Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "La Virgen de las Cuevas", de Zurbarán, en la sala X del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 6 de octubre, Memoria de San Bruno, presbítero, el cual, oriundo de Colonia, ciudad de Lotaringia, en la actual Alemania, enseñó ciencias eclesiásticas en la Galia, aunque después, deseando llevar vida solitaria, con algunos discípulos se instaló en el apartado valle de Cartuja, en los Alpes, donde dio origen a una Orden que conjuga la soledad de los eremitas con la vida común de los cenobitas. Llamado por el papa Urbano II a Roma, para que le ayudase en las necesidades de la Iglesia, pasó los últimos años de su vida como eremita en el cenobio de La Torre, en Calabria, en la actual Italia (1001) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "La Virgen de las Cuevas", de Zurbarán, en la sala X del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala X del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "La Virgen de las Cuevas", obra de Francisco de Zurbarán (1598-1664), siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco de la escuela sevillana, realizada hacia 1655, con unas medidas de 2'67 x 3'20 m., y procedente del Monasterio Cartujo de Santa María de las Cuevas, tras la Desamortización (1840).
La composición, de gran simetría, retoma un modelo derivado de las Vírgenes de la Misericordia medievales, devoción cartujana por excelencia. Aparece la Virgen de pie, en el centro de la composición, que acoge bajo un manto, extendido por dos pequeños ángeles, a unos frailes cartujanos que se arrodillan a ambos lados (seis de en cada grupo) en actitud devota.
A los pies de la Virgen, se disponen rosas y jazmines recreados con el detallismo propio de los bodegones de Zurbarán.
Este manto, divide la escena en dos realidades: la terrenal, en la zona inferior ya descrita, y la celestial, con predominio del dorado en la zona superior, en la que se recrea la aparición del Espíritu Santo en forma de Paloma y rodeado de querubines.
Destaca en esta obra, el excelente trabajo colorista del pintor, así como los matices rosas para la túnica y azules para el manto que contrastan con el blanco de las vestiduras de los cartujos y la oscuridad de la parte interior del manto.
La Virgen con el manto extendido, imagen simbólica de protección mariana, es un tema que tiene su origen en el medievo. El papel del manto protector procede de las ceremonias de adopción y matrimonio. Los cistercienses en el siglo XIII son los primeros que emplearon esta imagen. Un monje de la orden del Cister sumido en éxtasis, vio a la Virgen en el cielo amparando con predilección bajo los pliegues de su manto a los cistercienses. La leyenda era tan sugestiva que se extendió a la mayoría de las órdenes monásticas durante el siglo XIV, entre las que figuraban los Cartujos. Éstos, desde sus orígenes habían proclamado su inmensa devoción mariana que era uno de los pilares fundamentales de su religiosidad.
En este cuadro la Virgen bendice de forma especial, mediante la imposición de sus manos sobre la frente, a los dos primeros religiosos, que pueden identificarse con los más fervientes impulsores del culto mariano en la orden: Dom Dominique Hélion y Dom Jean de Rhodes.
Zurbarán retoma en esta composición el modelo de la Virgen de la Misericordia, con conocidos ejemplos en Sevilla, como la Virgen del Buen Aire, de Alejo Fernández o la cerámica de Cristóbal de Augusta firmada en 1577, hoy en el Patio del Aljibe de este Museo, en la que la Virgen del Rosario protege bajo su manto a unos dominicos. El pintor sigue de cerca el grabado de la vida de San Agustín, ilustrado por Shelte à Bolswert, aparecido en París en 1624, del que llega a copiar algunas figuras (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
El nacimiento de Francisco de Zurbarán tuvo lugar en 1598 en Fuente de Cantos, una pequeña población de la provincia de Badajoz. Desde muy joven vivió en Sevilla, donde hizo su aprendizaje con Pedro Díaz de Villanueva, pintor que actualmente es desconocido. Durante los años de juventud, transcurridos en Sevilla, debió de conocer a Velázquez puesto que prácticamente tenían la misma edad y ambos se estaban formando en el oficio de pintor. Cuando terminó su aprendizaje volvió a su tierra natal y allí comenzó su carrera como artista. Sin embargo pronto comenzó a recibir peticiones de pinturas desde Sevilla, lo que en 1626 le movió a instalarse en esta ciudad.
En pocos años Zurbarán se convirtió en el pintor preferido de las órdenes religiosas sevillanas, por ello realizó numerosas obras para dominicos, mercedarios, cartujos, franciscanos y jesuitas; igualmente fue solicitado por la burguesía y la aristocracia realizando para ellos composiciones religiosas, naturalezas muertas y retratos.
En 1634 su fama era muy elevada por lo que fue llamado a Madrid, quizá recomendado por Velázquez, para pintar al servicio del rey Felipe IV en el palacio del Buen Retiro. Cuando volvió a Sevilla, continuó su trayectoria triunfal, al estar considerado como el pintor más importante de la ciudad. Igualmente recibió encargos para pintar en poblaciones próximas y así fue solicitado por los cartujos de Jerez y los jerónimos de Guadalupe.
Sin embargo, a partir de 1645 coincidiendo con los comienzos de la actividad de Murillo en Sevilla, su estilo comenzó a quedarse anticuado y la clientela por ello se dirigió a otros pintores buscando un arte más dinámico y descriptivo. En 1658 Zurbarán abandonó Sevilla y se trasladó a vivir a Madrid, pensando que allí su fama le serviría para seguir obteniendo el favor de la clientela y quizá también con la esperanza de ser nombrado pintor del rey. Pero su momento de esplendor ya había pasado y murió en 1664 en Madrid sin haber conseguido sus objetivos.
No murió Zurbarán pobre y olvidado como algunas veces se ha indicado, puesto que en su testamento se señala que no tenía deudas que pagar. Se ha precisado también que el ambiente doméstico en el que falleció era modesto tal y como se deduce del inventario de sus bienes. La explicación radica en que Zurbarán tenía sus recursos económicos en Sevilla y su domicilio, situado en esta ciudad en el Callejón del Alcázar, no había sido trasladado a Madrid lo que justifica la escasez mobiliaria y la provisionalidad de su domicilio madrileño, circunstancia impuesta por la espera del nombramiento de pintor real que nunca llegó a obtener.
