Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la Glorieta de Cervantes, en el Parque de María Luisa, de Sevilla.
Hoy, 23 de abril, se celebra en todo el mundo el Día del Libro, al conmemorarse la muerte de dos de los más grandes escritores de la literatura universal: Miguel de Cervantes y William Shakespeare, y en este caso, a Miguel de Cervantes, a quien está dedicada la Glorieta existente en el Parque de María Luisa, así que hoy es el mejor día que hoy para ExplicArte la Glorieta de Cervantes, en el Parque de María Luisa, de Sevilla.
En el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla], se encuentra la Glorieta de Cervantes [nº 28 en el plano oficial del Parque de María Luisa]; en el Barrio de El Prado-Parque de María Luisa, del Distrito Sur, y se sitúa en la Plaza de América, entre el Museo de Artes y Costumbres Populares, y el Pabellón Real.
Aunque la idea de dedicar un monumento a Cervantes ya se contemplaba en el proyecto de la plaza de América que presentó Aníbal González al Comité de la E.H.A. en 1912 y para el que Coullaut-Valera hiciera un boceto previo en 1913, será en ese mismo año de 1913 cuando al reestructurar de nuevo Aníbal los planos de emplazamiento, se opte por decorar un extremo de la misma, en forma de glorieta, con azulejos que reproducen escenas del Quijote en sus bancos; los retratos de sus protagonistas -D. Quijote y Sancho- en los anaqueles para libros que sirven también de acceso, así como la inscripción del Comité de la E.H.A., su comitente, cuando se lleva a la práctica.
Dos pequeñas figuritas, en barro cocido, vidriado y policromado, representando a D. Quijote y Sancho, realizadas por el escultor Eduardo Muñoz, estuvieron también -durante bastante tiempo- encima de los anaqueles centrales para los libros del "Príncipe de los Ingenios Españoles"; repuestas de nuevo en 1992, en la actualidad se encuentran desaparecidas.
La fábrica encargada de confeccionar el conjunto cerámico fue la de Ramos Rejano.
El espacio se organiza de forma poligonal en torno a una gran araucaria, dentro del conjunto regionalista, historicista y ecléctico de la plaza de América (Teresa Laffita. Sevilla Turística y Cultural. Fuentes y Monumentos Públicos. ABC. Sevilla, 1998).
La Glorieta de Cervantes supone junto a la limítrofe Plaza de América un compendio del arte regionalista por el uso de materiales como la cerámica, la combinación con piezas vidriadas o los morteros de cal como elementos decorativos propiamente sevillanos. Mantiene la forma octogonal presidida por un ejemplar de araucaria de grandes dimensiones cuyo alcorque se ha ampliado.
Alrededor del mismo se encuentran cuatro bancos decorados con piezas del pintor ceramista Pedro Borrego Bocanegra. Definen algunas de las escenas más representativas del Don Quijote de la Mancha a partir de pequeñas viñetas presentadas en formato comic que se han recuperado con tratamientos personalizados acorde a su superficie. Estas piezas se han recuperado a través de tratamientos de limpieza singularizados en función de su superficie y se han restaurado aquellas que se encontraban deterioradas o perdidas. En uno de los laterales se define la firma del Miguel de Cervantes y una firma del autor.
Una de las actuaciones más relevantes se ha diseñado en los dos anaqueles de las zonas norte y sur, perpendiculares a los accesos, donde se han reproducido dos esculturas de Quijote y Sancho que presiden sendas librerías y que ocupan el lugar de los originales, catalogados y preservados debido a su valor desde hacía muchos años, por lo que pueden volver a visitarse.
Se detallan igualmente diferentes leyendas perimetrales en torno a los bancos, de ladrillo tallado, y las dos alturas del suelo, entre las que resultan llamativas las referencias a la Exposición Hispanoamericana, denominación precedente a la ampliada Exposición Iberoamericana de 1929 que incorporó a países que no hablaban español, ya que la ejecución de la plaza tuvo lugar en 1913. Sobre el ladrillo visto se ha procedido a tratamientos de limpieza, sellado de uniones de fábrica, consolidación y colocación de nuevos tratamientos (Ayuntamiento de Sevilla).
Conozcamos mejor a Miguel de Cervantes, quien mereció que se le dedicase una Glorieta con su nombre en el Parque de María Luisa, de Sevilla;
Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, Madrid, 9 de octubre de 1547 [bautizo] – Madrid, 22 de abril de 1616). Escritor, novelista, dramaturgo, poeta y militar.
Hijo de Rodrigo de Cervantes y de Leonor de Cortinas, fue bautizado en la parroquia de Santa María la Mayor de Alcalá de Henares el 9 de octubre de 1547. Es probable que hubiese nacido el 29 de septiembre, día de san Miguel. Descendían los Cervantes de un linaje gallego que se había establecido en Córdoba, ciudad en la que disfrutó de cierto prestigio el licenciado Juan de Cervantes, abuelo del escritor y que fue abogado de la Inquisición y familiar del Santo Oficio, cargos para los que evidentemente no hubiera sido designado si sobre la familia pesara sospecha de que tuviera antecedentes “conversos” y se dudara de su limpieza de sangre. Fue Miguel el cuarto de los siete hijos del matrimonio, pues mayores que él eran sus hermanos Andrés, Andrea y Luisa; siguieron a Miguel otros dos hermanos, Rodrigo y Magdalena. El padre, Rodrigo de Cervantes, era un modesto cirujano que, con toda su familia, se trasladó a Valladolid en 1551, donde la suerte no le fue propicia, ya que, por deudas, sus bienes fueron embargados y estuvo encarcelado varios meses, a pesar de sus protestas de hidalguía, que al final fueron atendidas. La familia residió luego en Córdoba y Sevilla, y en 1566 se estableció en Madrid.
