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martes, 12 de noviembre de 2019

La pintura "San Diego de Alcalá", de José Escacena y Diéguez, en la Capilla de la Virgen de la Antigua, de la Catedral de Santa María de la Sede


     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura de San Diego de Alcalá en la Capilla de la Virgen de la Antigua de la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.  
   Hoy, 12 de noviembre, Memoria, en Alcalá de Henares, en España, de San Diego, religioso de la Orden de los Hermanos Menores, que se distinguió tanto en las islas Canarias como en el cenobio de Santa María de Araceli, en Roma, por su humildad y caridad en el cuidado de los enfermos (1463) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
      Y que mejor día que hoy para ExplicArte la pintura de San Diego de Alcalá en la Capilla de la Virgen de la Antigua de la Catedral de Santa María de la Sede, de Sevilla.
     La Catedral de Santa María de la Sede  [nº 1 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 1 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la avenida de la Constitución, 13; con portadas secundarias a las calles Fray Ceferino González, plaza del Triunfo, plaza Virgen de los Reyes, calle Cardenal Carlos Amigo, y calle Alemanes (aunque la visita cultural se efectúa por la Puerta de San Cristóbal, o del Príncipe, en la calle Fray Ceferino González, s/n, siendo la salida por la Puerta del Perdón, en la calle Alemanes); en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.
     En la Catedral de Santa María de la Sede, podemos contemplar la Capilla de la Antigua [nº 048 en el plano oficial de la Catedral de Santa María de la Sede]; Cuando estaba dedicada a san Pedro albergó los altares de la Virgen de la Antigua (capilla de san Pedro) y de la Alcobilla, es decir, de la qubba que fue mihrab de la aljama. Sus patronos, entre otros muchos clérigos, han sido los arzobispos Hurtado de Mendoza, Zúñiga y Avellaneda y Salcedo y Azcona, que en ella están enterrados (Alfonso Jiménez Martín, Cartografía de la Montaña hueca; Notas sobre los planos históricos de la catedral de Sevilla. Sevilla, 1997).
    La capilla de la Virgen de la Antigua es uno de los espacios más privilegiados dentro del recinto catedralicio, tanto por tamaño, riqueza y devoción que el antiguo icono despertaba a lo largo de los siglos. Esta devoción favoreció numerosas obras de mecenazgo como la que protagonizó en el siglo XVIII uno de los prelados de la sede hispalense, el arzobispo don Luis Salcedo y Azcona. Dicho prelado había nacido en Valladolid en 1667 pero al ser nombrado su padre Asistente de Sevilla, se traslada a ella y cursa estudios en el Colegio de Santo Tomás. Será designado para la mitra hispalense en 1722, tomando posesión de la misma en enero del año siguiente aunque no entrase en la ciudad hasta dos meses más tarde.
   Uno de los artistas que más trabajaron para este prelado y que se puede considerar casi como su pintor oficial fue Domingo Martínez. Nacido en Sevilla en 1688, se formó dentro del estilo murillesco y llegó a ser el pintor más importante de la ciudad durante la primera mitad del siglo XVIII, hasta su muerte en 1749. Prueba de ello es el retrato del arzobispo que se conserva en el Palacio Arzobispal y que muestra a Salcedo rodeado de planos de las principales obras de mecenazgo realizadas hasta entonces y, sobre ellas, una pequeña reproducción de la Virgen de la Antigua rodeada de ángeles y que demuestra la devoción que este arzobispo tenía por dicha pintura.
   Esta devoción le llevó a renovar la decoración que poseía esta capilla, la cual eligió para enterramiento, realizando el vasto conjunto pictórico el mencionado Domingo Martínez. Estas obras se ejecutaron entre 1734 y 1738, necesitando sin lugar a dudas la colaboración de su taller para completar estos lienzos, aportando el conde del Águila el nombre de Andrés Rubira como uno de los que "manchaba" el lienzo que luego era terminado por Martínez. Junto con estas pinturas parece que también este artista se ocuparía previsiblemente de la decoración de la bóveda de la capilla, en la que aparecía un sol que emanaba luminosos rayos en cuyo interior aparecía la paloma del Espíritu Santo rodeado de ángeles que arrojaban flores a la Virgen de la Antigua.