La pintura de Zurbarán en sus momentos de plenitud refleja perfectamente el espíritu calmado y sereno de la vida española en su época. Pintó formas sólidas y estables que traducen la quietud del cuerpo y del alma, captando con asombroso realismo los aspectos exteriores de los objetos y las texturas y brillos de las telas. Es Zurbarán el pintor del silencio y de la vida interior, aspectos que dan siempre a sus personajes una potente trascendencia espiritual.
Aunque existen datos documentales que fijan en 1655 la ejecución del conjunto pictórico que Zurbarán realizó para la sacristía de la Cartuja de Nuestra Señora de las Cuevas de Sevilla, no se ha querido dar verosimilitud a dichas referencias, por considerarse que las pinturas presentan una realización técnica y una concepción compositiva que al menos hay que situar veinte años antes en la producción del artista.
Este conjunto pictórico que pasó al Museo a raíz de la Desamortización está formado por la Virgen de los Cartujos, San Hugo en el refectorio y la Visita de San Bruno a Urbano II, siendo obras que aluden respectivamente al sentido de confianza de los cartujos en la Virgen María, a la mortificación basada en el ayuno y finalmente en el silencio. Son, por lo tanto, estas tres pinturas testimonio de las bases espirituales que rigen la vida de los cartujos. Estas obras están realizadas con composiciones rigurosamente simétricas, en las que los volúmenes se equilibran de forma solemne; en ellas los personajes son graves y estáticos, describiendo Zurbarán con impecable maestría los hábitos blancos de los cartujos y sobre todo en el cuadro del refectorio, admirables detalles de bodegón.
En La Virgen de los Cartujos se representa una iconografía de la Virgen de origen medieval en la que los frailes aparecen recibiendo la protección bajo su manto, arrodillados a ambos lados de su figura (Enrique Valdivieso González, Pintura en El Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de la Virgen de Misericordia;
La Virgen protectora
Por último, Bizancio ha creado antes que Occidente el tipo de la Virgen mediadora que intercede en la salvación de los hombres.
La Panagia siempre está representada en el grupo trinitario de la Deesis, que en griego significa la oración, la plegaria. Ella forma pareja con el Prodromo o Precursor (san Juan Bautista) e implora con éste al Cristo Juez.
El tema de la Protección mariana conoció tales favores en Rusia, que en la iconografía bizantina se lo designa generalmente con el vocablo griego Skepe, o Episkepsis, pero por su traducción rusa de Pokrov. Nació en Constantinopla, en la iglesia de los Blachernes que en su tesoro de reliquias contaba con el omoforion (maphorion) de la Virgen. Según una leyenda muy popular, la Panagia rodeada de ángeles y santos, desplegando su velo protector, se habría aparecido a san Andrés el Inocente en esta iglesia, durante las vísperas. Paladión de la ciudad, ese velo se veneraba como la protección más segura (skepe) de los cuerpos y las almas. En la liturgia griega y eslava resuena la ardiente invocación: «Protégenos, Oh Reina, con el omóforo de tu misericordia.»
Los iconos rusos presentan dos versiones del tema: el maforión protector que sostiene ya la Virgen por sí sola, ya dos ángeles que planean por encima de su cabeza. San Andrés está asociado con san Román el Melódico o el dulce cantor (Sladkopevets), simple sacristán de Santa Sofía de Constantinopla a quien la Virgen habría enseñado milagrosamente la letra y la melodía de un admirable cántico religioso (kondakion), que él cantó con voz suave desde lo alto del púlpito para dejar estupefactos a los clérigos que pretendían burlarse de su persona.
A esta Virgen con velo de Constantinopla corresponde, en el arte de Occidente, la Virgen de la Misericordia o Virgen del manto protector.
Un tema de intercesión específicamente bizantino que se asemeja al Pokrov es la ilustración del Himno acatista, himno litúrgico de veinticuatro estrofas que se recita de pie durante la cuaresma. Fue cantado por primera vez en 626, en acción de gracias por la milagrosa intervención de la Virgen, quien puso en fuga a los asaltantes de la ciudad en ocasión de una fallida tentativa de los persas y de los ávaros contra Constantinopla.
A pesar de la antigüedad de esta plegaria, la iconografía bizantina se inspiró en ella tardíamente. Sus versículos se ilustraron recién en el siglo XI en la miniatura, y en el XVI sólo en las pinturas murales del monasterio de Terapón en Rusia, en las del monte Athos y en Bucovina.
La Virgen de Misericordia
Ninguna devoción ha sido más popular a finales de la Edad Media que la de la Virgen de la Misericordia que despliega su manto protector bajo el cual se abrigan los suplicantes. Ella ha dado nacimiento a innumerables obras de arte.
En un estudio publicado en 1908, Paul Perdrizet ha sostenido que ese tema nació hacia 1230 de la visión de un monje cisterciense que relató Cesario de Heisterbach en su Dialogus miraculorum.
He aquí los términos en que Cesario de Heisterbach, un cisterciense de la diócesis de Colonia, relata esta visión: «Un monje cisterciense muy devoto de Nuestra Señora, se vio transportado en sueños al Paraíso. Allí vio a monjes cluniacenses y premonstratenses, pero a nadie de su orden. Inquieto, se volvió hacia Bienaventurada Madre de Dios: «¿Qué sucede, santísima Señora -dijo- que aquí no veo a ningún cisterciense ¿Estarán vuestros servidores excluidos de las beatitudes celestiales?» Al verlo turbado, la Reina del Cielo le respondió: «Amo tanto a mis cistercienses que los abrigo entre mis brazos». Se abrió el manto, que era de extraordinaria amplitud y le mostró una innumerable multitud de monjes y conversos''. Ebrio de alegría, el monje despertó y le dio gracias, luego refirió al abad lo que había visto y oído.»
¿De este relato puede llegarse a la conclusión, como lo hiciera Perdrizet, de que el tema de la Virgen de Misericordia es de origen cisterciense y que nació en el siglo XIII? Hay que desconfiar de la tendencia instintiva de los filólogos a hacer salir todos los motivos iconográficos de un texto. En todo caso, se debe comenzar por la crítica. Ahora bien, la visión referida por Cesario de Heisterbach es, si se reflexiona acerca de ello, un despropósito, puesto que los bienaventurados, una vez en el Paraíso, ya no tienen necesidad de la protección de la Virgen. Pero puede creerse que el monje cisterciense haya visto en alguna parte una imagen de la Virgen con el manto protector, y que la haya empleado con más celo que discernimiento para defender la gloria de su orden. Se trataría entonces, como suele suceder, de una imagen que habría engendrado una visión, y no de una visión que fuera generadora del tema iconográfico.
