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miércoles, 6 de noviembre de 2019

El Arco del Postigo del Aceite


     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame Explicarte el Arco del Postigo del Aceite, de Sevilla.   
   El Arco del Postigo del Aceite [nº 19 en el plano oficial de la Junta de Andalucía] se encuentra en la confluencia de las calles Dos de Mayo, Arfe y Almirantazgo; en el Barrio del Arenal, del Distrito Casco Antiguo.   
     Se encuentra situado en la confluencia de las calles Dos de Mayo, Arfe y Almirantazgo.
     Este topónimo no aparece documentado en las fuentes musulmanas, ni en los documentos castellanos del siglo XIII, en los que se  denomina "puerta de la Azeytuna". Aparece registrado por vez primera en 1345, generalizándose en el siglo XV.
     Esta puerta se ha identificado con la bab al-Qatai que las fuentes musulmanas citan en relación a la construcción de las atarazanas almohades en 1184.
     En cuanto a su origen, existe unanimidad entre los historiadores sevillanos a la hora de vincularlo a la presencia en sus cercanías del mercado y los almacenes de aceite, cuya existencia la tenemos documentada  al menos desde 1413.
     Además, la historiografía sevillana ha denominado a esta puerta con otros dos nombres, como son el de las Atarazanas y Azacanes, que como hemos visto también se han aplicado al postigo del Carbón.
     Acerca de la primitiva estructura de la puerta islámica, coincido con quienes sostienen que estuvo flanqueada por dos torres, puesto que resulta evidente a través de los restos conservados, y que era de acceso directo. Además, debía estar protegida por barbacana, tal y como demuestran las excavaciones que se realizaron en las antiguas Atarazanas en 1995.
     Por otra parte, sabemos, gracias a un Memorial autógrafo de Benvenuto Tortelo fechado en 1569, que este arquitecto proyectó la reforma del postigo: "me e ocupado en tomar la planta y hacer la traça de la obra que la cibdad querria hacer al postigo del Aceyte, en la cual me ocupe quince dias, y fue diputado desto el señor veyntiquatro Hernando de Aguilar", aunque las obras concluirían en 1573, tal y como figura en su inscripción. Esta obra consistió en la unión de las dos torres en un sólo cuerpo, a la vez que se rozaban la parte baja de las mismas con el objeto de facilitar el tránsito.
     También se procedió a la colocación de una lápida con inscripción en castellano conmemorativa de las reformas y un escudo con las armas de la Ciudad que, según A. Jiménez, sería el único elemento que podemos reconocer como suyo, los cuales todavía hoy se conservan en la fachada que mira al interior de la ciudad (Daniel Jiménez Maqueda, Estudio histórico-arqueológico de las puertas medievales y postmedievales de las murallas de la ciudad de Sevilla. Guadalquivir Ediciones. Sevilla, 1999).
     Naturalmente que también quisieron derribar el Arco del Postigo. Cómo no iban a querer derribarlo estando a solo unos metros de la Puerta del Arenal, que fue la primera en caer. Pero quienes trataron de hacerlo no contaron con un pequeño detalle: el Postigo tenía dueño. Y no era un tipo cualquiera. Era el hombre más rico de Europa. Y a ese no le iban a derribar algo que era suyo así como así.
     La verdad cierta es que el primitivo Postigo del Aceite, el que abrieron en la muralla los musulmanes cuando la construyeron, no es ese del arco de la amarilla calamocha y las blancas almenas de cal de Morón que los sevillanos llevan siglos contemplando; ese arco, aunque modesto, triunfal, bajo el que pasan cada Semana Santa algunas de las imágenes más devotas de la ciudad, sino otro cuyos restos permanecen ocultos a las miradas, soterrados bajo la arena que también sepulta las que fueron altas naves del paredaño edificio de las Atarazanas. Un postigo al que le pasó lo que a este que recorta el cielo azul con sus pontificios colores también le pudo haber pasado, pero no le pasó por lo que aquí vamos a contar.
