Hoy, 8 de agosto, Memoria de Santo Domingo, presbítero, que, siendo canónigo de Osma, se hizo humilde ministro de la predicación en los países agitados por la herejía albigense y vivió en voluntaria pobreza, hablando siempre con Dios o acerca de Dios. Deseoso de una nueva forma de propagar la fe, fundó la Orden de Predicadores, para renovar en la Iglesia la manera apostólica de vida, y mandó a sus hermanos que se entregaran al servicio del prójimo con la oración, el estudio y el ministerio de la Palabra. Su muerte tuvo lugar en Bolonia, en Italia, el día seis de agosto (1221) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "Santo Domingo de Guzmán", de Francisco Pacheco, en la sala III del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala III del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Santo Domingo de Guzmán", de Francisco Pacheco (1554 - 1644), realizado hacia 1605-1610, siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco, con unas medidas de 1,09 x 0,37 m., y procedente del Convento de las Monjas de la Pasión, de Sevilla, tras la Desamortización de 1869.
Esta pintura, como la de San Francisco de Asís, procede de los laterales del retablo de la nave del Evangelio de la iglesia de las Monjas de Pasión de Sevilla. Santo Domingo de Guzmán aparece representado sobre fondo neutro, con el hábito de dominico y la tonsura monacal. En la mano derecha porta un ramo de azucenas y en la izquierda el libro de la Regla cerrado que apoya en su cuerpo. (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
Francisco Pacheco nació en Sanlúcar de Barrameda en 1554 y realizó su aprendizaje en Sevilla con Luis Fernández, artista que actualmente es desconocido. Comenzó su actividad como pintor hacia 1585 dentro del ambiente religioso de la ciudad, vinculándose también a los círculos aristocráticos, lo que le permitió obtener importantes encargos y gozar de un alto prestigio. En 1611 realizó un viaje a Madrid sabiéndose que estuvo en El Escorial y Toledo. En este viaje conoció a otros artistas y estudió colecciones de pintura lo que elevó notablemente el nivel de sus conocimientos. A partir de 1615 Pacheco alcanzó su plenitud creativa siendo durante años el pintor más famoso de Sevilla; pero con el paso del tiempo pudo ver la aparición de una nueva generación de artistas que practicaban un arte más modero y desarrollado que el suyo. En 1624 viajó de nuevo a Madrid esta vez con la pretensión de que sus méritos fuesen recompensados con el título de pintor del rey, cargo que pensaba obtener con el apoyo de Velázquez, su yerno. Sin embargo sus ilusiones no fueron colmadas y Pacheco hubo de regresar a Sevilla sin tan deseado título. En la última parte de su vida sus pretensiones artísticas disminuyeron al tiempo que sus recursos técnicos y cuando murió en Sevilla en 1644 su arte había sido totalmente superado por artistas más jóvenes como Zurbarán y Herrera el Viejo, que practicaron una pintura realista y descriptiva muy lejana al arte frío y poco imaginativo de Pacheco, basado en un dibujo firme y en una expresividad esquemática y convencional.
La obra de Pacheco en el Museo es abundante y alcanza todas las épocas de su vida.
Del convento de la Pasión de Sevilla procede un conjunto de pinturas que estuvieron integradas en un retablo dedicado a San Juan Bautista que, en escultura, figuraba en la hornacina central. La pinturas son San Francisco y Santo Domingo que se encontraban en los laterales y un San Juan con San Mateo y un San Lucas con San Marcos que se disponía en el banco (Enrique Valdivieso González, La pintura en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de Santo Domingo, presbítero;
Fundador de la orden de los hermanos predicadores o dominicos. Nació en 1170 en Calahorra, La Rioja, de una familia oriunda de Osma, Castilla. Pasó la mayor parte de su vida en Francia e Italia. Después de haber predicado en Toulouse contra los herejes albigenses, en 1216 obtuvo del papa la autorización para fundar la orden de los Hermanos Predicadores. Murió en Bolonia en 1221, localidad que visitará para presidir el capítulo general de su orden.
Su leyenda, muy adornada, copia en parte a las de San Bernardo y San Francisco de Asís, a quienes habría conocido en Roma. A causa de un error intencionado se le concedió el honor de la Aparición de la Virgen del Rosario, cuando se sabe fehacientemente que la devoción del Rosario fue inventada y difundida a finales del siglo XV por el dominico bretón Alain (Alano) de la Roche.
Su nacimiento, al igual que el de Cristo, habría estado acompañado de presagios. Cuando su madre fuera a rezar ante las reliquias de Santo Domingo de Silos, éste le anunció que ella tendría un hijo, al cual, en reconocimiento, dio el nombre de pila Domingo. Además, la embarazada habría visto en sueños al hijo que debía nacer de ella con una estrella sobre la frente, y bajo el emblema de un perro blanco y negro que tenía en sus fauces una antorcha encendida, lo cual significaba que estaba llamado a defender la fe amenazada por la herejía, como un buen perro guardián. Esta leyenda parece que tiene como origen un juego de palabras con dominico, perro del Señor (domini canis) o Dominicus (Domini custos).
En Toulouse, donde había acudido para batallar contra los albigenses, defendió su causa mediante la ordalía del fuego, como San Francisco de Asís ante el sultán de Egipto. Dos libros se arrojan al fuego, uno herético, el otro ortodoxo: el primero se quema mientras que el segundo permanece intacto.
Dominicos y franciscanos atribuyen a los fundadores de sus órdenes, contradictoriamente, una visión del papa Inocencio III, quien, mientras dormía en su palacio vio en sueños la basílica de Letrán a punto de derrumbarse, pero un santo sostenía la fachada vacilante. Dicho santo, que aportaba al papa el refuerzo de su orden es, para los franciscanos, San Francisco de Asís, y para los dominicos, Santo Domingo de Guzmán.
A Santo Domingo se atribuían otros muchos milagros: salvó del naufragio a los peregrinos que atravesaban el Garona con rumbo a Santiago de Compostela, resucitó al joven Napoleón que había muerto al caer del caballo; derrotó al demonio que en forma de mono lo hostigaba mientras leía, y aun lo puso en penitencia haciéndole sostener la vela que le iluminaba, hasta que el diablo se quemó los dedos y el santo lo echó a latigazos; cuando una comunidad de su orden estaba falta de pan, los ángeles, en respuesta a sus ruegos, trajeron dos canastos llenos a la mesa del prior.
CULTO
Canonizado en 1234, diez años después de su muerte, Santo Domingo era particularmente venerado en Toulouse donde predicó contra los albigenses y en Bolonia, donde murió y donde se le edificó una magnífica tumba.
Sus patronazgos son escasos y nunca fue un santo popular, como San Martín o San Francisco de Asís. Pero las innumerables iglesias y monasterios de su orden difundieron su iconografía en toda la cristiandad.
Las principales fundaciones dominicas en Italia, además de la de Bolonia, eran la iglesia de la Minerva, los conventos de Santa Sabina y de San Sixto en Roma, la basílica de Santa María Novella y el convento de San Marco en Florencia, y la iglesia de los Santos Giovanni e Paolo en Venecia. Además, tenía iglesias puestas bajo su advocación en Pisa, Fiésole, Siena, Orvieto y Nápoles.
En Bolsena se lo invocaba contra el granizo.
