Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el Convento de San José del Carmen (Las Teresas), de Sevilla.
Hoy, 15 de octubre, Fiesta de Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia, la cual, nacida en Ávila, ciudad de España, y agregada a la Orden Carmelitana, llegó a ser madre y maestra de una observancia más estrecha; en su corazón concibió un plan de crecimiento espiritual bajo la forma de una ascensión por grados del alma hacia Dios, pero a causa de la reforma de su Orden hubo de sufrir dificultades, que superó con ánimo esforzado. Compuso libros, en los que muestra una sólida doctrina y el fruto de su experiencia (1582) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
Y que mejor día que hoy, para ExplicArte el Convento de San José del Carmen (Las Teresas), de Sevilla, fundado por Santa Teresa de Jesús.
El Convento de San José del Carmen (Las Teresas), se encuentra en la calle Santa Teresa, 5; en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.
"Las injusticias que se guardan en esta ciudad, la poca verdad, las dobleces... Yo le digo con razón [Sevilla] tiene la fama que tiene. Yo confieso que la gente de esta tierra no es para mí y me deseo ver ya en la tierra de promisión. La abominación de pecados que hay por aquí son para afligir harto. El Señor lo remedie..." Duras palabras las que lanzaba Teresa de Jesús sobre los sevillanos en 1576 tras la dificultosa fundación del primitivo convento de San José. Había llegado a Sevilla, uno de los grandes emporios comerciales y artísticos de la Europa del siglo XVI, en mayo de 1575, acompañada de pocas monjas, muchos recelos y muy poco dinero. Su primera casa se situó en la calle Armas, actual de Alfonso XII, junto al desaparecido convento mercedario de la Asunción, donde se acomodaron en unas estancias que les parecieron la casa lóbrega y oscura del hidalgo del Lazarillo. Allí convivieron con un ajuar escaso, sobre unos colchoncillos que según las monjas "estaban acompañados de mucha gente como piojos, chinches y otras molestas visitas". No fue éste el peor trago para santa de Ávila ya que tuvo que defenderse de un proceso de la Inquisición firmado en el castillo de San Jorge de Triana a comienzos de 1576. A ello habría que añadir las dificultades que les pusieron "los del paño" (los otros carmelitas), algunos sectores de la nobleza y del clero de la ciudad, la general incomprensión y hasta un calor sofocante que le hizo anhelar sus orígenes castellanos y comparar el verano sevillano con el mismísimo infierno. Pero, a pesar de tantas dificultades, la santa de Ávila supo salir airosa y, con apoyos como el de Lorenzo Cepeda, su hermano, pudo trasladarse en el mismo año 1576 a una nueva casa en la calle Pajería, la actual Zaragoza según nos recuerda un azulejo en el cruce con Doña Guiomar. No siendo muy conocido,sigue conservándose ese lugar en las cercanías a la Plaza Nueva, un rincón que parece llevarnos a la Sevilla del siglo XVI.
La primera comunidad estuvo formada por María de San José, Isabel de San Francisco, María del Espíritu Santo, Isabel de San Jerónimo, Leonor de San Gabriel y Ana de San Alberto. En 1586 se mudó a su actual emplazamiento, traslado que estuvo presidido por el propio San Juan de la Cruz, llegado a Sevilla para la ocasión, que valoró la compra de "unas casas principalísimas, que aunque costaron casi catorce mil ducados hoy valen más de veinte mil". En 1603 agregaron nuevas casas adquiridas al banquero sevillano Pedro de Morga, lo que conllevó la adaptación de los esquemas de los conventos carmelitas a la intrincada disposición de la judería sevillana y a una edificación civil preexistente. Esto explica que el convento no siga los modelos carmelitas que sí se siguieron en otros conventos andaluces de Úbeda, Lucena o Antequera. El banquero Pedro de Morga se vio obligado a la venta de su casa tras haber llegado a la quiebra económica; sus acreedores sacaron sus posesiones en pública subasta, siendo adquirida la construcción por Alonso de Paz, que vendió posteriormente el edificio a la comunidad carmelita.
