Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el Convento de la Encarnación, de Sevilla.
Hoy, 25 de marzo, Solemnidad de la Anunciación del Señor. Cuando en la ciudad de Nazaret el ángel del Señor anunció a María: "Concebirás y darás a luz un hijo, y se llamará Hijo del Altísimo", María contestó: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra". Y así, llegada la plenitud de los tiempos, el que desde antes de los siglos era el Unigénito Hijo de Dios, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, por obra del Espíritu Santo se encarnó en María, la Virgen, y se hizo hombre [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
Y que mejor día que hoy para ExplicArte el Convento de la Encarnación, de Sevilla.
El Convento de la Encarnación [nº 6 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la plaza Virgen de los Reyes, 4; en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.
Hoy está a la sombra de la Giralda, un recoleto convento de agustinas en un marco que resume parte de la historia de Sevilla: restos musulmanes hoy reconvertidos, hospitales cristianos, monjas agustinas que dan nombre a otra plaza hoy llena de setas, invasión francesa que derriba piedras históricas, devoción popular a Santa Marta, desamortizaciones y hasta sorprendentes manifestaciones de monjas por el centro de la ciudad. Una larga historia generalmente desconocida por el gran público, que suele conocer al pequeño convento por el torno donde se venden los recortes de las formas litúrgicas que allí se elaboran.
La larga historia del convento de la Encarnación comienza en la plaza de su nombre, que algunos intentan titular como Mayor, donde la comunidad de agustinas llegó ocupar tres cuartas partes del solar de la plaza. Las monjas de la Orden de San Agustín, conocidas como agustinas, pertenecen a la orden religiosa mendicante fundada por el papa Inocencio IV en el siglo XIII (1244), ante la necesidad de unificar una serie de comunidades de monjes en la Toscana (Italia) que seguían las directrices conocidas como la Regla de San Agustín, dictadas por San Agustín de Hipona en el siglo V. En Sevilla, además del convento de la Encarnación y del monasterio de San Leandro, hubo otros conventos de agustinas hoy desaparecidos: el de la Paz (hoy sede de la hermandad de la Mortaja) y el del Dulce Nombre de Jesús (hoy sede de la hermandad de la Vera Cruz).
La fundación del convento de la Encarnación, según Ortiz de Zúñiga, se remonta al año 1591, momento en el que don Juan de la Barrera “noble y piadoso sevillano que habiendo militado en sus primeros años en las conquistas de las Indias de Occidente logró sus afanes en opulentas riquezas a que, faltándole sucesor, dio empleo en muerte, como lo daba en vida a obras pías de largueza y ejemplo grande”. El devoto patrocinador de la nueva fundación estipulaba su entierro en la capilla mayor del nuevo convento, disponiendo que en el retablo mayor debería estar representado el tema de la Encarnación, así como dos altares dedicados a los Santos Juanes, una de las grandes devociones de la época. Las obras del nuevo cenobio debieron avanzar a buen ritmo, en 1598 ya estaba terminada su puerta principal, en la que participaron Alonso de Vandelvira, Andrés de Ocampo y Martín Alonso de Mesa. La fundación propiamente dicha llegaría con la bula concedida por el papa Clemente VII en enero del año 1600, siendo elegida como primera abadesa del convento una monja del convento cisterciense de Santa María de Dueñas, hoy desaparecido, situado en las cercanías del palacio de los duques de Alba.
Fueron años, quizás por una mala gestión, de precariedad económica, llegándose a una situación límite a mitad del siglo, cuando los bienes del convento llegaron a ser embargados por deudas. La situación pareció mejorar con el cambio de la administración de los bienes del convento, que pasaron a ser regidos directamente por la comunidad. Avanzamos así, a mejor ritmo, las tareas de decoración de la iglesia, con la realización del retablo mayor, así como la ampliación del edificio con la adquisición de nuevas casas. Pero la inestabilidad económica del convento parecía no tener solución. Un grave contratiempo fue el necesario cambio que debió hacerse de la madera del retablo mayor, afectado por la polilla, siendo sustituido por una nueva remesa de pino de Flandes. El dinero aportado por una hermana del convento que tenía prevista la construcción de unas celdas nuevas y que donó al convento sus bienes para la terminación del retablo. Las obras del retablo fueron realizadas por Francisco Dionisio de Ribas, que en su testamento del año 1679 declaraba no haber cobrado todavía a pesar de su finalización. Una vez formalizado el pago, el dorado y estofado de la obra lo concluiría Miguel de Parrilla, ya en el año 1693.
El siglo XVIII conoció un nuevo episodio de dificultad económica que dio lugar a un hecho insólito en la historia de la ciudad. En los primeros años de la nueva centuria se abordaron gastos extraordinarios que obligaron incluso al empleo de las dotes para la compra de alimentos y a la petición de ayuda al cabildo eclesiástico. La falta de respuesta se tradujo en una sorprendente procesión de las trece monjas que formaban la comunidad precedidas de cruz alzada, en dirección hacia la sede arzobispal. La insólita comitiva fue interceptada por el deán de la Catedral, que llevó a las monjas a la Catedral y ordenó el traslado a su convento en coches de caballo para evitar las miradas de curiosos. La peculiar manifestación se saldó con la destitución de la abadesa y el prendimiento del sacristán, aunque las monjas consiguieron el aumento de los donativos al convento en 200 fanegas de trigo y 200 ducados. La situación debió mejorar a lo largo del siglo, especialmente tras la solución de un largo pleito con un heredero del antiguo patronato de la iglesia que demandaba presuntos derechos. Las obras de reforma de finales de siglo o la fundición de una nueva campana en 1792 nos hablan de una recuperación económica del convento que queda definitivamente constatada con la renovación de la custodia que hizo en 1807 el platero Juan Ruiz, una obra desaparecida que debió tener gran valor, en plata y oro, con 332 diamantes, 88 esmeraldas y otras piedras preciosas. Poco tardaría la estabilidad. El 1 de febrero de 1810 las tropas francesas invaden Sevilla y, en abril, el propio Napoleón firma el decreto por el que se expulsaba a las monjas de su edificio para proceder a su derribo y a la creación de una plaza, una calamitosa actuación para el patrimonio que también realizaron con la iglesia de Santa Cruz y con la antigua parroquia de la Magdalena. Aunque se pensó en su fusión con las monjas agustinas del convento de la Paz (actual sede de la hermandad de la Mortaja), la comunidad sería trasladada finalmente al ex-convento de los Terceros, que luego sería sede de los Escolapios y que actualmente acoge a la hermandad de la Cena. Según narra González de León “las monjas fueron en coche acompañadas del señor obispo auxiliar, del gobierno francés, de la municipalidad y de muchos clérigos y personas distinguidas”. Tras el traslado, el convento fue derribado aunque no en su totalidad. Con la invasión francesa la comunidad perdió importantes piezas de su patrimonio, destacando el lienzo de la Inmaculada, obra de Juan de Roelas que hoy se conserva en el Staatliche Museum de Berlín y que presidía, en el antiguo edificio, el retablo bajo el que estaba enterrado el venerable Fernando de Mata. Con el regreso de Fernando VII las monjas no pudieron volver a su casa y el regreso de la Orden Tercera motivó la búsqueda de un nuevo enclave. La solución llegó, tras la negativa a la ocupación de San Antonio Abad, con la donación de su gran mecenas, el cardenal Cienfuegos, que les entrega el antiguo Hospital de Santa Marta, frente a la Catedral, lugar al que se unirían dos edificaciones adyacentes procedentes de una donación particular. El día 19 de diciembre de 1819 comenzaba la nueva historia del convento, justo a los pies de la Giralda en una plaza que se sitúa sobre parte del antiguo Corral de los Olmos, centro de los cabildos civil y catedralicio de la ciudad durante siglos. Fue aquí donde se fundó a comienzos del siglo XV el Hospital de Santa Marta, según disposición testamentaria del arcediano Ferrán Martínez, tristemente conocido en la ciudad por su funesta predicación contra la comunidad judía. La placita aledaña, un adarve musulmán sin salida convertido en un rincón turístico de la ciudad, mantiene todavía el recuerdo del recinto hospitalario. Del conjunto también formó parte la antigua mezquita de los Osos, de la cual todavía quedan restos en algunas ventanas.
