Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el busto de Felipe II, en la enjuta, entre los arcos de la Sevilla de las Cruces de Mayo, y de la provincia de León, en la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 21 de mayo, es el aniversario del nacimiento (21 de mayo de 1527) de Felipe II, personaje representado en esta enjuta de la Plaza de España, así que hoy es el mejor día para Explicarte el busto de Felipe II, en la enjuta, entre los arcos de la Sevilla de las Cruces de Mayo, y de la provincia de León, en la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 11 al 21 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado - Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La Plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
En las enjutas de los arcos que componen la gran arcada que circunda toda la plaza, dentro de unos tondos de profundo sabor renacentista italiano, modelados en alto relieve y esmaltados en blanco sobre fondo azul cobalto, aparecen los bustos de personajes de especial relevancia en la historia de España. Su ejecución original corrió a cargo de las Fábricas de Mensaque Rodríguez y Cía. y de Pedro Navia.
En orden cronológico, figuran tanto aquellos destacados en las ciencias, en las humanidades, en las artes o en las armas, como reyes o santos.
Son un total de cincuenta y dos, distribuidos en cuatro series de trece personajes, dispuestos entre los catorce arcos de cada tramo de la plaza.
Es sorprendente el repertorio de estos personajes ilustres que desde sus privilegiados balcones en la arcada, disfrutan del ancho espacio de la hermosa plaza. Simultáneamente, ellos son vistos por los paseantes como muestra de la gloria de España y como ejemplo a seguir (La Cerámica en la Plaza de España de Sevilla, 2014).
En este caso el personaje histórico representado es Felipe II, en un busto que directamente hay que relacionarlo con los retratos conocidos.
Conozcamos mejor a Felipe II (1527-1598), Rey de España y Portugal, que se encuentra representado en la enjuta entre los arcos de la Sevilla de las Cruces de Mayo, y de la provincia de León, en la Plaza de España:
Felipe II, (Valladolid, 21 de mayo de 1527 – El Escorial, Madrid, 13 de septiembre de 1598). Rey de España y Portugal.
Primeros años. La formación de un príncipe: el nacimiento el 21 de mayo de 1527 en Valladolid del príncipe Felipe supuso un acontecimiento nacional: era el primer príncipe de Asturias destinado desde la cuna a heredar toda la Monarquía; lo que él cifró más tarde en su sello con esta inscripción: “Philippus Hispaniarum Princeps”, esto es, Felipe, príncipe de las Españas. De ese modo se hispanizaba la dinastía de los Austrias, como resultado de la política consciente de Carlos V al casar en Sevilla con la princesa Isabel de Portugal, y llevar su Corte a Valladolid al anunciarse el parto de su primer hijo.
Una hispanización que se completaba con la educación que se dio al príncipe bajo la tutela de ayos y profesores españoles: Juan de Zúñiga, como ayo, casado con una notable mujer catalana —Estefanía de Requesens—; el cardenal Silíceo, como maestro de primeras letras (y como confesor), y Juan Ginés de Sepúlveda, como humanista; sin olvidar que en los primeros años, durante su niñez, Felipe II estuvo bajo el cuidado de su propia madre, la emperatriz Isabel. Por eso, su muerte, en 1539, cuando el príncipe aún no había cumplido los doce años, supuso un duro golpe, tanto más cuanto que no hacía mucho que había visto morir a su hermano Juan, a poco de nacer. Lo que repercutió en otro acontecimiento de su vida, como se verá.
La infancia del príncipe transcurrió de una forma normal, bajo el control de su madre pero con la imagen de un padre con frecuencia ausente, dado que desde el año 1529, cuando el príncipe tenía dos años, Carlos V salió de España llamado por sus obligaciones imperiales (coronación imperial en Bolonia, defensa de Viena frente al Turco, conquista de Túnez, campaña de Provenza). De hecho, no vivió en la Corte con su padre salvo en algunas esporádicas ocasiones, hasta las Navidades de 1536.
Hay que destacar en ese período infantil la presencia de dos pajes: el portugués Ruiz Gomes de Silva, que le llevaba once años (el futuro príncipe de Éboli) y Luis Requesens de Zúñiga, el hijo de Zúñiga y Estefanía Requesens, al que el príncipe llevaba un año; ambos se convirtieron en sus amigos de la infancia y posteriormente en dos de los personajes más destacados de su reinado.
Pero hay una parte de esa formación del príncipe que don Carlos se reserva personalmente: el aspecto político. La inició el Emperador a raíz de su vuelta a España en el otoño de 1541, tras el desastre que sufre con Argel. En un principio, se trataba de íntimas conversaciones del padre con el hijo, que se mantenían regularmente, cuando el Emperador, dolido por la soledad que le había traído la muerte de la emperatriz Isabel, buscó en su hijo la ayuda que precisaba para gobernar, máxime pensando que pronto los acontecimientos internacionales lo iban a obligar a dejar nuevamente España. Y cuando eso ocurrió, en la primavera de 1543, Carlos V le mandará a su hijo desde Palamós, en la costa catalana, un conjunto de Instrucciones, algunas públicas, para que las leyera y releyera con sus principales consejeros, pero otras muy reservadas y secretas, para él sólo y que debía destruir una vez leídas. Constituyen un corpus documental del más alto valor para el conocimiento de esta etapa del príncipe; un corpus que se completó cinco años después con las Instrucciones de 1548, conocidas como el testamento político del César, pues si las primeras eran sobre todo de carácter moral y para prevenir al príncipe de cómo había de comportarse con sus ministros y consejeros (con la seria advertencia de que jamás cayese en la práctica de tener un valido “porque aunque os fuere más descansado, no es lo que más os conviene”), las de 1548 son una extensa consideración sobre política exterior, desarrollando una visión de la situación de las relaciones con los principales Estados de la cristiandad, así como con el Turco, con el que existían treguas que debían guardarse, porque el buen gobernante debía ser fiel a su palabra, la diese a cristianos o a infieles; unas Instrucciones que, como las de 1543, rezumaban sabiduría política y una fuerte carga ética, de forma que el quehacer del príncipe se supeditase siempre a principios morales.
