Por Amor al Arte, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte la Ermita de Nuestra Señora del Monte, en Cazalla de la Sierra (Sevilla).
Hoy, sábado 23 de octubre, como todos los sábados, se celebra la Sabatina, oficio propio del sábado dedicado a la Santísima Virgen María, siendo una palabra que etimológicamente proviene del latín sabbàtum, es decir sábado.
Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la Ermita de Nuestra Señora del Monte, en Cazalla de la Sierra (Sevilla).
La Ermita de Nuestra Señora del Monte, se encuentra en las afueras de Cazalla de la Sierra (Sevilla).
Presenta una sola nave, precedida de un pórtico y capilla mayor con camarín. Aquélla se cubre con bóveda de cañón con arcos fajones y lunetos, y ésta con una media naranja sobre pechinas. La construcción data de la segunda mitad del siglo XVIII, aunque se acometieron reformas durante el siglo XIX.
El retablo presenta un solo cuerpo dividido en tres calles por medio de estípites y se decora con pinturas de la Vida de la Virgen, pudiendo fechar se el conjunto a mediados del siglo XVIII. Es obra que recuerda las realizaciones de Juan Cano Zamorano. La imagen de la titular, que ocupa el camarín central, es obra moderna de vestir.
En los muros de la nave aparecen una serie de lienzos del siglo XVIII que representan parte de un Apostolado y la Inmaculada.
Frente al pórtico que precede a la iglesia existe una fuente en la que se sitúa un retablito de azulejos sevillanos dedicado a la Virgen del Monte, fechado en 1756 (Alfredo J. Morales, María Jesús Sanz, Juan Miguel Serrera y Enrique Valdivieso. Guía artística de Sevilla y su provincia. Tomo II. Diputación Provincial y Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2004).
La actual ermita se levanta en el mismo solar que ocupó el templo primitivo, donde el pueblo de Cazalla rendía culto a la Virgen del Monte al menos desde mediados del siglo XVI. Aunque la intención inicial de la hermandad era restaurar la cabecera de la iglesia (la capilla mayor), el mal estado de conservación le llevaría a plantearse la ejecución de un nuevo edificio.
La construcción del actual santuario entre 1742 y 1753 significó una profunda renovación del patrimonio artístico de la hermandad, con la adquisición de nuevos retablos y otras piezas artísticas de interés. Se trataba de darle una suntuosa y digna morada a la patrona de Cazalla, en la que dentro de su nuevo camarín recibiese a sus fieles y devotos asomada a la hornacina de su retablo.
Cuando se acomete la ejecución de la nueva ermita, la arquitectura barroca vive días de esplendor de la mano de arquitectos como Diego Antonio Díaz y Pedro de Silva.
Aunque los maestros responsables de la construcción del santuario permanecen en el anonimato, se sabe que en 1725 Bartolomé Fernández era el responsable de las obras que se estaban acometiendo en la iglesia del convento de Madre de Dios, cerrando las bóvedas de la nave y la media naranja del presbiterio.
Dicha media naranja se trasdosa al exterior en forma poligonal de manera muy parecida a la que cubre la capilla mayor de la ermita del Monte, por lo que muy bien pudo intervenir el citado maestro en la construcción del santuario de la patrona, iniciada veinte años después que las mencionadas obras de la iglesia del convento.
Como obra de anónimos alarifes locales, en la ermita se va a dar una clara combinación de elementos de la arquitectura culta y de la popular de la época. En este sentido, el interior resulta de un gran clasicismo, con sus pilastras, cornisas y bóvedas, siguiendo las directrices de la arquitectura religiosa ‘oficial’ del momento, mientras que sus exteriores –de limpios volúmenes rutilantes de cal– comparten las características de la arquitectura popular andaluza.
A la hora de plantearse la construcción del nuevo templo debió tenerse presente el recuerdo de la ermita primitiva, la cual debió ser un modesto edificio mudéjar de una nave, precedido o rodeado de pórticos, y flanqueada por dependencias como la casa del santero y la hospedería.
El nuevo edificio se organiza en torno a una nave precedido de pórtico y flanqueado también por la casa del santero y la hospedería, aunque incorporando una novedosa e interesante construcción: el camarín, pequeño espacio situado detrás del presbiterio y que sirve para albergar la imagen de la titular.