La capilla del antiguo hospital es la que hoy sirve de iglesia a la comunidad. La iglesia, de enorme sencillez al exterior, presenta en su interior una planta de una sola nave. La parte del presbiterio tiene planta cuadrada, cubierta con bóveda de ocho paños sobre trompas, siendo un sector que corresponde a la antigua mezquita y que probablemente correspondía a una antigua capilla de tipo qubba, habitual construcción de inspiración musulmana de planta cuadrada y cubrimiento con cúpula que pervivió largo tiempo en las iglesias mudéjares sevillanas. La nave de la iglesia se cubre con bóvedas de nervaduras, destacando las ménsulas con los signos de los cuatro Evangelistas que se sitúan como elemento sustentante. Este sector correspondería a la fundación hospitalaria (año 1385) y es fechable en la segunda mitad del siglo XIV. En el siglo XIX, con la llegada de la comunidad agustina, se añadieron el coro alto y bajo, se abrió una linterna en la cúpula, se abrió la puerta a la plaza de la Virgen de los Reyes y se hicieron algunas reformas en la fachada, entre ellas la erección de la actual espadaña.
El retablo mayor es una estructura recompuesta con esculturas procedentes del antiguo retablo mayor de la iglesia desaparecida. Sobre una estructura neoclásica se sitúa el grupo escultórico de la Encarnación o Anunciación, de gran dinamismo en las figuras del ángel frente a la Virgen arrodillada. Queda flanqueado por las tallas de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, los “Santos Juanes” que tanta devoción tuvieron en los conventos sevillanos de la Edad Moderna. No hay constancia del autor del grupo de la Encarnación, atribuyéndose al taller de Francisco Dionisio de Ribas las tallas del Bautista y el Evangelista. Pertenecieron al antiguo retablo mayor, obra que fue realizada entre 1674 y 1675 y de la que también formaban parte otras tallas como un San Agustín y un San Pedro de las que no se tiene referencias en la actualidad. Debió ser una obra que satisfizo tanto al titular del taller como a la propia comunidad ya que la mujer de Ribas, albacea testamentaria de su marido narró “que la dicha abadesa además de la estipulada cantidad por vía de regalo le había dado para que repartiese entre los oficiales que hiciesen dicha obra la cantidad de quinientos cincuenta reales de vellón”. De otra mano son los relieves del banco y la pequeña imagen de Santa Marta, con el hisopo y el acetre en la mano como símbolos iconográficos. Es la gran devoción del convento, cuya iglesia abre todos los martes en su recuerdo. La devoción a Santa Marta hunde sus raíces en los mismísimos Evangelios. Identificada como la hermana de María y de Lázaro, que fue resucitado por Jesús. Su iconografía se explica por una leyenda provenzal que narraba cómo ella y sus hermanos llegaban a Marsella después de la ascensión, lugar donde vencieron a un dragón fluvial, conocido como Tarasca, con ayuda de la cruz y el agua bendita que portaba en un hisopo. Sería enterrada en Tarascón y muy venerada en la Provenza, siendo símbolo de la vida activa frente a su hermana María, que encarnaría a la contemplativa. Al ser un retablo recompuesto, todavía mantiene algún recuerdo del primitivo retablo mayor del hospital, obra realizada por Francisco de Barahona en 1705. Se trata de dos casetones alusivos a la vida de Santa Marta que se conservan en el banco del retablo actual. En el primero aparecen cuatro personajes sobre una barca cruzando el mar, quizás una representación de la llegada de Marta y sus hermanos a la Provenza. La otra escena, con una arquitectura de fondo, representa el momento de la resurrección de Lázaro por Jesucristo, siendo los dos únicos restos del primitivo retablo mayor que debieron encontrar las monjas en su traslado.
Dos retablos neoclásicos de escaso interés flanquean el retablo mayor, en el del muro derecho aparecen San José y el Ángel de la guarda, tallas del siglo XVIII junto al franciscano San Antonio de Padua del siglo XIX. En el muro izquierdo aparecen San Vicente Ferrer y San Agustín, del siglo XVIII junto a un pequeño Cristo atado a la columna ya del siglo XIX.
Ya en los muros de la nave aparecen nuevos retablos neoclásicos, en el lado izquierdo aparecen la Inmaculada, San Francisco de Paula, fundador de los Mínimos, Santa Teresa de Jesús, la reformadora carmelita. El grupo de más interés está en el muro derecho. Se trata de un Calvario completo del siglo XVII, de tallas completas de gran expresividad y notable policromía. Lo forman la imagen del Crucificado, la Virgen a sus pies en la iconografía del Stabat Mater, María Magdalena arrodillada abrazando la Cruz y San Juan. Fue una composición muy repetida en el Barroco sobre todo en cofradías penitenciales de Semana Santa.