     El pretexto para eliminar tantas nobles antiguallas como perdió Sevilla a lo largo de los siglos, sobre todo de los últimos, casi siem­pre fue el mismo: la modernidad, el progreso, la grandeur... aunque a veces se trató de algo más simple: el capricho, la ostentación, la avaricia... También intervino en ocasiones -no ha de negarse- la necesidad, un interés prioritario y justificado, un beneficio real para la ciudadanía, aunque estas fueron excepciones. Por norma general lo que medió fue la ignorancia; revestida de pretextos, pero la ignorancia. En el pasado y en nuestros días también. Las pom­posas regulaciones de protección del patrimonio no han impedido que cosas de ese tipo sigan pasando todavía. Quizá ahora no sean tan escandalosas, tan llamativas, porque ya no suelen ser víctimas los grandes monumentos (aunque algún caso ha habido), pero sí igual de lamentables, incluso más, porque ahora existe una con­cienciación y unas normas que antes no existían, lo que en cierto modo agrava el delito. Así que si antes había desfachatez e incultura, tampoco faltando hoy la primera, a ella se añade la hipocresía, que es de lo más despreciable que pueda ser el ser humano. Pero está también la indolencia, cómplice indispensable y habitual en estos desmanes. No es raro que después de que la fechoría se perpetre, cuando pasa el tiempo y lo hecho no tiene ya remedio, es cuando en la sociedad surge el lamento y hasta el rasgado de vestiduras por lo perdido. Pero esa sociedad que se indigna infructuosamente ante lo irreversible es la misma que en su momento no hizo nada para impedirlo. Declararse impotente tras mostrarse indolente también es en cierto modo hipocresía. Claro que en el caso del Postigo del Aceite las cosas no se dieron así. En ninguno de los dos casos. En el que desapareció, sí terció el bien común, o más bien, una necesidad prioritaria, la de sustituir un "equipamiento urbano" (la puerta de una muralla) por otro más importante (un astillero de última generación); y en el que ha resistido, fue la sociedad quien evitó su demolición. Bueno, no exactamente la sociedad, sino un señor particular que, eso sí, tenía él solo más poder que casi todo el resto de la sociedad de su época, gobernantes incluidos. Pero vayamos por partes.
     Muy probablemente, el postigo primitivo acabó sus días engullido por el edificio de las Atarazanas poco después de que Alfonso X el Sabio ordenase en 1252 construir este edificio para que sirviera de astillero para su flota real. Un edificio majestuoso cuya altura per­mitía montar en su interior los barcos provistos incluso de toda su arboladura, de suerte que de allí saldrían listos ya para navegar. Los constructores de las Atarazanas apoyaron el edificio en una parte de la muralla (la que discurre en paralelo a la calle Tomás de Ybarra) y un fragmento de la coracha, otro muro que unía la muralla con la Torre del Oro.
     La desaparición del postigo original obligó a abrir uno nuevo, surgiendo así el que aquí nos ocupa. Un postigo que, respondiendo a tal denominación, no era más que una pequeña puerta de entrada en la muralla, sin ninguna pretensión ornamental. Es seguramente debido a la razón de su origen que la primera denominación que de él consta es la de Postigo de las Atarazanas. Las diversas crónicas no se ponen de acuerdo sobre el nombre que debió llevar el primitivo. Algunas dicen que era conocido como Bah Al Qatai, o Puerta de las Naves, pues algunos sitúan en la misma zona donde se levan­taron las atarazanas de Alfonso X, otras anteriores que ordenó construir Abú Yaqub Yusuf. Aunque también hay quien da ese nombre al vecino Postigo del Carbón, que estaba al otro lado de las Atarazanas. La verdad es que no consta con certeza su nombre en ninguna parte. Aunque también es cierto que duró tan poco que casi no dio tiempo a ponerle ninguno.
     El nombre de Postigo del Aceite sí aparece ya de manera feha­ciente en 1535, año en que Luis de Peraza ya lo llama así; lo que argumenta explicando que a través de él entraba a la ciudad el aceite del Aljarafe, con el que comerciaban los tratantes establecidos en una plaza inmediata que se abría en el interior de la ciudad y que vendría a corresponder con la actual calle del Almirantazgo. El cro­nista explica también que dicho aceite era destinado en su mayor parte a la exportación, vendiéndose a lugares como "Flandres (sic), Brujas, Inglaterra y otras mui lejos tierras y reinos extraños". Nada nuevo bajo el sol de Andalucía, como verán.
