Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el busto de El Greco, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Logroño (La Rioja), y de Lugo, en la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 7 de abril, es el aniversario del fallecimiento (7 de abril de 1614) de Domenicos Theotocopoulos, El Greco, personaje representado en esta enjuta de la Plaza de España, así que hoy es el mejor día para Explicarte el busto de El Greco, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Logroño (La Rioja), y de Lugo, en la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 11 al 21 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado - Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
En las enjutas de los arcos que componen la gran arcada que circunda toda la plaza, dentro de unos tondos de profundo sabor renacentista italiano, modelados en alto relieve y esmaltados en blanco sobre fondo azul cobalto, aparecen los bustos de personajes de especial relevancia en la historia de España. Su ejecución original corrió a cargo de las Fábricas de Mensaque Rodríguez y Cía. y de Pedro Navia.
En orden cronológico, figuran tanto aquellos destacados en las ciencias, en las humanidades, en las artes o en las armas, como reyes o santos.
Son un total de cincuenta y dos, distribuidos en cuatro series de trece personajes, dispuestos entre los catorce arcos de cada tramo de la plaza.
Es sorprendente el repertorio de estos personajes ilustres que desde sus privilegiados balcones en la arcada, disfrutan del ancho espacio de la hermosa plaza. Simultáneamente, ellos son vistos por los paseantes como muestra de la gloria de España y como ejemplo a seguir (La Cerámica en la Plaza de España de Sevilla, 2014).
En este caso el personaje histórico representado es El Greco, en un busto que directamente hay que relacionarlo con sus autorretratos.
Conozcamos mejor a El Greco (1541-1614), pintor, escultor y arquitecto, que se encuentra representado en la enjuta entre los arcos de las provincias de Logroño (La Rioja), y de Lugo, en la Plaza de España:
Domenicos Theotocopoulos, El Greco, (Heraklion, antes Candía, Creta, Grecia, 1541 – Toledo, 7 de abril de 1614). Pintor, escultor y arquitecto.
Doménicos Theotocópoulos, llamado en vida en España Dominico Greco, o simplemente el Griego, nació en Candía, la actual Heraklion, en la isla de Creta, en 1541. Se sabe muy poco de su familia. De su padre, sólo que se llamaba Georgios, que probablemente fue comerciante y marino y que en 1566 había ya fallecido (aunque puede ser que muriera bastante antes). Los indicios acumulados hasta ahora parecen apuntar hacia el hecho de que la familia —la única de ese apellido que se ha encontrado hasta ahora en Creta— procedía de la Canea (la actual Hania), en el extremo noroccidental de la isla, y que era de religión ortodoxa. El miembro de la familia del que existe más información es Manussos Theotocopoulos, el hermano mayor del artista. Nacido en 1529 o 1530, y por tanto diez años mayor que Doménicos, fue un hombre de sólida posición económica.
Entre 1566 y 1583 ejerció en Candía como recaudador de impuestos por cuenta de la República de Venecia, y entre 1569 y 1577 aparece citado en varias ocasiones como presidente de la Cofradía de Navegantes de la ciudad. En 1571 obtuvo del dux de Venecia una patente de corso para ejercer la piratería contra los turcos. La equivocación que cometió al atacar un barco italiano le llevó a la cárcel y estuvo en el origen de la pérdida de su fortuna personal. Consiguió trasladarse a Venecia, donde obtuvo un plazo de doce años para saldar sus deudas, pero, finalmente, hacia 1591 se fue a vivir con su hermano a Toledo y murió allí en 1604.
En cuanto a lo que se sabe de la vida y actividades del propio pintor en Creta, se reduce a unos pocos documentos descubiertos en las últimas décadas. Gracias a ellos se conoce que en 1563 era ya “maestro pintor” y que estaba seguramente casado, que en 1566 sostuvo un pleito, por causas desconocidas, con Luca Miani, un noble veneciano residente en la isla, y que el 26 de diciembre de 1566 el gobierno veneciano de la isla acordó atender su petición de vender por el sistema de lotería “un quadro della Passione del nostro Signor Giesu Christo, dorato”. Finalmente, otros dos documentos sitúan ya al pintor fuera de la isla: uno de ellos es una orden, fechada el 18 de agosto de 1568, por la que las autoridades venecianas de Creta obligaban a Manolis Dacypris a restituir a Zorzis Síderis unos dibujos que el “maistro Menegin Thetocopulo” le había dado en Venecia para que se los entregara; el otro, fechado el 12 de julio de 1567, consiste en una intimación a Manussos Theotocopoulos y otros personajes para que dejasen de molestar al presidente de la Cofradía de Pintores de la ciudad de Candía. Al tiempo se ordenaba a Manussos que devolviera todas las cosas que tenía de la Cofradía, previsiblemente tomadas en realidad por Doménicos (lo que llevaría a concluir que éste estaba ya fuera de la isla). A partir de estos datos puede asegurarse que el Greco se formó como pintor en Creta, que su actividad allí se desarrolló dentro de la manera tradicional, posbizantina, y que sus trabajos alcanzaron una gran estimación.