En este esquema también se advierte la influencia de una importante obra de la arquitectura religiosa local: la iglesia del monasterio de la Cartuja, cuya construcción se acababa precisamente cuando se iniciaba la de la ermita. Ambos templos tienen en común el porche que antecede a su única nave y la dependencia que se habilita detrás de la capilla mayor, el camarín en el caso del santuario de la Virgen del Monte y la capilla sacramental en el caso del templo cartujo.
El imafronte o fachada principal de la ermita ofrece un tratamiento más solemne y elaborado en su diseño arquitectónico. Su alzado se organiza en dos cuerpos, correspondientes al porche de ingreso y al coro. El primer cuerpo se divide en tres calles por medio de fajas, ocupando la central un arco de medio punto y definiendo los laterales sendos recuadros ciegos.
El mismo esquema se repite en el segundo cuerpo, pero con la diferencia de estar ocupada la calle central por una hornacina semicircular cobijada por un recuadro, conteniendo un panel de azulejos con la efigie de la titular. Todo ello se remata con un óculo que proporciona iluminación natural al coro. Para rematar el conjunto aparece una cornisa que se quiebra y alza por encima del óculo, da paso a la espadaña, montada sobre un podio, al que se une por medio de dos volutas a modo de aletones, y compuesta por un arco de medio punto encuadrado por dos pilastras toscanas rematado por pequeño entablamento y frontón triangular sobre el que campea una cruz de forja acompañada por pirámides sobre bolas.
Marcando el tránsito hacia el interior del templo nos encontramos el pórtico, dividido en planta en tres tramos, uno central cubierto por una bóveda de aristas y dos laterales que lo hacen con bóveda de cañón con lunetos.
La nave de la ermita, de planta rectangular, se divide en tres tramos más capilla mayor o presbiterio, detrás del cual se levanta el camarín. El presbiterio, de planta cuadrada, se cubre por medio de bóveda semiesférica apeada sobre cornisa y pechinas, decorada en su intradós por medio de pinturas murales.
En el muro de la Epístola se abre una puerta que comunica con la sacristía, recinto compuesto por una nave también rectangular. Desde aquí, una escalera cubierta con bóveda rampante y decorados sus peldaños con azulejos de temas florales y geométricos -del siglo XVIII- conduce al camarín.
Arquitectónicamente, este camarín es una estancia de planta cuadrada, cubierto por bóveda semiesférica, dividido su intradós en seis cascos por medio de fajas, y apeada sobre pechinas, abriéndose en sus cuatro frentes la puerta que comunica con la sacristía, una ventana con balcón, la puerta del tesoro de la Virgen y una hornacina que comunica con la del retablo mayor.
La luz juega un importante papel en este camarín, pues al ser más intensa que en la nave del templo acentúa el misterio y la emoción de lo sagrado, favoreciendo un efecto de ‘aparición’ en torno a la imagen titular. De este modo, la Virgen del Monte –dentro de su templete de plata– aparece envuelta en las luces que descienden desde las ventanas abiertas en la parte superior de los muros de esta dependencia del templo, contrastando con la penumbra de la nave y con la nota de color que aporta el dorado del retablo y las pinturas de éste.
En el interior de la ermita destaca el retablo mayor, que responde perfectamente a las características de los de la escuela sevillana del siglo XVIII. Su estructura arquitectónica se articula en banco, un cuerpo dividido en tres calles y ático, habiéndose ejecutado en madera tallada, estofada y policromada y repartiéndose sobre su superficie diversas pinturas sobre tela.
No se posee ningún dato acerca de la autoría, pero sí sabemos con seguridad que fue ejecutado en Sevilla en torno a 1760. Las cuentas correspondientes al bienio 1763-1764 presentadas por el mayordomo, Nicolás de Espinosa, hablan de “pagar los retablos en Sevilla”. Es preciso recordar que en 1936 se perdieron los retablos de Santa Teresa y Santa Rita, de ahí el empleo del plural.
Pese a la ausencia de datos, este ejemplo de retablo-camarín se relaciona con la producción del ensamblador Juan Cano Zamorano –en concreto con el retablo mayor de San Felipe de Carmona y el del convento mercedario de El Viso del Alcor–, tesis que se apoya en el hecho de que el propio artista ejecutó en 1779 el desaparecido retablo de la Santa Cena para la parroquia de Cazalla.