     Casi cuarenta años después, en 1573, el postigo se va a beneficiar de las importantes reformas que realizará en la ciudad el asistente Francisco Zapata, conde de Barajas, quien, además de crear la Alameda de Hércules -el primer paseo público de Europa-, aco­meterá la mejora y el embellecimiento de las puertas de la muralla. De la remodelación del Postigo se encargará Benvenuto Tortello, maestro mayor del Ayuntamiento; algo así como arquitecto jefe municipal.
     Unos pocos años más tarde, se va a producir otro hecho clave en la historia del Postigo del Aceite y que a la postre resultará clave para impedir su demolición.
     En 1589, Fernando Enríquez de Ribera, segundo duque de Alcalá, compra al rey Felipe II por ciento sesenta mil ducados la vara, es decir, el cargo, de alguacil mayor de Sevilla; un cargo que llevaba aparejado el de alcaide de la Cárcel Real y también el control sobre las puertas de la ciudad, lo que le permitió edificar unos torreones en el Postigo del Aceite que van a ser de su propiedad. Estos torreones se habilitan como vivienda y allí parece que va a estar residiendo por aquel entonces el escultor abulense Juan Bautista Vázquez el Viejo, a quien se atribuye el escudo de la ciudad labrado en piedra que preside la fachada interior del postigo y que pasa por ser el más antiguo que existe. Hay una intervención posterior en el arco, en este caso por la parte exterior, que se fecha en el siglo XVIII por su sesgo barroco.
     Lo de construir torreones y habilitarlos para su uso como viviendas en la muralla fue una práctica común en aquellos años, existiendo más de veinte casos, todos los cuales se detallan en un documento de la Casa de Medinaceli redactado el siete de junio de 1773, donde se explicitan los derechos conferidos por el ejercicio del oficio de alguacil mayor de la ciudad a quien ostentase el cargo, como era el caso del propio duque de Medinaceli, a cuya casa había pasado el ducado de Alcalá a finales del siglo XVII.
     El siguiente momento clave en esta historia es cuando en 1840, Luis Tomás Fernández de Córdoba y Porree de León se convierte en XV duque de Medinaceli, título que ostentó -junto a los muchos otros que llevaba aparejados- hasta su muerte acaecida en París el 6 de enero de 1873. Le cogió pues de lleno la fiebre derribista que se desató en Sevilla el año 1868, durante la llamada "Revolución Gloriosa", en el transcurso de la cual fue demolida la mayor parte de las puertas de la muralla. Si entre ellas no estuvo el Postigo fue precisamente por la férrea oposición que presentó el duque, quien se negó en redondo a que un edificio de su propiedad corriera tal suerte. Claro que para lograrlo, Luis Tomás de Villanueva Fernández de Córdoba contó con un poderoso aliado: su notable posición social y, sobre todo, la desahogada situación económica de que gozaba. De ello da constancia fidedigna y exacta su testamento, que redactó en noviembre de 1870, tres años antes de su muerte. En él se cuantifica en algo más de setenta y un millones trescientas mil pesetas de la época el montante de su fortuna. Una cantidad que equivaldría a unos dieciséis mil millones de euros del año 2022. El aristócrata era pues todo un potentado. Sin duda, uno de los hombres más ricos de Europa en aquel tiempo. Así que no resulta extraño que le ganara el pulso al poder establecido y a los intereses creados, que tanto influyeron en el derribo de las puertas.
     La cuantía de las riquezas del duque de Medinaceli no es lo único jugoso que aparece en su testamento. En su copiosa redacción, Luis Tomás pone de manifiesto algunas características personales muy llamativas. Por un lado, demuestra ser un hombre pío y temeroso de Dios y de la muerte, puede que no por este orden. También humilde hasta cierto punto y hasta cierto punto desconfiado. Prohíbe terminantemente que sus exequias se celebren con ostentación y fastos suntuosos y ordena que su cadáver permanezca tres días de cuerpo presente antes de ser sepultado, "para evitar la eventualidad -dice-­ de ser enterrado vivo". Además, para asegurarse de que una vez muerto (pero muerto de verdad) su destino sea la gloria divina, ordena -y a tal fin reserva la partida económica correspondiente­ que se oficien doce mil misas (12000) por su alma, las de sus padres y hermanos. Doce mil misas que, lógicamente, tardarían bastantes años en decirse enteras, pero que dejó pagadas y bien pagadas para que no quedara ninguna sin oficiarse. Lo que no consta es si hubo quien las contó para constatar que se cumpliera la voluntad del finado y muy temeroso aristócrata.
