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sábado, 17 de julio de 2021

La pintura "Santas Justa y Rufina", de Murillo, en la sala V, del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Santas Justa y Rufina", de Murillo, en la sala V, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.  
   Hoy, 17 de julio, en Sevilla, en la provincia hispánica de Bética, es la Festividad de las Santas Justa y Rufina, vírgenes, que, detenidas por el prefecto Diogeniano, tras ser sometidas a crueles suplicios fueron encerradas en prisión, donde les hicieron pasar hambre y más torturas. Justa exhaló su espíritu encarcelada, y Rufina, por seguir proclamando su fe en el Señor, fue decapitada (c. 287) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
      Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "Santas Justa y Rufina", de Murillo, en la sala V, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
   El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
   En la sala V del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Santas Justa y Rufina", de Murillo (1617-1682), siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco, de la escuela sevillana, pintado hacia 1665-1666, con unas medidas de 2'00 x 1'76 m., y procedente del Retablo Mayor de la Iglesia del Convento de los Capuchinos, de Sevilla, tras la Desamortización, en 1840.
   Esta obra nos presenta a las dos santas, de tamaño natural y de frente al espectador, vestidas con volados paños y amplios pliegues. Entre sus manos sostienen el símbolo de la ciudad de Sevilla: la Giralda, que centra la composición. Este atributo responde a la supuesta intervención milagrosa de las santas en el terremoto de 1504, cuando sostuvieron la torre que amenazaba con desplomarse, evitando el desastre.
Así mismo aparecen otros símbolos: las palmas como señal de su martirio y en la parte inferior del lienzo, vasijas de barro alusivas a su profesión de alfareras. Según la tradición, fueron martirizadas en época romana al negarse a rendir culto a la imagen del dios Salambó.
Murillo retrata a las santas a través de dos personajes jóvenes de gran belleza. En el tratamiento del color, Murillo logra una bella armonía a base de verdes, ocres y rojos. Al fondo se abre la campiña y a la izquierda, junto con un camino, se observan las ruinas de un edificio (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
   Sevilla y Murillo son dos nombres unidos en la historia y en el arte y difícilmente pueden entenderse el uno sin el otro. Nació Murillo en los últimos días del año 1617 puesto que fue bautizado el 1 de enero de 1618. Su padre fue barbero cirujano de profesión, oficio que le permitió llevar un nivel de vida discreto y poder mantener su extensa familia, ya que tuvo catorce hijos, siendo Bartolomé el último de ellos. Muy pronto la vida familiar se deshizo ya que el padre murió en 1627 y su madre al año siguiente, por lo que desde muy joven tuvo que quedar bajo la custodia de su hermana mayor llamada Ana.
   Existen noticias de su aprendizaje artístico que indican su asistencia al taller de Juan del Castillo, pintor de categoría secundaria dentro del ámbito de la pintura sevillana de su época. Este aprendizaje duraría cinco o seis años y probablemente se realizó entre 1633 y 1640. En 1645 contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera y de esta unión nacieron diez hijos. La fecha de su boda coincide con el inicio de su carrera artística ya que desde ese año aparece contratando importantes conjuntos pictóricos, adquiriendo desde muy pronto una fama muy considerable que le acompañó el resto de su vida. En 1663 murió su esposa y Murillo no volvió a contraer matrimonio.
   En su larga trayectoria artística Murillo trabajó para los principales edificios religiosos de Sevilla y también para la alta burguesía y la nobleza. Un accidente de trabajo cuando ya era un hombre anciano precipitó el final de su vida; Murillo se cayó de un andamio cuando pintaba en su taller una obra de grandes dimensiones. Este accidente ocurrió seguramente en 1681 y después de haber pasado un año sufriendo dolorosos achaques murió en Sevilla en 1682.
   Murillo fue un artista moderno y renovador en su época, puesto que supo introducir en su pintura el espíritu dinámico y vitalista del barroco. Fue un magnífico dibujante y un habilidoso colorista, técnicas que supo perfeccionar intensamente con el paso de los años. Por otra parte supo desdramatizar la pintura religiosa captando figuras populares y bellas que miran amablemente al espectador; igualmente supo introducir en su pintura presencias y sentimientos que proceden de la vida doméstica y que permitieron que el público se identificase plenamente con ellas. Fue Murillo un pintor muy popular en su época y en siglos posteriores, merced a la gracia y elegancia de sus figuras y al armonioso equilibrio que supo mantener entre la trascendencia espiritual y la vulgaridad de la vida cotidiana.
   El núcleo principal de obras de Murillo conservado en el Museo procede de la iglesia de los Capuchinos de esta ciudad para la que Murillo realizó las pinturas que adornaban su retablo Mayor y también las que figuraban en los pequeños retablos de todas las capillas laterales. El encargo de este importante conjunto le fue encomendado en 1655 y a lo largo de este año y el siguiente Murillo se ocupó de pintar los cuadros del retablo Mayor, los de los dos pequeños retablos que figuraban en los laterales del presbiterio y los de las pinturas de San Miguel Arcángel y del Ángel de la Guarda que estaban colocados en las paredes de la cabecera del templo, sobre las puertas que comunicaban  la iglesia con el interior del convento. La realización de las pinturas de las capillas laterales de la iglesia no se inició hasta 1668, ocupándose Murillo durante un año de la conclusión de esta segunda serie de obras para los Capuchinos.
