Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la barreduela Ensenada, de Sevilla, dando un paseo por ella.
Hoy, 20 de abril, es el aniversario (20 de abril de 1702) del nacimiento del Marqués de la Ensenada, a quien está dedicada esta barreduela, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la barreduela Ensenada, dando un paseo por ella.
La barreduela Ensenada es, en el Callejero Sevillano, una vía que se encuentra en el Barrio de Santa Catalina, del Distrito Casco Antiguo, sin salida, en la calle Imperial.
La calle, desde el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en la población histórica y en los sectores urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las edificaciones colindantes entre si. En cambio, en los sectores de periferia donde predomina la edificación abierta, constituida por bloques exentos, la calle, como ámbito lineal de relación, se pierde, y el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. Algunas vías reciben una denominación diferente a la de calle, en función de características genéticas, morfológicas o funcionales. Cuando se encuentra cerrada por construcciones en uno de sus extremos se llama barreduela o adarve, y en el uso popular callejón, y a veces callejuela. Son muchas las barreduelas que se conservan en el casco histórico como herencia de la ciudad medieval, pero tampoco son infrecuentes en la periferia. Una característica peculiar de las barreduelas es que sus edificios poseen numeración correlativa, mientras que en las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta.
También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
A mediados del s. XV era conocida como barrera de Simón Andrea (1441), por un vecino de este nombre, maestro de un molino de trigo, y también Aljofrín o Ajofrín (1453), término de origen árabe, que podría ser deformación de un nombre de familia; a finales de la misma centuria y comienzos de la siguiente (al menos entre 1484 y 1502) recibe la denominación de barrera de doña Ana Venegas (que puede aparecer con distintas grafías: Benegas, Vanegas...). Según González de León (Las calles...) en los siglos XVI y XVII se llamó barrera de Luís del Alcázar, porque allí vivía el padre del poeta Baltasar del Alcázar. Desde mediados del s. XVII figura como Cantimplora hasta que en 1845 quedó incorporada en Imperial. A partir de 1868 recibe la denominación que hoy conserva, según se afirma en un documento municipal del s. XX, "...no sólo por la figura que tiene, sino en memoria del ilustre Marqués del mismo titulo" (Sec. Administrativa, Nomenclátor, Antecedentes, h. 1931), es decir, el que fuera ministro de Carlos III. Sin embargo, debido a la frecuencia con la que en la reforma del nomenclátor de 1868 se tendió a dar a las barreduelas nombres arbitrarios y comunes, habría que pensar como más probable en la primera explicación que en la segunda. Según Santiago Montoto fue también conocida como Lechera. En su primer tramo es un estrecho callejón de apenas tres metros de latitud, sin aceras. y su caserío está constituido por casas de dos y tres plantas, muy deterioradas e incluso abandonadas. Al fondo se ensancha y de ahí que pueda asemejarse a la forma de una ensenada o una cantimplora; allí el caserío tradicional se conserva en buen estado o ha sido sustituido por bloques de viviendas de tres plantas. La especial configuración de esta barreduela crea en su interior un ambiente de tranquilidad y aislamiento [Josefina Cruz Villalón, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Ensenada, 2. Casa del siglo XVII, de dos plantas y mirador en el extremo de la fachada.
Ensenada, 3. Casa de dos plantas, de tipo popular.
Ensenada, 7. Casa del siglo XVIII, de dos plantas y azotea. La portada va resaltada del muro de fachada y rematada por una cornisa, sobre la que vuela el balcón. Este estuvo defendido por un guardapolvo del que sólo se conserva el armazón metálico con tornapuntas de hierro [Francisco Collantes de Terán Delorme y Luis Gómez Estern, Arquitectura Civil Sevillana, Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1984].
Conozcamos mejor la Biografía del Marqués de la Ensenada, a quien puede estar dedicada la vía reseñada;
Zenón de Somodevilla y Bengoechea, Marqués de la Ensenada (I). (Hervías, La Rioja, 20 de abril de 1702 – Medina del Campo, Valladolid, 2 de diciembre de 1781). Estadista.
Su nacimiento lo reclaman dos pueblos vecinos a causa de la existencia de dos partidas de bautismo, la primera, la de Hervías, de 25 de abril —cinco días después del día de san Zenón, seguramente la fecha del nacimiento—, y la segunda, la de Alesanco, del 2 de junio, un documento fabricado con el propósito de justificar los derechos a la hidalguía que la familia del padre tenía reconocidos en este pueblo, y cuya transmisión exigía el agua de la pila de su parroquial como prueba de vecindad efectiva.