     Luis Tomás estaba casado con Ángela Pérez de Barradas y Bernuy, hija de los marqueses de Peñaflor, con quien tuvo siete hijos, al sexto de los cuales llamaría Carlos María de Constantinopla Fernández de Córdoba y Pérez de Barradas, que es de toda su prole el que nos interesa. Carlos va a heredar el título de duque de Tarifa y la parte que le corresponde de la fortuna de su progenitor, que asciende a casi cinco millones de pesetas de la época. Si el lector se toma la molestia de hacer la pertinente regla de tres, comprobará que no salió del todo mal parado, por mucho que su hermano primogénito, el titular del mayorazgo, percibiera más del triple que él y que sus demás hermanos. Una diferencia que, según lo dispuesto en el testamento de su padre, tenía como finalidad que el duque heredero ostentase el título con la dignidad que requiere. Bien es cierto que junto a ese dineral, el padre le dejó una encomienda: que no les faltara de nada a sus hermanos, por mucho que a estos tampoco es que los dejara descalzos, ni mucho menos.
     Pero volvamos a Carlos, en quien dijimos centraríamos la atención. Este va a recibir en la herencia, además del dinero antes citado, el ducado de Tarifa y, lo más importante para el objeto de este libro: la propiedad del Postigo del Aceite. "Una casa habitación señalada con el número 25 moderno en la calle del Almirantazgo de Sevilla, que linda por la derecha entrando con la plaza del Almirantazgo, por la izquierda con la Maestranza de Artillería (las antiguas Atarazanas), Arco del Postigo, nombrado del Aceite, y casa número treinta y uno de la calle del Dos de Mayo. Una de sus habitaciones pisa sobre el arco que constituye el postigo nombrado del Aceite". Así se describe en la escritura la ubicación de la propiedad, de la que además se precisa que posee una superficie de "ciento once metros, setenta y dos centímetros y tres milímetros cuadrados" Es de maravillarse la precisión de la medición registral, que tuvo en cuenta para el cálculo todos los recovecos de la edificación, que son bastantes por cierto. ¿Cómo lo hicieron? Bueno, tampoco se sabe cómo hicieron las pirámides y ahí están.
     El duque de Tarifa se desprenderá de su propiedad en 1903, ven­diéndola a manos plebeyas por cinco mil doscientas cincuenta pesetas. El comprador fue un tal Antonio Pérez de la Chica, quien solo cuatro años después, por alguna razón ignota pero que seguramente hubo de motivar alguna urgencia, volverá a enajenar la propiedad, a la que además perderá bastante dinero. A cambio de cuatro mil pesetas, mil doscientas cincuenta menos de lo que le costó, venderá el postigo a Fernando Casas y Camacho, cuyos descendientes son quienes actualmente ostentan todavía la propiedad. El señor Casas era un carnicero que vivía junto al postigo. Al enterarse de que estaba en venta, decidió adquirirlo, instalando en los bajos su negocio. Un local que desde hace unos años ocupa una tienda de recuerdos. Cual si fuera una de esas entradas secretas que Mortadela y Filemón utilizaban para acceder al cuartel general de la TIA, un expositor de camisetas de esta tienda oculta precisamente la puerta de entrada a los aposentos del postigo. Retirado aquel y abierta, no sin esfuerzo, la puerta metálica, se accede a una angosta escalera que lleva a un primer descansillo, desde el que se llega a través de otras escaleras a unas dependencias y, desde ellas, a un patio cubierto por una montera de vidrio translúcido que resulta ser la parte superior del arco, abriéndose, en el otro extremo del arco, ya en el segundo torreón, más habitáculos, desde uno de los cuales se puede pasar, no sin esfuerzo, a una especie de balcón, al que también cuesta acceder, que da a la calle Dos de Mayo, es decir, a extramuros. En esta zona de la casa, hay un intrincado rincón donde se abre un ventanuco desde el que se veía la parte superior de la capillita de la Pura y Limpia. Se nota, en cualquier caso, la circunstancia de que desde 2008 no habite nadie en el Postigo. Dolores, hija de Fernando Casas, que nació allí, fue también la última persona que lo habitó. Su sobrino, que también se llama Fernando, es junto a su hermano el actual propietario del vetusto y noble inmueble. No sabe por cuánto tiempo podrá seguir siéndolo, pero mientras lo sea, lo llevará con un íntimo y callado orgullo. Que no todos los nietos de un carnicero son propietarios de un monumento en Sevilla.