   Lamentablemente estas pinturas no han llegado hasta nuestros días, al igual que algunas de las del primitivo conjunto de Martínez, las cuales desaparecieron en el incendio acaecido en esta capilla el 24 de marzo de 1889, afectando este hecho sobre todo a aquellas situadas en el muro derecho, a los pies de la capilla. La labor restauradora de las pinturas así como la sustitución de las mismas fue obra del pintor José Escacena y Diéguez, el cual no igualó en absoluto las calidades de las obras dieciochescas. Sobre 1990 se pudieron restaurar todas estas pinturas lo que permitió dilucidar concretamente las salidas de la mano de Martínez y las sustituidas a fines del XIX, valorando justamente su calidad artística.
   La capilla se estrenó el catorce de junio de 1738, incluyendo además de las labores arquitectónicas y las pinturas, el retablo de mármoles y jaspes, la orfebrería y el sepulcro del arzobispo Salcedo.
 Una de las pinturas que ardieron íntegramente en el nefasto suceso fue esta que representa a san Diego de Alcalá curando enfermos y que se sustituyó por otra composición del aludido Escacena, mucho más convencional sin duda que la desaparecida de Martínez, en la que se hacen perfectamente perceptibles los pocos recursos que poseía esta autor decimonónico que además restauró las restantes pinturas. Según Carrillo y Aguilar, en la primitiva obra figuraba este santo sanando a los enfermos con el aceite de una lámpara de la capilla de la Virgen de la Antigua. En el tarjetón superior fguraba la inscripción "Lampadis, quae collucebat ante Imaginem Beatissimae Dei Genitricis oleo aegrotos inungens sanaverit", cuya traducción es "Sanará a los enfermos ungiéndoles con el aceite de la lámpara que alumbraba delante de la imagen de la Santísisma Madre de Dios".
   La pintura neobarroca realizada por José Escacena y Diéguez entre 1890 y 1900 al óleo sobre lienzo, con unas medidas de 2,75 x 1,70 m., se dispone horizontalmente apreciándose en la zona inferior un medio punto que se adentra en la configuración física del lienzo. La escena se representa en el interior de una estancia arquitectónica en perspectiva, cuyo centro lo ocupa la efigie de san Diego de Alcalá en el momento en el que se le acercan un grupo de enfermos y se dispone a sanarlos con el aceite que porta en el interior de un recipiente metálico. A la izquierda, sentados, dos hombres contemplan el acontecimiento, mientras que en la derecha, una mujer anima a su hija a acercarse al religioso, que viste el hábito de los hijos de San Francisco. Dentro de la habitación se pueden apreciar unas altas columnas que otorgan a dicho espacio arquitectónico una gran amplitud, abriéndose una gran puerta en segundo término de la composición por donde se aprecian varios personajes y un paisaje urbano. La pieza es un tanto convencional, adoleciendo de un cierto estatismo que impregna a toda la obra de forma que el milagroso hecho no adquiere un carácter emocionante para el espectador (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Conozcamos mejor la Vida, Leyenda, Culto e Iconografía de San Diego de Alcalá, religioso;
     Franciscano español nacido en Andalucía hacia finales del siglo XIV y muerto en 1463 en Alcalá de Henares. Su nombre de pila, muy común en España, es una variante de Santiago (Sant Iago, Jacobus).
   Simple hermano converso, era cocinero en  su monasterio. Se le atribuían numerosos milagros.
   Se contaba que en sus momentos de éxtasis, se elevaba en el aire de manera Inconsciente. Durante uno de sus trances místicos, los ángeles lo sustituyen en las faenas de la cocina. Es el tema del célebre cuadro de Murillo que se conserva en el Museo del Louvre: La cocina de los ángeles (The Angelkitchen, die Engelsküche).
   Los otros rasgos de su leyenda son tópicos hagiográficos.
   A pesar de la prohibición de su superior, distribuía el pan del convento entre los pobres. Intentaron sorprenderle in fraganti, pero el hermano portero que le revisó el delantal, sólo encontró rosas. Es la reedición del milagro de santa Isabel de Hungría.
   Además, habría extraído a un niño de un horno encendido y curado a un joven ciego con el aceite de la lámpara del altar.
   Fue canonizado por el papa Sixto V en 1588, por petición del rey Felipe II de España. En consecuencia, su iconografía data del siglo XVII.
   Está representado con sayal buriel entallado con el cordel de la orden, y un manojo de llaves en la cintura. En un pliego de su hábito muestra al portero del convento, que lo tenía por sospechoso de hurto, las rosas que milagrosamente reemplazaron al pan (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
San Diego de Alcalá, en la Historia de la Iglesia de Sevilla
   San Diego de Alcalá. Lego franciscano, nacido en San Nicolás del Puerto (Sevilla), aunque es conocido como san Diego de Alcalá, por ser en esta ciudad madrileña donde murió en 1463. Destinado a Fuerteventura, contribuyó a la evangelización de Canarias. Estuvo también en los conventos de Sevilla, Alcalá de Guadaira y Sanlúcar de Barrameda. Pasó por Roma para recalar definitivamente en la casa franciscana de Alcalá de Henares. Célebre por su humildad y sus milagros. Fue canonizado por Sixto V en 1588. Su fiesta se celebra el 14 de noviembre. (Carlos Ros, dir. Historia de la Iglesia de Sevilla. Editorial Castillejo. Sevilla, 1992).
