y Vargas, La iglesia sevillana de San Luis de los Franceses, Diputación de Sevilla. Sevilla, 1977).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Francisco Javier, presbítero;
El mayor santo de la orden de los jesuitas, después de San Ignacio de Loyola, apóstol de La India y Japón (Indorumac Japonum Apostolus). San Ignacio y él eran dos soles gemelos de la Compañía de Jesús (Societatis Jesu Soles gemini). Nació en 1506 en el castillo de Javier, cerca de Sangüesa, Navarra. Debió llamarse Francisco de Javier, puesto que este último es el nombre de su lugar de origen, una alteración castellana del vasco Etchaberri (Casanueva), convertido en Jaberri, Javerri, Xaver, Javier.
En París se vinculó con su compatriota, san Ignacio de Loyola, en cuyas manos prestó juramento en Montmartre.
En 1540 fue enviado a La India como misionero, de allí viajó a Goa y a Japón,fiel a su divisa: Amplius.
Abandonado por los portugueses (abomnibus desertus), murió en 1552 en una choza de ramas en la isla de Sancián, a la vista de la costa china (Cantón), donde se había hecho dejar por un barco mercante y mientras apretaba contra el pecho un crucifijo que le regalara san Ignacio.
Gracias a su apostolado en el Lejano Oriente, adquirió muy pronto fama de taumaturgo, halagüeña para los jesuitas, y mucho mayor que la de san Ignacio de Loyola, cuya vida se prestaba menos para la leyenda.
Se le atribuían numerosos milagros, sobre todo la resurrección de un muerto en La India. Pero la historia más popular es la de su crucifijo caído al mar que le fue devuelto por un cangrejo.
Cuando san Francisco, como se dice en la bula de canonización, navegaba en el archipiélago de Las Molucas, se desató una gran borrasca. El santo hundió en el mar el crucifijo que llevaba. La fuerza de las olas se lo arrancó de las manos, y, para su gran desesperación, lo llevó a las profundidades. Pero Dios quiso devolver la alegría al alma de su siervo: después del desembarco, cuando caminaba por la orilla del mar, un enorme cangrejo salió súbitamente de las aguas y se detuvo ante los pies del santo, presentándole en las pinzas el crucifijo que se había abismado en las profundidades. Esta fábula derivaría de un cuento japonés recogido por Mitford en Tales of old Japan (Londres,1871).
En París se vinculó con su compatriota, san Ignacio de Loyola, en cuyas manos prestó juramento en Montmartre.
En 1540 fue enviado a La India como misionero, de allí viajó a Goa y a Japón,fiel a su divisa: Amplius.
Abandonado por los portugueses (abomnibus desertus), murió en 1552 en una choza de ramas en la isla de Sancián, a la vista de la costa china (Cantón), donde se había hecho dejar por un barco mercante y mientras apretaba contra el pecho un crucifijo que le regalara san Ignacio.
Gracias a su apostolado en el Lejano Oriente, adquirió muy pronto fama de taumaturgo, halagüeña para los jesuitas, y mucho mayor que la de san Ignacio de Loyola, cuya vida se prestaba menos para la leyenda.
Se le atribuían numerosos milagros, sobre todo la resurrección de un muerto en La India. Pero la historia más popular es la de su crucifijo caído al mar que le fue devuelto por un cangrejo.
Cuando san Francisco, como se dice en la bula de canonización, navegaba en el archipiélago de Las Molucas, se desató una gran borrasca. El santo hundió en el mar el crucifijo que llevaba. La fuerza de las olas se lo arrancó de las manos, y, para su gran desesperación, lo llevó a las profundidades. Pero Dios quiso devolver la alegría al alma de su siervo: después del desembarco, cuando caminaba por la orilla del mar, un enorme cangrejo salió súbitamente de las aguas y se detuvo ante los pies del santo, presentándole en las pinzas el crucifijo que se había abismado en las profundidades. Esta fábula derivaría de un cuento japonés recogido por Mitford en Tales of old Japan (Londres,1871).
Su cuerpo, transportado a Goa, fue sepultado en la iglesia del Bom Jesus. Su canonización se pronunció en 1622, tres años después de su beatificación. La primera iglesia de la orden de los jesuitas que se puso bajo su advocación es la de Burdeos. París le dedicó una iglesia moderna cerca de la Residencia de los Inválidos.
La iglesia de Radrnirje, cerca de Gorny Grad (Oberburg) en Eslovenia, posee una imagen milagrosa de san Francisco Javier.
Apóstol de La India, es el patrón de los jesuitas, de los misioneros, de la Obra de la Propaganda de la Fe (De Propaganda Fide) y de los marinos que navegan en el Lejano Oriente. Se lo invocaba contra las tempestades y la peste.
