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lunes, 25 de diciembre de 2023

La pintura "Adoración de los Pastores", de Murillo, en la sala V del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Adoración de los Pastores", de Murillo, en la sala V del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.  
      Hoy, 25 de diciembre, Pasados innumerables siglos desde de la creación del mundo, cuando en el principio Dios creó el cielo y la tierra y formó al hombre a su imagen; después también de muchos siglos, desde que el Altísimo pusiera su arco en las nubes tras el diluvio como signo de alianza y de paz; veintiún siglos después de la emigración de Abrahán, nuestro padre en la fe, de Ur de Caldea; trece siglos después de la salida del pueblo de Israel de Egipto bajo la guía de Moisés; cerca de mil años después de que David fuera ungido como rey; en la semana sesenta y cinco según la profecía de Daniel; en la Olimpíada ciento noventa y cuatro, el año setecientos cincuenta y dos de la fundación de la Urbe, el año cuarenta y dos del imperio de César Octavio Augusto; estando todo el orbe en paz, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su piadosísima venida, concebido del Espíritu Santo, nueve meses después de su concepción, nace en Belén de Judea, hecho hombre, de María Virgen: la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo según la carne [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
      Y qué mejor día que hoy para ExplicArte la pintura "Adoración de los Pastores", de Murillo, en la sala V del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
      El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
     En la sala V del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Adoración de los Pastores", obra de Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682), siendo un óleo sobre tabla en estilo barroco de la escuela sevillana, pintado hacia 1668-69, con unas medidas de 2,90 x 1,92 m., y procedente de la iglesia del Convento de Capuchinos, de Sevilla, tras la Desamortización.
      La anécdota y el realismo de la escena parecen ser el tema principal de la misma. Con la Adoración de los Pastores, Murillo retrata personajes populares de distintas edades y géneros, llenos de espontaneidad y elegancia. Diferenciamos dos planos: el superior, en el que observamos un rompimiento de gloria con angelillos y el inferior en el que se desarrolla la acción. Dentro de una atmósfera intimista, destaca a la derecha la figura elegante de la Virgen con el Niño en su regazo. A la izquierda se arremolina el grupo de pastores en distintas actitudes, de rodillas unos, dialogando entre ellos otros, todos tratados desde una perspectiva realista. El tratamiento de la luz en diagonal, le permite crear efectos de claroscurismos que hacen adivinar algunas formas en la penumbra como la del buey.
     Esta obra es exponente del estilo habilidoso y colorista que Murillo alcanzó en esta época.
     El espíritu austero y de pobreza fomentado por los monjes capuchinos, lo rezuman cada uno de los personajes de este lienzo. Murillo, miembro ya en este momento del proyecto de Miguel de Mañara en la Caridad, entiende que así debe ser la religiosidad: cercana a ese pueblo que le da sentido y además le sirve de modelo para sus telas.
     Esta Adoración, la más personal, sin lugar a dudas, de las que hiciera Murillo en toda su carrera, advierte además un cambio de mentalidad en el pintor, derivado de la madurez alcanzada en su pintura. Su experiencia y capacidad como dibujante le llevan a realizar una versión magistral de este tema, apartándose de los modelos de las estampas, como en ninguna otra de las adoraciones. Ya no copia. Crea (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
     Sevilla y Murillo son dos nombres unidos en la historia y en el arte y difícilmente pueden entenderse el uno sin el otro. Nació Murillo en los últimos días del año 1617 puesto que fue bautizado el 1 de enero de 1618. Su padre fue barbero cirujano de profesión, oficio que le permitió llevar un nivel de vida discreto y poder mantener su extensa familia, ya que tuvo catorce hijos, siendo Bartolomé el último de ellos. Muy pronto la vida familiar se deshizo ya que el padre murió en 1627 y su madre al año siguiente, por lo que desde muy joven tuvo que quedar bajo la custodia de su hermana mayor llamada Ana.
   Existen noticias de su aprendizaje artístico que indican su asistencia al taller de Juan del Castillo, pintor de categoría secundaria dentro del ámbito de la pintura sevillana de su época. Este aprendizaje duraría cinco o seis años y probablemente se realizó entre 1633 y 1640. En 1645 contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera y de esta unión nacieron diez hijos. La fecha de su boda coincide con el inicio de su carrera artística ya que desde ese año aparece contratando importantes conjuntos pictóricos, adquiriendo desde muy pronto una fama muy considerable que le acompañó el resto de su vida. En 1663 murió su esposa y Murillo no volvió a contraer matrimonio.
   En su larga trayectoria artística Murillo trabajó para los principales edificios religiosos de Sevilla y también para la alta burguesía y la nobleza. Un accidente de trabajo cuando ya era un hombre anciano precipitó el final de su vida; Murillo se cayó de un andamio cuando pintaba en su taller una obra de grandes dimensiones. Este accidente ocurrió seguramente en 1681 y después de haber pasado un año sufriendo dolorosos achaques murió en Sevilla en 1682.
   Murillo fue un artista moderno y renovador en su época, puesto que supo introducir en su pintura el espíritu dinámico y vitalista del barroco. Fue un magnífico dibujante y un habilidoso colorista, técnicas que supo perfeccionar intensamente con el paso de los años. Por otra parte supo desdramatizar la pintura religiosa captando figuras populares y bellas que miran amablemente al espectador; igualmente supo introducir en su pintura presencias y sentimientos que proceden de la vida doméstica y que permitieron que el público se identificase plenamente con ellas. Fue Murillo un pintor muy popular en su época y en siglos posteriores, merced a la gracia y elegancia de sus figuras y al armonioso equilibrio que supo mantener entre la trascendencia espiritual y la vulgaridad de la vida cotidiana.
   El núcleo principal de obras de Murillo conservado en el Museo procede de la iglesia de los Capuchinos de esta ciudad para la que Murillo realizó las pinturas que adornaban su retablo Mayor y también las que figuraban en los pequeños retablos de todas las capillas laterales. El encargo de este importante conjunto le fue encomendado en 1655 y a lo largo de este año y el siguiente Murillo se ocupó de pintar los cuadros del retablo Mayor, los de los dos pequeños retablos que figuraban en los laterales del presbiterio y los de las pinturas de San Miguel Arcángel y del Ángel de la Guarda que estaban colocados en las paredes de la cabecera del templo, sobre las puertas que comunicaban  la iglesia con el interior del convento. La realización de las pinturas de las capillas laterales de la iglesia no se inició hasta 1668, ocupándose Murillo durante un año de la conclusión de esta segunda serie de obras para los Capuchinos.
   Este conjunto pictórico se salvó de ser robado por los invasores franceses en 1810 merced a que los frailes, conscientes de que iban a ser saqueados, llevaron las pinturas a Gibraltar donde por ser territorio inglés quedaron a salvo. Acabada la Guerra de la Independencia el conjunto pictórico regresó al convento con excepción del San Miguel y una Santa Faz que quizá fueron entregados a quienes en Gibraltar custodiaron las pinturas. El resto fue restaurado a su regreso por el pintor Joaquín Bejarano, a quien en pago por sus servicios los frailes entregaron la pintura central del retablo: El Jubileo de la Porciúncula, que fue vendida por el restaurador y tras pasar por varias manos acabó en el Museo de Colonia en Alemania. Otra pintura del convento de los Capuchinos, El Ángel de la Guarda, fue regalada por los frailes a la Catedral en 1814 como agradecimiento por haberse custodiado allí por algún tiempo su tesoro artístico.  
     En sendos retablos dispuestos en el presbiterio figuraban  representaciones de la Anunciación y la Piedad que como ya se dijo estaban sobre las puertas que comunicaban con el convento, San Miguel Arcángel y el Ángel de la Guarda (Enrique Valdivieso González, La pintura, en El Museo de Bellas Artes de Sevilla. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
     Famosa pintura sobre lienzo, obra del genial Bartolomé Esteban Murillo, conocida generalmente como "La Adoración de los Pastores". Es, sin duda alguna, digna de figurar entre los mejores cuadros de su género, y aunque de tema cristífero, destaca mucho en él la dulzura y el hondo sentido maternal de la Virgen. Pertenece a la segunda serie de Capuchinos (1668). Por su popularidad, ha sido elegido como motivo de un sello navideño. Dimensiones: Guía de 1967, 2,83 x 1,88 mts.; Inventario de 1990, 290 x 191,5 cms. (Juan Martínez Alcalde. Sevilla Mariana. Repertorio Iconográfico. Ediciones Guadalquivir. Sevilla, 1997).
Conozcamos mejor la Historia, Culto e Iconografía de la Solemnidad de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo;
HISTORIA
   De acuerdo con la tradición adoptada por la Iglesia, Cristo habría nacido en Belén, un 25 de diciembre, a media noche.
   En realidad el lugar y la fecha de nacimiento son desconocidos.
   Acerca del sitio donde nació, los Evangelios profesan opiniones contradictorias. Mateo y Lucas hacen nacer a Jesús en Belén; Marcos y Juan creen que vio la luz en Nazaret.
   La tradición del nacimiento en Belén se apoya en una profecía de Miqueas (5: l). Se creía que el Mesías, descendiente del rey David, nacería como él en Belén. Pero el censo, que la historia vincula con el viaje de María y de José a este pueblo, es posterior en muchos años al nacimiento de Jesús.
   ¿El Mesías nació en Nazaret? Es lo que admitía Renan, arguyendo con el hecho de que a Jesús lo apodaran Nazareno. Los historiadores más recientes están menos seguros. El título de Nazareno, erróneamente interpretado en el sentido de hombre de Nazaret, en realidad significaría «Santo de Dios».