Conozcamos mejor la Biografía de San Diego de Alcalá, religioso, personaje representado en la obra reseñada
     San Diego de Alcalá (San Nicolás del Puerto, Sevilla, 1370-1380 – Alcalá de Henares, Madrid, 12 de noviembre de 1463). Santo canonizado, religioso lego franciscano (OFM), venerado como gran taumaturgo.
     Se desconoce el año de su nacimiento, que pudo ser en el decenio 1370-1380. Asimismo, se ignora el nombre de sus padres, como también su categoría social, bien que se los supone de condición humilde, pero piadosos, en cuyo ambiente familiar cristiano Diego desarrolló su niñez, inclinando su espíritu a la devoción y a la piedad, por lo que, al parecer, muy pronto, llevado de ese espíritu, siendo aún muy joven, se retiró a la soledad en compañía de un sacerdote que vivía en una ermita dedicada a san Nicolás de Bari, sita en las montañas vecinas a su pueblo natal.
     No mucho después, Diego se dirige a la sierra de Córdoba y es admitido en el eremitorio de la Albaida, en las llamadas Las ermitas de Córdoba, donde se empapa del espíritu franciscano, ya que tanto el fundador como los ermitaños eran Terciarios Franciscanos que estaban bajo la dirección o jurisdicción del no lejano convento franciscano de la Arrizafa o Arruzafa.
     Pero aquel género de vida tampoco llenaba del todo las aspiraciones de Diego, por lo que solicitó ingresar como franciscano en el referido convento de Arrizafa, en el que la regla franciscana era observada en toda su rigidez, donde finalmente fue admitido. Se desconoce, no obstante, cuándo tuvo lugar esa admisión, su vestición del hábito franciscano y su profesión religiosa.
     Entre los conventos en los que fray Diego morara y realizara hechos portentosos, está el de San Francisco de Úbeda, en el que habría desempeñado, entre otros, el oficio de hortelano, y en el que, después de su partida, habría resucitado a un muerto con el simple contacto de un hábito suyo viejo y roto que abandonara al ser trasladado él a otro convento. El de San Francisco de Sevilla es otro de los conventos en los que ciertamente moró el santo Diego; aunque los documentos no detallan los oficios que desempeñó en él, parece ser que uno de los principales fue el de portero, ya que en todos se pone de manifiesto su caridad con los numerosos necesitados que se acercaban a la portería del convento y sobre todo con los innumerables enfermos a los que curaba con la simple unción del aceite de la lámpara que ardía ante la imagen de Nuestra Señora de la Antigua en la cercana iglesia catedral, curaciones que dieron gran fama a la dicha imagen, fama de la que anteriormente no gozaba.
     Pero además de estos hechos considerados como portentosos, ya casi rutinarios por lo frecuentes, los documentos narran uno según el cual, por intercesión de Diego de Alcalá, un niño de siete años, que, huyendo de la regañina de su madre, se había refugiado en un horno quedándose dormido entre la leña, se libró del fuego que su propia madre prendió sin saber esta circunstancia. También fue morador, aunque de paso, del convento de Sanlúcar de Barrameda, en cuyo camino habría proporcionado alimentos para él y su compañero en un despoblado de modo portentoso.
     En 1441 es enviado fray Diego, junto con el padre fray Juan de Santorcaz, a la vicaría de las Islas Canarias, pero en lugar de ser nombrado guardián (superior) del convento de Betancuria en la isla de Fuerteventura el padre Santorcaz, que era sacerdote, es designado por los superiores como tal fray Diego, que era lego. Allí desarrolló una admirable labor de apostolado entre los gentiles y entre los cristianos en medio de enormes problemas y dificultades para la comunidad. Pero, dado el ascendiente moral de fray Diego y las circunstancias harto difíciles por las que atravesaba algún tiempo después su provincia franciscana de Castilla, el ministro provincial de ella, fray Juan de Santa Ana, le ordena regresar a ésta, cosa que realiza entre los años 1445 y 1447, desarrollando aquí una labor, asimismo, admirable, aunque callada, entre sus hermanos los religiosos con el admirable y eficaz testimonio de su vida en los distintos conventos a donde lo destinó la obediencia.