   Este conjunto pictórico se salvó de ser robado por los invasores franceses en 1810 merced a que los frailes, conscientes de que iban a ser saqueados, llevaron las pinturas a Gibraltar donde por ser territorio inglés quedaron a salvo. Acabada la Guerra de la Independencia el conjunto pictórico regresó al convento con excepción del San Miguel y una Santa Faz que quizá fueron entregados a quienes en Gibraltar custodiaron las pinturas. El resto fue restaurado a su regreso por el pintor Joaquín Bejarano, a quien en pago por sus servicios los frailes entregaron la pintura central del retablo: El Jubileo de la Porciúncula, que fue vendida por el restaurador y tras pasar por varias manos acabó en el Museo de Colonia en Alemania. Otra pintura del convento de los Capuchinos, El Ángel de la Guarda, fue regalada por los frailes a la Catedral en 1814 como agradecimiento por haberse custodiado allí por algún tiempo su tesoro artístico.      El retablo Mayor estaba presidido como ya hemos señalado por El Jubileo de la Porciúncula, episodio que narra la entrega a San Francisco por parte de Cristo y de la Virgen de indulgencias para todos aquellos que visitasen la iglesia de Santa María de la Porciúncula, que el Santo había edificado. En la parte baja del mismo figuraba la Santa Faz quizás en el tabernáculo y encima de él la popularmente llamada Virgen de la servilleta al creerse que estaba pintada en una servilleta del refectorio de los Capuchinos, detalle que no es exacto. En los laterales del cuerpo bajo del retablo figuraban las Santas Justa y Rufina y San Buenaventura y San Leandro, mientras que en el cuerpo medio lo hacían San José con el Niño y San Juan Bautista. En el ático se disponían San Antonio con el Niño y San Félix de Cantalicio con el Niño.
   En sendos retablos dispuestos en el presbiterio figuraban  representaciones de la Anunciación y la Piedad que como ya se dijo estaban sobre las puertas que comunicaban con el convento, San Miguel Arcángel y el Ángel de la Guarda (Enrique Valdivieso González, Pintura, en Museo de Bellas Artes de Sevilla, Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991). 
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de Santas Justa y Rufina, vírgenes y mártires
   Eran dos hermanas andaluzas, hijas de un alfarero de Sevilla, que se ganaban la vida vendiendo cacharros de cerámica en el mercado.
   Como se negaban a entregarse a los paganos en la fiesta de Adonis, y tam­bién a  ofrecer sacrificios a Venus, sus mercaderías fueron destruidas. Justa murió en la calle y Rufina fue estrangulada.
   Patrona de Sevilla y también de Burgos, en cuyo monasterio de Las Huelgas se conservaban sus reliquias.
   En Francia fueron elegidas como patronas por los alfareros de Montauban. La iglesia de Prats de Molló, en el Rosellón, está puesta bajo su advocación.
ICONOGRAFÍA
   Están caracterizadas por alcarrazas, cacharros de alfarería que llevan en las manos, trozos de ídolos esparcidos en el suelo, un león que les lame los pies. Las santas enmarcan a la Giralda, antiguo alminar de Sevilla, que ellas habrían protegido del rayo en 1504 (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Santas Justa y Rufina, en la Historia de la Iglesia de Sevilla
   Santas Justa y Rufina, vírgenes y mártires, patronas de la ciudad de Sevilla. Por no querer adorar a los ídolos, por orden del presidente Diogeniano, padecieron martirio. Justa murió en la cárcel y Rufina fue degollada poco después. Ocurrió hacia el 285. La Iglesia de Sevilla celebra su fiesta el 17 de julio.
   Las pintaron Hernando de Esturmio, Miguel de Esquivel, Ignacio de Ríes, Murillo y Goya, entre otros muchos artistas. La Giralda en medio de ellas, como sostenida y abrazada para que no sufriera daño cuando el terremoto de 1504, según cuentan viejas leyendas. Y a sus plantas los cacharros de loza, símbolo del gremio que patrocinan. Las esculpió Duque Cornejo. Les han cantado himnos desde san Isidoro de Sevilla hasta el divino Herrera y Rodrigo Caro. Las celebran por patronas, junto a Sevilla, otras ciudades como Manises, Orihuela, Talavera de la Reina... Toledo conserva una parroquia con su advoca­ción de resonancia histórica medieval. Las veneran no sólo en España, sino también en Portugal, Francia, Italia y Alemania. Y son la primera página histórica, y gloriosa, de la Iglesia de Sevilla.
   Ellas son santas Justa y Rufina, patronas de Sevilla. Modernamente, un gran poeta sevillano, Antonio Machado, las cantó así:
          Que por mucho que se diga 
          nadie aventajó en el arte 
          cerámico y de alfarería
          cual las Patronas del «barro» 
          las Santas Justa y Rufina.
          Su oficio es noble y bizarro 
          y entre todos el primero,
          pues para gloria del «barro»,
          Dios fue el primer alfarero
          y el hombre el primer cacharro.
   Los albores de la Iglesia de Sevilla están regados por la sangre generosa y joven de dos alfareras hermanas. Su martirio es el primer dato histórico de la Iglesia hispalense recogido en una Passio muy antigua con visos de autenticidad. Su estilo sobrio, la descripción de las adonías, fiesta en honor de la diosa siria Salambó, y la cita del obispo Sabino, que aparece segundo en el catálogo de los obispos de Sevilla del códice emilianense, son indicios suficientes de su autenticidad histórica. 
   Así son descritas en el Pasionario hispánico:
   «Justa y Rufina, como mujeres que eran y muy sencillas por su relativa pobreza, llevaban adelante su casa con paciencia, casta y religiosamente, como necesitadas que todo lo poseen.
   Solían vender vasijas de barro. Con la venta ayudaban a los pobres, y guardaban para sí solamente lo suficiente para cubrir sus gastos cotidianos de comida y vestido. Se ocupaban también de hacer oración cada día...