No se conoce el asunto exacto del cuadro de la Pasión que puso en venta, pero el hecho de que fuese “dorato” —es decir, con el fondo de pan de oro— permite asegurar que se trataba de un icono posbizantino; por otro lado, el elevado precio que se fijó —70 ducados— delata que el pintor gozaba de una fuerte estima profesional. Finalmente, los documentos conocidos permiten fijar el momento en el que el Greco abandonó definitivamente Creta para establecerse en Venecia: con toda seguridad, entre diciembre de 1566 y agosto de 1568 y, muy probablemente, y según se deduce del contencioso de Manussos con la Cofradía de Pintores de Candía, en los primeros meses de 1567. Por lo demás, y dado que no ha aparecido ninguna otra mención a su mujer, cabe pensar que ésta murió antes de 1567 o que fue abandonada por el pintor al trasladarse a Venecia (aunque tampoco cabe excluir que la llevara consigo a esta ciudad y muriese allí).
Se ignora el tipo de formación intelectual que recibió Doménicos en la isla y tampoco se dispone de datos sobre el taller en el que recibió su primera formación pictórica. La característica más llamativa y definitoria de la pintura cretense de los siglos XV y XVI es la coexistencia de una doble dirección estilística, propiciada por la diversidad cultural, religiosa y étnica de la sociedad de la isla, en la que convivían venecianos con griegos y católicos con ortodoxos: una manera “alla greca”, fiel a los modos bizantinos heredados de la época de los Paleólogos, y otra “alla latina”, ecléctica, en la que se mezclaban elementos de raigambre bizantina con otros occidentales (estos últimos, sobre todo, de índole compositiva e iconográfica).
Por otro lado, está documentada la existencia de pintores que trabajaban, según los casos, y en función generalmente del cliente, en una u otra manera, practicando una especie de bilingüismo.
Seguramente el Greco se formó con uno de estos artistas. Bettini, que apuntó primero hacia Mijail Damaskinos, propuso después a Georgios Klontzas.
Sin embargo, es difícil que Damaskinos o Klontzas pudieran ser los maestros del pintor, ya que, aunque la fecha exacta de su nacimiento es desconocida, ambos parecen haber sido casi estrictos coetáneos suyos (cuatro o cinco años más viejos en el mejor de los casos). Por ello, lo más probable es que la coincidencia de direcciones, e incluso, a veces, de factura y de fórmulas estilísticas, que se observan entre los tres pintores se deban a la formación de todos ellos en un mismo círculo y no a una relación de discipulazgo.
Otros nombres que se ha sugerido son los de Marco Astrà (quien aparece relacionado con Manussos Theotocopoulos, pero que no parece haber sido un pintor avanzado) y Ioannis Gripiotis (un pintor que era ya citado como “maestro” en 1526 y que parece haber trabajado casi exclusivamente para círculos provenecianos y católicos con una dirección estilística avanzada pero del que, desgraciadamente, no se conoce ni una sola obra segura). En consecuencia, por ahora lo único que se puede afirmar del aprendizaje del Greco son tres cosas: a) que debió formarse en uno de los talleres más avanzados de la isla (algo que se deduce de sus propias obras tempranas); b) que sería adiestrado en las dos maneras usadas en la isla, la “griega” y la “latina”; y c) que, con bastante probabilidad, ese taller fue el mismo en el que se formó Klontzas, o, al menos, pertenecía al mismo círculo (algo que se deduce de las conexiones cada vez más estrechas que se van estableciendo entre las obras de ambos pintores). Por lo demás, actualmente sólo se conocen tres obras realizadas con seguridad por el Greco durante su período cretense: San Lucas pintando el icono de la Virgen del Museo Benaki, La dormición de la Virgen de la iglesia de la Dormición de la Virgen en Ermoupolis (Syros), y La adoración de los Reyes del Museo Benaki. Las tres apuntan hacia el hecho de que, por temperamento y quizá por formación, debió sentirse desde el principio incómodo dentro de los esquemas y los métodos de trabajo heredados de los bizantinos y que, en consecuencia, tendió a modificarlos. Las dos primeras están basadas en los viejos esquemas bizantinos.