   En suma, nada  autoriza  a afirmar que Jesús haya nacido en Belén y no en Nazaret, o viceversa.
   La misma incertidumbre reina en torno al año de su nacimiento que no podemos fijar ni con una aproximación de quince años, ya cerca del día, fijado arbitra­riamente por la liturgia. 
   Lo que a primera vista nos asombra es el hecho de que ninguno de los evangelistas haya pensado en precisar la fecha de nacimiento del Mesías y que los apóstoles no hayan tenido la idea de celebrar el cumpleaños de su maestro desaparecido. Para comprender esta sorprendente omisión, debe recordarse que en la liturgia cristiana la única fecha importante era la de su muerte. Lo que en el Martirologio romano se llama Natalicio de un santo (dies natalis), no es, como la palabra parece indicar, el día de su nacimiento, sino por el contrario, el de su muerte. Y con Cristo pasó como con los santos. La liturgia se concentró en torno a su Resurrección. El domingo de Gloria de la Pascua relegó a la Natividad a la sombra.
CULTO
   Fijación del aniversario de la natividad
   Así, la fecha litúrgica del 25 de diciembre no reposa sobre dato histórico alguno. En los primeros tiempos cristianos la Natividad se celebraba el día de la Epifanía (6 de enero) y esa costumbre se conservó en la Iglesia de Armenia. A mediados del siglo IV, en 534, la fiesta, localizada en principio en Roma, en la basílica de Santa María la Mayor o del Pesebre (ad Praesepe), fue cambiada arbitrariamente por el papa Liberio al 25 de diciembre. 
 Debe admitirse que esa fecha no concuerda con el relato de la Anunciación a los pastores, que según Lucas, supieron la buena nueva en la estación en que pasaban la noche al aire libre con sus rebaños.
   ¿Por qué se eligió esa fecha y no otra cualquiera? Porque es la del solsticio de invierno. El Mesías, en efecto, es frecuentemente comparado con el Sol: es el sol de la Nueva Ley. Por ello se hace coincidir su fiesta con el renacimiento anual del as­tro solar.
   Quizá haya que tener en cuenta la influencia de las otras religiones de la antigüedad. La fecha del 25 de diciembre coincide con la fiesta del dios solar Mithra y con las Saturnales romanas que la Iglesia tenía interés en suplantar con una fies­ta cristiana.
   Sea como fuere, la fijación de la Navidad el 25 de diciembre comportó en consecuencia la de otras muchas, establecidas en relación con la Natividad, así como las hay en función de la Pascua: la Anunciación se celebra nueve meses antes (25 de marzo), la Circuncisión ocho días después (1 de enero), la Purificación de la Virgen o Presentación de Jesús en el Templo, cuarenta días más tarde (2 de febrero).
   La fiesta de Navidad
   Esta vacilación acerca de la fecha de la Natividad explica la aparición tardía de la fiesta de Navidad.
   En Roma, no está probada con  anterioridad al siglo IV, y la misa de gallo, que el Liber Pontificalis atribuyó al papa san Telesforo que vivió en el siglo II, en verdad no fue introducida antes del siglo V, después de la fundación de Santa María la Mayor. El Oriente había sido más precoz.
   El emperador Constantino hizo edificar una basílica en el lugar de la gruta (spe­os, spelaion) donde la Virgen habría parido tras no encontrar alojamiento en la venta o caravasar. Esta iglesia, que san Jerónimo llamó «ecclesia speluncae Salvatoris», fue dotada con un pesebre de plata por santa Helena, que se convirtió en un objeto de peregrinación tan célebre como la cruz de gemas del Gólgota.
   De esa primitiva basílica no queda casi nada, porque fue reconstruida en tiempos de Justiniano que la hizo decorar con mosaicos dorados que representan de un lado a los profetas de la Encarnación, y del otro el árbol genealógico de Jesé y el misterio de la Natividad.
   Apenas instituida, la fiesta de Navidad adquirió en Bizancio una importancia preponderante entre las solemnidades del año litúrgico. San Juan Crisóstomo la glorificó como «la más venerable de las fiestas».
   En Roma, a partir del siglo V, no se contentaron con celebrar la misa de gallo, ese día los sacramentarios prescribieron tres misas (trina celebratio): por la noche, al amanecer y durante el día.
   Tres in Natali debent missae celebrari.
   He aquí como santo Tomás de Aquino interpreta y justifica simbólicamente esta triple celebración. El día de Navidad -escribió en la Suma- se celebran varias misas para recordar el triple nacimiento de Cristo. La primera es el nacimiento eterno en el seno del Padre, que para nosotros permanece invisible y oculto: por eso la misa se canta por la noche. El segundo es de orden espiritual: es el nacimiento de Jesús en nosotros, por eso se canta una misa en la aurora. El tercer nacimiento de Cristo es corporal: es el instante en que sale del vientre virginal de su madre, revestido de carne y visible para nosotros. Por ello la tercera misa se canta a plena luz, con este introito: «Puer natus est nobis.»
   La basílica de Santa María la Mayor, que entre sus reliquias más insignes cuenta con el Pesebre del Salvador, expuesto en la capilla subterránea del Pesebre, es el principal santuario de este culto.
   La fiesta de Navidad no es sólo una solemnidad litúrgica, es también una fiesta esencialmente popular. Numerosos cánticos en latín y en lengua vulgar, las representaciones de los autos sacramentales o Misterios, los pesebres o belenes de los cuales san Francisco de Asís ofreció el primer ejemplo en Greccio, prueban esta uni­versal popularidad que a su vez reflejan las obras de arte.
ICONOGRAFÍA
   El estudio iconográfico del tema de la Natividad se divide lógicamente en tres partes:
l. Los Preludios, es decir los episodios anteriores al nacimiento: el Viaje a Belén y el censo, la Expectación del parto.
2. La Natividad propiamente dicha.
3. Los temas complementarios de la Adoración de los Pastores y de los Reyes Magos.
   La natividad
   El Nacimiento de Cristo está relatado en el Evangelio de Lucas (2: 7) con extrema brevedad: "Y (María) dio a luz a su hijo primogénito, y envolvióle en pañales, y lo reclinó en un pesebre, porque en el mesón no había lugar para ellos". 
   La piedad popular pedía más que esa lacónica, seca información sumaria, tan desprovista de poesía como un acta de estado civil. Los Evangelios apócrifos acudieron en su ayuda bordando pintorescos adornos sobre ese cañamazo. A ellos se debe la introducción de las dos comadronas, la crédula y la incrédula. El buey y el asno, humildes compañeros olvidados por san Lucas, aunque el símbolo evangélico de éste sea precisamente un buey, tienen el mismo origen: con sus alientos cálidos que escapan como humo de sus fosas nasales, calientan la atmósfera glacial del establo y confieren a la Natividad el encanto ingenuo de una tierna leyenda franciscana. 
   De acuerdo con la Leyenda Dorada, la Natividad de Jesucristo estuvo acompañada de numerosos prodigios: el milagro de los tres soles, el derrumbe del templo de la Paz, la aparición de una estrella a la sibila y al emperador Augusto, el surgi­miento de una fuente de aceite que fluyó en el Tíber.
Las dos versiones de la natividad
   Los teólogos tenían otras preocupaciones que también se reflejan en la iconografía de la Natividad. Había dos maneras de imaginar el Nacimiento de Cristo. Según unos, la Virgen habría parido con dolor; según los otros, habría tenido el privilegio de dar a luz sin sufrimiento.
   Es la segunda opinión la que acabó imponiéndose, en Oriente como en Occidente.
   En una descripción de la Natividad de Marcos Eugénicos, se dice que «la Virgen, habiendo parido sin sufrimiento, no está en absoluto fatigada ni pálida; no siente necesidad de acostarse, sino que se sienta con solemnidad como una reina y los Reyes Magos prosternados adoran al Niño Rey que sostenía en las manos».
   El concilio de Trento ratificó esa doctrina. De acuerdo con su portavoz, el jesuita flamenco Molanus, deben separarse del pesebre a las comadronas, puesto que la Virgen parió sin dolor. Y en el parto no debe representarse yacente y enferma (de­ cumbens et aegrotans), sino de rodillas, según la visión de Santa Brígida, en adoración ante el Niño.
   De esta dualidad de opiniones derivan dos tipos iconográficos enteramente diferentes.
   1. En la versión siria retomada por los bizantinos, la Natividad es un verdadero parto. La Virgen está acostada sobre un colchón, parece agotada por la fatiga, yace de costado y se vuelve hacia el Niño que una comadrona está bañando.
   2. En el arte occidental de finales de la Edad Media, la Natividad se convierte en una adoración. La Virgen, que según se ve, no ha sufrido, está arrodillada, con las manos unidas ante el Niño desnudo y luminoso, acostado sobre una gavilla de paja o sobre un pliegue de su manto.
   1. El tema bizantino del parto
La escena tiene lugar en una gruta, que sirve como establo y como habitación al mismo tiempo, como era costumbre en Palestina.
La Virgen, el Niño y san José
   La Virgen está acostada en el lecho junto al recién nacido fajado (pannis involutus) que está acostado, ya en un pesebre, ya en una cuna.
   En las miniaturas anglosajonas de la escuela de Winchester (siglos X-XI) que decoran el Benediccional de Aethelwold y el Misal de Robert de Jumieges, se ve una mujer guiada por un ángel que coloca un almohadón bajo la nuca de la Virgen. 
   A veces, a consecuencia de una contaminación con el tipo de la Virgen de la Leche, la Virgen acostada amamanta al Niño, ya fajado, ya desnudo.