El padre de Zenón, Francisco de Somodevilla y Villaverde, hidalgo pero pobre, tenía muy buenas relaciones con los eclesiásticos de estos pequeños pueblos de las cercanías de Santo Domingo de la Calzada —la madre tenía incluso algún familiar cura—, lo que debió de facilitar el segundo bautismo y la segunda acta (redactada por el “teniente de cura” de la parroquia de Alesanco, “en ausencia” de su titular). En cualquier caso, la hidalguía no le salvaba de la precariedad, que paliaba ocasionalmente con el desempeño de algunos oficios menores al servicio de las parroquias, yendo de un pueblo a otro. Fue notario apostólico, un cargo escasamente retribuido; llevó las cuentas de algunas cofradías y del Arca de Misericordia —por lo que cobraba algunas fanegas de trigo al año—, y en los últimos años de su vida, viviendo ya en Santo Domingo de la Calzada adonde se trasladó con la familia en 1706, llegó a ser maestro de primeras letras y doctrina cristiana en la escuela establecida en la catedral.
En este entorno rural y pobre vivió Zenón de Somodevilla hasta algunos años después de la muerte del padre, ocurrida cuando él no contaba todavía los diez años. La madre viuda y sus cinco hijos siguieron residiendo en Santo Domingo de la Calzada —aquí dio testimonio la madre en 1742 para las pruebas de calatravo del ya flamante marqués—, y de aquí, en una fecha desconocida, Zenón salió con destino a Madrid para no volver jamás a su tierra natal.
De su paso por Madrid no se sabe nada, pero se puede asegurar que nunca pisó una universidad, ni fue profesor de matemáticas, ni “catedrático de uno de los colegios reales”, como algunos biógrafos le atribuyeron antes de que Antonio Rodríguez Villa, el archivero que publicó en 1878 su más documentada biografía, afirmara con razón: “lo cierto es que hasta la entrada de Don Zenón al servicio del Estado no se tienen de él noticias verídicas y realmente históricas”, es decir, hasta que Patiño lo encontró en Cádiz, en 1720, sirviendo ya en la Marina, destacando por su buena letra, seguramente aprendida en el entorno escolar catedralicio, al lado de su padre. Contaba entonces dieciocho años, y Patiño le distinguió ya con el primer nombramiento, el de oficial supernumerario del Ministerio de Marina (1 de octubre de 1720).
Desde aquí hasta que conoce al duque de Montemar, su siguiente protector, y se embarca en expediciones militares, Somodevilla recorre todo el escalafón civil de la Marina. En 1725 es nombrado oficial primero y comisario de matrículas en Cantabria; al año siguiente se le destina a Guarnizo, el astillero próximo a Santander que dirige José del Campillo. En 1728, Patiño le nombra comisario real de Marina con destino en Cádiz, desde donde pasa a Cartagena y luego, en 1730, a Ferrol. Su misión de mejorar la organización de los astilleros se hace explícita en la orden de Patiño de 6 de octubre de ese año, en la que se reconoce “el conocimiento y experiencias con que se halla el referido ministro (Somodevilla) de lo que se observa en el arsenal de Cádiz, cuyas reglas quiere Su Majestad se sigan en todo en el Ferrol”. En julio de 1731, de nuevo vuelve a Cádiz, al ser destinado a las labores de organización de la escuadra que, a las órdenes de Montemar, reconquistará Orán al año siguiente. Es el primero de sus éxitos y la ocasión de conocer a muchos de los que cuando llegue a ministro formarán parte de su red de parciales, como por ejemplo, sus leales amigos el general marqués de la Mina o el conde de Superunda (luego, virrey del Perú). La victoria le supone el ascenso a comisario ordenador, el cargo en el que destaca por lograr la coordinación de Marina y Ejército.
A partir de 1733, Somodevilla se ocupó de organizar la potencia naval que culminará en la conquista de los Reinos de Nápoles y Sicilia al año siguiente, el gran éxito de la casa de Borbón que a él le valió el título de marqués. El infante don Carlos, coronado en Nápoles como Carlos VII, le nombró marqués por “merced espontánea” el 8 de diciembre de 1736. Probablemente la elección de “la Ensenada” para el título se debe a un juego de palabras que don Zenón fue el primero en manejar: él era un “En sí nada”, un “Adán” (al revés “Nada”); “en un accidente seré nada”, le dijo a su amigo el cardenal Valenti; en fin, en 1754 sería desterrado a Granada, la “Gran Nada”...