ICONOGRAFÍA
Aprieta un crucifijo contra su corazón, o entreabre la sotana para mostrar su corazón inflamado. Un cangrejo grande se arrastra a sus pies.
A veces se lo representa en una choza, en el islote Sancián, donde murió, siguiendo con la vista una nave que se aleja. En la decoración de las iglesias de la orden jesuita, san Francisco Javier suele aparecer asociado con san Ignacio. Así puede verse en las iglesias de Gesu (Roma), o de Gesu nuovo (Nápoles), donde las estatuas de ambos santos forman pareja en las fachadas. Rubens recibió el encargo de pintar dos grandes cuadros para la iglesia de los jesuitas de Amberes: los Milagros de San Ignacio y los de San Francisco Javier que se turnaban sobre el altar mayor.
Un escultor de la orden de los jesuitas, Charles Belleville, que residió en China entre 1698 y 1708, diseñó un modelo de pirámide y un altar en forma de mausoleo para su tumba.
En la iglesia de los jesuitas de Mendelheim (Baviera), San Francisco Javier lleva a un indio sobre los hombros, y forma pareja con Jesús, como Buen Pastor, devolviendo a la oveja descarriada (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de San Francisco Javier, a quien está dedicada esta obra;
San Francisco Javier, (Javier, Navarra, 7 de abril de 1506 – Shangchuan, China, 3 de diciembre de 1552). Santo, cofundador de la Compañía de Jesús (SI), misionero en Oriente.
Nació en el castillo de Javier, ubicado en un lugar estratégico frente al reino de Aragón. Era el último hijo del matrimonio formado por el doctor Juan Jasso y María de Azpilcueta. El padre, doctor por Bolonia, era un destacado y principal servidor de la dinastía del reino de Navarra, ejerciendo el cargo de presidente del Consejo Real. Su hermana Magdalena, a la que conoció solamente de oídas, había sido dama de la reina Isabel la Católica y, antes de 1506, había ingresado en el convento de las clarisas de Gandía, donde murió en 1533. Sus hermanos mayores, Miguel y Juan, con los que se llevaba once y nueve años respectivamente, fueron muy destacados en el bando opositor a la anexión efectuada por Fernando el Católico.
El conflicto político de Navarra se había convertido para los Jasso en familiar, viviendo la división de los navarros entre agramonteses y beamonteses.
El rey Fernando ponía el pretexto de la necesidad de pasar por aquel viejo reino para atacar a su enemigo francés. En julio de 1512 se produjo la llamada “pacífica unión” y diez días después los monarcas navarros huyeron hacia Francia pasando antes por Javier.
Tres años después, Navarra había desaparecido como reino independiente, tras muchos siglos de existencia, siendo incorporada a la Corona de Castilla. Poco tiempo después moría el doctor Jasso, cuando su hijo Francisco contaba con nueve años.
En el castillo de Javier se reunieron los que “conspiraban” tras la muerte del rey Fernando en 1516.
Fracasado el intento, el regente de Castilla, el cardenal franciscano Ximénez de Cisneros, mandó demoler parcialmente esa fortaleza donde vivía Francisco.
Desde esos intentos por recuperar el reino, se entiende la construcción de la ciudadela de Pamplona, en cuya defensa cayó un joven vasco, vinculado al duque de Nájera, virrey de Navarra. Se llamaba Íñigo de Loyola. Por aquellos años, el futuro san Ignacio y la familia del que habría de ser san Francisco Javier, estaban enfrentadas por una cuestión de identidad nacional. Todavía los hermanos mayores de Francisco de Jasso tardaron en normalizar su situación política. Sus bienes fueron confiscados y sus personas condenadas a muerte por alta traición. Habrían de negociar una rendición honrosa, que pasaba por conservar la posesión sobre el castillo de Javier. Llegaba así, con el perdón del Emperador, el final de las consecuencias sombrías que la anexión de Navarra había ocasionado a esta familia de los Jasso.
Tras las primeras letras a la sombra de su madre y los latines de la mano de su primo sacerdote, Miguel de Azpilicueta, en el horizonte de su formación apareció París, con su Universidad, por la cual ya habían pasado otros miembros de su familia. Hacia allí se dirigió en otoño de 1525. Se matriculó en Artes como clérigo de la diócesis de Pamplona. Empezó a vivir en el colegio de Santa Bárbara, compartiendo celda con un saboyano, llamado Pedro Fabro y con un profesor, el maestro Peña. La vida colegial contaba con su propia cotidianidad, además de su método académico, el llamado “modus parisiensis”, después adoptado con matices por la propia Compañía de Jesús.
Pero no era todo disciplina, sino que también escapadas nocturnas y vida de ocio. No obstante, a Francisco le impresionaron vivamente las marcas de sífilis que contempló en el rostro de uno de los profesores.
