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jueves, 8 de agosto de 2019

La imagen "Santo Domingo de Guzmán, penitente", de Martínez Montañés, en la sala X del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la imagen "Santo Domingo de Guzmán, penitente", de Martínez Montañés, en la sala X del Museo de Bellas Artes de Sevilla.     
     Hoy, 8 de agosto, Memoria de Santo Domingo, presbítero, que, siendo canónigo de Osma, se hizo humilde ministro de la predicación en los países agitados por la herejía albigense y vivió en voluntaria pobreza, hablando siempre con Dios o acerca de Dios. Deseoso de una nueva forma de propagar la fe, fundó la Orden de Predicadores, para renovar en la Iglesia la manera apostólica de vida, y mandó a sus hermanos que se entregaran al servicio del prójimo con la oración, el estudio y el ministerio de la Palabra. Su muerte tuvo lugar en Bolonia, en Italia, el día seis de agosto (1221) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
      Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la imagen "Santo Domingo de Guzmán, penitente", de Martínez Montañés, en la sala X del Museo de Bellas Artes de Sevilla.
      El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo
     En la sala X del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la imagen "Santo Domingo de Guzmán penitente", de Juan Martínez Montañés (1568 - 1649), realizado hacia 1606-07, siendo una imagen de bulto redondo en madera policromada en estilo barroco, con unas medidas de 1,47 x 0,68 x 1,26 m., y procedente del Convento de Santo Domingo de Portacoeli, de Sevilla, tras la Desamortización de 1840.
   Montañés representa al santo, recogiendo las enseñanzas de Torrigiano, arrodillado, desnudo hasta la cintura, con el hábito caído, en actitud penitente, sosteniendo en su mano izquierda un crucifijo, y en la derecha un flagelo con el que se azota la espalda. esta iconografía no fue corriente para representar al fundador de la orden de predicadores, así como tampoco es normal representarlo, como en este caso con barba. Si es normal la presencia de la correa negra para ceñir el hábito en la cintura (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
   Los textos  originales  de los  contratos  firmados  por  este maestro  imaginero  nos  hablan de la calidad artística y del prestigio de que gozó entre sus contemporáneos,  quienes lo llamaron el «Dios de la madera y el «Lisipo andaluz», siendo significativo el texto del tercer contrato del retablo de San Miguel de Jerez, donde se dice que lo debe hacer él «por ser persona tan eminente en su facultad en estos reinos» y por «la grande satisfacción que se tiene de su persona y cristiandad y habilidad y suficiencia». Nacido en 1568 en Alcalá la Real (Jaén), desde niño dio muestras de sus facultades artísticas, pasando, hacia 1579, al taller de Pablo de Rojas, en Granada, para su formación. Allí debió de empaparse, además, del arte escultórico dejado en la ciudad por los maestros renacentistas y, según se aventura, hasta colaborar con su maestro en la magna obra del retablo del templo de San Jerónimo, lugar y ocasión en la que conocería a Juan Bautista Vázquez el Mozo, a quien se le atribuye la indicación para que el joven Montañés viniera a Sevilla, hacia 1582.
   Introducido en la Sevilla que, como consecuencia de Trento y de las reformas litúrgicas, busca un nuevo espíritu realista capaz de enseñar y ser comprendido por los fieles, Montañés recibe el influjo de Jerónimo Hernández en lo tocante a la sensibilidad; de Andrés de Ocampo, la ampulosidad, y de Núñez Delgado, la monumentalidad compositiva; además, en líneas ge­nerales, conecta con los principios de la escuela hispalense surgida en torno a Vázquez el Viejo, adoptando la correcta técnica, la elegancia y la delicadeza. Aunque se dice que su período formativo no concluye hasta 1605, lo cierto es que, desde 1588, es ya «Maestro en el arte de escultor y entallador de Romano y arquitecto», tras superar el correspondiente examen ante los veedores del gremio Gaspar del Águila y Miguel Adán. En 1590 está documentado su más antiguo contrato de aprendizaje, el de Ambrosio Tirado, lo que indica que su taller tiene ya prestigio y, en 1596, tiene documentado a Melchor de los Reyes como Oficial a sus órdenes. Además, aunque en su mayoría estén por identificar, están ya documentadas numerosas obras de esta época, como lo demuestran trabajos de la categoría de su San Cristóbal (1597), para la imaginería, o el Tabernáculo del Santo Crucifijo (1591), de Santiponce, su primer retablo.
   Ahora bien, la etapa más productiva e importante de Montañés son los años comprendidos entre 1605 y 1620, cuando sus obras, asimiladas las enseñanzas granadinas e hispalenses, se llenan de belleza, delicadeza y serenidad. Como imaginero, citaremos, como lo más destacado, el maravilloso Crucificado de la Clemencia (1604-1605), modelo iconográfico para sus discípulos; el Niño Jesús (1606-1607), de la Hermandad Sacramental del Sagrario, todo un alarde compositivo; y, la madurez de la inspiración, la talla de Jesús de Pasión, la única imagen procesional del maestro. Como retablista, sus trabajos con Juan de Oviedo el Mozo y Francisco Pacheco. Ahora realiza, entre otros muchos, el del Pedroso y, sobre todo, el Mayor del monasterio de San Isidoro del Campo (1609).
   Entre 1620 y 1630 su producción es menos numerosa, pero no menos importante, debiendo resaltar la bellísima imagen de la Inmaculada Concepción «La Cieguecita» (1628), el amplísimo trabajo para la Cartuja de Jerez de la Frontera (1620) o el retablo del convento sevillano de Santa Clara (1621). Los años finales, hasta su muerte en 1649, víctima de la epidemia de peste, muestran su faceta más barroca, habiéndonos legado trabajos como el San Bruno (1634), el retrato de Felipe IV (1635) y, fundamentalmente, el retablo mayor de la iglesia de San Miguel de Jerez (1641), obra monumental en la que aparece la mano de sus colabora­dores y del renovador José de Arce.
   El retablo Mayor de la iglesia del convento hispalense de Portaceli fue contratado en 1605 por don Diego González de Mendoza con Juan Martínez Montañés y Francisco Pacheco, haciendo el primero la arquitectura y la escultura, y el segundo la pintura y la policromía.
   Asentado en 1609, permaneció allí hasta 1835 en que, tras la Desamortización, fue desmontado y desmem­brado, conservándose en el Museo, desde entonces, la escultura más sobresaliente: la imagen de Santo Domingo de Guzmán penitente, que presidía el retablo. Alabada por Pachecho, ha sido siempre ponderada por reflejar la preocupación de Montañés por la perfección y clasicismo. Fechada, por Hernández Díaz, entre 1606 y 1607, representa al Santo, recogiendo la enseñanza de Torrigiano, arrodillado, desnudo hasta la cintura, con el hábito caído, en actitud penitente, sosteniendo en su mano izquierda un Crucifijo y en la derecha un flagelo con el que se azota la espalda. Su bella cabeza, de grueso cerquillo y modelada barba, está animada de una expresión extraordinaria, reflejando el atemperado naturalismo de Montañés (Enrique Parejo López, Escultura, en Museo de Bellas Artes de Sevilla, Tomo I. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de Santo Domingo de Guzmán, presbítero; 
    Fundador de la orden de los hermanos predicadores o dominicos. Nació en 1170 en Calahorra, La Rioja, de una familia oriunda de Osma, Castilla. Pasó la mayor parte  de su vida en Francia e Italia. Después de haber predicado en Toulouse contra los herejes albigenses, en 1216 obtuvo del papa la autorización para fundar la orden de los Hermanos Predicadores. Murió en Bolonia en 1221, localidad que visitará para presidir el capítulo general de su orden.
   Su leyenda, muy adornada, copia en parte a las de San Bernardo y San Francisco de Asís, a quienes habría conocido en Roma. A causa de un error intencionado se le concedió el honor de la Aparición de la Virgen del Rosario, cuando se sabe fehacientemente que la devoción del Rosario fue inventada y difundida a finales del siglo XV por el dominico bretón Alain (Alano) de la Roche.
   Su nacimiento, al igual que el de Cristo, habría estado acompañado de presagios. Cuando su madre fuera a rezar ante las reliquias de Santo Domingo de Silos, éste le anunció que ella tendría un hijo, al cual, en reconocimiento, dio el nombre de pila Domingo. Además, la embarazada habría visto en sueños al hijo que debía nacer de ella con una estrella sobre la frente, y bajo el emblema de un perro blanco y negro que tenía en sus fauces una antorcha encendida, lo cual significaba que estaba llamado a defender la fe amenazada por la herejía, como un buen perro guardián. Esta leyenda parece que tiene como origen un juego de palabras con dominico, perro del Señor (domini canis) o Dominicus (Domini custos).
   En Toulouse, donde había acudido para batallar contra los albigenses, defendió su causa mediante la ordalía del fuego, como San Francisco de Asís ante el sultán de Egipto. Dos libros se arrojan al fuego, uno herético, el otro ortodoxo: el primero se quema mientras que el segundo permanece intacto.