Aparte de la escultura de la titular y de todas las angélicas repartidas por el retablo, en una hornacina abierta en el muro del Evangelio del presbiterio figura una escultura del carmelita San Juan de la Cruz colocada en los años 40, cuando en la ermita tenía lugar una tertulia poética promovida por José María Osuna. El místico abulense aparece ataviado con el hábito de la orden del Carmelo, llevando en la mano una cruz
En la decoración de la Virgen del Monte desempeñó un papel importante la pintura, tanto mural como en lienzo. La suntuosidad del retablo mayor, con sus sinuosas maderas doradas, sus esculturas y sus elegantes pinturas iba a encontrar su perfecto complemento en la decoración pictórica que se desplegó por sus bóvedas y muros y en los lienzos que se colgaron en ellos.
De las pinturas murales con que se recubrió la arquitectura del edificio sólo nos ha llegado una parte, concentrada en el presbiterio y en las dos hornacinas que se abren en el primer tramo de la nave. La del muro derecho o de la Epístola muestra rasgos reconocibles, al haber sido restauradas en la intervención de principios de los años noventa. El fondo de esta hornacina se organiza en torno a una cartela, en la que un ángel –con lanza y corazón llameante sobre su cabeza, una clara alusión a San Agustín- porta una mitra y un libro, apareciendo a sus pies y a su derecha un pequeño templo con cubierta a dos aguas y en cuya fachada se abre un arco de medio punto rematado por un frontón triangular en el que se abre un óculo y que se corona por una sencilla espadaña. Debajo figura la fecha ‘1753’, año en la que debió ejecutarse esta pintura y que da pistas sobre la terminación de las obras del templo.
En el muro izquierdo o del Evangelio se abre una hornacina análoga, aunque al hallarse su fondo encalado no se puede precisar la temática de la pintura mural que lo recubre.
La decoración pictórica de mayor calidad e interés se concentra en el arco que cobija el altar mayor y en la bóveda del presbiterio. Cuando se construyó la nueva ermita, el presbiterio fue decorado a base de los mismos elementos que se hallan presentes en el retablo mayor, dando la sensación de que este último tenía continuidad por las paredes que lo enmarcan, quedando todavía algunos restos de esta decoración barroca dieciochesca.
En 1884 se acomete la ejecución de nuevas pinturas murales, esta vez sobre el intradós de la media naranja que cubre la capilla mayor, las cuales se sobrepusieron a las antiguas de época barroca, que desaparecieron en su mayor parte.
Junto a esta decoración mural y las pinturas que integran el retablo, por la nave y la sacristía se reparten ocho óleos sobre lienzo, correspondiéndole la autoría mayoritariamente a la escuela sevillana del siglo XVII. A saber: San Pedro, San Felipe, San Juan Evangelista, Santo Tomás, Asunción de la Virgen, Santa Catalina de Siena, Ex voto sobre lienzo de la Virgen del Monte y Nuestra Señora del Monte.
Nuestra Señora del Monte
La primitiva efigie de Nuestra Señora del Monte, desaparecida en 1936 y conocida a través de fotografías antiguas, era una obra de gran interés artístico, de autor anónimo perteneciente a la escuela sevillana y que se puede fechar a principios del siglo XVI.
La Virgen, que medía un metro aproximadamente, aparecía de pie, llevando al Niño en su brazo izquierdo y el cetro en el derecho, lujosamente ataviada con saya y manto, y coronadas las sienes de Madre e Hijo con sendas coronas. Se sabe que esta antigua imagen era de bulto redondo, con sus vestiduras policromadas en azul con estrellas doradas, según indican testimonios orales, sobreponiéndose después las lujosas prendas que integran su ajuar.
Los rasgos finos y alargados del rostro de la Virgen, de cierta rigidez, denotan el eco de la escultura del gótico final, aunque el suave modelado de sus mejillas apunta ya a la delicadeza del Renacimiento. En época barroca debió ser restaurada, colocándosele cabellera postiza y posiblemente una nueva policromía, según se advierte en las fotografías conservadas.
Al desaparecer la primitiva efigie de la Virgen del Monte se planteó la necesidad de contar con una nueva escultura, que fue ejecutada previsiblemente por el hijo de Antonio Castillo Lastrucci en 1937 a encargo de Manuel Perea Villa. El Niño, sin embargo, es obra de Manuel Pineda Calderón (1938).