   En el arte francés del siglo XII, el pesebre suele reemplazarse con un altar. Se ha explicado esta innovación por la intención de expresar simbólicamente que a partir de su nacimiento Jesús estaba destinado a sacrificarse por la salvación de los hombres. Allí debería verse más bien la influencia del drama litúrgico de Navidad, del cual sabemos que el pesebre estaba situado en mitad del altar mayor, iluminado por una estrella que se deslizaba a lo largo de una cuerda.
   José, que no cuenta para nada en el nacimiento del Niño Dios, sólo tiene el papel de un simple extra. Sentado en un rincón, enfurruñado o adormilado, descansa sobre el arreo del asno desalbardado, que le sirve de asiento.
   No obstante, a veces intenta ser útil. Lleva al Niño en brazos que le alcanza a la Virgen, a menos que sostenga un candil encendido cuya llama protege con la mano, para iluminar la oscuridad de la gruta: es un medio para señalar que es de noche.
   Los pintores alemanes del siglo XV le imponen humildes trabajos un tanto ridículos: se quita las calzas para calentar al recién nacido, o atiza el fuego con un fuelle para que se caliente la papilla. Esos detalles familiares se han tomado de los autos sacramentales.
Las dos parteras y el Castigo del incrédulo
   Según el Evangelio del Seudo Mateo (cap. XIII), fue José quien se encargó de ir a buscar a las dos parteras (obstétricas), o como se decía con mayor frescura en francés arcaico, dos vientreras, para que ayudaran en el parto de María.
   En el Protoevangelio de Santiago (cap. XIX), sólo se trata de una partera. Pero el Seudo Mateo menciona dos, de las que conoce hasta sus nombres.
   En el arte bizantino, especialmente en los frescos rupestres de Capadocia, se la llama Salomé y Maia (Mea); este último nombre, que significa simplemente «la partera» (del cual deriva la expresión maieutica, preferida por Sócrates) se convirtió en un nombre propio. El arte de Occidente distingue Zelomi y Salomé, aunque en realidad se trate del mismo nombre. 
 La primera, Zelomi, después de haber examinado a la parturienta, declara sin vacilar que ésta sigue virgen después del parto: Virgo concepit, virgo peperit; post par­tum virgo permansit. La segunda, Salomé, permanece incrédula, duda de ese parto virginal, sin obra de hombre, contrario a todas las reglas; como santo Tomás, pide tocar para creer. Pero se le secan las manos: para curarse le basta tocar los pañales (fasciae) del Niño Dios que en el pasado se llamaban «las banderas de infancia» de Jesús.
   En los autos sacramentales, la Salomé de los Evangelios apócrifos fue reemplazada por Santa Anastasia, cuyo nombre se deformó en Homnestasia, Omnestasia o Netasia.
   Dicha Anastasia, a quien fue a buscar José, tenía las manos cortadas; sólo le que­ daban muñones, lo cual la volvía inepta para hacer parir a la Virgen. Pero las manos volvieron a crecerle milagrosamente, de manera que pudo asistir a María y recibir en brazos al recién nacido.
   Esta variante procede de una contaminación  con la leyenda de la partera cuyas manos resecas curan al ponerse en contacto con los pañales del Niño Jesús. A esta leyenda piadosa alude la Plegaria de Huon de Burdeos, rimada por Alexandre Arnoux:
   Seigneur Jésus qui régnez dans le ciel.../ Au même temps que la Vierge en gésinel Vous enfantait dans /'étable voisine, / Sainte Onnestase a Bethléem vivait! Qui n 'avait pas de mains ni de poignets .../ Elle vous prit , chétif sur la paille. / A ses moignons vous [Cites recueillil Et tout soudain, par volonté divine / Il lui poussa des mains droites et fines. 
   Señor Jesús  que reinas  en el cielo...
   Al mismo tiempo que la Virgen de parto
   Os daba a luz en el establo vecino,
   Santa Onnestasia que en Belén vivía 
   Y que ni manos ni muñecas tenía... 
   Os cogió, endeble, sobre la paja
   Entre sus muñones fuisteis vos recogido 
   Y de pronto, por voluntad divina
   Le crecieron manos, derechas y finas.
   San Jerónimo niega la presencia de las comadronas y afirma que María, habiendo parido sin dolor, no tuvo necesidad de ayuda alguna y fue partera y parturienta al mismo tiempo: «Maria ipsa et mater et obstetrix fuit».
   Esta protesta de un doctor de la Iglesia habría tenido algún efecto si las comadronas se hubieran introducido en la escena sólo para asistir a María durante el parto y ocuparse del recién nacido. Pero también se trataba de otra cosa. El objetivo teológico de esta leyenda era probar el parto sobrenatural de Cristo, Hijo de Dios, produciendo el testimonio de dos comadronas particularmente expertas en su oficio. La desconfianza y la incredulidad de una de ellas reforzaba su testimonio, de la misma manera que la experiencia táctil de santo Tomás introduciendo la mano en la herida de Cristo se interpretaba como la prueba más convincente de la Resurrección.
   La credulidad popular persistió por ello en confiar en el relato de los Evangelios apócrifos: la historia de la partera incrédula fue popularizada por la Leyenda Dorada, y por los autos sacramentales del teatro de los Misterios .
   En un manuscrito de los Milagros de Nuestra Señora se lee: «Salomé que no creía que Nuestra Señora hubiera parido virginalmente, sin obra de hombre, perdió las manos porque quiso comprobarlo; se arrepintió, puso las manos sobre Nuestro Señor y éstas le fueron devueltas.»
   La leyenda todavía se puso en escena en el Misterio de la Encarnación y Natividad de Nuestro Salvador Jesucristo, que fue representada en Ruán en 1474.
   En estas condiciones resultaría sorprendente que, como lo creyera E. Mâle, ese motivo que en el siglo IX vemos tratado en un fresco descubierto en 1944 en Castel Seprio, Lombardía, y en el siglo XI, sobre las puertas de bronce de Hildesheim, en los XII y XIII sobre los capiteles de Chartres y de Lyon, y las vidrieras de Laons y de Mans, desapareciera bruscamente del arte cristiano.
   «A partir de ese momento -asegura E. Mâle- la leyenda de las comadronas ya no se encuentra en nuestras catedrales, ni tampoco se la ve más en los manuscritos miniados de los siglos XIII y XIV. Parece que la extrema ingenuidad del antiguo relato haya molestado a la Iglesia. En el siglo XIII los artistas olvidaron  el motivo de las comadronas, que se remontaba a los primeros tiempos del arte cristiano.»
   Si esta afirmación es válida para el arte francés, en cambio no se aplica a las demás escuelas, porque Italia, Flandes y Alemania ofrecen, aún en las postrimerias de la Edad Media, numerosos ejemplos de este motivo arcaico. 
 Italia. En su Natividad (Uffizi, Florencia) que data de 1424, Gentile da Fabriano permanece fiel a esta tradición. Otro tanto ocurre con Ottaviano Nelli en su Natividad de Foligno y con Lorenzo da Viterbo en su fresco de la iglesia de S. Maria della Verità, en Viterbo, en donde se ve a José que regresa a la gruta seguido por las dos parteras (1453).
   Países Bajos. Más típica aún es la célebre Natividad del Museo de Dijon, pintada hacia 1430, quizá para la cartuja de Champmol por el maestro llamado de Merodc o de Flémalle: las dos comadronas tocadas con turbante, como debían estarlo en la puesta en escena de los autos sacramentales tienen allí el papel principal y su diálogo está escrito sobre filacterias.
   Zelomi, arrodillada frente al Niño recién nacido, da testimonio de la virginidad milagrosa de la joven madre diciendo: Virgo peperit filium. Salomé, volviéndose hacia su comadre, hace por el contrario un gesto de incredulidad y objeta: Credam quum probavero (Lo creeré cuando tenga la prueba). Enseguida es castigada por su escepticismo, porque su mano derecha queda súbitamente paralizada. Un ángel que desciende del cielo le aconseja que toque al Niño divino: Tange puerum et sanaberis (Toca al Niño y sanarás). Ese pequeño guión prueba que los autos sacramentales habían conservado hasta esta época la popularidad de la leyenda que la Iglesia aún no pensaba  incluir en el Index.
   El mismo tema vuelve a encontrarse en una Natividad atribuida a Jacques Daret (1433), que se encuentra en la Morgan Library de Nueva York. El Breviario del du­que de Borgoña Felipe el Bueno, que se conserva en la Biblioteca de Bruselas, y cuyas miniaturas se atribuyen a Jean Tavernier de Oudenarde o a G. Vrelant de Brujas, nos ofrece otro ejemplo que puede fecharse con la mayor verosimilitud en 1445. José y la partera que éste fuera a buscar están estupefactos al ver a la Virgen de rodillas frente al recién nacido. Su asombro está bien expuesto: José levanta su caperuza roja; la comadrona Zelomi, que se disponía a intervenir y ya se había arremangado, se queda pasmada frente al milagro, con los brazos caídos.
   Por último, es un tema frecuente en los retablos de madera labrada de Flandes y de Brabante, de finales del siglo XV. Como pruebas tenemos un pequeño retablo en el Louvre, otro en el Museo de Gante, y un tercero en la colección Blair de Chicago donde, detrás de la Virgen arrodillada hay dos mujeres, una de las cuales, la partera incrédula, se mira la mano desecada.