ICONOGRAFÍA
Santo Domingo está vestido con el hábito bicolor de su orden: túnica blanca y manteo negro, colores simbólicos de la pureza y de la austeridad. Su ancha tonsura está rodeada por una corona de pelo. Casi siempre lleva una barba en collar, pero a veces se lo ha representado imberbe.
Tiene numerosos atributos. El libro, cerrado o abierto, que tiene en las manos, no bastaría para diferenciarlo. El tallo de lirio lo comparte con San Francisco de Asís y San Antonio de Padua: es el símbolo de su castidad, o más bien, alude a su veneración a la Virgen Inmaculada. Sus atributos realmente personales son la estrella roja y el perro manchado que su madre viera en sueños antes de su nacimiento, a los cuales, a finales de la Edad Media, se sumó el rosario.
La estrella brilla sobre su frente o encima de su cabeza.
A sus pies está sentado un perro blanco y negro que lleva una antorcha encendida en las fauces (portans ore faculam). Ese perro del Señor (Domini canis) es al mismo tiempo que el atributo individual de Santo Domingo, el emblema de todos los dominicos. "El predicador -dijo Daniel de París- es el perro del Señor encargado de ladrar contra los malhechores, es decir, los demonios que rondan en torno a las almas."
Santo Domingo recibió más tarde el rosario, que se considera obtuvo de manos de la Virgen. Uno de los ejemplos más antiguos de ese atributo usurpado es el cuadro de Cosimo Rosselli, que pertenece a la Colección Johnson de Filadelfia.
Según el modelo del Árbol de Jesé, los dominicos crearon su propio árbol genealógico. Del pecho del fundador de la orden salen ramas sobre las cuales se alinean los dominicos ilustres, en media figura (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Santo Domingo de Guzmán, presbítero;
Santo Domingo de Guzmán y Aza, (Caleruega, Burgos, 1170 – Bolonia (Italia), 6 de agosto de 1221). Fundador de la Orden de Predicadores o Dominicos (OP).
A pesar de ser uno de los personajes españoles de la Edad Media mejor estudiado y mimado por la literatura, la escultura y sobre todo por la pintura, santo Domingo sigue siendo poco conocido y menos aún popular. Se le recuerda más por frailes y monjas de su Orden (Tomás de Aquino, Alberto Magno, Catalina de Siena, Vicente Ferrer, Martín de Porres, Rosa de Lima, Juan Macías, Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria, Luis de Granada, cardenal Zeferino, Arintero, Getino y tantos otros) que por él mismo, o por la popular estrofa rosariana “viva María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”.
Este preclaro personaje fue hijo de Félix de Guzmán y de Juana de Aza y nació en la villa burgalesa de Caleruega, cerca de Silos, hacia el año 1170. Sus padres eran nobles y por su matrimonio se unieron los linajes Guzmán y Aza, bien conocidos a lo largo de la Edad Media, participantes en la Reconquista española y señores de Caleruega.
Los Guzmán-Aza se distinguieron por su acendrada fe, generosidad, valor, espíritu emprendedor y audaz, energía tenaz y un alto grado de servicio al Estado y a la Iglesia, características a las que Domingo juntaría la vocación de su vida y su obsesión “ganar almas para Cristo”.
El nacimiento de Domingo estuvo precedido de una visión que su madre Juana tuvo cuando estaba embarazada. Le pareció ver un cachorro con una tea encendida en la boca que iluminaba el mundo. Aquella luz, resplandor o especie de estrella que muchos testigos verían después en el rostro de Domingo y que atraía el respeto, la admiración y el amor de todos, era como la constatación de una vida singularmente santa vivida a imitación de los apóstoles y puesta enteramente al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Fue bautizado en la iglesia románica de San Sebastián, todavía en uso, en una pila bautismal que aún se conserva y en la que desde hace siglos son bautizados miembros de la Familia Real española. Le pusieron de nombre Domingo (hombre del Señor), nombre no raro en la comarca y en la misma Caleruega, en recuerdo y agradecimiento al santo abad Domingo, cuyo cuerpo se conservaba en la cercana abadía de Silos. A ésta había acudido Juana de Aza, embarazada de Domingo, y allí, como a otras abadías y monasterios cercanos, en los que florecía la santidad y la ciencia, habría llevado alguna vez al niño. Su infancia transcurrió en Caleruega al calor del hogar familiar, que era al mismo tiempo casa, iglesia y escuela, y al refugio del torreón de los Guzmanes, todavía en pie aunque bastante transformado. Desde su atalaya, como desde la cima de la peña de San Jorge, en la misma villa natal, es seguro que Domingo mirase y admirase más de una vez el amplio y lejano horizonte que se abría a sus ojos. Su madre, conocida en la Orden dominicana o de Predicadores como “la santa abuela” se ocupó de enseñarle las primeras letras, pero sobre todo las sencillas oraciones cristianas y de inculcarle la recia fe de cristianos viejos que ella y su familia vivían, una fe alimentada por la caridad, virtud que Domingo llegaría a vivir intensamente. Infancia normal, sin acontecimientos extraordinarios a excepción del que en una ocasión vivió con su madre y que conocemos por los primeros biógrafos del santo.
Doña Juana había dado el vino a los pobres, y cuando su marido, Félix de Guzmán regresó de improviso de una expedición militar y se enteró del hecho pidió a su mujer que le sirviera vino a él y sus hombres. Juana y Domingo rezaron a Dios en la bodega de la casa-palacio y el milagro se produjo; don Félix y sus soldados pudieron beber un excelente vino. El hecho se ha conservado en la memoria histórica y es importante recordarlo, porque probablemente esa fue la primera vez que Domingo, todavía niño, tuvo experiencia del valor y del poder de la oración, otra de las virtudes en las que llegaría a ser tan aventajado que sus biógrafos dicen de él que dedicaba noches enteras a la oración y que de día siempre hablaba con Dios o de Dios: “Cum Deo vel de Deo semper loquebatur”.
Hacia los siete años de edad y encauzada su vida a la clerecía, Domingo vivió con un tío suyo arcipreste de Gumiel de Hizán (Burgos) y con él aprendió la cultura básica para prepararse a dar el salto a la Escuela diocesana de Palencia, por entonces muy floreciente y antesala de lo que poco después sería el embrión de la primera universidad de España. Allí, hacia 1185-1186, se presentó el adolescente Domingo de Guzmán y en Palencia permanecerá hasta, más o menos, cumplir los veinticuatro años de edad dedicado a estudiar y a rezar. Estudió letras, dialéctica, teología, sagrada escritura, especialmente el Nuevo Testamento, del que llegará a aprender de memoria gran parte del evangelio de san Mateo y de las epístolas paulinas, que siempre llevaba consigo. En Palencia creció y se desarrolló ya su gran personalidad humana y espiritual, de la que han quedado rasgos indelebles y de exquisita calidad.
Domingo era reservado por naturaleza, meditabundo, estudioso, amante de la soledad, contemplativo. Pero esas cualidades no le hacen cerrarse al mundo y huir de él, sino todo lo contrario. Es un joven “adulto” abierto, alegre, permeable y caritativamente solidario con las desgracias y penurias de sus semejantes. Lo puso bien de manifiesto cuando Palencia sufrió una terrible hambruna de las que azotaban de cuando en cuando a España. En tal ocasión, Domingo llegó a vender hasta sus valiosos libros anotados de su propia mano, al tiempo que decía: “No puedo estudiar en pieles muertas [los pergaminos] mientras las vivas [las personas] se mueren de hambre”. Vivía el Evangelio de la caridad, la parte de él que mejor conocía: “Porque tuve hambre y me diste de comer” (Mateo 25, 35). Y todavía, años después, su caridad se convertirá en heroica, cuando en cierta ocasión estuvo dispuesto a cambiarse por uno al que en una incursión sarracena habían hecho esclavo. La levítica Palencia fue para él como un Nazaret y un desierto donde recibió mucho para después seguir dándolo a los demás.