De hecho, como lo han demostrado tan bien las críticas de la tesis de Perdrizet, los orígenes de la Virgen de Misericordia son más antiguos. El motivo del manto protector procede de la antigüedad más remota. Es un simbolismo tan natural, que resulta común a todas las épocas, a todos los estados de civilización.
Se lo encuentra en los ritos de adopción y de matrimonio. Abrigar a un niño bajo el propio manto es adoptarlo. De acuerdo con una costumbre ancestral, todavía vigente entre los judíos, el novio envuelve con un velo a la joven con la que se casa en señal de protección. En la Edad Media, los acusados se refugiaban bajo los los faldones de un obispo o de un señor para buscar asilo.
Este símbolo no está reservado a la Virgen María. Dios Padre, Cristo, los arcángeles y los santos suelen representarse con manto protector.
La primera miniatura de las Antigüedades Judaicas de Flavio Josefo (Biblioteca Nacional, París) nos muestra a Dios Padre celebrando la boda de Adán y Eva, extendiendo detrás de ellos su gran manto cuyos extremos son sostenidos por dos ángeles.
En el tímpano de la catedral de Autun donde está representado el Juicio Final, las almas inquietas se acurrucan bajo los pliegues del palio del arcángel san Miguel. En cuanto a santa Úrsula, a partir del siglo XIII se la representó abrigando bajo los pliegues de su manto a las vírgenes que compartieron su martirio. Este símbolo se extiende incluso a las alegorías: en un manuscrito provenzal se ve a la Sabiduría extender su manto sobre las siete Virtudes cardinales y teologales. Y hay ejemplos hasta del siglo XVII: en un retablo de piedra procedente de Bremm, a orillas del Mosela (Museo Provincial de Bonn ), que está fechado en 1631, el apóstol Santiago abriga a los peregrinos bajo su manto.
Por otra parte, resulta fácil demostrar que contrariamente a lo que creía Perdrizet, el tipo de la Virgen con manto no era desconocido en el arte cristiano oriental. La adopción por el manto se practicaba en Bizancio igual que en la antigua Roma, y ya hemos señalado la devoción del velo entre los bizantinos: omophorion o maphorion de la Theotokos venerada en la iglesia de los Blachernes de Constantinopla. Un monje visionario, arrebatado en éxtasis, vio a la Virgen adelantarse desde el iconostrasio, separar el velo que llevaba sobre la cabeza y cubrir con él a todo el pueblo. Esta devoción pasó a Rusia a partir del siglo XII, con el nombre de Pokrov.
De todos estos hechos resulta que el tema de la Virgen con manto protector no ha sido creado por los cistercienses en el siglo XIII. Éstos, simplemente, se apropiaron de un símbolo universal muy antiguo y contribuyeron a popularizarlo en el arte religioso de Occidente.
Por otra parte, los cistercienses no eran lo únicos que reclamaban este privilegio. Otras órdenes monásticas les disputaron el derecho de prioridad. Los dominicos pretendían sobre todo que el fundador de la orden, santo Domingo, había sido favorecido a partir de 1218 por la misma visión. Los cistercienses objetaban que en esta fecha, la orden de los hermanos predicadores, que acababa de nacer, sólo contaba con dos monjes muertos y que en consecuencia la Virgen no podía abrigar bajo su manto a todo un enjambre de dominicos. Sin dejarse apabullar por ese argumento difícil de rebatir, los dominicos replicaron que la visión de su fundador debía ser considerada profética, una anticipación.
Enseguida otras órdenes plantearon las mismas pretensiones y reclamaron un lugar bajo el manto de la Virgen protectora. La visión del cisterciense y del dominico se repitió en todos los claustros. En el siglo XVI llegó el turno de los jesuitas. Éstos refirieron que la Virgen se había aparecido a un jesuita español, «como una Reina muy ricamente vestida, constelada de brillantes y con un vestido real muy ancho bajo cuyos faldones reunía a todos los hijos de la Compañía, para darles a entender que era la madre de todos ellos y que los abrigaba bajo las alas de su protección, como hace la gallina con sus polluelos».
Hasta entonces, los conventos de hombres habían sido los únicos en vindicar el monopolio de la protección de la Virgen. Pero las monjas debían sentirse celosas de ese privilegio que se arrogaban los monjes, naturalmente ¿Por qué la Virgen de Misericordia habría sido menos pródiga de sus favores con los conventos de mujeres? Las carmelitas reclamaron lo que se les debía. Fue así como en 1563, Santa Teresa vio aparecer en su celda a la Virgen vestida con un manto blanco con el cual cubría a todas las religiosas del Carmelo.
Estas piadosas rivalidades entre las diferentes órdenes monásticas, masculinas y femeninas, todas de parecido fervor en la conquista de un lugar privilegiado bajo el escudo de Nuestra Señora, explican la difusión del tema de la Virgen de Misericordia. Pero el tránsito de lo monástico a lo universal es mérito de las cofradías, asociaciones piadosas de laicos que a la manera de las órdenes religiosas se ponían bajo la advocación de la Virgen.
Las cofradías de penitentes se multiplicaron en todas partes, especialmente en Italia donde san Buenaventura fundó hacia 1270 la cofradía de los Recommandati Virgini (Encomendados a la Virgen); y en el sur de Francia (Niza, Condado Venaissin). La imagen de la Virgen de Misericordia siempre está presente en los estandartes procesionales (gonfaloni) y en los retablos de sus capillas. En el Museo de Cherburgo, un cuadro procedente de Siena, de la antigua colección Campana, representa a la Virgen abrigando bajo su manto a flagelantes (disciplinati) que visten túnicas con largas aberturas circulares sobre la espalda para que los latigazos puedan lacerar la piel desnuda. El Museo Masséna de Niza posee un gran retablo procedente de la capilla de los Penitentes Negros, cuyo centro está ocupado por la Virgen de Misericordia.
Un gran número de estas representaciones entra en la categoría de los exvotos dedicados por las ciudades o las cofradías en tiempos de peste. Se conocen las devastaciones provocadas por las epidemias a finales de la Edad Media, capaces de despoblar ciudades y provincias enteras. «Una tercera parte de la gente murió», escribió un cronista. Espantados por esta terrible mortandad, las poblaciones enloquecidas se volvían hacia los santos «antipestíferos»: san Sebastián, san Roque, y especialmente hacia la Virgen de Misericordia, cuya intercesión parecía aún más eficaz.