Nada seguro se sabe sobre los primeros estudios de Miguel de Cervantes que no parece que llegaran a ser lo que hoy se llamarían universitarios, pues su presencia en Salamanca como estudiante no pasa de ser una hipótesis. También lo es, aunque más probable, que estudiara en la Compañía de Jesús, pues en la novela El coloquio de los perros (1613), el perro Berganza hace una descripción evocadora de un colegio de jesuitas, al que pudo asistir en Valladolid, en Córdoba o en Sevilla. Lo único probado es que Miguel es alumno en Madrid del catedrático de Gramática Juan López de Hoyos, quien en 1569 publicó un libro sobre la enfermedad, muerte y exequias de la reina doña Isabel de Valois (tercera esposa de Felipe II), fallecida el 3 de octubre del año anterior, que incluye tres poesías de circunstancias escritas por “Miguel de Cervantes, nuestro caro y amado discípulo”. Son las primeras manifestaciones literarias conocidas de Cervantes.
En 1569, Cervantes está en Roma, fugitivo de España por haber causado ciertas heridas a un tal Antonio de Sigura, por lo cual fue condenado en rebeldía según un mandamiento judicial hecho público, en nombre del Rey, el 15 de septiembre de 1569. El 22 de diciembre, Cervantes solicitó que en Madrid se le hiciera información de limpieza de sangre, que en efecto se practicó, sin duda para menguar el rigor de la sentencia de los alcaldes de Corte que lo condenaban “a que, con vergüenza pública, le fuese cortada la mano derecha, y en destierro de nuestros reinos por un tiempo de diez años, y en otras penas contenidas en la dicha sentencia”. Presentado por su pariente, monseñor Gaspar de Cervantes y Gaete, entra al servicio de monseñor Giulio Acquaviva (que será cardenal en 1570), a quien sirvió como camarero, pero lo deja pronto para sentar plaza de soldado en la compañía del capitán Diego de Urbina, del tercio de Miguel de Moncada, en 1571. En Nápoles, su compañía se embarcó en la galera Marquesa —dentro de las mandadas por el marqués de Santa Cruz— que, unidas a las escuadras veneciana y pontificia, el 7 de octubre de 1571 se hallaron en la acción de Lepanto, formando parte de la armada cristiana a las órdenes de Juan de Austria. Consta en una información legal hecha en Madrid en 1578, en la que a petición del padre, prestó declaración, entre otros testigos, el alférez Gabriel de Castañeda, quien manifestó “que al tiempo y sazón que se reconoció el armada del turco por nuestra armada española, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura, y este testigo vio que su capitán y otros amigos suyos le dijeron que, pues estaba malo, no pelease y se retirase y bajase debajo de cubierta de la dicha galera, porque no estaba para pelear; y entonces vio este testigo que el dicho Miguel de Cervantes respondió al dicho capitán y a los demás, que le habían dicho lo susodicho, muy enojado: ‘Señores, en todas las ocasiones que hasta hoy en día se han ofrecido de guerra Su Majestad, y se me ha mandado, he servido muy bien, como buen soldado; y ansí agora no haré menos, aunque esté enfermo y con calentura; más vale pelear en servicio de Dios y de Su Majestad, y morir por ellos, que no bajarme so cubierta’ y que el capitán le pusiese en parte y lugar que fuese más peligrosa, y que allí estaría o moriría peleando, como dicho tenía. Y ansí, el dicho capitán le entregó el lugar del esquife con doce soldados, adonde vio este testigo que peleó muy valientemente como buen soldado contra los dichos turcos, hasta que se acabó la dicha batalla, de donde salió herido en el pecho de un arcabuzazo, y en una mano, de que salió estropeado. Y sabido por el dicho señor don Juan [de Austria] cuán bien lo había hecho, le acrescentó cuatro o seis escudos de ventaja de más de su paga”. Se trata de la mano izquierda, que no le fue cortada, sino que le quedó anquilosada; pero tales heridas no debieron revestir mucha gravedad, ya que Cervantes, una vez curado, volvió a ser soldado y participó en otras acciones militares. Durante toda su vida, Cervantes se mostrará orgulloso de haber luchado en la batalla de Lepanto, que decía ser “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros” (prólogo a la segunda parte del Quijote, 1615).
En abril de 1572, se incorporó a la compañía de Manuel Ponce de León, del tercio de Lope de Figueroa —inmortalizado por Calderón de la Barca en El alcalde de Zalamea—, tomó parte en las expediciones navales de Navarino (o Pilos, en el Peloponeso), la Goleta de Túnez (1573) y en otras varias acciones. Luego, el tercio hizo vida de guarnición en Cerdeña, Lombardía, Nápoles y Sicilia.
Regresaba de Nápoles a España en la galera Sol, con cartas de recomendación de Juan de Austria y del duque de Sessa, cuando, el 26 de septiembre de 1575, a la altura de Palamós, frente a la costa catalana, les salió al encuentro una flotilla turca mandada por el famoso corsario Arnauti Mamí —renegado de origen albanés—, que, tras un combate, en el que murieron el capitán de la galera y varios soldados españoles, hizo prisioneros entre otros, a Miguel de Cervantes y a su hermano Rodrigo, que hacía tiempo era también soldado en Italia. Llevados a Argel, nuestro escritor es adjudicado como esclavo al corsario de origen griego Dali Mamí. El hecho de haberse encontrado en su poder las cartas de recomendación de Juan de Austria hizo creer que Cervantes era persona de elevada condición de la que se podría conseguir un buen rescate. Los cinco años de cautiverio en Argel fueron una durísima prueba para Miguel de Cervantes. Intentó fugarse cuatro veces arriesgadamente y, para evitar más daños a sus compañeros de cautiverio, se hizo responsable de todo ante sus enemigos y prefirió la tortura a la delación. Gracias a las informaciones oficiales y al libro de fray Diego de Haedo, Topografía e historia general de Argel (1612), se poseen importantes noticias sobre el cautiverio de Cervantes que, en transposición literaria, complementan las comedias del propio Cervantes, Los tratos de Argel y Los baños de Argel y el relato de la historia del cautivo interpolada entre los capítulos 39 a 41 de la primera parte del Quijote (1605). El primer intento de fuga fue en enero de 1576 y fracasó porque el moro que debía guiar a los hermanos Cervantes y a sus compañeros a Orán (plaza española) los abandonó en la primera jornada, y los cautivos se vieron precisados a regresar a Argel, donde fueron encadenados y vigilados más estrechamente que antes.