Desde sus orígenes el convento fue una fuente continua de la que han surgido numerosas fundaciones por Andalucía, es el caso del convento de Sanlúcar la Mayor (1590), fundado por monjas sevillanas, el de Écija (1638) y el de Sanlúcar de Barrameda, cuya creación patrocinaron los duques de Medina Sidonia. Curiosamente, la comunidad de Sanlúcar fue acogida en Sevilla en 1702 por el temor de las monjas a la llegada de tropas inglesas en el desarrollo de la guerra de Secesión. Etapa de gran dificultad en la historia del convento fue la desamortización eclesiástica de 1835-37, uno de cuyos decretos ordenaba el cierre de aquellos monasterios que tuvieran menos de 20 religiosas, grave amenaza para una orden cuyos conventos no debían exceder, por normativa, el número de 21 monjas. Las carmelitas pudieron sortear la normativa mediante la apelación directa a la reina Isabel II, que permitió la entrada de novicias a pesar de las directrices del gobierno. La práctica desaparición de los carmelitas masculinos (Santo Ángel y convento de los Remedios) supuso una inseguridad jurídica añadida, ya que estaban bajo su jurisdicción, algo que acabó desembocando en el sometimiento al Ordinario a partir de 1852. Junto a las dificultades económicas, el convento sufrió otras penalidades en el siglo XIX, como la caída de un proyectil del bombardeo al que sometió la ciudad el general Van Halen en 1843 y el terremoto de 1856, que motivó necesarias reparaciones posteriores.
En la historia de la edificación destacan las obras y reformas realizadas en el siglo XX. Entre 1950-52 el arquitecto municipal Aurelio Gómez Millán realizó un proyecto de restauración llevado a cabo solo en parte, actuación que conllevó la construcción de nuevas celdas y sus correspondientes servicios. Posteriores intervenciones fueron las del arquitecto Fernando Balbuena Cavallini en 1959, que añadió alguna celda nueva, y la más reciente restauración y consolidación del edificio por Rafael Manzano entre los años setenta y ochenta. En la historia más reciente del monasterio todavía se produciría una nueva fundación con origen sevillano; tendría lugar el 1 de noviembre de 1956, inicio de la nueva comunidad carmelita de Dos Hermanas, en unas casas solariegas que donó la condesa de Santa Teresa, que posteriormente profesaría en el convento.
La dedicación del templo a San José tiene origen en la profunda devoción que Santa Teresa tenía hacia el santo, una devoción que recogía la exaltación de "los padres terrenos", de Jesús que se realizó por los teólogos de la Edad Moderna. Un ejemplo representativo sería la obra del dominico Isolanus publicada den 1522 titulada Suma de los dones de San José, que defendió su figura como un compendio de todas la virtudes cristiana, idea que asimilarán órdenes como la del Carmelo, que la coloca como modelo de pobreza, obediencia y castidad en su camino de perfección. La devoción aumentó en Santa Teresa tras una enfermedad que sufrió en 1539 y de la que sanó gracias a su invocación. Por ello fue devoción principal del Carmen Descalzo, que en 1629 lo declaró patrono principal de la orden.
A la calle se abre la puerta de la iglesia, sencilla disposición cubierta por un amplio tejaroz de madera, estructura poco habitual en los conventos sevillanos. Por una puerta lateral se accede al compás del convento, luminosa estancia donde se sitúan la portería, el torno, la puerta reglar del convento, un locutorio bajo y el acceso lateral a la iglesia.
