Por Amor al Arte, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte la Ermita de Nuestra Señora de Villadiego, en Peñaflor (Sevilla).
Hoy, sábado 15 de julio, como todos los sábados, se celebra la Sabatina, oficio propio del sábado dedicado a la Santísima Virgen María, siendo una palabra que etimológicamente proviene del latín sabbàtum, es decir sábado.
Y que mejor día que hoy para Explicarte la Ermita de Nuestra Señora de Villadiego, en Peñaflor (Sevilla).
La Ermita de Nuestra Señora de Villadiego, se encuentra en la carretera Lora-Peñaflor, s/n; en Peñaflor (Sevilla).
La ermita se encuentra adosada a una torre medieval de planta octogonal que presenta una cámara cuadrada cubierta con una bóveda vaída a la que se abren cuatro hornacinas. En una de ellas se alberga una escalera que asciende hasta una azotea almenada. En el lado oeste se sitúa un matacán apoyado sobre ménsulas.
En el atrio de acceso a la ermita se halla una interesante colección de piezas romanas entre las que destacan un sarcófago de piedra caliza, varias aras, cipos y lápidas con inscripciones. La ermita originalmente fue una construcción mudéjar, si bien ha sido reedificada en su totalidad en 1966. Consta de tres naves con tres tramos compartimentados por pilares y cabecera cuadrada. La nave se cubre con una estructura moderna de madera y la cabecera con una bóveda sobre trompas. La portada, muy simple, se sitúa en la nave derecha, figurando sobre ella una espadaña de un solo cuerpo. En el presbiterio, sobre un altar moderno, se encuentra la Virgen de Villadiego, imagen de candelero, también moderna. A los pies de la nave derecha se encuentra un lienzo de la Dolorosa firmado y fechado en 1884 por Augusto Manuel de Quesada. A ello hay que sumar un ara votiva, del siglo II después de Cristo, y una serie de lápidas con inscripciones de esa misma época (Alfredo J. Morales, María Jesús Sanz, Juan Miguel Serrera y Enrique Valdivieso. Guía artística de Sevilla y su provincia. Tomo II. Diputación Provincial y Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2004).
La Ermita de Nuestra Señora de Villadiego es una construcción de tipo mudéjar, aunque en la actualidad, tras la remodelación que sufrió en 1996 nada recuerda su primitivo origen. El origen de la ermita es el torreón medieval de Villadiego, de finales del siglo XIII o comienzos del XIV. De estilo mudéjar, es de planta octogonal y está coronado con almenas. Su interior tiene dos plantas cubiertas con bóvedas, la inferior es semiesférica y la superior vaída.
Adosado al torreón se encuentra el edificio de la ermita, igualmente mudéjar, cuyo presbiterio tiene bóveda esquifada o de paños sobre trompas con arcos de herradura. Un arco ojival de amplia luz comunica el presbiterio con la nave central del templo. La planta de éste es de tres naves separadas por arcos de medio punto sobre pilares.
En el patio de entrada se ubica una colección de piezas arqueológicas romanas. .
La Virgen de Villadiego permanece en su ermita diez meses al año, el resto se encuentra en la iglesia parroquial. El Día 14 de agosto celebra su fiesta trasladándose al pueblo, permaneciendo en él hasta el día 1 de octubre que regresa a la ermita (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Podría afirmarse que el arte es, ante todo, la expresión artística de una sociedad. En este sentido, para Gonzalo Borrás, “el mudéjar no es otra cosa que la expresión artística de la sociedad medieval española, en la que conviven cristianos, moros y judíos”.
En una explicación muy sintética, el término mudéjar deriva de la voz árabe mudâyya (sometido, aquel a quien se le permite quedarse) y se aplica a los musulmanes que permanecen en el territorio conquistado progresivamente a Al-Ándalus por los reinos cristianos, en nuestro caso por el reino de Castilla. En otras palabras, el término mudéjar se aplica a los hispanosmusulmanes que, tras la conquista cristiana, permanecieron en tierras de cristianos, conservando religión (Islam), lengua (árabe), costumbres y organización jurídica propias. Y esta comunidad islámica desarrolla en territorio cristiano una significativa manifestación artística: la arquitectura mudéjar.