La fecha del traslado del Greco a Venecia es aún desconocida, aunque con toda probabilidad se situaría en los primeros meses de 1567. Tampoco se sabe cómo realizó el viaje ni cuáles eran los apoyos con que contaba en la ciudad. De hecho, no hay ningún dato seguro de su estancia allí (salvo, obviamente, que su presencia está documentada en agosto de 1568). Una serie de testimonios contemporáneos sugieren que estuvo en el taller de Tiziano. Sin embargo, ninguno de esos testimonios es concluyente. Por un lado, no se ha encontrado prueba documental alguna de la estancia del Greco en el taller de Tiziano; por otro, y como ha aducido Marías, es muy significativo que el Greco nunca se refiriera, en sus anotaciones posteriores a las Vite de Vasari, a obras de Tiziano que pudiera haber visto en el taller de éste (sólo a pinturas que estaban expuestas en lugares públicos); y, finalmente, no cabe olvidar que, pese a todo, la huella de Tiziano no es, en modo alguno, preponderante en las obras italianas del Greco. En ellas se aprecian, ciertamente, elementos de neta estirpe tizianesca, pero también —y a veces, de modo más claro— otros que proceden de Tintoretto, de Bassano e incluso de Veronés. No ha de extrañar, por tanto, que muchos críticos hayan puesto en cuestión el aprendizaje del Greco junto Tiziano. La reiteración de testimonios antiguos debería dejar poco lugar a las dudas sobre la conexión entre ambos. Sin embargo, aunque a falta de otras evidencias, no parece razonable negar su paso por el taller de Tiziano, resulta difícil imaginar que Doménicos, ya “maestro pintor” desde los tiempos de Creta y contando veintiséis años, se sometiese de nuevo en Venecia a un proceso normal de aprendizaje. Tal vez el Greco obtuvo del Tiziano la promesa de consejos ocasionales y el permiso para asistir al taller o para copiar alguna obra. Pero es difícil creer en una relación prolongada y firme entre ambos.
Por lo demás, se está aún lejos de conocer con la suficiente profundidad y extensión la producción veneciana del Greco —y por tanto, de establecer una seriación correcta de las obras que realizó allí—, pero es muy posible que en el futuro se deban reconsiderar algunas de las ideas sobre esa etapa y contemplar, al menos, un período inicial en el que habría trabajado por libre y sin contacto con ningún gran taller. De hecho, en la mayor parte de las obras adscribibles a este período (desde el Tríptico de Modena al Entierro de Cristo de la Pinacoteca Nacional de Atenas, pasando por La Última Cena de la Pinacoteca de Bolonia o la Adoración de los pastores del Museo Willumsen) lo que se observa es la continuación de los procedimientos ya observados en las obras cretenses. Es decir: la utilización de motivos tomados de grabados ajenos para la construcción de escenas propias. Por otro lado, el Greco no llegó a inscribirse nunca en la Cofradía veneciana de Pintores, y esto habla de una posición dependiente o, más probablemente, marginal.
En el verano u otoño de 1570, el Greco abandonó Venecia para dirigirse a Roma. Su presencia en esta ciudad a comienzos de noviembre de ese año está atestiguada por una carta de Giulio Clovio (un miniaturista croata, admirador de Miguel Ángel) al cardenal Alessandro Farnese, en la que tras anunciarle que “ha llegado a Roma un joven candiota, discípulo del Tiziano, que a mi juicio figura entre los excelentes en pintura”, le pedía que le diese alojamiento temporal en su palacio. La recomendación fue oída y el Greco vivió en el Palazzo Farnese trabajando al servicio del cardenal al menos hasta comienzos de julio de 1572, fecha en la que fue expulsado, según muestra una carta que dirigió al cardenal quejándose de haber sido puesto en la calle por el mayordomo Lodovico Tedeschi y en la que afirmaba que las acusaciones que se le habían hecho (y cuya naturaleza se ignora) eran falsas.
Dado que no se ha podido demostrar que el Greco participara en la decoración de la Villa Farnese en Caprarola ni en ninguna de las obras patrocinadas por el cardenal Farnese en Roma, y que en la colección de éste sólo se registraron dos pinturas suyas —La curación del ciego, hoy en la Galleria Nazionale de Parma, y El Soplón del Museo de Capodimonte en Nápoles— se ignora qué trabajos le fueron confiados mientras permaneció a su servicio. Lo que sí parece seguro es que la estancia en el Palazzo Farnese fue más provechosa para el Greco por lo que supuso en su proceso de formación que por las posibilidades de promoción personal que se le ofrecieron. Aunque los Farnese no llegaran a encargarle ninguna obra importante, se puede suponer que, al menos en principio, el pintor vería colmadas sus expectativas gracias a las posibilidades que le ofrecía el acceso a las colecciones de los Farnesio, Clovio y Fulvio Orsini (el bibliotecario del cardenal, que, al morir, poseía hasta veintiocho obras atribuidas a Miguel Ángel y dieciséis a Rafael) y, sobre todo, la pertenencia al selecto núcleo de eruditos, literatos y artistas que se reunían alrededor de Orsini, un círculo que posibilitaría el desarrollo de sus intereses intelectuales (muy amplios, como demuestra la conformación de su biblioteca en España). Por otra parte, es evidente que sus convicciones estéticas acabaron de conformarse en Roma, en donde asumiría algunos de los postulados del manierismo centroitaliano y se fortalecerían las resonancias neoplatónicas que impregnaron su pensamiento.