Por los muros del templo se reparten lienzos de diversa factura representando la Adoración de los Pastores, la Epifanía o al Niño Jesús y San Juanito. Sobre la reja del coro destaca uno que representa a la Trinidad con San Agustín, Santa Mónica, Santo Tomás de Villanueva y San Nicolás de Tolentino, conjunto de santos de la orden agustina que parecen de finales del siglo XVIII.
En el muro izquierdo de la nave se abre una pequeña capilla confesionario, en la zona cercana al coro. En sus muros se pueden contemplar otros lienzos del siglo XVIII como el de la Inmaculada y los de los Arcángeles, recordándose en una lápida al que fuera fundador del Hospital de Santa Marta: “Este hospital dotó el muy magnífico Sr. Don Ferrán Martínez, arcediano de Écija y canónigo de la Santa Iglesia de Sevilla, el cual falleció a 19 de agosto de 1405 años. Rogad a Dios por él”.
El coro se sitúa a los pies de la iglesia, presentando una puerta a cada uno de los lados de la reja. Una de ellas es un artístico comulgatorio del siglo XVIII, decorado con una profunda decoración rocalla, una abundante decoración vegetal y numerosos espejos y reliquias de diversa procedencia. Sobre el hueco destinado a facilitar la comunión de las monjas se sitúa el corazón ardiente, símbolo de la Orden Agustina, estando enmarcado por pinturas dieciochescas que representan a San José con el Niño y a San Lorenzo con la parrilla de su martirio. En el interior del coro se acumulan diversas obras de arte entre las que destaca el grupo escultórico de la Adoración de los Pastores, cobijado entre fanales, columnas salomónicas y una decoración rocalla posterior a la cronología del conjunto. Aunque en algunas ocasiones se ha atribuido a Francisco Dionisio de Ribas, no consta en la documentación que pudiera pertenecer al primitivo retablo mayor de la iglesia por lo que debe ser tratado como obra anónima de la segunda mitad del siglo XVII. En las vitrinas-fanales de los laterales se representa a Santa María Magdalena y Santa María Egipciaca. Otras vitrinas se distribuyen por las estancias aportando un barroquismo minucioso propio de las estancias conventuales. Destaca la talla de un San Juanito sobre la reja del coro que se suele atribuir a la Roldana y la imagen orante de la Virgen, conocida como “la porterita”, obra de la primera mitad del siglo XVII que estuvo en la portería del convento, lo que explica su advocación. Otras piezas que destacan en la estancia es el fascistol central, lugar para colocar los libros corales, coronado por una escena de la Encarnación, así como un relieve de la Virgen de la Misericordia, que representa a la Virgen arrodillada ante la Trinidad y que parece de la segunda mitad del siglo XVIII. El coro bajo se ilumina por un gran óculo en la parte central de su cubierta que comunica con el coro superior. En el coro alto destacan los restos encontrados de pintura medieval gótica, que fueron repintados en siglos posteriores y, en algunas zonas, picados para su enlucimiento. Son excepcionales muestras de pintura de finales del siglo XV en las que se pueden ver algunas representaciones florales, de animales o de cresterías tardogóticas y que podrían ser relacionadas con las pinturas murales del monasterio de San Isidoro del Campo en Santiponce.
La zona de clausura no sigue la disposición habitual del mundo conventual, al ser el fruto de la adaptación a edificios anteriores y a la progresiva adquisición de solares colindantes. El acceso se realiza por la puerta reglar, en los límites con la Plaza del Triunfo, en cuyo torno se venden los famosos recortes, desechos de las obleas destinadas a hostias, cuya fabricación constituye el trabajo fundamental de las monjas agustinas. En el pasillo de acceso destaca un pequeño retablo barroco con un relieve de Jesús Nazareno del siglo XVI. Cercano se sitúa un altar del siglo XVIII presidido por una talla de Cristo atado a la columna entre imágenes barrocas de San Juan Evangelista y San Fernando. El claustro principal o patio de la Inmaculada acoge las celdas-dormitorio de las monjas y es de reciente factura ya que se realizó en 1971 siguiendo las directrices de José Espiau y Manuel Tarascón. Es una obra funcional, rectangular, con dos plantas realizadas en hormigón y cuyos arcos y soportes se revistieron de ladrillo visto. Sus arcos de medio punto son tres en su lado más corto y cinco en su lado más largo. En la escalera principal destaca un lienzo de la Virgen de Guadalupe firmado por N. Enrique en el año 1761. En los pasillos destacan otros lienzos como una Inmaculada del siglo XVIII y un San Antonio de Padua que se atribuye al sevillano Juan del Castillo, en la primera mitad del siglo XVII. El patrimonio del convento se completa con algunas piezas de orfebrería conservadas en la sacristía de la iglesia, estancia donde se conservan algunos lienzos barrocos y alguna imagen decimonónica del Niño Jesús. En la orfebrería destaca un cáliz de plata dorada fechado en 1684, de origen italiano, con el contraste de Giovanni Omodea, siendo probablemente una pieza que llegó a la ciudad a través del cardenal Palafox, que había sido obispo de la capital siciliana. La otra pieza destacable es un relicario de filigrana de plata en forma de águila bicéfala, de la segunda mitad del siglo XVII.
Además, el convento alberga una zona de huerta y de jardín en uno de cuyos flancos se sitúan las salas de labor de la comunidad. En este sector se conservan restos de una torre que debió pertenecer a la muralla musulmana de defensa interior realizada en tiempos de Abu Yacub, hacia 1172.
En su zona exterior el convento se asoma a las plazas de la Virgen de los Reyes, la Plaza del Triunfo y en parte a la calle Joaquín Romero Murube. En la parte posterior, sus muros configuran uno de los límites de la llamada plazuela de Santa Marta, una especie de compás creado en una antigua barreduela o adarve musulmán (calle sin salida), sector hoy presidido por el antiguo crucero de San Lázaro, traído desde el antiguo camino situado a las afueras de la ciudad, cruz sobre pedestal de mármol que fue diseñado por Hernán Ruiz II, el arquitecto cordobés que diseñó el campanario cristiano de la Giralda, hoy tan cercano (Manuel Jesús Roldán, Conventos de Sevilla, Almuzara, 2011).