   Un día, cuando estaban vendiendo sus vasijas, se les presenta no sé qué monstruo inmenso, al que la turba de los gentiles llaman Salambó, pidiéndoles que le den un donativo. Ellas resisten y se niegan a dar nada, diciendo: «Nosotras damos culto a Dios, no a este ídolo fabricado, que no tiene ojos, ni manos, ni vida alguna propia. A no ser que necesite una limosna o padezca necesidad, nosotras no le damos».
   El que, vestido de Zábulo, llevaba sobre sus hombros al ídolo, arremetió tan ferozmente, que rompió y destrozó totalmente todos los cacharros que tenían para vender las santísimas mujeres Justa y Rufina. Entonces estas religiosas y nobles mujeres, no por el daño de la pobreza, sino para destruir el mal de tan gran inde­cencia, empujaron el ídolo, y éste cayó por tierra, haciéndose pedazos. Se tomó esto como un sacrilegio, y corría en boca de los gentiles y proclamaban que eran reas de un gran crimen y dignas de muerte.
   En aquel tiempo era presidente Diogeniano, practicante de los ritos y observan­cias gentiles. Llegó enseguida a sus oídos la noticia de lo sucedido; rápidamente mandó que encerrasen a las piadosas mujeres en la oscuridad de la cárcel y que las condujesen a Sevilla bien custodiadas. Una vez llegadas a dicha ciudad, manda que las sometan a suplicios bajo el miedo de las torturas. Comparecen, pues, las devotas mujeres consagradas a Dios ante el crudelísimo juez Diogeniano. Como el leño penal de los reos no había llegado todavía, manda que traigan unos telares para que no se enfriase con la espera la crueldad de aquel gran furor. Enseguida son colgadas, no para pena, sino para gloria; y manda que las desgarren con uñas. Se humedecían sus entrañas con la sangre purpúrea, pero prometían el martirio. El interrogatorio del juez proclamaba el sacrilegio cometido, pero la confesión de las santas mártires no invocaba nada más que a Cristo, Señor de todas las cosas.
   Viéndolas Diogeniano con cara risueña y exultantes, llenas de alegría como si no sintiesen ningún dolor, dice: «Atormentadlas todavía con mayor oscuridad, encierro de cárcel y hambre».
   Después de algunos días, Diogeniano dispuso que se fuese a los montes Marianos y mandó que las santas mujeres les acompañasen a pie y descalzas por aquellos parajes ásperos y pedregosos.
   Se acercaba ya el tiempo de merecer la victoria. No podía demorarse la digna y debida corona de Dios a tantos padecimientos. La santísima Justa, encomendando a Dios su puro espíritu consagrado, entregó su alma en la cárcel. El guardián de la cárcel comunicó la noticia al presidente Diogeniano, y éste ordenó que arrojasen el cuerpo en un profundísimo pozo. Se enteró de esto el que era entonces religioso varón y obispo Sabino, y mandó que se sacase del pozo el cuerpo de santa Justa y se colocase honoríficamente en el cementerio hispalense.
   A la bienaventurada Rufina, que seguía en la cárcel, le cortaron la cabeza por orden del presidente Diogeniano y entregó a Dios su devoto espíritu. Mandó que llevasen el cuerpo al anfiteatro, donde fue entregado a atroces llamas. Pero el cuerpo, aunque quemado, como consagrado a Dios que estaba, fue sepultado con el mismo honor...»
   ¿Cuándo ocurrieron estos martirios? Un antiguo breviario hispalense señala el año 287, lo que supondría un hecho aislado en período de no persecución. Pero tal vez habría que situar estos martirios unos años después, a principios del siglo IV, durante la persecución general dictada por Diocleciano.
   Prudencia, que vivió cercano a estos sucesos, no refiere en su Peristéphanon a las santas Justa y Rufina. Tampoco hace referencias de otros mártires hispanos, comprobados históricamente. Ni Prudencia quiso agotar el tema ni se puede dudar de la existencia de estas santas, confirmadas por una tradición secular y unas actas que, aunque escritas hacia los siglos VI-VII, están inspiradas en documentos contemporáneos al martirio. Además, el obispo Sabino, que dio cristiana sepultura a sus cuerpos, está confirmado históricamente por su presencia en el concilio de Elvira. Sabino firmó segundo en las actas, lo que indica la antigüedad de su pontificado. «Del culto extraordinario a estas santas a partir del siglo VI dan fe las inscripciones con mención de sus reliquias, los numerosos exvotos en oro encontrados recientemente en Torredonjimeno, procedentes de un santuario, y los oficios de los libros litúrgicos y calendarios mozárabes. La Passio de las santas, de un gran valor histórico, se inspira en fuentes contemporáneas» (J. Vives).
   Tal vez su culto tardío puede justificar que no sean conocidas, ni nombradas, por Prudencio. ¿Y por qué su culto tardío? Discuten los autores si ello fue debido al canon 60 del concilio de Elvira: «Si alguno rompiere los ídolos de los gentiles y fuere allí muerto por eso, no sea recibido en el número de los mártires; porque ni hallamos aquello en el Evangelio ni en las Actas de los Apóstoles», en posible alusión a la actitud que tomaron las santas sevillanas. Los padres conciliares debían tener muy presente y vivo por lo reciente de las circunstancias en que murieron estas santas y debieron redactar este canon para moderar imprudencias que podrían provocar la ira de los paganos y la muerte consiguiente a manos de ellos.