Terminada su experiencia palentina, Domingo se trasladó a Osma (1196) para formar parte de su Capítulo catedralicio y hacerse canónigo regular. Allí conocerá al que después será su entrañable amigo y obispo Diego de Acebes (o Acebedo), por entonces prior del cabildo, y al obispo de la diócesis Martín de Bazán. En Osma, Domingo recibe el sagrado orden del sacerdocio envuelto en un gozo espiritual extraordinario.
Desde entonces, cuando celebre casi a diario la santa misa, será favorecido con “el don de lágrimas”. Comenzaba el segundo gran desierto de Domingo: silencio, contemplación, estudio aunque también la actividad ministerial. En Osma pasará los próximos años, hasta 1203, desempeñando los cargos de sacristán del cabildo, de subprior a pesar de ser muy joven y participando activamente en la reforma que se había iniciado dentro de la comunidad y cuyo objetivo era recuperar el ideal de vida de los apóstoles con una sola alma y un solo corazón (cfr. Hechos, 4, 32). Sin saberlo aún con exactitud, Domingo se preparaba en Osma para la que sería su futura y principal misión en medio de la Iglesia: predicar insistente e incansablemente, con la vida y la suave fuerza de la palabra, hasta la misma víspera de su muerte, a Jesucristo muerto y resucitado (cfr. 2 Timoteo, 4, 2).
La ocasión de ver de cerca cuánta era la mies y cuán pocos los operarios (cfr. Mateo 9, 37) se le iba a presentar bien pronto. Corría la primavera de 1203 y una circunstancia imprevista, pero sin duda providencial, obligó a Domingo a abandonar la tranquila y recoleta soledad del claustro osmense. Alfonso VIII de Castilla encargó al obispo Diego de Acebes una misión real con destino a Dinamarca y el obispo quiso que su amigo Domingo lo acompañara. Aquellos mundos de horizontes misteriosos e infinitos que hacía años vislumbró desde el torreón de Caleruega se abrían ya para Domingo como una realidad llena de atractivo y de un inmenso trabajo apostólico.
Concertada la boda real, objetivo del viaje, al final no pudo realizarse por haber muerto poco después la princesa elegida. Pero antes de regresar a España la comitiva regia, Domingo y su obispo Diego visitaron el corazón de la cristiandad. Los viajes realizados a través de Francia y de otras tierras hasta llegar a las del norte de Europa, habían lacerado los corazones y las almas de ambos apóstoles. Habían visto a millares de ovejas sin pastor (cfr. Mateo 9, 36) y peor aún, a muchas de ellas rodeadas y acorraladas por lobos feroces. Estremecidos ambos, decidieron que era urgente informar detalladamente al papa Inocencio III (1198-1216), quien ya sabía algo, e intentar poner remedio evangélico lo antes posible, pues en el sur de Francia lobos rapaces devoraban a la Iglesia. El corazón apostólico de Domingo se quedó prendido del Mediodía francés cuando vio con sus propios ojos hasta dónde hacía mella la herejía cátara.
Después de una larga y fatigosa caminata de regreso a España, Domingo descubrió que el dueño de la posada en la que se albergaron era hereje. Le faltó tiempo para iniciar una conversación que duró toda la noche, un diálogo agudo, razonado, claro, suavemente persuasivo, y al despuntar el alba el hospedero recuperó la fe y regresó al seno de la verdadera Iglesia. Era el primer triunfo de Domingo en tierra de herejes y contra la herejía, preludio de la cosecha que iría recogiendo no tardando mucho. Pero había que esperar, conocer la situación política, social y religiosa, que era una mezcla casi inseparable, comprender la magia de la herejía, la razón de su éxito en tantas personas y el porqué del fracaso hasta entonces de los evangelizadores. Los cátaros que poblaban el sur de Francia eran descendientes doctrinales del evangelismo del siglo XI, de los valdenses y de otras deformaciones doctrinales más antiguas. Estaban protegidos por nobles (Raimundo VI de Tolosa y otros), y atraían a masas de personas alejándolas de la Iglesia y volviéndolas contra ella. Sus obispos y diáconos, los llamados perfectos itinerantes (predicadores que formaban una capa superior) y sus comunidades edificantes se autollamaban y creían ser los auténticos herederos de los apóstoles y de la Iglesia primitiva. Con una liturgia muy simple y un modo de vida aparentemente pobre intentaban erróneamente revivir el ideal de las primeras comunidades cristianas atacando y queriendo suplantar a la Iglesia católica romana. Había mucha apariencia en sus vidas y sobre todo demasiado error en su doctrina como para que el teólogo y vir evangelicus que era Domingo de Guzmán no se percatase de la falsedad y los fallos de aquellos descarriados. En realidad, los cátaros (o albigenses, por estar muy presentes en la región de Albí) no comprendían el sentido cristiano del pecado que aborrecían, de la penitencia externa que hacían, de la castidad de que alardeaban, de la salvación a la que se creían predestinados. ¿Quién era realmente Cristo para ellos? ¿qué significaba la Cruz? ¿no rechazaban la materia, lo creado, el mundo, el matrimonio, por creerlo todo ello pecaminoso e imperfecto? Eran gnósticos dualistas y, por lo tanto, incapaces de comprender y de vivir lo esencial del Evangelio, del que sólo imitaban la apariencia. Domingo vio el error y se apenó del estrago espiritual y social que aquella ambigüedad doctrinal producía en masas enteras de gentes sencillas e ignorantes.
No regresaría a España dejando a aquella multitud a la deriva. Era cierto que algo se venía haciendo desde tiempo atrás, pero sin resultados positivos. Los buenos monjes cistercienses, legados pontificios, no habían dado con la clave del éxito; les faltaba la pedagogía adecuada para convertir a los herejes: mejor preparación doctrinal y un poco más de ejemplo, justo todo lo que tenían Diego y Domingo. En junio de 1206, en Montpellier, ambos misioneros se encontraron con tres de aquellos legados y les dieron la fórmula para vencer a los herejes. Era muy sencilla; se trataba de unir vida y doctrina, palabras y hechos, hacer sencillamente y con verdadera humildad lo que Cristo recomendó a los apóstoles. “No llevéis con vosotros oro, ni plata, ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón” (Mateo 10, 9-10). La suerte estaba echada.
Aquel encuentro fue decisivo. Domingo se convierte entonces y para siempre en predicador de la gracia, en vocero de Jesucristo, imitando en todo el modo de vida de los apóstoles. Las conversiones se multiplican y la noticia de la nueva predicación corre de ciudad en ciudad: Montpellier, Servian, Béziers, Carcasonne, Toulouse y otras se benefician de la presencia de los nuevos predicadores. Destaca Domingo, que ya ha protagonizado un hecho extraordinario. Un libro escrito por él conteniendo doctrina verdadera fue sometido al juicio del fuego y aunque fue arrojado tres veces a las llamas no se quemó. La gente va recuperando la fe y algunos herejes se convierten. La doctrina y el ejemplo de vida de Domingo y su grupo son incontestables.