La larga historia del convento de la Encarnación comienza en la plaza de su nombre, que algunos intentan titular como Mayor, donde la comunidad de agustinas llegó ocupar tres cuartas partes del solar de la plaza. Las monjas de la Orden de San Agustín, conocidas como agustinas, pertenecen a la orden religiosa mendicante fundada por el papa Inocencio IV en el siglo XIII (1244), ante la necesidad de unificar una serie de comunidades de monjes en la Toscana (Italia) que seguían las directrices conocidas como la Regla de San Agustín, dictadas por San Agustín de Hipona en el siglo V. En Sevilla, además del convento de la Encarnación y del monasterio de San Leandro, hubo otros conventos de agustinas hoy desaparecidos: el de la Paz (hoy sede de la hermandad de la Mortaja) y el del Dulce Nombre de Jesús (hoy sede de la hermandad de la Vera Cruz).
La fundación del convento de la Encarnación, según Ortiz de Zúñiga, se remonta al año 1591, momento en el que don Juan de la Barrera “noble y piadoso sevillano que habiendo militado en sus primeros años en las conquistas de las Indias de Occidente logró sus afanes en opulentas riquezas a que, faltándole sucesor, dio empleo en muerte, como lo daba en vida a obras pías de largueza y ejemplo grande”. El devoto patrocinador de la nueva fundación estipulaba su entierro en la capilla mayor del nuevo convento, disponiendo que en el retablo mayor debería estar representado el tema de la Encarnación, así como dos altares dedicados a los Santos Juanes, una de las grandes devociones de la época. Las obras del nuevo cenobio debieron avanzar a buen ritmo, en 1598 ya estaba terminada su puerta principal, en la que participaron Alonso de Vandelvira, Andrés de Ocampo y Martín Alonso de Mesa. La fundación propiamente dicha llegaría con la bula concedida por el papa Clemente VII en enero del año 1600, siendo elegida como primera abadesa del convento una monja del convento cisterciense de Santa María de Dueñas, hoy desaparecido, situado en las cercanías del palacio de los duques de Alba.
La capilla del antiguo hospital es la que hoy sirve de iglesia a la comunidad. La iglesia, de enorme sencillez al exterior, presenta en su interior una planta de una sola nave. La parte del presbiterio tiene planta cuadrada, cubierta con bóveda de ocho paños sobre trompas, siendo un sector que corresponde a la antigua mezquita y que probablemente correspondía a una antigua capilla de tipo qubba, habitual construcción de inspiración musulmana de planta cuadrada y cubrimiento con cúpula que pervivió largo tiempo en las iglesias mudéjares sevillanas. La nave de la iglesia se cubre con bóvedas de nervaduras, destacando las ménsulas con los signos de los cuatro Evangelistas que se sitúan como elemento sustentante. Este sector correspondería a la fundación hospitalaria (año 1385) y es fechable en la segunda mitad del siglo XIV. En el siglo XIX, con la llegada de la comunidad agustina, se añadieron el coro alto y bajo, se abrió una linterna en la cúpula, se abrió la puerta a la plaza de la Virgen de los Reyes y se hicieron algunas reformas en la fachada, entre ellas la erección de la actual espadaña.
Dos retablos neoclásicos de escaso interés flanquean el retablo mayor, en el del muro derecho aparecen San José y el Ángel de la guarda, tallas del siglo XVIII junto al franciscano San Antonio de Padua del siglo XIX. En el muro izquierdo aparecen San Vicente Ferrer y San Agustín, del siglo XVIII junto a un pequeño Cristo atado a la columna ya del siglo XIX.
Ya en los muros de la nave aparecen nuevos retablos neoclásicos, en el lado izquierdo aparecen la Inmaculada, San Francisco de Paula, fundador de los Mínimos, Santa Teresa de Jesús, la reformadora carmelita. El grupo de más interés está en el muro derecho. Se trata de un Calvario completo del siglo XVII, de tallas completas de gran expresividad y notable policromía. Lo forman la imagen del Crucificado, la Virgen a sus pies en la iconografía del Stabat Mater, María Magdalena arrodillada abrazando la Cruz y San Juan. Fue una composición muy repetida en el Barroco sobre todo en cofradías penitenciales de Semana Santa.
Por los muros del templo se reparten lienzos de diversa factura representando la Adoración de los Pastores, la Epifanía o al Niño Jesús y San Juanito. Sobre la reja del coro destaca uno que representa a la Trinidad con San Agustín, Santa Mónica, Santo Tomás de Villanueva y San Nicolás de Tolentino, conjunto de santos de la orden agustina que parecen de finales del siglo XVIII.
En el muro izquierdo de la nave se abre una pequeña capilla confesionario, en la zona cercana al coro. En sus muros se pueden contemplar otros lienzos del siglo XVIII como el de la Inmaculada y los de los Arcángeles, recordándose en una lápida al que fuera fundador del Hospital de Santa Marta: “Este hospital dotó el muy magnífico Sr. Don Ferrán Martínez, arcediano de Écija y canónigo de la Santa Iglesia de Sevilla, el cual falleció a 19 de agosto de 1405 años. Rogad a Dios por él”.
La zona de clausura no sigue la disposición habitual del mundo conventual, al ser el fruto de la adaptación a edificios anteriores y a la progresiva adquisición de solares colindantes. El acceso se realiza por la puerta reglar, en los límites con la Plaza del Triunfo, en cuyo torno se venden los famosos recortes, desechos de las obleas destinadas a hostias, cuya fabricación constituye el trabajo fundamental de las monjas agustinas. En el pasillo de acceso destaca un pequeño retablo barroco con un relieve de Jesús Nazareno del siglo XVI. Cercano se sitúa un altar del siglo XVIII presidido por una talla de Cristo atado a la columna entre imágenes barrocas de San Juan Evangelista y San Fernando. El claustro principal o patio de la Inmaculada acoge las celdas-dormitorio de las monjas y es de reciente factura ya que se realizó en 1971 siguiendo las directrices de José Espiau y Manuel Tarascón. Es una obra funcional, rectangular, con dos plantas realizadas en hormigón y cuyos arcos y soportes se revistieron de ladrillo visto. Sus arcos de medio punto son tres en su lado más corto y cinco en su lado más largo. En la escalera principal destaca un lienzo de la Virgen de Guadalupe firmado por N. Enrique en el año 1761. En los pasillos destacan otros lienzos como una Inmaculada del siglo XVIII y un San Antonio de Padua que se atribuye al sevillano Juan del Castillo, en la primera mitad del siglo XVII. El patrimonio del convento se completa con algunas piezas de orfebrería conservadas en la sacristía de la iglesia, estancia donde se conservan algunos lienzos barrocos y alguna imagen decimonónica del Niño Jesús. En la orfebrería destaca un cáliz de plata dorada fechado en 1684, de origen italiano, con el contraste de Giovanni Omodea, siendo probablemente una pieza que llegó a la ciudad a través del cardenal Palafox, que había sido obispo de la capital siciliana. La otra pieza destacable es un relicario de filigrana de plata en forma de águila bicéfala, de la segunda mitad del siglo XVII.