Alter ego del Emperador: el príncipe inició su etapa de alter ego del Emperador bien asistido por los mejores ministros con que contaba Carlos V: el cardenal Tavera, al frente de todos, como gran hombre de Estado; Francisco de los Cobos, como notorio experto en los temas de Hacienda; el duque de Alba, el gran soldado, como suprema autoridad en las cosas de la guerra, y Juan de Zúñiga, el viejo ayo de los años infantiles y hombre de la confianza del Emperador, para llevar la Casa del príncipe. Y Felipe era advertido por su padre de que no debía tomar ninguna resolución sin la debida consulta con aquellos probados y experimentados consejeros imperiales. En los dos primeros años de esta andadura, de los doce que duró, Felipe II seguiría fielmente las instrucciones paternas, como propio de un muchacho que todavía no había entrado ni siquiera en la adolescencia.
Otra importante novedad le esperaba al príncipe: su matrimonio, que había de celebrarse por orden de Carlos V en aquel mismo año de 1543, pocos meses después de haber cumplido los dieciséis años. Se trataba así de forzar su mayoría de edad, pero, sobre todo, de dejar resuelto el problema de la sucesión, con la princesa adecuada. Y para ello se destinó a Felipe II una novia de su edad, María Manuela, la hija del rey Juan III de Portugal y de doña Catalina; un matrimonio arriesgado, dado el estrecho parentesco de los novios, primos carnales en doble grado y nietos los dos de Juana la Loca, pero justificado por el deseo de afianzar las relaciones con la dinastía Avis de Portugal, siguiendo la tradición marcada por los Reyes Católicos y continuada por el propio Carlos V, que apuntaba a la posibilidad de lograr la unidad peninsular por esta pacífica vía; sin faltar los motivos económicos, pues Juan III había dotado generosamente a su hija con 300.000 ducados, que eran ansiosamente esperados por las arcas siempre exhaustas de Carlos V.
La boda se celebró en Salamanca el 15 de noviembre de 1543. De allí se trasladaron los novios a Valladolid, no sin pasar antes por Tordesillas, para visitar a su abuela, la reina Juana, quien, según refieren las Crónicas, les pidió que danzaran en su presencia. Pero aquel matrimonio no duraría mucho. Aparte de que el príncipe pronto mostró un desvío, tanteando otras relaciones amorosas (y en este caso con una hermosa dama de la Corte, Isabel de Osorio), la princesa no soportó su primer parto y murió el 12 de julio de 1545, tras dar a luz a un varón al que se puso por nombre Carlos, en homenaje a su abuelo paterno, el Emperador.
Para entonces, ya Don Felipe se había iniciado en los problemas de Estado, ayudando a su padre en la guerra que sostenía en el norte de Europa, con el constante envío de hombres y dinero; eso sí, tratando de proteger los reinos hispanos de tanta sangría, en tiempos de suma necesidad y hambruna (la época reflejada en El lazarillo del Tormes).
La gran responsabilidad de gobernar España en años tan difíciles acabó de formar al príncipe, privado pronto además de sus principales consejeros: Tavera murió en 1545, Juan de Zúñiga en 1546 y Francisco de los Cobos en 1547, en el mismo año en el que Felipe tiene que prescindir del duque de Alba, llamado por Carlos V para que le ayudase en la guerra contra los príncipes protestantes alemanes.
Para entonces, a sus veinte años y tras cinco de tan intensa preparación, puede decirse que el príncipe es quien gobierna en pleno los reinos hispanos. Al año siguiente, en 1548, fue llamado por el Emperador a Bruselas; un largo viaje que llevó a Felipe por las tierras del norte de Italia, en especial por Génova y Milán, atravesó los Alpes para entrar en Innsbruck —donde pudo verse con sus primos, los archiduques de Austria—, después el ducado de Baviera y abrazó finalmente a su padre en Bruselas en mayo de 1549. Se planeaba el problema de la sucesión al Imperio, en forcejeo con la Casa de Austria vienesa. El resultado fue el acuerdo de Augsburgo de 1551, por el que se aceptaba una sucesión alternada al trono imperial: a Carlos V le sucedería su hermano Fernando, a éste el príncipe Felipe y a Don Felipe su cuñado Maximiliano, ya casado con la infanta María. Pero fueron unas negociaciones muy forzadas que provocaron una fuerte tensión en la antigua alianza familiar de la Casa de Austria, situación aprovechada por los enemigos del Emperador para la gran rebelión; sería la grave crisis internacional de 1552, que tan en apuros puso a Carlos V.
Para entonces, ya Felipe II había regresado a España en 1551, con poderes muy amplios, para gobernar en ausencia del Emperador. A sus veinticuatro años quiso ponerse al frente de un ejército y llevar la guerra a Francia para ayudar a su padre, pero fue disuadido por el propio Carlos V.
La guerra no sólo era en los campos de batalla; también en la diplomacia, máxime cuando la muerte de Eduardo VI lleva al trono de Inglaterra a María Tudor, que no era ninguna niña (nacida en 1516) y muy poco agraciada; pero estaba soltera y era una Reina.
Y en la batalla diplomática desatada, Carlos V fue el vencedor.
Resultado: bodas de Felipe II con María Tudor en 1554 y su segunda salida de España para auxiliar a su segunda esposa en la restauración del catolicismo en Inglaterra; una difícil tarea, interrumpida por la muerte de María Tudor en 1558.
Para entonces, Carlos V había abdicado en Bruselas (1555), había estallado la guerra de Felipe II, ya Rey de la Monarquía Católica, contra la Francia de Enrique II, se había logrado la gran victoria de San Quintín, en presencia del nuevo Rey, pero se había perdido Calais y los diplomáticos empezaban a sustituir a los soldados, con el resultado de la Paz de Cateau Cambresis (1559).
A poco, Felipe II regresaba a España, para no salir ya de la Península hispana en el resto de su vida.
