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miércoles, 23 de octubre de 2019

La pintura "San Juan de Capistrano", de Herrera el Viejo, en la bóveda del crucero de la Iglesia conventual de San Buenaventura


     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura de San Juan de Capistrano en la bóveda del crucero de la Iglesia conventual de San Buenaventura, de Sevilla.    
   Hoy, 23 de octubre, Memoria de San Juan de Capistrano, presbítero de la Orden de Hermanos Menores, que luchó en favor de la disciplina regular, estuvo al servicio de la fe y costumbres católicas en casi toda Europa, y con sus exhortaciones y plegarias mantuvo el fervor del pueblo fiel, defendiendo también la libertad de los cristianos. En la localidad de Ujlak, junto al Danubio, en el reino de Hungría, descansó en el Señor (1456) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
   Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "San Juan de Capistrano", de Herrera el Viejo, en la bóveda del crucero de la Iglesia conventual de San Buenaventura, de Sevilla.
     La Iglesia del Convento de San Buenaventura se encuentra en la calle Carlos Cañal, 13; en el Barrio del Arenal, del Distrito Casco Antiguo.
   El Colegio franciscano de San Buenaventura, situado en el ámbito del desparecido convento Casa Grande de San Francisco de Sevilla y cuyos orígenes datan de 1600, fue instituido como centro de altos estudios teológicos de la orden, constituyendo la única institución de estas características de los franciscanos en España, durante la primera mitad del siglo XVII. En el año 1626, los alarifes Juan Bernardo de Velasco y Juan de Segarra conciertan la realización de la decoración estucada de la iglesia del colegio, diseñada por Francisco de Herrera “el Viejo”, quien, entre 1626 y 1627, acometía las pinturas murales de las bóvedas: retratos, empresas morales y escudos. El rico repertorio ornamental y figurativo que decora las bóvedas de este templo, presenta un programa intelectual y religioso de gran profundidad, entroncado en los principios filosóficos de San Buenaventura y en los caracteres generales de la espiritualidad seráfica. Martínez Ripoll estudió con profundidad este programa iconográfico, desentrañando el lenguaje simbólico que de su decoración emana, vinculándolo con los textos bonaventurianos e indicando las direcciones iconológicas de su contenido dentro de la actividad y función del Colegio. Recientemente Chavero Blanco ha propuesto una nueva lectura iconológica de la decoración de este templo concluyendo que su contenido exalta, a partir del lenguaje del barroco, la ciencia y la santidad desde el sentido y la obra bonaventurianos.
   En la decoración de las bóvedas de la nave central se distinguen cinco empresas teológico morales y la representación del Espíritu Santo, ubicadas en las claves de los cinco tramos y la cúpula, partiendo de los pies de la iglesia. Refieren estas pinturas en nuestra opinión, en orden progresivo, el camino de acercamiento del alma a Dios a través de los puntos fundamentales de la mística bonaventuriana recogidos de sus obras el Itinerario de la mente hacia Dios y el Soliloquio. Soportes intelectuales del programa son los diez filósofos, teólogos y escriturarios fraciscanos representados en las bóvedas de la nave, mientras que se reserva la cúpula, en torno al Espíritu Santo, para la presencia de ocho grandes Santos de la orden: San Buenaventura, San Antonio de Padua, San Juan de Capistrano, San Luis de Tolosa, San Pedro de Alcántara, San Jacobo de la Marca, San Bernardino de Siena y San Francisco de Asís (José Fernández López,  Pintura mural en el siglo XVII sevillano. IAPH. Boletín nº 34).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Juan de Capistrano, presbítero;   
     Predicador franciscano del siglo XV.
   Nació en 1385 en Capestrano (en castellano el nombre de la localidad italiana de la provincia y distrito de Aquila, se transcribe de dos maneras: Capestrano y Capistrano), en los montes Abruzos (Abruzzi monti), y en 1415 ingresó en la orden franciscana.
   Discípulo y auxiliar de san Bernardino de Siena, en principio trabajó en Italia en la difusión del Nombre de Jesús. Desde 1451 hasta su muerte cum­plió misiones apostólicas en Europa central. Se empeñó en la conversión de los husitas de Bohemia. En todas las ciudades donde predicaba, hacía que llevasen a la plaza pública las pinturas obscenas, barajas, dados, pelucas ... y echaba  todo al fuego. Ese auto de fe, cuyo uso fuera introducido por Savonarola y san Bernardino de Siena, se llamaba el Incendio del castillo del diablo.
   Pero sobre todo es célebre por haber predicado en Viena la cruzada contra los turcos que habían ocupado Constantinopla en 1453. En 1456 el papa lo envió junto a Juan Hunyade (Hunyade Janos), quien defendía Belgrado contra el sultán Mohamed II. Murió en Hungría ese mismo año, después de haber presenciado  la victoria  de los ejércitos cristianos.