Su humilde origen —del que siempre conservó memoria— contrastaba con el encumbramiento sorprendente y vertiginoso que experimentó su carrera, pues inmediatamente después del título nobiliario le llegó el encargo de servir al infante Felipe, una señal inequívoca de la confianza que depositaba en él la reina Isabel Farnesio, que le abrió las puertas de la Corte. El 21 de junio de 1737, Ensenada era nombrado secretario del Almirantazgo, un organismo a cuya cabeza, como almirante de España e Indias, figuraba el infante Felipe, la nueva pieza de negociación para completar la recuperación española en Italia tan brillantemente iniciada en Nápoles.
La ocasión la traerá una nueva guerra, la que estallaba en octubre de 1740, al morir el Emperador Carlos VI. El joven infante Felipe, ya casado con una hija de Luis XV y almirante, encabezaría las tropas españolas, igual que su hermano unos años antes, pero ahora Ensenada sería mucho más que un comisario, incluso más que intendente de Marina, el cargo que le fue otorgado el 5 de julio de 1737: antes de partir, era nombrado secretario de Estado y Guerra del Infante e “intendente general del Ejército y la Marina de la expedición a Italia” (noviembre de 1741). Durante cuatro años había sido su secretario en el Almirantazgo, así que “por lo mismo será vuestra persona grata al infante”, decía el nombramiento. Además, en 1741, recibía el hábito de la Orden de Calatrava, la primera de las muchas distinciones honoríficas que iba a recibir antes de conseguir el preciado Toisón de Oro (1751).
Como secretario del Almirantazgo, Ensenada desarrolló una gran actividad, continuando la labor de Patiño —por ejemplo, la famosa Ordenanza del Infante Almirante, antecedente de las Ordenanzas de Marina de 1748—, pero fue aún más importante la que le permitió entrar de lleno en el mundo de la diplomacia.
Como secretario del Infante, fue corresponsal del marqués de Villarías, secretario de Estado de Felipe V, y del príncipe de Campoflorido, embajador en París, entre otros; mientras, seguía ampliando su círculo de lealtades políticas, también entre el personal de la Corte, donde aumentaba su reputación. Conoció a uno de sus íntimos, Pablo de Ordeñana, su mano derecha en el futuro, y también a quien le ocasionará la gran desgracia de su vida, el duque de Huéscar (luego, duque de Alba), entonces brigadier de infantería y ayudante de campo del Infante. Cuando Ensenada fue nombrado ministro en 1743 no todos se sorprendieron: los franceses sabían que desde 1737 Ensenada había entrado en el restringido círculo de los reyes por la vía segura del servicio a dos hijos de Felipe V e Isabel de Farnesio, y que además era un perfecto cortesano, la más perfecta “creatura” de los “vizcainos” de Villarías.
La noticia del nombramiento la recibió Ensenada en Chamberí el 25 de abril de 1743 poco después de conocer la de la muerte de su antecesor, José Campillo.
En medio de una guerra y entre los militares del ejército del Infante, recibía el encargo de dirigir cuatro secretarías (Hacienda, Guerra, Marina e Indias), una carga pesada que, protocolariamente, rechazó con pretextos de humildad extrema: “yo no entiendo una palabra de Hacienda; de Guerra, lo mismo con corta diferencia; el comercio de Indias no ha sido de mi genio, [...]”; pero su resistencia al nombramiento era más aparente que real. En cuanto llegó el correo oficial a Chamberí, salió camino de Aranjuez a besar la mano a los reyes, lo que tuvo lugar el 8 de mayo.