El árbitro de Europa (1559-1565): la Paz de Cateau Cambresis había cerrado una guerra, penosa herencia del Emperador, pues había sido una lucha contra la Roma de Paulo IV y la Francia de Enrique II, como si hubiera reverdecido la liga clementina de treinta años antes. El duque de Alba, entonces virrey de Nápoles, había dado buena cuenta de las tropas pontificias y obligado a Paulo IV a pedir la paz. Nivelada la lucha en el Norte, donde Felipe II contó con la alianza inglesa, se pudo firmar el tratado de paz que tanto necesitaba la Europa occidental, que venía a cerrar casi cuarenta años de guerras entre España y Francia; una paz que se mantuvo casi el resto del reinado. Se doblaba, además, con una alianza matrimonial. De ese modo Felipe II, viudo ya de María Tudor, casaba por tercera vez, con una princesa francesa (Isabel de Valois) a la que doblaba la edad: Isabel de Valois, conocida por el pueblo español como Isabel de la Paz, que cuando llegó a España, en 1560, apenas tenía catorce años y que le daría a Felipe II dos hijas, a las que amaría tiernamente: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela.
Con la paz en la mano, Felipe II regresó a España en el verano de 1559. Para entonces ya había muerto en Yuste su padre, Carlos V, que en los últimos años se había convertido en su mejor y mayor consejero.
El año 1559 estuvo marcado en Castilla por la dura represión inquisitorial contra supuestos focos luteranos; serían los sangrientos autos de fe desatados en Valladolid y Sevilla, con no pocos condenados a la hoguera, algunos incluso quemados vivos. Y entre los procesados, una figura de excepción: el arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza.
Felipe II traía unos planes de gobierno: mantener en lo posible la paz con Francia, sanear la hacienda regia, poner orden en sus reinos desde una capital fija y levantar un monumento grandioso que recordase siempre a la dinastía. De ahí que trasladara pronto a su Corte a Madrid (1561) y que iniciara a poco las obras del impresionante monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
Una etapa pacífica en el exterior que se cerró con dos conflictos serios, uno en el Nuevo Mundo y otro en el Viejo: la expedición de castigo contra los hugonotes afincados en La Florida, que fueron aniquilados por Pedro Menéndez de Avilés en 1565, y la defensa de la isla de Malta contra los turcos enviados por Solimán el Magnífico, derrotados en el mismo año por los tercios viejos de Álvaro de Sande. La primera potencia de Europa, luchaba nada menos que con el Imperio turco de Solimán el Magnífico. Y, por si fuera poco, aquel mismo año de 1565 la reina madre Catalina de Médicis pidió el apoyo del Rey para salir de la crisis en que había caído Francia, con el inicio de las guerras religiosas que destrozaron el país; serían las jornadas conocidas como las Vistas de Bayona, en las que Felipe II mandó una comisión presidida por su esposa, la reina Isabel de Valois, asistida por el duque de Alba.
Fue el final de una etapa dura en el interior, pero brillante en el exterior, a la que sucedió un lustro verdaderamente terrible, con el annus horribilis de 1568.
Se rompe la bonanza: 1568, el annus horribilis del reinado: en el lustro siguiente, entre 1565 y 1570, las crónicas de los sucesos íntimos de la Corte se entrecruzaron peligrosamente con los de Estado. Surgió un triángulo amoroso en la cumbre, que pronto evolucionó con la incorporación de otros dos personajes. Estaban implicados Gomes de Silva, su esposa Ana Mendoza (dama de la más alta nobleza castellana, más conocida como la princesa de Éboli), la reina Isabel de Valois y el príncipe heredero don Carlos de Austria. Todo ello daría lugar a un tema tan novelesco que pronto entró en la leyenda e inspiró a escritores y artistas de primera fila, de la talla del poeta alemán Schiller, en el siglo XVIII, y del músico italiano Verdi, en el XIX; de ese modo, el drama Don Carlos, así como la ópera de Verdi se convirtieron en dos referencias de primer orden de aquella actualidad cultural, con el resultado de que la Literatura y el Arte trastocaron año tras año la verdadera historia de los hechos; de modo que puede afirmarse que, pocas veces, una leyenda negra ha sido más difícil de esclarecer.
Todo arrancó en 1552, cuando el príncipe Felipe decidió favorecer a su privado, Ruy Gomes de Silva, desposándolo con una de las damas de la más alta nobleza castellana. La elegida fue Ana de Mendoza, tataranieta del gran cardenal Mendoza, que entonces apenas si tenía doce años. Concertada la boda para 1554, se cruzó entonces la operación de Inglaterra, con la boda en este caso de don Felipe con María Tudor.
Al acompañar Ruy Gomes de Silva a su señor, tuvo que aplazar su casamiento hasta el regreso. Fueron cinco años de espera. Al regreso de Felipe II y de su privado a España en 1559 se encontraron con un cambio notable: habían dejado a una chiquilla, casi una niña, y se encontraban con una espléndida mujer, la más atractiva de la Corte. Y el Rey, que ya había dado muestras de sus fuertes tendencias eróticas (a esta época pertenecen los célebres cuadros de desnudos encargados a Tiziano), se vio deslumbrado; de ese modo, Isabel de Osorio y, desde luego, las damas de Bruselas fueron desplazadas por la nueva amante del Rey, en unos años —hacia 1561— en los que la reina Isabel de Valois era todavía demasiado niña.
Pero Doña Isabel existía. Y también el príncipe don Carlos. Con la agravante de que ambos habían sido los elegidos por los diplomáticos hispano-franceses en el otoño de 1558 para la alianza matrimonial que sellaría la Paz de Cateau Cambresis; sólo que al enviudar Felipe II, aquellos diplomáticos cambiaron al hijo por el padre, y fue el rey Felipe en definitiva el marido de Isabel de Valois; otro motivo de conflicto entre padre e hijo que añadir al generacional y vocacional (frente al Rey-burócrata, el príncipe ansioso de la gloria de las armas). A la llegada de Isabel de Valois a España en 1560 fue don Carlos el enamorado, y no su padre el Rey, entonces ya prendado de la futura princesa de Éboli; si bien no se pudiera decir que correspondido por la joven Reina, que sólo trató de proteger al inquieto y desventurado heredero.
En tan enmarañada situación cortesana, los graves acontecimientos surgidos en 1566 no hicieron sino complicar las cosas de un modo gravísimo; porque los calvinistas de los Países Bajos rebelados ese año contra el gobierno de Margarita de Parma en su intento de socavar el poderío del Rey, y teniendo noticia de las diferencias que había entre el Rey y el príncipe heredero, tantearon el apoyo de don Carlos.
