Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte los bustos de los dos Luises (Fray Luis de León, y Fray Luis de Granada), en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Granada y de Guadalajara, de la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 25 de agosto, Memoria de San Luis IX, rey de Francia, que se distinguió excepcionalmente por su activa fe, tanto en tiempo de paz como durante guerras interpuestas en defensa del cristianismo, y por la justicia en el gobierno, el amor a los pobres y la constancia en la adversidades. Tuvo once hijos en su matrimonio, a los que educó de una manera inmejorable y piadosa, y gastó sus bienes y fuerzas, y su vida misma, en la adoración de la cruz, la corona de espinas y el sepulcro del Señor, hasta que, estando acampado cerca de Túnez, en la costa de África del Norte, murió contagiado de peste (1270) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
Y qué mejor día que hoy es el mejor día para Explicarte los bustos de los dos Luises (Fray Luis de León, y de Fray Luis de Granada), en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Granada, y de Guadalajara, en la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 11 al 21 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado - Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La Plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
En las enjutas de los arcos que componen la gran arcada que circunda toda la plaza, dentro de unos tondos de profundo sabor renacentista italiano, modelados en alto relieve y esmaltados en blanco sobre fondo azul cobalto, aparecen los bustos de personajes de especial relevancia en la historia de España. Su ejecución original corrió a cargo de las Fábricas de Mensaque Rodríguez y Cía. y de Pedro Navia.
En orden cronológico, figuran tanto aquellos destacados en las ciencias, en las humanidades, en las artes o en las armas, como reyes o santos.
Son un total de cincuenta y dos, distribuidos en cuatro series de trece personajes, dispuestos entre los catorce arcos de cada tramo de la plaza.
Es sorprendente el repertorio de estos personajes ilustres que desde sus privilegiados balcones en la arcada, disfrutan del ancho espacio de la hermosa plaza. Simultáneamente, ellos son vistos por los paseantes como muestra de la gloria de España y como ejemplo a seguir (La Cerámica en la Plaza de España de Sevilla, 2014)
En este caso los personajes históricos representados son los dos Luises (Fray Luis de León y Fray Luis de Granada), en un busto conjunto que directamente hay que relacionarlo con los retratos y grabados que han llegado hasta nosotros de los dos frailes.
Conozcamos mejor a Fray Luis de León (1527-1591), fraile agustino, y a Fray Luis de Granada, que se encuentras en la enjuta entre los arcos de las provincias de Granada y de Guadalajara, de la Plaza de España:
Fray Luis de León (Belmonte, Cuenca, 15 de agosto de 1527 – Madrigal de las Altas Torres, Ávila, 23 de agosto de 1591). Agustino (OSA) y catedrático de la Universidad de Salamanca.
Hijo del licenciado Lope Ponce de León, letrado de Corte, y de Inés de Varela, llevaba en su ascendencia por línea paterna el estigma de los falsos judeoconversos.
Como tales, habían sido procesados y condenados, en distinto grado, por la Inquisición su antepasado Fernán Sánchez, “el Davihuelo”, y su mujer; su bisabuela Leonor de Villanueva, y su tía abuela Elvira de Villanueva, casada con un “ombre hereje y mal christiano”, que fue ajusticiado. Todo esto pesará sobre fray Luis de manera importante. Tras residir, siguiendo los destinos cortesanos de su padre, en Madrid y Valladolid, a los catorce años comenzó en Salamanca, tutelado por un tío suyo profesor de la Universidad, los estudios de Cánones, que abandonó para profesar en la misma ciudad, en 1544, en la Orden de San Agustín. En su convento salmantino, que vivía por entonces una gran renovación intelectual, se inició en Artes y Teología, y en 1546 volvió a la Universidad donde tuvo como profesor más reconocido en los cursos ordinarios teológicos a Melchor Cano.
Seguía éste la línea abierta por el maestro Francisco de Vitoria que maridaba Teología y Humanismo y que fue base de la llamada “Escuela de Salamanca”. Cano fue, en concreto, el fundador de la llamada “Teología Positiva”, la cual se esforzaba en superar la mera especulación escolástica y en conciliar los conocimientos de Teología con el nuevo método filológico aplicado a la interpretación de los textos bíblicos originales.
Ordenado sacerdote en 1551 y orientado hacia la docencia, enseñó Artes en los conventos de Salamanca y Soria. Pasó después a Alcalá, donde simultaneó el mismo encargo conventual con la asistencia a los cursos de la Universidad. Condiscípulo de Arias Montano, otro gran humanista y amigo, siguió allí, en 1556-1557, las clases del gran maestro bíblico Cipriano de la Huerga, el cual, en la tradición del también agustino Dionisio Vázquez y de Egidio de Viterbo, declaradamente humanistas, defendía que un buen escriturista debía apoyar su exégesis de la Biblia en los textos originales mucho más que en la versión latina de la Vulgata. Fray Luis hizo suya esta posición doctrinal y se empapó en el ambiente alcalaíno del espíritu de libertad intelectual y antidogmatismo que años antes había sembrado allí el movimiento erasmista.
Retornó a Salamanca en 1558 y revalidó el título de bachiller en Artes obtenido en Toledo un año antes.
La Universidad entró pronto en un proceso de reorientación de la enseñanza de la doctrina tomista en una línea de escolasticismo riguroso. Fray Luis obtuvo en mayo y junio de 1560 los grados de licenciado y maestro en Teología, guiado y apadrinado por el maestro Domingo de Soto. Opositó enseguida, junto a su amigo Gaspar de Grajal y otros cinco aspirantes, a la cátedra de sustituto de Biblia. No tuvo éxito, pero un año más tarde, en un proceso no exento de tensiones, ganó frente al maestro Diego Rodríguez, protegido de los frailes dominicos, y cinco oponentes más, una de las cátedras menores, la de Santo Tomás, en la que a lo largo de cuatro cursos, de 1561 a 1565, explicó varias partes de la Suma Teológica. Al quedar vacante en 1565 la cátedra de Durando, también menor pero de más rango y mejor remunerada, concursó fray Luis a ella, de nuevo frente a Diego Rodríguez, entre otros, y también con tensiones por las habituales rivalidades entre las Órdenes religiosas. La obtuvo y la desempeñó desde 1565 hasta marzo de 1572, explicando las Sentencias de Durando, como era costumbre por santo Tomás, es decir, sobre la pauta de la Suma.
Catorce años de preparación universitaria y once de docencia hicieron de fray Luis a esa altura de su vida un gran escolástico, como evidencian los tratados teológicos latinos que de él se conservan: De Incarnatione, De Fide, De Creatione rerum... Y así hasta más de una veintena de diversa extensión. Conviene tenerlo presente a la hora de enjuiciar las tensiones con compañeros del claustro salmanticense y sus procesos inquisitoriales; pero, sobre todo, para valorar su portentosa obra y lo que significó en un tiempo de fuertes controversias, los “tiempos recios” de la contrarreforma.