A lo largo de su historia, el valle del Guadalquivir ha sido encrucijada de pueblos y crisol donde han convivido culturas distintas. En su pasado, han concurrido una serie de factores que, en determinado momento de la Edad Media, originaron que en su solar se forjara un modelo de convivencia: la arquitectura mudéjar. El arte mudéjar constituye, precisamente, un testimonio de esa simbiosis o mezcla de culturas –musulmana y cristiana- que ha generado, por un lado, un estilo artístico genuina y exclusivamente español dentro de la Historia del Arte y, por otro, algunos de los más bellos ejemplos de nuestro Patrimonio histórico-artístico.
Peñaflor ha contado con tres notables muestras de la arquitectura mudéjar. La primera de ellas, la primitiva iglesia de san Pedro Apóstol, fue levantada en el siglo XV, pero ya no existe: quedó arruinada en el siglo XVIII y fue demolida para erigir la actual. La segunda, el antiguo convento de san Luis del Monte, no ha corrido mejor suerte: fundado durante la última década del siglo XV en el Turuñuelo, los avatares de la historia han determinado que apenas queden unos muros en pie. El otro ejemplo de mudejarismo los constituyen el torreón y la ermita de Villadiego, el motivo de nuestro artículo.
No obstante, antes de abordar el estudio de la ermita es preceptivo, a fin de facilitar su comprensión, realizar una somera referencia sobre el contexto y las circunstancias históricas que concurren en el momento en que se erige el monumento. En el siglo XIII, tras la conquista de Córdoba (1236), las huestes de Fernando III van a arrebatar paulatinamente a los almohades todas las tierras del valle del Guadalquivir, hasta culminar con la toma de su capital, Sevilla (1248), que supuso el fin del imperio almohade en Al-Ándalus. Sin embargo, en los años previos a la conquista de Sevilla, antela falta de un poder efectivo musulmán, muchas ciudades de valle se entregaron a Castilla por pacto o pleitesía, sin necesidad de asedios o actuaciones militares de gran escala, como pudo ser el caso de Peñaflor (1240).
La presencia cristiana en el Guadalquivir Significó la aparición de una nueva frontera político-militar con el reino musulmán de Granada, regido por la dinastía nazarí, formándose así una banda o área fronteriza potencialmente conflictiva y expuesta a incursiones, algaradas y razzias de ambos bandos. Por esta razón, Fernando III había otorgado a la Orden Militar de San Juan del Hospital de Jerusalén, presente en toda la conquista del valle del Guadalquivir, buena parte de los territorios conquistados, constituyendo así la bailía de la Orden de San Juan (1241): Tocina, Alcolea, Lora Setefilla, Peñaflor y Almenara; la bailía, a su vez fue dividida en varias encomiendas. La finalidad de tal decisión no era otra que la guarda de la frontera morisca desde las posesiones de la Orden. Para ello, la Orden de San Juan creó un sistema de defensa – con la erección de castillos y torreones de vigilancia – y de administración y repoblación del territorio que tuvo un gran impacto ambiental, pues supuso el origen de nuevos núcleos urbanos, el renacer de otros antiguos, el trazado de nuevas vías de comunicación…. e, incluso, el arranque de futuros santuarios marianos.
Las fortificaciones tuvieron un papel relevante en la inestable situación que como frontera entre reinos vivió todo el valle del Guadalquivir, resultando evidenciadas, según las fuentes escritas, la conflictividad e inseguridad regional con continuas escaramuzas y razzias entre ambos bandos, como las incursiones en territorio ya cristiano de los meriníes del norte de África (1276-1277) o de los nazaríes de Granada. Cada fortaleza controlaba un territorio, y todo el sistema defensivo controlaba las vías de comunicación y el espacio a proteger previo a las ciudades.
Al hilo de lo que decimos, hay que referirse, aunque brevemente, a la presencia de la Orden de San Juan en Peñaflor ya que se atribuye a la misma la totalidad de la fábrica del castillo de Villadiego que ha llegado hasta nuestros días. Peñaflor se constituyó como una encomienda de la Orden dentro de la bailía de Lora del Río. Casi con toda seguridad, sería durante la encomienda, desde 1241 hasta 1300, cuando se construyó el actual torreón, a la par que otras fortalezas de la zona pertenecientes igualmente a la Orden, como es el caso del castillo de Setefilla.