Nuestra Señora del Monte aparece de pie, vestida con saya –ajustada por cíngulo, que expresa la castidad de María– y manto, ciñendo sus sienes la corona como atributo de realeza y símbolo de victoria y de dominio. En su mano izquierda porta al Niño Jesús y en la diestra el cetro real, como Reina del Cielo y dispensadora de todas las gracias, y rosario. El Niño, también coronado, lleva en la mano izquierda la bola del mundo, creado y redimido por Él, mientras bendice con la diestra.
Estilísticamente, la escultura de la Virgen del Monte está llena de encanto, que emana de sus profundos ojos negros, de dulce mirada, y de la suave sonrisa que esbozan sus labios. El Niño Jesús muestra una expresión de honda alegría infantil, subrayada por la viveza y expresividad de su mirada y la finura de sus rasgos fisonómicos.
La cabeza, el busto, la mascarilla, el candelero y los brazos de la escultura están tallados en madera de pino de Flandes, mientras que las manos son de madera de pino. La Virgen fue remodelada en 1996 por el escultor sevillano Luis Álvarez Duarte (Web oficial de la Hermandad de la Virgen del Monte).
La actual ermita se levanta en el mismo solar que ocupó el templo primitivo, que debió ser un modesto edificio mudéjar de una nave, precedido o rodeado de pórticos, y flanqueada por dependencias como la casa del santero y la hospedería, donde el pueblo de Cazalla rendía culto a la Virgen del Monte al menos desde mediados del siglo XVI.
La construcción del actual santuario data de entre 1742 y 1753. La ermita muestra una clara combinación de elementos de la arquitectura culta y de la popular de la época. En este sentido, el interior resulta de un gran clasicismo con sus pilastras, cornisas y bóvedas, siguiendo las directrices de la arquitectura religiosa oficial del momento. Mientras tanto, sus exteriores, de limpios volúmenes rutilantes de cal, comparten las características de la arquitectura popular andaluza.
El nuevo edificio se organiza en torno a una nave precedido de pórtico y flanqueado también por la casa del santero y la hospedería, aunque incorporando una novedosa e interesante construcción: el camarín, pequeño espacio situado detrás del presbiterio y que sirve para albergar la imagen de la titular. En este esquema también se advierte la influencia del monasterio de la Cartuja, cuya construcción se acababa precisamente cuando se iniciaba la de la ermita.
La nave de la ermita, de planta rectangular, se divide en tres tramos más capilla mayor o presbiterio, detrás del cual se levanta el camarín. En el interior destaca el retablo mayor, fiel a las características de los de la escuela sevillana del siglo XVIII. Aparte de la escultura de la titular, en una hornacina abierta en el muro del Evangelio del presbiterio figura una escultura del carmelita San Juan de la Cruz colocada en los años 40, cuando en la ermita tenía lugar una tertulia poética promovida por José María Osuna.
En esta ermita se venera a la patrona de la localidad y se celebra durante el mes de agosto una importante romería y una misa, tras la cual, la imagen es transportada hasta el centro de la población acompañada por un amplio número de caballistas, carros y romeros a pie.
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de la Virgen con el Niño;
Tal como ocurre en el arte bizantino, que suministró a Occidente los prototipos, las representaciones de la Virgen con el Niño se reparten en dos series: las Vírgenes de Majestad y las Vírgenes de Ternura.
La Virgen de Majestad
Este tema iconográfico, que desde el siglo IV aparecía en la escena de la Adoración de los Magos, se caracteriza por la actitud rigurosamente frontal de la Virgen sentada sobre un trono, con el Niño Jesús sobre las rodillas; y por su expresión grave, solemne, casi hierática.
En el arte francés, los ejemplos más antiguos de Vírgenes de Majestad son las estatuas relicarios de Auvernia, que datan de los siglos X u XI. Antiguamente, en la catedral de Clermont había una Virgen de oro que se mencionaba con el nombre de Majesté de sainte Marie, acerca de la cual puede dar una idea la Majestad de sainte Foy, que se conserva en el tesoro de la abadía de Conques.
Este tipo deriva de un icono bizantino que el obispo de Clermont hizo emplear como modelo para la ejecución, en 946, de esta Virgen de oro macizo destinada a guardar las reliquias en su interior.
Las Vírgenes de Majestad esculpidas sobre los tímpanos de la portada Real de Chartres (hacia 1150), la portada Sainte Anne de Notre Dame de París (hacia 1170) y la nave norte de la catedral de Reims (hacia 1175) se parecen a aquellas estatuas relicarios de Auvernia, a causa de un origen común antes que por influencia directa. Casi todas están rematadas por un baldaquino que no es, como se ha creído, la imitación de un dosel procesional, sino el símbolo de la Jerusalén celeste en forma de iglesia de cúpula rodeada de torres.