Sobre la base de la fácil transferencia y comunicación que se daba entre los profesores de Teología y de Artes, fray Luis se inscribía en la corriente humanista de figuras a las que iba a dedicar, como a “amigos a quien amo sobre todo tesoro”, algunas de sus poesías —Juan de Grial, Diego Olarte, Francisco Ruiz, Francisco de Salinas— y de otros como Francisco Sánchez de las Brozas, el Brocense, amigo muy unido a él en los planes de la reforma de los estudios, o Juan de Almeida, clave en todo el movimiento modernizador salmantino. Precisamente Almeida y el Brocense estaban relacionados, a través de Grajal que lo había tenido como maestro en París, con la doctrina de Petrus Ramus (Pierre de la Ramée), antiaristotélico declarado, que terminó haciéndose calvinista y fue asesinado como hugonote la noche de San Bartolomé (1572). Cuatro años antes se habían secuestrado en Salamanca sus obras difundidas por el grupo de amigos de fray Luis, aunque él no figuraba entre los investigados.
Más que por la doctrina misma de Ramus, el hecho es revelador por lo que significa de apertura intelectual de aquel grupo de amigos a Europa. También manifiesta, al tiempo, la atmósfera de recelo y de radicalización de posiciones ideológicas. Importa precisar que no se trataba de una pugna entre escolásticos, y escrituristas, porque unos y otros eran ambas cosas, ni puede reducirse todo a las citadas rivalidades entre Órdenes religiosas. Se trataba de dos modos de afrontar la circunstancia histórica planteada por la Reforma protestante: privilegiar la vieja argumentación escolástica de disputas y cuestiones o las nuevas directrices intelectuales humanísticas que reivindicaban ante todo la vuelta a las fuentes bíblicas y sobre todo la crítica filológica de sus textos. Fray Luis, en concreto, que en su entorno agustino había mamado el gusto por el cultivo de las letras y la sensibilidad para proyectar el estudio religioso sobre los problemas morales —bien iba a demostrarlo al explicar en el curso 1570-1571 el tratado De legibus—, se consideraba “muy aventajado en lo uno y en lo otro”, en lo escolástico y en el estudio positivo de las letras sagradas.
Era, precisamente, en este punto donde se agudizaba la controversia. Los más conservadores —León de Castro, Bartolomé de Medina, Juan Gallo y Francisco Sancho, decano este último de Teología y comisario del Santo Oficio— defendían que el texto hebreo de la Biblia había sido deliberadamente corrompido por los comentaristas judíos para privarlo de su valor profético cristiano. Juzgaban superior la versión griega llamada de “Los Setenta” y, desde luego, la Vulgata latina, atribuida a san Jerónimo y que el Concilio de Trento acababa de declarar “auténtica” y, por tanto, con valor probatorio indiscutible.
Gaspar de Grajal, Martín Martínez de Cantalapiedra y fray Luis, que rechazaban la teoría de la corrupción del texto hebreo y no compartían la misma valoración de “Los Setenta”, pensaban que el texto de la Vulgata era perfeccionable y que, al consagrarlo, el Concilio quería defender una base textual de referencia en unidad, impidiendo que se multiplicaran las traducciones discrepantes. Los errores obvios de traducción que la Vulgata contiene deberían ser subsanados, según ellos, recurriendo al texto original como había propuesto ya el cardenal Cisneros en su prólogo a la Biblia políglota complutense (1520). Por otra parte, en la lectura e interpretación de la Biblia debe privilegiarse —decían— el sentido literal sobre el sentido alegórico moral y otros que son perfectamente aceptables en la vivencia espiritual y en la didáctica moral.
Y, en fin, sostenían que para hacer partícipe al pueblo de Dios de la riqueza de la Sagrada Escritura era necesario utilizar la lengua romance, reservando la latina para la cátedra y los estudios universitarios. Trento, sin embargo, había impuesto severas cautelas sobre las versiones bíblicas a las lenguas vernáculas.
La diversidad de posiciones se había enconado en la comisión de teólogos que por mandato del Santo Oficio debía examinar la Biblia publicada en París (1545) por el librero Robert Estienne bajo el nombre del hebraísta Francisco Vatable, profesor del colegio de Francia, y que el librero Gaspar de Portonariis se proponía editar en Salamanca. Las discusiones se prolongaron hasta marzo de 1571 y fueron tormentosas. A León de Castro le faltó tiempo para echar en cara a Grajal, Cantalapiedra y fray Luis su ascendencia judeoconversa y llegó a presagiarles la hoguera; fray Luis lo tachaba de ignorante y consideraba una basura el libro que había publicado sobre Isaías, recibido con grandes elogios por prelados y colegas salmantinos.
Bartolomé de Medina, el último en incorporarse como miembro a la comisión, salió de ella decidido a denunciar al grupo de Grajal ante la Inquisición.
Lo hizo a fines del mismo año 1571 imputándoles mancomunadamente diecisiete preposiciones genéricas que comenzaban por la de que afirmaban que el Cantar de los cantares es sólo un poema amoroso de Salomón a la hija del faraón, que se puede leer y explicar en lengua vernácula. Y después, que creían que se deben explicar las Escrituras según los rabinos; que se reían de las explicaciones de los santos; que sostenían que en la Biblia no hay sentidos alegóricos y que la doctrina escolástica impide la inteligencia bíblica, etc. Fueron encarcelados y con ellos, poco más tarde, el también agustino, Alonso Gudiel, escriturista a la sazón en Osuna.
A fray Luis, apresado el 24 de marzo de 1572 y llevado a la cárcel inquisitorial de Valladolid, se le añadieron después durante el proceso otras cuatro series de acusaciones —en total, setenta y tres—, casi todas relacionadas con la Vulgata. Su personal convicción de inocencia, su temperamento combativo y tenaz, y una evidente torpeza procedimental que lo llevaba a descalificar no sólo a sus acusadores sino a los miembros del Tribunal y a proponer nuevos aspectos doctrinales que echaban leña a la hoguera, complicaron el proceso ya de por sí lento. Grajal y Gudiel murieron en la cárcel. Fray Luis fue absuelto por el Tribunal Supremo de la Inquisición el 7 de diciembre de 1576 (Martínez Cantalapiedra pocos meses más tarde). A fray Luis se le recomendaba prudencia en sus exposiciones, al tiempo que se ordenaba recoger las copias que circulaban de su versión comentada del Cantar de los cantares.