Los padres de Cervantes, mientras tanto, habían reunido, a base de préstamos y de vender parte de sus bienes, cierta cantidad de ducados, con la esperanza de rescatar a sus hijos. Pero cuando en 1577 se concertaron los tratos, resultó que la suma no era suficiente para rescatar a los dos, y Miguel prefirió que fuera puesto en libertad su hermano Rodrigo, el cual efectivamente regresó a España. Pero Rodrigo llevaba un plan trazado por Miguel a fin de libertarlo a él y a catorce o quince cautivos más. Se puso en ejecución el plan, y Cervantes se reunió con sus compañeros en una cueva oculta en espera de la llegada de una galera española que debía recogerles. Llegó, en efecto, la galera, y dos veces intentó acercarse a la playa, pero fue apresada y los cristianos escondidos en la cueva fueron descubiertos, debido a la traición de un cómplice, llamado “el Dorador”, natural de Melilla, que denunció todo el plan. Cervantes afirmó ante el bey de Argel, el veneciano Hasán Bajá, que era el único organizador de la fuga y que sus compañeros habían procedido inducidos por él. Hasán Bajá lo encerró en un “baño”, o presidio, cargado de cadenas, donde permaneció varios meses.
El tercer intento de fuga, en marzo de 1578, lo trazó Cervantes con las esperanzas puestas en llegar por tierra hasta Orán. Envió allí un moro fiel con cartas para Martín de Córdoba, general de aquella plaza, exponiéndole el proyecto y pidiéndole guías. Pero el mensajero fue preso y empalado y las cartas leídas. En ellas se demostraba que quien lo había tramado todo era Cervantes, que fue condenado a recibir dos mil palos, sentencia que no se cumplió porque muchos fueron, tanto cristianos como mahometanos, los que intercedieron por él.
El cuarto intento de fuga lo realizó Cervantes en mayo de 1580 gracias a una suma en metálico que entregó un mercader valenciano que estaba en Argel, con la cual Cervantes compró una fragata capaz de llevar en ella a sesenta cautivos. Cuando todo estaba a punto, uno de los que debían ser liberados, el ex dominico doctor Juan Blanco de Paz, delató todo el plan a Hasán Bajá, quien por toda recompensa le dio un escudo y una jarra de manteca, y trasladó a Cervantes a una prisión más rigurosa, en su mismo palacio, y decidió llevarlo a Constantinopla, donde la fuga se haría casi imposible. Cervantes, como las otras veces, y tras varios meses de estar escondido, asumió toda la responsabilidad del intento.
Por entonces, llegaron a Argel los padres trinitarios fray Antonio de la Bella y fray Juan Gil. El primero partió con una expedición de rescatados; y el segundo, que sólo disponía de trescientos escudos que la familia de Cervantes había reunido, intentó rescatar a Miguel, por el cual se exigían quinientos. En vista de ello, el fraile se dedicó a recolectar entre los mercaderes cristianos la cantidad que faltaba, que reunió cuando ya Cervantes estaba con dos cadenas y un grillo en una de las galeras en que Hasán Bajá partía para Constantinopla. Gracias a los quinientos escudos, tan angustiosamente reunidos, Cervantes quedaba libre el 19 de septiembre de 1580. Se embarcó con otros cautivos rescatados, y el 27 de octubre, con treinta y tres años y tras once de ausencia, llegó a España, por Denia, desde donde se trasladó a Valencia. En noviembre o diciembre estaba ya en Madrid con su familia: su padre, ya viejo, aquejado de sordera; su madre, y sus hermanas Andrea y Magdalena. Su otra hermana, Luisa de Cervantes, era monja carmelita descalza en Alcalá, y su hermano Rodrigo estaba en Portugal, incorporado otra vez al tercio de Lope de Figueroa. Agravado por los esfuerzos para reunir el rescate de los dos hermanos, la familia estaba en una triste situación económica.
Cervantes tenía que rehacer su vida y empezar de nuevo; no podía ser soldado por las heridas recibidas y su edad ya no era apropiada para la milicia, y las letras no podían ser solución económica para alguien como él, desconocido, sin ningún grado universitario y sin ningún libro publicado.
En mayo de 1581, Cervantes se trasladó a Portugal, donde estaba la Corte de Felipe II, con el propósito de pretender algo con que organizar su vida y pagar las deudas que había contraído su familia para rescatarlo. En Portugal recibió cincuenta ducados y se le encomendó una misión secreta en Orán, sin duda por ver en él un hombre con profunda experiencia de las costumbres del norte de África. Realizada esta comisión, regresó por Lisboa, y ya estaba de nuevo en Madrid a fines de año. En febrero de 1582 solicita, un empleo en América, pero fracasa en su pretensión, pues no hay ninguno vacante y por carta a Antonio de Eraso, del Consejo de Indias, agradece el interés tomado en la frustrada aspiración. Gracias a esta carta se sabe que en febrero de 1582 estaba escribiendo su novela pastoril La Galatea. Firmaba entonces ya con el apellido compuesto de Cervantes Saavedra, que ya usaban algunos de los Cervantes establecidos en Andalucía, como el insignificante poeta cordobés Gonzalo de Cervantes Saavedra.
Se ignora la vida de Cervantes en los años 1582 y 1583, durante los cuales, sin duda, tuvo relaciones amorosas con Ana Villafranca (o Franca) de Rojas, mujer de un tal Alonso Rodríguez, de la cual reconoció tener una hija que se llamó Isabel de Saavedra.