Su papel como ministro de Felipe V e Isabel Farnesio se limitó a “pagar la guerra” y a ser un servicial peón de la reina a través de su mayordomo Scotti y del ministro Villarías. Durante los tres años de vida que le quedaban al viejo Rey, Ensenada no brilló por proponer ninguna medida. Como casi todos, esperó la llegada del nuevo rey (julio de 1746), lo que, sin embargo, para él, iba a suponer un gran riesgo. Ensenada no había podido dejarse ver demasiado en el “cuarto del Príncipe”, que vigilaba estrictamente la Farnesio; tampoco congeniaba con la postura de Villarías, opuesta a la nueva reina, Bárbara de Braganza, en quien se vio enseguida que dominaba la situación y que infundía una sorprendente entereza en su marido, Fernando VI. El embajador portugués, Vilanova de Cerveira, muy próximo a la Reina, sospechaba de Ensenada, mientras todo en la Corte se inclinaba hacia el nuevo ministro, José de Carvajal y Lancáster, el sustituto de Villarías en la secretaría de Estado desde el 4 de diciembre. En una situación tan adversa, Ensenada dejó hacer e incluso fingió estar al lado del nuevo ministro poderoso. Así, presenció el destierro de la reina viuda —primero al palacio de los Afligidos, luego a San Ildefonso— y fue haciéndose un hueco al lado de Bárbara, de quien logró ser nombrado secretario en 1747. Para ello le hicieron falta los apoyos de un “carvajalista” como fue inicialmente el nuevo confesor, el padre Rávago, que pronto fue captado por Ensenada, y de un hombre versátil, sensible y cultivado, de quien llegaría a ser gran amigo, Carlo Broschi, Farinelli. Con astucia y tenacidad, a mediados de 1747, Ensenada había conseguido evitar el “efecto” de “primer ministro” que pretendía ser Carvajal.
Los dos ministros, opuestos en todo —Carvajal era un grande de España, universitario, colegial y togado—, se complementaron. El padre Rávago logró que el Rey confiara en que su “desunión” no fuera del todo perjudicial, pues así no “se tapaban uno a otro”; además, Carvajal, poco dado a hacer mudanza, sostuvo a Ensenada, seguro de que, a pesar de sus “machiaveladas”, la eficacia política del marqués era evidente.
Mientras el ministro de Estado explotaba la nueva diplomacia que había creado nada más firmar la paz de Aquisgrán (1748), proponiendo a España como “lancilla” de la balanza de un equilibrio europeo “constructivo y vigilante”, Ensenada desplegaba su proyecto reformista en Hacienda y sus planes de reforzamiento de la Marina: una consecuencia de la paz, que Ensenada interpretó como “paz a la espera”, es decir, una “paz armada”.
La paz de 1748 permitía poner en práctica los proyectos que los ministros soñaban, muchos de los cuales rondaban desde hacía tiempo por las secretarías; incluso habían pasado por la imprenta. A su manera, Ensenada también había escrito sus proyectos. Les llamó “representaciones”, pues su objetivo era “representar” al Rey sus ideas y proyectos de la manera más sencilla, incluso didáctica, pues como decía el padre Rávago, confesor de Fernando VI, “el rey se aflige con papeles largos”.
Todo debía empezar por la Hacienda —“ el fundamento de todo es el dinero”, le decía Ensenada a su amigo el cardenal Valenti—, y también por convencer a Fernando VI de que no bastaba con ser un rey pacífico: se le exigía también ser un reformador. En la representación de 1747, Ensenada sintetizaba la reforma de la Hacienda en dos acciones complementarias: una, “irla descargando”; la otra, “aumentar su entrada”. La descarga, sin minorar sueldos ni pensiones, y atendiendo a “la decencia” del Rey y de su servicio; el aumento, “con alivio y no con gravamen del vasallo”, pues “la monarquía más opulenta es la más rica, y por eso las bien gobernadas cuidan, con preferencia a todo, del Real Erario y de que los vasallos no sean pobres”. En la misma representación, Ensenada anunciaba también el Catastro, la Única Contribución, la abolición de las rentas provinciales, el fin de los intermediarios, así como muchas de las reformas que aliviaron el gasto suntuario, entre ellas, la de las Casas Reales. Todo parecía sencillo: se trataba de ahorrar en gastos superfluos y de aplicar el sentido común a la recaudación: “Que pague cada vasallo a proporción de lo que tiene, siendo fiscal uno de otro para que no se haga injusticia ni gracia”. Pero había muchos riesgos.
Lo que más preocupó al ministro, la abolición de las rentas y la supresión de intermediarios, se logró en medio de una gran tranquilidad, lo contrario de lo que produjo la reforma de las Casas Reales, una de las heridas que algunos nobles tenían abiertas todavía cuando cayó el marqués el 20 de julio de 1754.
Algunos resentidos, como el conde de Montijo, que había sido desplazado al llegar Fernando VI al trono, vieron engrosar sus filas con los que no pudieron sufrir la reforma y presentaron su dimisión. Era la primera advertencia seria contra el “En sí nada”. Pero el marqués estaba en el cenit del poder, y además tenía dinero, lo que ya pudo exponer al Rey, eufórico, en la magna representación de 1751. La Hacienda tenía fondos —“ ni sé como los hubo, ni como los hay ahora para lo necesario”, decía el marqués—, y los tenía también el mismo Ensenada, convertido por “este arbitrio que descubrió la casualidad a impulsos de la economía” —así calificó a su invento, el Real Giro— en el primer banquero de España.