     En 1450, además del jubileo del Año Santo, se celebraba también el Capítulo General de la Orden, y la canonización de san Bernardino de Siena; fray Diego, a petición propia, o más probablemente por deseo de su ministro provincial, fue designado compañero de fray Alonso de Castro, que iba como representante del ministro provincial. Con tal motivo se habían reunido en la Ciudad Eterna numerosos peregrinos y varios millares de frailes franciscanos de todas partes, lo que favoreció el desencadenamiento de una terrible epidemia, que afectó a muchos religiosos, incluido su compañero, fray Alonso de Castro, en cuya ocasión fray Diego demostró la grandeza de su alma atendiendo solícito y espontáneamente a cuantos enfermos podía, mereciendo su conducta y celo que el ministro general le encomendara la dirección de la enfermería, que organizó, atendiendo a todos indistintamente con verdadera caridad. Al cabo de un tiempo impreciso, desaparecida ya la peste, retornaron ambos a España a pie, tal y como habían hecho el camino de ida. Fray Diego parece que retornó a Sevilla, donde estuvo un tiempo también impreciso, hasta que, sin que se sepa cuándo, fue destinado al convento de La Salceda (Segovia). 
   En 1456 culminaba la fábrica del convento de Santa María de Jesús en Alcalá de Henares, levantado por el arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, quien deseaba para su fundación moral el personal más selecto, modélico tanto en virtud como en letras, para formar la comunidad franciscana que había de gestionarlo; para ello obtuvo de las máximas autoridades de la Iglesia y de la Orden la facultad de seleccionar él mismo el personal adecuado. Uno de los primeros en ser seleccionados, por el arzobispo fue fray Diego, que a la voz de la obediencia acudió cuando se lo indicaron los superiores, siendo recibido personalmente por el arzobispo no sólo con deferencia, sino casi con devoción.
     Se le encomendó entonces el oficio de hortelano, pero en atención a su avanzada edad muy poco después los superiores le encomendaron la portería del convento, donde además el halo de santidad, de que venía precedido, podía ser más útil a cuantos acudían a la portería, especialmente los pobres, en los que volcaba su amor e interés. Aquí y con ellos tuvo lugar aquel episodio, que narran las crónicas y que forma parte, no sólo de su biografía, sino de su iconografía hagiográfica, según el cual cierto día en que iba el hermano Diego llevando, como de costumbre, casi a escondidas en el halda de su hábito una buena cantidad de mendrugos de pan para sus pobres, lo sorprendió el padre guardián y le recriminó el que se excediera en dar limosna a los extraños con perjuicio de los religiosos de casa, a lo que el santo replicó: “¡Pero si son rosas, P. Guardián!”, y efectivamente aquellos mendrugos de pan se transformaron en hermosas y frescas rosas ante la vista atónita del guardián.
     Pero no sólo rosas había cosechado el santo Diego durante su vida; para escalar las alturas de la santidad, tuvo también que cosechar espinas y caminar por senderos sembrados de abrojos y de dificultades, entre las cuales incomprensiones, persecuciones, enfermedades, especialmente la última, larga y dolorosísima, que le produjo la muerte, encontrándolo ésta abrazado a una cruz de madera, que a mano siempre tenía, y que por ello también forma parte de su iconografía.
     Era el 12 de noviembre de 1463, día en el que la Iglesia celebra su fiesta.
     Su cadáver durante más de seis meses insepulto, permaneció flexible y despidiendo un suave olor, sin haber sido embalsamado ni aplicado ningún ungüento, fenómeno que pudieron comprobar toda clase de personas, y no se sabe si hoy con los conocimientos y medios técnicos de que se dispone tendría alguna explicación racional.
     Entre los muchos prodigios y milagros posteriores a su muerte atribuidos a la intercesión de san Diego está la curación del príncipe Carlos, hijo único varón de Felipe II, quien jugando con otros compañeros se cayó por unas escaleras del palacio en Alcalá de Henares golpeándose en la cabeza, suceso que lo llevó al borde del sepulcro, al ser desahuciado por los médicos, pero habiendo sido llevado el cuerpo del santo y colocado junto al lecho del moribundo, éste al punto dio muestras de mejoría, cayó en un profundo sueño y recobró la salud. Este prodigio fue motivo para que se acelerara la causa de canonización del santo, que, no obstante, tardó todavía más de veinticinco años, teniendo lugar ésta el año 1588 (Hermenegildo Zamora Jambrina, OFM, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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