   Alemania. Esta tradición se prolonga en Alemania, como lo atestigua el retablo de la iglesia de San Blas de Bopfingen, pintado por Friedrich Herlin en 1472. Un cuadro del Art lnstitute de Chicago, pintado hacia 1512 por Albrecht Altdorfer también muestra detrás de la Virgen adorando al Niño Jesús, a José que trae a una comadrona.
   También se han encontrado ejemplos en la escultura suaba y alsaciana. El Museo de la obra Notre Dame de Estrasburgo posee un altorrelieve de madera de tilo policromada y dorada -hacia 1480- donde la Adoración aparece acompañada por el tema de la partera incrédula.
   Por lo tanto es a partir del siglo XVI y no del XIII, cuando este motivo escabroso desaparece definitivamente del repertorio del arte cristiano. Es una de las víctimas de la depuración iconográfica del concilio de Trento.
El lavado del niño
   La función de las comadronas no se limita a dar testimonio de la realidad de la maternidad virginal de María: ellas también preparan el baño del recién nacido. En el retablo de las clarisas de la catedral de Colonia, excepcionalmente, este trabajo es realizado por la propia Virgen y por San José que vierte agua en una cubeta.
   Una de las comadronas prueba la temperatura del agua con la mano. En el arte alemán suele ser su pie descalzo lo que moja en la bañera.
   ¿Cuál es el origen de este tema que no se menciona en los Evangelios canónicos ni tampoco en los apócrifos, pero que de todas maneras es muy frecuente en el arte bizantino que lo ha transmitido a Occidente?
   Se lo ha querido explicar por un texto, como es natural, y se ha pretendido que lo introdujo en el arte el hagiógrafo griego Simeón Metafrasto (el Traductor), quien vivió en el siglo X.
   Se trata de un error, puesto que puede citarse un ejemplo del siglo IX: una pintura mural carolingia de Italia meridional, en la cripta del monasterio benedictino de San Lorenzo, en el nacimiento del río Volturno.
   Es posible que se trate, simplemente, de una copia directa de los sarcófagos paganos donde el tema  aparece esculpido con  frecuencia en las representaciones del Nacimiento de Baco.
   Es un motivo muy discutible desde el punto de vista de la ortodoxia, porque si Cristo ha nacido de una Virgen, su nacimiento ha sido tan puro como su concepción. No necesitaba ser lavado como los hijos de los seres humanos aquél que vino al mundo para lavar a la humanidad las manchas del pecado original.
   Para responder a esta objeción, los teólogos sostuvieron que el Niño sólo había sido lavado en apariencia, pero que en realidad era él quien había purificado el agua del baño. Se trataría de una prefiguración del Bautismo, y por ello los artistas de la Edad Media dan a veces a la cubeta de la ablución la forma de las pilas bautismales.
   En efecto, en el arte simbólico de la Edad Media, de la misma manera que el pesebre está asimilado al altar, la bañera se transforma en pila bautismal, salvo cuando adquiere la forma de un cáliz eucarístico.
   Los antiguos iconógrafos, poco familiarizados con el arte bizantino, no comprendían nada de esta escena que interpretaban de una manera muy extraña, como San Juan Evangelista hundido en un recipiente con aceite hirviendo.
   A finales de la Edad Media la bañera adquirió la forma de una cubeta de madera.
   La escena desapareció a partir del siglo XV por dos razones. En primer lugar, por una de carácter doctrinario: resultaba irreconciliable con la creencia en la Virgen pariendo sin dolor y de manera sobrenatural, popularizada por el tema de la Adoración que sustituyó al Parto. En segundo lugar, por una razón estética: la escena del Lavado o Baño asociada con la Natividad comportaba un desdoblamiento del Niño, representado dos veces: fajado en el pesebre y desnudo en la cubeta o bañera. Esta yuxtaposición, que resultaba chocante como un  arcaísmo, no podía subsistir en el tiempo en que el arte de Occidente, más evolucionado, buscaba la unidad de la com­posición centrada en la Adoración del Niño Jesús.
2. El tema occidental de la adoración
   El tema de la Adoración del Niño Jesús, a partir del siglo XV sustituyó al motivo bizantino del Alumbramiento.
   En vez de mantenerse acostada debajo del recién nacido fajado, a partir de entonces la Virgen permanece arrodillada «flexis genibus», con las manos unidas frente al Niño desnudo, extendido sobre un montón de heno o sobre u n pliegue de su manto. Quem genuit adoravit.
   La Natividad de Cristo se diferencia de las de la Virgen y San Juan Bautista a la primera mirada, justamente por ese rasgo.
   La genuflexión de la Virgen
   ¿Cómo explicar una transformación tan radical de la iconografía tradicional? De acuerdo con una idea muy antigua, puesto que se encuentran vestigios suyos en la mitología griega, se consideraba que la posición genuflexa facilitaba el parto. Augea, identificada con Ilicia, diosa del parto, tenia como mote «en gonasi" («de rodillas» ), porque había parido a Télefo arrodillándose.
   Sin retroceder tanto en el tiempo, se ha alegado con la doctrina teológica del Parto sin dolor favorecida por el progreso del culto mariano; pero puede advertirse la acción de influencias más claras.
   Según E. Mâle, el libro Meditaciones del Pseudo Buenaventura, un franciscano italiano del siglo XIV que se llamaba Giovanni de Caulibus, habría tenido influenciea preponderante. Pero desgraciadamente, en dicha versión la Virgen habría parido de pie cogida a una columna. «Cuando llegó a la Virgen el momento de parir, se levantó en mitad de la noche y se apoyó contra una columna que había allí (cum venisset hora partus, surgens Virgo appodiavit se ad unam colurnnam quae ibi erat).» Agrega el autor que José, para ayudar, cogió un fardo de heno del pesebre que arrojó a los pies de la Virgen, y que el Hijo de Dios, saliendo del vientre de su madre sin causarle dolor alguno, fue proyectado al instante sobre el heno, a los pies de la Virgen.
   El cambio que comprobamos en la iconografía de la Natividad del siglo XV se explica mucho mejor, como lo ha demostrado el iconógrafo sueco Henrik Cornell, por la popularidad de las Revelaciones de otra mística: Santa Brígida de Suecia.
   Cuenta Santa Brígida que durante su peregrinación a los Santos Lugares, en 1370, se le apareció la Virgen en Belén, y fiel a la promesa que le hiciera en Roma, reconstruyó ante su mirada y con los menores detalles la forma en que pariera a Jesús. La Virgen vestía una túnica transparente (subtili tunica), a  través de la cual Brígida veía claramente su carne virginal. En el momento de parir se descalzó, como Moisés ante la Zarza ardiendo, se levantó el manto blanco, se quitó el velo, dejó caer sus cabellos dorados sobre los hombros, después preparó los pañales y vendas del Niño que dejó a su lado. Cuando todo estuvo bien dispuesto, flexion ó las piernas (genuflexa est) y comenzó a orar. Mientras rezaba de esa mane­ra, con las manos elevadas, el Niño nació súbitamente, envuelto en una luz tan deslumbrante que eclipsaba completamente la del pequeño candil de José. Entonces, inclinando la cabeza y con las manos unidas, la Virgen adoró al Niño con gran respeto, y le dijo: Bene veneris, deus meus, dominus meus et filius meus. Luego lo estrechó contra su pecho, le cortó el cordón umbilical con los dedos y lo vendó con cuidado.
   Esta descripción de matrona mística, tan experta como una comadrona en materia de partos (porque había tenido muchos hijos), concuerda  muy detalladamente con la nueva iconografía. Cornell cita una serie de pinturas inspiradas en la visión de santa Brígida, la más antigua de las cuales es, posiblemente, un fresco de finales del siglo XIV que se encuentra en Santa Maria Novella de Florencia. Una pintura sobre madera del Museo Cívico de Pisa, ejecutada a principios del siglo XV por Turino Vanni y una pequeña tabla de Siena de la Pinacoteca del Vaticano, atribuida a Sano di Pietro, reproducen de la misma manera todos los detalles del relato de santa Brígida. 
   La Virgen, cuyo pelo se le derrama sobre los hombros, adora de rodillas al Niño Jesús; ha puesto junto a ella el manto, los zapatos y los pañales que había preparado. La inscripción que escapa de su boca es la fórmula de bienvenida que conocemos tan bien: Bene veneris, dominus meus. Finalmente, la presencia de la mística sueca, arrodillada en un rincón, con ropas de viuda, con las manos unidas, o bien pasando las cuentas de un rosario, prueba sin lugar a dudas que esas Natividades italianas son el eco de las Revelaciones de santa Brígida.
   El arte alemán adoptó este motivo casi al mismo tiempo que el arte italiano. La Natividad suaba del Rosgarten de Constanza se remonta, aproximadamente, a 1420; la del maestro Francke, que se encuentra en la Galería de Arte de Hamburgo, pintada en 1424, es exactamente contemporánea de la Natividad de Gentile da Fabriano. Puede citarse un ejemplo aún más antiguo en la pintura franco neerlandesa de principios del siglo XV, en la cual el tema de la Adoración del Niño fue ilustrado hacia 1415 mediante una miniatura de Poi de Limbourg. Resulta evidente entonces que la visión de santa Brígida, preparada por todo un movimiento que se remonta a una época muy anterior a la del Pseudo Buenaventura, que es la de san Bernardo, ha renovado el tema de la Natividad no sólo en Italia sino en toda Europa.
   Estimamos que la creencia en la influencia de los textos sobre la iconografía no debe exagerarse, aunque consideremos válida la demostración anterior. La teoría que postula que «tanto en el siglo XV como en el XIII no hay una sola obra de arte que no se explique por un libro», amenaza con hacernos desconocer la acción no menos profunda de la vida de las formas. No se piensa lo bastante en la posibilidad de contaminaciones iconográficas entre temas tangentes o imbricados.