Volvió a la Universidad, que había guardado excesivo silencio durante todo el proceso, y la Universidad lo recibió con gran regocijo, explotando su liberación como prueba de que en ella se explicaba la recta doctrina católica. Lo premiaron con una cátedra de Teología de las llamadas “de partido”, lo que suponía un sueldo casi triplicado. Atrás quedaba la cárcel, donde, sin padecer físicamente, había probado gran dolor espiritual reflejado en las redondillas que escribió al salir —“Aquí la envidia y mentira / me tuvieron encerrado”— que, por cierto, dieron pie a glosas y contraglosas de amigos y enemigos. Una tradición, tardíamente documentada en el siglo XVIII, pone en sus labios al volver a la cátedra el famoso “decíamos ayer”.
Vacante la cátedra de Filosofía Moral, opositó enseguida a ella enfrentándose al mercedario Francisco Zumel en un proceso de mutuas descalificaciones en el que no faltaron ni siquiera acusaciones de amenazas de muerte imputadas a fray Luis, pero no probadas.
Ganó la cátedra, que ocupó desde mediados del 1578 hasta finales de 1579. Su máxima aspiración profesional era, sin embargo, alcanzar la cátedra de Biblia, lo que logró en 1579 frente al dominico Domingo de Guzmán, hijo de Garcilaso de la Vega y su enemigo declarado. La desempeñó hasta su muerte.
Se toparía de nuevo con la Inquisición en un segundo proceso, en 1578, cuando un jesuita, Prudencio de Montemayor, sostuvo en un acto público posiciones discutidas sobre el intrincado problema de compatibilizar el conocimiento y concurso divino con la libertad humana de obrar. Le contradecían los dominicos Báñez y Domingo de Guzmán, el mercedario Zumel y el jerónimo Santa Cruz. Fray Luis se había ocupado de ese tema en una línea que discrepaba de dominicos y jesuitas, pero no toleró que el hijo de Garcilaso de la Vega tachara de hereje al jesuita y terció en la controversia con su habitual apasionamiento y dureza. Lo denunciaron Zumel y Santa Cruz, y de nuevo el presidente de la Suprema lo absolvió, amonestándole “benigna y caritativamente” para que no volviera a “defender públicamente ni secretamente las proposiciones que parece haber dicho y defendido”.
En la segunda etapa docente fray Luis, a quien ya fatigaban las clases, cumplía importantes encargos de la Universidad en la Corte. Pero era el maestro de referencia.
Prueba de ello es que le consultó incluso la comisión que el papa Sixto V nombró para revisar la Vulgata.
En su Orden no desempeñó cargos de gobierno, sí de consejo, aunque poco tiempo antes de su muerte fue elegido provincial. Puede decirse que dentro de ella su actitud fue la de un reformador y, como tal, resultaba incómodo, si bien siempre respetado por su coherencia. Como reformador se manifestó ya tempranamente cuando en el Capítulo celebrado en Dueñas en 1557 pronunció una alocución en la que acusaba a sus hermanos de religión de no buscar más que el medro personal o la ostentación y el poder de la Orden. Temperó la prisión inquisitorial esa actitud de intransigencia que, sin embargo, lo llevó hasta distanciarse de su maestro Juan de Guevara, de su discípulo Pedro de Aragón y de otros eximios agustinos.
Animado del mismo espíritu, defendió la reforma del Carmelo y, cuando el Consejo Real le encargó revisar la obra escrita de la madre Teresa de Jesús, dio su censura favorable aun a sabiendas de que teólogos como Báñez se habían mostrado contrarios a su difusión.
La editó en 1586 destacando que “en la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y claridad con que las trata, excede a muchos ingenios”. La publicación dio pie a que se produjeran murmuraciones públicas y otras denuncias a la Inquisición a las que él respondió con una decidida Apología.
En definitiva, él era fiel a la divisa que había elegido para su emblema: una carrasca desmochada a la que con la poda le han brotado algunos renuevos. Recostada en su tronco se ve un hacha. Y en torno, la leyenda “ab ipso ferro” que él mismo glosó en verso: “Que de ese mismo hierro que es cortada / cobra vigor y fuerza, renovada”. Falleció fray Luis de León el 23 de agosto de 1591 en Madrigal de las Altas Torres.
Fue enterrado en el convento salmantino de San Agustín, en el que pocos años antes un incendio había devorado parte de su rica biblioteca y algunos de sus autógrafos, y que, reconstruido tras la francesada, volvió a padecer primero las penosas consecuencias de la desamortización y exclaustración, y más tarde las consecuencias de la guerra. Localizados y recuperados los restos del gran maestro agustino, reposan hoy en la capilla de la Universidad de Salamanca. Francisco Pacheco dejó en su Libro de verdaderos retratos (1599) una efigie de fray Luis y un elogio que, apoyado en el testimonio de un fraile que con él había convivido largo tiempo, reconocía que era de natural colérico, pero exigente en primer lugar consigo mismo, grave y silencioso, penitente y austero, y muy espiritual.
La altísima valoración que muy pronto se hizo de su obra castellana —“Tú, el honor de la lengua castellana”, dice Lope de Vega en 1630, y un año más tarde, Quevedo: “El mejor blasón de la lengua castellana”— oscureció la de los escritos latinos. A los siete volúmenes publicados a finales del siglo XIX, que recogen casi una veintena de conjuntos de lecciones de sus clases, se han añadido desde fines del pasado siglo otros seis con nuevos conjuntos reconstruidos a partir de los reportata o dictados, y está en proyecto otro más con interesantes adiciones. Además de descubrir su categoría de filósofo moral, de teólogo y escriturista, ponen de manifiesto la integración de la obra latina con la obra castellana en un sistema armónico que constituye una aportación de gran valor para el conocimiento del pensamiento religioso de la época.
Se enorgulleció fray Luis, con toda justicia, de haber abierto “un camino no usado” en la lengua castellana.
Desde comienzos del siglo XVI venía cultivándose a la par “un nuevo estilo” en la escritura latina.
En esa línea emulaba el círculo de amigos del maestro agustino a los clásicos, a Horacio sobre todo, cuya pauta de traducción y de imitación marcó él mismo de manera principal. Menéndez Pelayo sentenció que “nadie ha volado tan alto ni infundido como él en las formas clásicas el espíritu moderno”. En 1580 dedicó fray Luis a Pedro Portocarrero sus poesías, que circulaban en numerosas copias. Las calificaba de “obrecillas” que se le habían caído de las manos y hasta esbozaba la simulación de que se debían a otra pluma. La tradición manuscrita que recoge numerosas variantes de su mano y el concepto de poesía que desarrolla en varios lugares de su obra revelan la importancia real que le concede, presentándola como transmisora de valores morales y como lenguaje trascendente cuyos significados hay que descubrir por debajo de la literalidad en que se expresan. En 1631 la publicó Francisco de Quevedo bajo la rúbrica de Obras propias y traducciones latinas, griegas e italianas. Con la paráfrasis de algunos Salmos y capítulos del Job.