Así se explica la prodigiosa fortuna de un tema favorecido al mismo tiempo por los progresos del culto de la Virgen, las rivalidades de las órdenes monásticas, la acción de las cofradías de penitentes y el terror esparcido por las epidemias de peste.
Análisis iconográfico
Después de haber esclarecido la génesis de este tema iconográfico, ahora nos queda por analizar los elementos constitutivos y enumerar sus variantes.
Si examinamos las pinturas o las esculturas que representan a la Virgen, desde el punto de vista de su composición, podemos distinguir dos elementos: 1. La figura de la Virgen; 2. Los orantes acurrucados bajo su manto.
A) La Virgen protectora
A veces la Virgen aparece sentada, pero en la mayoría de los casos está de pie y siempre de frente, para no ocultar a los orantes que están apretujados al abrigo de su manto.
Ella es de una estatura gigantesca en relación a sus protegidos, que tienen talla de niños. Esa desproporción es una necesidad del tema y no tenía nada chocante para los artistas de la Edad Media, acostumbrados a expresar las jerarquías espirituales por las diferencias de escala entre los personajes. Por eso, en los tímpanos románicos del Juicio Final, Cristo y san Miguel juzgan y pesan un enjambre de almas enanas, y en los postigos de los retablos los donantes siempre están representados como enanos suplicantes protegidos por gigantes nimbados.
En ciertos casos, la Virgen está representada con el Niño Jesús sobre el brazo izquierdo e incluso, a causa de la influencia bizantina de la Panagia Platytera, con la imagen de éste inscrita en un tondo que lleva sobre el pecho. Pero la presencia del Niño concuerda mal con el tema de la Orante o de la Protectora, que necesita tener las manos libres para rezar o desplegar su manto. Es por ello que la Virgen de Misericordia casi siempre está representada sin el Hijo. A veces tiende los brazos para elevar por sí misma los faldones de su manto, en otras versiones une las manos en gesto de plegaria y entonces son los ángeles o los santos quienes le prestan el servicio de desplegar el manto protector.
Cuando se trata de un exvoto dedicado en tiempos de peste (Pestbild), el manto se convierte en un escudo sobre el cual se parten las flechas de la cólera divina. De hecho, la peste ha sido largo tiempo atribuida a las flechas lanzadas por un dios irritado que entre los griegos era Apolo, entre los judíos Yavé, y entre los cristianos Cristo. Allí está el origen de la devoción a san Sebastián, quien por haber conservado la vida después de ser acribillado por las flechas, parecía singularmente apropiado para proteger contra las flechas de la peste. En un fresco votivo de San Gimignano en Toscana, Benozzo Gozzoli muestra a los habitantes atemorizados refugiados bajo el manto de san Sebastián. Pero era generalmente la Virgen de la Misericordia la encargada de esta función, por ser más poderosa que la antigua Niobe que se esforzaba inútilmente en proteger a sus hijos contra los disparos de Apolo. Las flechas de la pestilencia arrojadas por Cristo irritado se aplastan o rebotan en el manto impenetrable de la Virgen.
El arte italiano del Quattrocento suministró, especialmente en Toscana y Umbría, numerosos ejemplos de este tema. En una pintura de Benedetto Bonfigli (1464) se ve a la Virgen planeando por encima de la ciudad de Perusa y protegiendo a la población urbana bajo su manto. Encima de ella aparece el torso de Cristo que tiene dos flechas en la mano izquierda y se dispone a lanzar otra; a cada lado de la Virgen protectora, cuatro santos interceden en favor del pueblo diezmado por la Muerte. Ésta aparece representada como un esqueleto con alas de murciélago. Una miniatura de Umbría que pertenece a la Biblioteca de Perusa (no señalada por Perdrizet) introduce a la Virgen de Misericordia en la escena del Juicio Final.
Otra variante todavía más curiosa de este tema es la que nos ofrece una pintura de la escuela de Aragón, del Palacio Episcopal de Teruel: las flechas de Cristo se disparan no sólo contra los protegidos de la Virgen sino también contra los siete Pecados mortales, que son la causa del castigo. Cada vicio se caracteriza por un gesto apropiado: la Lujuria entra en un prostíbulo, la Gula atrapa una bandeja, la Molicie se duerme, la Cólera se atraviesa con una espada. Por otra parte, la flecha vengadora los golpea en los puntos sensibles de sus cuerpos: la Envidia es herida en el ojo, el Orgullo en el pecho, la Cólera en el corazón, la Molicie en la pierna, la Gula en el vientre y la Lujuria en los genitales.
La misma concepción aparece en un retablo pintado por Louis Brea, artista primitivo de Niza en 1488, para el convento de los dominicos de Taggia, en Liguria. La Virgen protege a la humanidad que abriga bajo los pliegues de su manto contra la cólera divina excitada por tres pecados principales: el Orgullo, la Avaricia y la Lujuria. Esos pecados desencadenan las tres plagas: Peste, Guerra y Hambruna, simbolizadas por tres flechas blandidas por un ángel exterminador que planea encima de la Virgen .
B) Los orantes bajo el manto
Si ahora consideramos el segundo elemento del grupo, es decir a los refugiados que se acurrucan bajo el manto, nos vemos conducidos a distinguir diversas visiones claramente diferenciadas.
La protección de la Virgen de Misericordia puede extenderse, de hecho, a todos los hombres: es el tipo de la Mater omnium, que es sin duda la más antigua. Pero también puede estar reservada a una colectividad más o menos restringida: orden religiosa, cofradía, familia; y finalmente puede dedicarse a un solo individuo, un donante.
Examinemos cada una de esas variantes.
1. La Mater omnium
(La Madre de Todos.)
Cuando la Virgen protege bajo su manto, lo bastante amplio como para «todo el mundo», a la cristiandad entera, los sexos y las clases sociales podrían confundirse en batiborrillo. Pero la teología medieval cultivaba las clasificaciones y las jerarquías. Por ello, los sexos están generalmente separados, como lo están todavía hoy en las iglesias pueblerinas para oficios y entierros, los hombres a la derecha, las mujeres a la izquierda.