   Mucho antes del siglo XV el arte cristiano había representado al Niño Jesús adorado por los Pastores y los Reyes Magos, que forman parte de la escena de la Natividad. No es imposible que por un deslizamiento muy natural, la Natividad se haya convertido en una triple Adoración: las genuflexiones de los Pastores y de los tres Reyes Magos, sin contar las del buey y el asno, habrían acarreado la de la Virgen María.
El Niño luminoso
   E. Mâle también honra al arte italiano adjudicándole otro motivo muy característico de la nueva iconografía: el Niño luminoso convertido en fuente de claridad que irradia en las tinieblas como una luciérnaga. Dicho autor ve allí una invención de Correggio, y la fuente de dicho motivo sería la famosa Noche (Nochebuena) de la Galería de Dresde, pintada en 1530. «Lo que es de él -escribe literalmente- es el recién nacido radiante, que esparce la claridad en el cuadro como lleva la luz a las almas.»
   Esta reivindicación es doblemente errónea, porque ese motivo del Niño luminoso es muy anterior a Correggio y ni siquiera es de origen italiano.
   El arte bizantino ya conocía el tema del Niño iluminado desde afuera por las irradiaciones de la estrella milagrosa que guía a los Reyes Magos hacia el pesebre y les señala, como el haz de un proyector, al Niño que buscaban. En la miniatura y el mosaico pueden citarse ejemplos que se remontan al siglo XI: Menologio de Basilio, capilla Palatina de Palermo.
   Las Revelaciones de santa Brígida de Suecia hicieron pasar ese tema a Occidente a partir del siglo XIV. En efecto, la mística cuenta que el esplendor divino que emanaba del Niño Jesús anulaba totalmente la luz natural del candil que encendiera José.
   En las Horas de Étienne Chevalier, Jean Fouquet hace que el techo agujerea­do del establo sea atravesado por la luz de la estrella que alumbraba al Niño. A veces se introduce una variante: en la Natividad constelada de estrellas, pintada en 1424 por el Maestro Francke (Gal. de Arte de Hamburgo) es Dios Padre quien des­de lo alto del cielo proyecta un haz de rayos luminosos sobre el Niño Jesús desnudo. A partir de mediados del siglo XV triunfa otra concepción surgida de la primera con toda naturalidad: el foco de luz resulta introvertido: el Niño ya no es más iluminado desde afuera, sino desde adentro, su carne que se ha vuelto fosforescente irradia la luz que deslumbra el rostro extasiado de su madre.
   Fue en la escuela de los Países Bajos, en las obras del pintor eyckiano Petrus Cristus y del iluminador del Breviario del duque de Borgoña Felipe el Bueno; y posteriormente, en el artista primitivo holandés Geertgen tot Sint Jans (ant. col. von Kaufmann, Berlín), donde nació el tema que E. Mâle, erróneamente, atribuye a Correggio. El mérito de haber renovado el tema de la Natividad corresponde al «luminismo» nórdico procedente de los miniaturistas franceses, mucho más que a Correggio y a los pintores influenciados por Caravaggio. El valón J. Provost de Mons y el alsaciano Hans Baldung Grien lo tomaron a principios del siglo XVI. Pero fue la escuela holandesa del siglo XVII la que pudo captar la poesía y expresar el misterio del tema, gracias a la magia del claroscuro de Rembrandt.
Los ángeles adoradores
   Los ángeles aparecen tardíamente en la representación de la Natividad y siguen la huella del ángel Anunciador que alertara a los Pastores y a los Reyes Magos.
   El primer ángel que asiste a la Natividad es, en efecto, el ángel astroforo, cuya estrella guiara a los Reyes Magos hasta el pesebre de Belén. Después de haber mostrado el camino cumple el papel de introductor de los embajadores a quienes presenta al Niño Jesús.
   Poco a poco los ángeles se multiplican. En el siglo XV son ángeles niños que des­cendidos del cielo en enjambres se arrodillan y unen las manos ante el recién nacido, cuando no bailan una ronda aérea.
   Su alegría no sólo se manifiesta mediante gestos de adoración, sino también por un alegre concierto de voces e instrumentos que ofrecen al Niño Jesús. Inclinados sobre el techo de paja de la cabaña como una bandada de gorriones, cantan a toda voz Gloria in excelsis.
   En un bajorrelieve de la capilla Colleoni, en Bérgamo, se los ve tocar el laúd y hasta el órgano.
La mula y el buey arrodillados
   Los animales participan también en la Adoración del Niño luminoso. Igual que la Virgen y los ángeles, el buey y la mula (o el asno) caen de rodillas.
   A decir verdad, la presencia de los animales en el establo rupestre de la Natividad no se menciona en ninguna parte en los Evangelios canónicos.
   Esta tradición, probada a partir del siglo IV, está consignada por primera vez en el siglo VI, en el Evangelio apócrifo del Pseudo Mateo:
   «... salió María  de la gruta y se aposentó en un  establo. Allí reclinó al Niño  en un pesebre, y el buey y el asno le adoraron. Entonces se cumplió lo que había sido anunciado por el profeta Isaías: El buey conoció a su amo, y el asno el pesebre de su señor (Cognovit bos possessorem suum et asinus praesepe  domini sui).»
   De esa manera, como lo admite sin malicia el Pseudo Mateo que no ha intentado ocultar su fuente, la leyenda del buey y de la mula (o asno) se funda en un texto de Isaías (1: 3) apartado de su sentido original.
   Además se lo justifica por un texto de Habacuc interpretado de manera disparatada. Habacuc había escrito: «¡oh Yavé!, tus obras./ Dales existencia en el transcurso de los años, / manifiéstala en medio de los tiempos.» Los traductores le hacen decir: «Tú te manifestarás entre dos animales».
   Para justificar la presencia de los animales en la gruta, se imaginó que José los había llevado a Belén porque el gobernador romano había prescrito el empadronamiento no sólo de los habitantes sino también de la ganaderías. Esperaba con­tar con el asno para que sirviera de montura a la Virgen, y vender el buey para pagar el impuesto.
   En la exégesis simbólica, el buey y el asno son las prefiguraciones de los dos Ladrones entre los cuales fue crucificado Jesús, y también las de los judíos y los gentiles.
   «El buey -dijo Gregorio de Niza- es el judío encadenado por la Ley; el asno, que es una bestia de carga, lleva el pesado fardo de la idolatría. Bos judaicus populus, asi­nus gentilis.»
   Sin preocuparse por sutilezas de esa clase, el arte tradujo literalmente el relato del Pseudo Mateo. La alegoría se convirtió en un episodio real.
   Al reconocer la divinidad del Niño, el buey y el asno flexionan las rodillas y lo calientan con sus respiraciones.
Agnovit bos et asinus Quod puer erar Dominus.
   Según una tradición popular acadia, a media noche los bueyes se arrodillaron en los establos. No se podía turbar su adoración sin arriesgarse a la muerte. 
 En los iconos rusos, el asno, animal desconocido en la antigua Rusia, está reemplazado por un caballo.
   Tales son los elementos que han enriquecido poco a poco el tema bizantino de la Natividad.
La Natividad reformada por el concilio de Trento
   Esta iconografía se ha elaborado en el transcurso de la Edad Media y no parece que el arte moderno le haya agregado nada esencial. La Contrarreforma procedió antes por eliminación que por creación original. Contra el realismo pictórico y familiar de finales de la Edad Media, reaccionó eliminando a las comadronas o parteras, el baño del Niño y también el buey y el asno a los cuales se reprochaba no sólo su condición de apócrifos, sino, sobre todo, su falta de nobleza.
   En cuanto a las innovaciones que se le atribuyen, el motivo del Niño luminoso, y el coro de ángeles músicos son en realidad, como lo hemos visto, herencia del arte del siglo XV (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
A) La adoración de los pastores
   Deben distinguirse dos escenas consecutivas: la Anunciación del ángel a los pastores, que es el tema primitivo, de la Adoración de los pastores, que aparece en el arte mucho después, a finales del siglo XV.
1. La anunciación a los pastores
   El Evangelio de Lucas (2: 8-15) es la única fuente de la Anunciación a los pastores, o -como se decía en francés arcaico- de la Anunciación a los pastorcillos.
   «Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre su rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz, quedando ellos sobrecogidos de gran temor. Díjoles el ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías, Señor, en la ciudad de David.»
   Un villancico de la Champaña francesa transpone de manera ingenua, en un francés relleno de latín, ese pasaje del Evangelio:
   Les pasteurs qui s' eveillentl .../ Remplissent leurs bouteilles!... / Incontinent ils marchent/.../ Et emsemble arriverent /.../
   Los pastores que despiertan
   Gabrielis ore 
   Rellenan sus botellas 
   Bacchio liquore.
   Incontinentes marchan 
   Relicto pecore
   Todos juntos llegaron 
   In Bethleem Judae.
   La vidriera de la Natividad de la iglesia Saint Gervais de París comenta el acontecimiento en el siglo XVI, empleando una lengua vulgar que ya no necesita recurrir al latín:
   La Vierge à la fin des neuf moys / Enfanta Jésus, roy des roys. / Puis les angels par chants nouveaux / L'adnoncerent aux pastour eaux.
   La Virgen al fin de los nueve meses 
   Alumbró a Jesús, el rey de reyes.
   Luego los ángeles con flamantes cantos 
   A aquellos pastorcillos lo anunciaron.