En 1207, se instala en Prouille (Prulla), a los pies de Fanjeaux, que era uno de los focos principales del catarismo, para desde allí continuar la predicación de Jesucristo. El obispo Diego tiene que regresar a su diócesis y la muerte le sorprende en Osma el 30 de diciembre de ese año; otros compañeros se vuelven a sus abadías y Domingo queda prácticamente solo en medio de un nido infectado por la herejía y revuelto por los intereses políticos de los señores feudales de la región, que luchaban entre sí (Pedro de Aragón, Raimundo de Toulouse, Raimundo-Roger Trencavel). Para colmo de males el legado pontificio Pedro de Castelnau es asesinado en 1208 por un familiar del conde de Toulouse y el papa Inocencio III entró en acción estallando la cruzada de 1209, que puso en llamas a la región de Albí. Simont de Monfort será el encargado de pacificar los ánimos, aunque fuera a costa de sangre y fuego. En poco más de tres años, este cruzado, tan intrépido como ambicioso, puso orden en el caos del Mediodía francés muriendo muchos herejes en la hoguera. Aquel método de “pacificar” y de “convencer” a los herejes repugnaba y le era totalmente contrario a Domingo de Guzmán, cuya predicación y evangelización se veía frenada por el furor de las huestes cristianas de Simón de Monfort.
El método evangelizador de Domingo, como hizo con el hospedero, era el de la suave persuasión, el de la paciencia que todo lo alcanza con la gracia de Dios, el de la paz, el de convencer con razones y hechos a los extraviados para atraerlos a la fe verdadera y a la Iglesia única de Jesucristo. ¿Cómo se podía matar en nombre de Cristo y de su Iglesia? Pero a pesar de tantas contradicciones y peligros, él continuó en la brega.
En circunstancias tan adversas, Chesterton escribe que Domingo hubo de ponerse y seguir al frente de una formidable campaña para la conversión de los herejes, y que consiguiera hacer volver a lo antiguo a masas de personas tan alucinadas con sólo hablarles y predicarles supone un enorme triunfo digno de colosal trofeo.
Mientras mantuvo su centro de operaciones en Prulla (1207-1213) a Domingo se le unió un grupo de mujeres jóvenes, casi todas nobles, a quienes sus padres habían entregado a los cátaros para que las educasen, pero que ellas, de origen enteramente católico, habían conseguido escapar de la herejía. El grupo fue creciendo y Domingo, que demostrará tener un tacto especial en el trato y ministerio con las mujeres, como atestiguarán después las beatas dominicas Cecilia y Diana, se convirtió en el protector y alma de aquel grupo, embrión y corazón de lo que más tarde serían las monjas dominicas de clausura. Al propio Domingo se deben las fundaciones de los monasterios Prulla, Fanjeaux, Toulouse, Roma, Bolonia y Madrid.
A partir de la fundación de Prulla, y al menos en la oración, la alabanza, el sacrificio y el afecto, Domingo no estará ya nunca solo; sus hijas serán su ejército de retaguardia.
A las de Prulla les procuró rentas necesarias con las que vivir dignamente y sin preocupaciones y les escribió una Regla para que vivieran conforme a ella en caridad y comunión; algo parecido haría más tarde con las dominicas de Madrid.
Pero ¿quién le acompañaría y ayudaría en el duro y cotidiano bregar de la santa predicación itinerante? Domingo va gestando la idea de formar una familia religiosa dedicada al estudio para la evangelización y viviendo, como él, al estilo de los apóstoles. El obispo Fulco de Toulouse le confía la parroquia de Fanjeaux y poco a poco se le van uniendo algunos compañeros animados del mismo espíritu. ¿Por qué no formar con ellos la comunidad de Hermanos Predicadores, que tanto le rondaba en la cabeza y le latía en el corazón? Meditando y rezando en Toulouse (1215) Domingo perfila, renueva y refuerza su idea. No se trataba de una empresa provisional y localista, sino de una perdurable y universal; quería fundar una nueva y original Orden religiosa en la que el binomio monje-apóstol fuera inseparable. Pedro Seila, vecino distinguido y acomodado de Toulouse, visitó con otro compañero a Domingo y le dio unas casas para comenzar el proyecto. La fundación de los futuros dominicos se puso en marcha en la primavera de aquel año de gracia.
En junio, el obispo Fulco aprobó la nueva familia de predicadores diocesanos. Sus miembros, dirigidos por Domingo, vivirían en comunidad, pobreza, castidad y obediencia dedicados con ahínco a predicar a Jesucristo. No sólo predicarán contra la herejía y a los herejes, sino la totalidad de la doctrina y a todas las gentes participando así de la entera y misión pastoral del obispo. Pero la Predicación de Toulouse, como se llamó a la nueva fundación en sus primeros años, no satisface aún plenamente a Domingo. Acogido él y los suyos a la protección del obispo, la subsistencia de la comunidad estaba demasiado asegurada, mientras que el fundador prefiere la pobreza radical, vivir de la mendicidad. Por otro lado, ser predicadores y pastores sólo de una diócesis ¿no recortaba las miras universales de evangelización que Domingo llevaba dentro de sí? ¿no había herejes en otras partes? ¿y los paganos que vio en sus viajes camino de Escandinavia y los de otros mundos de los que había oído hablar? ¿y qué sería de tantas otras ovejas que aún estando dentro de la Iglesia parecían no tener pastores? Domingo estaba contento, pero no satisfecho. Su plan apostólico de evangelización debería llegar a toda la Iglesia y rebasar sus fronteras.
¿Cómo conseguirlo? En 1215, el Papa convocó el IV Concilio de Letrán y el obispo Fulco y Domingo se dirigieron a Roma; hablarían con Inocencio III para pedirle que confirmase lo ya hecho por el obispo Fulco y ampliase las competencias del grupo fundado por Domingo, que quiere ser y llamarse Orden de Predicadores. La predicación era precisamente por entonces uno de los problemas más acuciantes para el Papa y para la Iglesia, como recordará el canon 10 del mismo concilio.
Lo aprobado por Fulco fue ratificado por Inocencio y mandó a Domingo que eligiera una Regla de vida ya aprobada y que después de un tiempo prudencial volviera a verle.
Regresado a Francia y apoyado siempre por Fulco, Domingo establece comunidades de predicadores en Toulouse (iglesia de San Román), Pamiers y en Puylaurens, comenzando así la red de casas de la santa predicación, que pronto se extendería por toda la región de Albí. La Regla de vida que adoptaron fue la de san Agustín, añadiendo una serie de prescripciones o de régimen de vida que regulara la vida cotidiana de la comunidad (liturgia, ayunos, vestido, alimentación); se estaban poniendo las bases de la legislación dominicana, de la Orden de Predicadores que estaba a punto de ser aprobada por el Papa.
Domingo regresa a Roma cuando Inocencio III acababa de morir el 16 de julio de 1216. Pero no hay por qué alarmarse; el nuevo papa Honorio III (1216-1227), aconsejado por el amigo de Domingo el cardenal Hugolino, -futuro Gregorio IX (1227-1241)- se mostró tanto o más favorable a la idea que su antecesor.