Tras su expulsión del Palazzo Farnese, la única noticia segura de la estancia del Greco en Roma es la de su ingreso en la Academia de San Lucas el 8 de septiembre de 1572, un paso obligado al perder la tutela del cardenal, ya que la pertenencia a la Academia era imprescindible para abrir un taller propio y ejercer libremente como pintor en Roma. Después ya no hay noticia documental alguna sobre él hasta que en julio de 1577 aparece en Toledo, lo que deja abierto un amplio margen para la especulación.
Afortunadamente, ha llegado hasta hoy otro testimonio —aunque ya muy posterior y de carácter literario, no documental— sobre la estancia del Greco en Roma: la corta biografía que incluyó el médico romano Giulio Mancini en sus Considerazioni sulla Pittura, escritas hacia 1614-1620, que confirma algunos datos ya conocidos (como la fecha aproximada de la estancia en Roma o el aprendizaje en Venecia con Tiziano), añadiendo otros que en su mayor parte resultan sorprendentes. Y es que el Greco que presenta Mancini no es el modesto protegido de Clovio que se ha acostumbrado a considerar, sino un pintor asentado, que “había llegado a un gran dominio en su profesión”, “dio grandes satisfacciones en algunos encargos particulares” y sería digno de figurar “entre los mejores de su siglo”. Además, según Mancini, el Greco contaba ya en Roma con un ayudante llamado Lattanzio Bonastri. El elemento más sensacional de la biografía de Mancini es, sin embargo, el que se refiere al desprecio que habría hecho el Greco del Juicio Final de Miguel Ángel, del que habría dicho “que si se echase por tierra toda la obra, él podía hacerla con honestidad y decencia y no inferior a ésta en buena ejecución pictórica”, lo que, según Mancini, habría provocado la indignación de “todos los pintores y los amantes de la pintura” creando una situación que le obligó a “marchar a España”.
Desgraciadamente, el relato de Mancini contiene muy pocas precisiones cronológicas y no permite fijar con certeza la fecha en que el Greco abandonó Roma, pero es seguro que hacia 1576 el pintor tendría bastantes razones para intentar la aventura española. Y la primera, seguramente, la de su propia situación personal en Roma (la de un pintor ya maduro y orgulloso de su propio valer, apreciado por una clientela culta de “particulares”, pero incapaz de abrirse paso en la Curia y de acceder a los encargos papales) que distaría de ser satisfactoria para él. Cabe imaginar, pues, que España, en la que se avecinaba el inicio de las obras de decoración pictórica de El Escorial, se le apareciera como una tierra de promisión, quizá aquélla en la que también él alcanzaría “el favor de los príncipes” (una condición que, según se sabe por sus anotaciones al Vitruvio de Barbaro, él creía imprescindible para la realización plena de un artista). Y asimismo que, informado de las intenciones de Felipe II, viniese por su cuenta, fiado en el aval que suponía su discipulazgo con Tiziano y en la ayuda que pudieran prestarle los españoles que había conocido en Roma en el interior del círculo de Orsini: Benito Arias Montano, el bibliotecario de El Escorial (que estuvo en Roma en el verano de 1575), el erudito toledano Pedro Chacón (que había llegado en 1571), y, sobre todo, Luis de Castilla, quien estuvo allí entre 1571 y 1575, antes de ser nombrado arcediano de la Catedral de Cuenca, y que, como hijo de Diego de Castilla, deán de la Catedral de Toledo, fue seguramente quien le proporcionó las primeras relaciones importantes en esta ciudad.
La presencia del Greco en España aparece documentada por primera vez al recibir, en Toledo, 400 reales a cuenta de El Expolio el 2 de julio de 1577.
Sin embargo, su llegada a la ciudad debió producirse unos meses antes, hacia la primavera, y quizá atraído por las promesas de Luis de Castilla de conseguirle el encargo de los retablos de Santo Domingo el Antiguo, ya que el padre de éste, el deán Diego de Castilla, estaba encargado de la construcción y decoración de la iglesia como ejecutor testamentario de María de Silva. También sería Diego de Castilla quien, apenas llegado el artista a Toledo, le consiguiera el contrato de El Expolio, abriéndole así las puertas de la Catedral.
Sin embargo, no parece que el Greco viniera en principio desde Italia a trabajar en Toledo. En un documento firmado el 9 de agosto reconocía haber recibido de don Diego 51.000 maravedís “quando volví a Madrid”, y esto, unido a las cautelas introducidas en varios documentos obligándole a hacer las pinturas en Toledo sin poder sacarlas de allí, demuestra que su primer destino fue la Corte y no la Ciudad Imperial. Lo más probable es que llegase atraído por el señuelo de El Escorial. Y como no se ha podido encontrar la más mínima traza de que fuese llamado o de que se le encargase obra alguna para el Monasterio en 1576-1577, habrá que deducir que vino por cuenta propia y fiado quizá únicamente en el poder de algunas cartas de recomendación. Se puede suponer también que, al no recibir la respuesta que esperaba de Felipe II ni encontrar valedor de calidad en la Corte, el pintor echaría mano de la otra baza que tenía: su amistad con Luis de Castilla, en quien fiaría para que le proporcionara un encargo importante y, con él, el prestigio que necesitaba para que las puertas de la Corte se le abrieran de una vez.