Con mayor frecuencia aún, la cristiandad está dividida en clérigos y laicos. Los religiosos se reservan el lugar de honor, naturalmente, a la derecha de la Virgen Todos los grados de la jerarquía espiritual y temporal están simbolizados por un personaje tipo, como en los Juicios finales y las Danzas macabras. Entre los clérigos, se reconoce al papa por la tiara, al cardenal por el capelo, al obispo por la mitra, al monje por la tonsura; del lado de los laicos, se escalonan el emperador, el rey, el señor, el burgués, el campesino.
2. La protectora de una colectividad
En lugar de ser la «Madre de todos», la Virgen de la Misericordia puede estar representada como la protectora especial de un grupo de fieles: orden religiosa, cofradía, corporación o familia.
Cistercienses, dominicos, premonstratenses, cartujos, cármenes y carmelitas se apretujan de buena gana bajo el manto virginal de donde son desalojados ya por los cófrades de la Misericordia, ya por una corporación de orfebres o farmacéuticos o bien por la familia de un patricio (fresco de Ghirlandaio en Florencia) o de un burgomaestre, como en el célebre cuadro de Holbein que se encuentra en el museo de Darmstadt.
3. La patrona de un donante
Finalmente, en la época renacentista, a consecuencia del progreso del individualismo, la protección de la Virgen de Misericordia a veces se restringió a un donante, la Mater Omnim se convirtió en Mater Unius.
Es el caso de la Madonna della Vittoria del Louvre, exvoto encargado a Mantegna en 1495 por el marqués de Gonzaga, que se jactaba de haber derrotado a Carlos VIII en Fornoue: el pretendido vencedor se hizo representar solo, arrodillado bajo el manto de la Virgen de Misericordia, transformada en Nuestra Señora de las Victorias.
Puede citarse un ejemplo más antiguo de este acaparamiento egoísta. La iglesia de Wilten en el Tirol, cerca de Innsbruck, posee un curioso exvoto del duque Federico «del bolsillo vacío» (mit der leeren Tasche), que había sido excomulgado en 1418 por el concilio de Constanza: el duque arrodillado se encomienda a la Virgen que extiende su manto protector sobre él para conjurar la amenaza de la flecha de la excomunión lanzada por Dios desde lo alto del cielo.
Los exvotos pintados por Mantegna y por Holbein para el duque de Mantua y el burgomaestre de Basilea señalan el apogeo, y al mismo tiempo el final, de este motivo que había gozado de una gran popularidad en las postrimerías de la Edad Media.
Los artistas del Renacimiento se alejaron de él a causa de su carácter arcaico. Hemos observado que la Virgen de Misericordia sólo puede representarse de frente, porque de otra manera su manto ocultaría a los fieles acurrucados en su sombra; y que su estatura es forzosamente desmesurada en relación a la de los orantes. Esta rígida frontalidad y desproporción inevitable no podían dejar de molestar a unos artistas formados en el culto de la anatomía y de la perspectiva. Ellos intentaron remediarlo por medio de artificios compositivos: la Virgen se representó descendiendo del cielo, como en la Inmaculada Concepción, planeando por encima de sus adoradores o elevada sobre un estrado de numerosos peldaños: tal es el partido que adoptó Fra Bartolomeo en su retablo de Lucca, en 1515. Pero esas enmiendas sólo sirvieron para salir del paso, y además, contribuyeron a poner de manifiesto la incompatibilidad radical entre el tema medieval de la Virgen de Misericordia y el ideal artístico del Renacimiento.
La Reforma no fue menos hostil a la supervivencia de este tema mariano. Esta "madre gallina protegiendo a sus polluelos» estimuló los sarcasmos de los hugonotes. Tan es así que el concilio de Trento, encargado de depurar la iconografía católica, creyó más prudente abandonar esta tradición que proporcionaba temas de irrisión y burla a los heréticos.
Así se explica la rápida desaparición del tema, que a principios del siglo XVI sucumbió a los ataques convergentes del Renacimiento y de la Reforma. En el s. XVII, el cuadro de Zurbarán en Sevilla no es más que una supervivencia (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Francisco de Zurbarán, autor de la obra reseñada;
Francisco de Zurbarán y Salazar (Fuente de Cantos, Badajoz, 7 de noviembre de 1598 – Madrid, 27 de agosto de 1664). Pintor.
De madre extremeña, Isabel Márquez, su padre, Luis de Zurbarán, de origen vasco, tenía una mercería y posición desahogada. No se sabe de dónde proviene su segundo apellido, Salazar. El 15 de enero de 1614, Zurbarán, entra en el obrador del “pintor de imaginería”, Pedro Díaz de Villanueva, por un periodo de tres años. Al terminar su aprendizaje regresa a Extremadura, concretamente a Llerena, donde se casa con María Páez en torno a 1617 y bautiza a su hija María, el 22 de febrero de 1618.
En este año, realiza para la fuente de la Plaza Mayor de Llerena un dibujo preparatorio por encargo del Ayuntamiento y pinta una imagen de la Virgen para la puerta de Villagarcía de esa localidad. A los pocos años, nacería su hijo Juan, concretamente en 1620, uno de los más interesantes bodegonistas del XVII, quien probablemente se formaría con su padre, y que moriría tempranamente en 1649 por la peste que asoló a la ciudad de Sevilla.
A pesar de residir en Llerena, sigue contratando trabajos para Fuente de Cantos, como es el dorado de las andas para la Hermandad de Madre de Dios de su pueblo natal. En 1623 nacería su hija, Isabel Paula, y al poco queda viudo, pues su esposa María Páez, es enterrada el 7 de septiembre de 1623 en la iglesia de Santiago de Llerena. De estos momentos no se conocen obras, tan solo encargos de piezas no localizadas como el contrato publicado por Garraín-Delenda de 1624 entre el artista y los Mercedarios de Azuaga para la ejecución de una escultura de un crucificado. Al poco tiempo, vuelve a casarse con una mujer viuda de edad avanzada y posición acomodada, Beatriz de Morales, y en 1625 se documenta su trabajo para el retablo de la iglesia de Montemolín, para el que pinta un lienzo.