El 14 de junio de 1584 cobra Cervantes del mercader de libros Blas de Robles 1.336 reales por el privilegio reimpresión de La Galatea, que aparecerá al año siguiente en Alcalá de Henares. Seis meses después, el 12 de diciembre de 1584, Miguel de Cervantes, con treinta y siete años, se casó en Esquivias con Catalina de Salazar y Palacios (o Palacios y Salazar), joven de diecinueve y que aportó una pequeña dote. En Esquivias tuvo Cervantes su primer hogar propio y es de creer que por aquel entonces escribiera obras de teatro que se representaron en Madrid.
Hasta la aparición de La Galatea sólo podía considerarse a Cervantes un mero aficionado a la poesía, que había publicado algunas composiciones en libros ajenos y en romanceros y cancioneros, que recogían producciones de diversos poetas.
La Galatea apareció dividida en seis libros y en calidad de “primera parte”. Toda su vida prometió Cervantes su continuación, que jamás llegó a imprimirse. En el prólogo, la obra es calificada de “égloga” y se insiste en la afición y gusto que Cervantes siempre ha tenido a la poesía. Se trata, de hecho, de una novela pastoril, género que había instaurado en España la Diana de Jorge de Montemayor. Después de sus experiencias de Lepanto y de Argel quizá se esperase de Cervantes otra cosa, algo más real, más personal y de mayor originalidad, pero en él pesan todavía las lecturas hechas cuando fue soldado en Italia (son numerosas las influencias italianas en La Galatea) y, deseoso de olvidar sus recientes penalidades y enzarzado en problemas sentimentales (Ana Franca, Catalina de Salazar), transfigura la intimidad de sus confidencias en el ideal mundo pastoril. La prosa de La Galatea es bella, matizada y artificiosa; y sus numerosas poesías intercaladas, la mayoría de las cuales son lamentaciones amorosas, revelan el influjo de Garcilaso, Herrera y fray Luis de León, principalmente. Entre los muchos versos de La Galatea, por lo general discretos, hay momentos en que apuntan verdaderos aciertos. Gran interés para la historia literaria encierra el poema titulado “Canto de Calíope”, inserto en el libro sexto, donde Cervantes celebra y enjuicia epigramáticamente un gran número de escritores de su tiempo.
En 1587, Cervantes fija su residencia en Sevilla, y se gana la vida ejerciendo el humilde oficio de comisario real de abastos, al servicio de Antonio de Guevara, proveedor de las galeras reales, concretamente con destino a la expedición naval que Felipe II proyectaba enviar contra Inglaterra, lo que le obliga a recorrer gran parte de Andalucía con la desagradable misión de requisar cereales y aceite.
Seguía ejerciendo este cargo cuando, en mayo de 1590, Cervantes presenta su brillante hoja de servicios a Felipe II con un memorial en el que solicita, otra vez, “un oficio en las Indias, de los tres o cuatro que al presente están vacos”. El deseo de marchar a América para salir de la estrechez acucia todavía a Cervantes, que el 6 de junio de aquel año encontró una lacónica y seca negativa: “Busque por acá en qué se le haga merced”. Cervantes siguió teniendo su residencia en Sevilla, lejos de su mujer, que se había quedado en su nativa Esquivias.
Sus tareas en el desempeño de su misión por villas y pueblos andaluces le acarrean desagradables incidentes. En dos ocasiones, por lo menos, embargó partidas de trigo de propiedad eclesiástica que le valieron sendas excomuniones. Constantemente se elevaban protestas contra él, muchas veces exageradas, por parte de los municipios, que se resistían a hacer entrega de las cantidades de trigo y de aceite que Cervantes, cumpliendo con su obligación, exigía, apremiado por sus superiores.
El 19 de septiembre de 1592, acusado de que, en el ejercicio de su comisaría, había vendido trescientas fanegas de trigo sin autorización, un corregidor de Écija encarceló a Cervantes en Castro del Río. Pronto fue puesto en libertad bajo fianza, hizo sus apelaciones y fue declarado inocente. Desde 1594 se le encargó la misión de cobrar los atrasos de tercias y alcabalas que se debían en el reino de Granada —que ascendían a cerca de dos millones y medio de maravedís—, cargo para el que le fue preciso depositar una gruesa fianza, que en parte aprontó su mujer. En septiembre de 1597, habiendo depositado lo recaudado en un banco de Sevilla, el banquero quebró, y Cervantes, que se vio imposibilitado de hacer efectivas las sumas recogidas, fue recluido en la cárcel sevillana, donde pasó unos tres meses del año 1597 hasta salir a principios de diciembre bajo fianza. Otro encarcelamiento de Cervantes en la misma cárcel real de Sevilla, a finales de 1602 o en 1603, que aceptan algunos biógrafos, no está probado. A ello se refiere Cervantes, sin duda, cuando dice que el Quijote fue engendrado en una cárcel. Allí debió de convivir con toda suerte de maleantes y gente fuera de la ley, que retratará en el famoso patio de Monipodio del Rinconete y Cortadillo (1613).
En mayo de 1600 se documenta por última vez a Cervantes como residente en Sevilla. A partir de 1604, se encuentra de nuevo en Valladolid, donde se ha establecido la Corte, y rodeado ahora de su familia, compuesta exclusivamente por mujeres. Viven con Cervantes su mujer, de treinta y nueve años; sus hermanas Andrea y Magdalena; Constanza, hija natural de Andrea, e Isabel de Saavedra, hija natural de Miguel, que tiene veinte años. Ana Villafranca de Rojas, antigua amante de Cervantes, había muerto ya, así como el hermano del escritor, Rodrigo, que pereció de un arcabuzazo, en 1600, en la batalla de las Dunas.