Si en la cuarentena larga de traducciones su objetivo es que las figuras del original “hablen en castellano [...] como nacidas en él y naturales”, sus poemas nacen de la “imitación compuesta”: el escritor liba como abeja, al decir de Lorenzo Valla, en distintos autores —Horacio, Virgilio, Petrarca...— y, asimilando sus versos, lo integra todo en su propia voz. No se trata sólo de meras imitaciones formales: el tipo de versos y estrofas, la estructura del poema, su diseño retórico o el género de la pieza. Más allá de eso, el magisterio de los clásicos apunta en los humanistas a configurar un modo de ver el mundo. De las veintitrés composiciones originales que hoy se le atribuyen con certeza, dieciocho se centran en motivos religiosos. Pero en el resto late la misma preocupación incrustada en el soporte filosófico del neoestoicismo y de sus corrientes afines: rechazo de los valores del mundo, en especial del poder y el dinero; freno de las pasiones; oposición entre lo exterior y la propia interioridad en donde mana la sabiduría de “vivir con uno mismo”; el “otium”, el retiro apacible como espacio indispensable para el logro de la armonía personal y con el universo. En esa órbita se inscribe el ejercicio de la creación poética: su forma debe discurrir “con número y consonancia debida”, de modo que el estilo vibre de manera acordada con el sentimiento e, integrado de este modo en sí mismo, el hombre se integre con las cosas en la armonía del cosmos.
En el campo de las traducciones bíblicas y de sus comentarios o paráfrasis ocupó un lugar temprano y especial la del Cantar de los Cantares que fray Luis declaraba haber hecho a petición de una monja del convento salmantino de Sancti Spiritus, la cual, conociendo ya su sentido espiritual, deseaba profundizar en el literal. La verdad es que el tenor de la Exposición muestra factura de libro y rebasa con mucho la perspectiva de un destinatario unipersonal. De hecho, las copias se multiplicaron pronto por muchas partes. La obra no verá la luz hasta 1798. Antes, los superiores aconsejaron a fray Luis que, para evitar cualquier sospecha remanente del proceso inquisitorial, redactase una versión latina, la Explanatio, que, terminada en 1578, vio la luz en 1580. Las aplicaciones alegóricoespirituales al alma, antes concisas e incrustadas en el mensaje básico de la Exposición, se convierten aquí en un comentario yuxtapuesto, al que en la tercera edición, de 1589, se ve obligado fray Luis a añadir —dice que contra su voluntad— una Tertia explanatio referida a la Iglesia. Fiel a su ideal humanista de traductor, quiso reproducir en castellano la armonía del original. Pero la modernidad de la obra se cifra sobre todo en la cuidadosa distinción de planos aplicada a la lectura: el Cantar es un libro del eros humano; mas la historia de ese amor puede servir de cañamazo a una alegoría espiritual trascendente.
Un comentario bíblico del último capítulo del libro de los Proverbios es, también, La perfecta casada, que fray Luis escribió como regalo de bodas para su pariente María Varela Osorio. Apareció el libro unido a De los Nombres de Cristo y fueron muchos los lectores que fijaron su atención en lo que tenía de crítica de las costumbres de la época, reflejadas con gran plasticidad. Sin embargo, su concepto central y el término clave del libro es la armonía. Procurando una secularización de la vida religiosa de la mujer, aplica el maestro agustino al matrimonio, y, en círculo concéntrico, a su función en el concierto de la sociedad, su idea de la armonía del mundo. Decía Azorín que “como estilo La perfecta casada es sencillamente un prodigio. Más alto no ha culminado la lengua castellana [...] y hay para nosotros, modernos —añadió—, algo más: hay un espíritu libre, independiente, modernísimo”.
En 1582 publicó los dos primeros libros, o partes, de su obra magna, De los Nombres de Cristo, en la que venía trabajando desde poco después de salir de la prisión inquisitorial y que, tres años más tarde, completó con el Libro III. En la “Dedicatoria” de la primera edición revela el maestro un doble propósito fundamental: en primer lugar —dice—, desea contrarrestar los muchos libros torpes y moralmente dañinos difundidos. Pero quiere también ofrecer un libro de teología distinto de los que escriben los llamados teólogos. En vez de ocuparse de las disquisiciones teóricas de la escolástica supeditando a ellas los textos de la Sagrada Escritura como argumentos de prueba, pretende exponer “para el uso común de todos” cosas nacidas de la Biblia o allegadas a ella. Y eso, en lengua romance. No será, por tanto, la suya una teología meramente especulativa sino una “teología de la mente y del corazón”, que el lector pueda integrar en su vida.
Como quiera que por entonces todavía se discutía si el castellano era una lengua capacitada para tratar de asuntos graves o elevados, en la “Dedicatoria” del Libro III sale al paso de las críticas que se le han formulado.
Ante todo, “no crean ni piensen que en la Teología que llaman se tratan ningunas ni mayores [cosas] que las que tratamos aquí. Y en cuanto a exponerlas en romance, hay que saber que en todas las lenguas hay lugar para todas las cosas, y si a la nuestra la llaman vulgar no es porque en ella sólo se puedan tratar cosas vulgares”. Basta pensar que “Platón escribió no vulgarmente ni cosas vulgares en su lengua vulgar”, y lo mismo los santos padres. A renglón seguido explica fray Luis en qué consiste la novedad o el “camino no usado” que él abre: elegir de las palabras comunes las más convenientes y ordenarlas con concierto para que digan con claridad lo que se pretende decir con armonía y dulzura.
Lejos de un tratado doctrinal estático, lo que fray Luis construye en el diálogo de los tres amigos que hablan a lo largo de los tres libros, glosando los nueve nombres de Cristo, es una epopeya que se mueve entre historia y profecía, entre lo que pasó y lo que vendrá.
Los nombres son los signos de comunicación de Dios. El hombre, que es un microcosmos, es llamado a entrar por medio de ellos en comunicación con Cristo, que es quien integra las dos vertientes.
La filosofía dialoga, en fin, con la teología, y ambas con la exégesis bíblica. Y eso hace de esta obra la más cumplida muestra hispana de la “Philosophia Christi”.
Inédita hasta 1779, la Exposición del Libro de Job ha sido, en fin, largo tiempo interpretada en clave autobiográfica sobre el supuesto de que fray Luis había redactado buena parte de ella en la cárcel inquisitorial.
Es cierto que en el proceso declaró su propósito de redactar una declaración del Job sobre una versión que ya tenía, aunque no dijo si realizada por él mismo.
