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miércoles, 19 de febrero de 2020

La pintura "Beato Álvaro", de Vicente Alanís, en la Iglesia de San Jacinto


     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Beato Álvaro", de Vicente Alanís, en la Iglesia de San Jacinto, de Sevilla. 
     Hoy, 19 de febrero, en Córdoba, en la región hispánica de Andalucía, conmemoración de Beato Álvaro, presbítero de la Orden de Predicadores, célebre por su predicación y la contemplación de la Pasión del Señor (c. 1430) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
   Y que mejor día que hoy para ExplicArte la pintura "Beato Álvaro", de Vicente Alanís, en la Iglesia de San Jacinto, de Sevilla.
   La Iglesia de San Jacinto [nº 89 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 27 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la calle Pagés del Corro, 88; en el Barrio de Triana Este, del Distrito Triana.
   En la iglesia parroquial de San Jacinto de Sevilla, encontramos de entre las pinturas que decoran sus muros el óleo sobre lienzo dedicado al Beato Álvaro, obra de Vicente Alanís en el último cuarto del siglo XVIII, concretamente en la nave central, la primera al entrar en la iglesia, en la zona derecha (colindante con la nave de la epístola).
      Estos tienen algunas diferencias con las pinturas al temple de las pechinas. Las figuras de mayor tamaño, con el fondo de las respectivas historias de los santos, ofrecen una cierta sofisticación, muy diferente del carácter amable y de mayor abigarramiento que ofrecían las pinturas de Alanís en San Nicolás y en la capilla sacramental de Santa Catalina, realizadas una quincena de años atrás. Parece que sustituye los detalles menores y las anécdotas por rasgos más definitorios que puedan servir más directamente al potencial devocional de las pinturas. Si no fuera por los abombamientos y el lamentable estado de conservación en que se encuentran, podrían considerarse algunos de los mejores ejemplos de la producción de este artista y un buen síntoma de paulatino cambio de estilo en su pintura, desde la versión rococó de las de los años sesenta a estas más sosegadas del incipiente academicismo.
      Representa esta pintura un episodio característico de la vida de este santo zamorano, introductor de la reforma dominica en España a través del epicentro del convento de Santo Domingo de Escala Coeli, fundado por él en la sierra de Córdoba en el año 1427. Se trata del ejercicio del piadoso Vía Crucis que este santo implanta en la Península Ibérica. Lleva sobre sus hombros un crucifijo y así recorre la toponimia de lugares de la Pasión de Cristo que dispuso alrededor de su convento. Todo esto con objeto de crear una mayor identificación con los dramáticos lugares y momentos pasionistas. La escena tiene lugar en un paisaje que deja entrever parte de la sierra cordobesa. A un lado se identifica el convento dominico y otros compañeros de la misma orden arrodillados y con actitud implorante, esperando la terminación del rezo de las estaciones por parte de San Álvaro. Por encima de la cabeza del santo, aparece un grupo de ángeles que porta los atributos propios de la Pasión para enfatizar el carácter penitencial de la acción que se representa. El lamentable estado de conservación en el que se halla este lienzo impide apreciar mejor detalles como la arquitectura del edificio conventual y la cascada que se desprende de la montaña de la derecha (Álvaro Cabezas García, Las pinturas de Vicente Alanís en la iglesia conventual de San Jacinto de Sevilla, 2010).
Conozcamos mejor la Biografía de Vicente Alanís, autor de la obra reseñada;
     Vicente de Alanís, (Sevilla, c. 1730 – c. 1806). Pintor.
     Nació en Sevilla hacia 1730. Epígono de la escuela barroca sevillana, manifiesta una producción de irregular calidad y afectada por la cambiante realidad artística, que evoluciona entre un rococó que no encuentra un cauce de expresión adecuado y un clasicismo que no llega, en definitiva, sufre las consecuencias de la transitoriedad de esta etapa histórica. Evoca en su pintura las formas popularizadas por Domingo Martínez en el segundo tercio del siglo, que a su vez deriva del murillismo. Por último, en lo profesional refleja el debate que se plantea en la sociedad sevillana en el declinar del mundo gremial y la emergencia del espíritu académico. No se ha identificado a su maestro, que podría ser Pedro Tortolero, con quien colaboró en varios de sus conjuntos murales, siendo el continuador de la obra iniciada por él en la sacramental de Santa Catalina. También auxilió a Juan de Espinal en el gran mural del Palacio Arzobispal de Sevilla, en 1781. Por su estilo maduro se advierte la influencia de la pintura francesa, que afectó a los principales artistas sevillanos durante el Lustro Real (entre 1729 y 1733). Algo ampuloso de formas y afectado de expresiones, con amplios paisajes que compone con forzadas perspectivas, en las que se aprecia la influencia de Martínez y quizás Espinal. Forma y color vienen a mostrar su identificación con el arte rococó, que se resiste a abandonar, aun cuando trabajó por la renovación de la escuela en el camino academicista.