   Los artistas de la Edad Media imaginaron un idilio a partir de ese relato, que se correspondía con el gusto de los calendarios de piedra de las fachadas de las catedrales y de los almanaques iluminados de los Libros de Horas.
   Los pastorcillos, generalmente en número de tres, llevan capas a la peregrina y un cesto. A veces están sobre pequeños zancos sujetos a los pies por una correa. Uno de ellos, que está sentado cerca del rebaño (turris gregis), esquila un carnero. La aparición del ángel, o de los ángeles anunciadores (porque el ángel único del Evangelio de Lucas a veces es reemplazado por un enjambre de ángeles nimbados) los deslumbra: para conseguir esa ilusión los imagineros pocas veces se abstienen de representar a unos de los pastores protegiéndose los ojos con la mano en visera.
   Aunque en el relato de Lucas no haya el menor indicio de pastores músicos, los artistas se complacen en introducir uno o varios pastores que tocan la flauta o la gaita. No hay bucólica sin concierto campestre. El recuerdo de las pastorales antiguas, todavía vivo, basta para explicar esta adición, salvo que se crea -tal como lo propone una ingeniosa hipótesis de G. Millet- que detrás de ello no hay más que un juego de palabras con el texto griego del Evangelio, donde la expresión agrau­lountes (pastores que pernoctaban al raso) pudo ser confundida por elisión de la primera sílaba con aulontes (tocando la flauta).
   Un perro ladra ante la visión del ángel que desciende hacia los pastores.
2. La adoración de los pastores
   Lucas, 2: 15-21. Lucas es el único evangelista que relata la Adoración de los pas­tores; pero se limita a una breve mención: «Fueron con presteza y encontraron a María, a José y al Niño acostado en un pesebre, (Pastores venerunt festinantes et invenerunt Mariam et Joseph et Infantem positum in praesepio)». No se preocu­pa por saber cómo pudieron dejar sus rebaños sin vigilancia; tampoco dice cuántos eran ni si llevaron regalos o no al Niño Jesús.
   Tanto los teólogos como los artistas se esforzaron por completar esas sumarias informaciones.
   1. Se admitió que los pastores eran tres, para hacer pareja con los Reyes Magos. No obstante, muchas veces se representan sólo dos para formar pareja con María y José, el burro y el asno. Representan a los judíos, mientras que los Reyes Magos son el símbolo de los gentiles.
   2. El pueblo no podía creer que los pastores se hubiesen presentado con las manos vacías. Sus humildes ofrendas no pueden competir con las de los Reyes Magos, claro está; pero el regalo de los humildes vale lo mismo que los tesoros de los reyes. Uno le regala el cordero más bello de su rebaño, con cuyo vellón José confeccionará una pelliza para el Niño, el segundo regala su cayado y el tercero su caramillo.
   Los teólogos interpretan estos regalos en sentido simbólico: el  cordero con las patas atadas significa el sacrificio de Jesús, el cayado indica que será pastor de almas, y el caramillo que sus discípulos lo seguirán como a un nuevo Orfeo.
   3. Se supuso que los tres pastores iban acompañados por dos pastoras cuyos nombres, tomados de los autos sacramentales del teatro de los Misterios, eran -en Francia- Alisan y Mahot. También ellas hacen rústicos regalos al niño: un cuenco de leche, aves y huevos.
   Fue sobre todo en el siglo XVII, con Rubens, cuando se difundió la costum­bre de agregar pastorcillas a los pastores. Desarrollado de esa manera, el tema se convierte en una Adoración de los pastores y las pastoras.
Iconografía
   El arte bizantino, salvo raras excepciones, hasta el siglo XV sólo había ilustrado la Anunciación a los pastores, y Occidente no irá más lejos. Es a partir de entonces cuando se ve a los tres pastores arrodillarse frente al Niño para ofrecerle el cordero, el cayado y la zampoña o flauta cuando los artistas crean, a partir del modelo de la Adoración de los Reyes Magos, el tema de la Adoración de los pastores.
Se advertirá que el Niño Jesús es siempre, en tal caso, un recién nacido acostado en el pesebre o en una cuna, mientras que en la Adoración de los Reyes Magos es más grande, de alrededor de dos años de edad, y que está sobre las rodillas de la Virgen.
   La escena está adornada con ingenuos detalles pictóricos. Los pastores aparecen disfrazados de flautistas.
   En agradecimiento, José les sirve un trago de vino. Si la escena es nocturna, ilumina el pesebre con un candil.
   La Adoración de los pastores y la Adoración de los Reyes Magos están agrupadas en la misma composición sólo excepcionalmente. En tal caso, los pastores es­peran humildemente su turno para ofrecer al Niño Jesús sus modestos regalos.
   A partir del siglo XVI el tema se benefició de la creciente popularidad de la pintura de género.
   En Venecia, los Bassa no le dieron un sabor rústico.
   Después del concilio de Trento, en el siglo XVII, se volvió muy frecuente. En recuerdo del arte cristiano primitivo, uno de los pastores está representado como el Buen Pastor. Para dar mayor solemnidad a ese homenaje, ángeles músicos descienden del cielo para ofrecer un concierto de arpas y laúdes.
   En el arte popular es el tema predilecto de los Pesebres napolitanos y de los grupos de santons provenzales.
   La afición a las pastorales, muy difundida en casi todas las épocas, contribuyó a mantener este motivo en el arte cristiano (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Murillo, autor de la obra reseñada;
   Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1 de enero de 1618 bautismo – 3 de abril de 1682). Pintor.
   Nació Murillo en los últimos días de diciembre de 1617, puesto que fue bautizado el 1 de enero de 1618; fue el último hijo de los catorce que nacieron del matrimonio entre Gaspar Esteban y María Pérez Murillo, teniendo su padre el oficio de barbero-cirujano, merced al cual su familia pudo vivir discretamente. Sin embargo, la apacibilidad familiar quedó truncada severamente en 1626, año en que, en un breve período de seis meses, murieron sus padres, quedando por lo tanto huérfano; su situación como benjamín de la familia se remedió en parte al pasar a depender de Juan Antonio de Lagares, marido de su hermana Ana, que se convirtió en su tutor.
   Pocos datos se poseen de la infancia y juventud de Murillo, sabiéndose tan sólo que en 1633, cuando contaba con quince años de edad, solicitó permiso para embarcarse hacia América, aunque esta circunstancia no llegó a producirse. Su aprendizaje artístico debió de realizarse entre 1630 y 1640, con el pintor Juan del Castillo, que estaba casado con una prima suya y fue quien le enseñó el oficio de pintor dentro del estilo de un arte dotado de una amable y bella expresividad. Cuando contaba con veintisiete años de edad, en 1645, contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera, y se tiene constancia de que en esa fecha ya trabajaba como pintor.
   Otras referencias fundamentales dentro de la vida de Murillo son que, en 1658, realizó un viaje a Madrid, donde conectó con los pintores cortesanos y también con artistas sevillanos como Velázquez, Cano y Zurbarán, entonces residente en dicha ciudad; su estancia madrileña debió de durar sólo algunos meses, puesto que a finales de dicho año se encontraba de nuevo en Sevilla. Nada importante se conoce de su existencia a partir de esta fecha, salvo varios cambios de domicilio, de los cuales el último tuvo asiento en el barrio de Santa Cruz. Sí es importante el hecho de que en 1660, y en compañía de Francisco Herrera el Joven, Murillo fundó una academia de pintura para propiciar la práctica del oficio y así mejorar la técnica de los artistas sevillanos. 
   También fue decisiva en la vida de Murillo la fecha de 1663, año en que falleció su esposa con 41 años de edad y a consecuencia de un parto. Su viudez perduró ya el resto de su vida, porque no volvió a contraer matrimonio, ni tampoco a moverse de Sevilla, a pesar de una importante oferta que se le hizo desde la Corte de Carlos II en 1670 para incorporarse allí como pintor del Rey, ofrecimiento que no aceptó.
   La muerte de Murillo tuvo lugar en 1682, en su último domicilio del barrio de Santa Cruz. Sobre su fallecimiento existe la leyenda de que tuvo lugar en Cádiz, cuando pintaba el retablo mayor de la iglesia de los capuchinos, donde sufrió un accidente y cayó de un andamio; tal accidente, si tuvo lugar, debió de acontecer en su propio obrador sevillano, donde, después de permanecer maltrecho durante un mes, falleció el día 3 de abril de dicho año.
   Sobre la personalidad de Murillo, Palomino informa de que fue hombre “no sólo favorecido por el Cielo por la eminencia de su arte, sino por las dotes de su naturaleza, de buena persona y de amable trato, humilde y modesto”. Tal descripción se constata en la contemplación de sus dos autorretratos, uno juvenil y otro en edad madura, en los que se advierte que fue inteligente y despierto, características que, unidas a la intensa calidad de su arte, le permitieron plasmar un amplio repertorio de imágenes en las que se reflejan, de forma perfecta, las circunstancias religiosas y sociales de su época.
   Aunque Juan del Castillo, el maestro que le enseñó los rudimentos de la pintura, fue un artista de carácter secundario, fue capaz, sin embargo, de introducir a Murillo en la práctica de un dibujo correcto y elegante, al tiempo de permitirle adquirir un marcado interés por la anatomía y también a inclinarle a otorgar a sus figuras expresiones imbuidas en amabilidad y gracia; fue también Juan del Castillo el responsable de orientar a Murillo en la práctica de temas pictóricos con protagonismo de la figura infantil. Todos estos aspectos, adquiridos por Murillo en una época juvenil, germinaron después en la práctica de una pintura exquisita y refinada que, con el tiempo, fue preferida por todos los elementos sociales sevillanos y con posterioridad le potenciaron a ser un artista cuyas obras fueron codiciadas por coleccionistas y museos de todo el mundo.
