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lunes, 20 de febrero de 2023

La ópera "El Barbero de Sevilla", ambientada en Sevilla, de Cesare Sterbini, y Gioacchino Rossini

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la ópera "El Barbero de Sevilla", ambientada en Sevilla, de Cesare Sterbini, y Gioacchino Rossini.
     Hoy, 20 de febrero, es el aniversario del estreno (20 de febrero de 1816) de la ópera "El Barbero de Sevilla", en el Teatro Argentina, de Roma (Italia), así que hoy es el mejor día para ExplicArte la ópera "El Barbero de Sevilla", ambientada en Sevilla, con libreto de Cesare Sterbini, y música de Gioacchino Rossini.
     Il barbiere di Siviglia (El barbero de Sevilla) es una ópera bufa en dos actos con música de Gioacchino Rossini (Pésaro, 1792–París, 1868) y libreto en italiano de Cesare Sterbini Romano, basado en la comedia teatral Le Barbier de Séville (1775) del francés Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais (1732-1799).
     La ópera de Rossini se tituló inicialmente Almaviva, ossia l'Inutile Precauzione (Almaviva o la Inútil Precaución) para evitar la coincidencia con la ópera Il Barbiere di Siviglia (San Petersburgo 1782) del compositor italiano Giovanni Paisiello (1741-1815).
     Se estrenó el 20 de febrero de 1816, en el Teatro Torre Argentina de Roma, bajo la dirección del propio compositor y el papel de Almaviva fue cantado por el famoso tenor sevillano Manuel García. La noche del estreno fue un rotundo fracaso, en parte debido a continuos abucheos de los partidarios de Paisiello. Pero la segunda representación, ya sin el autor, fue un triunfo y no tardó en recibir justicia y conocer un éxito arrollador, que motivó que jamás bajara del repertorio lírico universal.
     La obertura original resultó ser un fracaso y Rossini la tuvo que sustituir por la que ya había utilizado en sus óperas Aureliano en Palmira (1813) y Elisabetta, Regina d'Inghilterra (1815) y que es la que triunfalmente ha llegado hasta nuestros días.
     El Barbero de Rossini ha demostrado ser una de las grandes obras maestras de la comedia dentro de la música, y ha sido descrita como la ópera bufa de todas las óperas bufas. Siempre se recuerda que Beethoven le dijo a Rossini "no deje de componer muchos Barberos". Incluso después de doscientos años, su popularidad en la escena de la ópera moderna atestigua su grandeza.
     Il barbiere di Siviglia de Rossini fue la primera interpretación de una ópera completa en la Argentina, el 27 de septiembre de 1825 en el Teatro Coliseo (activo desde 1804, ex Casa de Comedias y posteriormente llamado Teatro Argentino).
Personajes
Conde de Almaviva — Noble español — tenor
Don Bartolo — Médico, tutor de Rosina — bajo
Rosina — Joven huérfana, pupila de Don Bartolo — mezzosoprano
Fígaro — Barbero — barítono
Don Basilio — Maestro de música — bajo
Berta — Camarera, sirvienta de Don Bartolo — soprano
Fiorello — Criado de Almaviva — bajo
Argumento
     La trama relata las peripecias de una pareja de enamorados integrada por el conde de Almaviva y la joven huérfana Rosina. Bartolo, preceptor de la muchacha, también la pretende pese a la diferencia de edad. Para evitarlo, la pareja se vale de la ayuda del barbero Fígaro, quien mediante enredos engaña a Bartolo y consigue unir en matrimonio a los enamorados.
     La acción se desarrolla en Sevilla, España, a finales del siglo XVIII.
ACTO I
Cuadro primero
     Una plaza, al amanecer. El conde de Almaviva ama a Rosina, pupila del viejo Don Bartolo, y en compañía de su sirviente Fiorello y un grupo de músicos le ofrece una infructuosa serenata (Ecco ridente in cielo - "Aquí, riendo en el cielo"). Desde algún lugar se escucha una exultante canción y aparece el barbero Figaro, el factotum de la ciudad (Largo al factotum della città - "Abrid paso al factótum de la ciudad"). Es amigo del conde y frecuenta la casa de Don Bartolo, y le promete a aquel su ayuda en la conquista de Rosina (All'idea di quel metallo - "A la idea de aquel metal"). El tutor sale de su casa y los dos se enteran de que planea casarse con la joven. Atento al consejo de Fígaro, Almaviva entona una serenata bajo el nombre de un tal Lindoro, pues es mejor que el título nobiliario no medie en la conquista. Rosina responde y el conde se pone feliz: entrará a la casa haciéndose pasar por un oficial borracho, con una falsa "nota de hospedaje".