   Es posible que esto fuera así y que el martirio de Justa y Rufina pasara durante unos años como en sordina. Tampoco son nombradas, ya pasado el tiempo, por san Isidoro, a quien se atribuye sin embargo el himno «Assunt punicca floscula virginum», a ellas dedicado.­ Pero una cosa es cierta y bien patente: en la época visigoda recibían culto, como se demuestra por las inscripciones y santuarios referidos a estas santas. Han aparecido inscripciones, con deposición de reliquias, en Salpensa (648), Alcalá de los Gazules (662), Vejer de la Miel (674?), y Guadix (652). En Torredonjimeno (antigua Ossaria, junto a Tucci, Martos) hubo en época visigoda un santuario dedicado a ellas. Y en época árabe, Toledo contaba con la iglesia mozárabe de Santas Justa y Rufina, que posiblemente exis­tiera ya en el período visigodo. Sevilla tenía una basílica o santuario a sus afueras, cuando fue invadida por los árabes. Hacia 720, en una mezquita construida junto a este santuario, fue asesinado Abd al-Aziz, según cuenta el historiador árabe Ibn al-Kuthiya.
   El Hieronimiano hace mención el 19 de julio de santa Justa: «In Spanis Iustae». Pero los calendarios hispanos colocan la fiesta de estas santas el 17 de julio, día en que las conmemora la Iglesia de Sevilla. Tampoco hay contradicción en ambas fechas, ya que las Adonías, como ha probado Cumont, se celebraban en Siria del 17 al 19 de julio.
    En el antiguo convento de trinitarios calzados de Sevilla, actual colegio de los salesianos de la Trinidad, se encuentra un calabozo subterráneo, que la piedad secular sevillana­ ha señalado como la cárcel en la que fueron encerradas las Santas Patronas de Sevilla, como así se las llama. Precisamente con este nombre tienen dedicada una calle en el antiguo barrio de la Cestería, junto a la Puerta de Triana, por creer que probablemente vivían en aquella zona. Extramuros de la ciudad, por la parte oriental, se halla el prado de Santa Justa, en el lugar llamado Campo de los Mártires, donde se cree que en la época romana se hallaba el cementerio (Carlos Ros, Sevilla Romana, Visigoda y Musulmana, en Historia de la Iglesia de Sevilla. Editorial Castillejo. Sevilla, 1992).
Conozcamos mejor la Biografía de las Santas Justa y Rufina, vírgenes y mártires;
     Santas Justa y Rufina, (¿Sevilla?, s. III – Sevilla, 17 de julio principios del s. IV). Vírgenes, mártires y santas.
     Los datos sobre la vida de estas dos santas (Justa y Rufina) son antiguos, e inscripciones de los siglos vi y vii recuerdan sus reliquias; el Martyriologium Hieronymianum menciona sólo a santa Justa, pero el Acta Sanctorum recoge numerosos documentos relativos a las dos hermanas, tanto de martirologios antiguos cuanto de escritores más recientes, como Ambrosio de Morales, Francisco de Padilla y Antonio de Quintadueñas, entre otros.
     Justa y Rufina, según la tradición, eran hermanas y se ganaban la vida como alfareras en Híspalis (Sevilla).
     En cierta ocasión, en la fiesta pagana de las Adonías, una procesión de gentes que llevaban en andas el ídolo de la diosa de origen babilónico, Salambó, pasó ante su mercado y requirieron de las mujeres algunas vasijas como ofrenda a la diosa; la negativa de éstas condujo a la ruptura de varias piezas y a la destrucción del ídolo. Acusadas de sacrílegas ante el gobernador Diogeniano, fueron encarceladas y sometidas a torturas como la de ir caminando descalzas por Sierra Morena. Justa murió de hambre y tormento en la cárcel y su cuerpo fue arrojado a un pozo, y Rufina, tras amansar a un león que iba a devorarla en el anfiteatro, murió degollada allí y su cuerpo fue quemado. El obispo Sabino unió las reliquias de las dos hermanas y probablemente la hagiografía de las santas ya estaba compuesta en los siglos VI-VII. El culto fue acrecentándose, sobre todo por la Bética, como atestiguan las inscripciones, los oficios de los libros litúrgicos, los calendarios mozárabes; y la cantidad de templos y altares que se les fueron dedicando a lo largo de los tiempos, entre los que destacan el templo mozárabe de santa Justa en Toledo y la iglesia y monasterio levantados sobre las cárceles de su martirio por el rey Fernando III el Santo.
     Iconográficamente se las representa juntas, vistiendo, por lo general, túnica talar al modo de las mujeres romanas, aunque sus vestimentas se han adaptado a los tiempos, como es el caso del magnífico lienzo de Goya, encargado en 1817 por el Cabildo de la catedral de Sevilla, en el que las santas aparecen ataviadas al modo de las mujeres del pueblo de la época; Sus atributos personales son los cacharros de barro rotos, a veces también un ídolo pagano mutilado y, en menos ocasiones, los símbolos de su martirio, la espada y los rastrillos de púas y un león que les lame los pies. Muchas veces, en la representación, aparece la Giralda haciendo alusión a la leyenda según la cual las santas bajaron del cielo y, apoyándose en ella, la salvaron de un violento terremoto que azotó Sevilla en el siglo XVI.
     Las santas Justa y Rufina son patronas de los alfareros y también de Sevilla, Orihuela, Huete y otras muchas localidades, y a ellas están dedicados numerosos templos; su fiesta se celebra el 17 de julio (Elena Sainz Magaña, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Murillo, autor de la obra reseñada;
   Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1 de enero de 1618 bautismo – 3 de abril de 1682). Pintor.
   Nació Murillo en los últimos días de diciembre de 1617, puesto que fue bautizado el 1 de enero de 1618; fue el último hijo de los catorce que nacieron del matrimonio entre Gaspar Esteban y María Pérez Murillo, teniendo su padre el oficio de barbero-cirujano, merced al cual su familia pudo vivir discretamente. Sin embargo, la apacibilidad familiar quedó truncada severamente en 1626, año en que, en un breve período de seis meses, murieron sus padres, quedando por lo tanto huérfano; su situación como benjamín de la familia se remedió en parte al pasar a depender de Juan Antonio de Lagares, marido de su hermana Ana, que se convirtió en su tutor.