La primera parte del Quijote debería de estar muy adelantada cuando Cervantes se instaló en Valladolid, y allí sin duda la terminó. El ambiente en que se escribieron las postreras páginas y se dieron los últimos retoques de esta novela es deprimente y afrentoso. El hogar de Cervantes dista mucho de ser un modelo de honor y dignidad. La hermana mayor, Andrea, de unos sesenta años, desde los veinticuatro recibió donaciones y presentes por parte de señores y había tenido a su hija Constanza de un tal Nicolás de Ovando, con quien no se llegó a casar. La hermana pequeña, Magdalena, de unos cincuenta años, desde los veinte aceptaba donaciones de jóvenes de su edad y en 1581 recibió 300 ducados de Juan Pérez de Alcega como compensación a la negativa de éste a cumplir su palabra de matrimonio. Constanza de Ovando, por su parte, de alrededor de cuarenta años, recibió, en 1596, 1.400 ducados de Pedro de Lanuza, hermano del famoso justicia de Aragón, en reparación por el incumplimiento de la palabra de matrimonio que le había dado. En 1614 recibió otra deuda de 1.000 reales, sin duda de antiguos amoríos, de un tal Gregorio de Ibarra, que estaba en el Perú.
En el verano de 1604, Cervantes ya tenía acabado el Quijote y, siguiendo la costumbre de la época, debió de dirigirse a varios escritores y personajes pidiéndoles que escribieran poesías de elogio de su libro para insertarlas en sus preliminares. Debió de recibir muchas negativas, pues Lope de Vega, que le tenía ojeriza y lo menospreciaba, escribió el 4 de agosto en una carta: “De poetas no digo, buen siglo es éste; muchos en cierne para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a don Quijote”. Esto explica que en el prólogo de la primera parte del Quijote, Cervantes se burle de las poesías laudatorias de los libros y satirice cómicamente tal costumbre insertando una serie de poesías burlescas firmadas por fabulosos personajes de los mismos libros de caballerías que se propone parodiar (Amadís de Gaula, Belianís de Grecia, Orlando furioso, el Caballero del Febo, Urganda la Desconocida, etc.).
En septiembre de 1604 obtiene el privilegio real para publicar el Quijote, que se editaría muy pronto. La primera parte de la novela, dedicada al duque de Béjar —personaje que no se interesó ni por el Quijote ni por Cervantes—, se publicó con el título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La edición más antigua de las conocidas de la primera parte fue impresa en Madrid por Juan de la Cuesta en 1605, aunque se ha supuesto una edición de 1604, de la que no queda rastro.
La acción principal del Quijote está constituida por la narración de tres viajes por la parte oriental de España (La Mancha, Aragón y Cataluña) realizadas por el héroe del relato. Es, pues, una novela itinerante, como ocurre en algunos libros de caballerías y en la picaresca. No hay en el Quijote una trama propiamente dicha, sino un constante sucederse de episodios; una acción expuesta en riguroso orden cronológico que se ve suspendida, sobre todo en la primera parte, por otros relatos intercalados en el texto. Tres veces don Quijote sale de su aldea en busca de aventuras y tres veces regresa a ella. Cada una de estas salidas tiene una estructura, unas características y un itinerario propios; las dos primeras se narran en la primera parte del Quijote —dividida en cuatro partes— y la tercera, en la segunda. La primera salida tiene lugar en solitario tras el enloquecimiento del protagonista por la lectura de los libros de caballerías; una vez es cogido su nombre de caballero (Don Quijote de la Mancha), el de su caballo (Rocinante) y el de su dama (Dulcinea del Toboso, para nombrar a Aldonza Lorenzo, una moza labradora “de muy buen parecer”), tiene lugar en una venta la grotesca ceremonia de armarle caballero; en su primera acción de armas, tras su apaleamiento por unos mercaderes toledanos, un labrador vecino suyo, Pedro Alonso, lo socorre y lo devuelve a casa, donde el cura y el barbero proceden al escrutinio de la biblioteca. En la segunda salida, a partir del capítulo séptimo, ya se hace acompañar por Sancho Panza, otro labrador vecino suyo que decide ser su escudero animado por la promesa de ganancias y el gobierno de una “ínsula”. Tras un largo periplo por diferentes lugares en que se suceden algunos de los episodios más célebres de la obra, al final de la primera parte de la novela, Cervantes afirma que no ha podido encontrar más noticias sobre don Quijote, pero que en La Mancha es fama que salió de su aldea una tercera vez y fue a Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas. Solamente, en cierta caja de plomo, hallada en los escombros de una ermita, encontró unos versos escritos por “Los Académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha”, en elogio de don Quijote, Dulcinea, Rocinante y Sancho. A lo largo de esta primera parte, tanto don Quijote como Sancho Panza quedan perfectamente perfilados, al tiempo que van evolucionando. A Sancho Panza, por ejemplo, se le va pegando el ingenio de don Quijote e incluso llegará a contagiarse de su locura, mientras que hay momentos, sobre todo en la segunda parte, en que don Quijote invierte su idealismo inicial. Con la inmortal pareja aparece el constante y sabroso diálogo; gracias a este diálogo, se entra a fondo en el alma de don Quijote, y su departir con Sancho será un eficaz contraste entre el sueño caballeresco y la realidad tangible, la locura idealizadora y la sensatez elemental, la cultura y la rusticidad y también la ingenuidad y la cazurra picardía. La figura física de ambos se presta también al contraste: don Quijote, seco y delgado, montado en su escuálido caballo, y Sancho, gordo y chaparro, siempre acompañado de su asno.