Al crear el Real Giro, en 1749, para pagar las deudas en el extranjero, Ensenada pretendía evitar los beneficios de los intermediarios —la “tiranía de los banqueros”—, a quienes, como a los arrendadores de rentas provinciales, censuraba por sus ganancias, pero también por la inseguridad que suponían para el comercio exterior, pues “los hombres acaudalados y acreditados [...] han sido algunas veces engañados porque el cambista con poco dinero suyo gira mucho sobre el ajeno”. Con el tiempo, las sucursales del Real Giro —París, Roma, Ámsterdam, etc.—, dirigidas por ensenadistas de la máxima confianza, fueron verdaderas agencias al servicio del marqués. Igual eran utilizadas para “ayudar” a estudiosos, espías industriales, pensionados, en sus viajes por Europa; que para gratificar a un ministro, a un periodista o a un sicario; tanto para llenar el bolsillo del nepote del Papa, como para pagar el importe de unos diamantes, una sortija, unas perlas, regalo de los reyes en su cumpleaños (o de algún cortesano a quien se pagaba un favor, fuera en París o en San Petersburgo).
Como él, que era ya inmensamente rico, la Monarquía opulenta de Fernando VI asombraba a Europa.
El de Madrid era el mejor teatro de Europa —a decir del embajador Keene—, las joyas destinadas a Fernando VI y a Bárbara de Braganza llegaban de todo el mundo —encargadas por el experto Ensenada—; la villa y Corte se remozaba, y los Sitios Reales —el palacio Nuevo sobre todo— seguían siendo un Babel de artistas. La misma actividad se notaba en algunas reales fábricas, el “ramo” al que se dedicaba más tenazmente Carvajal; y en la construcción y arreglo de caminos —el de Madrid a Barcelona, o los que se abrían en Navarra y en Santander—, así como el del puerto de Guadarrama, que le hacía decir a Rávago que parecía obra de romanos. También se trabajaba en el canal de Castilla, en el canal de Lodosa, y pronto se reanudarían las obras en el Canal Imperial de Aragón, visitadas en tiempo del marqués de la Ensenada por un jovencísimo conde de Aranda que empezaría la revitalización de la célebre “acequia” antes que Pignatelli, su definitivo ejecutor.
Era el cenit del poder ensenadista: a principios de 1753, el marqués podía blasonar también de haber logrado el Concordato, una pieza maestra de la negociación secreta, tan secreta que no se enteraron ni el cardenal Portocarrero, embajador en Roma, ni el nuncio Enríquez, ni el mismísimo ministro de Estado, Carvajal. Lo habían negociado en Roma dos acérrimos ensenadistas, Ventura Figueroa, y el cardenal Valenti, con el solo conocimiento del padre confesor.
Fieles al estilo de Ensenada, no escatimaron gastos.
Pagaron de golpe 1.148.333 escudos, además de 174.000 que se concedieron a Valenti, y otras sumas que fueron a parar a la bolsa de algunos cardenales.
Sin embargo, las rentas que cedía Roma a la Hacienda del Rey pronto compensaron estas cantidades. En definitiva, el que parecía derrochador Concordato fue también un negocio y, desde luego, un nuevo mérito a sumar a los muchos que acumulaba el marqués de la Ensenada, del que su amigo el padre Isla decía que era el “secretario de todo”.
Pero era en los arsenales donde se notaba especialmente la mano del marqués. Miles de artesanos y obreros, amén de vagos y gitanos, mano de obra barata apresada en las redadas —la cara más negra de Ensenada—, habían logrado poner en servicio más de cuarenta navíos artillados a la altura de 1752. En su célebre misión de espionaje en Londres, iniciada en marzo de 1749, Jorge Juan había conseguido hacer llegar a los arsenales de Cádiz, Cartagena y Ferrol más de cincuenta técnicos en diferentes artes náuticas, entre ellos los ingenieros Rooth, Mullan, Sayers, Clark, etc. Además, copió planos, compró instrumentos y libros, e informó de la estrategia naval inglesa, encaminada, como intuía Ensenada, al dominio de la América española. A la vez, el ministro había ido propiciando el entramado legal que orientaría su obra: la Ordenanza de Montes (31 de enero de 1748), que imponía la primacía de la Armada en el aprovechamiento de las maderas de los bosques; la Ordenanza de matrícula (1 de enero de 1751), que pretendía el aumento de la marinería, uno de los problemas que martirizaban a Ensenada, y, en fin, las célebres Ordenanzas Generales de la Armada, redactadas en 1748.