Pero muchas de las interpretaciones que allí hizo no coinciden con las que se encuentran después en la Exposición, y anotaciones autógrafas conducen a retrasar la fecha de la redacción a los años en que desempeñó la cátedra salmantina de Biblia. Conserva el texto definitivo como trasfondo los sufrimientos pasados por el autor, pero la obra se integra en el conjunto de sus grandes exégesis bíblicas. Traducir al romance y declarar un texto de casi un millar de versos de léxico enrevesado y sentido poético a veces críptico, constituía todo un reto. No faltaban, desde luego, modelos. Pero fray Luis, cuyo propósito de fidelidad a la letra original hebrea le llevó a hacer a trechos construcciones abruptas, logró fijar una perspectiva dramatizadora aprovechando al máximo la pauta que ofrece el texto bíblico. Y de ahí brota una formidable intensidad trágica. Con esa Exposición se cierra una obra unánimemente considerada como la cima y síntesis del humanismo cristiano del siglo XVI [Víctor García de la Concha, en Biografías de la Real Academia de la Historia].
Fray Luis de Granada (Granada, 1504 – Lisboa, Portugal, 31 de diciembre de 1588). Dominico (OP), escritor, teólogo, tratadista, predicador, humanista.
En el verano de 1582 recibió una carta fray Luis de Granada del papa Gregorio XIII sumamente elogiosa: “Amado hijo: Salud y la bendición apostólica.
Siempre nos fue gratísima tu extensa y continuada labor en apartar a los hombres de los vicios y traerlos a la perfección cristiana, trabajo que ha sido de mucho gozoso y fruto para aquellos que tienen deseo de su propia salvación y de la del prójimo. En efecto, has predicado muchos sermones y publicado muchos libros de excelente doctrina y piedad. Y continúas actualmente esa tarea y no cejas, en presencia y en ausencia, de ganar almas para Cristo. Nos llena de júbilo este tan importante y fructuoso servicio para los demás y para ti mismo. Porque cuantos han aprovechado con tus sermones y con tus libros —y es cierto que han sido y son muchos los que se aprovechan—, tantos hijos has engendrado para Cristo y les has hecho mayor beneficio que si hubiese dado la vista a los ciegos y la vida a los muertos, porque mucho mejor es conocer aquella sempiterna luz y bienaventurada, en cuanto es dado a los hombres, y aspirar a ella viviendo santamente, que gozar de la luz y vida mortal con toda abundancia y contento de las cosas de la tierra. Para ti has ganado ante Dios muchas coronas inmarcesibles, dedicándote con toda caridad y esfuerzo a este ministerio, que es sin duda el más valioso.
Prosigue, pues en ese tajo, llévalo adelante hasta dar feliz remate a lo que traes entre manos —sabemos que traes algunas obras nuevas— y sácalas a luz para bien de los enfermos, esfuerzo de los flacos, contento de los que tienen salud y fuerza, y gloria de la Iglesia militante y triunfante. Roma, en San Marcos, 21 de julio 1582”.
Nunca, que se sepa, un escritor español recibió una loa y un espaldarazo, y una aprobación tan autorizada como ésta. En realidad, la carta es una “canonización” de la doctrina de fray Luis, que había sido puesta en solfa y en veda por el Índice de libros prohibidos del inquisidor general Fernando Valdés y por la censura “canina” de Melchor Cano en 1559. La carta liberó a fray Luis de la preocupante amargura que esa prohibición y desdoro le propinaron. Por lo demás, la carta del Papa es una síntesis del servicio que fray Luis aportó con sus libros a la restauración de la vida de la Iglesia en el siglo y en cauce de Trento.
Al leer ese mensaje, laudatorio y aprobatorio, fray Luis se ruborizó. Y a su vez escribió una epístola amiga a san Carlos Borromeo, que había promovido la misiva papal. En el escrito, lejos de ufanarse, se humilla, y evoca y confiesa su humilde y menesterosa infancia: “Siendo yo —le dice— hijo de una mujer tan pobre, que vivía de la limosna que le daban a la puerta de un monasterio”.
Es la primera noticia que se tiene de su infancia.
Nació en Granada, 1504, en un hogar pobre. “Los viejos de esta ciudad —testifica F. Bermúdez de Pedraza— señalan la casa donde nació este Cicerón cristiano: en un corral de vecindad que tiene dos puertas, una a la calle de los Molinos y otra a la de Santiago” (fol. 225r.). Se llamaba “corral del paseo”, y hasta finales del siglo xix existieron en él unas casuchas, que fueron derribadas para construir en un solar unas viviendas más altas y más modernas. Una calleja persiste, uniendo, ya sin puertas, las calles de Molinos y Santiago. Y una lápida, no muy lujosa, recuerda que allí vino al mundo fray Luis de Granada. En cuanto a los progenitores, se ignoran sus nombres, sólo se sabe que la madre se quedó viuda cuando su hijo era niño, y que “vivía de la limosna” que pedían y les daban en un monasterio. En el barrio del Realejo granadino había dos monasterios: el de las comendadoras de Santiago, fundado en su propia morada por fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de la Granada reconquistada, y el de Santa Cruz la Real, fundado por los Reyes Católicos para la reevangelización de la archidiócesis.
Fray Hernando de Talavera fundó también una escuela de la doctrina en el barrio, y en ella aprendió el huérfano Luis las primeras letras. En aquellos siglos, en esas casas de la doctrina aprendían los niños a leer y a cantar, y fray Luis aludirá, sin referencia autobiográfica explícita, a la vida escolar de los “muchachos”, recogidos en la clase “delante de su maestro” y alborotados “en saliendo de allí” al recreo y a la calle.
Porque —como también añadía, agradecido— Dios elige a los pobres para altos destinos, él salió de la condición de huérfano mendigo y fue a vivir a la Alhambra, al palacete que el capitán general Íñigo López de Mendoza construyó para morada suya y de su familia en lo que hoy es el “jardín del Partal”; la elección del niño debió de acontecer en la casa de la doctrina, en la que se distinguía entre sus colegas por su bondad y su ingenio. Sea lo que fuere, lo escogieron para “paje” de los hijos del conde de Tendilla, marqués de Mondéjar y alcaide o gobernador de Granada. Este hecho fue decisivo en la vida de fray de Luis. Y lo evoca en una carta, deliciosa, que, andando el tiempo, escribió a la, marquesa de Villafranca, virreina de Nápoles, que le había pedido algunos consejos para santificar su vida; fray Luis le respondió que imitase a “aquella santa agüela [...] que me crió dende poca edad con sus migajas, dándome de su mismo plato en la mesa de lo que ella misma comía”. La “santa agüela” era Catalina de Mendoza y Zúñiga, esposa de Luis Hurtado de Mendoza, hijo primogénito y sucesor de Íñigo López de Mendoza. Fray Luis añade otra noticia: “Y fue Dios servido que después le viniese a predicar muchas veces al Alambra, y ella viniera con las señoras sus hijas a oirme a nuestro monasterio”.