   Dominicos y franciscanos atribuyen a los fundadores de sus órdenes, contradictoriamente, una visión del papa Inocencio III, quien, mientras dormía en su palacio vio en sueños la basílica de Letrán a punto de derrumbarse, pero un santo sostenía la fachada vacilante. Dicho santo, que aportaba al papa el refuerzo de su orden es, para los franciscanos, San Francisco de Asís, y para los dominicos, Santo Domingo de Guzmán.
   A Santo Domingo se atribuían otros muchos milagros: salvó del naufragio a los peregrinos que atravesaban el Garona con rumbo a Santiago de Compostela, resucitó al joven Napoleón que había muerto al caer del caballo; derrotó al demonio que en forma de mono lo hostigaba mientras leía, y aun lo puso en penitencia haciéndole sostener la vela que le iluminaba, hasta que el diablo se quemó los dedos y el santo lo echó a latigazos; cuando una comunidad de su orden estaba falta de pan, los ángeles, en respuesta a sus ruegos, trajeron dos canastos llenos a la mesa del prior.
CULTO
   Canonizado en 1234, diez años después de su muerte, Santo Domingo era particularmente venerado en Toulouse donde predicó contra los albigenses y en Bolonia, donde murió y donde se le edificó una magnífica tumba.
   Sus patronazgos son escasos y nunca fue un santo popular, como San Martín o San Francisco de Asís. Pero las innumerables iglesias y monasterios de su orden difundieron su iconografía en toda la cristiandad.
   Las principales fundaciones dominicas en Italia, además de la de Bolonia, eran la iglesia de la Minerva, los conventos de Santa Sabina y de San Sixto en Roma, la basílica de Santa María Novella y el convento de San Marco en Florencia, y la iglesia de los Santos Giovanni e Paolo en Venecia. Además, tenía iglesias puestas bajo su advocación en Pisa, Fiésole, Siena, Orvieto y Nápoles.
   En Bolsena se lo invocaba contra el granizo.
ICONOGRAFÍA
   Santo Domingo está vestido con el hábito bicolor de su orden: túnica blanca y manteo negro, colores simbólicos de la pureza y de la austeridad. Su ancha tonsura está rodeada por una corona de pelo. Casi siempre lleva una barba en collar, pero a veces se lo ha representado imberbe.
   Tiene numerosos atributos. El libro, cerrado o abierto, que tiene en las manos, no bastaría para diferenciarlo. El tallo de lirio lo comparte con San Francisco de Asís y San Antonio de Padua: es el símbolo de su castidad, o más bien, alude a su veneración a la Virgen Inmaculada. Sus atributos realmente personales son la estrella roja y el perro manchado que su madre viera en sueños antes de su nacimiento, a los cuales, a finales de la Edad Media, se sumó el rosario.
   La estrella brilla sobre su frente o encima de su cabeza.
   A sus pies está sentado un perro blanco y negro que lleva una antorcha encendida en las fauces (portans ore faculam). Ese perro del Señor (Domini canis) es al mismo tiempo que el atributo individual de Santo Domingo, el emblema de todos los dominicos. "El predicador -dijo Daniel de París- es el perro del Señor encargado de ladrar contra los malhechores, es decir, los demonios que rondan en torno a las almas."
   No se comprende muy bien, por cierto, cómo podría ladrar con una antorcha encendida en las fauces.
   Santo Domingo recibió más tarde el rosario, que se considera obtuvo de manos de la Virgen. Uno de los ejemplos más antiguos de ese atributo usurpado es el cuadro de Cosimo Rosselli, que pertenece a la Colección Johnson de Filadelfia.
   Según el modelo del Árbol de Jesé, los dominicos crearon su propio árbol genealógico. Del pecho del fundador de la orden salen ramas sobre las cuales se alinean los dominicos ilustres, en media figura (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Santo Domingo de Guzmán, presbítero;
     Santo Domingo de Guzmán y Aza, (Caleruega, Burgos, 1170 – Bolonia (Italia), 6 de agosto de 1221). Fundador de la Orden de Predicadores o Dominicos (OP).
     A pesar de ser uno de los personajes españoles de la Edad Media mejor estudiado y mimado por la literatura, la escultura y sobre todo por la pintura, santo Domingo sigue siendo poco conocido y menos aún popular. Se le recuerda más por frailes y monjas de su Orden (Tomás de Aquino, Alberto Magno, Catalina de Siena, Vicente Ferrer, Martín de Porres, Rosa de Lima, Juan Macías, Bartolomé de las Casas, Francisco de Vitoria, Luis de Granada, cardenal Zeferino, Arintero, Getino y tantos otros) que por él mismo, o por la popular estrofa rosariana “viva María, viva el Rosario, viva Santo Domingo que lo ha fundado”.
     Este preclaro personaje fue hijo de Félix de Guzmán y de Juana de Aza y nació en la villa burgalesa de Caleruega, cerca de Silos, hacia el año 1170. Sus padres eran nobles y por su matrimonio se unieron los linajes Guzmán y Aza, bien conocidos a lo largo de la Edad Media, participantes en la Reconquista española y señores de Caleruega.
     Los Guzmán-Aza se distinguieron por su acendrada fe, generosidad, valor, espíritu emprendedor y audaz, energía tenaz y un alto grado de servicio al Estado y a la Iglesia, características a las que Domingo juntaría la vocación de su vida y su obsesión “ganar almas para Cristo”.
     El nacimiento de Domingo estuvo precedido de una visión que su madre Juana tuvo cuando estaba embarazada. Le pareció ver un cachorro con una tea encendida en la boca que iluminaba el mundo. Aquella luz, resplandor o especie de estrella que muchos testigos verían después en el rostro de Domingo y que atraía el respeto, la admiración y el amor de todos, era como la constatación de una vida singularmente santa vivida a imitación de los apóstoles y puesta enteramente al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Fue bautizado en la iglesia románica de San Sebastián, todavía en uso, en una pila bautismal que aún se conserva y en la que desde hace siglos son bautizados miembros de la Familia Real española. Le pusieron de nombre Domingo (hombre del Señor), nombre no raro en la comarca y en la misma Caleruega, en recuerdo y agradecimiento al santo abad Domingo, cuyo cuerpo se conservaba en la cercana abadía de Silos. A ésta había acudido Juana de Aza, embarazada de Domingo, y allí, como a otras abadías y monasterios cercanos, en los que florecía la santidad y la ciencia, habría llevado alguna vez al niño. Su infancia transcurrió en Caleruega al calor del hogar familiar, que era al mismo tiempo casa, iglesia y escuela, y al refugio del torreón de los Guzmanes, todavía en pie aunque bastante transformado. Desde su atalaya, como desde la cima de la peña de San Jorge, en la misma villa natal, es seguro que Domingo mirase y admirase más de una vez el amplio y lejano horizonte que se abría a sus ojos. Su madre, conocida en la Orden dominicana o de Predicadores como “la santa abuela” se ocupó de enseñarle las primeras letras, pero sobre todo las sencillas oraciones cristianas y de inculcarle la recia fe de cristianos viejos que ella y su familia vivían, una fe alimentada por la caridad, virtud que Domingo llegaría a vivir intensamente. Infancia normal, sin acontecimientos extraordinarios a excepción del que en una ocasión vivió con su madre y que conocemos por los primeros biógrafos del santo.
     Doña Juana había dado el vino a los pobres, y cuando su marido, Félix de Guzmán regresó de improviso de una expedición militar y se enteró del hecho pidió a su mujer que le sirviera vino a él y sus hombres. Juana y Domingo rezaron a Dios en la bodega de la casa-palacio y el milagro se produjo; don Félix y sus soldados pudieron beber un excelente vino. El hecho se ha conservado en la memoria histórica y es importante recordarlo, porque probablemente esa fue la primera vez que Domingo, todavía niño, tuvo experiencia del valor y del poder de la oración, otra de las virtudes en las que llegaría a ser tan aventajado que sus biógrafos dicen de él que dedicaba noches enteras a la oración y que de día siempre hablaba con Dios o de Dios: “Cum Deo vel de Deo semper loquebatur”.
     Hacia los siete años de edad y encauzada su vida a la clerecía, Domingo vivió con un tío suyo arcipreste de Gumiel de Hizán (Burgos) y con él aprendió la cultura básica para prepararse a dar el salto a la Escuela diocesana de Palencia, por entonces muy floreciente y antesala de lo que poco después sería el embrión de la primera universidad de España. Allí, hacia 1185-1186, se presentó el adolescente Domingo de Guzmán y en Palencia permanecerá hasta, más o menos, cumplir los veinticuatro años de edad dedicado a estudiar y a rezar. Estudió letras, dialéctica, teología, sagrada escritura, especialmente el Nuevo Testamento, del que llegará a aprender de memoria gran parte del evangelio de san Mateo y de las epístolas paulinas, que siempre llevaba consigo. En Palencia creció y se desarrolló ya su gran personalidad humana y espiritual, de la que han quedado rasgos indelebles y de exquisita calidad.