Cuadro segundo
     Habitación en la casa de Don Bartolo. (Una voce poco fa - "Una vocecita hace poco") Rosina le quiere hacer llegar una carta a Lindoro y le pide ayuda a Fígaro. Entra el tutor e interrumpe la escena. A continuación llega Don Basilio, profesor de música de la joven, y anuncia la llegada a Sevilla del conde de Almaviva, quien está interesado en Rosina pero al que ella no conoce. Aconseja destruir al rival con calumnias que lo obliguen a abandonar la ciudad (La calunnia è un venticello - "La calumnia es un vientecillo"). Salen los dos y llega Rosina, que le entrega a Fígaro una carta para Lindoro (Dunque io son…tu non m'inganni? - "Entonces yo soy la que... ¿no me estás engañando?"). Llega Don Bartolo y ante ciertos indicios desconfía y reta a su pupila (A un dottor della mia sorte - "A un doctor como yo"). Aparece el conde disfrazado de oficial y haciéndose el borracho, se revela a su enamorada pero engaña al tutor. Sin embargo, Don Bartolo consigue que Rosina le entregue una carta que el conde le ha dado, pero ella la ha sustituido por una lista de la lavandería. Desata su ira contra Lindoro, al punto que la escena es interrumpida por la llegada de un oficial acompañado por sus guardias. Fígaro trata de apaciguar al viejo. El conde es arrestado y al mostrar sus falsas credenciales de oficial, los militares se cuadran ante él y queda en libertad. El acto termina en medio de la consternación general (Fredda ed immobile - "Fría e inconmovible").
ACTO II
Cuadro primero
     Sala de música en la casa de Don Bartolo. El viejo siente sospechas sobre el falso militar. Llega el conde, ahora disfrazado de profesor de música y diciendo ser Don Alonso, discípulo de Don Basilio, quien, enfermo, lo manda en reemplazo. Don Bartolo desconfía. Para disipar las dudas, el conde le entrega la carta de Rosina, fingiéndola dirigida al conde. Le aconseja al tutor que le diga a la muchacha que el conde se la dio a una de sus amantes a manera de burla. Don Bartolo se convence y hace llamar a su pupila. Mientras el viejo se adormece, los dos enamorados fingen la lección de música. Llega Fígaro para afeitar a Don Bartolo (Don Basilio! — Cosa veggo! - "¡Don Basilio! — ¿Qué veo?") y logra quitarle la llave del balcón de Rosina, por donde los amantes huirán a la noche. Entra Don Basilio y está por descubrir la verdad, pero gracias a una bolsa de monedas lo convencen de que se haga pasar por enfermo y se retire. Don Bartolo se da cuenta de la farsa y todos huyen. Él mismo montará guardia en la puerta de la casa. La criada Berta hace su comentario acerca de los sucesos.
Cuadro segundo
      Don Bartolo envía a Don Basilio a que busque un notario para celebrar la boda con Rosina. Le muestra la carta que le ha dado Lindoro, la convence de que este no la ama y que, en realidad, es un mediador entre ella y el conde. La joven se desilusiona y confiesa el plan de fuga. Don Bartolo va a buscar a los guardias. Estalla una tormenta y por la ventana entran Fígaro y Lindoro, quien le explica todo a Rosina y recupera su amor. Los enamorados están por huir pero la escalera preparada para la fuga ha desaparecido. Entra Don Basilio con el notario, al que Fígaro presenta a los jóvenes como el matrimonio que deberá consumarse. Gracias al regalo de un anillo y a la amenaza de una pistola, Don Basilio se convence una vez más. Llega Don Bartolo con los guardias y el juego llega a su fin: el tutor se desespera e inmediatamente se resigna, pues le regalan la dote de Rosina. Todo termina en el júbilo general (Fiorellaspadone).
     La genial ópera bufa de Gioacchino Rossini (1792- 1868), sobre libreto de Cesare Sterbini, fue estrenada en el teatro Argentina de Roma, el 20 de febrero de 1816, con el título de "Almaviva, ossia L'inutile precauzione". Este gran monu­mento del teatro musical fue compuesto en menos de quince días, a toda prisa, lo que no perjudicó en modo alguno a su magnífica unidad y su chispeante inspiración. Con razón dijo el mismo Rossini, al final de su vida, que "El barbero de Sevilla" sería su única obra entera con valor de permanencia en el repertorio. Pese a la recuperación de la producción rossiniana, la gran obra maestra conserva toda su fuerza.