   Se le atribuían más de dos mil curaciones milagrosas. No obstante, su proceso de beatificación  se concluyó en 1679 y fue canonizado en 1690.
   Es patrón de Belgrado y de Viena.
ICONOGRAFÍA
   Vestido con hábito franciscano con una cruz roja estampada, lleva en la mano un estandarte blasonado con la sigla de Cristo que inventara San Bernardino de Siena, y los tres clavos de la Crucifixión. Encima de su cabeza brilla una estrella.
   Una pintura alemana de 1490 (Museo de Bamberg) lo representa  predicando la Hoguera de las vanidades, como al dominico Savonarola.
   Para recordar sus inflamadas prédicas contra los turcos, pisotea a un otomano con turbante o una cimitarra partida (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Francisco de Herrera "El Viejo", autor de la obra reseñada;
     Francisco de Herrera, El Viejo. (¿Sevilla?, c. 1590 – Madrid, c. 1654). Pintor, grabador y arquitecto.
     El pintor, grabador y diseñador arquitectónico Francisco de Herrera el Viejo era, seguramente, natural de Sevilla, ciudad de la que fue vecino y donde desarrolló su carrera profesional durante casi toda su vida. Herrera el Viejo destaca por ser una de las tres figuras del primer naturalismo sevillano del siglo XVII, con una personalidad que le permitió imponerse en el ambiente artístico de su ciudad. Fue capaz, con la influencia de Roelas y, posteriormente, de pintores más jóvenes, de adaptar una forma de pintar totalmente retardataria a otra más naturalista y vivaz que en su madurez se acercó al pleno Barroco, sin dejar de desarrollar rasgos muy personales en la técnica de su pincelada y el nervio de sus composiciones.
     Fue hijo de un pintor de miniaturas y grabador llamado Juan de Herrera y, aunque nada seguro se sabe de su primera formación, parece lógico pensar que la profesión del padre le abrió el camino y que su aprendizaje tuvo lugar con su progenitor, aunque se le supuso discípulo de Francisco Pacheco. El primer dato conocido sobre él es el de su primera obra firmada y fechada en 1609, un grabado calcográfico para la portada de un libro, detalle que inmediatamente lo sitúa como artista vinculado a su padre, así como temprano grabador. En 1614, Herrera el Viejo contrató su primer encargo pictórico importante, una serie de lienzos destinados a la capilla de la Vera Cruz del convento de San Francisco de Sevilla, del que únicamente se conservan tres de los cuadros: La Inmaculada con monjas franciscanas, El rescate de San Luis y La visión de Constantino, que forman un ciclo dedicado a la Santa Cruz. Debía de ser, por lo tanto, un pintor ya valorado por la clientela de la ciudad y, si se ha de creer a Palomino, sería por estas fechas cuando el niño Diego Velázquez habría pasado fugazmente por su taller como aprendiz.
     Las primeras obras de Herrera demuestran que comenzó utilizando un lenguaje estilístico ligado al romanismo tardío de raíz flamenca, que era el habitual en su entorno cronológico y geográfico, vinculado especialmente a Vázquez y Pablo de Céspedes. De hecho, las pinturas del ciclo de la Vera Cruz muestran que Herrera fue en sus comienzos un pintor de estilo arcaico, anclado en un manierismo residual que, al menos, era capaz de mostrar su prometedora capacidad en el uso del color y en su técnica con el pincel, que empezaba a soltarse, detalles que había tomado de Juan de Roelas, el introductor del primer naturalismo de raíz veneciana en Sevilla. Nada en la obra de Herrera muestra ecos de caravaggismo. En 1617, firmó un lienzo con la representación de Pentecostés (Museo de El Greco, Toledo), que aún muestra bien a las claras su anclaje en la tradición manierista flamenquizante, por su composición. Otras obras de esta primera etapa son los cinco lienzos que contrató para la Merced de Huelva, que demuestran que su fama empezaba a extenderse incluso fuera de su ciudad.