El castillo de Villadiego, pues, formaba parte de un complejo sistema defensivo. Exento en todo su contorno excepto en el que tiene adosada la ermita, constituye una atalaya o faro desde el cual se domina el paisaje circundante. Dese la torre existe un dominio visual que abarca un radio entre 5 y 30 km – desde Almenara hasta Carmona -, pudiéndose divisar toda la llanura aluvial del río Guadalquivir, lo que permite ejercer un control espacial del territorio. Así, una torre – atalaya o vigía tal vez constituya el elemento más humilde de las fortificaciones medievales pero primordial para establecer un control visual. Su función básica, en zona próxima a la frontera, era la de posibilitar un sistema de alerta y comunicación que permitiera, ante eventuales ataques o razzias, una evacuación hacia zonas más seguras. Los mensajes se transmitían por medio de señales ópticas entre las torres (fuego, humo, espejos… en las almenas) por lo que debía exstir una cadena de conexiones visuales entre ellas. Otras veces estas torres se conocen como torres-almenara, cuando constan, a la vez, de una torre del homenaje para señales y de un recinto amurallado como cuerpo de guardia, que, aunque no sea el caso de Villadiego, sí explicaría uno de los topónimos más notorios de Peñaflor, Almenara.
El torreón de la Ermita, como es característico de las torres-atalaya, está exento en el paisaje, es sobrio en su construcción, sin elementos decorativos y escasos elementos defensivos. Corresponde a una arquitectura popular y, si se quiere, rural, basada en la tradición. Las razones de urgencia militar y política, así como económicas, aconseja emplear mano de obra local y técnicas tradicionales, de clara raigambre mudéjar.
Una descripción sintética del torreón permite reconocer una planta octogonal irregular de unos 5 m de lado, sin talud y un grosor de muro aproximado de 2 m. El sistema constructivo general utiliza materiales autóctonos y baratos (ladrillo, piedra), lo que lleva a la construcción de muros de sillarejo alternados con otros de mampostería irregular de piedra caliza del lugar, con rellenos de ripios, ladrillos y argamasa. La cimentación del edificio y las esquinas presentan, sin embargo, sillares romanos de piedra caliza reutilizados, como refuerzo para la estructura. Diversos hallazgos arqueológicos – sillares alineados, cerámica, mosaicos, restos de conducción de agua – han testimoniado la presencia romana en el solar del castillo, posiblemente una antigua villa o explotación agrícola. Es previsible que, si se realizasen futuras campañas arqueológicas en el lugar, revelarían la superposición de estructuras que han ocupado el recinto a lo largo de los siglos.
El acceso al torreón se realiza desde una puerta con arco apuntado situada a nivel del suelo en el lado de poniente, sobre la puerta se distingue un arco de descarga formado por dovelas de piedra y, en la parte más elevada del muro, un balcón de matacanes con modillones de rollo de clara ascendencia hispanomusulmana, cuyo vano en la actualidad ha sido aprovechado para ubicar la campana del santuario, pero que en origen su finalidad sería la protección de la entrada al torreón.
La torre se estructura en tres pisos, los dos primeros cubiertos por sus bóvedas originales y el tercero constituye la terraza. El primero de los pisos o bajo está cubierto con bóveda semiesférica de ladrillo encalado y el segundo con bóveda también esférica sobre pechinas; sobre estas estructuras se dispone la alcatifar o relleno para conseguir el nivel del piso superior y de la cubierta en forma de terraza. El tercero, que se conforma como una gran azotea almenada con rendijas o saeteras en cada uno de sus ocho lados, hizo las veces de una torre-atalaya o torre-vigía, cuya función ha sido descrita con anterioridad.
Presenta la torre cuatro vanos en el piso inferior orientados a cada uno de los puntos cardinales, dos de ellos muy amplios, uno sirve de puerta de acceso y otro como ventana, abierta en época muy posterior a la construcción del torreón; los dos restantes lo constituyen dos altas y estrechas aspilleras que apenas dejan pasar la luz. Para iluminar el interior del piso superior, los cuatro huecos practicados en los muros tienen la misma orientación que los del piso bajo y están resueltos mediante unas rendijas o saeteras a modo de estrechas ventanas, cuya tenue luz hace que el piso permanezca en una vaporosa penumbra.
El acceso a los distintos pisos se realiza mediante una escalera embebida en el muro. Las cajas de escalera se hallan embutidas en el flanco sur del muro de la torre.