En su zona exterior el convento se asoma a las plazas de la Virgen de los Reyes, la Plaza del Triunfo y en parte a la calle Joaquín Romero Murube. En la parte posterior, sus muros configuran uno de los límites de la llamada plazuela de Santa Marta, una especie de compás creado en una antigua barreduela o adarve musulmán (calle sin salida), sector hoy presidido por el antiguo crucero de San Lázaro, traído desde el antiguo camino situado a las afueras de la ciudad, cruz sobre pedestal de mármol que fue diseñado por Hernán Ruiz II, el arquitecto cordobés que diseñó el campanario cristiano de la Giralda, hoy tan cercano (Manuel Jesús Roldán, Conventos de Sevilla, Almuzara, 2011).
Tanto la iglesia como el núcleo principal del convento formaron parte del Hospital de Santa Marta, fundado en 1385 por el arcediano de Écija, Fernán Martínez. El traslado al edificio de las religiosas agustinas data del siglo XIX y fue ocasionado por el derribo de su primitivo convento, ocurrido en 1811, para la erección de un mercado y la creación de una plaza que regularizase la trama urbana del sector. La iglesia, que fue capilla del citado hospital, presenta dos sectores bien diferenciados. El que constituye el presbiterio tiene planta cuadrada y se cubre por bóveda de ocho paños, apoyada en trompas angulares y rematada por una linterna. El que forma la nave presenta bóvedas de nervaduras que arrancan de cuatro ménsulas, en las que se representan los símbolos de los evangelistas, apareciendo en la clave de la bóveda el cordero de San Juan Bautista. El primero de ambos sectores era parte de la Mezquita de los Osos, que aprovechó, tras una remodelación, Fernán Martínez para la fundación del hospital. El tramo de la nave procede de la citada fundación del arcediano y por tanto puede fecharse a finales del siglo XIV. La conversión del edificio en convento de clausura dio lugar a numerosas reformas que tenían como fin adaptarlo a su nuevo uso. Producto de estas obras son la colocación del coro a los pies de la nave, la portada abierta en el muro izquierdo, la linterna del presbiterio y la remodelación de la espadaña, formada por dos cuerpos y situada sobre la fachada. Origen medieval, por el contrario, poseen los arcos polilobulados ciegos, realizados en ladrillo, que aparecen en las fachadas exteriores de la cabecera. El retablo mayor es una obra de estilo neoclásico en cuya hornacina central se sitúa el grupo escultórico de la Anunciación, flanqueado por las imágenes de San Juan Bautista y San Juan Evangelista, apareciendo en el banco dos relieves con escenas de la vida de Santa Marta y ocupando el ático una escultura de esta misma santa. Si bien la estructura del retablo corresponde al siglo XIX, la imaginería, a excepción de los relieves y figura de la santa, pertenecen al primitivo retablo mayor del convento, obra de Francisco Dionisio de Ribas.
En los muros laterales del presbiterio se sitúan dos retablos neoclásicos. En el de la izquierda aparecen tres esculturas, las de San Vicente Ferrer y San Agustín pueden fecharse en el siglo XVIII; la de Cristo atado a la columna, al XIX. Otras tantas imágenes presenta el retablo del muro derecho, que corresponden a San José, el Ángel de la Guarda y San Antonio de Padua. Esta última es del siglo XIX; las dos primeras, del XVIII.
En la nave se sitúan otros dos retablos neoclásicos. El del lateral izquierdo alberga esculturas de la Inmaculada, Santa Teresa, San Francisco de Paula y de otro santo, todas del siglo XVIII. El retablo colocado en el muro derecho presenta un grupo de esculturas del Calvario, obra sevillana del último tercio del siglo XVII. En los muros de la iglesia están colocados varios lienzos, fechables en el siglo XVIII, que representan La Adoración de los Pastores, La Adoración de los Reyes, San Juan Bautista Niño, el Niño Jesús dormido y, una escena de la vida de Santa Mónica y San Agustín.
Los objetos de orfebrería no son muy abundantes pero el convento posee piezas de interés. La obra más original es un cáliz de plata dorada, con estructura barroca y fina decoración de punteado con elementos florales de recuerdo renacentista. Es una pieza que lleva las marcas de la ciudad de Palermo, del contraste Giovanni Omodeo y el año de 1684. Como punzón de autor puede leerse una A, hasta el momento no identificada. Existen también otros dos cálices, uno rococó de exuberante decoración, con la marca de Guzmán, y otro neoclásico, datado en 1829 y punzonado por Palomino, el autor, y por Zuloaga, el contraste. El ostensorio es neoclásico, de comienzos del siglo XIX, obra de Juan Lecaroz, y contiene un viril muy rico decorado con pedrería. Como pieza original puede citarse un relicario de filigrana de plata compuesta por un águila bicéfala y una cruz de cristal con remates de oro, datable en la segunda mitad del siglo XVII (Alfredo J. Morales, María Jesús Sanz, Juan Miguel Serrera y Enrique Valdivieso. Guía artística de Sevilla y su provincia. Tomo I. Diputación Provincial y Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2004).
El Convento de la Encamación, del que sólo es visitable su iglesia. Aquí estuvo antes el Hospital de Santa Marta, fundado en 1385 por el arcediano de Écija y canónigo de la Catedral Ferrán Martínez, el mismo que algún tiempo después, en 1391, azuzaría a la plebe contra los judíos. Las monjas agustinas que ahora viven en él ocupan el edificio desde principios del siglo XX, más o menos, un siglo después de que perdieran su antiguo convento del mismo nombre sito en la plaza de la Encarnación, derribado en 1811, durante la ocupación francesa. La iglesia es un pequeño templo de una sola nave dividido en tres zonas: el coro, a los pies, separado por una gruesa reja; un espacio para los fieles, y el presbiterio, cubierto con una cúpula de media naranja con linterna sobre pechinas. El retablo mayor es neoclásico, del siglo XIX. En el lateral izquierdo del espacio destinado a los fieles hay un precioso Calvario de autor anónimo, pero de la escuela sevillana del siglo XVII. Entre otras buenas imágenes y pinturas, destaca el Nacimiento que se ve al fondo del coro, de buenísima mano (Rafael Arjona, Lola Walls. Guía Total, Sevilla. Editorial Anaya Touring. Madrid, 2006).