El 17 de enero de 1626, siendo todavía vecino de Llerena, firma contrato con el prior del Convento Dominico de San Pablo de Sevilla para realizar en ocho meses veintiún cuadros sobre la vida de santo Domingo y padres y doctores de la Iglesia. El Museo de Bellas Artes de Sevilla conserva un San Ambrosio, San Jerónimo y San Gregorio y la actual iglesia de la Magdalena de la ciudad hispalense, guarda dos lienzos representando La curación milagrosa del Beato Reginaldo de Orleáns y Santo Domingo en Soriano, sin duda, obras de este conjunto. Lo sorprendente es que en estas primeras pinturas están ya presentes las características definitorias de su estilo: robustez en las figuras, volumetría escultural y un tratamiento de las telas rico y quebrado, además del gusto por los detalles de naturaleza muerta, tal y como se aprecia en la pequeña mesa del beato Reginaldo donde aparece una taza de peltre en un plato con una rosa y una fruta. Errores de perspectiva evidentes en la articulación de las figuras y, sobre todo, en el tipo de santas vestidas de ricas telas.
De este convento de San Pablo el Real de Sevilla también procede una obra magistral: El Crucificado del Chicago Art Institute fechado en 1627 y verdadero ejemplo de naturalismo y verismo. El éxito de esta pintura fue notable e incluso se le solicitó que se quedara en Sevilla, pero regresaría a Llerena, pues el 29 de agosto de 1628 recibe el encargo del comendador de la Orden de la Merced de la ejecución de veintidós escenas de la vida de San Pedro Nolasco destinados para el segundo claustro del Convento de la Merced Calzada de Sevilla. Para la ejecución de este conjunto quedaba claro que se trasladaba con los ayudantes y oficiales de su obrador desde Llerena, por lo que en fecha tan temprana estaba completamente establecido de una forma casi empresarial y concluiría la serie entre 1629 y 1630. De los lienzos del conjunto, los más sobresalientes son los conservados en el Museo del Prado: La visión de san Pedro Nolasco y Aparición de San Pedro a San Pedro Nolasco (1629) además del recientemente localizado por Odile Delenda, La Virgen entrega el hábito de mercedario a San Pedro Nolasco y conservado en colección particular. Al conjunto también pertenecen la Salida de San Pedro Nolasco para Barcelona (Museo Franz Mayer, México), La entrega de la Virgen del Puig a Jaime I (1630) (Museo de Cincinati, Estados Unidos) y La rendición de Sevilla (1634) (colección del Duque de Westminster). Dado que se trata de retratos de mercedarios, probablemente pertenecerían también a este conjunto, los que conserva la Academia de Bellas Artes de San Fernando. De estas obras destacan por su monumentalidad y magnetismo Fray Jerónimo Pérez, Fray Francisco Zumel y Fray Pedro Machado obras en las que se advierte nuevamente el tratamiento escultural de la figura y el contraste lumínico donde brillan los blancos.
Precisamente de esta serie hay que mencionar una obra que sobresale por su fuerza tremendista y su verismo: el San Serapio conservado en el Wadsworth Atheneum de Hartford, pintura procedente de la sala de Profundis del Convento de la Merced, firmada en 1628, que ha sido citada en varias ocasiones, de modo un tanto equivocado, para justificar el carácter tremendista y cruel de la pintura barroca española.
El éxito público alcanzado con esta serie debió valerle a Zurbarán el deseo de quedarse en la ciudad de Sevilla, dado el alto número de encargos que podía acometer. No en balde el cabildo, representado por uno de los caballeros Veinticuatro, Rodrigo Suárez, le pidió que se instalara en ella “por las buenas portes que se han conocido de su persona [...]”. Al poco tiempo, en 1629, se instala definitivamente con su familia, lo que sin duda despertó la animadversión del gremio de pintores, ya que nunca se examinó ante los maestros veedores del arte de la pintura. El duro esquema gremial imperante en la ciudad de Sevilla exigía al artista que pasara por el examen, encabezada la petición por Alonso Cano. Finalmente nunca se examinó y siguió contratando obras sin mayores problemas, evidenciándose la protección del Cabildo por el encargo de una Inmaculada para el Ayuntamiento. Ejemplo de estos contratos fue el que contrajo el 29 de septiembre de 1629 con la Trinidad Calzada. Al año siguiente, firma la Visión del Beato Alonso Rodríguez conservada en el museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Esta obra presenta ya la división de planos con la nebulosa intermedia, además de los fondos arquitectónicos realizados con una torpe perspectiva y la presencia de las criaturas angélicas, de rostro andrógino, y vestidas con amplias telas quebradas.
En el momento en que se llevan a cabo estos encargos, y desde 1627, Francisco de Herrera el Viejo había estado trabajando para la iglesia del Colegio de San Buenaventura para donde realizó cuatro lienzos con escenas de la vida de san Buenaventura. Por razones que se desconocen Herrera abandona el proyecto y el encargado de terminar las escenas es Zurbarán, quien ejecuta otras cuatro: San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino ante el crucifijo (firmado y fechado en 1629) (destruido en 1945 en el Museo Kaiser Friedrich de Berlín), San Buenaventura en oración (Gemäldegalerie, Dresde), San Buenaventura en el concilio de Lyon (Museo del Louvre) y Exposición del cuerpo de San Buenaventura (Museo del Louvre).
Estas obras pueden considerarse, por su calidad, de las mejores ejecutadas por Zurbarán hasta el momento y en ellas se advierte la maestría del artista cuando interviene solo en los encargos, mostrando las telas, la intensidad de los rostros y los detalles de naturaleza muerta de un modo portentoso.
A partir de este momento, comienza la etapa en la que Zurbarán da lo mejor de sí mismo y este ciclo comienza con la pintura colosal de la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino encargada en 1631 para el colegio mayor de los dominicos. En este lienzo ya se advierten los modos de trabajo del artista: la dependencia de las estampas nórdicas editadas por Philippe Galle sobre composición de Vredeman de Vries en su serie de pozos para los fondos arquitectónicos, así como la distribución de los personajes en un esquema ordenado que dependen de la tradición del último manierismo en la pintura sevillana, tomando como referente la Apoteosis de San Hermenegildo de Juan de Uceda y Alonso Vázquez.
Del año siguiente es la Inmaculada del Museo Nacional de Arte de Cataluña en la que Zurbarán sigue apegado a esa ordenación armónica, equilibrada y simétrica que apreciamos igualmente en estampas de Sadeler. De igual modo se observa que la precisión, el análisis y el ritmo equilibrado de las composiciones se aprecian en las naturalezas muertas. Ejemplo de éste último género es la conservada en la Norton Simon Fundation (Pasadena, Estados Unidos) firmada en 1632 y donde la serenidad que ofrece la disposición de los elementos así como el contraste lumínico y la calidad táctil de los limones y naranjas, hacen de este bodegón una de las piezas más singulares de este género en la España del siglo XVII.