Nada más publicarse, el Quijote constituyó un fulgurante y rapidísimo éxito, como lo prueba el hecho de que en los brillantes festejos celebrados en Valladolid el 10 de junio de 1605 con motivo del nacimiento del príncipe don Felipe (el futuro Felipe IV), en los entremeses figuraban caballeros disfrazados de don Quijote y Sancho. Sin embargo, ese mismo año de la publicación de la primera parte de su obra maestra, una nueva desgracia cae sobre Cervantes. La noche del 27 de junio de 1605, es herido mortalmente por un desconocido, ante la puerta de la casa del escritor, el caballero navarro Gaspar de Ezpeleta, que en las referidas fiestas fue derribado del caballo en una corrida de toros, incidente que suscitó una poesía satírica de Góngora. El propio Cervantes —que se levantó de la cama al oír los gritos de “¡Ah, ladrón, que me has muerto! ¿No habrá quien socorra a un caballero que viene herido?”— acudió a auxiliarle, y lo atendieron en su casa con solicitud hasta que murió, dos días después. Entonces, un arbitrario juez, para favorecer a un escribano que tenía motivos para odiar a Ezpeleta y que quería desviar de sí toda sospecha, ordena la detención de todos los vecinos de la casa donde había sido acogido, entre ellos Cervantes y parte de su familia. El encarcelamiento debió de durar sólo un día; pero en las declaraciones del proceso sobre el caso se manifiesta la opinión que se tenía de la familia del escritor. Los testigos declararon que en aquella casa “viven algunas mujeres que en sus casas admiten visitas de caballeros y de otras personas de día y de noche”, y, con referencia explícita a la de Cervantes, “que entran de noche y de día algunos caballeros [...] de que en ello hay escándalo y murmuración, y especialmente entra un Simón Méndez, portugués, que es público y notorio que está amancebado con doña Isabel, hija del dicho Miguel de Cervantes”. Por las declaraciones de este proceso se sabe también que a las mujeres que vivían con el escritor se las llamaba despectivamente “las Cervantas”.
En 1606, la Corte se trasladaba de Valladolid a Madrid. Cervantes la siguió con su familia; y allí cambió varias veces de residencia hasta establecerse definitivamente en la calle del León. A poco —a fines de 1608—, se casó su hija Isabel con Diego Sanz del Águila, de quien tuvo una hija, llamada también Isabel, pero pronto enviudó y contrajo nuevo matrimonio con un hombre de negocios llamado Luis de Molina. En 1609 y 1611 murieron sus hermanas Andrea y Magdalena —quien pasó sus últimos años llevando una vida casi monjil— y la familia de Cervantes quedó reducida a su esposa y a su sobrina Constanza de Ovando. En junio de 1610 pretendió acompañar al conde de Lemos, que había hecho escala en Barcelona, a Nápoles, donde iba con el cargo de virrey y con una lucida corte de escritores, pero sus aspiraciones quedaron frustradas. No le fue posible entrevistarse con él y su secretario, Lupercio Leonardo de Argensola, le hizo vagas promesas de una posterior llamada a la Corte napolitana. Cervantes residió en Barcelona, pues, probablemente de junio a septiembre de 1610.
En su vejez, la producción literaria de Cervantes, se divulga con asiduidad. Desde que en 1585 había publicado La Galatea no había aparecido ningún libro suyo hasta veinte años después, cuando se imprimió la primera parte del Quijote. El éxito de este libro movió a Cervantes a publicar otros y a los editores a imprimirlos. En 1613 aparecen las Novelas ejemplares; en 1614, el Viaje del Parnaso; en 1615, la segunda parte del Quijote y las Comedias y entremeses; y en 1617, póstumamente, el Persiles y Sigismunda. O sea, que la gran época de aparición de las obras de Cervantes, prescindiendo de la primera parte del Quijote, corresponde a la etapa que va de los sesenta y seis a los sesenta y ocho años del escritor.
En esos años, Cervantes frecuenta la vida literaria madrileña y consta que asistía a las reuniones de la Academia del conde de Saldaña, pues Lope de Vega, en una carta de marzo de 1612, escribe, refiriéndose a esta agrupación: “Las academias están furiosas; en la pasada se tiraron los bonetes dos licenciados; yo leí unos versos con antojos de Cervantes que parecían huevos estrellados mal hechos”. Por esta indicación, se sabe que Cervantes, en los últimos tiempos de su vida, por lo menos, usó anteojos, lo que está en contradicción con sus presuntos retratos.
El tomo titulado Novelas ejemplares es, después del Quijote, el libro de Cervantes de interés más permanente. Tras el prólogo y la dedicatoria, se publican las siguientes novelas: La Gitanilla, El amante liberal, Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, El licenciado Vidriera, La fuerza de la sangre, El celoso extremeño, La ilustre fregona, Las dos doncellas, La señora Cornelia, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros. El casamiento engañoso constituye la introducción de El coloquio de los perros, al paso que las demás novelas son independientes entre sí. Las novelas Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño se han transmitido, independientemente de la edición de 1613, en un manuscrito (llamado de Porras de la Cámara) que ofrece notables variantes de redacción respecto al texto impreso y en el que figura otra novela, titulada La tía fingida, que una parte de la crítica se inclinó a atribuir a Cervantes, lo que detallados estudios sobre las características gramaticales de su prosa hacen infundado.
Hay que advertir que con la palabra “novela”, Cervantes traducía la italiana novella, que significa narración breve imaginada, y que jamás se le ocurrió dar el nombre de novelas a sus narraciones largas, como La Galatea, el Quijote o el Persiles y Sigismunda. Cervantes tenía el convencimiento de haber introducido un nuevo género, pues en el prólogo afirmó: “Yo soy el primero que he novelado en lengua castellana”, ya que las anteriores novelas que habían aparecido en España eran traducciones del italiano. De hecho, algunas de las Novelas ejemplares son de tipo italiano.
Por su parte, El Viaje del Parnaso es un poema en tercetos inspirado, como el mismo Cervantes confiesa, en cierto Viaggio in Parnaso del escritor italiano Cesare Caporale, aunque en el desarrollo del tema, ambas obras difieren bastante. El poema de Cervantes, que dista mucho de tener un valor literario intrínseco, es interesante por la información y juicios que da sobre escritores de la época y los datos personales que brinda. Su apéndice en prosa, titulado “Adjunta al Parnaso”, tiene tal vez mayor interés, porque Cervantes habla de sus obras literarias, algunas de ellas perdidas, y se defiende contra ciertas críticas de que fue objeto el Quijote.