En lugar de consejos, le cuenta las virtudes de su “santa agüela” y cómo lo sacó de la indigencia, y lo trató como a un “hijo adoptivo”. Nada menos que diez años vivió fray Luis en la Alhambra, bajando a la ciudad a estudiar con los hijos de los señores, y, listo como el hambre, aprendiendo tanto y más que ellos.
Gracias al patrocinio y trato de la señorial y humanista casa de los Mendoza adquirió una formación intelectual exquisita: abierta al mundo de los clásicos, según la moda de los humanistas, de la que los Mendoza hacían gala, y de cuyo conocimiento fray Luis dará sobradas pruebas en sus libros; abierta al “Nuevo Mundo”, mediante la obra De Orbe Novo, del humanista de la casa, Pedro Mártir de Anglería (Anghiera), que Íñigo trajo de Italia; la obra vio la luz en Alcalá de Henares en 1516, y los nietos de Íñigo la leían y estudiaban como algo de casa; uno de ellos, Luis Hurtado de Mendoza, llegará a presidente del Consejo de Indias; y por lo que a fray Luis atañe, soñará siempre con ir a evangelizar a aquellas gentes: abierta, en fin, o a la par, al mundo maravilloso de la naturaleza, en el que está enclavada la Alhambra, con el dosel del cielo azul y de la Sierra Nevada. El primer tomo de la Introducción del símbolo de la fe (1583) describe en muchas páginas, volitiva o inconscientemente, ese paisaje, contemplado día a día en sus años juveniles.
Como es natural, los jóvenes a los que servía de “paje”, y con los que bajaba y subía, y estudiaba y convivió diez años, optaron y consiguieron puestos de honra en la vida social. ¿Y el paje? También le llegó la hora, como al Hércules de la mitología, según la evocación que de este héroe hace en el prólogo de la Guía de pecadores (1566), de sentarse a pensar una profesión.
Los caminos se bifurcan y se trifurcan ante sus ojos. A la postre se decide por el que considera mejor y más adecuado a su talante y a sus ideales: la profesión de dominico, en la que se entregará a evangelizar a los pobres indios del Nuevo Mundo. Pidió y obtuvo el hábito en Santa Cruz la Real. ¿No era el monasterio al que acudía, cuando niño, con su madre a pedir limosna? Ahora la limosna, según el rito de la “toma de hábito”, era “la misericordia de Dios y de la Orden”.
Se le abrieron todas las puertas. En el Libro de profesiones se consigna que hizo la profesión en manos del prior, fray Cristóbal de Guzmán, el 15 de junio de 1525 (Libro 2.º de profesiones, fol. 241v.).
Los profesos pasaban del noviciado al estudiantado, a cursar Filosofía. Santa Cruz la Real era un floreciente Estudio General, en el que enseñaban preclaros maestros: fray Alberto Aguayo, traductor y glosador de La consolación de la filosofía, de Severino Boecio (Sevilla, Croberger, 1518); Alonso Montúfar, futuro arzobispo de México, etc. Luis fue alumno de primera fila, y en 1529, al quedar vacante la plaza que Santa Cruz la Real tenía en San Gregorio de Valladolid, se la dieron a él. Juró los estatutos de San Gregorio de Valladolid el 11 de junio, cambiándose el apellido y firmándolos fray Luis de Granada, bello sustituto del patricio Luis de Sarria. En San Gregorio dio pruebas de virtud y de aplicación, sobresaliendo por su dominio del latín, que era el idioma que los colegiales hablan por ley. El regente o director del colegio, fray Diego de Astudillo, encargó a fray Luis prologar los comentarios a los libros aristotélicos De generatione et corruptione (Valladolid, 1532), honor al que el discípulo correspondió con un ciceroniano prólogo y con un poema en hexámetros, virgilianos, eran las primicias literarias del escritor, al pie de las que estampó su firma: “frater Ludovicus Granatensis”.
Con esa colegiatura y esas dotes y honores se vislumbraba que su porvenir sería la cátedra en el colegio de San Gregorio o en el Estudio General de Granada. Pero aconteció que en 1533 llegó, procedente de Roma, el padre fray Domingo Betanzos, impresionante estampa de apóstol; habló a los colegiales de la necesidad de operarios para la evangelización de los indios mexicanos y fray Luis de Granada vio el horizonte abierto: se ofreció a ir a predicar el Evangelio al Nuevo Mundo. El 3 de agosto de 1534 estaba ya en Sevilla, haciendo los preparativos para embarcarse. En el asiento de la Casa de Contratación figuraba con el número 3: en este día se “libraron” para pasar a Indias fray Domingo de Betanzos y fray Pedro Delgado y fray Luis de Granada, cerrándose la lista en el número 20. Su Majestad pagaba pasaje y matalotaje a todo el grupo.
Al pie del asiento, sin embargo, se añadió el 26 de septiembre del mismo año una nota que dice: “De los 20 religiosos contenidos en esta partida, los cinco de ellos, que son fray Luis de Granada, fray Alonso Osorio, fray Tomás de Santamaría, fray Pedro de Berrueta e fray Vicente de Santamaría, no pasan por enfermedades e otros impedimentos” (Archivo General de Indias, Contaduría, leg. 467, fols. 352v.-353r.). Fray Luis de Granada, por tanto, se quedó misionero en tierra. Y no por enfermedad, sino porque su provincial, fray Miguel de Arcos, no le dio permiso: lo destinó a una empresa de tierra adentro, a “restaurar” el maltrecho y abandonado convento de Escalaceli, en las estribaciones meridionales de la sierra de Córdoba.
En ese sitio y en ese destino iba a trabajar fray Luis doce años, de 1534 a 1545, los más luminosos y serenos de su vida: restauró el convento, y se “destapó” como predicador. Escalaceli era, desde su fundación en 1423, casa de oración y de estudio y de predicación.
San Juan de Ávila, el “Apóstol de Andalucía”, a quien el obispo de Córdoba, fray Juan Álvarez de Toledo, “incardinó” a la diócesis, gustaba ir a rezar las horas litúrgicas con fray Luis.