   Aparte de los conocimientos adquiridos con Juan del Castillo, Murillo asimiló también aspectos técnicos procedentes de maestros de generaciones anteriores a la suya; así, del clérigo Juan de Roelas aprendió a manifestar en sus pinturas el sentimiento amable y la sonrisa, y de Zurbarán, la solidez compositiva y la rotundidad de sus figuras; de Herrera el Viejo asimiló la fuerza expresiva y de Herrera el Joven, el dinamismo compositivo y la fluidez del dibujo. Estos aspectos que emanan de la escuela sevillana fueron completados por Murillo con efluvios procedentes de las escuelas flamencas e italianas de su época, configurando así una pintura novedosa y original que le otorga un papel preponderante en la historia del arte español y europeo en el período barroco.
   También es fundamental advertir que la creatividad de Murillo no permaneció estática a través del tiempo, sino que, por el contrario, presenta una permanente evolución. Así, en sus inicios, hacia 1640, su arte es aún un tanto grave y solemne, sin duda condicionado por el éxito favorable de las pinturas con este estilo que en aquellos momentos realizaba en Sevilla Francisco de Zurbarán. Por ello, su dibujo era entonces excesivamente riguroso, pero a partir de 1655, coincidiendo con la presencia en Sevilla de Francisco de Herrera el Joven, en la obra de Murillo se advierte la plasmación de una mayor fluidez en el dibujo y de una mayor soltura en la aplicación de la pincelada; al mismo tiempo, sus figuras van adquiriendo un mayor sentido de belleza y gracia expresiva, intensificándose también una clara manifestación de afectividad espiritual. Sus composiciones adquirieron mayor movilidad y elegancia, siempre dentro de un sentido del comedimiento que evita los excesos y estridencias del Barroco, lo que en adelante le permitió de forma intuitiva anticiparse al refinamiento y la exquisitez que un siglo después alcanzaría el estilo rococó.
    El arte de Murillo tiene como virtud fundamental el haber alcanzado a desdramatizar la religiosidad, introduciendo en sus obras amables personajes celestiales que se dirigen complacientes hacia los atribulados mortales trasmitiéndoles sensaciones de amparo y protección en una época de graves penurias materiales. La dificultad de la existencia en su época proporcionaba agobios y congojas a los desgraciados sevillanos, por lo que a sus pinturas les imbuía de sentimientos amorosos y benevolentes. La aparición en ellas de personajes extraídos de la vida popular y de condición humilde dio a entender a los sevillanos que la divinidad miraba por ellos y les propiciaba auxilios espirituales que, al menos, mitigaban las dolencias de sus almas. No es tampoco superfluo advertir en la obra de Murillo la presencia de santos personajes que se ocupan de practicar la caridad y de paliar así el hambre y la enfermedad de los humildes y desamparados.
    Las primeras obras conocidas de Murillo datan aproximadamente de 1638, cuando contaba con veintiún años de edad. En esas fechas es aún un pintor que muestra una escasa expresividad en sus figuras, que además poseen una volumetría excesivamente rotunda. Estas características pueden constatarse en La Virgen entregando el rosario a santo Domingo, que se conserva en el palacio arzobispal de Sevilla, y La Sagrada Familia, que figura en el Museo Nacional de Estocolmo. Pocas más obras se conocen de estos años tempranos y hay que esperar a 1646, año en que inicia la ejecución de las pinturas del “Claustro Chico” del Convento de San Francisco de Sevilla, para volver a tener referencias importantes de obras realizadas por Murillo; en esta fecha su dibujo había mejorado, al igual que su concepto del colorido, que era más variado y cálido en sus matices. En este encargo del Convento de San Francisco, los frailes que en él se congregaban quisieron exaltar y definir la grandeza como los milagros, las virtudes y la santidad de su Orden. Entre las pinturas más relevantes de este conjunto destacan las que representan a San Diego dando de comer a los pobres, conservada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, Fray Francisco en la cocina de los ángeles, del Museo del Louvre de París, y La muerte de santa Clara de la Galería de Arte de Dresde.
    Otras obras importantes realizadas por Murillo en torno a 1645 y 1650 son: La huida a Egipto, que pertenece al Palacio Blanco de Génova, y una serie de pinturas con el tema de la Virgen con el Niño cuyos mejores ejemplares pertenecen al Museo del Prado y al Palazzo Pitti de Florencia. Una de las obras más felices realizadas por Murillo a lo largo de su trayectoria artística es La Sagrada Familia del pajarito, conservada en el Museo del Prado y fechable en torno a 1650. En ella se recrea un íntimo y amable episodio doméstico, extraído de la realidad cotidiana, en el que María y José interrumpen sus respectivas labores para compartir con el Niño Jesús la alegría que le proporciona el inocente juego de llamar la atención de un perrito, a través de un pajarillo que el Niño le muestra, cogido en una de sus manos. También a partir de 1650 Murillo realizó una serie de pinturas con el tema de La Magdalena penitente, en las que el artista contrasta la hermosura física de la santa con su profunda actitud de arrepentimiento y penitencia.
    A mediados del siglo XVII, Murillo comenzó a ser reconocido como el primer pintor de Sevilla y su fama se fue colocando por encima de la de Zurbarán; a ello contribuyó la realización de obras como San Bernardo y la Virgen y La imposición de la casulla a san Ildefonso, realizadas para un desconocido convento sevillano hacia 1655 y actualmente conservadas en el Museo del Prado. También en 1655 y para el Convento de San Leandro de Sevilla, Murillo realizó cuatro pinturas destinadas al refectorio con temas de la Vida de san Juan Bautista, en las cuales acertó a vincular perfectamente las figuras de los personajes con hermosos y profundos fondos de paisaje descritos con gran habilidad técnica.
    También en torno a 1655 realizó Murillo dos importantes pinturas dentro de su carrera artística; son San Isidoro y San Leandro, que el Cabildo catedralicio sevillano le demandó para adornar la sacristía de la iglesia metropolitana de Sevilla, donde aún se conservan. Tener pinturas expuestas en la Catedral de su ciudad era un honor máximo al cual aspiraban todos los artistas sevillanos, y para Murillo, que contaba entonces con treinta y ocho años de edad, supuso un hito fundamental. Lógicamente, el encargo inmediato, también por parte de la Catedral, de la gran pintura que preside la capilla bautismal y que representa a San Antonio de Padua con el Niño, colmó todas las aspiraciones del artista, que por otra parte introdujo en esta pintura conceptos compositivos e iconográficos que definían claramente el espíritu del barroco. En ella aparece el santo en el interior de su celda conventual con los brazos abiertos para recibir al Niño que desciende ingrávido desde lo alto, rodeado de una nutrida aureola de pequeños ángeles.
    El éxito alcanzado por Murillo con las pinturas de la Catedral repercutió de inmediato en la ciudad, intensificándose la demanda de su pintura. A los años que oscilan entre 1655 y 1660 pertenecen obras como El buen pastor, conservado en el Museo del Prado, donde Murillo alcanzó a plasmar un admirable prototipo de belleza infantil que, sin duda, hubo de cautivar a la clientela. 
     En la década que se inicia en 1660 Murillo realizó importantes encargos pictóricos, siendo uno de los primeros la serie de la Vida de Jacob, en la que en cinco escenas narró los principales episodios de la vida de este personaje del Antiguo Testamento. En estas pinturas, los personajes, de reducido tamaño, están respaldados por amplios fondos de paisaje en los que el artista muestra una admirable técnica en la consecución de efectos lumínicos. De estas pinturas, la que describe El encuentro de Jacob con Raquel se encuentra en paradero desconocido, mientras que las representaciones de Jacob bendecido por Isaac y La escala de Jacob pertenecen al Museo del Hermitage de San Petersburgo. La escena que describe a Jacob poniendo las varas al ganado de Labán, se exhibe en el Museo Meadows de Dallas y Laván buscando los ídolos en la tienda de Raquel pertenece al Museo de Cleveland, en Ohio.
    En torno a 1660 Murillo pintó un nuevo cuadro para la Catedral de Sevilla, hoy conservado en el Museo del Louvre. Se trata del Nacimiento de la Virgen, obra de espléndida composición que narra una escena, derivada de la vida doméstica, en la que un grupo de mujeres en torno a la recién nacida muestra su gozo colectivo ante tan feliz acontecimiento. Poco después, en 1665 y para la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla, realizó una serie de cuatro pinturas, hoy en paradero disperso; dos de ellas narran la historia de la fundación de la iglesia de Santa María de la Nieves de Roma, de la que esta iglesia sevillana era filial: representan El sueño del patricio Juan y La visita del patricio al Papa Liberio y se conservan actualmente en el Museo del Prado. Otras dos pinturas que representan La alegoría de la Inmaculada y La alegoría de la Eucaristía se conservan respectivamente en el Museo del Louvre y en una colección privada inglesa. Estos cuatro cuadros de Santa María la Blanca fueron robados por el mariscal Soult en 1810, y se vendieron en Francia a su fallecimiento.
    Otro importante trabajo para la Catedral de Sevilla fue demandado por los canónigos sevillanos en 1667, tratándose en esta ocasión de un conjunto pictórico para decorar la parte alta de la sala capitular de dicho templo. En este recinto se realizaban las deliberaciones de carácter administrativo y de gobierno catedralicio y por ello se decidió que estuviera presidido por una representación de la Inmaculada y por los principales santos de la historia de Sevilla, para que su presencia sirviese de ejemplo moral a los capitulares.