     Aun cuando su primer contacto con la pintura se produce en el seno de un taller tradicional, quizás el de Domingo Martínez, acabaría evolucionando al contacto con el medio académico. Se matriculó en 1770 en la Escuela de Tres Nobles Artes, donde llegó a ser diputado en 1787. Testimonio de esta etapa es el cuadro que pintó para presentar a la institución en 1778, que representa a Hernán Cortés destruyendo sus naves.
     En la corriente rococó se insertan sus primeras pinturas, las que decoran la iglesia de San Nicolás de Bari, datadas entre 1760 y 1762 por Ceán Bermúdez.
     Conjuga en este ámbito, como será tradicional en los conjuntos decorativos de la época, lienzos con murales.
     Manifiesta en esta obra su afición por las construcciones arquitectónicas en perspectiva, que articulan espacios complejos organizados en varios planos, y la representación de numerosas figuras, en elaboradas composiciones y por lo general muy detallistas y minuciosas. En torno a 1767 continúa en parecidas condiciones con el revestimiento pictórico de la capilla sacramental de Santa Catalina, siendo de destacar el medio punto de la Apoteosis de la Inmaculada.
     En 1778 toma parte en un concurso promovido por la Escuela sevillana, debiendo describir el siguiente hecho histórico: “Hernán Cortés con sus principales caudillos en la marina de Vera Cruz, viendo ejecutar la orden de echar a pique las naos que habían conducido al ejército a la conquista del reino de Méjico”.
     Idea que materializó, como era habitual en su pintura, con sumo detalle, en un lienzo que conserva el Museo de Artes y Costumbres Populares de Sevilla.
     También intervino en las pinturas que decoraban el arco levantado en 1796 para celebrar la entrada triunfal de Carlos IV en Sevilla.
     Completan el catálogo de la obra segura de Alanís dos obras que evocan el arte de Murillo, al tiempo que evidencian la rebaja cualitativa, una versión del Nacimiento de la Virgen y otra del Regreso del hijo pródigo, ambas propiedad del Museo de Bellas Artes, aunque depositadas en otras instituciones. Menos seguras son otras atribuciones, como las relativas a las pinturas que decoran la cúpula y la nave de la iglesia de San Jacinto (hacia 1774), los murales de la capilla del Dulce Nombre, o las que desaparecieron con la iglesia de San Felipe Neri y que, al decir de González de León, decoraban la cúpula, con una representación apoteósica del santo titular (hacia 1788) (Fernando Quiles García, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Beato Álvaro, personaje representado en la obra reseñada;
     Beato Álvaro de Córdoba, (?, c. 1360 – Escalaceli (Córdoba), 1430). Teólogo, confesor real y reformador dominico (OP).
     Bartolomé Sánchez de Feria, en su Palestra sagrada o Memorial de los Santos de Córdoba, inicia la semblanza de “san Álvaro” así: “De su patria, padres, infancia y nacimiento nada se sabe con certeza hasta que el tiempo descubra monumentos más firmes” (I, pág. 31). Y casi lo mismo repite el marqués de las Escalonías en su libro Fundaciones monásticas en la Sierra de Córdoba (1909). El tiempo ha permitido a los investigadores “descubrir” monumentos o documentos que hacen saber noticias biográficas “firmes” sobre este personaje al que los cordobeses le han profesado honda devoción, de la que han surgido dos piadosos frutos: el de prohijación o “cordobización” y el de “canonización popular”: san Álvaro de Córdoba.