     Todos los años, hasta 1619, en los que Herrera el Viejo trabajó como pintor en Sevilla, lo hizo de forma completamente irregular e ilegal, pues no había cumplido con el requisito imprescindible que exigía la organización laboral de su tiempo: el examen de maestría. Legalmente, para poder ejercer libremente como maestro pintor en la Sevilla del Seiscientos (como en otros lugares y en otras profesiones), había que pasar un examen ante representantes del gremio. Herrera había estado ejerciendo sin cumplir este requisito, por lo que en 1619 fue denunciado ante la justicia hispalense. Parece que Herrera tuvo una concepción de su profesión más moderna que la mayoría de sus compañeros y, primero, ignoró y, después, intentó evitar el control gremial, involucrando al también pintor Francisco Pacheco. Finalmente hubo de examinarse, para lo cual debió (como era habitual) realizar una “obra maestra”, y responder a varias preguntas de sus examinadores. Una vez realizado el trámite, se le expidió el correspondiente título, con el cual ejerció legalmente el resto de su carrera. El pleito no sólo habla de las nuevas ideas sobre el estatus del artista y su ejercicio en la Castilla de la época, sino también de la amistad de Herrera el Viejo con Pacheco, quien ya hemos visto que se ha venido, en ocasiones, a considerar su maestro.
     Desde 1619, tras el pleito con el gremio de pintores, Herrera entró en una fase de mucho trabajo. Hacia 1620 se le encargó una de sus obras de mayor importancia y trascendencia, el gran lienzo de la Apoteosis de san Hermenegildo, para el retablo mayor de la iglesia del Colegio de Teología de la Compañía de Jesús de Sevilla, dedicado a ese santo, seguramente junto al diseño de la decoración de las yeserías de la cúpula ovalada del mismo templo. Es una obra de gran tamaño, en la que se han separado dos registros superpuestos de un modo arcaizante, con una gloria de ángeles que evoca las de Roelas. La relación de Herrera con los jesuitas sevillanos fue bastante buena, lo que, además de esta obra, le aportó el encargo de grabados calcográficos. También en conexión con el colegio jesuita hispalense está la leyenda difundida por Palomino de que hacia 1624 Herrera el Viejo fue acusado de acuñación de moneda falsa, por lo que hubo de refugiarse en San Hermenegildo, y que fue absuelto por Felipe IV durante su visita a Sevilla en esas fechas, gracias a la habilidad de Francisco como pintor. La leyenda es seguramente una invención de Palomino, que pretendía añadir argumentos a la fama del artista como pintor y persona de carácter fuerte, se podría decir que antisocial, y a la del Rey como aficionado a la pintura. También tuvo por estos años numerosos pleitos y procesos judiciales, que en buena manera han contribuido a cimentar esa fama de persona de temperamento difícil y conflictivo. Hacia 1625, Herrera el Viejo contrajo matrimonio con María de Hinestrosa, dama de cierta alcurnia. De este matrimonio nació su hijo Francisco (1627), también famoso pintor sevillano y, según Palomino, otros dos vástagos, un varón conocido como Herrera el Rubio, también pintor, que murió muy joven, y una hija.
     En 1626 Herrera el Viejo entró en la que se puede considerar su fase más activa e importante como pintor. Realizó trazas y dibujos para la decoración de yeserías y pintura de la iglesia y coro del colegio franciscano de San Buenaventura de Sevilla, proyecto que plasmaron maestros de obras. Realizó para este conjunto las pinturas al fresco de la cúpula, las pechinas y las bóvedas del templo entre 1626 y 1627. Para esta casa religiosa hizo también cuatro lienzos del ciclo de cuadros previsto de la “Historia de san Buenaventura”, uno de cuyos originales se conserva en el Museo del Prado (Ingreso de san Buenaventura en la orden franciscana). Para el convento franciscano de Santa Inés realizó también en 1627 la pintura, dorado y estofado del retablo mayor de su iglesia. La fama de Herrera debía de ser elevada por aquel entonces, pues, además, los trinitarios de Andalucía le encargaron la estampa en folio que se ofrecería al valido, el conde duque de Olivares. También vio Herrera la aparición con fuerza de un rival profesional, Francisco de Zurbarán, con quien tuvo que compartir parte de las pinturas encargadas para San Buenaventura.
     En esta época Francisco de Herrera el Viejo estaba ya en su plena madurez como artista y, aunque muchos pintores más jóvenes ya se habían incorporado al mercado sevillano aportando novedades técnicas y estilísticas, él seguía asentado en la tradición, si bien enriquecida por un intenso y personal naturalismo, probablemente algo influido por las frescas aportaciones de sus jóvenes competidores. Los lienzos de la serie dedicada a san Buenaventura son el mejor ejemplo de esa madurez de estilo. Son composiciones de un naturalismo sobrio pero un tanto inestables y desmañadas, de colorido peculiar que busca armonías tonales de origen veneciano. Los rostros de las figuras quieren expresar individualidad —y a veces muestran fealdad—, y están realizados con amplias pinceladas sueltas, modeladoras y vibrantes. La técnica de su pincelada es tan enérgica que hizo surgir la leyenda de que pintaba con brochas, más que con pinceles.