Siempre bajo las mismas influencias bizantinas, la Virgen de Majestad aparece más tarde con el nombre de Maestà, en la pintura italiana del Trecento, transportada sobre un trono por ángeles.
Basta recordar la Madonna de Cimabue, la Maestà pintada por Duccio para el altar mayor de la catedral de Siena y el fresco de Simone Martini en el Palacio Comunal de Siena.
En la escultura francesa del siglo XII, los pies desnudos del Niño Jesús a quien la Virgen lleva en brazos, están sostenidos por dos pequeños ángeles arrodillados. La estatua de madera llamada La Diège (Dei genitrix), en la iglesia de Jouy en Jozas, es un ejemplo de este tipo.
El trono de Salomón
Una variante interesante de la Virgen de Majestad o Sedes Sapientiae, es la Virgen sentada sobre el trono con los leones de Salomón, rodeada de figuras alegóricas en forma de mujeres coronadas, que simbolizan sus virtudes en el momento de la Encarnación del Redentor.
Son la Soledad (Solitudo), porque el ángel Gabriel encontró a la Virgen sola en el oratorio, la Modestia (Verecundia), porque se espantó al oír la salutación angélica, la Prudencia (Prudentia), porque se preguntó como se realizaría esa promesa, la Virginidad (Virginitas), porque respondió: No conocí hombre alguno (Virum non cognosco), la Humildad (Humilitas), porque agregó: Soy la sierva del Señor (Ecce ancilla Domini) y finalmente la Obediencia (Obedientia), porque dijo: Que se haga según tu palabra (Secundum verbum tuum).
Pueden citarse algunos ejemplos de este tema en las miniaturas francesas del siglo XIII, que se encuentran en la Biblioteca Nacional de Francia. Pero sobre todo ha inspirado esculturas y pinturas monumentales en los países de lengua alemana.
La Virgen de Ternura
A la Virgen de Majestad, que dominó el arte del siglo XII, sucedió un tipo de Virgen más humana que no se contenta más con servir de trono al Niño divino y presentarlo a la adoración de los fieles, sino que es una verdadera madre relacionada con su hijo por todas las fibras de su carne, como si -contrariamente a lo que postula la doctrina de la Iglesia- lo hubiese concebido en la voluptuosidad y parido con dolor.
La expresión de ternura maternal comporta matices infinitamente más variados que la gravedad sacerdotal. Las actitudes son también más libres e imprevistas, naturalmente. Una Virgen de Majestad siempre está sentada en su trono; por el contrario, las Vírgenes de Ternura pueden estar indistintamente sentadas o de pie, acostadas o de rodillas. Por ello, no puede estudiárselas en conjunto y necesariamente deben introducir en su clasificación numerosas subdivisiones.
El tipo más común es la Virgen nodriza. Pero se la representa también sobre su lecho de parturienta o participando en los juegos del Niño.
El niño Jesús acariciando la barbilla de su madre
Entre las innumerables representaciones de la Virgen madre, las más frecuentes no son aquellas donde amamanta al Niño sino esas otras donde, a veces sola, a veces con santa Ana y san José, tiene al Niño en brazos, lo acaricia tiernamente, juega con él. Esas maternidades sonrientes, flores exquisitas del arte cristiano, son ciertamente, junto a las Maternidades dolorosas llamadas Vírgenes de Piedad, las imágenes que más han contribuido a acercar a la Santísima Virgen al corazón de los fieles.
A decir verdad, las Vírgenes pintadas o esculpidas de la Edad Media están menos sonrientes de lo que se cree: la expresión de María es generalmente grave e incluso preocupada, como si previera los dolores que le deparará el futuro, la espada que le atravesará el corazón. Sucede con frecuencia que ni siquiera mire al Niño que tiene en los brazos, y es raro que participe en sus juegos. Es el Niño quien acaricia el mentón y la mejilla de su madre, quien sonríe y le tiende los brazos, como si quisiera alegrarla, arrancarla de sus sombríos pensamientos.
Los frutos, los pájaros que sirven de juguetes y sonajeros al Niño Jesús tenían, al menos en su origen, un significado simbólico que explica esta expresión de inquieta gravedad. El pájaro es el símbolo del alma salvada; la manzana y el racimo de uvas, aluden al pecado de Adán redimido por la sangre del Redentor.