     El cambio de título no evitó los ataques de los amigos de Paisiello, a los que se debió en gran parte el fracaso inicial, inmediatamente rectificado. Dentro de un ambiente lleno de alegría y de gracia, Rossini profundizó en la psicología de los personajes, bien dibujados por el libretista. La intención satírica de Beaumarchais se encuentra aquí muy suavizada. Fragmentos musicales a cargo de Fígaro, Rosina, don Basilio o don Bartola, han adquirido tal popularidad, que sobrepasan el ámbito musical para introducir sus palabras en el lenguaje coloquial. La obertura, que había sido ya utilizada en dos óperas anteriores, encierra temas que también han pasado al dominio común. "El barbero" necesita cantantes con verdadero virtuosismo vocal, pero no son difíciles la interpretación general ni la puesta en escena (Sevilla Equipo 28, La Ópera y Sevilla. Sevilla, 1991).
     Corre el año de 1864. Setenta y dos años tiene ya Rossini. Más de treinta desde que abandonara el tráfago de la farándula. A una edad en la que a la vejez tan sólo le queda el consuelo de los pecados de la nostalgia, el compositor vuelve a encontrarse con Sevilla. Un poema de Emilien Pacini trae a su memoria ya polvorienta los recuerdos de medio siglo atrás. Los amantes de Sevilla: sus versos suenan ya en la imaginación con la insistencia del ritmo de la tirana. Va a tomar pluma y papel pautado para poner música a esa pequeña escena de seducción, pero la memoria asalta su atención al momento. Seducción, Sevilla, amantes, tirana... Lejos de vuestra Sevilla... Así vivieron aquellos dos grandes amigos a quienes tanto debía: a uno el haberse hecho famoso en ambos lados del Atlántico; al otro, la tranquilidad y seguridad económica que le permitían desde hace más de treinta años gozar de una dorada jubilación.
     Lejos de vuestra Sevilla... Nápoles, 1815. La dura presión de Domenico Barbaja, empresario del Teatro San Carlo, sólo era compensada por los favores amorosos de una española. Degustando las mieles de la venganza, Rossini se atrae la atención de Isabel Colbrand, la bella madrileña cuya voz ya le extasiara siete años atrás en Bolonia. Amante de Barbaja y estrella absoluta de la escena lírica napolitana, Isabel acogía bajo su protección a un compatriota, a un tenor de grandes recursos pero aún no gran nombre, sevillano inquieto. Manuel García, nacido en Sevilla en 1775, había comenzado su carrera musical en Cádiz a los dieciséis años. Pronto se presentó  ante el público madrileño, de alguno de cuyos más conspicuos representantes se hizo pronto asiduo. Málaga y, de nuevo Madrid, aplauden sus composiciones y sus representaciones, pero al poco tiempo la provinciana vida musical de la capital se le queda pequeña. Claro que su poco ortodoxa vida familiar, con esposa y amante en la misma compañía lírica, con el escándalo público consiguiente, tampoco hacía agradable la permanencia en Madrid. El año 1807 le sorprende ya en París, y París se sorprenderá dos años después con la castiza y bizarra música del sevillano. El poeta calculista y, ante todo su polo «Yo que soy un contrabandista»  causaron furor en la capital francesa. Siempre ávido de novedades, el público parisino se sintió fascinado con el desgarro y el exotismo español de García, si bien éste, no satisfecho deseó perfeccionar su arte en Italia. Nápoles, capital del canto, era la meta; su música, la llave para traspasar su puerta dorada. Su ópera Il Califfo di Bagdad (1813) le traería, además del éxito, la amistad de la Colbrand. El afecto y la nostalgia cundieron entre ambos, alejados de la patria común. Al poco llegaría el momento decisivo en la vida del sevillano. Rossini arribaba a Nápoles y buscaba tenor capaz para su Elisabetta, Regina d'Inghilterra. La reina sería, por supuesto, Isabel, que poco necesitó para colocar a García en el elenco. La chispa saltó entre ambos, el cantante y el compositor; el carácter jovial, el gusto por la broma y, ante todo, el interés musical unirían ambos destinos. ¿Qué mejor intérprete para El barbero de Sevilla que un sevillano como García, capaz de aportar el color local a la música del pesarés?