     Domingo era reservado por naturaleza, meditabundo, estudioso, amante de la soledad, contemplativo. Pero esas cualidades no le hacen cerrarse al mundo y huir de él, sino todo lo contrario. Es un joven “adulto” abierto, alegre, permeable y caritativamente solidario con las desgracias y penurias de sus semejantes. Lo puso bien de manifiesto cuando Palencia sufrió una terrible hambruna de las que azotaban de cuando en cuando a España. En tal ocasión, Domingo llegó a vender hasta sus valiosos libros anotados de su propia mano, al tiempo que decía: “No puedo estudiar en pieles muertas [los pergaminos] mientras las vivas [las personas] se mueren de hambre”. Vivía el Evangelio de la caridad, la parte de él que mejor conocía: “Porque tuve hambre y me diste de comer” (Mateo 25, 35). Y todavía, años después, su caridad se convertirá en heroica, cuando en cierta ocasión estuvo dispuesto a cambiarse por uno al que en una incursión sarracena habían hecho esclavo. La levítica Palencia fue para él como un Nazaret y un desierto donde recibió mucho para después seguir dándolo a los demás.
     Terminada su experiencia palentina, Domingo se trasladó a Osma (1196) para formar parte de su Capítulo catedralicio y hacerse canónigo regular. Allí conocerá al que después será su entrañable amigo y obispo Diego de Acebes (o Acebedo), por entonces prior del cabildo, y al obispo de la diócesis Martín de Bazán. En Osma, Domingo recibe el sagrado orden del sacerdocio envuelto en un gozo espiritual extraordinario.
     Desde entonces, cuando celebre casi a diario la santa misa, será favorecido con “el don de lágrimas”. Comenzaba el segundo gran desierto de Domingo: silencio, contemplación, estudio aunque también la actividad ministerial. En Osma pasará los próximos años, hasta 1203, desempeñando los cargos de sacristán del cabildo, de subprior a pesar de ser muy joven y participando activamente en la reforma que se había iniciado dentro de la comunidad y cuyo objetivo era recuperar el ideal de vida de los apóstoles con una sola alma y un solo corazón (cfr. Hechos, 4, 32). Sin saberlo aún con exactitud, Domingo se preparaba en Osma para la que sería su futura y principal misión en medio de la Iglesia: predicar insistente e incansablemente, con la vida y la suave fuerza de la palabra, hasta la misma víspera de su muerte, a Jesucristo muerto y resucitado (cfr. 2 Timoteo, 4, 2).
     La ocasión de ver de cerca cuánta era la mies y cuán pocos los operarios (cfr. Mateo 9, 37) se le iba a presentar bien pronto. Corría la primavera de 1203 y una circunstancia imprevista, pero sin duda providencial, obligó a Domingo a abandonar la tranquila y recoleta soledad del claustro osmense. Alfonso VIII de Castilla encargó al obispo Diego de Acebes una misión real con destino a Dinamarca y el obispo quiso que su amigo Domingo lo acompañara. Aquellos mundos de horizontes misteriosos e infinitos que hacía años vislumbró desde el torreón de Caleruega se abrían ya para Domingo como una realidad llena de atractivo y de un inmenso trabajo apostólico.
     Concertada la boda real, objetivo del viaje, al final no pudo realizarse por haber muerto poco después la princesa elegida. Pero antes de regresar a España la comitiva regia, Domingo y su obispo Diego visitaron el corazón de la cristiandad. Los viajes realizados a  través de Francia y de otras tierras hasta llegar a las del norte de Europa, habían lacerado los corazones y las almas de ambos apóstoles. Habían visto a millares de ovejas sin pastor (cfr. Mateo 9, 36) y peor aún, a muchas de ellas rodeadas y acorraladas por lobos feroces. Estremecidos ambos, decidieron que era urgente informar detalladamente al papa Inocencio III (1198-1216), quien ya sabía algo, e intentar poner remedio evangélico lo antes posible, pues en el sur de Francia lobos rapaces devoraban a la Iglesia. El corazón apostólico de Domingo se quedó prendido del Mediodía francés cuando vio con sus propios ojos hasta dónde hacía mella la herejía cátara.
     Después de una larga y fatigosa caminata de regreso a España, Domingo descubrió que el dueño de la posada en la que se albergaron era hereje. Le faltó tiempo para iniciar una conversación que duró toda la noche, un diálogo agudo, razonado, claro, suavemente  persuasivo, y al despuntar el alba el hospedero recuperó la fe y regresó al seno de la verdadera Iglesia. Era el primer triunfo de Domingo en tierra de herejes y contra la herejía, preludio de la cosecha que iría recogiendo no tardando mucho. Pero había que esperar, conocer la situación política, social y religiosa, que era una mezcla casi inseparable, comprender la magia de la herejía, la razón de su éxito en tantas personas y el porqué del fracaso hasta entonces de los evangelizadores. Los cátaros que poblaban el sur de Francia eran descendientes doctrinales del evangelismo del siglo XI, de los valdenses y de otras deformaciones doctrinales más antiguas. Estaban protegidos por nobles (Raimundo VI de Tolosa y otros), y atraían a masas de personas alejándolas de la Iglesia y volviéndolas contra ella. Sus obispos y diáconos, los llamados perfectos itinerantes (predicadores que formaban una capa superior) y sus comunidades edificantes se autollamaban y creían ser los auténticos herederos de los apóstoles y de la Iglesia primitiva. Con una liturgia muy simple y un modo de vida aparentemente pobre intentaban erróneamente revivir el ideal de las primeras comunidades cristianas  atacando y queriendo suplantar a la Iglesia católica romana. Había mucha apariencia en sus vidas y sobre todo demasiado error en su doctrina como para que el teólogo y vir evangelicus que era Domingo de Guzmán no se percatase de la falsedad y los fallos de aquellos descarriados. En realidad, los cátaros (o albigenses, por estar muy presentes en la región de Albí) no comprendían el sentido cristiano del pecado que aborrecían, de la penitencia externa que hacían, de la castidad de que alardeaban, de la salvación a la que se creían predestinados. ¿Quién era realmente Cristo para ellos? ¿qué significaba la Cruz? ¿no rechazaban la materia, lo creado, el mundo, el matrimonio, por creerlo todo ello pecaminoso e imperfecto? Eran gnósticos dualistas y, por lo tanto, incapaces de comprender y de vivir lo esencial del Evangelio, del que sólo imitaban la apariencia. Domingo vio el error y se apenó del estrago espiritual y social que aquella ambigüedad doctrinal producía en masas enteras de gentes sencillas e ignorantes.
     No regresaría a España dejando a aquella multitud a la deriva. Era cierto que algo se venía haciendo desde tiempo atrás, pero sin resultados positivos. Los buenos monjes cistercienses, legados pontificios, no habían dado con la clave del éxito; les faltaba la pedagogía adecuada para convertir a los herejes: mejor preparación doctrinal y un poco más de ejemplo, justo todo lo que tenían Diego y Domingo. En junio de 1206, en Montpellier, ambos misioneros se encontraron con tres de aquellos legados y les dieron la fórmula para vencer a los herejes. Era muy sencilla; se trataba de unir vida y doctrina, palabras y hechos, hacer sencillamente y con verdadera humildad lo que Cristo recomendó a los apóstoles. “No llevéis con vosotros oro, ni plata, ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón” (Mateo 10, 9-10). La suerte estaba echada.
     Aquel encuentro fue decisivo. Domingo se convierte entonces y para siempre en predicador de la gracia, en vocero de Jesucristo, imitando en todo el modo de vida de los apóstoles. Las conversiones se multiplican y la noticia de la nueva predicación corre de ciudad en ciudad: Montpellier, Servian, Béziers, Carcasonne, Toulouse y otras se benefician de la presencia de los nuevos predicadores. Destaca Domingo, que ya ha protagonizado un hecho extraordinario. Un libro escrito por él conteniendo doctrina verdadera fue sometido al juicio del fuego y aunque fue arrojado tres veces a las llamas no se quemó. La gente va recuperando la fe y algunos herejes se convierten. La doctrina y el ejemplo de vida de Domingo y su grupo son incontestables.
     En 1207, se instala en Prouille (Prulla), a los pies de Fanjeaux, que era uno de los focos principales del catarismo, para desde allí continuar la predicación de Jesucristo. El obispo Diego tiene que regresar a su diócesis y la muerte le sorprende en Osma el 30 de diciembre de ese año; otros compañeros se vuelven a sus abadías y Domingo queda prácticamente solo en medio de un nido infectado por la herejía y revuelto por los intereses políticos de los señores feudales de la región, que luchaban entre sí (Pedro de Aragón, Raimundo de Toulouse, Raimundo-Roger Trencavel). Para colmo de males el legado pontificio Pedro de Castelnau es asesinado en 1208 por un familiar del conde de Toulouse y el papa Inocencio III entró en acción estallando la cruzada de 1209, que puso en llamas a la región de Albí. Simont de Monfort será el encargado de pacificar los ánimos, aunque fuera a costa de sangre y fuego. En poco más de tres años, este cruzado, tan intrépido como ambicioso, puso orden en el caos del Mediodía francés muriendo muchos herejes en la hoguera. Aquel método de “pacificar” y de “convencer” a los herejes repugnaba y le era totalmente contrario a Domingo de Guzmán, cuya predicación y evangelización se veía frenada por el furor de las huestes cristianas de Simón de Monfort.