Conozcamos mejor la Leyenda, Historia, Culto, Fuentes e Iconografía de la Solemnidad de la Anunciación o Encarnación del Señor;
La Anunciación, que también se llama la Salutación angélica, generalmente está representada en la entrada del santuario de las basílicas bizantinas, sobre los pilares del arco de triunfo y en los postigos de los retablos en la pintura occidental de finales de la Edad Media. En uno y otro caso es la visión del ángel transmitiendo a la elegida el mensaje divino que acoge a los fieles.
Este lugar eminente que se reserva a la Anunciación en el arte cristiano se explica y justifica por el hecho de que no se trata simplemente de un episodio de la historia de la Virgen, sino del origen de la vida humana de Cristo, porque la Anunciación del ángel a María coincide con la Encamación del Redentor. Por lo tanto, se trata del primer acto o preludio de la Obra de Redención, como lo escribió Beda, el Venerable, que la calificó de exordium nostrae Redemptionis.
Culto
La riqueza de la iconografía de la Anunciación se debe no sólo a su irnportancia doctrinaria en la economía de la Salvación, sino al culto que le ha profesado la Iglesia.
Fijada en la fecha del 25 de marzo, exactamente nueve meses antes de la Natividad o Navidad, la fiesta de la Anunciación fue popularizada en Occidente por órdenes religiosas tales como los servitas (servidores de la Virgen) cuyas iglesias están dedicadas en Italia a la Annunziata, la orden francesa de la Santísima Anunciación (Très Sainte Annonciation) fundada en Bourges por santa Juana de Valois hija del rey Luis XI; y por órdenes de caballería como la Saboyana, que luego en Italia se llamó de la Annunziata, que data del siglo XIV, y fundó en 1360 Amadeo VI, duque de Saboya.
Este lugar eminente que se reserva a la Anunciación en el arte cristiano se explica y justifica por el hecho de que no se trata simplemente de un episodio de la historia de la Virgen, sino del origen de la vida humana de Cristo, porque la Anunciación del ángel a María coincide con la Encamación del Redentor. Por lo tanto, se trata del primer acto o preludio de la Obra de Redención, como lo escribió Beda, el Venerable, que la calificó de exordium nostrae Redemptionis.
Culto
La riqueza de la iconografía de la Anunciación se debe no sólo a su irnportancia doctrinaria en la economía de la Salvación, sino al culto que le ha profesado la Iglesia.
La Virgen de la Anunciación era venerada en París con el nombre de Nuestra Señora de la Buena Nueva (Notre Dame de la Bonne Nouvelle).
Además, la Anunciación ha sido elegida como fiesta patronal por numerosas corporaciones como la de los rosarieros o fabricantes de rosarios, objetos con los cuales se recita el Ave María; la de los fabricantes de loza o porcelana, a causa del vaso de mayólica donde se erige el lirio blanco que simboliza la pureza de la Virgen; la de los carteros y mensajeros, que al igual que el ángel Gabriel distribuyen el correo.
Los campesinos veían en la Anunciación la fiesta de la fecundidad. Ese día la tierra se abre para recibir la simiente, como la Virgen para concebir al Redentor. Es el momento propicio para cavar el primer surco, sembrar o plantar.
Fuentes canónicas y apócrifas
Antes de analizar las representaciones de esta escena en el arte cristiano de Oriente y Occidente, es importante precisar las fuentes.
Es aquí donde por primera vez nos encontramos en presencia de un hecho atestiguado por los Evangelios canónicos, o más exactamente, por uno de los cuatro Evangelios, el de Lucas (1: 26: 38).
He aquí los términos en que narra el mensaje del ángel: «...En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y presentándose a ella, le dijo: Salve, llena de gracia; el Señor es contigo ( ...) concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre ( ...)
«Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra (Virtus Altissimi obumbrabit tibi) ...
«Dijo María: He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra.»
El Evangelio no aclara a qué hora tuvo lugar la aparición. Es por razones litúrgicas que se la sitúa en el crepúsculo, porque es la hora del ángelus.
Numerosos detalles del arte cristiano se han tomado de los Evangelios apócrifos, especialmente del Protoevangelio de Santiago y del Evangelio de la Natividad de la Virgen, que en Occidente fueron vulgarizados por Vicente (Vincent) de Beauvais en el Speculum Historiae, y por Santiago de Vorágine en la Leyenda Dorada. A esas dos fuentes hay que sumar el Evangelio Armenio de la Infancia, que ha tenido gran influencia en la iconografía bizantina.
De acuerdo con los relatos apócrifos, habría habido no una sino dos Anunciaciones de la Natividad del Señor, sin contar la de la Muerte de María.
Según el Evangelio Armenio (cap. V), la Virgen en principio fue saludada por un ángel invisible en el momento en que salía con un cántaro para sacar agua de la fuente. Como temía una estratagema del demonio, se puso a rezar: « Dios de Israel -oró- no me entregues a las tentaciones del enemigo y a las asechanzas del Seductor; mas líbrame de las trampas y de la astucia del cazador.»
De regreso en su casa, se puso a hilar la púrpura para el velo del Templo. El ángel Gabriel penetró una segunda vez junto a ella a través de la puerta cerrada, y aunque incorpóreo, se le presentó entonces con la apariencia de un ser de carne para anunciarle que quedaría encinta y pariría al Mesías.
Como no podía creer que concebiría, puesto que no había conocido hombre alguno, el ángel le explicó que el Espíritu Santo descendería en ella sin desflorar su virginidad. Ella acabó por consentir. En el mismo instante el Verbo de Dios penetró en ella por su oreja e inmediatamente comenzó su embarazo.
Se advierte cuanto agregan los Evangelios apócrifos al Evangelio de Lucas. El ángel invisible saluda una primera vez a la Virgen en el momento en que ella va a buscar agua a la fuente. Luego se presenta corporalmente frente a ella, mientras María está tejiendo el velo de púrpura para el Sancta Sanctorum.
Iconografía
El tema plástico
A pesar de las variantes iconográficas de la Anunciación en el arte oriental y occidental, casi innumerables, sus coordenadas plásticas esenciales permanecieron inmutables en el transcurso de las edades.