El primer documento conocido en relación con los retablos de Santo Domingo el Antiguo, una “Memoria” redactada por Luis de Castilla en la primavera de 1577, muestra que en principio el Greco iba a encargarse únicamente de la ejecución de las pinturas y de entregar diseños para las cinco estatuas del retablo mayor y la custodia que se colocaría en él. Las trazas de los retablos habían sido confiadas con anterioridad a su llegada a Hernando de Ávila (la del mayor) y a Juan de Herrera (la de los laterales). Sin embargo, en el momento de firmar el contrato definitivo estas trazas fueron desechadas y sustituidas por otras del cretense, confiándose la ejecución material de los retablos a Juan Bautista Monegro. En la cédula de concierto firmada por Diego de Castilla el 8 de agosto, éste se comprometió a pagar al artista 1500 ducados.
Sin embargo, ese mismo día, y respondiendo sin duda a un pacto previo, el Greco firmó una cédula por la que rebajaba voluntariamente 500 ducados, afirmando que se contentaba con 1000 por “hacerle servicio y gratificación” al deán. Por lo demás, el programa iconográfico de los retablos, trazado sin duda por don Diego, y que incluía sendas representaciones de La adoración de los pastores y La Resurrección en los altares laterales y otras de La Asunción de la Virgen y La Trinidad en la calle principal del mayor, estaría determinado por la dedicación del presbiterio a capilla funeraria.
Es seguro que las pinturas de Santo Domingo el Antiguo estaban ya montadas en sus retablos en septiembre de 1579, y al parecer, y por una vez, el Greco no tuvo el menor problema con su cliente. En cambio, El Expolio, la otra gran obra de los primeros años en Toledo, le supuso su primer disgusto serio en España, ya que, cuando llegó la hora de tasar el cuadro, en julio de 1579, los precios propuestos por los representantes de la Catedral y los del Greco fueron tan dispares (227 y 900 ducados, respectivamente) y la tasación definitiva de Alejo Montoya, que actuó como árbitro (317 ducados), tan perjudicial para el artista, que éste se negó a entregar el cuadro y sólo lo hizo cuando las amenazas de cárcel contra él se tornaron demasiado fuertes y doblegaron su resistencia.
Por otra parte, los tasadores de la Catedral le exigieron que quitara del cuadro “algunas impropiedades [...] como tres o cuatro cabeças que están encima de la del Cristo y dos celadas y asimismo las Marías y Nuestra Señora que están contra el Evangelio porque no se hallaron en el dicho paso”. Al final, el cuadro permaneció como había sido concebido, pero como consecuencia de este conflicto con el Cabildo el Greco ya no recibiría en el futuro ningún otro encargo pictórico para la Catedral.
Absorbido por los grandes encargos que le habían traído a Toledo y aún no plenamente asentado en la ciudad, el Greco no realizaría muchas más obras entre 1577 y 1580. Sin embargo, deben recordarse de estos años varios lienzos, como el monumental San Sebastián que se conserva en la sacristía de la Catedral de Palencia, La Verónica con la Santa Faz, que perteneció a María Luisa Caturla, la Magdalena penitente del Museo de Arte de Worcester y La aparición de la Virgen con el Niño a san Lorenzo del Colegio del Cardenal de Monforte de Lemos. También cabe registrar algunos retratos como el de Pompeo Leoni, el controvertido de La dama del armiño y, sobre todo, sus primeras efigies de caballeros, entre los que es imprescindible citar El caballero de la mano en el pecho (Madrid, Museo del Prado).
Poco después de que el Greco terminara El Expolio y los cuadros de Santo Domingo, Felipe II le encomendó la realización de un lienzo con El martirio de san Mauricio y la legión tebana para uno de los retablos laterales de la Basílica del Monasterio de El Escorial.
La fecha y las circunstancias en que se produjo el encargo no son conocidas, aunque quizá estuvieran relacionadas con la visita del Monarca a Toledo para pasar las fiestas del Corpus de 1579. En cualquier caso, de una forma u otra (no se sabe quién recomendó el pintor al Rey ni si llegó a existir un encuentro entre ambos), entre mediados de 1579 y comienzos de 1580, el Greco alcanzó la oportunidad que había estado esperando desde que llegó a España.