Por otra parte, Felipe II había roto sus relaciones con la princesa de Éboli, receloso de que aquella ambiciosa mujer se entrometiese en los asuntos de Estado.
Se sabe que en 1565 el Rey estaba viviendo una auténtica luna de miel con su esposa Isabel de Valois; de ahí que la mandara como su alter ego a las jornadas de Bayona para entrevistarse con la reina madre Catalina de Médicis. Y prueba indudable de esa luna de miel, es que al año siguiente nacería la primera hija de aquel matrimonio: la infanta Isabel Clara Eugenia.
Pero una cosa hay que destacar: que los grandes asuntos de Estado se estaban entrelazando con las delicadas situaciones familiares.
Una complicación de la política exterior, porque aunque la rebelión de los calvinistas holandeses pareciera un asunto interno de la Monarquía Católica, de hecho fue la oportunidad buscada y deseada por todos los enemigos que tenía Felipe II en Europa, para coaligarse en su contra.
Máxime cuando pronto un suceso gravísimo estalló en el seno de la Monarquía: la rebelión de los moriscos granadinos que desembocó en la tremenda y dura guerra de las Alpujarras que tardó tres años en sofocarse.
Y así se llegó al año 1568, el annus horribilis del reinado del Rey Prudente. Sabedor el Rey de los contactos de su hijo con los rebeldes flamencos y teniendo noticia de que preparaba su fuga de la Corte, no vaciló en tomar una decisión severísima: la prisión de su hijo y heredero. Tal ocurrió en la noche del 17 de enero de 1568 y de la mano del propio Felipe II, que aquella noche penetró por sorpresa en las cámaras de su hijo, acompañado de su Consejo de Estado y de los guardias de palacio.
En un principio don Carlos sufrió la prisión en sus propias habitaciones de palacio; pero a poco el Rey ordenó su traslado a uno de los torreones del alcázar, para tenerlo más incomunicado y más fácilmente vigilado.
De todo ello informó el Rey por cartas autógrafas, a los familiares más importantes de la Casa de Austria, tanto en Viena como en Lisboa (una inserta en la crónica de Cabrera de Córdoba, otra existente en la Real Academia de la Historia) y, por supuesto, también al papa san Pío V; una de ellas ha estado en manos del autor de este trabajo: la enviada por el Rey a su cuñado Maximiliano II, sita en el archivo imperial de Viena.
Se inició el proceso contra el príncipe, durísima medida que tiene pocos paralelos en la Historia; pero no hubo lugar a concluirlo, porque la débil constitución de don Carlos no le permitió sobrevivir al duro encierro en la torre en el tórrido verano de aquel año, y murió en prisión el 24 de julio de 1568.
Tras un primer distanciamiento con la Reina, muy afectada por aquellos graves sucesos, lo cierto es que Felipe II reanuda pronto su vida conyugal con normalidad, de lo que también dio testimonio el parto de la Reina en otoño de aquel año de 1568; aunque fuera un mal parto a consecuencia del cual no sólo nació muerta la criatura, sino que provocó la muerte de su madre.
Gravedad sobre gravedad. ¿Cómo aclarar a la opinión pública, fuera y dentro de España, lo que estaba sucediendo? Los hechos escuetos acusaban al Rey: la muerte del príncipe heredero en prisión y a poco la muerte de la misma Reina; esto es, de los que habían sido prometidos como futuros esposos en aquellas primeras deliberaciones de los diplomáticos hispanofranceses, que dieron lugar a la Paz de Cateau Cambresis.
Todo parecía apuntar a la cólera de un Rey cruel castigando con la vida a unos jóvenes amantes.
Y eso, que constituye verdaderamente una leyenda negra, fue muy difícil de deshacer, incluso hoy día, pese a lo que prueban los documentos: que la prisión del príncipe heredero fue por una verdadera razón de Estado y pese a que se sabe que la joven Reina murió a causa de un mal parto. Sin duda, Felipe II se mostró harto severo con su hijo, pero nada se le puede achacar en cuanto a que fuera el causante de aquellas dos muertes.
Tan graves sucesos internos se doblarían con aquellas dos alarmantes rebeliones que habían estallado al norte y al sur de la Monarquía: en los Países Bajos la primera, y en el reino de Granada la segunda.
De momento, el envío del duque de Alba con un fuerte ejército (los temibles tercios viejos) pareció solucionar el primer conflicto. El duque de Alba no sólo iba como general en jefe de aquella fuerza de castigo, sino también como nuevo gobernador de los Países Bajos, relevando a Margarita de Parma. Y en principio tuvo éxito aplastando literalmente a los rebeldes calvinistas.
Pero algunas medidas tomadas iban a minar su poderío: en primer lugar, la creación de un severísimo tribunal llamado de los Tumultos, encargado de descubrir y condenar a los cabecillas de aquel alzamiento contra el Rey. Conforme a las normas de la época, tal delito era de lesa majestad, que conllevaba, por lo tanto, la muerte. De ese modo, las ejecuciones se multiplicaron hasta tal punto de que el pueblo denominó aquel Tribunal, no de los Tumultos, sino de la Sangre. Y lo que fue más grave, si cabe, que dos de los inculpados, sentenciados y ejecutados fueran dos personajes del más alto nivel de la nobleza de aquellas tierras: los condes de Egmont y de Horn. Y no se puede olvidar que el conde de Egmont había servido a la Monarquía Católica con gran fidelidad y valentía, siendo uno de los héroes de la guerra que el Rey había tenido con la Francia de Enrique II. Es más, el conde de Egmont fue el enviado extraordinario por Carlos V y para representar al entonces príncipe Felipe en la primera ceremonia de la boda simbólica del príncipe con la reina María Tudor. Tal era su categoría y tal era el aprecio en que era tenido por el Emperador.
De ahí, el estupor y la consternación con que el pueblo de los Países Bajos asistió a su implacable ejecución en la Plaza Dorada de Bruselas el 5 de junio de 1568. Y la pregunta que se hizo toda Europa fue: ¿Era aquélla la muestra de la crueldad del duque de Alba o del propio Rey? Asimismo, Felipe II tuvo que afrontar la tremenda y dura rebelión de los moriscos granadinos en esos últimos años de la década de 1560. La misma capital, Granada, estuvo a punto de caer. Los moriscos se hicieron fuertes en las fragosísimas montañas de las Alpujarras, en las que fue muy difícil derrotarlos. Para ello Felipe II tuvo que acudir a los mayores esfuerzos: nombrar a su hermanastro don Juan de Austria generalísimo de su ejército y trasladar la Corte a Córdoba en 1570, para estar él mismo más cerca del teatro de las operaciones.