Anexa al torreón, se encuentra la capilla de la ermita de Villadiego. En el estado actual de nuestros conocimientos, es arriesgado datar de forma puntual el momento de su edificación, sin embargo, si examinamos la obra o fábrica de ambos espacios, parece probable que se hiciera tiempo después de la construcción del torreón. ¿Pudo ser durante el siglo XIV – período marcado ya por la pacificación del territorio – cuando el castillo, una vez perdida su relevancia militar, transforma su uso y experimenta una ampliación de su espacio con una capilla que haga las veces de ermita? Así, este recinto habría tenido la doble finalidad de control militar y territorial y religiosa, después.
Definir, pues, a qué período cronológico concreto se adscribe la capilla, es una cuestión compleja. Se haría necesario plantear un enfoque atendiendo al contexto histórico en el que se encuentra, por una parte, y a los rasgos estilísticos del edificio, por otra. En cuanto a los datos propiamente históricos, existen referencias escritas sobre la primera vez que se reunió la Hermandad General de Andalucía, en 1319, que lo hizo en este lugar, lo que supone que en dicho año ya se conocía el lugar con el nombre de Villadiego, pero desconocemos si la reunión se celebró en el torreón o en la propia ermita, por lo que no constituye un dato totalmente fidedigno para que sirva de fecha ante quam, en relación con el momento de construcción de la Ermita.
Una referencia histórica tal vez más significativa es que aparezca, en 1319, el nombre de Villadiego como topónimo, referido ya a un lugar concreto. Suponemos que podría explicarse por el hecho de que, desde mediados del siglo XIII, el torreón o castillo estaría habitado por caballeros de la Orden Militar de San Juan – conocidos también como Hospitalarios – oriundos de la localidad burgalesa de Villadiego, que en su afán reconquistador y repoblador habían llegado hasta las tierras del sur. Por ello, desde un principio, el lugar bien pudo conocerse como “el torreón de los de Villadiego”. Y así, con el paso del tiempo, cuando llega el siglo XIV, el nombre se mantiene y se reafirma como topónimo, en recuerdo de sus primeros moradores. Aunque las fuentes en que nos hemos basado para formular esta suposición puedan ser insuficientes, sin embargo la idea no deja de ser sugerente… Posteriormente, cuando surja la ermita y aparezca el culto mariano, éste tomará la advocación del nombre del lugar, esto es, Villadiego.
Circunstancia más reveladora para datar la erección de la ermita pueden ser sus características arquitectónicas. El edificio denota mudejarismo en todas sus partes y elementos: utilización del ladrillo, armadura de madera (hoy perdida), arcos de herradura, arcos ojivales, empleo del alfiz en las ventanas de la capilla, utilización de trompas como sostén de la bóveda, planta basilical de tres naves, etc. Estos rasgos estilísticos, mucho más evolucionados y refinados que los del torreón – arquitectura tosca y rudimentaria la de éste, propia de las zonas rurales en los tiempos de la conquista (sigloXIII)-, junto con los datos históricos antes apuntados, nos llevan a pensar que la ermita pudiera ser erigida en algún momento del siglo XIV.
Además, en el siglo XIV, aparecen por doquier una serie de ermitas, situadas en las afueras de las poblaciones, con una estructura muy simple: presbiterio o capilla mayor semejante a una qubba islámica, es decir, una planta cuadrada con bóveda de paños de superficie lisa sostenida por trompas, que se amplía con un cuerpo de tres naves.
La ermita de Villadiego responde precisamente al modelo anterior. El templo consta de tres naves separadas por pilares rectangulares sobre los que apean arcos de medio punto, siendo de mayor altura y anchura la nave central que las laterales, con capilla mayor independiente y adosada al torreón, lo que crea un interior espacioso de planta basilical.
Las tres naves presentan cabeceras bien diferenciadas. La central esta rematada por la espléndida capilla mayor, diferenciada del resto del templo tras el gran arco toral de ladrillo de forma apuntada, de amplísima luz. La capilla mayor o presbiterio, de planta cuadrada, se cubre con bóveda de ocho paños encalada sostenida por cuatro decorativas trompas de ladrillo visto formadas por arcos de herradura. La clave de la bóveda está constituida por una cruz de la Orden Militar de San Juan. Se ilumina por medio de cuatro estrechas ventanas con arcos de herradura apuntados inscritos en un alfiz y una gran ventana con arco apuntado de ladrillo visto abierta en el flanco norte. Frente a ésta, un arco gemelo al anterior permite el paso a la sacristía. El testero de la capilla está ocupado por el retablo neogótico del altar de la Virgen de Villadiego, a cuyos lados se abren sendas puertas que sirven de acceso al torreón.