La iglesia presenta una sencilla disposición de una sola nave cubierta con bóveda de cañón mientras que la capilla mayor se cubre con una bóveda semiesférica. Las pilastras adosadas a los muros se alternan con grandes hornacinas que acogen diferentes retablos. Tras el traslado de las monjas en 1586, las obras debieron marchar a buen ritmo ya que en enero de 1616 se colocaron las esteras de su interior y se procedió al traslado desde la antigua capilla, de la cual hay noticias desde 1590. Fue el arquitecto milanés Vermondo Resta, afincado en Sevilla como maestro mayor de los Reales Alcázares en la primera mitad del siglo, el que diseñó en 1603 el proyecto de la planta del edificio y el pliego de condiciones para su realización. Las obras se paralizaron al año siguiente por motivos económicos, reanudándose durante el priorato de la madre María de San José, entre los años 1613 y 1615. Sus proporciones recuerdan a la iglesia parroquial de la Campana, obra documentada del autor italiano que, al parecer, también intervino en la sacristía, los coros, y los locutorios del convento. La iglesia primitiva debió estar situada en una de las alas del claustro central, en la zona actualmente ocupada por la enfermería. Entre las intervenciones posteriores que se le conocen destaca el arreglo de la bóveda en 1736 por el carpintero Fernando Rodríguez, la reforma de sus cubiertas en 1821 bajo la dirección de José Echamorro, la restauración posterior al terremoto de 1856 y la colocación de la actual solería de mármol en 1866. Es peculiar la disposición en planta de los coros, poco habitual en la ciudad. El coro bajo se abre en ángulo recto a la iglesia en la zona del presbiterio, el coro alto se sitúa a los pies de la nave de la iglesia.
El retablo principal ha conocido diversos cambios en la colocación de sus imágenes aunque en los últimos años se ha vuelto a estructurar según su primitiva disposición. Fue concertado el 15 de febrero de 1630 con el ensamblador Jerónimo Velázquez, costando algo más de cuatro mil ducados. Junto al contrato del retablo se estipuló un dibujo en el que se perfilaban sus trazas, documento que no se conserva en la actualidad. Se estructura según los modelos tardomanieristas de Montañés y se inspira claramente en modelos como el de Alonso Cano en la parroquia de Lebrija y, de forma más lejana, en el retablo principal de la iglesia jesuita de la Anunciación. Alterna columnas estriadas con frontones rectos de corte clásico, pinturas y esculturas y una sencilla decoración geométrica que incluso fue repetida, en época más tardía, en otros conventos carmelitas como el de San José en Sanlúcar la Mayor. La fuente fundamental de alternancia del orden gigante de las columnas con espacios decorados con frontones aparece en los Libros de arquitectura del italiano Jacoppo Vignola. En el banco, flanqueado el sagrario, se sitúan las tallas de Santa Inés con el cordero que hace alusión a su nombre y Santa Catalina, con la rueda alusiva a su martirio. Ya en el primer cuerpo aparece el grupo de San José con el Niño, iconografía habitual de los conventos carmelitas, con una disposición en la que el Niño aparece de pie conduciendo a San José, forma de representación habitual en la primera mitad del siglo (en la segunda mitad del siglo el Niño será portado por su padre). Es obra de Juan de Mesa, con algunas dudas en su cronología, al parecer existía con anterioridad al retablo. Estilísticamente se acerca mucho a la plástica de Martínez Montañés y a las piezas del retablo mayor de San Isidoro del Campo, por lo que no sería imposible la participación conjunta del taller. Se acompaña por dos imágenes laterales, de autoría anónima, representan a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz, los creadores de la reforma del Carmelo. Todas las tallas fueron policromadas por el pintor de origen luxemburgués Pablo Legot en 1632 una vez finalizada la obra de talla del conjunto. En décadas pasadas se alteró la concepción de la Inmaculada de Juan de Mesa de un retablo lateral, situándose al grupo de San José en la parte superior. Completan el retablo dos lienzos de la primera mitad del siglo XVII representando al profeta Elías, considerado origen de la orden, vestido con pieles y con su espada de fuego, y San Juan de la Cruz, reformador de la orden, con hábito carmelita y capa blanca y en actitud de oración ante la aparición de Cristo llevando la Cruz. El cuerpo superior está presidido por un Calvario en su parte central y se flanquea por otras dos pinturas anónimas que representan dos apariciones milagrosas a Santa Teresa de Jesús, la de Cristo atado a la columna y la de la Virgen María.