Vencidos los rebeldes moriscos granadinos, don Juan de Austria recibió la terrible orden: expulsar a todos los moriscos del reino de Granada, siendo dispersados por el resto de la Corona de Castilla, en particular por Andalucía, Extremadura y Castilla la Nueva; si bien la documentación local prueba que también llegaron algunos de ellos a las ciudades y villas de Castilla la Vieja.
La guerra contra el Islam. Lepanto: en 1570, contenidos los rebeldes holandeses por el duque de Alba, vencidos y sometidos en el sur los moriscos granadinos, Felipe II se planteó una doble cuestión: la doméstica, de asegurar la sucesión dada la carencia de hijos varones (aunque ya para entonces tenía dos hijas, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela), lo que implicaba su cuarta boda; y volcar su poderío en la lucha contra el Islam, incorporándose a la Liga que auspiciaba el papa Pío V.
Como nueva esposa eligió a la primogénita de su hermana María, la archiduquesa Ana de Austria, que había nacido en plena Castilla, en Cigales en 1549.
Era seguir la línea de las alianzas familiares, pero ahora fuera de la Península; a las princesas portuguesas, de los reinados anteriores, iban a suceder las archiduquesas austríacas.
Ana de Austria llegó a España en 1570. Los cuadros de la Corte la presentan muy blanca y muy rubia, casi albina, y de aspecto enfermizo. Cumplió su deber conyugal, dando numerosos hijos al Rey, pero casi todos muertos poco después de nacer (Femando, Carlos Lorenzo, Diego, María). Sólo le sobrevivió el último, el que fue después Felipe III. Solícita cuidadora del Rey, murió Ana de Austria en 1580. Felipe II intentó nueva boda con otra archiduquesa, su sobrina Margarita, que había llegado a España acompañando a su madre, la emperatriz viuda María, pero fue rechazado, prefiriendo Margarita el claustro al trono.
Y en el exterior, aprovechando el respiro que le daban las rebeliones de los calvinistas holandeses, dominados por el momento por el duque de Alba, y de los moriscos granadinos vencidos por don Juan de Austria, Don Felipe entró en la Liga que auspiciaba Roma, junto con Venecia, en los términos que recordaban los intentados por Carlos V en 1538, afrontando la mitad de los efectivos, con el derecho, a cambio, de designar al caudillo de la empresa, para el que Felipe II escogió a su hermanastro don Juan de Austria, bien asesorado por Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y por Luis de Requesens, el amigo de la infancia del Rey. A Felipe II también le movía el replicar a la ofensiva otomana, que en 1570 se había apoderado de Túnez, la antigua conquista de Carlos V; de ese modo, el Rey parecía más que nunca el continuador de la obra imperial de su padre.
La armada de la Santa Liga, con los efectivos de España y de los otros dos aliados, Roma y Venecia, tardó en estar dispuesta para el combate; de hecho, la solemne entrega del estandarte bendecido por el Papa no se hizo hasta fines de agosto en Nápoles, y la concentración de la armada no se logró hasta principios de septiembre, en el puerto siciliano de Mesina.
A mediados de ese mes, reorganizada la flota y con una altísima moral de combate, zarpó en busca de las naves turcas. En los primeros días de octubre se avistó al enemigo en las costas griegas y, tras algunas vacilaciones, don Juan decidió ordenar el ataque en aguas de Lepanto.
Era el 7 de octubre de 1571. La victoria fue aplastante, salvándose sólo del desastre un reducido número de galeras turcas mandadas por su héroe, el almirante Euldj Alí. Y entre los soldados de los tercios viejos, un personaje legendario: Miguel de Cervantes.
Pero los resultados de la victoria fueron menos espectaculares de lo que se esperaba, porque pronto surgieron diferencias entre los aliados. España deseaba la toma de Argel; Venecia pretendía más la reanudación de relaciones con Turquía, vital para su comercio en Levante y, en Roma, la muerte de san Pío V en 1572 enfriaba el entusiasmo por la empresa.
Las jornadas en los años siguientes (1572: acciones de la Armada en Modón y en Navarino; 1573: toma de Túnez) fueron poco efectivas, y se perdió de nuevo Túnez en 1574 ante la contraofensiva de la armada turca reverdecida, bajo el mando de Euldj Alí.
Graves sucesos en la Corte: asesinato de Escobedo: los últimos años de la década de los setenta el ambiente político en la Corte se fue enrareciendo. Ello en parte por la rivalidad cada vez más enconada entre Antonio Pérez, el secretario del Rey, y Juan de Escobedo, el secretario de don Juan de Austria.
Para entonces don Juan de Austria había sido destinado por el Rey como gobernador de los Países Bajos. Don Juan, ambicioso, quería mucho más. Alentado por la Corte pontificia, don Juan de Austria soñó con una intervención en Inglaterra, donde por aquellas fechas la reina de Escocia María Estuardo era una prisionera de Estado vigilada por Isabel de Inglaterra.
Pero María Estuardo era católica y eso animó al Papa a un plan de altos vuelos: que don Juan de Austria invadiese la isla, liberase a María Estuardo, destronara a la reina herética Isabel, la hija de Ana Bolena, y pusiese en el trono, no sólo de Escocia, sino también de Inglaterra a la Reina cautiva. Por supuesto, el premio para tan heroica acción sería obtener la mano de María Estuardo. Pero eso, que parecía un gran bien de la Cristiandad según el punto de vista de Roma, era mirado con recelo por Felipe II. ¿No era dar demasiadas alas a su ambicioso hermanastro? ¿No habría el peligro de que don Juan de Austria quisiese incluso algo más y del calibre de hacerse con la propia España? Sospechas infundadas, porque hoy se sabe que la fidelidad de don Juan de Austria al Rey era firmísima.