Para finalizar el análisis formal del recinto, también las naves laterales terminan cada una de ellas en un testero plano, y en ambos se abren en el muro sendos arcosolios – esto es, empotrados en la pared – de ladrillo visto de forma ojival o apuntada, a modo de imperceptibles capillas.
Como acabamos de ver, Peñaflor aún conserva un excelente muestra de mudejarismo en el recinto de la ermita de Villadiego. Peñaflor tiene en el torreón medieval de su ermita una de sus más claras señas de identidad, a la vez que uno de sus recursos patrimoniales más emblemáticos y un protagonista ineludible de su paisaje. El poder de atracción que tiene como imagen típica, y no exenta de tópicos, debe servir para que los ciudadanos se aproximen a su Patrimonio de forma activa, es decir, asumiendo que la protección y conservación de esta rica herencia no es sólo tarea de especialistas sino que compete a la sociedad en general.
El castillo de la Ermita, junto con otros que siembran la geografía de nuestro término municipal – Almenara, Toledillo, el propio de Peñaflor-, es la herencia material de nuestro pasado y memoria fiel y objetiva de nuestra historia; con frecuencia, los castillos, nuestros castillos, son elementos paisajísticos que se convierten en referencia de un determinado lugar e incluso en divisa o bandera que identifica a los pueblos. Son una parte importante de nuestro patrimonio histórico, un tesoro de cuya protección es responsable el colectivo humano que lo recibe como herencia cultural (Pedro L. Meléndez González, en Turismo y Cultura Peñaflor).
El origen de la ermita es el torreón medieval de Villadiego, de finales del siglo XIII. De estilo mudéjar, es de planta octogonal y está coronado con almenas. Su interior tiene dos plantas cubiertas con bóvedas, la inferior es semiesférica y la superior vaída. Adosado al torreón se encuentra el edificio de la ermita, igualmente mudéjar, cuyo presbiterio tiene bóveda esquifada o de paños sobre trompas con arcos de herradura. Un arco ojival de amplia luz comunica el presbiterio con la nave central del templo. La planta de éste es de tres naves separadas por arcos de medio punto sobre pilares.
El patio de entrada se ubica una colección de piezas arqueológicas romanas. La ermita está consagrada a la Virgen de Villadiego, cuya imagen se venera como patrona de Peñaflor. El 14 de agosto, una romería acompaña a la imagen desde la ermita al pueblo, regresando a su ermita en el primer domingo de octubre (Turismo de la Provincia de Sevilla).
Conozcamos mejor la sobre el Significado y la Iconografía de la Virgen con el Niño;
Tal como ocurre en el arte bizantino, que suministró a Occidente los prototipos, las representaciones de la Virgen con el Niño se reparten en dos series: las Vírgenes de Majestad y las Vírgenes de Ternura.
La Virgen de Majestad
Este tema iconográfico, que desde el siglo IV aparecía en la escena de la Adoración de los Magos, se caracteriza por la actitud rigurosamente frontal de la Virgen sentada sobre un trono, con el Niño Jesús sobre las rodillas; y por su expresión grave, solemne, casi hierática.
En el arte francés, los ejemplos más antiguos de Vírgenes de Majestad son las estatuas relicarios de Auvernia, que datan de los siglos X u XI. Antiguamente, en la catedral de Clermont había una Virgen de oro que se mencionaba con el nombre de Majesté de sainte Marie, acerca de la cual puede dar una idea la Majestad de sainte Foy, que se conserva en el tesoro de la abadía de Conques.
Este tipo deriva de un icono bizantino que el obispo de Clermont hizo emplear como modelo para la ejecución, en 946, de esta Virgen de oro macizo destinada a guardar las reliquias en su interior.
Las Vírgenes de Majestad esculpidas sobre los tímpanos de la portada Real de Chartres (hacia 1150), la portada Sainte Anne de Notre Dame de París (hacia 1170) y la nave norte de la catedral de Reims (hacia 1175) se parecen a aquellas estatuas relicarios de Auvernia, a causa de un origen común antes que por influencia directa. Casi todas están rematadas por un baldaquino que no es, como se ha creído, la imitación de un dosel procesional, sino el símbolo de la Jerusalén celeste en forma de iglesia de cúpula rodeada de torres.