     El método evangelizador de Domingo, como hizo con el hospedero, era el de la suave persuasión, el de la paciencia que todo lo alcanza con la gracia de Dios, el de la paz, el de convencer con razones y hechos a los extraviados para atraerlos a la fe verdadera y a la Iglesia única de Jesucristo. ¿Cómo se podía matar en nombre de Cristo y de su Iglesia? Pero a pesar de tantas contradicciones y peligros, él continuó en la brega.
     En circunstancias tan adversas, Chesterton escribe que Domingo hubo de ponerse y seguir al frente de una formidable campaña para la conversión de los herejes, y que consiguiera hacer volver a lo antiguo a masas de personas tan alucinadas con sólo hablarles y predicarles supone un enorme triunfo digno de colosal trofeo.
     Mientras mantuvo su centro de operaciones en Prulla (1207-1213) a Domingo se le unió un grupo de mujeres jóvenes, casi todas nobles, a quienes sus padres habían entregado a los cátaros para que las educasen, pero que ellas, de origen enteramente católico, habían conseguido escapar de la herejía. El grupo fue creciendo y Domingo, que demostrará tener un tacto especial en el trato y ministerio con las mujeres, como atestiguarán después las beatas dominicas Cecilia y Diana, se convirtió en el protector y alma de aquel grupo, embrión y corazón de lo que más tarde serían las monjas dominicas de clausura. Al propio Domingo se deben las fundaciones de los monasterios Prulla, Fanjeaux, Toulouse, Roma, Bolonia y Madrid.
     A partir de la fundación de Prulla, y al menos en la oración, la alabanza, el sacrificio y el afecto, Domingo no estará ya nunca solo; sus hijas serán su ejército de retaguardia.
     A las de Prulla les procuró rentas necesarias con las que vivir dignamente y sin preocupaciones y les escribió una Regla para que vivieran conforme a ella en caridad y comunión; algo parecido haría más tarde con las dominicas de Madrid.
     Pero ¿quién le acompañaría y ayudaría en el duro y cotidiano bregar de la santa predicación itinerante? Domingo va gestando la idea de formar una familia religiosa dedicada al estudio para la evangelización y viviendo, como él, al estilo de los apóstoles. El obispo Fulco de Toulouse le confía la parroquia de Fanjeaux y poco a poco se le van uniendo algunos compañeros animados del mismo espíritu. ¿Por qué no formar con ellos la comunidad de Hermanos Predicadores, que tanto le rondaba en la cabeza y le latía en el corazón? Meditando y rezando en Toulouse (1215) Domingo perfila, renueva y refuerza su idea. No se trataba de una empresa provisional y localista, sino de una perdurable y universal; quería fundar una nueva y original Orden religiosa en la que el binomio monje-apóstol fuera inseparable. Pedro Seila, vecino distinguido y acomodado de Toulouse, visitó con otro compañero a Domingo y le dio unas casas para comenzar el proyecto. La fundación de los futuros dominicos se puso en marcha en la primavera de aquel año de gracia.
     En junio, el obispo Fulco aprobó la nueva familia de predicadores diocesanos. Sus miembros, dirigidos por Domingo, vivirían en comunidad, pobreza, castidad y obediencia dedicados con ahínco a predicar a Jesucristo. No sólo predicarán contra la herejía y a los herejes, sino la totalidad de la doctrina y a todas las gentes participando así de la entera y misión pastoral del obispo. Pero la Predicación de Toulouse, como se llamó a la nueva fundación en sus primeros años, no satisface aún plenamente a Domingo. Acogido él y los suyos a la protección del obispo, la subsistencia de la comunidad estaba demasiado asegurada, mientras que el fundador prefiere la pobreza radical, vivir de la mendicidad. Por otro lado, ser predicadores y pastores sólo de una diócesis ¿no recortaba las miras universales de evangelización que Domingo llevaba dentro de sí? ¿no había herejes en otras partes? ¿y los paganos que vio en sus viajes camino de Escandinavia y los de otros mundos de los que había oído hablar? ¿y qué sería de tantas otras ovejas que aún estando dentro de la Iglesia parecían no tener pastores? Domingo estaba contento, pero no satisfecho. Su plan apostólico de evangelización debería llegar a toda la Iglesia y rebasar sus fronteras.
     ¿Cómo conseguirlo? En 1215, el Papa convocó el IV Concilio de Letrán y el obispo Fulco y Domingo se dirigieron a Roma; hablarían con Inocencio III para pedirle que confirmase lo ya hecho por el obispo Fulco y ampliase las competencias del grupo fundado por Domingo, que quiere ser y llamarse Orden de Predicadores. La predicación era precisamente por entonces uno de los problemas más acuciantes para el Papa y para la Iglesia, como recordará el canon 10 del mismo concilio.
     Lo aprobado por Fulco fue ratificado por Inocencio y mandó a Domingo que eligiera una Regla de vida ya aprobada y que después de un tiempo prudencial volviera a verle.
     Regresado a Francia y apoyado siempre por Fulco, Domingo establece comunidades de predicadores en Toulouse (iglesia de San Román), Pamiers y en Puylaurens, comenzando así la red de casas de la santa predicación, que pronto se extendería por toda la región de Albí. La Regla de vida que adoptaron fue la de san Agustín, añadiendo una serie de prescripciones o de régimen de vida que regulara la vida cotidiana de la comunidad (liturgia, ayunos, vestido, alimentación); se estaban poniendo las bases de la legislación dominicana, de la Orden de Predicadores que estaba a punto de ser aprobada por el Papa.
     Domingo regresa a Roma cuando Inocencio III acababa de morir el 16 de julio de 1216. Pero no hay por qué alarmarse; el nuevo papa Honorio III (1216-1227), aconsejado por el amigo de Domingo el cardenal Hugolino, -futuro Gregorio IX (1227-1241)- se mostró tanto o más favorable a la idea que su antecesor.
     Fue, pues, este Papa quien el 22 de diciembre de 1216 y el 21 de enero de 1217 confirmó la Orden de Domingo dándole a él y a sus frailes el título de Predicadores. La Rota del Papa, con su firma y la de dieciocho cardenales, fue llevada por Domingo a San Román de Toulouse, cuna de la Orden, en el invierno de 1217. Todos rebosaban de gozo. En el texto papal se recoge manifiesta y bellamente la idea y el ideal de Domingo. Se lee en la bula de aprobación: “Aquél que insistentemente fecunda la Iglesia con nuevos hijos, queriendo asemejar los tiempos actuales a los primitivos y propagar la fe católica, os inspiró el piadoso propósito de abrazar la pobreza y profesar la vida regular para consagraros a la predicación de la palabra de Dios, evangelizando a través del mundo el nombre de nuestro Señor Jesucristo”. (Constitución fundamental, I, 1). Lo que quería Domingo era seguir anunciando a Jesucristo, al estilo de un nuevo san Pablo, a todas las gentes, lenguas, razas y naciones (cf. Mateo 28, 29; Marcos 16, 15; Lucas 24, 47), en toda la Iglesia apoyado en la autoridad de su Pastor universal.
     La Orden de Predicadores está fundada y aprobada; ahora hay que expandirla. Domingo se atreverá a dispersar ya a su minúsculo grupo de frailes. Y a los que asombrados y con cierto temor dudan de la oportunidad les dice con resolución: “No queráis contradecirme, yo sé bien lo que me hago”. El hecho se conoce en la Orden como “el Pentecostés dominicano”. A mediados de 1217, un puñado de frailes marcha a París, otro más pequeño a España, dos van a atender a las monjas de Prulla y otros dos o tres se quedan en Toulouse. Domingo, otra vez solo, ha tomado esta resolución porque sabe que el trigo sembrado fructifica, pero amontonado se corrompe. Le quedan pocos años de vida y quiere ver a su Orden implantada cuanto antes en los centros más importantes de la cristiandad, allí donde se estudia (París, Bolonia, Oxford, Salamanca) y bulle la vida, en los burgos; quiere ver a sus frailes enseñando en las cátedras y predicando en las iglesias. “Ve y predica” es el santo y seña que resuena constantemente en el corazón y alma de Domingo.
     En 1218 parte para Roma y obtiene bulas papales que le irán abriendo a él y a sus frailes las puertas de las diócesis para poder predicar y fundar conventos. Recluta vocaciones (Reginaldo de Orleans) y abre convento en Bolonia; después pasa por Prulla y luego, siempre a pie, mendigando el pan y predicando por donde pasaba, se encamina hacia España, la querida tierra natal que no veía desde hacía trece años. ¿Dónde estuvo y por dónde pasó? Los conventos más primitivos de España quieren ser todos fundación del propio Domingo; los de Segovia, Salamanca, Brihuega, Vitoria y otros quieren hundir sus cimientos en la visita del fundador. En diciembre llega a la futura capital de España y tiene la dicha de ver que fray Pedro de Madrid ha trabajado bien. Se abre un monasterio de monjas, que servirá, además, de punto de apoyo de la labor de los frailes; era como una copia de Prulla. En Madrid queda su hermano Manés, y Domingo deja a las monjas una bella carta, uno de los poquísimos escritos y a la vez reliquia que de él se conservan. La Navidad la pasa en Segovia y en una cueva a las afueras de la ciudad vive experiencias espirituales de alta mística. Desde entonces el lugar se denomina “la santa cueva”. Se duda si pasó por Caleruega y se detuvo en el Burgo de Osma, lugares tan queridos y llenos de recuerdos para él. Pero lo que vino a hacer a España lo hizo: implantar su Orden en su propia tierra.