En 1530, se había licenciado en Artes, obteniendo el grado de magister e incorporándose al cuerpo de docentes. Ese mismo otoño inició su vida docente, pasando al colegio de Beauvais, por lo que recibía a cambio la comida y alojamiento. Desde esa nueva posición intelectual, solicitaba al emperador Carlos el reconocimiento público de su hidalguía, junto con la de sus hermanos. Al mismo tiempo, escribía a su hermano para que le consiguiese alguna prebenda en la catedral de Pamplona. No obstante, en aquellos momentos fue cuando apareció en su vida un vasco llamado Íñigo de Loyola.
Había llegado este último a París, tres años después de Francisco, cuando era un hombre maduro de treinta y ocho años. No contaba con muy buena fama. Unos decían que había huido de la Inquisición, tribunal que le había perseguido en las ciudades universitarias castellanas de Alcalá y Salamanca. Otros destacaban la fascinación que nacía del uso de la palabra.
Al principio, vivió en el colegio de Monteagudo; después se acogió a la caridad en el hospital de Saint Jacques e, incluso, se decía que había viajado a Flandes y Londres en busca de la ayuda de los mercaderes españoles. Cuando inició sus estudios en Filosofía, ingresó en el colegio de Santa Bárbara, compartiendo estancia y morada con el mencionado Pedro Fabro y Francisco Javier. Comprobó el maestro Peña la capacidad de atracción que demostraba aquel vasco, pues faltando a las disputas dominicales, se llevaba consigo a estudiantes, para que confesasen y comulgasen en la cartuja. Sin embargo, lo que antes fue oposición y acusaciones de “seducción de estudiantes”, concluyó en reconocimiento por parte del rector Gouvea.
Parece ser que el encuentro entre Íñigo y Francisco puede ser definido por la indiferencia del segundo hacia el primero. Se puede decir, pues, que el maestro Francisco era recio, resistente y “duro de pelar”, pero Íñigo, a menudo, le recordaba que de nada servía al hombre triunfar en el mundo, si perdía su alma. Por fin, Francisco se unió a aquel grupo que acudía cada domingo a la cartuja, empezando a compartir ideales con unos compañeros que pensaban en la pobreza.
Pasó por su cabeza la posibilidad de renunciar a su cátedra. Un proceso prolongado, ni momentáneo, ni espectacular, que se ha venido conociendo como conversión.
Era la primavera de 1533.
Si Francisco conoció una Navarra en ebullición en su infancia y adolescencia, la Europa religiosa de su tiempo era la del estallido de las diferentes reformas.
En medio de aquellas circunstancias, el grupo de los “iñiguistas” se consolidaba. Ya eran seis: el mencionado saboyano Pedro Fabro, el navarro Francisco Javier, los castellanos Diego de Laínez, Alonso de Salmerón y Nicolás de Bobadilla y el portugués Simón Rodrigues. Todos ellos se habían acercado a Íñigo de Loyola a través de los ejercicios espirituales, siendo todos ellos seglares, salvo Fabro, que fue el primer sacerdote.
El grupo se consagraba a la vida apostólica, aunque antes habrían de comprometerse en peregrinar a Tierra Santa, añadiendo el voto de pobreza y castidad.
En el horizonte de Palestina, algunos de estos hombres ponían el fin de su vida, incluso a través del martirio.
Eso sí, conociendo las circunstancias del Mediterráneo, sabían que podía ser imposible esa misión.
Por ello, consideraron la posibilidad de que, pasado un tiempo, pudiesen ponerse a disposición del papa Pablo III en Roma y del trabajo apostólico que él considerase encomendarles. Unas decisiones que se plasmaron en el voto del día de la Asunción que pronunciaron en Montmartre, en una capilla que se llamaba, precisamente, “de los mártires”. Era el año 1534. Un gesto, intrascendente para sus contemporáneos que vivían en París en aquellos momentos pero que motivó, según subraya José Ignacio Tellechea, el nacimiento del grupo “internacional, más cohesionado afectivamente y guiado por un mismo ideal”.