     García fundamentaría su renombre internacional desde entonces y hasta el retiro, sobre el aplauso unánime de sus versiones rossinianas. Otello ideal, paseó por medio mundo la nueva música. La llevó por primera vez a Gran Bretaña, a México y a Estados Unidos. En Nueva York, y con una compañía cuyo núcleo se articulaba alrededor de la familia García (su hijo Manuel, su hija María y su esposa Joaquina), deleitaría los ocios de la ancianidad del olvidado Lorenzo Da Ponte, que pudo ver representado su Don Giovanni. Nuevo encuentro entre dos mundos de dos almas sevillanas, la del seductor Don Juan y la del inigualable García.
     Vuelta a París: decadencia vocal, dedicación a la enseñanza, enfermedad y muerte. Sobre su lápida del ce­menterio Pere Lachaise el sevillano hubiese querido que rezase la frase por la que era conocido en todo el mundo: «Yo que soy un contrabandista». Rossini siempre recordaría a García, como cantante, como fuente inagotable de aires españoles y, sobre todo, como amigo. También su maravillosa hija, María Ma­librán, murió tiempo atrás, trágicamente y en la flor de su arte y de su fama. Sólo las visitas esporádicas de los sábados por la tarde de su otra hija, Pauline Viardot, le traían el aroma de los azahares sevillanos y las fragancias de otros tiempos.
     Lejos de vuestra Sevilla... García había partido hacia el Nuevo Mundo, mientras que las relaciones sentimentales de Rossini con Isabel Colbrand se enfrían irremisiblemente. El aire fresco de las nostalgias de España parece desvanecerse en París cuando por la vida del compositor se entrecruza el destino de otro sevillano, de otro espíritu obligado a vivir por siempre lejos de su Sevilla. En la cumbre de su fama mundial y en el vórtice de la vida social parisina, Rossini conoce a Alejandro Aguado. Es el rey de los negocios y de las finanzas francesas, pero también un desprendido amigo y protector de artistas. El compositor precisa de alguien que guíe la sabia inversión de sus beneficios para conseguir la tran­quilidad económica necesaria para su ya meditado retiro. Aguado es la persona ideal. Más allá de la relación de negocios, el banquero ofrece su mansión y su casa de campo para que Rossini componga a su gusto. Muchas horas pasarían juntos, estimulando el músico los recuerdos sevillanos del hombre de mundo.
     Hijo de los Condes de Montelirio, había nacido Alejandro Aguado a orillas del Guadalquivir en 1785. Su familia lo destinó desde pronto a la vida militar. Alejandrito (que así es mencionado siempre en las cartas fa­miliares de esos años) se convierte en cadete a los quince años y en oficial a los diecisiete. La invasión napoleónica le hizo abrazar el partido del rey José Bonaparte y, en consecuencia, emprender la senda del exilio francés en 1814. Pocos meses tardará en levantar en París una próspera firma mercantil que será el germen de sus futuros negocios financieros. No puede, sin embargo, despren­derse de la memoria sevillana, alimentada por la correspondencia familiar. Para él, Rossini es, ante todo, el autor de El barbero de Sevilla y, como a tal, abre su corazón. Nunca disfrutaría el artista de tanta paz y alegría como en casa de Aguado: las aceitunas, el tabaco, los vinos y los cantes de doña Luz, cuñada del banquero, envolvieron en sedas sevillanas la imaginación de Rossini. Tanto, que doña Luz pudo afirmar que «Rosssini es más sevillano que italiano». No es de extrañar, entonces, que nuestro músico no dudase un momento en aceptar la invitación de Aguado para acompañarle a Madrid. El sevillano acaba de firmar un importante préstamo a la Hacienda española y Femando VII le premia con el extravagante título de Marqués de las Marismas del Guadalquivir. ¿Seria factible, pues, acercarse hasta Sevilla, ciudad añorada por uno, soñada por otro? Al final no fue posible y las breves semanas madrileñas se esfumaron entre fiestas, homenajes y agasajos al genio de los tiempos. Quizá y a la postre fuese mejor así. Posiblemente, como a Bécquer (sevilla­no enamorado durante meses de Julia Espín, sobrina de Isabel Colbrand), a Rossini le hubiese desencantado el contraste entre la ciudad intuida y la ciudad real.