En el Viaje del Parnaso hace Cervantes una afirmación cuyo alcance tal vez se ha desmesurado: “Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo”. Aunque Cervantes ha escrito estos versos en tono humorístico, no deja de haber en ellos cierta amargura de quien, sabiéndose un gran prosista, comprende que no puede compararse con los grandes poetas de su tiempo. Ya se ha visto que inició su carrera literaria con poesías de circunstancias; también tendrán este carácter su elegía en tercetos al cardenal Espinosa y varios sonetos y composiciones breves suyas que aparecerán en los preliminares de libros ajenos, en elogio de sus autores (como en el Romancero y el Jardín espiritual de Pedro Padilla, en La Austríada de Juan Rufo, en el Cancionero de López Maldonado, en la Tercera parte de las rimas de Lope de Vega y hasta en un libro tan insospechado como es el Tratado de todas las enfermedades de los riñones del médico Francisco Díaz).
En un manuscrito de principios del siglo XVII, se conservan dos canciones sobre la Armada Invencible, que una mano distinta y más moderna que la del copista ha atribuido a Cervantes. Es posible que estas dos canciones, de solemne empaque y que recuerdan a la de Herrera sobre la victoria de Lepanto, sean de nuestro escritor. Más suspecto es el caso de la famosa Epístola a Mateo Vázquez, en tercetos y en la que en primera persona se narran la acción de Lepanto, la prisión de la galera Sol y el cautiverio. Esta epístola se publicó en una revista en el año 1863 como procedente de un manuscrito cuyo paradero se ignora, lo que suscita fundadas dudas respecto a su autenticidad, sobre todo si se tiene en cuenta que se dio a conocer en los tiempos en que se polemizaba sobre el fraude cervantino llamado El Buscapié.
La poesía grave de Cervantes hay que buscarla principalmente en las composiciones intercaladas en La Galatea y en algunas del Quijote, como la “Canción de Crisóstomo”. En esta dirección, nuestro escritor aparece como un poeta discreto que, entre versos anodinos y poco personales, tiene momentos de evidente belleza y gran decoro. Pero hay tantos poetas españoles buenos en el paso del siglo XVI al XVII que Cervantes se empequeñece en cuanto se lo compara con los grandes líricos de su tiempo. Destacan, no obstante, los sonetos “¿Quién dejará del verde prado umbroso?” (inserto en La Galatea) y “Mar sesgo, viento largo, estrella clara” (en el Persiles).
Mayor es la dimensión de Cervantes como poeta si se repara en algunas de sus composiciones de tipo tradicional o en las burlescas. Intercaladas en algunas de sus Novelas ejemplares y en su teatro aparecen de vez en cuando cancioncillas en las que ha sabido reproducir con verdadero acierto la gracia de lo popular. En Pedro de Urdemalas, en La Gitanilla, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño y La ilustre fregona se insertan romances y canciones de verdadera calidad y desenvuelta gracia.
Las poesías burlescas de Cervantes son siempre muy personales y divertidas, y no raramente su gracia estriba en la ingeniosa repetición de rimas de asonancia grotesca o cómica. Uno de sus mayores aciertos, en este sentido, es la canción que cantan el sacristán y el barbero al final del entremés La cueva de Salamanca, en la que la asonancia en-anca hace aparecer conceptos graciosamente disparatados. En el Viaje del Parnaso se muestra satisfecho de una de sus poesías burlescas: “Yo el soneto compuse que así empieza, / por honra principal de mis escritos: / ‘Voto a Dios, que me espanta esta grandeza’”. Se trata, en efecto, de uno de los sonetos más conocidos de nuestra literatura clásica, y que fue tan celebrado que circulaba en numerosas copias manuscritas. Lo escribió con motivo del suntuoso túmulo que se hizo en Sevilla en 1598 para celebrar las honras fúnebres de Felipe II, y pinta, en términos achulados y desgarrados, la admiración que ello produjo a un soldado y a un valentón.
En 1615 se publicó la segunda y última parte del Quijote, dedicada al conde de Lemos, con el título de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Un año antes había aparecido un libro con pie de imprenta de Felipe Roberto, de Tarragona, con el título de Segundo Tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida y es la quinta parte de sus aventuras compuesto por el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas, cuyo autor, como el propio Cervantes dirá en 1615, encubrió su nombre y fingió su patria, con lo que revela que ni se llamaba Alonso Fernández de Avellaneda ni era natural de Tordesillas. Debido al Quijote de Avellaneda, Cervantes, en la segunda parte de la obra, cambió la ruta de su protagonista, que había anunciado que iba a Zaragoza, y de la segunda parte apócrifa tomó el personaje de don Álvaro Tarfe, precisamente para desmentir su fábula. De todos modos, gracias al Quijote de Avellaneda, Cervantes se apresuró a continuar la redacción de su obra, que apareció cinco meses antes de su muerte. Al final de su tercera salida, don Quijote es derrotado por el Caballero de la Blanca Luna (en realidad, el bachiller Sansón Carrasco) en Barcelona. Tras una convalecencia en cama, debilitado por el vencimiento, don Quijote regresa a casa. Mientras el escudero trata de alentar el ánimo abatido de su amo hablándole de trances de libros de caballerías y de nuevas aventuras, don Quijote planea entregarse a la vida pastoril. Melancólico y apesadumbrado por su derrota, y esperando vanamente el desencanto de Dulcinea, cae enfermo. Tras seis días de calentura, al final muere diciendo haber recuperado la cordura y Cide Hamete Benengeli se despide de su pluma con nuevas pullas a Avellaneda, y acaba la novela con las siguientes palabras: “No ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna”.
Cuando Cervantes acaba la segunda parte de la novela, tiene ya sesenta y ocho años, está en la miseria, ha padecido —como se ha visto— desdichas de toda suerte en la guerra, en el cautiverio, en su propio hogar, y ha recibido humillaciones y burlas en el cruel ambiente literario; a pesar de todo ello, su buen humor y su agudo donaire inundan el Quijote, aunque sólo sea externamente y aunque tales bromas encubran amargas verdades y reales desengaños. Lo cierto es que la adversidad no había agostado su buen humor ni amargado su espíritu.