     A pesar de los muchos siglos que lleva en pie y de todos los avatares históricos que marcaron su existencia, a pesar también del simbolismo que tiene para la ciudad, el Postigo del Aceite no fue declarado bien de interés cultural con carácter de monumento hasta el 22 de abril de 1949; ni un siglo hace. Quizá sea esa relación cotidiana que la ciudadanía de Sevilla mantiene con él la causa de la aparente indiferencia que motivó la llegada con tanto retraso de tan necesario y merecido reconocimiento. A pesar de todo, se reconozca más o menos, el Postigo del Aceite es un emblema de Sevilla, un blasón encalado, un arco triunfal bajo el que pasa la vida todos los días y, una semana al año, también ese trasunto del misterio más profundo que representa el inefable transitar de una cofradía. Sí, tal vez aquí fuera donde Cernuda llegó a la conclusión de que para un andaluz la felicidad aguarda siempre tras un arco (Juan Miguel Vega, Veintitantas maneras de entrar en Sevilla. El Paseo. Sevilla, 2024). 
     Se alza en la confluencia de las calles Dos de Mayo, Almirantazgo y Arfe. Es una de las tres puertas de la muralla que aún quedan en pie. Su construcción data del año 1573 y la misma fue ordenada por el Asistente D. Francisco de Zapata, Conde de Barajas, y proyectada por Bembenuto Tortello. Su denominación como Postigo del Aceite se generaliza a partir del siglo XV y obedece al mercado y almacén de aceites ubicado en esta zona desde, como mínimo 1413. Antes fue llamado Postigo de las Atarazanas y Postigo de los Azacanes (denominación que también tuvo el vecino Postigo del Carbón). Desde antiguo mantiene una estrecha vinculación con la advocación de la Inmaculada Concepción, existiendo a su lado una capilla dedicada a esta advocación. En su frontispicio está, labrado en piedra, el escudo de la ciudad más antiguo que se conserva. Está declarado como Monumento Histórico Artístico desde el 22 de mayo de 1949 (Exposición Puertas de Sevilla, ayer y hoy. Sevilla, 2014).
   El Postigo del Aceite se abre en la muralla que rodeaba Sevilla, permitiendo la comunicación de la ciudad con las Atarazanas reales, con el río Guadalquivir y con los baldíos de terrenos que se situaban en el llamado Arenal. Esta puerta debe su nombre a la proximidad en la que se encontraban los almacenes de aceite, en las inmediaciones del puerto.
   Responde a una de las tres disposiciones diferentes que tenían las primitivas puertas de la cerca islámica antes de ser reformadas en el siglo XVI. Se trataba de una puerta flanqueada por dos torres, de acceso directo y protegida por una barbacana. Excavaciones efectuadas en ella, documentaron que el acceso a la barbacana se encontraba desenfilado con respecto a la puerta, de manera que había que realizar un quiebro en ángulo recto para acceder a ella, algo muy típico en este tipo de puertas.
   Los accesos de la muralla sevillana se dividían en puertas y postigos, definiéndose los postigos como las puertas no principales de la ciudad. Este lugar también es conocido popularmente como "arco del Postigo del aceite".
   La muralla se coronaba superiormente por una doble línea de almenado, una a cada lado del paseo de ronda. A la altura del mismo cada una de las torres, que hasta este nivel eran macizas, cuentan en el cuerpo superior con una cámara abovedada, que actualmente se utilizan como viviendas.
   Al exterior las dos torres están enlucidas y encaladas, y conservan una verdugada de ladrillo a distinta altura en cada una de ellas. Por la fachada de la calle Almirantazgo podemos apreciar un hermoso escudo en relieve con la inscripción que data su reconstrucción en 1573. Al pie de esta fachada existe una pequeña capilla del siglo XVIII dedicada a la Inmaculada.