   Pocos datos se poseen de la infancia y juventud de Murillo, sabiéndose tan sólo que en 1633, cuando contaba con quince años de edad, solicitó permiso para embarcarse hacia América, aunque esta circunstancia no llegó a producirse. Su aprendizaje artístico debió de realizarse entre 1630 y 1640, con el pintor Juan del Castillo, que estaba casado con una prima suya y fue quien le enseñó el oficio de pintor dentro del estilo de un arte dotado de una amable y bella expresividad. Cuando contaba con veintisiete años de edad, en 1645, contrajo matrimonio con Beatriz de Cabrera, y se tiene constancia de que en esa fecha ya trabajaba como pintor.
   Otras referencias fundamentales dentro de la vida de Murillo son que, en 1658, realizó un viaje a Madrid, donde conectó con los pintores cortesanos y también con artistas sevillanos como Velázquez, Cano y Zurbarán, entonces residente en dicha ciudad; su estancia madrileña debió de durar sólo algunos meses, puesto que a finales de dicho año se encontraba de nuevo en Sevilla. Nada importante se conoce de su existencia a partir de esta fecha, salvo varios cambios de domicilio, de los cuales el último tuvo asiento en el barrio de Santa Cruz. Sí es importante el hecho de que en 1660, y en compañía de Francisco Herrera el Joven, Murillo fundó una academia de pintura para propiciar la práctica del oficio y así mejorar la técnica de los artistas sevillanos. 
   También fue decisiva en la vida de Murillo la fecha de 1663, año en que falleció su esposa con 41 años de edad y a consecuencia de un parto. Su viudez perduró ya el resto de su vida, porque no volvió a contraer matrimonio, ni tampoco a moverse de Sevilla, a pesar de una importante oferta que se le hizo desde la Corte de Carlos II en 1670 para incorporarse allí como pintor del Rey, ofrecimiento que no aceptó.
   La muerte de Murillo tuvo lugar en 1682, en su último domicilio del barrio de Santa Cruz. Sobre su fallecimiento existe la leyenda de que tuvo lugar en Cádiz, cuando pintaba el retablo mayor de la iglesia de los capuchinos, donde sufrió un accidente y cayó de un andamio; tal accidente, si tuvo lugar, debió de acontecer en su propio obrador sevillano, donde, después de permanecer maltrecho durante un mes, falleció el día 3 de abril de dicho año.
   Sobre la personalidad de Murillo, Palomino informa de que fue hombre “no sólo favorecido por el Cielo por la eminencia de su arte, sino por las dotes de su naturaleza, de buena persona y de amable trato, humilde y modesto”. Tal descripción se constata en la contemplación de sus dos autorretratos, uno juvenil y otro en edad madura, en los que se advierte que fue inteligente y despierto, características que, unidas a la intensa calidad de su arte, le permitieron plasmar un amplio repertorio de imágenes en las que se reflejan, de forma perfecta, las circunstancias religiosas y sociales de su época.
   Aunque Juan del Castillo, el maestro que le enseñó los rudimentos de la pintura, fue un artista de carácter secundario, fue capaz, sin embargo, de introducir a Murillo en la práctica de un dibujo correcto y elegante, al tiempo de permitirle adquirir un marcado interés por la anatomía y también a inclinarle a otorgar a sus figuras expresiones imbuidas en amabilidad y gracia; fue también Juan del Castillo el responsable de orientar a Murillo en la práctica de temas pictóricos con protagonismo de la figura infantil. Todos estos aspectos, adquiridos por Murillo en una época juvenil, germinaron después en la práctica de una pintura exquisita y refinada que, con el tiempo, fue preferida por todos los elementos sociales sevillanos y con posterioridad le potenciaron a ser un artista cuyas obras fueron codiciadas por coleccionistas y museos de todo el mundo.
   Aparte de los conocimientos adquiridos con Juan del Castillo, Murillo asimiló también aspectos técnicos procedentes de maestros de generaciones anteriores a la suya; así, del clérigo Juan de Roelas aprendió a manifestar en sus pinturas el sentimiento amable y la sonrisa, y de Zurbarán, la solidez compositiva y la rotundidad de sus figuras; de Herrera el Viejo asimiló la fuerza expresiva y de Herrera el Joven, el dinamismo compositivo y la fluidez del dibujo. Estos aspectos que emanan de la escuela sevillana fueron completados por Murillo con efluvios procedentes de las escuelas flamencas e italianas de su época, configurando así una pintura novedosa y original que le otorga un papel preponderante en la historia del arte español y europeo en el período barroco.
   También es fundamental advertir que la creatividad de Murillo no permaneció estática a través del tiempo, sino que, por el contrario, presenta una permanente evolución. Así, en sus inicios, hacia 1640, su arte es aún un tanto grave y solemne, sin duda condicionado por el éxito favorable de las pinturas con este estilo que en aquellos momentos realizaba en Sevilla Francisco de Zurbarán. Por ello, su dibujo era entonces excesivamente riguroso, pero a partir de 1655, coincidiendo con la presencia en Sevilla de Francisco de Herrera el Joven, en la obra de Murillo se advierte la plasmación de una mayor fluidez en el dibujo y de una mayor soltura en la aplicación de la pincelada; al mismo tiempo, sus figuras van adquiriendo un mayor sentido de belleza y gracia expresiva, intensificándose también una clara manifestación de afectividad espiritual. Sus composiciones adquirieron mayor movilidad y elegancia, siempre dentro de un sentido del comedimiento que evita los excesos y estridencias del Barroco, lo que en adelante le permitió de forma intuitiva anticiparse al refinamiento y la exquisitez que un siglo después alcanzaría el estilo rococó.