Pretendían finalizar los estudios de Teología, y así, acordaron salir de París el 25 de enero de 1537, camino de Venecia, para esperar a embarcarse hacia Tierra Santa. Este nuevo horizonte rompía las expectativas que había generado Francisco en su familia y las causas de este cambio se las detallaba en una carta que puso en manos de su hermano Juan Jasso, el propio Ignacio de Loyola cuando hubo de retirarse momentáneamente a su tierra para reponerse de su salud. Los primeros compañeros se disponían a dirigirse hacia Roma con el fin de solicitar licencia al Papa para su peregrinación. Entonces, ya eran doce, aunque Ignacio se quedó en Venecia. Francisco y los demás entraron en la Ciudad Eterna un Domingo de Ramos, 25 de marzo de 1537. Gracias al doctor Pedro Ortiz fueron recibidos en audiencia pontificia, sentándose a su mesa, donde discutieron sobre Teología con otros hombres de Iglesia. Pablo III no solamente les concedió la licencia, sino que les otorgó una limosna de 60 ducados. En el tiempo del regreso a la República Serenísima, los hagiógrafos de Francisco situaron aquel extraño sueño que le había dejado “molido” en su descanso: “Soñaba que llevaba a las espaldas un indio y que no lo podía llevar”. No solamente resulta una premonición de lo que iba a ser la memoria y la existencia de Francisco Javier, sino una muestra de que estos clérigos reformados eran hombres inquietos del Renacimiento y de sus nuevos horizontes.
Mientras esperaban su embarque, Francisco vivía con Alonso Salmerón en Monselice, asistiendo después en el hospital de los incurables de Venecia.
Juan III de Portugal había recibido información del rector del colegio de Santa Bárbara, Diego de Gouvea, acerca de la idoneidad de ciertos “sacerdotes reformados”, maestros parisienses, que ofrecían un apostolado activo, muy propio para los objetivos espirituales de este Monarca para con sus Indias. Con este fin, escribió a Mascarenhas, su embajador ante la Santa Sede: “De París eran partidos ciertos clérigos letrados y hombres de buena vida, los cuales por servicio de Dios tenían prometida pobreza y solamente vivir de las limosnas de los fieles cristianos y que andan predicando dondequiera que van, y hacen mucho fruto”. El papa Pablo debía conceder la licencia oportuna para permitir esta misión, aunque también consideró el Pontífice que era menester la opinión de Ignacio de Loyola. El embajador habló con él, solicitándole a seis de sus jesuitas cuando apenas habían sobrepasado la decena. La reacción fue contundente y refleja las intenciones y el proyecto con el que contaba la Compañía: “Jesús, señor embajador, y ¿qué me dejáis para el resto del mundo?”. La mies era mucha, todo el mundo geográficamente, aunque los obreros en un principio, tan escasos. Finalmente, Ignacio designó para tal misión al portugués Simón Rodrigues y al castellano Nicolás de Bobadilla.
El primero se encontraba enfermo y, a pesar de ello, embarcó hacia Lisboa. Bobadilla se hallaba en Nápoles, afectado por las fiebres de Malta. Los médicos impidieron su salida. El único disponible en el tiempo en que el diplomático portugués emprendía camino hacia Lisboa era Francisco Javier, el cual trabajaba hasta entonces como secretario de Ignacio. Aquella escena ha sido numerosas veces recreada, por las artes plásticas, la literatura, e incluso por la ópera. Existió poco tiempo para pensar aquel ofrecimiento que le hacía quien actuaba como su superior y menos aún fue el necesario para preparar lo poco que para Francisco era imprescindible llevar. La despedida, para siempre, entre Ignacio y Francisco, se presentó como otra de las escenas más cantadas y retratadas.
Cuando Francisco abandonó Roma, la Compañía de Jesús solamente estaba aprobada verbalmente por Pablo III. Estaban presentándose una serie de dificultades que fueron discutidas por diferentes cardenales antes de la aprobación solemne que habría de llegar por la bula que recibió el título de “Regimini militantes Ecclesiae” (1540). Con este fin, Francisco redactó dos documentos para fijar su posición en la futura Compañía: “Prometo de estar a todo aquello que ordenaren los que se pudieren juntar”. No iba a participar en el proceso de elaboración de las Constituciones, mostrando su plena confianza en lo que los demás decidiesen. Al mismo tiempo, había aprobado la permanencia en la unidad, incluso en la dispersión, dándose una cabeza de carácter vitalicia que les gobernase. Francisco, para el supuesto día de la elección, dejó también su voto escrito: “Que sea el perlado nuestro antiguo y verdadero padre don Ignacio, el cual, pues nos juntó a todos con no pocos trabajos”.
Emprendía camino, dentro de la comitiva del embajador Mascarenhas, hasta Lisboa, alcanzándola a finales de junio de 1540. El camino fue aprovechado para el ejercicio de sus trabajos apostólicos. Aquella ciudad era una puerta abierta hacia un mundo de comercio, de las inquietudes descubridoras, de las mercancías desconocidas. Allí se encontró con su compañero Simón Rodrigues; conoció a Juan III y a su esposa Catalina de Habsburgo, hermana pequeña del emperador Carlos V. Ya mostró el Monarca su entusiasmo por el “modo de proceder” de los maestros de París, aunque en Portugal se les conoció como los “apóstoles”. Todavía era temprana la acepción de jesuitas.