     A pesar de su inicial rechazo, el compositor no pudo menos que aceptar el encargo de poner música a un Stabat Mater cuando Aguado insistió en favor de Fernández Varela. Finalmente, a la prodigalidad del enguadalquivirado (son sus propias palabras) marqués debe la posteridad esa obra maestra y testamento anticipado que es el Guillermo Tell, compuesto íntegramente en el dorado reposo de la casa de campo de Aguado.
     El 1841 dejó huérfano de sevillanía a Rossini. Aguado había muerto en Gijón, en su deseado y frustrado retorno a Sevilla. Nueve años antes había también abandonado este mundo Manuel García. Ambos terminaron sus días lejos de su Sevilla, la ciudad dejada atrás en la primera juventud e instaurada en la memoria para siempre. Con ellos se disipaba todo un mundo, una época en la que Rossini, obstinado a los tiempos, se instalaría sentimentalmente el resto de sus días. Nuevos genios nuevas modas, nuevos públicos, nuevos aires. Rossini ya era un clásico, un representante del pasado cuyas óperas asomaban la cabeza sólo de vez en cuando en los escenarios europeos. Sólo su Barbero seguía omnipresente. Incluso en la lejana Sevilla, rendida en tiempos a sus partituras, apenas si se recordaba ya algo más que la andanzas del factotum de la ciudad.
      Los nombres de Rossini y Sevilla han quedado imperecederamente asociados por medio de la ópera El barbero de Sevilla, hoy día una de las óperas más populares de todo el repertorio. Y ello a pesar de sus desastrosos comienzos, pues el estreno de esta ópera el 20 de febrero de 1816 en el Teatro Argentina de Roma fue uno de esos fracasos y escándalos históricos que siempre se recordarán. Aquella primera noche todo se desarrolló entre pitadas, silbidos, pataleos y gritos que apenas si dejaron oírse a la música, tal y como relató después en sus memorias la primera Rosina, Geltrude Righetti Giorgi. El problema no era aquella noche la música sino la animadversión programada de los seguidores de viejo maestro Giovanni Paisiello, que consideraban una ofensa el que un jovenzuelo que apenas si empezaba a ser conocido en el mundo se atreviese a componer una ópera sobre el mismo argumento que la obra maestra de Paisiello. Rossini era consciente del riesgo que corría por eso había publicado un prefacio a su ópera en la que solicitaba la venia del maestro, a la vez que justificaba la licitud artística de volver sobre el mismo argumento un cuarto de siglo después. No era, además, el primero que se atrevía a poner la mano sobre la pieza de Beaumar­chais después de Paisiello, pues encontramos diversas realizaciones de la mano de Elsperger (1783), Dezéde (1784), Schultz (1786), Paër (1794), Issouard (1796) y todavía dos meses después que el de Rossini se estrenaría en Dresde la ópera homónima de Morlacchi. Pero todas esas óperas se habían estrenado fuera de Italia y para muchos la nueva composición de Rossini era un desafío para el que de nada sirvió el cambiarle el título original por el de Almaviva, ossia L'inutile precauzione. Fue en realidad una inútil precaución, pero pasada la noche del estreno, y ya sin los reventadores partidarios de Paisiello, la ópera fue un éxito absoluto desde la segunda representación para sorpresa del propio Rossini. Éste no quiso asistir al teatro aquella noche y se quedó en su alojamiento. Cuando escuchó el rumor de una gritería que acercaba a sus ventanas creyó que venía a abuchearlo de nuevo, pero eran los enfervorecidos asistentes que traían en hombros a Manuel García y que pedían que el maestro se asomase para vitorearlo. Y no es de extrañar tal reacción porque, al margen de que una buena parte de su música proceda de óperas anteriores, El barbero de Sevilla es uno de los más excelsos monumentos al bel canto, a la voz como expresión máxima de la música y de su capacidad de provocar deleite y asombro a la vez. Hasta aquí la "historia oficial" que la tradición viene repitiendo a cerca del atropellado estreno de esta ópera. En su reciente revisión de la génesis de Il Barbiere di Siviglia, Saverio Lamacchia sostiene y documenta otra his­toria bien diferente. En aquellos años, una ópera como la de Paisiello, con más de treinta años de edad, era ya una antigualla, máxime en una ciudad como Roma, donde a la altura de 1816 aún no se había representado la versión de Paisiello de la comedia de Beaumarchais. Por lo tanto, no se sostiene la existencia de un "partido paisiellista" dispuesto a reventar el estreno de la versión de Rossini. Por otra parte, la advertencia publicada previamente por Rossini fue pensada más como un reclamo para el público que como una excusa, una manera de caldear el ambiente de los aficionados romanos y de atraerlos hacia el Teatro de la Torre Argentina. Lo que es indudable es que la noche del estreno se desarrolló entre pitadas y continuas interrupciones planificadas de antemano, pero para Lamacchia dicho complot estuvo organizado por la dirección del teatro rival, el Teatro Valle, deseoso de lanzar a la ruina a la empresa del duque Sforza Cesarini, responsable del Argentina.