A la altura de 1752, faltaban algunos años para conseguir la Marina de guerra que había planeado el ministro, pero ya podía hacer alguna demostración, y de hecho, iba a empezar a hacerla en la bahía de Mosquitos, hostigando a los ingleses que burlaban el monopolio español, sacando ilegalmente el palo de Campeche y fortificando posiciones en contra de todos los tratados firmados entre las dos naciones. Las protestas de los comerciantes ingleses llegaron al gobierno y al embajador Keene, que empezó a cambiar de opinión sobre el rearme ensenadista. Al principio lo consideró inviable, pero a partir de 1752 le pareció tan inquietante que ya sólo se dedicó a vigilar al que luego llamaría “enemigo de Inglaterra”. Conocedor de la permanente conspiración que había montada por los resentidos que envidiaban los éxitos del “En sí nada” —entre ellos Huéscar—, el embajador se sumó a ella, siempre pensando en impedir el rearme naval ensenadista, que no podía tener otro objeto, como él mismo advirtió, que el de “perjudicar a Inglaterra”.
El sagaz Keene se convertía así en una nueva pieza desestabilizadora, pero habría otra más, también extranjera: el nuevo embajador francés, Enmanuelle Felicité, duque de Duras, tan excesivo en el cumplimiento de su misión de reforzar la alianza francesa —con Ensenada al frente—, que acabó dejando al ministro al descubierto frente al “Rey neutral”. Ensenada tenía que librarse de muchos enemigos —toda la facción carvajalista, con Huéscar y Wall a la cabeza—, pero debía cuidarse a la vez de aduladores tan torpes como Duras, que podían llegar a preocupar al Rey, convencido y gozoso de ser amigo de todos. Los dos embajadores, el inglés activamente, el francés por su simpleza, contribuyeron a preparar la conspiración que haría caer a Ensenada el 20 de julio de 1754; pero hacía falta algo más, un detonante. Éste fue la desaparición de Carvajal, que murió repentinamente el día 8 de abril de 1754. En ausencia de esta pieza clave ya nadie podrá parar los golpes contra el “hidalguillo medrado”.
Con el nombramiento interino de Huéscar y luego el definitivo de Wall, que llegó de Londres el 17 de mayo, los conjurados se crecieron. Quizás hasta rumorearon que el “pícaro” Ensenada había querido colocar a su criatura Ordeñana para aumentar su poder; incluso que el marqués aspiraba al cardenalato o que era sospechosamente rico. Con éstos y otros “cargos”, verdaderos, abultados o falsos, fueron “tocando” todas las piezas. Primero cedió Wall, que pasó de respetar a Ensenada —el marqués intentó su amistad por todos los medios— a prestar su apoyo a Huéscar y Keene abiertamente; luego cedió Valparaíso, y por último, la Reina. Sólo se mantuvo en su lugar Rávago; luego pagaría su lealtad al marqués con la destitución (30 de septiembre de 1755).
En este escenario ya dominado, los conjurados buscaban la manera de dar el golpe final, para lo que les hizo falta el embajador inglés, que aportó “la prueba”, o mejor dicho, prometió que la podía aportar. Keene divulgó que Ensenada había dado órdenes ofensivas a la escuadra de La Habana para que atacara a los ingleses en Mosquitos; dijo que tenía una copia —que nunca mostró—, y con la complicidad de Wall, lo comunicó a su gobierno, a sabiendas de que Su Majestad Británica presentaría una durísima queja en la embajada española, la que Abreu —el encargado que Wall había dejado en la embajada de Londres al venir a hacerse cargo del ministerio— enviaría a su ministro en el primer correo. Así fue. Abreu lo declara explícitamente: “Luego que el rey se enteró de mi carta del 9 pensó Su Majestad se asegurase al Sr. marqués de la Ensenada”. La carta llegó el 18 de julio y se la mostraron al Rey el 19. Al día siguiente, el Rey ya no recibió a Ensenada, que le estuvo esperando todo el día; al atardecer, tras despedir al marqués —que se dirigió a su casa, en la calle del Barquillo, sospechando ya lo peor—, el Rey tomó la decisión. Wall tenía todo preparado: las tropas, las órdenes de arresto, los destinos de los tres reos —Granada para Ensenada, Valladolid para Ordeñana, Burgos para Mogrovejo—, y desde luego, la (dis)culpa: hacer la guerra sin conocimiento del Rey, un delito de alta traición.