Fue, pues, este Papa quien el 22 de diciembre de 1216 y el 21 de enero de 1217 confirmó la Orden de Domingo dándole a él y a sus frailes el título de Predicadores. La Rota del Papa, con su firma y la de dieciocho cardenales, fue llevada por Domingo a San Román de Toulouse, cuna de la Orden, en el invierno de 1217. Todos rebosaban de gozo. En el texto papal se recoge manifiesta y bellamente la idea y el ideal de Domingo. Se lee en la bula de aprobación: “Aquél que insistentemente fecunda la Iglesia con nuevos hijos, queriendo asemejar los tiempos actuales a los primitivos y propagar la fe católica, os inspiró el piadoso propósito de abrazar la pobreza y profesar la vida regular para consagraros a la predicación de la palabra de Dios, evangelizando a través del mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo”. (Constitución fundamental, I, 1). Lo que quería Domingo era seguir anunciando a Jesucristo, al estilo de un nuevo san Pablo, a todas las gentes, lenguas, razas y naciones (cf. Mateo 28, 29; Marcos 16, 15; Lucas 24, 47), en toda la Iglesia apoyado en la autoridad de su Pastor universal.
La Orden de Predicadores está fundada y aprobada; ahora hay que expandirla. Domingo se atreverá a dispersar ya a su minúsculo grupo de frailes. Y a los que asombrados y con cierto temor dudan de la oportunidad les dice con resolución: “No queráis contradecirme, yo sé bien lo que me hago”. El hecho se conoce en la Orden como “el Pentecostés dominicano”. A mediados de 1217, un puñado de frailes marcha a París, otro más pequeño a España, dos van a atender a las monjas de Prulla y otros dos o tres se quedan en Toulouse. Domingo, otra vez solo, ha tomado esta resolución porque sabe que el trigo sembrado fructifica, pero amontonado se corrompe. Le quedan pocos años de vida y quiere ver a su Orden implantada cuanto antes en los centros más importantes de la cristiandad, allí donde se estudia (París, Bolonia, Oxford, Salamanca) y bulle la vida, en los burgos; quiere ver a sus frailes enseñando en las cátedras y predicando en las iglesias. “Ve y predica” es el santo y seña que resuena constantemente en el corazón y alma de Domingo.
En 1218 parte para Roma y obtiene bulas papales que le irán abriendo a él y a sus frailes las puertas de las diócesis para poder predicar y fundar conventos. Recluta vocaciones (Reginaldo de Orleans) y abre convento en Bolonia; después pasa por Prulla y luego, siempre a pie, mendigando el pan y predicando por donde pasaba, se encamina hacia España, la querida tierra natal que no veía desde hacía trece años. ¿Dónde estuvo y por dónde pasó? Los conventos más primitivos de España quieren ser todos fundación del propio Domingo; los de Segovia, Salamanca, Brihuega, Vitoria y otros quieren hundir sus cimientos en la visita del fundador. En diciembre llega a la futura capital de España y tiene la dicha de ver que fray Pedro de Madrid ha trabajado bien. Se abre un monasterio de monjas, que servirá, además, de punto de apoyo de la labor de los frailes; era como una copia de Prulla. En Madrid queda su hermano Manés, y Domingo deja a las monjas una bella carta, uno de los poquísimos escritos y a la vez reliquia que de él se conservan. La Navidad la pasa en Segovia y en una cueva a las afueras de la ciudad vive experiencias espirituales de alta mística. Desde entonces el lugar se denomina “la santa cueva”. Se duda si pasó por Caleruega y se detuvo en el Burgo de Osma, lugares tan queridos y llenos de recuerdos para él. Pero lo que vino a hacer a España lo hizo: implantar su Orden en su propia tierra.
En marzo de 1219 está ya en Toulouse y antes de terminarse la primavera se encuentra en París. Rebosó de gozo al encontrar a treinta frailes jóvenes viviendo en el convento de Santiago bajo la paterna autoridad de fray Mateo de Francia, uno de los primeros compañeros del fundador. Los comienzos habían sido muy difíciles, pero París bien valía algún sacrificio. Antes de abandonar la ciudad del Sena envía frailes a Orleans, Limoges y Poitiers y atrae a la Orden a Jordán de Sajonia, su primer biógrafo y sucesor al frente de la Orden. Su recibimiento en Bolonia, en agosto de 1219, fue de profunda veneración. La comunidad, regida por fray Reginaldo de Orleans es numerosa, viva, estudiosa, fraterna, viviendo alrededor de la iglesia de San Nicolás. Reginaldo, antiguo profesor en París, predicaba como un nuevo Elías y atraía a muchos estudiantes al convento. ¿Qué más podía pedir Domingo? Rebosa de gozo pensando en las grandes empresas evangelizadoras que podrán realizar aquellos futuros atletas de la fe. A unos los envía al norte de Italia, donde también había herejía y él mismo irá pronto; a otros los manda a fundar conventos a Hungría (para evangelizar a los cumanos, deseo ardiente de Domingo), Escandinavia, Alemania.
Permanece en Bolonia un tiempo, ultimando la formación espiritual de la comunidad y preparando los pasos sucesivos que había que dar, y después baja a Viterbo, donde se encontraba el Papa. Honorio III le encarga que organice la vida religiosa de ciertos grupos de monjas en Roma (de donde nacerá el monasterio de San Sixto, evocador de recuerdos del santo) y la organización de una campaña evangelizadora en Lombardía. El Papa dona a Domingo la magnífica basílica de Santa Sabina, actual curia general de la Orden y donde se conserva y venera la celda del santo fundador.
El día de Pentecostés de 1220, que ese año cayó a 17 de mayo, preside el primer Capítulo General de la Orden, en el convento de Bolonia. Acudieron frailes de España, Provenza, Francia, Lombardía, Hungría, Roma. Domingo quiere renunciar a dirigir la Orden, pero los frailes no lo permiten. Con los capitulares, Domingo –que reunidos son la máxima autoridad de la Orden– el fundador quiere regularizar lo ya hecho y fundamentar y legislar el futuro de la Orden de Predicadores: hacer unas Constituciones por las que los frailes y los conventos se rijan, unas leyes sencillas y animadas por una inspiración común y básica: el espíritu del Evangelio a imitación de los apóstoles.
Ésta era la norma fundamental, lo demás se iría adaptando según las circunstancias y las necesidades de la misión. El segundo y último Capítulo General al que asistió Domingo se celebró en 1221, también en Bolonia y por Pentecostés, y en él se completó la legislación anterior y se crearon varias Provincias de la Orden, entre otras la de España.
Domingo siente debilitado su cuerpo, al que ha sometido a disciplinas y rigores durísimos, y siente que se muere. Pero ha creado y cimentado sólidamente su obra. Deja a la Iglesia una familia religiosa apostólica e intelectual presente y activa en las ciudades más importantes de Europa y a punto de traspasar sus fronteras, dirigida por un Maestro general, cabeza de la Orden, y perfectamente articulada por una legislación flexible y dinámica. Domingo de Guzmán, cargado de méritos y de santidad, hacedor de milagros, varón evangélico, murió rodeado del cariño y de las lágrimas de sus hijos, en Bolonia, a 6 de agosto de 1221, fiesta de la Transfiguración del Señor. Fue canonizado por Gregorio IX el 3 de julio de 1234 y sus restos descansan y se veneran en un magnífico sepulcro en la basílica dominicana de San Domenico, en Bolonia. Su fiesta se celebra el 8 de agosto (José Barrado Barquilla, OP, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la biografía de Francisco Pacheco, autor de la obra reseñada;
Francisco Pérez del Río, Francisco Pacheco (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1564 – Sevilla, 1644). Pintor.