    El arte de Murillo tiene como virtud fundamental el haber alcanzado a desdramatizar la religiosidad, introduciendo en sus obras amables personajes celestiales que se dirigen complacientes hacia los atribulados mortales trasmitiéndoles sensaciones de amparo y protección en una época de graves penurias materiales. La dificultad de la existencia en su época proporcionaba agobios y congojas a los desgraciados sevillanos, por lo que a sus pinturas les imbuía de sentimientos amorosos y benevolentes. La aparición en ellas de personajes extraídos de la vida popular y de condición humilde dio a entender a los sevillanos que la divinidad miraba por ellos y les propiciaba auxilios espirituales que, al menos, mitigaban las dolencias de sus almas. No es tampoco superfluo advertir en la obra de Murillo la presencia de santos personajes que se ocupan de practicar la caridad y de paliar así el hambre y la enfermedad de los humildes y desamparados.
    Las primeras obras conocidas de Murillo datan aproximadamente de 1638, cuando contaba con veintiún años de edad. En esas fechas es aún un pintor que muestra una escasa expresividad en sus figuras, que además poseen una volumetría excesivamente rotunda. Estas características pueden constatarse en La Virgen entregando el rosario a santo Domingo, que se conserva en el palacio arzobispal de Sevilla, y La Sagrada Familia, que figura en el Museo Nacional de Estocolmo. Pocas más obras se conocen de estos años tempranos y hay que esperar a 1646, año en que inicia la ejecución de las pinturas del “Claustro Chico” del Convento de San Francisco de Sevilla, para volver a tener referencias importantes de obras realizadas por Murillo; en esta fecha su dibujo había mejorado, al igual que su concepto del colorido, que era más variado y cálido en sus matices. En este encargo del Convento de San Francisco, los frailes que en él se congregaban quisieron exaltar y definir la grandeza como los milagros, las virtudes y la santidad de su Orden. Entre las pinturas más relevantes de este conjunto destacan las que representan a San Diego dando de comer a los pobres, conservada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, Fray Francisco en la cocina de los ángeles, del Museo del Louvre de París, y La muerte de santa Clara de la Galería de Arte de Dresde.
    Otras obras importantes realizadas por Murillo en torno a 1645 y 1650 son: La huida a Egipto, que pertenece al Palacio Blanco de Génova, y una serie de pinturas con el tema de la Virgen con el Niño cuyos mejores ejemplares pertenecen al Museo del Prado y al Palazzo Pitti de Florencia. Una de las obras más felices realizadas por Murillo a lo largo de su trayectoria artística es La Sagrada Familia del pajarito, conservada en el Museo del Prado y fechable en torno a 1650. En ella se recrea un íntimo y amable episodio doméstico, extraído de la realidad cotidiana, en el que María y José interrumpen sus respectivas labores para compartir con el Niño Jesús la alegría que le proporciona el inocente juego de llamar la atención de un perrito, a través de un pajarillo que el Niño le muestra, cogido en una de sus manos. También a partir de 1650 Murillo realizó una serie de pinturas con el tema de La Magdalena penitente, en las que el artista contrasta la hermosura física de la santa con su profunda actitud de arrepentimiento y penitencia.
    A mediados del siglo XVII, Murillo comenzó a ser reconocido como el primer pintor de Sevilla y su fama se fue colocando por encima de la de Zurbarán; a ello contribuyó la realización de obras como San Bernardo y la Virgen y La imposición de la casulla a san Ildefonso, realizadas para un desconocido convento sevillano hacia 1655 y actualmente conservadas en el Museo del Prado. También en 1655 y para el Convento de San Leandro de Sevilla, Murillo realizó cuatro pinturas destinadas al refectorio con temas de la Vida de san Juan Bautista, en las cuales acertó a vincular perfectamente las figuras de los personajes con hermosos y profundos fondos de paisaje descritos con gran habilidad técnica.
    También en torno a 1655 realizó Murillo dos importantes pinturas dentro de su carrera artística; son San Isidoro y San Leandro, que el Cabildo catedralicio sevillano le demandó para adornar la sacristía de la iglesia metropolitana de Sevilla, donde aún se conservan. Tener pinturas expuestas en la Catedral de su ciudad era un honor máximo al cual aspiraban todos los artistas sevillanos, y para Murillo, que contaba entonces con treinta y ocho años de edad, supuso un hito fundamental. Lógicamente, el encargo inmediato, también por parte de la Catedral, de la gran pintura que preside la capilla bautismal y que representa a San Antonio de Padua con el Niño, colmó todas las aspiraciones del artista, que por otra parte introdujo en esta pintura conceptos compositivos e iconográficos que definían claramente el espíritu del barroco. En ella aparece el santo en el interior de su celda conventual con los brazos abiertos para recibir al Niño que desciende ingrávido desde lo alto, rodeado de una nutrida aureola de pequeños ángeles.
    El éxito alcanzado por Murillo con las pinturas de la Catedral repercutió de inmediato en la ciudad, intensificándose la demanda de su pintura. A los años que oscilan entre 1655 y 1660 pertenecen obras como El buen pastor, conservado en el Museo del Prado, donde Murillo alcanzó a plasmar un admirable prototipo de belleza infantil que, sin duda, hubo de cautivar a la clientela.
    En la década que se inicia en 1660 Murillo realizó importantes encargos pictóricos, siendo uno de los primeros la serie de la Vida de Jacob, en la que en cinco escenas narró los principales episodios de la vida de este personaje del Antiguo Testamento. En estas pinturas, los personajes, de reducido tamaño, están respaldados por amplios fondos de paisaje en los que el artista muestra una admirable técnica en la consecución de efectos lumínicos. De estas pinturas, la que describe El encuentro de Jacob con Raquel se encuentra en paradero desconocido, mientras que las representaciones de Jacob bendecido por Isaac y La escala de Jacob pertenecen al Museo del Hermitage de San Petersburgo. La escena que describe a Jacob poniendo las varas al ganado de Labán, se exhibe en el Museo Meadows de Dallas y Laván buscando los ídolos en la tienda de Raquel pertenece al Museo de Cleveland, en Ohio.