Gozando de la protección de la Corte, desde el principio los de la Compañía trataron de romper con esa imagen de clérigos relajados, desarrollando ministerios que sorprendían: los trabajos entre los presos en las cárceles o los “herejes” de las condenas inquisitoriales.
El invierno de 1540 lo pasaron acompañando a la Corte en Almeirim. Desde allí conocieron la aprobación pontificia de la Compañía, aunque con algunas limitaciones de número. Algunos de los cardenales que rodeaban a Pablo III desconfiaban de ciertas novedades planteadas por el documento presentado por Ignacio de Loyola, la “Fórmula del Instituto”. Limitaciones que desaparecieron posteriormente.
El interés real se intentó canalizar en la fundación de un colegio temprano, el de Coimbra, cantera para la formación de misioneros destinados a los lejanos territorios de la metrópoli. Quizás era mejor que estos misioneros renunciasen a la empresa de Indias y se estableciesen en Portugal. Era la misma filosofía que les había planteado Pablo III cuando les había dicho que buena Jerusalén era Roma cuando aquéllos manifestaron su deseo de peregrinar a Tierra Santa.
La pelota estaba en el tejado del monarca portugués.
Finalmente, se decidió que Francisco Javier viajaría a India, mientras que Simón Rodrigues permanecería en Portugal con el objetivo de poner en marcha el colegio de Coimbra. El jesuita navarro había viajado mucho, había probado los caminos polvorientos de Europa, pero no se había hecho nunca a la mar, no se había enfrentado jamás a sus peligros. Le intentaron convencer a Francisco Javier que era conveniente que le fuese asignado un criado, pues éste le confería el prestigio que era menester para dirigir su palabra de predicación. Esa evangelización de la apariencia fue contestada por el jesuita navarro: “El adquirir crédito y autoridad por ese medio que V. S. dice, ha traído a la Iglesia de Dios al estado en que ahora ella está y a sus prelados”. Quizás era la misma línea de la sublimitas evangelica que había defendido Erasmo de Rotterdam, asociada a los primeros apóstoles. Un gesto que demuestra, como indica Tellechea, que Francisco Javier era un misionero y no un funcionario o un político.
En su despedida, Juan III le entregó los breves pontificios que el jesuita le había traído desde Roma. Era su nombramiento pontificio como nuncio apostólico, con competencias sobre tierras tan amplias como desconocidas y diversas. El medio de comunicarse, tanto con el Monarca —exponiéndole sus quejas y los abusos de los portugueses— como con sus compañeros y su superior Ignacio, iba a ser a través de la carta, auténtico cordón umbilical para conseguir la unidad en la dispersión: “Escribidnos largo”. Se embarcó en el pesado galeón Santiago, en el cual iba el nuevo virrey de aquellas tierras, zarpando el 7 de abril de 1541, fecha de su trigésimo quinto cumpleaños. Le acompañaban los también jesuitas Micer Paulo y el portugués Mansilha.
Pasó la flota por el archipiélago de las Azores, se aproximó a las costas del Brasil tomando rumbo hacia el cabo de Buena Esperanza. Daba muestras el jesuita de una actitud servicial hacia sus compañeros de navegación: atendía a los enfermos, ayudaba a morir a los que alcanzaban sus últimos instantes en alta mar, siempre aplicando ese principio de adaptabilidad a las circunstancias que le tocase vivir en cada uno de los momentos. Recalaron en Mozambique, una importante factoría portuguesa surgida en 1507.
En medio de un clima sofocante esperaron los vientos adecuados para proseguir a India. El virrey Sousa tuvo que adelantar su viaje ante las amenazas de los turcos frente a la ciudad de Goa. Llevaría consigo al padre Francisco. Pronto descubrió el jesuita, en las escalas que realizaba, la presencia de cristianos, descendientes de aquellas cristiandades primitivas y que habían permanecido aisladas. Divisaban Goa el 6 de mayo de 1542, en la India, un año después de haber zarpado de Lisboa. “Es una ciudad toda de cristianos —escribía Francisco en la primera carta que dirigió a Roma—, cosa de ver”, sede del obispo Alburquerque, un fraile franciscano que colaboró ampliamente con el padre Francisco. Era esta ciudad el principal apoyo del imperio portugués en Asia.
Esperando un tiempo más propicio para navegar, evitando los monzones, inició sus labores catequéticas, visitando los domingos la leprosería y haciendo una realidad la frecuencia de los sacramentos. Estaba cercano el momento, en septiembre de 1542, en que el virrey habría de mandarle entre “moros y gentiles”, para la predicación del Evangelio y con este efecto solicitaba a Roma instrucciones precisas para ello. Antes, gracias al apoyo del virrey Sousa, propició el nacimiento del colegio de los jesuitas en Goa, con la pretensión de ser un seminario para la formación del clero indígena. Su condición de misionero le hizo exigente en las cualidades que debían mostrar los jesuitas que acudiesen en un futuro a estas tierras.