     Y terminemos con una última cuestión que nos acerca aún más esta ópera a la ciudad que figura en su título: la intervención del sevillano Manuel García en la música de Il barbiere di Siviglia. Existen dos fuentes de primera mano y fiables que nos hablan de ello. Tanto en las memorias publicadas por Geltrude Righetti Giorgi, la primera Rosina, como en el testimonio aportado por Manuel Patricio García (que decía haberlo recogido de su propio padre) y recogido por G. Hequet en la revista L'Illustration. Journal Universel en 1854, se menciona que Rossini dejó en manos de García la composición de la serenata "Se il mio nome saper bramate" del primer acto, así como el bolero final de la ópera "Di sì felice innesto". Marco Beghelli ha analizado meticulosamente el manuscrito de esta ópera conservado en Bolonia y reconoce que, al menos en el acompañamiento de guitarra de la mencionada serenata se aprecia una mano diferente a la del resto de la obra. No da crédito a la autoría a cargo de García del número final, pero la verdad es que basta con enfrentar esta pieza con la polaca/bolero compuesta en 1805 por García para terminar su ópera unipersonal El poeta calculista ("En tan feliz instante") para apreciar la profunda semejanza entre ambas piezas. Pero Lamacchia va aún más allá en su hipótesis de la intervención decisiva de García en la génesis de Il barbiere. Analizando el libreto de Petrosellini (o de quien lo elaborase bajo su nombre, que ello está aún por determinar) para Paisiello se evidencia que se trata, más que de un verdadero libreto operístico, de una simple traducción al italiano de la comedia de Beaumarchais, lo que se nota en la ausencia de grandes números concertantes, imposibles en el teatro hablado. Así, por ejemplo, el primer acto termina en Paisiello con un simple duetto, pero las reglas de la ópera cómica exigían un gran número de conjunto en el que de forma acumulativa, se alcanzase un clímax final que dejase la acción en un momento de suspense. Lamacchia defiende con argumentos convincentes que tanto Sterbini como Rossini recurrieron para este finale primo al equivalente de la ópera Il califfo di Bagdad de Manuel García, estrenada en Nápoles en 1813 con enorme éxito. Tanto la estructura de la acción teatral, con la irrupción dramática de la fuerza pública y la precipitación de la acción consiguiente, como la disposición in crescendo del material musical, son enormemente similares en ambas óperas. No sería nada aventurado sostener que, ante la premura para completar la partitura para Roma, Rossini recurriese al amigo y buen compositor para algún que otro pasaje.
     Pero más allá de estos detalles queda una cuestión en el aire. La ópera de Rossini en realidad no se titula como hoy la conocemos, sino que se estrenó como Almaviva, ossia L'inutil precauzione. Es mucho más que una cuestión de evitar el título de la ópera de Paisiello. Por la correspondencia entre Rossini y el empresario del Teatro Argentina y por la contabilidad de este último Lamacchia descubre que Manuel García fue el artista, con mucha diferencia, mejor pagado de aquellas veladas, mucho más que el propio Rossini. Es decir, el tenor sevillano era la verdadera estrella de la producción y en torno a él y a sus increíbles dotes vocales giraba la ópera entera, que empezaba por una doble intervención al solo de su personaje Almaviva ("Ecco ridente in cielo" y la mencionada "Se il mio nome'') y que acababa con la impresionante demostración de pirotecnia vocal de la escena y rondó "Cessa di più resistere". Se trata de una pieza de enormes exigencias vocales que fue inme­diatamente desechada (aunque reaprovechada en otras composiciones, especialmente en el rondó final de La Cenerentola) por otros tenores, incapaces de enfrentarse a ella, pero que en la actualidad ha vuelto al lugar para el que fue creada, es decir, para culminar la apoteosis del tenor como personaje principal de la ópera tal y como la pensó Rossini junto al propio García (Ramón María Serrera, Andrés Moreno Mengíbar. Sevilla, ciudad de 150 Óperas. Ediciones Alymar. Madrid, 2012).
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