No obstante el escaso número de personajes, que se reducen a dos, o a tres si el Espíritu Santo se agrega a la Virgen y al ángel anunciador, la Anunciación plantea problemas muy complejos desde el triple punto de vista espacial, dinámico y psicológico. La Anunciación es al mismo tiempo geometría en el espacio, conflicto de fuerzas y descenso de la gracia divina en el vaso de elección que es el cuerpo de la Virgen María.
Lo que esencialmente diferencia a la Anunciación de temas análogos tales como la Visitación, es que los dos principales actores pertenecen a mundos diferentes. El ángel es una criatura celestial, en principio incorpórea, en cualquier caso alada e inmortal, que escapa a las leyes de la pesadez y de la muerte. La Virgen, por el contrario, es una criatura humana, infinitamente pura, pero sometida a todas las servidumbres de la condición terrenal.
Por otra parte, los dos personajes difieren no sólo por su esencia sino por su papel: el ángel que transmite el mensaje divino es activo, la Virgen que lo recibe es pasiva. Su reacción, que no se traduce en modo alguno por un consentimiento total e inmediato, sino por una vacilación y un repliegue, en cualquier caso es muy débil.
De allí resulta una disimetría que es inherente al tema. Los dos figuras son desigualmente expansivas: el ángel de grandes alas desplegadas exige más espacio que la Virgen amedrentada que se acurruca en un rincón del oratorio.
Desde el punto de vista espacial. la consecuencia es que el espacio se fracciona en dos partes desiguales y disímiles: en vez de un espacio homogéneo, de una escena al aire libre o interior, tenemos un espacio mixto, abierto y cerrado a la vez, con un afuera y un adentro. A veces, el espacio abierto no es más que un pórtico exterior adosado a la casa de la Virgen. Cuando los dos personajes están en el interior, el fraccionamiento del espacio subsiste, ya sea porque una columna divide la habitación en dos mitades, ya porque el ángel se destaca sobre el fondo de un paisaje al tiempo que la Virgen está en el fondo de su dormitorio.
Esta dualidad del espacio está subrayada por la iluminación: el ángel siempre está del lado de la luz mientras que la Virgen permanece en la sombra.
Si la Anunciación se diferencia de la Visitación por su disimetría, se distingue también por su dinamismo. El factor tiempo interviene, puesto que la escena comporta dos momentos: en principio, el ángel entrega el mensaje; a continuación, la Virgen responde.
De acuerdo con el temperamento de los artistas, la irrupción del ángel en el santuario virginal es más o menos violenta, ya es proyectado como un bólido «en un golpe de viento», ya, por el contrario, se desliza en silencio y en puntillas, apenas rozando el suelo. Pero su «Carga dinámica» siempre es más fuerte que la de la Virgen que constituye el otro polo. El ángel representa el puesto emisor, la Virgen el receptor; y de uno a otro polo, se sienten pasar los efluvios magnéticos, se cree oír la crepitación de una chispa eléctrica.
Sin embargo, esa relación de fuerzas tiende a alterarse e incluso a invertirse completamente por la influencia del progreso de la mariolatría. Poco a poco el papel del ángel disminuye: en vez de presentarse como maestro y triunfador, como un embajador celestial en el cual Dios habría delegado plenos poderes, se arrodilla modestamente frente a la Virgen, en la cual saluda a la Madre del Hijo de su Señor, la futura reina de los ángeles. La Virgen ya no es la humilde sierva (ancilla Domini) que se inclina frente al enviado del cielo y recibe su mensaje como una gracia, sino la soberana que acepta un homenaje. Se produce una desnivelación en provecho suyo: es ella quien desde lo alto de su trono domina al ángel arrodillado, destituido del rango de embajador celestial al de mero paje.
Al mismo tiempo, la importancia del ángel se encuentra reducida por la introducción de un tercer actor: la paloma del Espíritu Santo. La paloma, que anteriormente sólo tenía un valor simbólico, tendrá un papel activo: se convierte en la emanación directa de Dios Padre y sustituye al Anunciador, reducido al papel secundario y auxiliar de un intérprete.
De esta manera la composición cambia de carácter: de polarizada se convierte en convergente. La Virgen, que era sólo una figura lateral, subordinada a su compañero más dinámico, tiende a convertirse en el personaje central hacia el cual convergen todos los rayos que emanan del Padre Eterno, en los cuales desciende Dios Hijo, encarnado en el Niño Jesús.
La Anunciación asociada con la Encarnación
Desde que la Virgen ha dado su consentimiento a la misión divina que le revela el arcángel Gabriel, la Concepción virginal se opera y el Verbo se hace carne. La Encarnación de Cristo sigue inmediatamente a la Anunciación; la Conceptio y la Annuntiatio Christi son una sola.
En las representaciones de la Anunciación que hemos estudiado hasta el momento, la idea de la Encarnación no se expresa alegórica ni explícitamente. Pero los artistas, guiados por los teólogos, debían ser conducidos con naturalidad a combinar ambos temas.
Así se explica la aparición de dos motivos muy característicos de finales de la Edad Media: el Descenso del Niño Jesús en el vientre de María y la Caza del Unicornio que se refugia en el vientre de una virgen.
La inmersión del niño Jesús en el vientre de la Virgen
Si se observan con alguna atención las Anunciaciones del siglo XV, con frecuencia se advierte un detalle que en principio parece sorprendente.
Encima de la cabeza de la Virgen aparece Dios Padre haciendo un gesto de bendición. De su boca sale un haz de rayos luminosos por los cuales desciende la paloma del Espíritu Santo. Pero ella no está sola, en dicha trayectoria proyecta un niño no un embrión, sino un «homunculus» enteramente formado: es el Niño Jesús, como lo muestra la cruz que suele llevar al hombro. Ese niño concebido por el Espíritu Santo se sumerge en el vientre de la Virgen, como el polen fecundante aspirado por el cáliz de una flor.
No hay allí, como pudiera creerse, una réplica cristiana del mito del cisne de Leda, sino la traducción de una doctrina teólogica. Se creía que Jesús, en vez de formarse «in utero» como lo hacen los hijos de los hombres, había sido lanzado por Dios desde lo alto del cielo (emissus caelitus) y había entrado completamente formado en el vientre intacto de la Virgen.
¿Por qué camino se había operado la Encarnación? Los teólogos se dividían en dos escuelas acerca de este punto. Unos sostenían que Cristo, que es el Logos (la palabra), el Verbo, había entrado por la oreja de la Virgen al mismo tiempo que el mensaje del ángel Anunciador: virgo per aurem impregnatur. Es el tema de la Conceptio per aurem. En una prosa del siglo XII se cantaba:
Gaude, Virgo, Mater Christi
Quae per aurem concepisti.