El Quijote es una novela satírica y burlesca, y como tal fue recibida por los contemporáneos de Cervantes. El autor parodia los absurdos y las peregrinas fantasías de los libros de caballerías; Cervantes ataca, pues, un género literario determinado; lo que Cervantes se propone es desacreditar la caricatura del heroísmo que aparece en las degeneraciones de la novela caballeresca medieval y evitar la confusión entre el héroe de veras y el héroe fabuloso; frente al caballero “literario”, Cervantes opone el caballero real. Lo importante y decisivo del Quijote es que, siendo una novela que se propone satirizar una moda literaria española de su época, que actualmente no significa casi nada para nosotros, tenga una validez perenne y constante no tan sólo en España sino en todo el mundo. Lo que pudo ser un libro de mera crítica literaria de circunstancias adquirió, gracias al genio y al arte perfectamente conscientes de Cervantes, una categoría superior, un sentido permanente y una trascendencia universal.
También en 1615 publicó Cervantes un tomo titulado Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados. El éxito del Quijote permitía a nuestro escritor dar al público estas obras dramáticas que había compuesto en diferentes épocas de su vida literaria. Las comedias son: El gallardo español, La casa de los celos, Los baños de Argel, El rufián dichoso, La gran sultana doña Catalina de Oviedo, El laberinto de amor, La entretenida y Pedro de Urdemalas. Los entremeses, por su parte, se titulan: El juez de los divorcios, El rufián viudo llamado Trampagos, La elección de los alcaldes de Daganzo, La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido, El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca y El viejo celoso. La producción de Cervantes como autor teatral tuvo una primera etapa, aproximadamente entre los años 1582 y 1587, que se define dentro del amplio panorama de la escena española por su carácter de transición. Entonces estrenó varias obras “con general y gustoso aplauso de los oyentes”, según él mismo afirma, e intentó dar más lógica y racional estructura a la tragedia de tipo clásico, allegándose al estilo de Juan de la Cueva, Cristóbal de Virués y Lupercio Leonardo de Argensola. Estos intentos de teatro de empaque, que hubieran podido conducir a una tragedia similar a la neoclásica francesa, se derrumbaron ante el ímpetu de Lope de Vega, que introdujo en la escena española una nueva fórmula que fue de general agrado y que se aceptó sin reservas. El mismo Cervantes da fe de este hecho al escribir, no sin cierta melancolía en el prólogo de Comedias y entremeses: “Dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica”.
De la primera época del teatro cervantino solamente se conservan dos obras (que no se incluyeron en el tomo de 1615): El trato de Argel, que ofrece impresionantes datos del cautiverio, y El cerco de Numancia, hábil síntesis de los datos que sobre este heroico hecho han conservado los historiadores clásicos, leyendas de carácter tradicional (como es la escena final, en la cual el último superviviente de la ciudad, un muchacho, se suicida tirándose desde una torre cuando entran los romanos) y abstracciones o figuras morales (España, el Duero, la Guerra, la Fama). Ello da a la tragedia una real intensidad y un gran valor emotivo y patriótico (es de notar que, dos siglos más tarde, su representación enardeció el espíritu de los sitiados en Zaragoza por lo ejércitos de Napoleón).
El mayor de los aciertos del teatro cervantino se halla, sin duda, en sus ocho entremeses, breves cuadros de vida española, con trama tenue y poco consistente, pero de variada matización en cuanto a los personajes, su habla y su viveza. Todo un mundillo de tramposos, vividores, sablistas, casadas casquivanas, criadas enredosas y maridos estúpidos desfila en estas ocho piezas en las que Cervantes perfecciona el estilo de los pasos de Lope de Rueda, por quien sentía gran admiración.
Se atribuyen a Cervantes algunos entremeses que no se publicaron en el tomo aparecido en 1615, y entre ellos los que tienen más posibilidades de haber sido escritos por él son los titulados Los habladores y El hospital de los podridos.
La religiosidad de Cervantes se manifiesta, además de en sus escritos y en cierta documentación, en su profesión en cofradías y congregaciones. En 1609 pertenecía a la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar, en la que eran cofrades otros escritores como Lope de Vega, Quevedo, Espinel, Salas Barbadillo. Pertenecía también, junto a su mujer y a sus hermanas, a la Venerable Orden Tercera de San Francisco, en la que profesó ya gravemente enfermo diecinueve días antes de morir.
El 19 de abril de 1616 firmó Cervantes la dedicatoria al conde de Lemos de su obra Los trabajos de Persiles y Sigismunda, en que afirma haber recibido el día anterior la extremaunción cuando —como dice— “el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir [...]. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos”. En esa misma página incluye los versos: “Puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte, / gran señor, ésta os escribo”. El 22 (no el 23) de abril de 1616 murió Miguel de Cervantes en Madrid, en su casa de la calle del León, esquina a la de Francos, seguramente atendido por su esposa y por su sobrina Constanza de Ovando.
Debido a su pobreza, la Venerable Orden Tercera se encargó del sepelio de Cervantes, cuyo cadáver, con la cara descubierta y vestido del sayal franciscano, fue sepultado en el convento de las Trinitarias Descalzas de la calle de Cantarranas (hoy Lope de Vega), donde sin duda reposan todavía sus restos, sin que haya posibilidad de identificarlos.
Los trabajos de Persiles y Sigismunda se publicó en 1617 con privilegio a favor de la viuda de Cervantes, Catalina de Salazar.
Cervantes afirma en el prólogo de sus Novelas ejemplares (1613) que Juan de Jáuregui, conocido pintor y poeta, había pintado su retrato. La Real Academia Española posee un discutido retrato de un hombre con golilla, en cuya parte superior se lee “D. Miguel de Ceruantes Saauedra” y en la inferior “Iuan de Iaurigui pinxit año 1600”, sobre cuya autenticidad se han emitido fundadas dudas. En la colección del marqués de Casa Torres existe el retrato de otro hombre, también con golilla, que se ha supuesto que es el que pintó Juan de Jáuregui, porque corresponde con la descripción que de éste da Cervantes en el prólogo aludido (Martín de Riquer Morera, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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