El 6 de febrero de 1538 el Cabildo eclesiástico de Córdoba acordó encargar a fray Luis los sermones de la cuaresma de aquel año. Fray Luis aceptó el encargo, un poco asustado, porque no era costumbre que un mismo predicador asumiese tan grave tarea “entre coros”; y acudió a su amigo y maestro san Juan de Ávila, que estaba en Granada, pidiéndole orientación para salir airoso del compromiso. San Juan de Ávila, tomando y dejando la pluma, se volvió en una respuesta larga y tendida —un tratado— que fray Luis guardó como un tesoro, y, cuando volvió, los discípulos de Ávila empezaron a recoger cartas del maestro para publicarlas, y les dio copia. La carta-tratado figuró “la primera” del primer tomo del Epistolario avilino, pero con un epígrafe generalizado: “a un predicador”. Andando el tiempo, fray Luis “revelará” a la discípula de san Juan de Ávila, Ana Ponce de León, que fue escrita a él “cuando comenzaba a predicar”. Fray Luis predicó no sólo en Córdoba, sino en otros lugares, haciéndose famoso y fructuoso en el pueblo de Dios.
Tanto, que el cardenal Juan Álvarez de Toledo, anterior obispo de Córdoba, obtuvo privilegio para que fray Luis pudiese ir por toda España con el púlpito en las manos. El primero en aprovecharse de los servicios de fray Luis fue el conde de Palma del Río, Luis de Portocarrero, que se lo llevó de prior y predicador a su villa. Protestó el Ayuntamiento de Córdoba, pidiendo que no se marchase; y cuando se consumó la vida, reclamó que volviese. Parece que no consiguió nada: el provincial destinó a fray Luis a Badajoz. Y como Badajoz estaba cerca de Évora, y no había vallas en la frontera, la fama del predicador llegó a oídos del arzobispo de la vecina ciudad lusa, que era nada menos que cardenal y príncipe (y después fue Rey). Don Enrique se prendó de fray Luis, que le andaba renovando con sus sermones la grey, y, poderoso caballero, consiguió que la Orden lo transfiliase a la provincia de Portugal, con residencia en el convento de Évora. A fines, pues, de 1550 o principios de 1551 pasó fray Luis al convento de Évora; y como el cardenal no sólo regía la archidiócesis de Évora, sino también se ocupaba en asuntos del gobierno, repartía su tiempo y viajaba con frecuencia a Lisboa. Se llevaba a fray Luis como confesor, consejero, predicador, amigo. En la Corte lusa, la reina era Catalina de Austria, hermana de Carlos V.
También ella eligió a fray Luis como confesor. En definitiva, fray Luis residirá prácticamente el resto de su vida en Santo Domingo de Lisboa. Y para premiarlo y tenerlo más seguro, la Reina y su cuñado el cardenal presionaron para que los dominicos portugueses eligiesen provincial a fray Luis (1556-1560).
Fray Luis publicó en 1532 dos piezas en latín, adornando los secos comentarios del maestro Astudillo a textos de Aristóteles. En Escalaceli recibía y escribía cartas, y allí esbozó el Libro de la oración y sacó apuntes a manta de los autores clásicos y de los santos padres para enriquecer de jugo doctrinal y belleza literaria sus sermones. En su Epistolario hay tres epístolas extensas, pergeñadas en un romance transparente y vivencial que garantizan ya lo que Azorín diría: “En fray Luis de Granada se inicia la lengua castellana moderna” (De Granada a Castelar, 1992: 9). Se conoce también un fragmento de sermón, que Agustín Salucio, entonces joven estudiante, le oyó en 1544, y le impresionó tanto que lo aprendió de memoria y lo reprodujo luego en Avisos para los predicadores del santo evangelio.
Fray Luis es, ante todo, un ‘predicador’, que habla al alma en el púlpito y en el escritorio. En cierto modo, todos sus escritos son coloquios con los lectores, lecciones vivenciales. Su estilo es fina taracea granadina.
Pero no se decidió a sacar a la luz, impresos, sus libros hasta su edad madura: en 1554 publicó el Libro de la oración (Salamanca, Portonaris), que tuvo un resonante éxito. En 1556-1557, Guía de pecadores, en dos tomos (Lisboa, Blavio). Con extraordinaria acogida de público. Y con una inesperada veda: en esos años el inquisidor general, Fernando de Valdés, desató una arrasadora campaña (según unos, para librarse de una inminente caída en desgracia o, según otros, para evitar que el país se “luteranizase”) contra la marea de los libros “heterodoxos”. Las tres obras de fray Luis, “calificadas” por Melchor Cano con malevolencia, fueron metidas en el Índice de libros prohibidos (Valladolid, 1559). En compañía de otras de san Francisco de Borja, de san Juan de Ávila y, sobre todo, de Bartolomé de Carranza, que fue la principal víctima.
Avisado del inminente peligro, fray Luis viajó a Valladolid, y por mediación de la princesa Juana, regente del reino en ausencia de su hermano Felipe II, consiguió una entrevista con Fernando Valdés. De ella dio cuenta en carta a Carranza, que se conserva: acorraló al inquisidor, que no supo darle una respuesta digna, atrincherándose en que el Catálogo estaba ya en manos del impresor. Fray Luis quería salvar a toda costa su libro y se ofrecía lo que fuese menester en ellos.
Nada consiguió, y en la carta puso un dicho que debía de andar en boca de los que acudían a la Corte sin lograr lo que pretendían: “Por Valladolid, ni al cielo quisiera ir”; fray Luis le quitó la punta añadiendo: “Si no fuera por ver a Dios y a vuestra reverencia”.
En Lisboa, de regreso, corrigió y rehízo los libros.
Valdés y Cano, sus acérrimos censores, ya habían desaparecido del escenario político e inquisitorial. De nuevo volvieron a ser pasto de los lectores esos libros.
Entre sus devotos, santa Teresa de Jesús, que fue gran lectora de fray Luis.
Fray Luis aumentó su personal biblioteca espiritual con el Memorial y las adiciones (1565-1574). Y con una monumental Introducción del símbolo de la fe (4 tomos), que dedicó y auspició el cardenal Quiroga, nuevo inquisidor general.
Publicó, además, un Compendio de doctrina cristiana, con sermones “para las principales fiestas del año”, en portugués. Y a ruegos de san Carlos Borromeo, escribió en latín una serie que representa el doble de sus escritos en romance: el tratado De officio et moribus episcoporum (ediciones de Lisboa, 1565, y Roma, 1572), Canciones de tempore (4 tomos), Canciones de sanctis (2 tomos), Rhetorica eclesiástica (Lisboa, 1575), Collectanea philosophiae moralis (3 tomos, Lisboa, 1571), Silva locorum communium (2 tomos, Salamanca, 1585).
El legado literario de fray Luis es realmente enorme.