Entregaría personalmente su lienzo en el Monasterio de El Escorial el 16 de noviembre de 1582, pero, desgraciadamente para él, la pintura no le gustaría a Felipe II, quien tras pagarle los 800 ducados en que fue tasada por Romulo Cincinnato, decidió que no se colgara en la iglesia, relegándola a la sacristía alta, y encargó al propio Cincinnato otra con la misma historia.
Tras el fracaso del San Mauricio, el Greco, pintor “excelente” y “de mucho arte”, pero capaz de contentar sólo “a pocos”, según escribió en 1605 el padre Sigüenza, no volvería recibir ningún encargo de Felipe II. Las puertas de la Corte se cerraron para él y ya sólo le quedaría Toledo, una ciudad en la que al principio pensaría sólo como lugar de paso, pero en la que ya había comenzado a echar raíces (y a este respecto no debe olvidarse que ya en 1578, y como fruto de sus relaciones con Jerónima de las Cuevas, había nacido su hijo Jorge Manuel) y en la que, al final, residiría durante los más de treinta años que le quedaban de vida. En 1585 alquiló unos amplios aposentos en las casas del marqués de Villena y ello parece probar que estaba ya decidido a quedarse allí. Afortunadamente para él, parece haber contado desde el principio con la protección de una serie de personajes cultos e influyentes (Luis de Castilla, Gregorio de Angulo, Antonio de Covarrubias, Alonso de Narbona, Domingo Pérez de Ribadeneyra, Francisco Pantoja de Ayala, Pedro Salazar de Mendoza, Pedro Laso de la Vega...) que le proporcionaron el ambiente refinado y la estimación social que necesitaba.
Por lo demás, y como ya se ha apuntado, al privarle de las dos fuentes principales de encargos con que podía contar, el pleito del Expolio y el fracaso del San Mauricio, arruinaron en cierto modo la carrera española del Greco. Ya no gozaría del “favor de los príncipes”, y durante los quince años siguientes sólo recibió un encargo a la altura de sus facultades: El Entierro del conde de Orgaz, realizado entre 1586 y 1588 y que, como es sabido, escenifica una vieja tradición toledana.
Durante todos esos años su producción estuvo compuesta por obras “menores”, cuadros de devoción y retratos para una clientela que hay que suponer cada vez más numerosa.
La idea del Greco de fundar un taller que le permitiera hacerse cargo de la realización de retablos completos y de producir, a precios asequibles y en gran cantidad, cuadros de devoción respondería estrictamente a las leyes del mercado. Una vez cerradas las puertas de la Catedral, el pintor tuvo que enfrentarse al hecho de que en Toledo no había una clientela amplia capaz de pagar los elevados precios que él pedía por obras originales y ambiciosas y al de que la mayor parte de los encargos que se le hacían procedían de conventos, iglesias parroquiales o simples devotos que demandaban cuadros no excesivamente onerosos. Y sería en esa vertiente en la que la actividad del taller revelaría toda su utilidad. Él se reservaría la ejecución de las pinturas de los retablos y los grandes encargos, realizaría los retratos y crearía los modelos de los cuadros de devoción. Y los miembros del taller (primero Francisco Preboste, que quizá llegó con él desde Italia, y luego Jorge Manuel, Tristán y alguno más) se encargarían de realizar en serie copias de los cuadros de devoción —muchas veces firmadas por él mismo aunque no hubiera puesto su mano en ellas o se hubiera limitado a retocarlas— que estarían disponibles para su venta a precios asequibles y en gran cantidad. Fue así, por ejemplo, como salieron de su taller más de ciento treinta lienzos representando a san Francisco de los que sólo unos veinticinco se deberían total o parcialmente a su mano.
En 1596 se abriría para el artista una época de prosperidad.
En diciembre de ese año contrató el retablo mayor del Colegio de Doña María de Aragón en Madrid, en abril del siguiente el del Monasterio de Guadalupe y, finalmente, en noviembre de ese mismo 1597, otros tres para la Capilla de San José en Toledo.
El más importante de esos encargos era el del retablo mayor de Guadalupe, que el artista contrató en 16.000 ducados (una cifra enorme) comprometiéndose a terminarlo en un plazo de ocho años. Sin embargo, por causas desconocidas, no llegó a realizarlo.
De todos modos, entre 1597 y 1600 se ocuparía de los otros dos encargos. El del Colegio de Doña María de Aragón comprendía, al margen de la arquitectura del retablo y de varias esculturas, que han desaparecido, siete cuadros: la Anunciación, la Adoración de los pastores y el Bautismo de Cristo en el piso bajo, y la Crucifixión, la Resurrección y la Pentecostés en el ático.
Un séptimo cuadro, hoy desaparecido y cuyo tema se ignora, ocuparía la espina del retablo o estaría situado en la calle central entre la Anunciación y la Crucifixión.
En cuanto al encargo para la Capilla de San José de Toledo comprendía la labor de arquitectura y pintura del retablo mayor (con dos lienzos: San José con el Niño Jesús y la Coronación de la Virgen) y de otros dos retablos laterales (uno con San Martín y el pobre y el otro con la Virgen y el Niño con santa Martina y santa Inés).