Fueron sus padres Juan Pérez y Leonor del Río, advirtiéndose que nunca utilizó estos apellidos sino el de Pacheco, que pertenecía al tronco familiar. Un tío suyo, su homónimo Francisco Pacheco, fue canónigo de la Catedral de Sevilla y por ello el pintor optó por este apellido como importante apoyatura social en sus primeros años de actividad en Sevilla, donde debió de instalarse poco antes de 1580. Su aprendizaje artístico lo realizó con el pintor Luis Fernández, de quien se poseen escasas noticias; en cuanto a su formación humanística, debió de tener como guía en ella a su tío el canónigo, quien le orientaría para introducirle en el ámbito literario y artístico de Sevilla.
En 1594 contrajo matrimonio con María del Páramo y a partir de esta fecha, con treinta años de edad, se perfiló como uno de los mejores pintores de la ciudad, junto con Alonso Vázquez, con el que mantuvo excelentes relaciones llegando a colaborar juntos en algunas ocasiones. Desde el inicio de su carrera artística, Pacheco se preocupó rigurosamente sobre el modo y manera de interpretar de manera correcta la iconografía de sus pinturas, revelándose como un artista plegado a los mandatos de la Iglesia, intentando siempre servir escrupulosamente el sentido ortodoxo de la doctrina católica.
Por testimonio del propio Pacheco, se sabe que en 1559 comenzó la ejecución de su famoso Libro de los retratos en el que recogió a los más ilustres personajes de su época incluyendo, además de su efigie, una breve semblanza literaria de cada uno. En los años que inician el siglo xvii, Pacheco siguió siendo uno de los más importantes pintores sevillanos, aunque esta circunstancia dejó de tener vigencia a partir de 1604 cuando el clérigo pintor de origen flamenco Juan de Roelas se instaló en Sevilla y comenzó a acaparar la atención de la clientela, como consecuencia de su notoria superioridad artística. No por ello disminuyó la actividad de Pacheco, pero desde esas fechas se advierte que los principales encargos pictóricos que se demandaban en Sevilla recayeron sobre Roelas.
Las inquietudes artísticas de Pacheco le motivaron en 1610 a emprender un viaje que le llevó hasta Madrid, El Escorial y Toledo, lugares en los que tomó contacto con numerosos artistas y al mismo tiempo vio importantes obras pictóricas, cuyo estudio y análisis mejoraron notablemente sus conocimientos teóricos y prácticos. En la Corte madrileña mantuvo contactos con Vicente Carducho y en Toledo con El Greco, entre otros artistas, circunstancias que le permitieron contrastar opiniones y pareceres que sin duda beneficiaron a sus facultades creativas.
Cuando al cabo de varios meses de ausencia, Pacheco regresó a Sevilla, tuvo la fortuna de admitir en su taller a un muchacho de doce años llamado Diego Velázquez, que muy pronto mostró un talento excepcional y lejos de rechazar a un discípulo que evidenció enseguida ser superior a su maestro, potenció su talento y además le incorporó a su familia casándole con su hija Juana.
En 1616 el clérigo pintor Juan de Roelas se trasladó a Madrid con la intención de ser nombrado pintor del Rey, abriéndose entonces para Pacheco mejores perspectivas de trabajo merced a la ausencia de su principal competidor. Las mismas pretensiones de llegar a ser pintor real fueron compartidas por Pacheco, quien en 1619 pidió a la Corte que le concedieran el citado título de forma honorífica y renunciando, por lo tanto, a recibir emolumento alguno. Esta petición no fue aceptada, pero posteriormente en 1626, con el apoyo de su yerno Velázquez, insistió en obtener el cargo oficial de pintor cortesano que igualmente no le fue concedido.
En Sevilla, sin embargo, la preponderancia de Pacheco le permitió alcanzar un notorio prestigio social que se incrementó cuando consiguió ser nombrado “veedor del oficio de la pintura” cargo que le permitía ejercer como inspector al servicio del municipio y vigilar la actividad laboral del gremio de los pintores.
También fue “veedor de pinturas sagradas” actividad que le autorizaba a controlar, al servicio del Tribunal de la Inquisición sevillano, la iconografía de las pinturas realizadas por sus colegas para evitar que no figurasen en ellas aspectos que fueran contra la moral, ni que contuvieran detalles indecorosos o lascivos.
A partir de 1625, la progresiva aparición en Sevilla de jóvenes pintores como Francisco de Zurbarán y Francisco de Herrera el Viejo, fue determinante para iniciar un proceso de decadencia dentro la actividad de Francisco Pacheco, quien en esas fechas había cumplido ya los sesenta años. Su pintura, anclada en el pasado, no pudo competir con la de los jóvenes de la nueva generación que impusieron conceptos más modernos basados en principios naturalistas. En esta época, Pacheco orientó su experiencia y conocimiento hacia la recopilación de sus teorías que recogió a partir de 1630 en un libro que tituló Arte de la pintura, en el que plasmó su erudición y sabiduría artística.
Este libro se concluyó en 1641 y a pesar de que quiso publicarlo de inmediato no llegó a verlo impreso, ya que falleció en 1644, cinco años antes de su edición.
A la hora de perfilar las características del estilo pictórico de Pacheco puede señalarse que se configuró en los años de su juventud, entre 1580 y 1585, dentro del ambiente artístico manierista que imperaba en Sevilla, donde a la tradición pictórica local se unieron reminiscencias creativas procedentes de Italia y de Flandes. Con posterioridad, asimiló teorías y prácticas procedentes de los pintores italianos que trabajaban en Madrid y en el Escorial y de artistas hispanos que habían estado en Italia, como el cordobés Pablo de Céspedes, a quien Pacheco admiró profundamente en Sevilla. También conoció Pacheco en Sevilla, en sus años de juventud, al portugués Vasco Pereira y sobre todo a Alonso Vázquez, con quien llegó a colaborar y de quien sin duda hubo de aprender por ser maestro perteneciente a una generación mayor que la suya. El propio Pacheco señaló por escrito que vio pintar a Alonso Sánchez Coello, no se sabe si en Sevilla o en Madrid, pero puede intuirse que, por su solemnidad expresiva a la hora de configurar retratos, hubo de recibir influencias de dicho artista.
El estilo de Pacheco quedó configurado hacia 1585, cuando tenía veintiún años, y aunque en él se produjeron algunas leves oscilaciones evolutivas, permaneció casi sin variar el resto de su existencia. Su forma de practicar la pintura estuvo basada en una sólida formación cultural, aunque su talento artístico fue tan sólo discreto, advirtiéndose que sus obras son escasamente expresivas y de rigurosa configuración.
Probablemente fue mejor dibujante que pintor y, por otra parte, tuvo un manejo del color puramente convencional; impera en sus obras un sentido de severidad y de ortodoxia a la hora de plasmar en ellas su contenido espiritual, en el que destaca siempre una constante preocupación por no infringir la moral y el decoro. A partir de 1611, después de su regreso del viaje que emprendió por tierras castellanas, se advierte alguna mejoría en la técnica y en el espíritu de sus pinturas, constatándose a partir de entonces cierta dulcificación en sus composiciones. Pero nunca pudo superar su formación manierista que le impidió asimilar la nueva corriente naturalista que se fue imponiendo en su época. En sus últimos años, mermado de facultades, sólo hizo pinturas de pequeño formato, pero lejos de ponerse a la altura de artistas más jóvenes, como Herrera y Zurbarán, se refugió en la práctica de un arte que ya no estaba vigente y que, por lo tanto, pertenecía al pasado.