     En marzo de 1219 está ya en Toulouse y antes de terminarse la primavera se encuentra en París. Rebosó de gozo al encontrar a treinta frailes jóvenes viviendo en el convento de Santiago bajo la paterna autoridad de fray Mateo de Francia, uno de los primeros compañeros del fundador. Los comienzos habían sido muy difíciles, pero París bien valía algún sacrificio. Antes de abandonar la ciudad del Sena envía frailes a Orleans, Limoges y Poitiers y atrae a la Orden a Jordán de Sajonia, su primer biógrafo y sucesor al frente de la Orden. Su recibimiento en Bolonia, en agosto de 1219, fue de profunda veneración. La comunidad, regida por fray Reginaldo de Orleans es numerosa, viva, estudiosa, fraterna, viviendo alrededor de la iglesia de San Nicolás. Reginaldo, antiguo profesor en París, predicaba como un nuevo Elías y atraía a muchos estudiantes al convento. ¿Qué más podía pedir Domingo? Rebosa de gozo pensando en las grandes empresas evangelizadoras que podrán realizar aquellos futuros atletas de la fe. A unos los envía al norte de Italia, donde también había herejía y él mismo irá pronto; a otros los manda a fundar conventos a Hungría (para evangelizar a los cumanos, deseo ardiente de Domingo), Escandinavia, Alemania.
     Permanece en Bolonia un tiempo, ultimando la formación espiritual de la comunidad y preparando los pasos sucesivos que había que dar, y después baja a Viterbo, donde se encontraba el Papa. Honorio III le encarga que organice la vida religiosa de ciertos grupos de monjas en Roma (de donde nacerá el monasterio de San Sixto, evocador de recuerdos del santo) y la organización de una campaña evangelizadora en Lombardía. El Papa dona a Domingo la magnífica basílica de Santa Sabina, actual curia general de la Orden y donde se conserva y venera la celda del santo fundador.
     El día de Pentecostés de 1220, que ese año cayó a 17 de mayo, preside el primer Capítulo General de la Orden, en el convento de Bolonia. Acudieron frailes de España, Provenza, Francia, Lombardía, Hungría, Roma. Domingo quiere renunciar a dirigir la Orden, pero los frailes no lo permiten. Con los capitulares, Domingo –que reunidos son la máxima autoridad de la Orden– el fundador quiere regularizar lo ya hecho y fundamentar y legislar el futuro de la Orden de Predicadores: hacer unas Constituciones por las que los frailes y los conventos se rijan, unas leyes sencillas y animadas por una inspiración común y básica: el espíritu del Evangelio a imitación de los apóstoles.
     Ésta era la norma fundamental, lo demás se iría adaptando según las circunstancias y las necesidades de la misión. El segundo y último Capítulo General al que asistió Domingo se celebró en 1221, también en Bolonia y por Pentecostés, y en él se completó la legislación anterior y se crearon varias Provincias de la Orden, entre otras la de España.
     Domingo siente debilitado su cuerpo, al que ha sometido a disciplinas y rigores durísimos, y siente que se muere. Pero ha creado y cimentado sólidamente su obra. Deja a la Iglesia una familia religiosa apostólica e intelectual presente y activa en las ciudades más importantes de Europa y a punto de traspasar sus fronteras, dirigida por un Maestro general, cabeza de la Orden, y perfectamente articulada por una legislación flexible y dinámica. Domingo de Guzmán, cargado de méritos y de santidad, hacedor de milagros, varón evangélico, murió rodeado del cariño y de las lágrimas de sus hijos, en Bolonia, a 6 de agosto de 1221, fiesta de la Transfiguración del Señor. Fue canonizado por Gregorio IX el 3 de julio de 1234 y sus restos descansan y se veneran en un magnífico sepulcro en la basílica dominicana de San Domenico, en Bolonia. Su fiesta se celebra el 8 de agosto (José Barrado Barquilla, OP, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Martínez Montañés, autor de la obra reseñada;
   Juan Martínez Montañés González (Alcalá la Real, Jaén, 16 de marzo de 1568 – Sevilla, 18 de junio de 1649). Escultor y arquitecto de retablos.
   Considerado tradicionalmente tanto granadino como sevillano, desde principios del siglo XX se desveló su verdadera patria chica al localizarse su partida bautismal. Fue bautizado el 16 de marzo de 1568 en la parroquia de Santo Domingo de Silos de Alcalá la Real. Sus padrinos revelan la respetable posición familiar: el gobernador de la abadía y la esposa del regidor de la ciudad. Era el segundo vástago del matrimonio formado por el bordador zaragozano Juan Martínez Montañés, además alguacil de la abadía y mayordomo del Hospital del Dulce Nombre de Jesús, y de Marta González, descendiente de los Ramírez de Porcuna, conquistadores de Alcalá.
   Su vocación es herencia paterna, pues, a pesar de sus otros oficios, el padre del escultor fue fundamentalmente bordador en Alcalá y después en Granada e incluso en Sevilla. Probablemente su inserción en el activo núcleo artístico alcalaíno le facultara el contacto con la familia encabezada por el italiano Pedro Raxis Sardo, casado con una alcalaína, cuyo hijo Pablo de Rojas sería el maestro de Montañés en Granada.
   La última obra del bordador zaragozano en Alcalá data de 1580 por lo que en fecha cercana debió tener lugar el traslado familiar a Granada. Allí se formó con el citado Rojas en su taller de la parroquia de Santiago, donde adquiriría la base técnica y el concepto plástico que magistralmente desarrolló más tarde, admiraría el clasicismo del impresionante legado renacentista de la ciudad y conocería un importante conjunto de artistas laborantes en la magna obra del retablo mayor del monasterio de San Jerónimo, como el mismo Rojas y el también escultor Juan Bautista Vázquez el Mozo.
   Quizás a instancias de este último, el joven Montañés marchó a Sevilla, una vez concluido su primer período formativo.
   José Gestoso en su Diccionario fecha en 1582 el ingreso de Montañés en la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús del convento sevillano de San Pablo (hoy parroquia de Santa María Magdalena) y, por tanto, también su estancia en Sevilla, dato que González de León retrasa una década. Sin embargo, la primera noticia documental de Montañés en la capital hispalense es de 1587, cuando otorgó carta de dote en sus desposorios con Ana de Villegas, hija del ensamblador toledano Juan Izquierdo. Recibió como dote más de 160.000 maravedís en bienes muebles y 200 ducados de una tía de la contrayente. El matrimonio se verificó el 22 de junio en la parroquia de San Vicente, en cuya demarcación quedaron avecindados. Era una manera de asegurar la plena inserción laboral en un horizonte profesional denso pero activísimo.
   Llegó a Sevilla completamente formado y seguro de sus posibilidades, como avala su inmediato examen gremial, celebrado el 1 de diciembre de 1588, contando el artista veinte años, superado con notable éxito ante los veedores del arte de los escultores y entalladores de Sevilla, Gaspar del Águila y Miguel Adán. Examinado “en el arte de escultor y entallador de romano y arquitecto [...], hizieron que en su presencia hiziese obra de figuras, una desnuda y otra bestida, y en lo de arquitectura hizo en nuestra presencia planta y montea de un tabernáculo y ensamblaje dél según lo manda la ordenança y labrado de talla a lo romano e todo lo a fecho y hizo e practicado, y dado a las preguntas e repreguntas que se le hizieron buenas salidas y respuestas como buen artífice, por lo cual el dicho juan martínez montañés es ábil y suficiente para poder usar y exercer los dichos artes en todos los reynos y señoríos de su majestad”. Formulismos retóricos aparte, este “acta” de examen evidencia la notable capacitación del artista en edad temprana y explica su rápido encumbramiento en un medio artístico más competitivo, como era el sevillano.
   En Sevilla, la puerta al inmenso mercado de Indias, un potente núcleo escultórico fundado en el magisterio del abulense Juan Bautista Vázquez el Viejo (fallecido en 1589), un hermoso legado artístico medieval, abundantes testimonios de la antigüedad romana y un activo foco cultural en academias y tertulias (como la del duque de Alcalá en la Casa de Pilatos o la del docto canónigo Francisco Pacheco) aguardaban al joven alcalaíno y terminaron de conformar su peculiar estilo y temperamento. El principal estudioso de Montañés, José Hernández Díaz, ha señalado como elementos decisivos en la definición estilística montañesina, junto a los conceptos plásticos y temas iconográficos aprendidos en Granada en el taller de Rojas y en contacto con las obras de San Jerónimo, la tradición de intensidad expresiva de Villoldo, el sentido de poética belleza de Vázquez el Viejo, la monumentalidad miguelangelesca de Jerónimo Hernández y Núñez Delgado, y el matiz barroquizante de dinamismo del también jiennense Andrés de Ocampo. Todo ello dibuja con nitidez los perfiles de un artista culto, bien preparado profesional, intelectual y espiritualmente.