Y el número de ediciones que obtuvieron sus libros ha sido tan abundante, que las reseñadas por Maximino Llaneza pasan de las cuatro mil. Aún hoy continúan traduciéndose y editándose libros de fray Luis en inglés, francés, italiano y japonés. Nicolás Antonio, príncipe de los polígrafos, tejió, al tratar de fray Luis en su Biblioteca Hispana Nova, un elogio tan subido, que lo pone en cúspide de los escritores hispanos [Álvaro Huerga Teruelo, OP, en Biografías de la Real Academia de la Historia]
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Luis IX, rey de Francia;
HISTORIA
Nació en Poissy en 1215, localidad donde aún se muestran las pilas de piedra donde lo bautizaran. Fue coronado rey en 1226, con el nombre de Luis IX. La regencia se confió a su madre Blanca de Castilla.
En dos oportunidades el rey cristiano se embarcó en Aigües Mortes para marchar en cruzada contra los musulmanes que habían conquistado toda la costa meridional del Mediterráneo, y en ambos casos, las expediciones acabaron desastrosamente. Fue derrotado tanto en Egipto como en Túnez. En ocasión de la cruzada de 1248, lo hicieron prisionero en Damieta , y en 1270, murió de peste frente a Túnez.
Su hermano Cairlos de Anjou hizo depositar su corazón y sus entrañas en la iglesia abacial de Monreale, cerca de Palermo, mientras que su cuerpo se trasladó a Saint Denis.
Su historia fue popularizada por la Crónica del señor de Joinville, pero el arte se ha inspirado más en el relato edificante de Guillaume de Saint Pathus, confesor de la reina Margarita. De ahí que en la Edad Media se lo haya representado muy poco en el ejercicio real, y en cambio se haya preferido tratarle como a un segundo san Francisco de Asís, coronado, haciéndose administrar la disciplina por su confesor, alimentando a un religioso enfermo de lepra de la abadía de Royaumont, y lavando los pies a los pobres, en imitación de Jesucristo.
CULTO
El papa Bonifacio VIII canonizó al rey Luis IX de Francia el 11 de agosto de 1297, sólo veinte años después de su muerte.
En 1306, durante el reinado de Felipe el Hermoso, tuvo lugar el traslado de la cabeza de San Luis a la Sainte Chapelle de París, que él hiciera construir para conservar y venerar la Corona de espinas de Jesucristo.
En Francia, además de ser el patrón de París, es también el de Poissy, su ciudad natal, donde fuera bautizado, y también de la abadía cisterciense de Royaumont, que es fundación suya. En Notre Dame de Poissy los peregrinos rascaban el fondo de la pila bautismal para extraer un polvo al que se atribuían propiedades milagrosas.
Su culto está probado desde principios del siglo XIV, especialmente por la consagración de la capilla del castillo de Enguerrand de Marigny, en Mainneville, cerca de Écouis, donde se encuentra la más antigua de sus estatuas de piedra policromada (hacia 1307).
Pero fue en el siglo XVII cuando san Luis se convirtió en el patrón de la monarquía francesa y cuando su culto adoptó un carácter dinástico y nacional al mismo tiempo. El nombre de pila Luis se convirtió en hereditario en la familia real borbónica. Luis XIV le dedicó numerosas iglesias, no sólo en Francia: la iglesia de Saint Louis en l'Ile, en París, las catedrales de Versalles, Blois, La Rochelle, Toulon; y en Alsacia las iglesias de Sainte Marie aux Mines (1674), Neuf Brisach (1699); pero también en el extranjero: por ello la iglesia de la colonia francesa de Roma se puso bajo la advocación de San Luigi dei Francesi.
Al mismo tiempo, los jesuitas, para exhibir sus relaciones con la Casa real de Francia, adoptaron a san Luis como protector de su orden. Su iglesia parisina de la calle de Saint Antoine se puso bajo su advocación.
En el siglo XVIII, Luis XV puso bajo la advocación del rey santo la capilla de la Escuela Militar, obra maestra de Gabriel.
En Italia, san Luis se había hecho popular desde la Edad Media, gracias a la Casa de Anjou que reinaba en Nápoles y también a causa de la propaganda de los franciscanos que se jactaban de contar con un rey de Francia entre los miembros de la tercera orden de san Francisco.
Patronazgos de corporaciones y oficios
San Luis había hecho componer al preboste de los comerciantes, Étienne Boileau, el Libro de los Oficios, por ello numerosas corporaciones parisinas lo habían elegido como patrón: los albañiles y los carpinteros de obra, porque había hecho construir la Sainte Chapelle, los merceros que tenían tienda en las galerías del Palacio de la Cité, los bordadores de casullas, costureros, pasamaneros y botoneros, a causa de su generosidad hacia las iglesias, los peluqueros, fabricantes de pelucas y barberos, porque, según Joinville, san Luis rey estaba mu bien y se hizo rasurar la barba antes de la primera cruzada. Pero resulta más difícil explicar la devoción de los pescadores con caña (o línea), que también se habían puesto bajo su patronazgo.
Según Sauval se habría convertido en el patrón de los fabricantes de ropa blanca, porque había concedido a los comercios de ese ramo la autorización para exhibir sus mercaderías en la calle de la Lingerie, cerca del cementerio de los Inocentes.
Se lo invocaba contra la sordera a causa de un juego de palabra con su nombre Luis ('Ouie: el Oído), contra la ceguera, porque fundó el Hospicio Quinze Vingts, y contra la peste, de la que fuera víctima.
La Asociación de los Amigos de san Luis fue creada en 1945 para mantener el culto «nacional y religioso" del más cristiano de los reyes de Francia.
ICONOGRAFÍA
Aunque numerosas imágenes de san Luis se hayan destruido en los tiempos de la Revolución, a causa de las flores de lis que lo ofrecían al fanatismo iconoclasta de los jacobinos, su iconografía es aún muy rica.
Desgraciadamente, sólo tiene un escaso valor documental, puesto que la costumbre, en los tiempos monárquicos, era representar a san Luis con los rasgos del rey reinante. La estatua de la iglesia de Mainneville (Eure), encargada por el Enguerrand de Marigny, quizá sea un retrato de Felipe el Hermoso; el San Luis del Louvre, que procede de la portada del hospital de los Quinze Vingts, reproduce los rasgos de Carlos V; en el retablo del Parlamento (siglo XV), el San Luis que forma pareja con Carlomagno es Carlos VII.
Dicha tradición sobrevivió hasta el siglo XVII en las iglesias de los jesuitas (capilla del Liceo de Poitiers) donde bajo el nombre del rey santo se glorifica a sus sucesores, Luis XIII y Luis XIV. Todas esas pretendidas imágenes de San Luis, en verdad sólo conciernen a la iconografía de los reyes de Francia. Suele formar pareja con Carlomagno, otro patrón de la corona de Francia.
Los atributos tradicionales de san Luis son el traje constelado de flores de lis de Francia, la corona y el cetro a los cuales se agrega la corona de espinas y los tres clavos de la Crucifixión considerados como sus más preciosas adquisiciones. A veces tiene en las manos la maqueta de la Sainte Chapelle (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
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