El Greco entregó las obras para la Capilla de San José antes de que finalizara 1599 y las del Colegio de doña María de Aragón en julio de 1600. Después, ya a comienzos de siglo, realizaría, en 1603, un pequeño retablo para el Colegio de San Bernardino con la imagen del santo titular, y, entre 1603 y 1605, el notable conjunto del Hospital de la Caridad de Illescas, que comprendía la arquitectura y esculturas del gran retablo que debía albergar a la imagen titular, las de otros dos retablos laterales en los que al principio se pensó situar pinturas pero que finalmente fueron ocupadas por sendas estatuas de Isaías y Simeón, y cuatro pinturas: la Virgen de la Caridad, la Coronación de la Virgen, la Encarnación y la Natividad. Este último encargo daría lugar a un litigio, que se prolongó desde mediados de 1605 hasta marzo de 1607, en el que las autoridades del Hospital hicieron gala desde el principio de una mala fe evidente, y en el que, al final, y tras varias tasaciones, el pintor tuvo que darse por derrotado, viéndose forzado a llegar a un acuerdo económico a todas luces perjudicial para él. Al margen, el Greco dio comienzo en esta época a su larga serie de Apostolados (entre los que hay que citar, en esta época el de la Catedral de Toledo, y, ya en sus años finales, el del Museo del Greco), creó algunos de sus cuadros más singulares, como la Vista de Toledo y el Retrato del cardenal Niño de Guevara, y, obviamente, continuó con la producción de cuadros de devoción.
Durante estos años, pues, el taller estuvo en plena actividad. Desde 1597 al menos, Jorge Manuel Theotocopuli aparece ya asociado a los trabajos de su padre, y, junto a Francisco Preboste (que actuaba frecuentemente como representante y socio del cretense, encargándose de sus negocios), colaboraban además en el taller Luis Tristán (entre 1603 y 1607), Pedro López y quizá Pedro Orrente y algún otro ayudante.
También la vida familiar del pintor aparece en estos años en un momento de plenitud. Desde comienzos de la década de 1590 vivía junto a él su hermano Manussos, que no moriría hasta finales de 1604. Y en 1603 Jorge Manuel contrajo matrimonio con Alfonsa de los Morales. El nacimiento al año siguiente de Gabriel de los Morales —el único nieto que conocería el pintor— llenaría de alegría el hogar.
La prosperidad del taller y la ampliación de la familia, explican, por lo demás, el cambio de residencia que se produjo en 1604. Entre 1585 y 1589 el pintor había vivido en las casas del marqués de Villena.
Después —y quizá como un síntoma de dificultades económicas— las había abandonado, yéndose a vivir a una casa propiedad de Luis Pantoja Portocarrero.
Ahora, en 1604, volvió a las casas principales del marqués de Villena, y ya, aunque con dificultades cada vez mayores para pagar el alquiler, no las abandonaría jamás.
1607 marcó otro punto de inflexión en la vida del Greco. En ese año el pintor acabó por plegarse en el largo litigio que le había enfrentado con los administradores del Hospital de la Caridad de Illescas, Tristán abandonó el taller y Preboste salió inopinadamente de su vida. A partir de ese momento, Jorge Manuel asumiría un papel cada vez más relevante en las labores del taller, apareciendo a menudo más como socio que como colaborador de su padre. Por lo demás, en estos años finales el Greco recibiría aún dos grandes encargos: la decoración de la Capilla Oballe en la iglesia de San Vicente y el retablo mayor y los colaterales para la iglesia del Hospital de Afuera.
La realización del retablo y la decoración de la Capilla fundada por Isabel de Oballe en la iglesia de San Vicente le fue confiada por el Ayuntamiento de Toledo a finales de 1607. A partir de los datos conocidos puede deducirse que el retablo y su lienzo de la Inmaculada Concepción estaban ya terminados, y puestos en su lugar, a finales de 1613. En cambio, no parece que La Visitación concebida para el techo, y que hoy se conserva en Washington, en la Dumbarton Oaks Reseach Library and Collection, estuviese nunca allí. Al parecer fue sustituida, antes de su colocación, por una lámpara de plata que la fundadora había dispuesto que se pusiera en la capilla diciendo “que en ella arda aceite para siempre jamás”.
En cuanto a las figuras de cuerpo entero de San Pedro y San Ildefonso que debían adornar las paredes laterales, a ambos lados del retablo, se quedaron en el taller hasta la muerte de Jorge Manuel, quien, debido seguramente a las desavenencias que se produjeron en 1615 al realizarse la tasación de la obra, entregó en su lugar dos copias hechas en el taller y que hoy se conservan en el Museo de Santa Cruz.