1634 es un año trascendental en la vida del artista, la maestría que iba alcanzando con sus obras, le vale la invitación para trabajar en la Corte en la decoración del Salón de Reinos. El 12 de junio de ese año recibe ya 200 ducados a cuenta por el trabajo de pintar doce cuadros con Las Fuerzas de Hércules. Finalmente fueron diez las obras ejecutadas más dos lienzos dedicados al Socorro de Cádiz. De estas obras conservamos en el Museo del Prado los citados Trabajos de Hércules y la Defensa de Cádiz contra los Ingleses, ya que la otra pintura que escenificaba la batalla se perdió.
Son obras que acercan al artista a la pintura al aire libre, aunque hay algunas escenas tenebrosas, pero que adolecen de la falta de conocimientos de perspectiva y de anatomía en los Hércules, que dependen de estampas de Hans Sebald Beham.
La importancia de la estancia en la corte reside fundamentalmente en su conocimiento de la pintura italiana y flamenca, crucial para la evolución de su pintura y sobre todo para que su paleta se llene de luminosidad.
La pintura de la Defensa de Cádiz se integraba en el complejo conjunto de series de batallas destinadas al Salón de Reinos y tenían como objeto dignificar a los Austrias. En el conjunto participaron también Vicente Carducho, Eugenio Cajés, Juan Bautista Maino, Diego Velázquez, Antonio Pereda, Jusepe Leonardo y Félix Castello.
El cuadro de Zurbarán se concibe como un gran cartelón donde la maestría del pintor reside en el modo de solucionar los trajes y sobre todo la fuerza de los rostros. La composición no resulta coherente y el fondo no parece creíble.
De este momento, y vinculable con los trajes que aparecen en esta pintura, que selecciona del libro de Thibault de Ambers, Academia de la Espada, Zurbarán acomete el retrato de Alonso Verdugo de Albornoz probablemente en 1635 y conservado actualmente en el Museo de Berlín. Tras su paso por la Corte el primer documento nos lo sitúa en Llerena el 19 de agosto de 1636, comprometiéndose a realizar un retablo para la iglesia, lo curioso es que en el contrato se deja claro que habría de hacerse en Sevilla “por la comodidad de madera y oficiales” comprometiéndose Zurbarán “a poner su nombre”. Pero el regreso a Sevilla supone el establecimiento de un importante obrador que tendrá como objetivo el atender a la cuantiosa demanda de pinturas para el mercado americano. Se conoce, gracias a las investigaciones del profesor Palomero, un pleito que Zurbarán interpuso y en el que aparecen testificando oficiales, aprendices y ayudantes que eran los encargados de atender la demanda de este tipo de pinturas, generalmente series de apostolados, fundadores de órdenes, ángeles, santas vírgenes, césares romanos a caballo, patriarcas y sibilas. Series de pinturas en las que la mecánica de trabajo en el obrador se basaba fundamentalmente en el uso de estampas ajenas para solventar las composiciones, generalmente de una sola figura y de una calidad muy inferior a lo que se solía hacer para el mercado sevillano. De entre sus oficiales, sin duda el que destacó y consiguió independizarse como pintor fue Ignacio de Ries, quien a pesar de estar marcado por la huella del maestro, fraguó una personalidad diferente, con un catálogo de obra independizado de la del maestro y al que recientemente le dedicamos una monografía.
Generalmente estas pinturas eran enviadas a América sin que existiera un contrato de parte. El hecho de desconocer a la parte contratante hacía que las exigencias fueran menores pues además, en un envío podían mandarse hasta dos y tres docenas de pinturas. Las ferias de Portobelo eran los principales puntos de entrada de esta mercancía, desde donde se redistribuían al virreinato del Perú y al de la Nueva España.
Ejemplo de este tipo de trabajos para el mercado andaluz es el Apostolado y una Inmaculada que contrata el propio Zurbarán en 1637 para la iglesia parroquial de Marchena y que presenta una gran desigualdad de calidad en relación con otros trabajos que acomete el artista en solitario. Este mismo año firma un contrato para las Clarisas de la Encarnación de Arcos de la Frontera y en el finiquito publicado por Delenda el artista se declara “pintor de su majestad”.
Sin embargo, entre 1638 y 1639 Zurbarán va a acometer los dos conjuntos más relevantes de su vida: el de la Cartuja de Jerez y el del Monasterio de Guadalupe. Desgraciadamente el primer conjunto se dispersó por diferentes circunstancias, encontrándose hoy entre el Museo de Grenoble, el Metropolitan de Nueva York, Museo de Poznan en Polonia y el Museo de Cádiz. Se trataba de las pinturas del retablo mayor de la Cartuja de Nuestra Señora de la Defensión y del Sagrario que se situaba tras el retablo, verdadero santa santorum y adornado con una belleza sin igual, donde los jaspes y mármoles rivalizaban con la belleza de las tablas de los monjes cartujos entre los que destacaban: San Bruno, San Hugo de Grenoble, San Antelmo, San Airaldo, San Hugo de Lincoln, Cardenal Nicolás de Albergati y el Beato John Houghton, además de dos ángeles turiferarios.
La calidad a la que llega Zurbarán en este conjunto, sobre todo en las tablas del sagrario y en los lienzos del retablo: Anunciación, Adoración de los Reyes, Circuncisión (firmada y fechada en 1639), Adoración de los pastores (firmada y fechada en 1638, llamándose “Pintor del Rey”), Batalla del Sotillo y Apoteosis de San Bruno es realmente sobrecogedora. No sólo por el tratamiento de las telas, sino por el conocimiento de la pintura al aire libre y por la intensidad y el recogimiento que logra en algunas de sus escenas de los cartujos en meditación.
El conjunto destinado al Monasterio de Guadalupe se concentra en la Sacristía, donde los lienzos de Zurbarán se sitúan en un complejo conjunto iconográfico destinado a exaltar a la Orden Jerónima y a las virtudes de sus monjes, como estudió el profesor Palomero, además de la histórica relación del Monasterio de Guadalupe con la Monarquía. De los lienzos que se sitúan en la Sacristía destacan, entre los demás, por la belleza e intensidad del retratado: Fray Gonzalo de Illescas así como La misa del padre Cabañuelas donde encontramos una construcción de espacios arquitectónicos totalmente artificial y, como ya demostramos, dependientes directamente de las estampas de Philippe Galle sobre composición de Maarten van Heemsckerk. La obra que representa al Hermano Martín de Vizcaya repartiendo pan a los pobres es un prodigio de naturalismo al apreciar el modo totalmente realista y casi crujiente de lo panes de la cesta.