El primer destino, pensado por el virrey, era el trabajo entre los indios paravas, en el extremo sur de la India y desde el cabo Comorín. Vivían en pequeños poblados costeros, dedicados de manera temporal a la extracción de perlas en el fondo del mar. Bajo la protección de Portugal habían sido bautizados en masa y sin ninguna doctrina o catequesis previa. Al padre Francisco le acompañaban tres indios paravas que se estaban preparando para el sacerdocio en el colegio de Goa, con el fin de servirle de introductores lingüísticos en la lengua tamil. Fue recorriendo todos los poblados de la costa, hasta alcanzar la capital de la Pesquería, Tuticorín. Empezó a combatir una religiosidad del terror, dialogó con los brahmanes más formados y se percató de la repelencia que le causaba la presencia de los ídolos. Con todo, el padre Francisco no profundizó en el alma india, como asevera Tellechea. Recorriendo estos poblados, surgió también su fama de hombre milagrero. En Goa, además, había preparado un catecismo con pronunciación figurada, poniendo en marcha estrategias de catequización que alcanzarían éxito: “Muchas veces me acaece —escribe en enero de 1544— tener los brazos cansados de tanto bautizar y no poder hablar de tantas veces decir el credo y los mandamientos en su lengua de ellos”. Se lamentaba en sus cartas de las inútiles controversias en las que se enfrascaban los hombres en los ámbitos intelectuales y teológicos europeos y la falta de intención de los que no se preparaban adecuadamente: “Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!”.
El impacto de lo que afirmaba Francisco Javier en su epistolario empezó a contar con gran repercusión en toda Europa. Sus cartas comenzaron a ser editadas, en ocasiones de manera aislada, en otras convenientemente agrupadas, lo que generó fascinación misionera en algunas vocaciones y, por tanto, prestigio, incremento y expansión en la Compañía de Jesús. La primera colección fue preparada por Tursellinus en 1596, aunque en el siglo XVII Possino reunió ya noventa de ellas. Cuando regresó a Goa, le entregaron un mazo de cartas retrasadas que le habían ido escribiendo desde Roma. Conociendo que sus compañeros habían realizado la profesión solemne, la pronunció igualmente, recortando sobre el texto latino la firma con la que Ignacio de Loyola había concluido una de sus cartas. Una copia del texto de su profesión llevó siempre colgada al cuello dentro de una bolsita, como si se tratase de una auténtica reliquia.
Volvió a las misiones del sur mucho más acompañado.
Pasaron por la isla de Ceilán. Después empezó a confiar misiones a sus compañeros. Mansilha, por ejemplo, fue destinado a Manapar. Les insistía en la necesidad de que el pueblo amase a los misioneros, mostrando éstos de manera constante paciencia. Conocía el padre Francisco los enfrentamientos entre los reyezuelos de la zona, provocando tanta desolación y muerte en el pueblo, lo que generaba agonía en el misionero jesuita. “Su vida —afirmaba su compañero Mansilha— era más de hombre santo que de persona humana”. Prosiguió su camino hacia la isla de Santo Tomé, cerca de la actual Madrás, donde se decía que se encontraba el sepulcro del “apóstol Mellizo”. Decidió salir hacia Malaca, al tiempo que escribía una larga carta a Juan III. Afirmaba en ella con contundencia que los mayores impedimentos para la expansión del Evangelio eran los oficiales reales portugueses.
Era un misionero a la sombra de esa Monarquía y autoridad de Portugal, pero padecía el influjo de los malos ejemplos de los portugueses.
Se despedía momentáneamente de la India. Le esperaba, desde la costa oriental, el destino de Malaca.
Era ésta la capital de las posesiones de los portugueses en el ámbito malayo, donde habría de incluir las Molucas, Java, Borneo y las islas Célebes, donde se encontraba el Macassar, que era el último destino en el horizonte del misionero. Se trataba este último de un emporio, donde llegaban manufacturas muy diversas.
Con la ayuda de algunos portugueses tradujo su catecismo a lengua malaya, aunque escrito con caracteres latinos. En enero de 1546, prosiguió su viaje a Macassar, atravesó el estrecho de Singapur, arribando tras mes y medio al sur de las Molucas. Se sintió dispuesto a acabar con la ferocidad de unos hombres que eran cazadores de cabezas humanas —los alfuros—. Estuvo apunto de ahogarse en medio de aquella tempestad que calmó con un crucifijo que llevaba colgado en el cuello, deslizándose esta pieza entre los dedos en su contacto con el agua y cayéndose en el mar. Se libraron del naufragio, pero, de repente, un cangrejo sacaba ese crucifijo tan apreciado a la playa de entre las aguas con sus patas delanteras. Pasó ocho días entre aquellos hombres, no consiguiendo ninguna conversión.