    En torno a 1660 Murillo pintó un nuevo cuadro para la Catedral de Sevilla, hoy conservado en el Museo del Louvre. Se trata del Nacimiento de la Virgen, obra de espléndida composición que narra una escena, derivada de la vida doméstica, en la que un grupo de mujeres en torno a la recién nacida muestra su gozo colectivo ante tan feliz acontecimiento. Poco después, en 1665 y para la iglesia de Santa María la Blanca de Sevilla, realizó una serie de cuatro pinturas, hoy en paradero disperso; dos de ellas narran la historia de la fundación de la iglesia de Santa María de la Nieves de Roma, de la que esta iglesia sevillana era filial: representan El sueño del patricio Juan y La visita del patricio al Papa Liberio y se conservan actualmente en el Museo del Prado. Otras dos pinturas que representan La alegoría de la Inmaculada y La alegoría de la Eucaristía se conservan respectivamente en el Museo del Louvre y en una colección privada inglesa. Estos cuatro cuadros de Santa María la Blanca fueron robados por el mariscal Soult en 1810, y se vendieron en Francia a su fallecimiento.
    Otro importante trabajo para la Catedral de Sevilla fue demandado por los canónigos sevillanos en 1667, tratándose en esta ocasión de un conjunto pictórico para decorar la parte alta de la sala capitular de dicho templo. En este recinto se realizaban las deliberaciones de carácter administrativo y de gobierno catedralicio y por ello se decidió que estuviera presidido por una representación de la Inmaculada y por los principales santos de la historia de Sevilla, para que su presencia sirviese de ejemplo moral a los capitulares.
    Así, en pinturas de formato circular, Murillo plasmó a San Pío, San Isidoro, San Leandro, San Fernando, Santa Justa, Santa Rufina, San Laureano y San Hermenegildo, aludiendo en cada uno de ellos a virtudes como la dignidad espiritual, la energía moral, el sacrificio, la sabiduría de gobierno, la confianza en Dios y la defensa de la fe. En ese mismo año de 1667, nuevamente los canónigos sevillanos encargaron a Murillo la escena del Bautismo de Cristo para ser colocada, lógicamente, en la capilla bautismal, en el ático del retablo en que años antes había pintado el gran lienzo de San Antonio de Padua con el Niño.
    Entre 1665 y 1670 Murillo acometió las mayores empresas pictóricas de su vida en la iglesia de los Capuchinos de Sevilla, primero, y a continuación en la iglesia del Hospital de la Santa Caridad. En los capuchinos realizó las pinturas que formaban parte del retablo mayor de la iglesia y también las que presidían los retablos de las capillas laterales. Lamentablemente este conjunto pictórico no se encuentra ya en su lugar de origen, y han sido muchas las vicisitudes que ha sufrido, puesto que durante la Guerra de la Independencia fue trasladado a Gibraltar para ponerlo a salvo de la codicia del mariscal Soult; pasada la guerra, las pinturas regresaron a su lugar de origen, pero en 1836, a causa de la desamortización de Mendizábal, pasaron al recién creado Museo de Bellas Artes de Sevilla, excepto la pintura central del retablo que representa La aparición de Cristo y la Virgen a san Francisco, y que se encuentra actualmente en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia. Las otras obras que se integraban en el retablo son las Santas Justa y Rufina, San Leandro y San Buenaventura, San José con el Niño, San Juan Bautista, San Félix Cantalicio y San Antonio de Padua, aparte de La Virgen de la Servilleta. En pequeños altares dispuestos en el presbiterio se encontraban El ángel de la guarda, que fue regalado por los capuchinos a la Catedral de Sevilla, y El arcángel San Miguel, que se encuentra en el Museo de Historia del Arte de Viena. También en el presbiterio, en pequeños altares, se encontraban La Anunciación y La Piedad.
    En los retablos de las pequeñas capillas de la nave de la iglesia de los Capuchinos figuraban pinturas de altar con las representaciones de San Antonio de Padua con el Niño, La adoración de los pastores, La Inmaculada con el Padre Eterno, San Félix Cantalicio con el Niño, San Francisco abrazando el crucifijo y Santo Tomás de Villanueva repartiendo limosna.
    Uno de los programas iconográficos más perfectos y coherentes realizados en el Barroco español lo configuró hacia 1670 el aristócrata sevillano Miguel de Mañara en la iglesia del Hospital de la Caridad, donde, primero a través de las dos representaciones de las postrimerías realizadas por Juan de Valdés Leal y después con seis escenas de las obras de Misericordia realizadas por Murillo, plasmó una profunda reflexión sobre la brevedad de la existencia y la necesidad de que el fiel cristiano lleve una vida alejada de los complacencias humanas para acumular los méritos necesarios que después de la muerte y a la hora del Juicio permitan obtener la salvación eterna. Para conseguir esta anhelada circunstancia, Mañara señaló que era necesaria la práctica de las obras de misericordia, y para ello se las encargó a Murillo, para colocarlas en los muros de las naves de la iglesia. Estas obras de misericordia se ejemplifican en distintos pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamento y, así, la pintura que representa a Abraham y los tres ángeles alude a la obra de misericordia de dar posada al peregrino, La curación del paralítico por Cristo en la piscina de Jerusalén indica la dedicación a curar a los enfermos, San Pedro liberado por el ángel, a redimir al cautivo, El regreso del hijo pródigo, a vestir al desnudo, La multiplicación de los panes y los peces, a dar de comer al hambriento, y Moisés haciendo brotar el agua de la roca en el desierto, a dar de beber al sediento. La última obra de misericordia, enterrar a los muertos, está representada en el retablo mayor de la iglesia a través del admirable grupo escultórico realizado por Pedro Roldán, en la escena de El entierro de Cristo.