    Así, en pinturas de formato circular, Murillo plasmó a San Pío, San Isidoro, San Leandro, San Fernando, Santa Justa, Santa Rufina, San Laureano y San Hermenegildo, aludiendo en cada uno de ellos a virtudes como la dignidad espiritual, la energía moral, el sacrificio, la sabiduría de gobierno, la confianza en Dios y la defensa de la fe. En ese mismo año de 1667, nuevamente los canónigos sevillanos encargaron a Murillo la escena del Bautismo de Cristo para ser colocada, lógicamente, en la capilla bautismal, en el ático del retablo en que años antes había pintado el gran lienzo de San Antonio de Padua con el Niño.
    Entre 1665 y 1670 Murillo acometió las mayores empresas pictóricas de su vida en la iglesia de los Capuchinos de Sevilla, primero, y a continuación en la iglesia del Hospital de la Santa Caridad. En los capuchinos realizó las pinturas que formaban parte del retablo mayor de la iglesia y también las que presidían los retablos de las capillas laterales. Lamentablemente este conjunto pictórico no se encuentra ya en su lugar de origen, y han sido muchas las vicisitudes que ha sufrido, puesto que durante la Guerra de la Independencia fue trasladado a Gibraltar para ponerlo a salvo de la codicia del mariscal Soult; pasada la guerra, las pinturas regresaron a su lugar de origen, pero en 1836, a causa de la desamortización de Mendizábal, pasaron al recién creado Museo de Bellas Artes de Sevilla, excepto la pintura central del retablo que representa La aparición de Cristo y la Virgen a san Francisco, y que se encuentra actualmente en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia. Las otras obras que se integraban en el retablo son las Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Buenaventura, San José con el Niño, San Juan Bautista, San Félix Cantalicio y San Antonio de Padua, aparte de La Virgen de la Servilleta. En pequeños altares dispuestos en el presbiterio se encontraban El ángel de la guarda, que fue regalado por los capuchinos a la Catedral de Sevilla, y El arcángel San Miguel, que se encuentra en el Museo de Historia del Arte de Viena. También en el presbiterio, en pequeños altares, se encontraban La Anunciación y La Piedad.
    En los retablos de las pequeñas capillas de la nave de la iglesia de los Capuchinos figuraban pinturas de altar con las representaciones de San Antonio de Padua con el Niño, La adoración de los pastores, La Inmaculada con el Padre Eterno, San Félix Cantalicio con el Niño, San Francisco abrazando el crucifijo y Santo Tomás de Villanueva repartiendo limosna.
    Uno de los programas iconográficos más perfectos y coherentes realizados en el Barroco español lo configuró hacia 1670 el aristócrata sevillano Miguel de Mañara en la iglesia del Hospital de la Caridad, donde, primero a través de las dos representaciones de las postrimerías realizadas por Juan de Valdés Leal y después con seis escenas de las obras de Misericordia realizadas por Murillo, plasmó una profunda reflexión sobre la brevedad de la existencia y la necesidad de que el fiel cristiano lleve una vida alejada de los complacencias humanas para acumular los méritos necesarios que después de la muerte y a la hora del Juicio permitan obtener la salvación eterna. Para conseguir esta anhelada circunstancia, Mañara señaló que era necesaria la práctica de las obras de misericordia, y para ello se las encargó a Murillo, para colocarlas en los muros de las naves de la iglesia. Estas obras de misericordia se ejemplifican en distintos pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamento y, así, la pintura que representa a Abraham y los tres ángeles alude a la obra de misericordia de dar posada al peregrino, La curación del paralítico por Cristo en la piscina de Jerusalén indica la dedicación a curar a los enfermos, San Pedro liberado por el ángel, a redimir al cautivo, El regreso del hijo pródigo, a vestir al desnudo, La multiplicación de los panes y los peces, a dar de comer al hambriento, y Moisés haciendo brotar el agua de la roca en el desierto, a dar de beber al sediento. La última obra de misericordia, enterrar a los muertos, está representada en el retablo mayor de la iglesia a través del admirable grupo escultórico realizado por Pedro Roldán, en la escena de El entierro de Cristo.
    En otros dos retablos laterales de la iglesia de la Santa Caridad se ejemplifican, a través de pinturas de Murillo, las dos obligaciones fundamentales que tenían los hermanos de esta institución. La primera de ellas era trasladar a sus expensas a los enfermos desde donde se encontrasen postrados hasta el hospital y para el buen cumplimiento de esta misión les propone el ejemplo de San Juan de Dios trasladando a un enfermo. La segunda obligación era curar y dar de comer a los enfermos en el hospital, que Murillo plasmó en la popular pintura que representa a Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos.
    A los últimos años de la actividad de Murillo corresponde una serie de pinturas en las cuales se advierte cómo el paso de los años, lejos de disminuir su capacidad técnica, la había acrecentado, siendo cada vez su pincelada más fluida y su colorido más transparente.
    De 1671 son varias versiones que el artista realizó de San Fernando con motivo de su canonización, y de fechas inmediatas hay obras de excepcional calidad, como Los niños de la concha, del Museo del Prado, y el Niño Jesús dormido, del Museo de Sheffield. También en estos años postreros realizó varias versiones de San José con el Niño, cuyos mejores ejemplares se encuentran en el Museo del Hermitage de San Petersburgo y en el Museo Pushkin de Moscú. Igualmente importantes son obras como La Virgen con el Niño, de la Galería Corsini de Roma, y La Virgen de los Venerables, que se conserva en el Museo de Budapest, procedente del Hospital de dicha denominación en Sevilla.
    Una vez mencionados los más relevantes encargos que Murillo realizó a lo largo de su vida, hay que señalar también los principales temas iconográficos que plasmó durante su carrera. En este sentido, conviene indicar que una de las composiciones que más le solicitó el público sevillano fue La Sagrada Familia, siendo las más notables, entre las que realizó, las que se conservan en la National Gallery de Londres, en la Wallace Collection de la misma ciudad y en el Museo del Louvre de París.
    Otro tema recurrente dentro de su producción fue la representación de Santa María Magdalena, en la cual acertó a plasmar admirables modelos de belleza corporal femenina en excelentes versiones, entre las que destaca la conservada en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia.
    Murillo es considerado en nuestros días como el mejor pintor de la Inmaculada en toda la historia del arte, al haber captado los más afortunados modelos que se conocen con esta iconografía. Los mejores ejemplares de su producción los realizó a partir de 1655, con una disposición corporal movida y ondulada de carácter plenamente barroco. Las más afortunadas versiones de la Inmaculada de Murillo se encuentran en el Museo del Prado, pudiéndose mencionar las llamadas Inmaculada de la media luna, Inmaculada de El Escorial, Inmaculada de Aranjuez y, sobre todo, la más conocida de todas, la admirada Inmaculada de los Venerables, que procede de la iglesia del Hospital de dicho nombre en Sevilla.
    Uno de los grandes temas que cimentó en vida la fama de Murillo fue la representación de asuntos populares extraídos de la vida cotidiana de Sevilla, protagonizados especialmente por niños pícaros y vagabundos que en gran número malvivían en las calles de la ciudad en la época del artista. Estos niños abandonados o huérfanos, sobrevivían fácilmente gracias a su astucia, ingenio y habilidad, ajenos al hambre o a la enfermedad, frecuentes en su tiempo. Murillo los describió comiendo o jugando con una intensa vitalidad y desenfado que les permite estar ajenos a la adversidad y sonreír despreocupados en el trascurso de su vida cotidiana. Estas pinturas fueron muy del gusto de acomodados clientes, comerciantes o banqueros, generalmente extranjeros, que muy pronto se las llevaron a sus países de origen. Obras de gran interés en esta modalidad son Niño espulgándose, del Museo del Louvre, Niños comiendo melón y uvas, Niños comiendo de una tartera y Niños jugando a los dados, las tres en la Alte Pinakothek de Múnich. Otros temas de la vida popular son Dos mujeres en la ventana, de la Galería Nacional de Washington, y Grupo familiar en el zaguán de una casa del Museo Kimbel de Fortworth. También con personajes de la vida popular Murillo plasmó representaciones de las cuatro estaciones, de las que actualmente se conocen sólo dos: La primavera, en la Dullwich Gallery de Londres, y El verano en la Galería Nacional de Edimburgo. 
    Al ser Sevilla ciudad residencial para comerciantes, banqueros y aristócratas, fue frecuente que estas gentes de elevada condición social demandasen a Murillo la ejecución de retratos. No son excesivos los que han llegado hasta nuestros días, pero en todos ellos aparecen modelos dignos y elegantes, dándose la circunstancia de que sólo han llegado hasta nuestros días retratos masculinos, aunque se sabe que también efigió a distinguidas damas. Entre los retratos más importantes pueden citarse el de Don Diego de Esquivel, del Museo de Denver, el de Don Andrés de Andrade, del Museo Metropolitano de Nueva York, y el de Joshua Van Belle, conservado en la Galería Nacional de Dublín.
    Es Murillo, sin duda, el pintor más importante en el ámbito de la historia de la pintura sevillana, por haber sabido otorgar a su pintura una impronta característica y personal, tanto en su aspecto formal como en sus características espirituales. Por ello, y durante mucho tiempo, se ha venido identificando a Murillo con el espíritu de la propia ciudad en la que la gracia y la hermosura han sido elementos fundamentales de su esencia (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
      Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Adoración de los Pastores", de Murillo, en la sala V del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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