Pero Antonio Pérez se encargó de hacer creer al Rey tales tramas conspiratorias, a lo que le ayudaba la misma indiscreción de Escobedo, quien, mandado por don Juan de Austria a la Corte para pedir encarecidamente a Felipe II una ayuda más eficaz en hombres y en dinero, a fin de poder concluir satisfactoriamente la rebelión de los Países Bajos, lo hizo con tan desmesurada forma que el Rey acabó teniendo por cierto que su hermano conspiraba y que quien alentaba sus planes traicioneros era Escobedo.
Hoy hay que dar por cierto, documentación en mano, que Antonio Pérez tramó el asesinato de Escobedo, movido por el temor de que su antiguo compañero de la clientela del príncipe de Éboli descubriese al Rey sus propios manejos; pues por aquellas fechas Antonio Pérez se había convertido en el confidente y acaso incluso en el amante de la princesa viuda de Éboli. Por lo tanto, se debe hacer referencia a aquella dama de la Corte que quince años antes era la amiga del Rey, con un puesto privilegiado del que se había servido para intrigar en los asuntos de Estado. Dándose cuenta el Rey de que estaba siendo manipulado la apartó de su lado (“hace tiempo que sé quién es esta señora”, confesó Felipe II años después); de forma que Ana de Mendoza se tuvo que conformar con intrigar desde un puesto inferior, pero todavía importante, como esposa del príncipe de Éboli, el privado del Rey. Al enviudar en 1573, tras un corto tiempo en que dio por recluirse en un convento, la princesa viuda de Éboli regresó a la Corte. Y la única vía que encontró abierta para volver a sus intrigas, fue la de seducir al secretario de Estado: Antonio Pérez. Acaso simplemente como socios en un turbio negocio de venta de secretos de Estado; acaso doblándolo todo con una relación amorosa (“prefiero el trasero de Antonio Pérez que a todo el Rey”, se le oyó decir).
Y eso fue lo que posiblemente descubrió Escobedo a su llegada a la Corte en 1577. Pero el imprudente secretario de don Juan de Austria dio a entender que era mucho lo que sabía, amenazando con ello a Antonio Pérez; y ésa fue su sentencia de muerte.
Para guardarse las espaldas, Antonio Pérez trató de conseguir el permiso regio para una acción violenta contra Escobedo. Con ese visto bueno, lo que se trataba era de eliminar a Escobedo sin despertar sospechas, y sin que la Justicia interviniese. Por lo tanto, el veneno.
En tres ocasiones Antonio Pérez trató de envenenar a Escobedo, la última en la propia casa de su antiguo compañero y amigo. Escobedo sobrevivió a los tres intentos de asesinato, pero la última vez cayó tan enfermo que ocurrió lo que temía el Rey: la intervención de la Justicia. Y la Justicia descubrió en la cocina de Escobedo una morisca al servicio del secretario.
Fue suficiente: ya había una culpable. Aparte de que ni el Rey ni Antonio Pérez hicieron nada por salvar a la morisca, tan inocente (“la quieren interrogar, como si ella supiera algo”, comentaría cínicamente Antonio Pérez al Rey), estaba el hecho de que Escobedo seguía vivo y, como parecía que era inmune al veneno, Antonio Pérez se decidió por encargar el asesinato a unos matones de oficio. Un paso que dio sin comunicárselo al Rey, quien al saber la noticia exclamó asombrado: “no entiendo nada”.
El asesinato de Escobedo produjo una gran consternación en don Juan de Austria, quien, desalentado por verse desasistido por su hermano, el Rey, acabó enfermando de muerte en los Países Bajos.
A Madrid llegaron junto con los restos de aquel gran soldado, sus papeles más íntimos; y por ellos, pudo comprobar Felipe II la inocencia de don Juan de Austria. Era el año de 1578, en unos momentos en los que la crisis de Portugal obligaba al Rey a concentrar todos sus esfuerzos de cara a la gran operación sobre Lisboa. Por lo tanto, había que poner en claro lo ocurrido y limpiar su secretaría de un sujeto tan peligroso como Antonio Pérez.
De ese modo se inició el proceso del secretario del Rey que produjo verdadero asombro en toda Europa.
Y no sólo aquel proceso, sino también la prisión nada menos que de la princesa de Éboli. Y la opinión pública se preguntaba dentro y fuera de España: ¿qué estaba pasando en la Corte del Rey Prudente? Los procesos más sonados se sucedían de una forma escalonada, provocando asombro y escándalo. Primero había sido el proceso de Carranza, arzobispo de Toledo (1559); unos años después sería el de don Carlos (1568) y diez años más tarde, el de Antonio Pérez. Por lo tanto, nada de figuras secundarias: el de la cabeza de la Iglesia española, el del príncipe heredero y el del secretario de Estado.
Operación Lisboa: incorporación de Portugal: cuando se producían esos graves sucesos en la Corte ya estaba en marcha el proceso histórico que acabaría con la incorporación de Portugal a la Monarquía Católica.
Todo había arrancado del arriesgado proyecto del rey don Sebastián por conquistar Marruecos. En diciembre de 1576, don Sebastián logró entrevistarse con Felipe II en Guadalupe para recabar su ayuda y para obtener, al menos, garantías de que Portugal nada tuviera que temer en su ausencia. Felipe II trató de disuadirle e incluso le aconsejó, conforme a sus principios, que mejor le iría mandando a sus generales.
En todo caso, le ofreció la ayuda castellana, con el duque de Alba, aunque en vano, por negativa del duque si no asumía el mando en jefe de la expedición portuguesa.
La ruina de la aventura africana, con muerte sin hijos del rey don Sebastián (batalla de Alcazarquivir, 4 de agosto de 1578), abrió el problema de la sucesión al trono portugués, de momento aplazada durante el breve reinado del anciano cardenal don Enrique, fallecido el 31 de enero de 1580. Tres eran los pretendientes al trono, los tres nietos del rey don Manuel el Afortunado: Catalina, duquesa de Braganza, Antonio, prior de Crato, y Felipe II; Catalina de Braganza como hija del infante Duarte; Antonio, como hijo del infante Luis y Felipe II como hijo de la emperatriz Isabel. Antonio era hijo ilegítimo y Catalina acabó renunciando a sus derechos, de forma que Felipe II se aprestó a tomar posesión de Portugal. Pero al no ser proclamado heredero por el cardenal-rey don Enrique y al conseguir Antonio el apoyo popular, no pudo hacerlo pacíficamente, teniendo que apelar a las armas.