La primera obra conocida de Pacheco data de 1589, año en que firmó un Cristo con la Cruz a cuestas que perteneció a la colección Ybarra de Sevilla y que actualmente se encuentra en paradero desconocido; es obra que deriva de varios grabados que le condicionan a la hora de configurar su dibujo que es riguroso y marcado. De 1590 es La Virgen de Belén que se conserva en la Catedral de Granada y que repite exactamente un original de Marcello Coffermans, que pertenecía a la iglesia de la casa profesa de los jesuitas en Sevilla.
La discreción técnica de la obras de Pacheco en su juventud se reitera en pinturas como San Juan Bautista y San Andrés que formando pareja se conservan firmadas y fechadas en 1597 en la Iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá; en ellas se advierte la aplicación de un dibujo severo y de expresiones marcadamente esquemáticas. Se poseen noticias del envío frecuente de pinturas de Pacheco a tierras americanas, pero éstas de Bogotá son las únicas que allí se han conservado.
A finales del siglo XVI, Pacheco poseía ya un estilo definido en el que se reflejaba un dibujo menos riguroso que en décadas anteriores. Pruebas de esta mejoría se encuentran en el San Antonio con el Niño firmado en 1599 que se encuentra actualmente en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores de las Hermanas de la Cruz en Utrera. También en este mismo año firmó y fechó la representación de El Salvador con San Juan Evangelista y San Juan Bautista, obra que estuvo destinada a la capilla de la Veracruz del Convento de San Francisco de Sevilla y que actualmente se encuentra en la iglesia parroquial de Carabanchel; en la composición de esta obra, el artista utilizó una disposición frontal y simétrica que motiva una ausencia de interrelación entre las figuras.
El primer recinto conventual de España que decidió adornar con pinturas los muros de su claustro fue el Convento de la Merced de Sevilla, donde se configuró una serie de obras que narraban la historia, grandeza y santidad de dicha Orden; esto ocurrió en 1600, debiéndose la iniciativa al prior del convento fray Juan Bernal. La serie del claustro de la Merced se componía de doce cuadros de los cuales seis fueron encargados a Francisco Pacheco y otros tantos a Alonso Vázquez. La obras conservadas de las que realizó Pacheco son: San Pedro Nolasco recibiendo la bula de fundación de la orden de la Merced, cuyo paradero actual se desconoce, La aparición de la Virgen a San Ramón Nonato y San Pedro Nolasco embarcando para redimir cautivos, ambas conservadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, mientras que las escenas que describen a San Pedro Nolasco desembarcando con los cautivos redimidos y La última comunión de San Ramón Nonato se encuentran respectivamente en el Museo de Arte de Cataluña, en Barcelona y en el Bowes Museum, en Bernard Castle; esta última pintura está firmada en 1611, año en el que Pacheco debió de finalizar el encargo.
La notoria posición social y artística de Pacheco en los primeros años del siglo xvii animó a la nobleza sevillana a encargarle importantes obras; así en 1602 el capitán García de Barrionuevo le encomendó la ejecución de las pinturas de un retablo que dicho personaje poseía en una capilla de la iglesia de Santiago, donde actualmente se conserva. En el banco de este retablo aparece el retrato de Barrionuevo y el de su esposa Inés y en los cuerpos superiores se representa La Anunciación, Santa Ana, la Virgen y el Niño, San José y San Juan Bautista.
El principal noble sevillano a principios del siglo XVII era Fernando Enríquez de Ribera, duque de Alcalá; fue amigo y protector de Pacheco y, por ello, le encargó en 1603 la realización del techo del salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla, donde se representa un conjunto de pinturas de tema mitológico.
La pintura que centra este techo es La Apoteosis de Hércules, en la que el artista quiso comparar con el héroe clásico la grandeza y la gloria del duque de Alcalá.
Sin embargo, este encargo pareció estar por encima de las posibilidades artísticas de Pacheco, quien al enfrentarse a los problemas de perspectiva y anatomía que la resolución de las pinturas requería no los superó, quedando en evidencia sus deficiencias técnicas en unos momentos en los que ya contaba con cuarenta años de edad.
Las pinturas realizadas para la Casa de Pilatos al servicio del duque de Alcalá debieron de incrementar, en cualquier caso, el prestigio de Pacheco en el ámbito artístico sevillano, propiciándole la consecución de nuevos encargos. Por ello en fechas inmediatas, en torno a 1605, debió de realizar las pinturas de un retablo dedicado a San Juan Bautista en el desaparecido Convento de la Pasión de Sevilla. Allí realizó representaciones pictóricas de San Francisco de Asís y Santo Domingo, junto con los evangelistas emparejados San Juan y San Mateo y San Marcos y San Lucas; todas estas obras pasaron después de la desamortización de 1836 al Museo de Bellas Artes de Sevilla. Otra obra cuya ejecución puede situarse en torno a 1605 es La Anunciación, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Córdoba procedente del Convento de los Capuchinos de dicha ciudad.
Una de los escasos restos conservados del Convento de San Francisco de Sevilla es la capilla de la Hermandad de San Onofre, que se encuentra actualmente embutida en un lateral de la Plaza Nueva. Para esta capilla y al servicio de Pedro de Cárdenas, familiar del Santo Oficio y miembro de dicha Hermandad, Pacheco realizó en 1606 un retablo donde figuran representaciones pictóricas de Santa Ana, San Juan Bautista, San Jerónimo, Santo Domingo, Santa María Magdalena, San Miguel, San Pedro Mártir y San Francisco de Asís. En 1608 está firmada una de las pinturas que componían el retablo que Francisca de León mandó pintar a Pacheco en la iglesia del Santo Ángel de Sevilla, donde se representa a Santa Inés, San Juan Evangelista, Santa Catalina y San Juan Bautista, obras que actualmente se conservan en el Museo del Prado.
Entre 1608 y 1610 puede situarse la ejecución por parte de Pacheco de un San Pedro y un San Jerónimo que pertenecen a la iglesia de San Isidoro de Sevilla, pudiéndose advertir que el dibujo preparatorio para esta última pintura se conserva en la colección de los condes de Alcubierre de Madrid. La comparación entre la pintura y el dibujo evidencia claramente que Pacheco poseía mayores virtudes como dibujante que como pintor.
En el Colegio de San Albano de Valladolid se conserva una serie de ocho pinturas en las que se representan a santos reyes de Inglaterra, obras que proceden del Colegio de San Gregorio de Sevilla, fundado para la formación religiosa de jóvenes ingleses, a quienes los mencionados Reyes servirían de modelo de santidad. Son estos monarcas San Lucio, San Edilberto, San Sebbus, San Oswaldo, San Ricardo, San Eduardo Mártir, San Edmundo y San Eduardo el confesor.
Estas pinturas fueron realizadas hacia 1610 y en torno a este año Pacheco, con la colaboración de los ayudantes de su obrador, debió de realizar otra serie de doce santos reyes y reinas de Inglaterra para el English Bridgetine Convent de Lisboa, que actualmente se conservan en el Saint Mary‘s College de Oscott en Birminghan.