    En otros dos retablos laterales de la iglesia de la Santa Caridad se ejemplifican, a través de pinturas de Murillo, las dos obligaciones fundamentales que tenían los hermanos de esta institución. La primera de ellas era trasladar a sus expensas a los enfermos desde donde se encontrasen postrados hasta el hospital y para el buen cumplimiento de esta misión les propone el ejemplo de San Juan de Dios trasladando a un enfermo. La segunda obligación era curar y dar de comer a los enfermos en el hospital, que Murillo plasmó en la popular pintura que representa a Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos.
    A los últimos años de la actividad de Murillo corresponde una serie de pinturas en las cuales se advierte cómo el paso de los años, lejos de disminuir su capacidad técnica, la había acrecentado, siendo cada vez su pincelada más fluida y su colorido más transparente.
    De 1671 son varias versiones que el artista realizó de San Fernando con motivo de su canonización, y de fechas inmediatas hay obras de excepcional calidad, como Los niños de la concha, del Museo del Prado, y el Niño Jesús dormido, del Museo de Sheffield. También en estos años postreros realizó varias versiones de San José con el Niño, cuyos mejores ejemplares se encuentran en el Museo del Hermitage de San Petersburgo y en el Museo Pushkin de Moscú. Igualmente importantes son obras como La Virgen con el Niño, de la Galería Corsini de Roma, y La Virgen de los Venerables, que se conserva en el Museo de Budapest, procedente del Hospital de dicha denominación en Sevilla.
    Una vez mencionados los más relevantes encargos que Murillo realizó a lo largo de su vida, hay que señalar también los principales temas iconográficos que plasmó durante su carrera. En este sentido, conviene indicar que una de las composiciones que más le solicitó el público sevillano fue La Sagrada Familia, siendo las más notables, entre las que realizó, las que se conservan en la National Gallery de Londres, en la Wallace Collection de la misma ciudad y en el Museo del Louvre de París.
    Otro tema recurrente dentro de su producción fue la representación de Santa María Magdalena, en la cual acertó a plasmar admirables modelos de belleza corporal femenina en excelentes versiones, entre las que destaca la conservada en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia.
    Murillo es considerado en nuestros días como el mejor pintor de la Inmaculada en toda la historia del arte, al haber captado los más afortunados modelos que se conocen con esta iconografía. Los mejores ejemplares de su producción los realizó a partir de 1655, con una disposición corporal movida y ondulada de carácter plenamente barroco. Las más afortunadas versiones de la Inmaculada de Murillo se encuentran en el Museo del Prado, pudiéndose mencionar las llamadas Inmaculada de la media luna, Inmaculada de El Escorial, Inmaculada de Aranjuez y, sobre todo, la más conocida de todas, la admirada Inmaculada de los Venerables, que procede de la iglesia del Hospital de dicho nombre en Sevilla.
    Uno de los grandes temas que cimentó en vida la fama de Murillo fue la representación de asuntos populares extraídos de la vida cotidiana de Sevilla, protagonizados especialmente por niños pícaros y vagabundos que en gran número malvivían en las calles de la ciudad en la época del artista. Estos niños abandonados o huérfanos, sobrevivían fácilmente gracias a su astucia, ingenio y habilidad, ajenos al hambre o a la enfermedad, frecuentes en su tiempo. Murillo los describió comiendo o jugando con una intensa vitalidad y desenfado que les permite estar ajenos a la adversidad y sonreír despreocupados en el trascurso de su vida cotidiana. Estas pinturas fueron muy del gusto de acomodados clientes, comerciantes o banqueros, generalmente extranjeros, que muy pronto se las llevaron a sus países de origen. Obras de gran interés en esta modalidad son Niño espulgándose, del Museo del Louvre, Niños comiendo melón y uvas, Niños comiendo de una tartera y Niños jugando a los dados, las tres en la Alte Pinakothek de Múnich. Otros temas de la vida popular son Dos mujeres en la ventana, de la Galería Nacional de Washington, y Grupo familiar en el zaguán de una casa del Museo Kimbel de Fortworth. También con personajes de la vida popular Murillo plasmó representaciones de las cuatro estaciones, de las que actualmente se conocen sólo dos: La primavera, en la Dullwich Gallery de Londres, y El verano en la Galería Nacional de Edimburgo. 
  Al ser Sevilla ciudad residencial para comerciantes, banqueros y aristócratas, fue frecuente que estas gentes de elevada condición social demandasen a Murillo la ejecución de retratos. No son excesivos los que han llegado hasta nuestros días, pero en todos ellos aparecen modelos dignos y elegantes, dándose la circunstancia de que sólo han llegado hasta nuestros días retratos masculinos, aunque se sabe que también efigió a distinguidas damas. Entre los retratos más importantes pueden citarse el de Don Diego de Esquivel, del Museo de Denver, el de Don Andrés de Andrade, del Museo Metropolitano de Nueva York, y el de Joshua Van Belle, conservado en la Galería Nacional de Dublín.
    Es Murillo, sin duda, el pintor más importante en el ámbito de la historia de la pintura sevillana, por haber sabido otorgar a su pintura una impronta característica y personal, tanto en su aspecto formal como en sus características espirituales. Por ello, y durante mucho tiempo, se ha venido identificando a Murillo con el espíritu de la propia ciudad en la que la gracia y la hermosura han sido elementos fundamentales de su esencia (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
     Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Santas Justa y Rufina", de Murillo, en la sala V, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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