   La capacitación de Montañés queda corroborada por las obras contratadas y colaboraciones documentadas en los años inmediatos. Avecindado desde julio de 1589 en la plazuela del Campanario en la parroquia de la Magdalena, inició un período de creciente actividad, con obras como una Virgen de Belén para el duque de Arcos (1589), una Virgen del Rosario de vestir para el convento de Santo Domingo de Alcalá de los Gazules (Cádiz) en 1590, que puede identificarse con una imagen conservada en la parroquia de esta localidad a la luz de una reciente restauración, y ocho imágenes de la Virgen de la misma advocación con destino a conventos dominicos en el Nuevo Mundo, todas ellas en madera, además de otras obras en piedra y marfil, y de sus primeros retablos. En los documentos de la década final del siglo aparecen como fiadores suyos el escultor y arquitecto Juan de Oviedo el Viejo y los pintores Francisco Pacheco y Alonso Vázquez, para el que labró una imagen de Cristo expirante (1591), entre otros, al tiempo que él mismo se obligaba como fiador de otros colegas y empezaba a figurar en tasaciones diversas. Pese a su juventud, el escultor alcalaíno se veía con la capacidad y la necesidad de tomar discípulos, como Ambrosio Tirado y Alonso Díaz, con los que firmó cartas de aprendizaje en 1590. En 1593 participaba en un concurso para la realización de un retablo en el convento sevillano de San Francisco Casa Grande frente al gran escultor de la Sevilla de su tiempo, Gaspar Núñez Delgado, al que se igualaba al acordar ambos indemnizarse mutuamente si su proyecto no era el elegido. Todo ello habla bien del afianzamiento y éxito de Montañés en el mercado artístico sevillano desde primera hora.
   No fueron años exentos de cuitas. El escultor se vio implicado en el asesinato de un tal Luis Sánchez perpetrado en el compás de un monasterio sevillano a comienzos de agosto de 1591 y parece que pudo sufrir prisión y embargos por ello. Dos años después la viuda del asesinado le otorgaba carta de perdón. Ello no enturbiaría, sin embargo, su trayectoria profesional, ni la estima de sus coetáneos. Así lo demuestra el compromiso en 1592 de labrar unas imágenes de los santos Juanes para la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús “tan bien acabadas como el Cristo de Resurrección que hizo Jerónimo Hernández” para esta corporación, mientras que en la concesión del encargo de más de una veintena de sagrarios en 1598 con destino a Indias se argumentaba “ser el más práctico y de más experiencia [...] de quien se tiene entera satisfacción por haber cumplido [...] con mucha puntualidad”.
   Con toda probabilidad, en este mismo año tomó parte activa en la realización de esculturas alegóricas para el túmulo funerario erigido en la catedral de Sevilla a la muerte de Felipe II, ponderado por Cervantes.
   A este período corresponden nuevos cambios de domicilio, pasando primero al Arquillo de los Roelas en la collación de San Lorenzo y finalmente a la del Salvador en 1593. Para ella labraría entre 1597 y 1598 la hasta hace poco considerada primera obra conservada de Montañés, un San Cristóbal para procesionar, encargo del gremio de guanteros. Habla bien de un credo estético aún en formación, pero también de una temprana plenitud técnica y una aguda observación del natural. Sobre la formación del ideario estético montañesino debe tenerse en cuenta que el escultor tenía en su poder en 1596 un dibujo del Juicio Final de la Sixtina por Gaspar Becerra en prenda de una deuda del pintor Diego Zamorano. El crecido volumen de obra de esta década postrera del siglo xvi se cierra con numerosos encargos indianos (para Nueva Granada y Panamá), además de otras obras para Sevilla y Extremadura. Montañés se encontraba ya, sin duda, entre los artífices más activos y cotizados de la Sevilla de su tiempo. Con cierto sentido empresarial y previsor, firmaba en junio de 1596 un compromiso de compañía laboral con Juan de Oviedo el Mozo según el cual repartirían pérdidas y ganancias de cuantas obras contratasen (salvo algunas excepciones) durante un periodo de seis años.
   Cierto silencio documental en los protocolos sevillanos justo en el cambio de siglo ha sido visto por algunos críticos como evidencia de una segunda estancia en Granada. Lo cierto es que en julio de 1601 asistió en la ciudad de la Alhambra a la boda de su hermana Catalina, a la que aportó 200 ducados de dote y resulta probable alguna estancia más por negocios familiares.
   El regreso a Sevilla no se demoró mucho, pues en breve recrecieron los contratos de nuevas obras. El 31 de diciembre de 1601 adquirió unas casas principales en la calle de la Muela (hoy O’Donnell) en la parroquia de la Magdalena, vecinas al Hospital del Cardenal, que amplió con la compra de otras inmediatas justo un año después, para conformar amplia vivienda y obrador capaz de absorber un importante volumen de trabajo. En el mismo año 1601 contrató sagrarios para Venezuela y la isla La Española, a los que siguieron esculturas y retablos en los años inmediatos.
   Produjo enseguida nuevas obras maestras. El singular San Jerónimo del convento de Santa Clara de Llerena (Badajoz) lo labró entre 1603 y 1604 bajo la sugestión de Torrigiano y el mismo año contrató el Crucificado del Auxilio, venerado en la iglesia de la Merced de Lima (Perú) por 2.000 pesos, ensayo para el celebérrimo Cristo de la Clemencia de la catedral de Sevilla. Al tiempo suministraba modelos para otros artistas, como Francisco de Ocampo, quien en 1604 se obligaba a hacer un relieve de la Asunción, otro de Dios Padre y una imagen de santa Clara “de la forma que está en un modelo de barro que tengo en mi poder de mano de bos juan martínez montañés”.
   Este volumen de obra determinó la ampliación de operarios del taller. Durante la primera década del siglo xvii ingresaron como aprendices en su taller Pedro Sánchez en 1605, el cordobés Juan de Mesa y el toledano Francisco de Villegas (casado con una sobrina de su maestro Pablo de Rojas) en 1606, y el inquieto jerezano Alonso Albarrán el Mozo en 1608, quien primero se fugó (1610) para, después de preso, firmar nuevos convenios con el maestro alcalaíno (1611 y 1614, el último quizás como oficial).
   Se iniciaba, ciertamente, una etapa de plenitud creativa, que Hernández Díaz ha considerado como etapa “magistral”, entre 1605 y 1620. Arranca del citado Cristo de la Clemencia, contratado en 1603 con Mateo Vázquez de Leca, arcediano de la ciudad de Carmona y canónigo de la catedral de Sevilla, adonde finalmente recaló la escultura en la desamortización.
   Representa una de las imágenes más celebradas por los críticos desde la misma época de su ejecución, en la que el mayor acierto del genio creativo de Montañés lo constituye el singular equilibrio entre lo dogmático y lo naturalista, con un modelado de armoniosas proporciones y comedida anatomía, y una cuidadísima composición, en absoluto tensa, que busca la unión espiritual con el espectador más que lo gestual. Codifica el tipo de Crucificado de cuatro clavos (como un modelo de Miguel Ángel hacía poco llegado a Sevilla y, sobre todo, recordando una obra de su maestro Pablo de Rojas) de tanto éxito en Pacheco (quien policromó esta imagen), Cano, Velázquez o Zurbarán, y representa un verdadero esfuerzo creativo y técnico de subida calidad, expresado por el autor en el mismo contrato al declarar que “ha de ser mucho mejor que uno que los días pasados hice para las provincias del Perú” y manifestar su “gran deseo de acabar y hacer una pieza semejante a ésta para que se quede en España y no se lleve a las Indias ni a otras partes y se sepa el maestro que la hizo para gloria del Dios”. De hecho, renovó el panorama de esta iconografía en una fase decisiva de maduración de la escuela sevillana de escultura. Atestigua la plenitud artística del alcalaíno y su liderazgo en el medio artístico hispalense. En 1607 el gremio de escultores le apoderó en el pleito que sostenía con el de los carpinteros, a los que se les igualaba en el pago de las alcabalas.
   Ciertamente, la madurez artística de Montañés determinó esta feliz orientación hacia una estética de progenie clasicista, basada en la armonía y proporción de la anatomía y la expresión, a la búsqueda de la profundidad espiritual que impregna sus obras, de tanto éxito entre sus contempladores. El trabajo en el taller de Montañés se multiplicó en estos años. Sólo en 1604 contrató dos retablos (convento de Santa Clara de Cazalla de la Sierra y monasterio de San Francisco de Sevilla, conservado hoy en la capilla de San Onofre), trece sagrarios para conventos franciscanos en Indias y tres imágenes de los santos patronos de Jerez de la Frontera. Comenzó por entonces a policromar sus obras su paisano Gaspar Ragis, sobrino de su maestro Pablo de Rojas.