     Los más antiguos documentos conocidos le apellidan “de Zamora”. El primero es la concesión de grado o título de “maestro en sagrada teología”, que le otorgó Benedicto XIII el 21 de diciembre de 1416, reconociendo y galardonando sus muchos y laboriosos años de enseñanza en el Estudio General de Valladolid [Archivio Secreto Vaticano (ASV), Registri Supplicationum, t. 349, fol. 347r.]. La honrosa ceremonia de colación o investidura tuvo lugar en la Universidad de Salamanca. Por esos años, 1415-1420, fue confesor de Juan II de Castillas (Archivo General de la Orden de Predicadores, lib. Kkk, fol. 689r.). Formaba parte del grupo de “observantes” capitaneado por fray Luis de Valladolid, que partió para Constanza como embajador del rey Juan, llevando como compañero a fray Juan de Torquemada, entonces joven, y de Constanza; acabado el concilio que eligió Papa a Martín V y canceló el Cisma de Occidente, lo envió a estudiar a París.
     Entre las mercedes que Martín V repartió a manos llenas a sus lectores, a fray Luis de Valladolid le concedió facultad para fundar seis conventos “reformados” de frailes y cuatro de monjas (5 de febrero de 1418; Boletín de la Orden, II, 534). De regreso a Valladolid, delegó la ejecución en fray Álvaro, quien dejó la cátedra de Teología y el confesionario del Rey y se fue a evangelizar en Andalucía y a iniciar la “reforma”, fundando conventos. El Rey le obsequió con un munificiente donativo para “fundar” el primer convento “reformado”, el de Santo Domingo de Escalaceli, en las soleadas estribaciones de Sierra Morena, a una legua de Córdoba.
     A “fray Álvaro” —los documentos andaluces no le dan apellido, contentándose con llamarle “sabio”, “maestro en teología” y otros análogos— se le halla en Sevilla media docena de veces los años 1420-1426, nada menos que en los libros de cuentas y limosnas del Concejo o Ayuntamiento, en los que el mayordomo anota las sumas que le han entregado para su mantenimiento por sus sermones en la ciudad y también para “ayuda a la edificación” de Escalaceli (F. Collantes de Terán, 1980).
     Se conoce también la escritura de la compraventa de la Torre de Berlanga que fray Álvaro hizo el 13 de junio de 1423 para edificar Escalaceli. Y el nombramiento que le hizo el papa Martín V, el 4 de enero de 1427, de “Superior mayor” de la reforma de los dominicos a “súplica” de la reina María de “Castilla y León”; el diploma papal alude expresamente al convento cordobés de Escalaceli, que “el dilecto hijo Álvaro de Zamora” ha construido con licencia de la sede apostólica (Boletín de la Orden, II, 674). En fin, tratando de datos firmes, hay uno más: el 1 de abril de 1427 aceptó “el honrado y sabio varón fray Álvaro, maestro en santa teología, un solar para que haga una casa” u hospicio (hospedería) intramuros en Córdoba.
     Como reformador, san Álvaro fundó otro convento en Sevilla, en las “huertas del rey”, bajo la advocación, bella y estimulante, de santo Domingo de Portaceli (ASV, Registri Supplicationum, t. 366, fols. 169v.- 170 r.). Cabe recordar de paso que Portaceli será hospedería en el siglo XVI de los dominicos que desde Sevilla zarpan para la evangelización del Nuevo Mundo, y que en Puerto Rico fundarán otro convento con ese evocador nombre.
     En cuanto a la “reforma” intentada por san Álvaro, el modelo en el que se inspiró fue el italiano, promovido por santa Catalina de Siena y puesto en marcha por el beato Raimundo de Capua. Pero san Álvaro le dio alma y vida “trasponiendo” los santos lugares de Jerusalén, a los que peregrinó como preparación a su empresa reformadora, construyendo en los aledaños del convento capillas, que fueron “el primer vía crucis” de Europa, un vía crucis que él recorría penitentemente, un “vía crucis esencial”, como decía el obispo de Córdoba fray Albino Menéndez-Reigada, y en el que se inspiró más tarde san Leonardo de Porto Maurizio. En Escalaceli, lugar de peregrinaciones religiosas, tuvo una fuente la rica religiosidad pasionaria de Andalucía.
     San Álvaro recibió sepultura en la capilla especial de la iglesita de Escalaceli, donde se veneran sus restos.
     Canonizado por la devoción del pueblo, en 1442, Eugenio IV concedió indulgencias a los fieles que visitasen la iglesia, y Benedicto XIV (el 22 de septiembre de 1739) inscribió a fray Álvaro en el elenco de los beatos, señalando el 19 de febrero como su día litúrgico (Breviarium SOP, Roma, 1744, págs. 499-500) (Álvaro Huerga Teruelo, OP, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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