Pero en realidad, la traición era la que cometían los conjurados, que necesitaron la ayuda de una potencia extranjera y de su hábil embajador. El propio Keene, que recibió en premio la orden del Baño, contó luego cómo sucedió: “Por fortuna —escribe el inglés en carta de 31 de julio— llegó en la mañana del 19 el correo portador de vuestros pliegos del 8, lo que dio nuevo vigor a las operaciones ya concertadas”. También se declaró el ministro de Estado Wall, al felicitar al embajador en la conocida carta del mismo 20 de julio, minutos después de enviar la tropa a prender a Ensenada: “Esto está hecho, mi querido Keene, por la gracia de Dios, el rey, la reina y mi bravo duque, y cuando leas esta nota, el mogol estará a cinco o seis leguas camino de Granada. Esta noticia no desagradará a nuestros amigos en Inglaterra. Tuyo, querido Keene, para siempre, Dik. A las doce de la noche del sábado”.
Diez días después, el 30 de julio, el “preso” Ensenada llegaba a Granada, donde le recibía el presidente de la Chancillería, Manuel Arredondo, que debía vigilar sus movimientos y censurarle la correspondencia. Wall se valió también de un espía, que le informaba constantemente de todo. Pero pronto el marqués y el presidente se hicieron amigos, para desconcierto de Wall, que llegó a temer una conspiración de los ensenadistas. Lo mismo ocurrió en El Puerto de Santa María, el pueblo al que Ensenada solicitó ser trasladado, en 1757, a causa de sus achaques, reales o fingidos: también logró la amistad de sus guardianes, y el ayuntamiento le visitó oficialmente. Como se había propuesto desde el primer día, el desterrado observó silencio, esperanzado sólo por la ansiada llegada de Carlos III, el rey amigo que le había hecho marqués —del que el padre Isla esperaba “una feliz revolución”—, cuya aclamación, con Ensenada en primer plano, se celebró en El Puerto con toros y fiesta el día 15 de septiembre de 1759.
Las demostraciones de lealtad a Carlos III continuaron hasta el 4 de noviembre, en que se celebró en casa de Ensenada el santo del Rey con un gran banquete.
Poco después, el desterrado escribía a Esquilache solicitando su mediación ante Carlos III, a lo que el ministro respondió el 28 de diciembre trasladando la negativa regia: “es su Real voluntad que deje yo pasar algún tiempo y después le haga memoria”. Ensenada debería esperar casi cinco meses más hasta ver en la Gaceta de Madrid de 13 de mayo de 1760 la noticia del indulto regio, lo que ya debía conocer pues estaba en Madrid desde el día 6. En acudir a besar la mano del Rey se apresuró tanto ahora como cuando recibió en Chamberí la noticia de su nombramiento de ministro diecisiete años antes. El 21 se presentó en Aranjuez ante el Rey, luego fue a Madrid, donde se alojó en casa de su viejo amigo Nicolás de Francia, en la que esperó a sus amigos desterrados y exonerados.
La cúpula del ensenadismo estaba ya en Madrid, sin embargo, lo que le interesaba a Ensenada no iba por buen camino. Carlos III parecía prevenido contra los ensenadistas; Tanucci le había sugerido que el regalo de los caballos que había enviado a Carlos III por su santo “no es regalo que pueda ni deba hacer un ministro”.
De creer a Ferrer del Río, el Rey “luego que penetró el sistema del marqués, que no tardó mucho, no volvió a hablarle ni una palabra”. El marqués estaba “falto de subalternos y del poder, que eran los medios que le hacían brillar, y reducido a sí solo”. Conocido su triste papel en la Corte, se le incluyó entre los descontentos ante la primacía que el Rey concedía a sus ministros italianos. Cuando se produjo el motín contra Esquilache, en la primavera de 1766, el pueblo de Madrid le vitoreó, lo que hizo aumentar las sospechas sobre su participación en los alborotos. Marginado de los escenarios políticos impuestos por la nueva Corte, en la que ya no tenía amigos, sólo le quedó acatar la orden de destierro que le llegaba de manos del Rey, quien nunca le dio explicaciones sobre esa terrible decisión.