   En este infatigable proceso creativo produjo nuevas obras maestras, como el Santo Domingo penitente, contratado en 1605 junto al retablo mayor y resto de imaginería de la iglesia del convento sevillano de Santo Domingo de Portacoeli. En 1606 labraba el Niño Jesús de la Hermandad Sacramental del Sagrario, de gran aplauso popular y perfección, hasta el punto de realizarse vaciados en plomo de la misma para obtener réplicas. Entre 1606 y 1608 realizaba la imaginería del retablo de la Inmaculada de la parroquia de El Pedroso (Sevilla), donde descuella la imagen de la titular, policromada por Pacheco, siguiendo modelos de Pablo de Rojas y Jerónimo Hernández. A esto sucedieron nuevos retablos y conjuntos de imaginería, como el del retablo de San Juan Bautista para un convento de concepcionistas de Lima (hoy en la catedral de la capital peruana), cuya arquitectura labró Diego López Bueno, otros para las iglesias sevillanas del Santo Ángel y de San Ildefonso y, por último, a partir de 1609, para el monasterio de San Isidoro del Campo en Santiponce, en las cercanías de la capital hispalense, bajo el patronazgo de la casa ducal de Medina Sidonia.
   En sus obras para este monasterio jerónimo se alcanzó uno de los puntos álgidos de la ejecutoria artística montañesina. En noviembre de ese año contrataba, además del pequeño retablo que hoy está en la Capilla del Reservado, el gran retablo mayor, tanto en su fábrica arquitectónica como en su conjunto de imaginería, obra de las más significativas en ambos campos. La asimilación de la tratadística italiana de Serlio y Palladio proporcionó importantes sugerencias en la traza de este retablo, de mano del propio Montañés, con la libertad de quien concibe un conjunto arquitectónico-plástico. Para la imaginería, nuevamente la maestría técnica y la intensa espiritualidad del alcalaíno se hacen patentes en asombrosos relieves de acertadísima composición y fundamentalmente en la imagen central de San Jerónimo penitente genuflexo, que se obligó a hacer “por su mano sin que le ayude nadie”. Constituye un verdadero alarde técnico y de sapiencia anatómica, así como una lección magistral de la relación entre el volumen escultórico y el espacio circundante. Su policromador, el pintor Pacheco, la celebraba como “cosa que en este tiempo en la escultura y pintura ninguna le iguala”. El espléndido conjunto de imaginería sacra (que revela la intervención de discípulos) se completa con las figuras orantes de Don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, héroe de la Reconquista, y de su esposa, Doña María Coronel, cuidadísimas en su lujosa vestimenta y acertados valores retratísticos, al menos en la primera, a pesar de los tres siglos que separan estas obras de los efigiados, allí sepultados. En 1613 firmaba carta de pago de todo el conjunto, ya concluido.
   Los trabajos de Santiponce no absorbieron todas las energías creativas de Montañés, como corrobora la cabeza y manos para una figura de vestir de San Ignacio de Loyola realizada para la casa profesa de los jesuitas (iglesia de la Anunciación de Sevilla) con motivo de su beatificación (1610), que Pacheco (de nuevo colaborador en la policromía) consideraba que “aventaja a cuantas imágenes se han hecho de este glorioso santo porque parece verdaderamente vivo” (probablemente sobre el verdadero retrato del fundador de los jesuitas basado en una mascarilla cadavérica), o la imagen de Jesús de la Pasión (iglesia del Salvador de Sevilla) que Hernández Díaz juzga del período 1610- 1615, para la cofradía de penitencia del mismo título, entonces residente en el convento de la Merced Calzada. Resulta paradigma de la escultura procesional, ponderado por un panegirista mercedario como “asombro de los siglos presentes y admiración de los por venir”. A estas se unía en 1616 una Virgen con el Niño patrocinada por el Duque de Medina Sidonia para el convento mercedario de Sanlúcar, que fue a parar al de Huelva (actual catedral) en 1618.
   En esta segunda década del siglo XVII nuevos discípulos arribaron al taller montañesino como el granadino Juan Gregorio (1612), el portugués Diego Antúnez (1613) y el madrileño Marcos Juárez (1616) y eso que se observa cierto silencio documental entre 1614 y 1617, probablemente época de remate de obras comenzadas.
   También fue década de nuevos avatares familiares.
   El padre del escultor, el bordador del mismo nombre, se había avecindado en Sevilla años antes, como atestigua en el finiquito firmado en febrero de 1609 por una manga de cruz que bordó para el citado monasterio jerónimo de Santiponce, donde declaraba ser vecino de la misma collación que su hijo, la de la Magdalena. Sin embargo, en fecha cercana debió de retornar a Granada, donde falleció hacia 1615-1616, como se sabe por declaración posterior de la madre de Montañés. Quizás el escultor retornara a Granada con tal motivo para atender el reparto de la herencia paterna. El propio Montañés enviudó el 28 de agosto de 1613, tras veintiséis años de matrimonio y cinco hijos, tres de ellos de vida religiosa. Poco antes de la muerte de su esposa, habían dotado a la hija menor, Catalina de Villegas, con 1.000 ducados “por ser la que nos hace compañía y la que tenemos hembra en el siglo”, y donado un esclavo a otra hija, religiosa profesa en el convento dominico de Santa María de Gracia de Sevilla. El 28 de abril del año siguiente contraía nuevas nupcias en la parroquia de la Magdalena de Sevilla con Catalina de Salcedo y Sandoval, hija del pintor Diego de Salcedo y pariente de los escultores Miguel Adán y Juan de Oviedo, quien le daría siete nuevos hijos y le sobreviviría. El maestro alcalaíno figuraba en abril de 1617 como testigo del matrimonio de Juan de Oviedo el Mozo. En 1619 fallecía una hermana de Montañés, de nombre Tomasina, esta vez en Sevilla.
   A finales de la década se reactivaba la producción del taller con nuevos encargos indianos, el excepcional Crucificado de los Desamparados de la iglesia sevillana del Santo Ángel (1617) y la traza para el retablo mayor de la parroquia de San Miguel de Jerez de la Frontera (1617), en cuya imaginería intervendría también Montañés por espacio de un cuarto de siglo.
   Hacia 1620 el escultor se encuentra en la plenitud de su carrera; mayor valor adquiere entonces el testimonio recogido por Pacheco en mayo de 1620 (incluido en su Arte de la Pintura), emocionado recuerdo de Montañés a su maestro: “y me afirma que su maestro Pablo de Roxas hizo en Granada, habrá más de cuarenta años uno (un Crucificado) de marfil con cuatro clavos para el Conde de Monteagudo”.
   Estabilidad familiar, prestigio consolidado, solvencia económica, trabajo abundante no son suficientes para despejar las sombras de esta década, “decenio crítico” según lo califica el profesor Hernández Díaz, en el que el destino proporcionó dolorosas circunstancias vitales al escultor y en el que artísticamente parece iniciarse una autoevaluación a la vista de la renovación estética que la plástica hispalense conoció en manos de sus propios discípulos. Entre las pérdidas, se encuentran las de tres cercanos colaboradores: el jiennense Andrés de Ocampo murió en 1623, dos años después lo hizo Juan de Oviedo el Mozo y en 1627 el cordobés Juan de Mesa, quien en tan sólo una década de trayectoria profesional en solitario, promovió en su intensa actividad escultórica una renovación plástica, plena de sugerencias expresivas, que afectó al propio Montañés. En contraste, en estos años debió de frecuentar su taller el granadino Alonso Cano, presunto discipulaje que no explica en su plenitud la plástica de Cano, por entonces valor emergente en el medio artístico sevillano y que desde 1629 ya firmaba como maestro de escultor y pintor.
   También en 1620 Montañés promovió un expediente de limpieza de sangre, sin motivo aparente, pero no carente de lógica ante la presión ambiental de la época; curiosamente en la legitimidad de su cuna se hacía referencia sólo a los ascendientes maternos, pero no a los paternos. Poco después, quizás en relación con este expediente, sufrió un proceso de investigación inquisitorial como miembro de la Congregación de la Granada, establecida en la catedral de Sevilla y a la que también pertenecían el padre Fernando de Mata (maestro espiritual del artista) y su cliente el canónigo Vázquez de Leca, y de la que Montañés era considerado uno de los seis cofrades más perfectos.
   Pese al prestigio de los congregantes, la Inquisición quiso ver en esta corporación un nuevo brote alumbradista, como el desarticulado hacía poco, al sospechar que se trataba de una “máquina monstruosa, con ceremonias y observancias de otra nueva religión”. El proceso no pasó de la desaparición de la congregación (y el castigo de algunos de sus miembros), probablemente un foco de espiritualidad mística que justifica la intensa reflexión religiosa de que hace gala Montañés en sus obras, cargadas de sensibilidad y hondura teológica. Incluso existen indicios de lo que pudiera interpretarse como un anticipo de herencia a favor de los hijos de su primer matrimonio: junto a las donaciones de 1613 a dos hijas, se unía ahora otra de 1.000 maravedís anuales de por vida a un hijo, el clérigo José Martínez Iniesta, en 1624. El mismo año consta un gesto de generosidad del escultor al dotar con 100 ducados a una doncella pobre, a fin de que pudiera profesar en el convento sevillano de Santa Paula.