Ya se ha visto que la cuestión portuguesa tuvo no poco que ver con el proceso de Antonio Pérez y con la prisión de la princesa de Éboli. En todo caso, Felipe II jugó bien sus cartas, rodeándose de un formidable equipo de ministros de Estado y de Guerra: el cardenal Granvela, traído de su virreinato de Nápoles; el duque de Alba (asistido por otro gran soldado, Sancho Dávila), Álvaro de Bazán y, como diplomático, a un portugués: Cristóbal de Moura. Y se explica porque era mucho lo que estaba en juego y porque Felipe II no podía olvidar que era el hijo de la portuguesa.
Mucho en juego: el dominio de todo Ultramar, con Brasil en las Indias Occidentales y con toda la talasocracia portuguesa conseguida en África y en las Indias Orientales, cuando ni Holanda, ni Inglaterra, ni Francia se habían incorporado al asalto de los mares.
De ahí la intervención del papa Gregorio XIII, que fue muy mal acogida por Felipe II, que dio la orden de invadir Portugal, en julio de 1580.
La pronta ocupación de Lisboa, en una operación conjunta de los tercios viejos mandados por el duque de Alba y de la marina dirigida por Bazán, fue secundada por una rápida acción en el norte de Portugal realizada por Sancho Dávila, que obligó a Antonio a refugiarse en Francia. Felipe II, superada su grave enfermedad contraída en Badajoz (curándole murió su cuarta esposa, doña Ana de Austria), entró en Portugal (diciembre de 1580) y fue proclamado Rey por las Cortes portuguesas celebradas en Tomar el 15 de abril de 1581. Todavía hubo de afrontarse dos campañas marítimas en las islas Azores, auxiliado Antonio por la Francia de Enrique III, en los años 1582 y 1583, ambas superadas por el gran marino Álvaro de Bazán.
La Armada Invencible: fue uno de los lances más destacados de la Historia del siglo XVI: la guerra naval entre la Monarquía Católica de Felipe II y la Inglaterra de Isabel, la hija de Ana Bolena.
En sus principios, Felipe II había sido el gran protector de la reina inglesa, temeroso de que Francia tratara de desplazarla del trono de Londres, relevándola por su aliada María Estuardo, en principio la esposa del rey francés Francisco II. Pero pronto, conforme se fue afianzando en el poder, Isabel de Inglaterra se convirtió en la protectora de todos los protestantes del norte de Europa, empezando por los calvinistas holandeses; de ese modo, Isabel se fue desplazando hacia una clara enemistad contra Felipe II. Una enemistad ideológica que se afianzó con la natural rivalidad en el mar entre las dos potencias, que llevaría a los corsarios ingleses a mostrarse cada vez más audaces en sus ataques a los navíos españoles que venían de las Indias; provocaciones constantes que Felipe II no sabía cómo contestar.
En 1583, Álvaro de Bazán, el vencedor de la Armada francesa en las islas Terceras, propuso al Rey proseguir aquella victoria con la invasión de Inglaterra.
Y le dio un año de plazo; propuesta orillada por el Rey porque estaba demasiado embarazado con la guerra de los Países Bajos. Pero cuando Alejandro Farnesio tomó Amberes, en 1585, el Rey creyó que era más viable la empresa contra Inglaterra y pidió a Álvaro de Bazán que le mandara un plan concreto para llevarla a cabo, cosa que hizo el marino a principios de 1586.
Otro suceso acabó de decidir a Felipe II, la ejecución en 1587 de María Estuardo ordenada por la reina Isabel. Eso daba a Felipe II la oportunidad de aparecer ante los ojos de Roma como el que castigaba tal muerte. Y, por otra parte, le permitía plantear una nueva candidata al trono inglés: su propia hija Isabel Clara Eugenia.
Todo parecía perfecto para los planes del Rey de acometer una empresa de tal envergadura; puesto que ya no se trataba de ayudar a una aliada dudosa (dados los vínculos de María Estuardo con Francia), sino a una princesa de la valía y de la confianza del Rey como era su hija Isabel Clara Eugenia.
Pero había un inconveniente y no pequeño: Isabel de Inglaterra había tenido tiempo para prepararse. Y lo aprovechó con creces. Hacía años que había ordenado la modernización de su escuadra, de tal forma que consiguió la marina más poderosa de su tiempo sobre la base de dos principios: naves más veloces y más maniobreras, y, sobre todo, con mayor potencia de fuego. Naves para una marina de guerra, no para transportar soldados. Los tiempos de Lepanto, con galeras lanzadas al abordaje, haciendo del combate naval un simulacro de combate en tierra, habían pasado. Una verdadera marina de guerra, con poderosos galeones artillados, desplazaba a las galeras medievales.
Isabel de Inglaterra estaba poniendo las bases del predominio marítimo de Inglaterra que duró casi hasta la actualidad.
Lo asombroso fue que Felipe II tuvo noticia de ello, puesto que la marina inglesa asaltó Cádiz, entrando en su bahía a todo su placer, sin que las naves hispanas surtas en el puerto pudieran hacer nada para evitarlo.
Eso ocurrió en el invierno de 1588. Pese a tener puntual noticia de ello, el Rey no hizo nada para mejorar su armada; únicamente aumentó su volumen, lo que suponía el peligro de que el desastre, en vez de ser evitado, fuera mayor. Con razón, Bazán se resistía ya a la empresa que antes había apremiado al Rey.
Había otra razón: en los planes de Felipe II, Álvaro de Bazán sólo tenía como misión permitir que Alejandro Farnesio desembarcara con los Tercios Viejos en Inglaterra.
No aceptando un papel secundario, Bazán se negó a salir de Lisboa. Poco antes de su muerte, Felipe II lo relevó por el duque de Medina-Sidonia, más dócil a sus órdenes, pero ignorante de las cosas de la mar y de la guerra.
Así las cosas, la superior marina inglesa, mandada por marinos de la pericia de Howard, de Hawkins y de Drake, rechazó fácilmente a la Gran Armada, gracias a su poderío, a la preparación de sus oficiales y a la moral de sus marinos, frente a una escuadra cuyos mandos ya estaban derrotados de antemano.