Esta vez su destino era Medina del Campo, la ciudad que, como la “Gran nada”, permitía de nuevo el trampantojo barroco: la otrora opulenta ciudad mercantil floreciente, ahora triste y decaída, recibía al que lo fue todo y ahora de nuevo era nada. Allí murió Zenón de Somodevilla el 2 de diciembre de 1781, tras haber declarado a su amigo el conde de Ricla que nada entendía de política, que él sólo se preparaba para “vivir lo más que pueda” y “gozar del Altísimo”. En su retiro, habló con el padre Luengo, ante el que hizo sorprendentes revelaciones: Ensenada pensaba que eran las envidias que despertó el rumor de que le harían cardenal lo que le había perdido en julio de 1754.
El que fue propuesto en el siglo xix como “modelo de estadista” ha tenido fama siempre de hombre tenaz, hábil político y gran organizador. Goza de un enorme prestigio en la Marina y se le reconoce un acendrado catolicismo, pues fue amigo de eclesiásticos, como el padre Benito Marín, obispo de Jaén, el confesor Rávago, su hombre de confianza Isidro López, o el padre Isla, quien dijo del marqués los más exagerados elogios (le llamó “el mayor ministro que ha tenido la monarquía desde su erección”). A pesar de su fama de protector de los jesuitas, logró el Concordato más regalista de la historia; un pasquín decía “parecía buen cristiano, pero no se le conoció confesor”. Fue hombre barroco en sus apariencias, en extremo pragmático, pero autoritario; su obra más ilustrada fue el catastro; su proyecto más despótico, la persecución de los gitanos, que pretendió exterminar tras la “prisión general” del verano de 1749, llegando a poner en práctica la separación de hombres y mujeres para “impedir su generación”.
Su primer biógrafo, Fernández de Navarrete, también riojano y de familia de marinos, hizo de él, en 1831, el primer panegírico, lo contrario que W. Coxe, cuya obra traducida, publicada en 1846, llevó a la opinión pública española la primera imagen negativa del marqués, que habría sido “codicioso de dinero”, intrigante y pérfido, opuesto a un Carvajal modélico.
Las etiquetas de afrancesamiento de Ensenada y de probritánicos de sus enemigos que repartió Coxe fueron contestadas en la obra más documentada sobre Ensenada, la publicada en 1787 por el archivero A. Rodríguez Villa, que seguía manteniendo una evidente intención laudatoria hacia el hombre honesto y tenaz, al que atribuía ya la “españolización” de la política entreguista borbónica, la idea que retomará casi un siglo después M. D. Gómez Molleda.
Menéndez Pelayo recreó estas ideas, católicas y nacionales, y sus seguidores, Joaquín M. Aranda, A. G. Amezúa y Mayo, por ejemplo, las exageraron hasta hacer de Ensenada el modelo de conservador.
El sagastino, Amós Salvador, también riojano, intentó traer a sus filas al marqués, al que atribuyó nada menos que “el alivio de la clase jornalera”, pero, obviamente, su folleto, publicado en Logroño en 1885, no tuvo relevancia alguna. Más importancia ha tenido la obra de C. Fernández Duro, centrada en la Marina, que definitivamente proponía a Ensenada como el más grande organizador de la Armada española: el autor titulaba el capítulo relativo al marqués con un “¡Paso al genio!”. También han de ser destacados en ese apartado, los trabajos de Julio F. Guillén Tato, que glosó con brillantez, en 1936, la relación de Ensenada con Jorge Juan y Antonio de Ulloa.
Ensenada ha sido destacado como hacendista —precisamente, al cumplirse su tercer centenario y el 250 aniversario del catastro, el Ministerio de Hacienda patrocinó una magna exposición y una no menos importante publicación—, pero es en la Marina donde su obra es universalmente reconocida. Un buque de la Armada Española lleva su nombre, mientras sus restos descansan en el Panteón de Marinos Ilustres, en San Fernando, en la bahía de Cádiz. Allí empezó de escribiente el joven y pobre hidalgo riojano que en el cenit de su poder le decía a su amigo M. Ventura Figueroa: “Dios por su infinita misericordia ha querido que de algunos pares de años a esta parte conozca que este mundo es una pura vanidad opuesta a gozar en gracia el Eterno, y su Divina Majestad me lo demuestra bien claramente en este caso con la memoria que permite conserve de mi humilde nacimiento y de la monstruosa fortuna que he hecho” (José Luis Gómez Urdáñez, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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