Cuando regresó a Amboina encontró buques de guerra portugueses que conducían a ciento treinta españoles que habían sido apresados y que habían intentado llegar desde México a las Molucas en la flota de Ruiz de Villalobos. Aquellas islas eran causa de litigio tras el reparto del tratado de Tordesillas. Entre ellos se encontraba un sacerdote llamado Cosme Torres, que decidió su entrada en la Compañía. Después, sería su colaborador en la misión de Japón.
Le hablaron del reino de Ternate —enclave para el dominio del archipiélago de las Malucas— y decidió el padre Francisco visitarlo, consiguiendo pocas conversiones, sin faltar después en las islas del Moro, en septiembre de 1546. Su viaje de regreso a la India fue muy prolongado y con etapas intermedias. En los cuatro meses que permaneció en Malaca, mercaderes portugueses le hablaron de unas islas de gran tamaño llamadas Japón y que serían muy adecuadas para la predicación del Evangelio, pobladas por “gente deseosa de saber en gran manera”, con un mundo intelectual más atractivo que el de la India. Hasta el padre Francisco llegó un japonés que le buscaba para obtener la tranquilidad espiritual. Se llamaba Angino y será después el encargado de traducir el catecismo al japonés. Pero antes de alcanzar aquel horizonte, cumpliría con labores de gobierno entre los misioneros.
Redactó unas “Instrucciones para los que trabajan en Pesquería y Travancor”. En Goa desde abril de 1548 escribió una doctrina cristiana, una declaración de los artículos de la fe y un orden o régimen de vida cristiana que podía ser entregado a los que se confesaban.
Su balance sobre la propagación de la fe en este imperio portugués de factorías costeras no era del todo optimista, mostrando su esperanza en el Japón para la perpetuación del cristianismo. Al padre Barzeo, enviado a Ormuz, le dirigió una instrucción, que se convirtió en un manual del misionero, reflejando en sus palabras lo que había experimentado hasta el momento.
Sus “libros vivos” no eran otros que los hombres que se había encontrado.
Partieron de Cochín el 25 de abril de 1549 hacia Japón. Le acompañaba el mencionado padre Cosme Torres, el hermano Fernández y tres japoneses que habían hecho los ejercicios en el colegio de Goa. Alcanzaban Japón el 15 de agosto. Habían navegado en la nao de un mercader chino, al que tuvo que obligar Francisco Javier a culminar el trayecto, ante los deseos de la marinería de invernar en el puerto chino de Cantón. Arribaron, precisamente, en la tierra del mencionado Angino, Kagoshima. En sus cartas describe con la admiración del viajero, pero sobre todo con las coordenadas del misionero, el impacto que le fue causando el mundo japonés. Se producía el primer contacto de un europeo con el shintoísmo; conocía la forma de vida de aquellos bonzos que se convirtieron en enemigos de su predicación; contactó con gobernantes locales; obtuvieron los primeros pequeños éxitos pero vivieron las burlas también de los que les oían predicar. La intención del padre Francisco era caminar hasta la ciudad de Meako —la actual Kyoto— para poderse entrevistar con el Rey, proyecto que terminó en fracaso. Ni se presentaba de manera suntuosa, ni había preparado los convenientes regalos. Atraído por las universidades que había oído que existían allí, visitó además monasterios budistas donde pudo conversar, preguntar y responder.
Mayores éxitos cosechó en la gran ciudad de Yamaguchi, sobre todo en su segunda visita, cuando se presentó como enviado del Papa y del rey de Portugal, con las oportunas credenciales y regalos, rodeado de una pomposidad que gustaba mucho en Japón. El duque le otorgó la licencia para predicar, autorizando a los súbditos para que se convirtiesen al cristianismo.
Los que conformaban un embrión de reducida comunidad intentaron aminorar las dificultades lingüísticas, contribuyendo a compendiar mejor la doctrina cristiana. Todavía más boato desarrolló ante la llamada del príncipe de Bungo, vistiendo una sobrepelliz blanca sobre su sotana y una lujosa y bonita estola verde para presentarse ante él. Tras dos años sin saber nada de sus compañeros en India, Malaca y Molucas, era la hora de regresar. Era mediados de noviembre de 1551.
Al recibir noticias del cierre de China a los extranjeros, por parte del capitán Pereira, Francisco Javier empezó a soñar con este nuevo horizonte. Decidió que al año siguiente viajaría hasta allí, siempre que el mencionado Pereira fuese nombrado embajador por el virrey. De nuevo, pretendía presentarse al rey de Pekín, con el objeto de pedirle permiso para predicar el Evangelio. Existía la necesidad de poner el catecismo japonés en caracteres chinos. En Singapur, en diciembre de 1551, tuvo conocimiento por un carta retrasada firmada por Ignacio de Loyola, que había sido nombrado provincial de la India, desmembrando estos territorios de la de Portugal. En las cartas con las que respondió, el misionero se mostró entusiasmado por China, “tierra muy grande, pacífica y sin guerras”.