A veces, el Niño está representado durante el sueño que la Virgen vela. Ella impone silencio a su compañero de juego, el pequeño san Juan Bautista, llevando un dedo a la boca.
Ella le enseña a escribir, es la que se llama Virgen del tintero (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la historia de la Sabatina como culto mariano;
Semanalmente tenemos un culto sabatino mariano. Como dice el Directorio de Piedad Popular y Liturgia, en el nº 188: “Entre los días dedicados a la Virgen Santísima destaca el sábado, que tiene la categoría de memoria de santa María. Esta memoria se remonta a la época carolingia (siglo IX), pero no se conocen los motivos que llevaron a elegir el sábado como día de santa María. Posteriormente se dieron numerosas explicaciones que no acaban de satisfacer del todo a los estudiosos de la historia de la piedad”. En el ritmo semanal cristiano de la Iglesia primitiva, el domingo, día de la Resurrección del Señor, se constituye en su ápice como conmemoración del misterio pascual.
Pronto se añadió en el viernes el recuerdo de la muerte de Cristo en la cruz, que se consolida en día de ayuno junto al miércoles, día de la traición de Judas. Al sábado, al principio no se le quiso subrayar con ninguna práctica especial para alejarse del judaísmo, pero ya en el siglo III en las Iglesias de Alejandría y de Roma era un tercer día de ayuno en recuerdo del reposo de Cristo en el sepulcro, mientras que en Oriente cae en la órbita del domingo y se le considera media fiesta, así como se hace sufragio por los difuntos al hacerse memoria del descenso de Cristo al Limbo para librar las almas de los justos. En Occidente en la Alta Edad Media se empieza a dedicar el sábado a la Virgen. El benedictino anglosajón Alcuino de York (+804), consejero del Emperador Carlomagno y uno de los agentes principales de la reforma litúrgica carolingia, en el suplemento al sacramentario carolingio compiló siete misas votivas para los días de la semana sin conmemoración especial; el sábado, señaló la Santa María, que pasará también al Oficio. Al principio lo más significativo del Oficio mariano, desde Pascua a Adviento, era tres breves lecturas, como ocurría con la conmemoración de la Cruz el viernes, hasta que llegó a asumir la estructura del Oficio principal. Al principio, este Oficio podía sustituir al del día fuera de cuaresma y de fiestas, para luego en muchos casos pasar a ser añadido. En el X, en el monasterio suizo de Einsiedeln, encontramos ya un Oficio de Beata suplementario, con los textos eucológicos que Urbano II de Chantillon aprobó en el Concilio de Clermont (1095), para atraer sobre la I Cruzada la intercesión mariana.
De éste surgió el llamado Oficio Parvo, autónomo y completo, devoción mariana que se extendió no sólo entre el clero sino también entre los fieles, que ya se rezaba en tiempos de Berengario de Verdún (+962), y que se muestra como práctica extendida en el siglo XI. San Pedro Damián (+1072) fue un gran divulgador de esta devoción sabatina, mientras que Bernoldo de Constanza (+ca. 1100), poco después, señalaba esta misa votiva de la Virgen extendida por casi todas partes, y ya desde el siglo XIII es práctica general en los sábados no impedidos. Comienza a partir de aquí una tradición devocional incontestada y continua de dedicación a la Virgen del sábado, día en que María vivió probada en el crisol de la soledad ante el sepulcro, traspasada por la espada del dolor, el misterio de la fe.
El sábado se constituye en el día de la conmemoración de los dolores de la Madre como el viernes lo es del sacrificio de su Hijo. En la Iglesia Oriental es, sin embargo, el miércoles el día dedicado a la Virgen. San Pío V, en la reforma litúrgica postridentina avaló tanto el Oficio de Santa María en sábado, a combinar con el Oficio del día, como el Oficio Parvo, aunque los hizo potestativos. De aquí surgió el Común de Santa María, al que, para la eucaristía, ha venido a sumarse la Colección de misas de Santa María Virgen, publicada en 1989 bajo el pontificado de San Juan Pablo II Wojtyla (Ramón de la Campa Carmona, Las Fiestas de la Virgen en el año litúrgico católico, Regina Mater Misericordiae. Estudios Históricos, Artísticos y Antropológicos de Advocaciones Marianas. Córdoba, 2016).
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