Siempre bajo las mismas influencias bizantinas, la Virgen de Majestad aparece más tarde con el nombre de Maestà, en la pintura italiana del Trecento, transportada sobre un trono por ángeles.
Basta recordar la Madonna de Cimabue, la Maestà pintada por Duccio para el altar mayor de la catedral de Siena y el fresco de Simone Martini en el Palacio Comunal de Siena.
En la escultura francesa del siglo XII, los pies desnudos del Niño Jesús a quien la Virgen lleva en brazos, están sostenidos por dos pequeños ángeles arrodillados. La estatua de madera llamada La Diège (Dei genitrix), en la iglesia de Jouy en Jozas, es un ejemplo de este tipo.
El trono de Salomón
Una variante interesante de la Virgen de Majestad o Sedes Sapientiae, es la Virgen sentada sobre el trono con los leones de Salomón, rodeada de figuras alegóricas en forma de mujeres coronadas, que simbolizan sus virtudes en el momento de la Encarnación del Redentor.
Son la Soledad (Solitudo), porque el ángel Gabriel encontró a la Virgen sola en el oratorio, la Modestia (Verecundia), porque se espantó al oír la salutación angélica, la Prudencia (Prudentia), porque se preguntó como se realizaría esa promesa, la Virginidad (Virginitas), porque respondió: No conocí hombre alguno (Virum non cognosco), la Humildad (Humilitas), porque agregó: Soy la sierva del Señor (Ecce ancilla Domini) y finalmente la Obediencia (Obedientia), porque dijo: Que se haga según tu palabra (Secundum verbum tuum).
Pueden citarse algunos ejemplos de este tema en las miniaturas francesas del siglo XIII, que se encuentran en la Biblioteca Nacional de Francia. Pero sobre todo ha inspirado esculturas y pinturas monumentales en los países de lengua alemana.
La Virgen de Ternura
A la Virgen de Majestad, que dominó el arte del siglo XII, sucedió un tipo de Virgen más humana que no se contenta más con servir de trono al Niño divino y presentarlo a la adoración de los fieles, sino que es una verdadera madre relacionada con su hijo por todas las fibras de su carne, como si -contrariamente a lo que postula la doctrina de la Iglesia- lo hubiese concebido en la voluptuosidad y parido con dolor.
La expresión de ternura maternal comporta matices infinitamente más variados que la gravedad sacerdotal. Las actitudes son también más libres e imprevistas, naturalmente. Una Virgen de Majestad siempre está sentada en su trono; por el contrario, las Vírgenes de Ternura pueden estar indistintamente sentadas o de pie, acostadas o de rodillas. Por ello, no puede estudiárselas en conjunto y necesariamente deben introducir en su clasificación numerosas subdivisiones.
El tipo más común es la Virgen nodriza. Pero se la representa también sobre su lecho de parturienta o participando en los juegos del Niño.
El niño Jesús acariciando la barbilla de su madre
Entre las innumerables representaciones de la Virgen madre, las más frecuentes no son aquellas donde amamanta al Niño sino esas otras donde, a veces sola, a veces con santa Ana y san José, tiene al Niño en brazos, lo acaricia tiernamente, juega con él. Esas maternidades sonrientes, flores exquisitas del arte cristiano, son ciertamente, junto a las Maternidades dolorosas llamadas Vírgenes de Piedad, las imágenes que más han contribuido a acercar a la Santísima Virgen al corazón de los fieles.
A decir verdad, las Vírgenes pintadas o esculpidas de la Edad Media están menos sonrientes de lo que se cree: la expresión de María es generalmente grave e incluso preocupada, como si previera los dolores que le deparará el futuro, la espada que le atravesará el corazón. Sucede con frecuencia que ni siquiera mire al Niño que tiene en los brazos, y es raro que participe en sus juegos. Es el Niño quien acaricia el mentón y la mejilla de su madre, quien sonríe y le tiende los brazos, como si quisiera alegrarla, arrancarla de sus sombríos pensamientos.
Los frutos, los pájaros que sirven de juguetes y sonajeros al Niño Jesús tenían, al menos en su origen, un significado simbólico que explica esta expresión de inquieta gravedad. El pájaro es el símbolo del alma salvada; la manzana y el racimo de uvas, aluden al pecado de Adán redimido por la sangre del Redentor.