Pero la mayoría creía que la concepción se había realizado más normalmente por el canal uterino (Conceptio per uterum).
El tema es sin duda de origen bizantino, porque en los iconos rusos de la Anunciación se ve al Niño Jesús ya en el vientre de la Virgen (Mladenets vo tchreve Bogomateri). Aparece en Italia a principios del siglo XIV, y más tardíamente en Francia, Flandes y Alemania.
A partir del siglo XV ya se oían protestas contra ese tema chocante. No se trataba, claro está, de defender el buen gusto ultrajado o la simple decencia, sino de la ortodoxia en peligro. El arzobispo de Florencia, san Antonino, censuraba a los pintores que representaban al Niño Jesús proyectado al vientre de la Virgen ya formado, como si su cuerpo no se hubiera alimentado de la sustancia materna.
El concilio de Trento se unió a esta condena y el famoso teólogo Molanus de Lovaina se convirtió en su intérprete, proscribiendo del repertorio del arte católico las Anunciaciones donde se veía «Corpusculum quoddam humanum descendens inter radios ad uterum Beatissimae Virginis», como si el vientre de la Virgen -agregaba- sólo hubiese sido un simple tubo o conducto (fistula) por donde ha entrado y salido el cuerpo de Cristo formado en el cielo.
La caza del unicornio o la caza mística
El tema de la Caza del Unicornio, cinegético y místico a la vez, mediante el cual el arte de finales de la Edad Media ha intentado expresar alegóricamente los dos misterios hermanados de la Salutación Angélica y de la Encarnación, es una amalgama del Cantar de los Cantares y del Fisiólogo (Physiologus).
La Virgen está, en efecto, sentada en un jardín cerrado o cercado (Hortus conclusus), o bien detrás de una puerta cerrada (porta clausa), en medio de emblemas tomados, como los de la Inmaculada Concepción, del Cantar de los Cantares: la fuente sellada (font signatus), la torre de David (turris Davidica), la torre de marfil (turris eburnea).
Un unicornio, que en los Bestiarios es el símbolo de la Castidad, perseguido por la jauría del arcángel Gabriel llega a refugiarse en su vientre. Los cuatro lebreles que lleva atados simbolizan las Virtudes: Justitia, Misericordia, Pax, Veritas, que han decidido al Verbo a encarnarse.
El unicornio, que sólo podía ser capturado por una virgen, es aquí la imagen de Cristo que viene a encarnarse en el vientre de María. Ésta está representada como la doncella que sirve de trampa al unicornio, atrayéndolo con el perfume de su vientre virginal. El ángel Anunciador toma la forma del montero alado que desatraílla a los cuatro lebreles haciendo sonar el cuerno.
Esta manera singular de simbolizar la Encarnación con una escena de caza, desconocida para el arte bizantino, gozó de los favores de Occidente desde el siglo XV hasta comienzos del XVI.
Es en el arte alemán donde se encuentran los ejemplos más numerosos.
El motivo no se aclimató bien en Francia, aunque tenga como fuente un sermón de san Bernardo que fue el primero que tuvo la idea de aplicar a la Anunciación las palabras del Salmo 85, 11: «Se han encontrado la piedad y la fidelidad, /se han dado el abrazo la justicia y la paz (...)» (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Solemnidad de la Anunciación o Encarnación del Señor;
Fiesta derivada del primitivo ciclo natalicio. Seguramente proceda de la conmemoración que debía hacerse en Nazaret en la Basílica de la Anunciación erigida por Santa Elena, porque en cada basílica se celebraba anualmente el misterio que allí era recordado a la par que su dedicación.
En el siglo VI ya se encuentra algún indicio de celebración de esta fiesta, pues una de las homilías de Abrahán Obispo de Éfeso, que vivió en la época del Emperador Justiniano (mediados del siglo VI), lleva de título: En la Anunciación de la Madre de Dios.
Fiesta de la maternidad virginal, primero se fija en los días preparatorios de Navidad, por relación con el nacimiento y por consideración a la cuaresma: la liturgia romana, el miércoles de témporas de Adviento; la ambrosiana, el IV domingo de dicho tiempo, y la hispánica, el dieciocho de diciembre (X Concilio de Toledo, 656).
Alternó y después se complementó con una centrada ya en la concepción de Jesús, que se fija el veinticinco de marzo, una vez que se había extendido desde Roma la fiesta del veinticinco de diciembre de la Natividad del Señor, unida, por tanto, al recuerdo festivo de la Anunciación de María (nueve meses antes), cuyo nombre recibe, llegando a oscurecerse las celebraciones de otras fechas.
Aparte de su correlación con la Navidad, no olvidemos que coincide con el equinoccio de primavera, que se vinculaba con la creación del mundo y del hombre, y por tanto adquiere una gran carga simbólica, al celebrarse la concepción de Cristo, el Nuevo Adán, el hombre de la Nueva Creación. Posteriormente se añadió también la conmemoración de la muerte de Cristo.
Sin ninguna duda, se celebraba, tanto en Oriente como en Occidente, en el siglo VII, y documentamos la fecha del veinticinco de marzo en el Chronicon Paschale de Alejandría del 624, que la titula Anunciación de la Madre de Dios, y en un decreto del Concilio Quinisexto Trulano (Constantinopla, 692), que ordenaba se celebrase aunque cayera en cuaresma.
El Papa Sergio I (+701) la incluye entre las cuatro fiestas marianas en las que debía organizarse procesión; la de ésta fiesta cayó en desuso en la Baja Edad Media. Ya aparece en el Sacramentario Gelasiano y en el Gregoriano (siglo VIII).
Originariamente del Señor, adquirió en Occidente un marcado tinte mariano, pero, a diferencia del caso de la Purificación, la figura de la Virgen resplandece con luz propia, porque en el misterio de la Encarnación no se puede prescindir de la Madre. Aunque, como es natural, la glorificación de María es a la par glorificación del Señor.
En la reforma de 1969 se le ha devuelto su primario tinte cristológico, denominándola Anunciación del Señor, nombre que ya había recibido en los inicios de la fiesta (Ramón de la Campa Carmona, Las Fiestas de la Virgen en el año litúrgico católico, Regina Mater Misericordiae. Estudios Históricos, Artísticos y Antropológicos de Advocaciones Marianas. Córdoba, 2016).
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