El último gran conjunto acometido por el Greco fue el de los retablos mayor y laterales de la capilla del Hospital de San Juan Bautista de Toledo, también llamado de Tavera por su fundador. En el contrato, suscrito el 16 de noviembre de 1608 con Pedro Salazar de Mendoza, administrador del Hospital, no se habla nada de pinturas. El Greco se obligaba únicamente a hacer “El retablo mayor y colaterales del dicho hospital en quanto a fabrica ensamblaje escultura dorado y estofado”, comprometiéndose a tenerlos entregados en el plazo de cinco años. Los cuadros que Salazar y el Greco habían previsto y en los que el artista había comenzado a trabajar sin llegar a concluirlos antes de morir son sólo conocidos a través de referencias indirectas.
No obstante, el programa original puede deducirse de los encargos que hizo posteriormente el Hospital a Gabriel de Ulloa y Félix Castello: el Bautismo de Cristo centraría el altar mayor, y en los laterales irían La Encarnación y una Visión del Apocalipsis (los dos lienzos grandes), sobremontados por otros dos cuadros más pequeños con La degollación de san Juan y La predicación de san Juan en el desierto. El Greco no llegaría a entregar ni los retablos ni los cuadros, y, tras su muerte, la obra dio lugar a un largo litigio que arruinaría los últimos años de su hijo Jorge Manuel.
Por lo demás, todo hace suponer que a partir de 1608 aproximadamente, la edad y los achaques le impidieron ya al artista mantener su anterior capacidad de trabajo. Sus facultades parecen haberse mantenido intactas hasta el final: los retratos de esos años y cuadros como la Inmaculada Concepción de la Capilla Oballe, el Laocoonte, la Vista y Plano de Toledo, la Adoración de los pastores que pintó para su propia tumba o retratos como el de Un canonista (Fort Worth, Texas, Kimbell Art Museum), o el de Fray Hortensio Félix Paravicino (Boston, Museum of Fine Arts) son claros testimonios de una gloriosa vejez.
Sin embargo, el gran número de obras dejadas sin terminar y la cada vez más patente intervención de Jorge Manuel en lienzos en los que en cierto modo se jugaba su prestigio, demuestran que era ya incapaz de un trabajo continuado. En cualquier caso, conservó hasta el final el orgullo de su propio valer y todo su poder de convicción. En 1611 recibió en su taller la visita de Francisco Pacheco, otro artista famoso con ínfulas de intelectual y con unos puntos de vista casi diametralmente opuestos a los suyos.
Entonces Pacheco se escandalizó al oírle decir que Miguel Ángel “era un buen hombre que no sabía pintar” y después se mostró, en su Arte de la Pintura, contrario a sus procedimientos técnicos, a su pintura de “manchas” y “borrones” heredera de la de Tiziano.
Pero, aun estando lejos de él en credo artístico, el sevillano “viendo algunas cosas de su mano tan relevadas y tan vivas [...] que igualan a las de los mayores hombres”, no excluyó al Greco “del número de los grandes pintores”. En su opinión, el cretense no sólo era un gran artista, un “gigante”, sino también un “gran filósofo de agudos dichos”.
Murió, con setenta y tres años de edad, el 7 de abril de 1614. Días antes, sintiéndose ya tocado por la muerte, había otorgado un poder (que en realidad equivalía a un testamento) para que Jorge Manuel testase en su nombre. En él dejaba a su hijo por heredero universal y nombraba como albaceas al propio Jorge Manuel, a Luis de Castilla y a fray Domingo Banegas, un dominico del Monasterio de San Pedro Mártir. Y, siguiendo las fórmulas habituales en los testamentos, aludió a la gravedad de su estado (corroborada por la temblorosa caligrafía de la firma) e hizo fervientes protestas de su fe católica y de su fidelidad a los mandatos de la Iglesia. Según se dice en el testamento que redactó su hijo casi dos años después, el 20 de enero de 1615, fue “metido en un ataúd y depositado en una bóveda de la iglesia del monasterio de Santo Domingo”. Esta bóveda, frontera a la capilla de los Gomaras, había sido cedida en 1612 a Jorge Manuel y su padre “para siempre jamás” a cambio de 32.600 reales que Jorge Manuel condonaría del precio de un monumento de Semana Santa que estaba haciendo para el Monasterio y del compromiso por parte del cretense de realizar a su costa el retablo y el cuadro para el altar situado sobre la sepultura.
En 1618, muerto ya Luis de Castilla (que como patrono del Monasterio lo hubiera evitado) las monjas de Santo Domingo el Antiguo obligaron a Jorge Manuel a renunciar a la sepultura que le habían concedido en 1612 “para siempre jamás”, y éste tuvo que llevarse los restos de su padre y los de su primera mujer, Alfonsa de los Morales, a un nuevo enterramiento familiar que construyó en la iglesia de San Torcuato.
Después, esta iglesia desaparecería y con ella los restos del Greco (José Álvarez Lopera, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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