     En 1628 Herrera el Viejo se obligaba a hacer un gran Juicio Final para un altar de la iglesia sevillana de San Bernardo. El retraso en su entrega motivó un pleito, pero la obra resultó ser un cuadro grandioso que le colmaría de gloria en su tiempo y que está en consonancia con su producción madura. En 1630 Herrera estuvo encarcelado por retrasos similares al aludido, mantuvo agrios pleitos y los problemas económicos parecían afectarle gravemente. A pesar de ello, su fama se había extendido incluso fuera de Sevilla, a juzgar por un elogio que le dedicó Lope de Vega en una de sus estancias de El Laurel de Apolo (1630).
     En 1631 murió su padre, Juan de Herrera, quien vivía con Francisco seguramente desde la muerte de la madre en 1618-1619. En esta década, en la que se constata su amistad con Alonso Cano, realizó obras diversas como el dibujo firmado y fechado de un San Miguel, quizás boceto para una pintura que se encontraba en la iglesia hispalense de San Alberto (1632), iluminó una estampa del rey san Fernando, e hizo, firmó y fechó (1636) un Santo Job (Museo de Rouen). En 1636 debió de empezar a trabajar en dos lienzos, pintura, dorado y estofado de dos retablos laterales (uno de La Venida del Espíritu Santo y otro de Santa Ana), para la iglesia del convento de Santa Inés de Sevilla, que le terminaron de pagar al año siguiente. El mismo año 1637 se comprometió con las monjas del convento de Santa Paula al dorado, estofado y encarnado de un retablo de talla que se hacía para su iglesia. El año siguiente Herrera hizo la pintura y los cuadros del retablo del altar mayor de la iglesia del convento de San Basilio Magno de la capital hispalense. Se trataba de un retablo con un ciclo pictórico completo, con varias pinturas en el banco, diez para los nichos entre pilastras laterales, dos tarjas y dos lienzos principales, de los que destaca el monumental Visión de San Basilio (Museo de Sevilla), compuesto en dos planos pero sin la rígida compartimentación de obras anteriores, resultando ser una considerable novedad, por la composición oblicua, la pincelada suelta y nerviosa, la energía en las actitudes de los personajes y en sus rostros, acercándose al pleno Barroco. Fue por estos años cuando su hijo Francisco comenzó su aprendizaje a su lado.
     En la década de 1640 realizó un grupo de obras de plena madurez, cuando su prestigio era completo y estimable su consideración social. Además de varios dibujos firmados de un apostolado, pertenecen a esta época una pintura firmada y fechada de un San José con el Niño Jesús (1645, Museo de Budapest) y un grupo de cuatro grandes lienzos que decoraron el salón principal del palacio arzobispal de Sevilla (1646-1647). Parecido a uno de ellos debe ser el Milagro de la multiplicación de los panes y los peces de Madrid. Destaca también el San José con el Niño del Museo Lázaro Galdiano (1648).
     En septiembre de 1647, su hijo Francisco contrajo matrimonio en la iglesia de San Andrés. El enlace duró poco tiempo, terminando en pleito, divorcio y devolución de dote el año siguiente. En julio de ese año, Herrera el Viejo estaba en Madrid. Ceán ya señaló que se había trasladado a la Corte en torno a 1650, lo que se puso en relación con la peste que asoló Sevilla el año anterior, pues el pintor habría trasladado su residencia en busca de mejores perspectivas laborales. Tampoco, se suponía, habría sido ajeno a ello el fallecimiento de su esposa por estos años, ni el viaje de su hijo y homónimo a Roma tras su divorcio, siempre en relación con la fama de mal carácter del padre y con la leyenda —que no pasa de invención—, recogida por Palomino y Ceán, según la cual Herrera el Mozo, no pudiendo soportar el temperamento violento y bronco de su padre, tras robarle una abultada cantidad de dinero en complicidad con su hermana, huía del hogar paterno rumbo a Italia.
     Hoy se sabe que, con anterioridad al matrimonio del hijo, seguramente no mucho antes de julio de 1647 (aunque se ignora cuándo exactamente y por qué), Herrera el Viejo se encontraba en la Corte. En Madrid, según su contemporáneo Díaz del Valle, pintó varias obras para diversas iglesias, pero hay pocas noticias de esta fase. Según Ceán (quien sigue a sus precedentes), Herrera el Viejo falleció allí en 1656, y fue enterrado en la parroquia de San Ginés de la Villa y Corte. No se sabe la fecha cierta, pero el 29 de diciembre de 1654 un Francisco de Herrera, que murió sin testar, fue enterrado en la parroquia citada. Quizás se trate de este pintor, quien habría muerto solo, olvidado y empobrecido (Roberto González Ramos, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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