   Desde la parte de la ciudad el acceso se presenta como un gran vano escarzano, de gran anchura, situándose en el lado derecho la capilla de la Inmaculada Concepción. Sobre el vano se aprecia una superficie plana en la que se presenta una gran lápida fechada en 1573, en la que se da fe de la fecha de su última construcción, sobre la que se presenta en un tondo el escudo de la ciudad con San Fernando, San Isidoro y San Leandro, rematándose el conjunto por una especie de frontón triangular con cabeza de ángel en el tímpano y jarrones con flores de remate. El conjunto se remata a ambos lados con merlones de capuchón.
   En el interior de la puerta se observan las quicialeras de la gran puerta que debió de cerrarlo, además de las ranuras en sus laterales donde se colocaban grandes tablones para evitar que las aguas provocadas por las grandes avenidas del río entrasen en la ciudad. En el lado del Arenal, el Postigo se encuentra adosado en su lado izquierdo con las Atarazanas reales. Esta fachada se encuentra muy modificada debido a las intervenciones a las que fue sometida a finales del siglo XVI. Presenta un gran vano escarzano apoyado en una pilastra, flanqueado por una pilastra en el lado derecho, ya que el lado izquierdo se embute en las Atarazanas. Sobre él un entablamento se corona tres medios pilares rematados en bolas unidos por dos antepechos cóncavos.
   La puerta se presenta encalada en blanco en el lado de la ciudad, presentando color albero en el interior del gran vano escarzano que se prolonga a la fachada del Arenal, en la que solo aparece en blanco el entablamento de la puerta. En el lateral de las Atarazanas se sitúa un retablo cerámico dedicado a la Piedad de la Hermandad del Baratillo.
   Esta puerta se ha identificado con la bab al-Qatai que las fuentes musulmanas citan en relación a la construcción de las atarazanas almohades en 1184.
   En cuanto a su origen, existe unanimidad entre los historiadores sevillanos a la hora de vincularlo a la presencia en sus cercanías del mercado y los almacenes de aceite, cuya existencia la tenemos documentada al menos desde 1413.
   La denominación popular de Postigo del Aceite no aparece documentado como topónimo en las fuentes musulmanas, ni en los documentos castellanos del siglo XIII, en los que se denomina "puerta de la Azeytuna", apareciendo registrado por vez primera en 1345 y generalizándose en el siglo XV.
   La historiografía sevillana ha denominado a esta puerta con otros dos nombres, como son el de las Atarazanas y Azacanes, que también se han aplicado al postigo del Carbón. 

  Las puertas de la muralla sevillana se transformaron en el siglo XVI, al amparo del extraordinario auge que experimentó Sevilla debido a su comercio con América. Las reformas tuvieron como objetivo dotar a las puertas de una mayor funcionalidad, facilitando el tráfico a su través, convertirlas en elementos puntuales de ordenación urbana, abriendo calles focalizadas por ellas, y dotarlas de un nuevo
significado simbólico, eliminando los vestigios de la dominación islámica y revistiéndolas de un nuevo lenguaje clásico, que incluiría la colocación de escudos e inscripciones.
   La reforma de las puertas se convirtió en una verdadera operación urbanística dentro de la ciudad, en la que hay que destacar las actuaciones de los asistentes Francisco Chacón, en la década de 1560 y de Francisco de Zapata, Conde de Barajas, en la de 1570.
   Bajo la iniciativa del Conde de Barajas trabajó Benvenuto Tortello, Maestro Mayor de la ciudad, a quien se debe la reforma del Postigo del Aceite. Sabemos, gracias a un memorial autógrafo de él, fechado en 1569, que este arquitecto proyectó la reforma cuyas obras concluirían cuatro años más tarde. La misma consistió en la unión de las dos torres en un solo cuerpo, a la vez que se rozaban la parte baja de las mismas con el objeto de facilitar el tránsito. También se procedió a la colocación de una lápida con inscripción en castellano conmemorativa de las reformas en la que aparece la fecha de conclusión de las mismas, 1573, y un escudo con las armas de la Ciudad que todavía hoy se conservan en la fachada Este de la puerta.
Gran parte de la muralla fue destruida en el siglo XIX debido a la expansión de la ciudad. En la actualidad sólo se conserva la puerta de la Macarena, el Postigo del Aceite y fragmentos de la Puerta Real y de la Puerta de Córdoba, así como restos del Postigo del Carbón.    
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