También para Guadalupe Zurbarán pintó entre otras obras las Tentaciones de San Jerónimo y La flagelación de San Jerónimo, sendas pinturas son prodigio de quietud y prudencia así como pretexto para una atención a las telas en las jóvenes que intentan hacer pecar a san Jerónimo, ciertamente deslumbrante y que contrastan con las movidas y dinámicas mujeres que plasma Valdés Leal en su representación para el Convento de San Jerónimo de Buenavista de Sevilla.
En 1641 su hijo Juan de Zurbarán se independiza y comienza a contratar pinturas en solitario, a los pocos años en 1644, su padre vuelve a contraer matrimonio con Leonor de Tordera, una joven viuda de veintiocho años. En estas fechas hay constancia documental de la ejecución del retablo de la Virgen de los Remedios en la iglesia mayor de Zafra, conservado in situ en la actualidad y ejecutado entre 1643 y 1644, destacando en él La Imposición de la casulla a San Ildefonso y un San Miguel Arcángel de gran belleza y refinamiento. A partir de estos años se documentan todavía envíos al Nuevo Mundo, lo que constata lo activo de su obrador y el contrato de 22 de mayo de 1647 con la abadesa del Convento de la Encarnación de la Ciudad de los Reyes (Lima) entre las que se le pedían veinticuatro vírgenes de cuerpo entero. Se puede decir que Zurbarán puso de moda a estas santas vírgenes que con paso lento hacen crujir sus telas y se hallan en pleno estado de éxtasis al asumir con resignación su martirio y convertirse en modelos de belleza persuasiva y devoción cristiana.
Estas santas mandadas a América no eran más que la corrupción y degeneración formal de otras mucho más refinadas y exquisitas en su ejecución, presuntos retratos a lo divino, de señoritas de su época y de las que destacan por su calidad la Santa Casilda del Museo del Prado, la Santa Margarita de la National Gallery de Londres o las Santa Catalina y Santa Eulalia del Museo de Bellas Artes de Bilbao. El Museo de Bellas Artes de Sevilla conserva un conjunto interesante de santas debidas al obrador del pintor, tal y como eran las que se mandaban al Nuevo Mundo y donde se advierte el seguimiento de los modelos del maestro, pero sin tanta calidad.
Es habitual encontrar santos aislados de una gran calidad de los que luego el propio artista repitió merced a su popularidad y a requerimiento de la clientela piadosa. El caso de San Francisco es de los más frecuentes. El ejemplar de la National Gallery de Londres o el del Museo Soumaya de México nos hablan de la calidad e intensidad a las que puede llegar el maestro en el tratamiento de las telas remendadas y raídas.
Por los años de 1655 se suelen situar los tres lienzos para la Cartuja de las Cuevas de Sevilla representando a la entrevista de San Bruno y el Papa Urbano II, San Hugo visitando el refectorio y La Virgen de los cartujos. Obras quizás pintadas en un estilo retardatario tal y como se aprecia en el tratamiento de telas e intensidad de los volúmenes más cortantes y rotundos. Sin embargo en este conjunto la deuda con las estampas sigue estando presente, por lo menos en San Hugo visitando el refectorio siguiendo una antigua estampa florentina para la novela de Gualteri e Griselda donde se plantea la composición tal cual y en la Virgen de los cartujos una estampa de Schelte a Bolswert de San Agustín protegiendo a la iglesia.
En fechas cercanas al verano de 1658 Zurbarán debió trasladarse a la Corte, dejando la ciudad de Sevilla. El posible ocaso del mercado americano y la necesidad de buscar otro tipo de clientes le hacen marchar a Madrid, dejando todavía probablemente activo su obrador sevillano, ya que es de suponer que sus ayudantes y oficiales seguirían con esta actividad que repetía los modelos y la “marca de la casa”.
Zurbarán, una vez instalado en Madrid, cambia por completo la temática de sus obras y reorienta su producción hacia la clientela privada con lienzos de pequeño formato, devocionales y mostrando una blandura y dulzura poco habitual en sus años anteriores y dando entrada a la luz y los aportes italianos sublimados en las formas de Guido Reni y con una sutileza en los colores notable. Obras como El descanso en la huida a Egipto de 1659 del Museo de Budapest o La Virgen con el Niño y San Juan de 1662 del Museo de Bellas Artes de Bilbao, dan buena prueba de su talento y del dominio del color, además de la seguridad de que son obras ejecutadas exclusivamente por él. También en este periodo final ejecutó varias versiones de la Inmaculada con una belleza en la matización de los azules y elegancia en la estilización de la figura notables, casos como la de la iglesia de San Gervasio y San Protasio de Langon de 1661 o la del Museo de Budapest.
En sus último años y para Alcalá de Henares realizó en torno a 1660 para el retablo mayor de la iglesia del Convento de las Magdalenas, perteneciente a las Agustinas dos obras representando en una a Santo Tomás de Villanueva dando limosna (actualmente en la colección de Várez Fisa) y a San Agustín en su celda (Madrid, San Francisco el Grande). Son obras que dejan entrever lo que ha asimilado en la corte y la blandura en la que ha desembocado su estilo.
El 26 de agosto de 1664, Zurbarán había hecho testamento pidiendo ser enterrado en el convento de agustinos descalzos de Madrid (lo que hoy es la Biblioteca Nacional), moriría un día después, dejando como herederas a sus dos hijas del primer matrimonio, María y Paula. De los bienes que aparecen en él destacan mercaderías, algunos muebles de cierta calidad, paisajes y lienzos preparados para pintar y bastantes estampas, elemento este último muy preciado a lo largo de su carrera merced al socorrido uso que encontró en ellas. Probablemente murió sin ver cumplido su deseo más secreto, ser nombrado alguna vez pintor del rey (Benito Navarrete Prieto, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Si quieres, por Amor al Arte, déjame por Amor al Arte, ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "La Virgen de las Cuevas", de Zurbarán, en la sala X, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.
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