   Estos contratiempos no obstan la plena actividad profesional del taller montañesino. El maestro firmaba en enero de 1620 el pliego de condiciones y quizás la traza para un patio de la cartuja de la Defensión en Jerez de la Frontera, el llamado claustro de los Hermanos o Conrrería. Junto a este proyecto arquitectónico, abundaron en esta década los trabajos para retablos con imaginería, entre los que descuellan el retablo mayor del convento de Santa Clara (1621- 1626) y quizás otros tres más en el mismo templo, el de San Juan Bautista del convento de San Leandro (1621-1622) según traza de Juan de Oviedo el Mozo y el de la Inmaculada Concepción (1628-1631), conocida como la Cieguecita, en la catedral de Sevilla, además de dar las trazas en 1627 para el retablo de la capilla que poseía el poeta y clérigo Francisco de Rioja en el convento de las Teresas. Obras insignes todas ellas, no estuvieran exentas de problemas que, en algún caso, acabaron en los tribunales. En el caso del retablo del convento de Santa Clara, Montañés no sólo contrató el ensamblaje, talla y escultura del retablo, sino también su dorado y encarnado, facultad de la que no estaba examinado de maestro, lo que le valió inmediato pleito por parte del gremio de pintores, encabezado por su colaborador y admirador Pacheco, quien en esta ocasión, sin embargo, arremetió con dureza contra el maestro alcalaíno: “Tampoco me meto en juzgar los defectos de sus obras, aunque los bien entendidos de Sevilla los hallan en las que ha puesto más cuidado, porque estoy persuadido que es hombre como los demás, y no es maravilla que yerre como todos. Y por eso aconsejaría a mis amigos que suspendiesen el alabar o vituperar sus obras, porque lo primero lo hace él mejor que todos, y lo segundo porque no falta quien lo haga”. Además de la cerrada defensa de los derechos gremiales que inspira el demoledor testimonio del suegro de Velázquez, resulta muy revelador de la enorme autoestima de Montañés, del aplauso popular recibido y de la posición de preeminencia en el ambiente artístico sevillano, que le llevó en esta ocasión a orillar la legalidad. En agosto de 1623 traspasó esa labor pictórica al pintor Baltasar Quintero.
   Un último contratiempo llegó a fines de esta década, quizás también de apuros económicos, ya que en 1628 le devolvía 500 ducados a Juan Bautista de Mena, quien “por hacerme amistad y buena obra me ha prestado”. Con enorme interés acogió Montañés el encargo de un retablo de la Inmaculada Concepción para la catedral de Sevilla en febrero de 1628.
   Sin embargo, al año siguiente una enfermedad dejó al artista postrado durante cinco meses, “que no se ha levantado de la cama ni podido trabajar”, lo que le impidió cumplir el encargo en el tiempo establecido en el contrato. En septiembre de 1629 se le exigía la devolución del importe recibido para encargar la obra a otro artista. Esgrimiendo esta enfermedad y el interés de los mecenas de que “la obra fuese muy excelente y la mejor que fuese posible” y que “así la talla como la escultura fuese de su mano sin entrometer en ello oficiales que le pudiesen ayudar [...] mediante lo cual ha sido fuerza dilatarse la obra [...]”, logró nuevo plazo, hasta perfeccionar la obra, de la que firmó finiquito por importe de 3.700 ducados en julio de 1631. La demora del encargo tuvo, sin embargo, muy feliz resultado, ejemplar en la imagen de la Inmaculada, la popular Cieguecita, importantísima reivindicación de la creencia concepcionista en pleno templo metropolitano hispalense y quintaesencia de la serenidad e idealidad clasicista que prospectó el artista durante casi toda su carrera. Se restablecían, así, su fama y autoestima al alcanzar la excelencia en otra obra maestra.
   De hecho, nuevos datos permiten calibrar el prestigio alcanzado. En 1632 el granadino Alonso Cano contrataba una imagen de san Antonio de Padua “tan bueno como uno que juan martines montañés [...] está acabando de haser que disen es para la Reyna nuestra señora [...]”. Acerca de la relación Montañés-Cano es síntoma revelador que el granadino nombrara al alcalaíno tasador por su parte de las demasías que Cano hizo en la obra del retablo mayor de la parroquia de Lebrija, visitado por Montañés en marzo de 1634. Al año siguiente, Montañés fue reclamado desde la Corte para hacer un retrato en barro del rey Felipe IV, con destino a una estatua ecuestre vaciada en bronce por el italiano Pietro Tacca en Florencia y que hoy luce en la madrileña plaza de Oriente. Montañés marchó a la Corte en junio de 1635 y permaneció en Madrid por espacio de siete meses. Previamente cedió el poder que tenía de los maestros escultores y arquitectos de Sevilla para actuar en el pleito contra el gremio de carpinteros a Alonso Cano. Verosímilmente fue Velázquez el artífice de este llamamiento.
   El reconocimiento de su obra fue grande y el acceso al medio artístico madrileño una valiosa experiencia.
   Pero la aventura cortesana le acarreó finalmente apuros económicos, a pesar de los 400 ducados “de ayuda de costa de viaje” de los que otorgó carta de pago en febrero de 1639 y del privilegio de exportación de trescientas toneladas de mercaderías a Indias con que fue pagado y que el escultor reclamaba todavía en 1648, quejándose del exiguo pago de “tan gran servicio, en que gasté mi caudal”. Este privilegio lo disfrutaron sus herederos un lustro después de la muerte del artista. Con motivo de este retrato regio, el poeta Gabriel de Bocángel lo ponderó como “el Andaluz Lisipo”, uno de los sobrenombres, junto al de “el dios de la madera”, con mayor fortuna en la crítica montañesina.
   Avatares (la muerte de su hijo José Martínez de Iniesta en 1639 y la marcha a Indias de otro, fray Francisco Martínez Montañés, el mismo año), enfermedades y achaques de la edad iban mermando paulatinamente la productividad de su taller en las décadas de 1630 y 1640, aunque todavía recibió dos nuevos discípulos, José Martínez de Castaño en 1632 y, muy al final de su carrera, Pedro Andrés Ramírez en 1641. Al tiempo, valores emergentes en el potente centro artístico sevillano iban renovando la plástica con acento barroquizante: la dramática expresividad de su discípulo Juan de Mesa, la agitación berninesca del flamenco José de Arce y el dinamismo del cordobés Felipe de Ribas, nuevo gran taller de la Sevilla de los años centrales del siglo xvii, sustituyendo al de Montañés. En este último período el escultor se mostraba más proclive al triunfante realismo del momento, moviendo moderadamente masas y gestos, especulando más profundamente con el claroscuro de los volúmenes, sin olvidar los sabios cánones de la proporción y el acento de platónica belleza tan adecuado a la sentimentalidad espiritual de sus imágenes.
   A esta última etapa pertenecen el San Juan Bautista (1637) y el San Juan Evangelista (1638) del convento de Santa Paula de Sevilla, expresivos ejemplos de un nuevo concepto dinámico de la composición. Empezaron a escasear las obras montañesinas al declinar la década de 1630. Junto a algunos encargos indianos (Bolivia, Perú), en 1641 acometió la fase de conclusión del retablo mayor de San Miguel de Jerez. En abril de ese año traspasó a José de Arce la realización de cuatro relieves y otros tantos santos (prueba de su aprobación a los nuevos aires de la plástica sevillana) y se reservó el colosal relieve de la Batalla de los Ángeles, compendio de sabiduría compositiva y expresiva, alarde de anatomía y técnica en un tema de acento hondo y palpitante como la lucha entre el Bien y el Mal, así como el relieve de la Transfiguración de Cristo (1643), menos cuidado por encontrarse a mayor altura y que parece acusar colaboraciones, quizás del mismo Arce.
   Se consumían aquí sus últimas energías creativas.
   Con enorme dignidad renunció en 1645 a la escultura del retablo mayor de la parroquia de San Lorenzo de Sevilla, “por mis muchas ocupaciones y falta de salud”, traspasándola a Felipe de Ribas. Aún consta en 1648 la llegada a Lima de dos imágenes del alcalaíno (San Francisco Javier y San Francisco de Borja) en la iglesia de San Pedro de la capital peruana, probables obras de taller. En septiembre de dicho año todavía reclamaba su privilegio de exportación, recibido en recompensa a su retrato del rey Felipe IV, y reconocía que en “el día de hoy estoy viejo y necesitado y con muchos hijos”. Contaba con ciertas rentas de bienes acumulados a lo largo de su fecunda carrera, pero seguramente insuficientes. En 1645 y 1646 tenía arrendada una casa de su propiedad en la Rabeta y con anterioridad se conoce el arrendamiento de otras propiedades inmobiliarias en la calle del Pepino, vecina de la Alameda de Hércules, y en la de la Garbancera.
   El último lustro debió de ser de escasa actividad. Se aproximaba el artista a la edad octogenaria. El 18 de junio de 1649 la epidemia de peste acababa con su vida, a los ochenta y un años y tres meses. Aunque tenía dispuesto enterramiento en el convento de San Pablo, pidió a su esposa, según declaró ésta, ser enterrado en la parroquia de Santa María Magdalena.
   Una trayectoria profesional de seis décadas avala la admirable formación técnica y sensibilidad artística de Martínez Montañés, pensador de profunda religiosidad además de artista, lo que le permite convertirse en intérprete extraordinario de la religiosidad de su época a través de sublimes productos estéticos de sincera espiritualidad (Jesús Juan López-Guadalupe Muñoz, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
       Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la imagen "Santo Domingo de Guzmán, penitente", de Martínez Montañés, en la sala X del Museo de Bellas Artes de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

Más sobre el Museo de Bellas Artes, en ExplicArte Sevilla.

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