En esa impaciencia constante por abrir nuevos horizontes sin haber empezado ni siquiera a culminar los anteriores se entienden los sentimientos del padre Francisco Javier. Si triunfaba en China, el futuro de la misión de Japón tornaría a mejores resultados. Mientras que confesaba su incapacidad para hacerse cargo del provincialato, consideraba que había llegado la hora de enviar jesuitas a las universidades del Japón, personas que se arriesgasen a sufrir duras persecuciones.
Pensó, incluso, que los alemanes y flamencos que conociesen el castellano o el portugués eran los más adecuados para llevar a cabo esta misión. Pero antes de China, debía de pasar por Goa como provincial. A finales de febrero de 1552 se encontraba allí con cuarenta jesuitas, algunos obrando por su cuenta, como el padre Gomes, el cual había optado por hacer de aquel colegio una universidad al estilo de Coimbra.
Una acción que le había condenado, por parte de este provincial, a la expulsión. Cuando Gomes trató de dar cuenta en Roma y a Ignacio de Loyola del modo que tenía Francisco Javier de gobernar, murió en un naufragio en el cabo de Buena Esperanza.
Tras redactar instrucciones destinadas a distintos jesuitas, iniciaba su viaje hacia China en abril de 1552. Por Malaca, llevaba consigo un amplio matalotaje con numerosos regalos para ofrecer a los más distinguidos. No pudo llevar desde aquel punto a Diego Pereira como embajador, gesto que truncaba mucho los planes. Partía Francisco Javier en la nao Santa Cruz, acompañado por el hermano Ferreira, Antonio China —educado en el colegio de Goa— y el criado Cristóbal. A fines de agosto llegaban al archipiélago de Cantón, en la isla de Sanchán. En una de las chozas que habían levantado los portugueses, celebraba el padre Francisco misa a diario, adoctrinaba a los niños y esclavos e intentaba buscar comerciantes chinos que le adentrasen en su país, aunque fuese oculto. Ante la falta de resultados de sus planes, pensó en otras posibilidades, como unirse en Siam a la comitiva de la embajada que su Monarca iba a enviar a China e, incluso, intentarlo de nuevo con Diego Pereira.
Si confiaba en un desconocido comerciante chino, movido solamente por el soborno de lo que le pagase, podía ser abandonado en medio del mar o ser engañado y padecer martirio por orden del gobernador de Cantón. Al fin llegó el esperando mercader, aunque anunciando que habían sido apresados más portugueses.
El hermano Ferreira no se atrevió a acompañar al padre Francisco, lo que le valió la expulsión. Los portugueses abandonaban la isla de Sanchán, llevando consigo las últimas cartas que escribió el misionero jesuita.
Todavía en ellas manifestaba su esperanza en el éxito. Quedaba solo, con la única compañía de Antonio el Chino y del mencionado criado Cristóbal, cuando llegaron a Roma sus deseos, expresados anteriormente por carta, de reunirse con sus hermanos europeos. Ignacio de Loyola le llamó a su lado en la Ciudad Eterna. Sin embargo, cuando aquella carta del superior, fechada en mayo de 1552, llegó a su destino, el padre Francisco ya había fallecido. Padeció pulmonía en los últimos días de noviembre. Agonizaba delante de las costas de China, expirando, cuando amanecía el 3 de diciembre, día en el que la Iglesia recuerda su memoria y ejemplo, desde su canonización en 1622 por Gregorio XV y tras su beatificación por Pablo V en 1619. Subía a los altares junto a san Ignacio de Loyola. Precisamente, aquella jornada, el 12 de marzo, se recuerda a través de la celebración de la “Novena de la Gracia”, rememorando además uno de sus milagros más celebrados, el obrado en 1634 sobre el padre Marcello Mastrilli, mártir después en el Japón.
Su sepultura se fijó, al principio, en esta pequeña isla, trasladándose después a Malaca y más tarde a la India, dando muestras su cuerpo de incorrupción. Se expandió y consolidó su fama, sus milagros, sus cartas y su vida. Fue declarado por Benedicto XV en 1927 Patrono de las Misiones junto con una contemplativa, la carmelita santa Teresa de Lisieux. Cada 3 de diciembre, su tierra celebra el Día de Navarra y el castillo de Javier es la meta de las famosas marchas de la juventud conocidas como las “Javieradas” (Javier Burrieza Sánchez, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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