El regreso de la Armada, tras el largo rodeo que se vio obligada a realizar bordeando el norte de Escocia y el oeste de Irlanda, acabó por destrozarla, con pérdida ingente de naves, de marinos y de soldados; sería el gran desastre de 1588, que marcó el inicio del declive del poderío español en Europa.
Los últimos años: la guerra por mar y por tierra fue la nota de los últimos años del reinado de Felipe II. Inglaterra atacó por mar a La Coruña y a Lisboa en 1589, y volvió sobre Cádiz en 1590. La Francia de Enrique IV también declaró la guerra a España, mientras seguía abierto y muy activo el frente de los Países Bajos; una difícil situación salvada en parte por la valía de los tercios viejos, mandados por uno de los mejores capitanes del siglo: Alejandro Farnesio, el que había tomado Amberes en 1585 y el que entró en París en 1591. Y en el mar, se había logrado rechazar los ataques ingleses a La Coruña, donde brilló la intervención popular, alentada por María Pita, lo mismo que en Lisboa y, en Ultramar, en Puerto Rico.
Cuando vio cercano su fin, Felipe II comprendió que debía dejar otro legado a sus sucesores y se avino a la Paz de Vervins (1598) con Enrique IV de Francia y a desgajar los Países Bajos de la Monarquía, cediéndolos a su hija Isabel Clara Eugenia.
Fueron unos últimos años oscurecidos por el proceso de Antonio Pérez, reavivado tras el desastre de 1588.
Pero Antonio Pérez, el antiguo secretario de Estado del Rey, logró fugarse al reino de Aragón, y pasar después a Francia; un duro golpe para Felipe II que se encontró con la rebelión del pueblo de Zaragoza, amotinado a favor del secretario. El Rey tuvo que mandar una expedición de castigo al mando de Vargas, con la orden de ejecutar sobre la marcha al justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza (1591).
Fue entonces también cuando se produjo la conjura del pastelero de Madrigal, que se había hecho pasar por el rey don Sebastián de Portugal; conjura en la que estuvo implicada doña Juana de Austria, la hija natural de don Juan que profesaba como monja en el convento agustino de aquella villa.
Otro suceso que alteró los últimos años del Rey fue la protesta general de Castilla por el durísimo impuesto de los millones, y Ávila, que fue de las más destacadas en la protesta, sufrió una severa represión.
El reino asistió, de ese modo, cada vez más empobrecido, a los esfuerzos del Monarca por mantener su poderío en Europa. Y mientras los graves impuestos acababan por arruinar al país, Felipe II agonizaba en el monasterio de El Escorial, tras una dolorosa enfermedad; penosa situación resumida por el pueblo: “Si el Rey no muere, el Reino muere”.
El Rey y el hombre: el entorno familiar: Felipe II tuvo ocho hijos de tres de sus esposas: don Carlos, el hijo de su primera esposa María Manuela; Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, las amadas hijas que tuvo con Isabel de Valois; y Fernando, Diego, Carlos Lorenzo, María y Felipe (futuro Felipe III) que le dio Ana de Austria. No pocos de ellos muertos en tierna edad. Don Carlos tras su prisión en 1568, como ya se ha visto, y una de sus hijas predilectas, Catalina Micaela, en 1597; muerte que sintió tanto el Rey que aceleró la suya propia.
Fueron no pocas sus amantes, desde Isabel de Osorio hasta Eufrasia de Guzmán, incluida sin duda la misma princesa de Éboli, uno de cuyos hijos —el que luego fue segundo duque de Pastrana— era hijo suyo según el rumor general de la Corte.
Pero hay que destacar, en ese entorno femenino que rodeaba al Rey, el afecto que tuvo hacia sus dos últimas esposas y el amor entrañable a las dos hijas que había tenido con Isabel de Valois; de ahí que las cartas familiares mandadas desde Lisboa por Felipe II a Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela muestren a un Rey en su intimidad, amante de la naturaleza y, sobre todo, lleno de ternura hacia sus hijas.
Juicio sobre su obra: con algunos graves errores, que ya se han señalado, en especial su actitud frente a los rebeldes calvinistas holandeses y en la empresa de Inglaterra, otros muchos aspectos son dignos de valorar positivamente, empezando por su mecenazgo cultural.
Así, por ejemplo, su protección a músicos de la talla de Antonio Cabezón. Cierto que no acabó de valorar debidamente a El Greco, lo que le llevó a adornar el monasterio de El Escorial con no pocas pinturas de artistas italianos de segunda fila.
Tampoco apreció el valor del personaje más destacado de su reinado: Cervantes; si bien en ello tuvieron más culpa sus ministros que él mismo.
Escandalizó a Europa con los procesos, y muerte en su caso, de no pocos altos personajes: de Carranza, el arzobispo de Toledo, en 1559; de don Carlos, el príncipe heredero, en 1568; en el mismo año la ejecución en Bruselas de los condes de Egmont y de Horn; el proceso del secretario de Estado Antonio Pérez y la prisión sin proceso de la princesa de Éboli, en 1579. Y, finalmente, el degüello del justicia mayor de Aragón, Juan de Lanuza, en 1591.
Pero, en contraste, no se puede olvidar que a él se debió la nueva etapa de la América hispánica, dando paso a la pacificación y superando el período de conquista propio del reinado de su padre, Carlos V. A los grandes conquistadores van a seguir los grandes virreyes. La América hispana tuvo un fantástico despliegue desde Río Grande hasta la Patagonia, con la consolidación y, en su caso, con la fundación de importantísimas ciudades: México, Santafé, Cartagena de Indias, Lima, Santiago de Chile, Buenos Aires...
También habría que recordar con toda justicia que la única nación asiática incorporada al mundo occidental es Filipinas, que por algo lleva su nombre; de modo que, en su tiempo y por su orden, Legazpi fundó Manila en 1571 y el marino Urdaneta descubrió la ruta marina del tornaviaje, siguiendo la corriente del Kuro-Shivo, que permitió a los galeones hispanos enlazar Manila con Acapulco (México).
Finalmente hay que recordar que fue el fundador del magno monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que ya por los siglos irá unido a su memoria (Manuel Fernández Álvarez, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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