En la segunda década del siglo XVII, después de sus viajes a Madrid, El Escorial y Toledo, la calidad del arte de Pacheco se elevó notablemente, circunstancia que se evidencia en las pinturas que firmó en 1612 para el retablo que el sombrerero Miguel Jerónimo poseía en una capilla de la iglesia sevillana del Santo Ángel y que actualmente se encuentran dispersas. El tema principal del retablo era La muerte de San Alberto, que se encuentra en el Museo de Pontevedra, mientras que en el banco figuraban los retratos del donante y de su esposa que actualmente están en paradero desconocido. Entre 1612 y 1614 Pacheco realizó obras importantes, como La Virgen del Rosario, que se conserva en la parroquia de la Magdalena de Sevilla, y La Inmaculada, que pertenece a la Universidad de Navarra, que es por ahora la primera versión que se conoce de Pacheco de las varias que realizó con esta iconografía. En 1613 están fechadas las pinturas que se integran en el retablo de San Juan Bautista en la iglesia del Convento de San Clemente, donde representó cuatro profetas, los cuatro evangelistas y los cuatro padres de la Iglesia.
Obra importante en la producción de Pacheco es El Juicio Final realizado para un retablo lateral de la iglesia del Convento de Santa Isabel de Sevilla, expoliada por el mariscal Soult en 1810 y conservada actualmente en el Museo de Castres en Francia. Esta pintura es de grandes dimensiones y está compuesta con un esquema simple basado en la contraposición de masas de personajes; posee, sin embrago, el aliciente de presentar el autorretrato del propio Pacheco, quien quiso situarse entre los bienaventurados. También son importantes por su trascendencia iconográfica las versiones que Pacheco realizó del tema de Cristo crucificado, cuyo primer ejemplar fechado aparece en 1614, obra que se encuentra en la Fundación Rodríguez Acosta de Granada. En ellas se representa a Cristo en actitud serena y estática, pero al mismo tiempo con cierto rigor y notoria expresividad, lo que en cierto modo propició los versos anónimos que alguien escribió en propia vida de Pacheco calificando a este Cristo como “desabrido y seco”.
Para el refectorio del Convento de San Clemente de Sevilla Pacheco realizó en 1616 la mejor pintura de toda su producción, en la que se representa a Cristo servido por los ángeles en el desierto, obra que también fue sustraída durante la invasión napoleónica en Sevilla y que actualmente se conserva en el Museo de Castres en Francia; en la composición destacan admirables detalles de bodegón sobre la mesa y bellas figuras de ángeles músicos que acompañan a Cristo en su frugal comida. De esta fecha era también la representación de San Sebastián atendido por Santa Irene, que Pacheco pintó para el Hospital de Alcalá de Guadaira y que se destruyó en 1936.
Gran difusión e influencia sobre otros pintores tuvieron las diferentes versiones del tema de la Inmaculada que Pacheco realizó en Sevilla. Entre las más importantes que actualmente se conocen, pueden citarse La Inmaculada con el retrato de Miguel del Cid, fechada en 1619 y conservada en la Catedral de Sevilla y La Inmaculada con el retrato de Vázquez de Leca, fechada en 1621 y de colección particular en esta ciudad.
Por estos años Pacheco debió de realizar las representaciones de San Joaquín y Santa Ana arrodillados ante la Puerta Dorada y El sueño de San José, cuyo destino fue la capilla de la Anunciación del Colegio de San Hermenegildo en Sevilla, conservadas actualmente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
Una de las mejores obras realizadas por Pacheco está firmada en 1624 y es La Inmaculada que se conserva en la iglesia de San Lorenzo de Sevilla; la descripción de la figura de la Virgen es similar a las anteriores Inmaculadas de 1619 y 1621 antes mencionadas, aunque en ésta se observa una mayor calidad técnica.
También es relevante el Retrato de un caballero, firmado en 1625, que se conserva en el Museo de Williamstown y que muestra en su rostro una intensa expresividad anímica. De 1628 es una de las obras más amables de Pacheco: Los desposorios místicos de Santa Inés, que pertenece al Museo de Bellas Artes de Sevilla; en esta obra el artista consiguió plasmar, como nunca lo había hecho antes, profundos sentimientos imbuidos en un intenso intimismo espiritual.
Hacia 1630, cuando aún le quedaban catorce años de vida, se percibe que el ciclo creativo de Pacheco estaba agotándose; por estos años, el empuje del naturalismo barroco protagonizado por pintores mucho más jóvenes que él, como Zurbarán y Herrera, sobrepasó su creatividad y ante estas circunstancias no supo o no quiso reaccionar y por el contrario se empeñó en mantener formas artísticas que ya eran parte del pasado. De 1630 es el Retrato de Francisco Gutiérrez de Molina y el de su esposa Jerónima Zamudio, que se conservan en la predela del retablo de la Inmaculada, llamada popularmente “la Cieguecita”, realizado por el escultor Juan Martínez Montañés en la capilla que dichos personajes poseían en la Catedral de Sevilla.
Documentado en 1631 se encuentra el retablo que el ensamblador Jerónimo Vázquez realizó para el Convento de la Pasión de Sevilla, cuyas pinturas se atribuyen a Pacheco. Son estas obras: La oración del huerto, La coronación de espinas, La Flagelación y Cristo con la cruz a cuestas, advirtiéndose en ellas tan sólo una discreta calidad en la configuración del dibujo y en la plasmación del colorido. También posteriores a 1630 son los retratos por parejas de Una dama y un caballero jóvenes y de Una dama y un caballero ancianos, que proceden de la predela de un retablo del Convento del Santo Ángel de Sevilla. De muy modesta calidad técnica es la representación pintada en cobre de San Fernando recibiendo las llaves de Sevilla, fechada en 1634 y que pertenece a la Catedral de dicha ciudad. Igualmente modesta es también la factura del Cristo crucificado, fechado en 1637, que se conserva en una colección particular de Madrid.
El último gran encargo que recibió Francisco Pacheco data de 1637 y es el San Miguel Arcángel que fue pintado para un retablo de la iglesia de San Alberto de Sevilla; esta obra se encuentra actualmente en paradero desconocido y sólo puede hacerse referencia a ella a través de una vieja fotografía. Dicha imagen testimonia que, al final de su vida, Pacheco tenía las mismas dificultades técnicas que había arrastrado durante toda su vida a la hora de configurar la anatomía humana, puesto que en la figura de san Miguel se advierten formas en exceso severas y rígidas.
Ésta fue la postrera obra de importancia realizada por Pacheco y en ella se revela el arcaísmo de sus principios artísticos en una fecha en que el espíritu del Barroco comenzaba a triunfar ya en Sevilla, evidenciando que se había negado a aceptar las novedades estilísticas que habían impuesto los nuevos tiempos.
Fue Francisco Pacheco un artista esencial dentro del panorama pictórico sevillano de la primera mitad del siglo XVII, pudiéndose afirmar, sin embargo, que no fue un pintor de primer orden, pero sí un importante intelectual y teórico que gozó de una intensa relevancia.
En efecto, fue hombre docto y erudito y ejerció una notoria incidencia sobre sus colegas contemporáneos y también sobre los de generaciones más jóvenes que la suya (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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