A veces, el Niño está representado durante el sueño que la Virgen vela. Ella impone silencio a su compañero de juego, el pequeño san Juan Bautista, llevando un dedo a la boca.
Ella le enseña a escribir, es la que se llama Virgen del tintero (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Semanalmente tenemos un culto sabatino mariano. Como dice el Directorio de Piedad Popular y Liturgia, en el nº 188: “Entre los días dedicados a la Virgen Santísima destaca el sábado, que tiene la categoría de memoria de santa María. Esta memoria se remonta a la época carolingia (siglo IX), pero no se conocen los motivos que llevaron a elegir el sábado como día de santa María. Posteriormente se dieron numerosas explicaciones que no acaban de satisfacer del todo a los estudiosos de la historia de la piedad”. En el ritmo semanal cristiano de la Iglesia primitiva, el domingo, día de la Resurrección del Señor, se constituye en su ápice como conmemoración del misterio pascual. Pronto se añadió en el viernes el recuerdo de la muerte de Cristo en la cruz, que se consolida en día de ayuno junto al miércoles, día de la traición de Judas. Al sábado, al principio no se le quiso subrayar con ninguna práctica especial para alejarse del judaísmo, pero ya en el siglo III en las Iglesias de Alejandría y de Roma era un tercer día de ayuno en recuerdo del reposo de Cristo en el sepulcro, mientras que en Oriente cae en la órbita del domingo y se le considera media fiesta, así como se hace sufragio por los difuntos al hacerse memoria del descenso de Cristo al Limbo para librar las almas de los justos.
En Occidente en la Alta Edad Media se empieza a dedicar el sábado a la Virgen. El benedictino anglosajón Alcuino de York (+804), consejero del Emperador Carlomagno y uno de los agentes principales de la reforma litúrgica carolingia, en el suplemento al sacramentario carolingio compiló siete misas votivas para los días de la semana sin conmemoración especial; el sábado, señaló la Santa María, que pasará también al Oficio. Al principio lo más significativo del Oficio mariano, desde Pascua a Adviento, era tres breves lecturas, como ocurría con la conmemoración de la Cruz el viernes, hasta que llegó a asumir la estructura del Oficio principal. Al principio, este Oficio podía sustituir al del día fuera de cuaresma y de fiestas, para luego en muchos casos pasar a ser añadido. En el X, en el monasterio suizo de Einsiedeln, encontramos ya un Oficio de Beata suplementario, con los textos eucológicos que Urbano II de Chantillon aprobó en el Concilio de Clermont (1095), para atraer sobre la I Cruzada la intercesión mariana.
De éste surgió el llamado Oficio Parvo, autónomo y completo, devoción mariana que se extendió no sólo entre el clero sino también entre los fieles, que ya se rezaba en tiempos de Berengario de Verdún (+962), y que se muestra como práctica extendida en el siglo XI. San Pedro Damián (+1072) fue un gran divulgador de esta devoción sabatina, mientras que Bernoldo de Constanza (+ca. 1100), poco después, señalaba esta misa votiva de la Virgen extendida por casi todas partes, y ya desde el siglo XIII es práctica general en los sábados no impedidos. Comienza a partir de aquí una tradición devocional incontestada y continua de dedicación a la Virgen del sábado, día en que María vivió probada en el crisol de la soledad ante el sepulcro, traspasada por la espada del dolor, el misterio de la fe.
El sábado se constituye en el día de la conmemoración de los dolores de la Madre como el viernes lo es del sacrificio de su Hijo. En la Iglesia Oriental es, sin embargo, el miércoles el día dedicado a la Virgen. San Pío V, en la reforma litúrgica postridentina avaló tanto el Oficio de Santa María en sábado, a combinar con el Oficio del día, como el Oficio Parvo, aunque los hizo potestativos. De aquí surgió el Común de Santa María, al que, para la eucaristía, ha venido a sumarse la Colección de misas de Santa María Virgen, publicada en 1989 bajo el pontificado de San Juan Pablo II Wojtyla (Ramón de la Campa Carmona, Las Fiestas de la Virgen en el año litúrgico católico, Regina Mater Misericordiae. Estudios Históricos, Artísticos y Antropológicos de Advocaciones Marianas. Córdoba, 2016).
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