En el muro de la izquierda aparece el retablo de la Inmaculada, presidido por la imagen de Juan de Mesa, excelente talla de bulto redondo que muestra a la Virgen con el hábito de la orden carmelita y que llegó a estar situada en el retablo mayor. Podría ser una obra de juventud del maestro, ya que se apunta su cronología hacia 1610, momento en el que un documento de la comunidad hace alusión a la posesión de una talla de la Inmaculada y otro de San José. Se puede relacionar con otras obras del maestro como la Virgen de las Cuevas que se conserva en el Museo de Bellas Artes proveniente de la Cartuja sevillana. Es un retablo del último tercio del siglo XVII cercano a la plástica de Fernando de Barahona, que se completa con las esculturas de San Juan Bautista con el cordero, y el profeta Elías con su espada de fuego, todo en un conjunto de minuciosa y recargada decoración de hojarascas, racimos de uvas y frutas. En el cuerpo superior hay un altorrelieve con el tema de los Desposorios místicos de Santa Teresa, flanqueado por dos ángeles mancebos. Las esculturas del retablo parecen cercanas al taller de Pedro Roldán, habitual colaborador de Simón de Pineda.
A continuación, en el retablo del Calvario, encargado por los herederos de Héctor Antúnez, destacan las pinturas sobre tabla de San Agustín, Santa Catalina, San Juan Bautista, la alegoría del Cordero Místico y San Juan de la Cruz, obras que suelen atribuirse a Francisco Varela. Originalmente esta ocupado por una pintura central de la Virgen acompañada por una talla de San Francisco. Es un conjunto de formas manieristas, realizado en 1630, de una capilla cuya propiedad inicial correspondió al poeta Francisco de Rojas.
La siguiente hornacina la ocupa otro retablo de la Inmaculada, del último tercio del siglo XVII, con pinturas alusivas a la orden carmelita de autoría anónima de cronología anterior. Originalmente estuvo dedicado a San Juan de la Cruz, según consta en la inscripción de su ático y probablemente se realizó con motivo de la beatificación del santo. En su ático hay un lienzo de la Virgen del Carmen como madre de Misericordia, cobijando con su manto a la comunidad carmelita, iconografía que ya fue empleada por autores del siglo XVI en alusión a otras órdenes religiosas e incluso a gremios. Presidida por una Inmaculada del siglo XVIII en una hornacina, presenta pinturas en sus laterales que representan a Santa Teresa inspirada por el Espíritu Santo y a Santa María Magdalena de Pazzi en la visión de los instrumentos de la Pasión. En la zona interior del arco se sitúan las escenas del milagro de fray Jerónimo Gracián al contemplar un gran resplandor en la Sagrada Forma y la aparición de Cristo con la cruz a cuestas a San Juan de la Cruz.
El retablo de la Encarnación, a continuación, es obra documentada de Luis de Figueroa, con pinturas de Francisco de Herrera contratadas en 1627 y puede tomarse como típico ejemplo de arquitectura protobarroca del retablo sevillano, aquellas estructuras que siguieron los modelos de Montañés y que avanzaron hacia el dinamismo barroco. El dorado y encarnado de la obra corrió a cargo del pintor imaginero Baltasar Quintero. Presenta el tema de la Anunciación coronado en el ático por el Padre Eterno. El resto de las pinturas del retablo representan al Bautista, a San José, a la Virgen con el Niño y a Santa Teresa, siendo obras del siglo XVIII que se pueden atribuir al pintor sevillano Juan del Espinal. Al final del muro, junto a la puerta principal aparece un retablo con bustos relicarios y elementos recompuestos tanto del siglo XVII como del siglo XIX. Suele identificarse como el encargo de Antonio Cepeda que realizó en 1633 Antonio de la Puerta. A los pies de la nave de la iglesia se sitúa el llamado retablo de las reliquias, estructura de las llamadas de acarreo, formada por piezas de diferente procedencia. En su parte baja aparecen piezas como un autógrafo de Santa Teresa, reliquias del hábito de San Francisco de Asís o diversos relicarios con fragmentos de las vestimentas de San Fernando. En el cuerpo superior hay varias imágenes que fueron donadas en 1755 por Pedro Muñoz Barrientos y representan al Niño Jesús, la Virgen de los Reyes y a la Inmaculada. En un urna se agolpan diversos huesos y el posible cráneo de San Vicente Mártir. En la parte superior las reliquias parecen corresponder a Santa Venaria y a Santa Juliana, restos trasladados en época medieval.
En el muro de la derecha, tras pasar el acceso de la, habitualmente cerrada, puerta principal, se sitúa el retablo de Santa Teresita del Niño Jesús. Es una pieza que realizó entre 1732-33 el tracista José Maestre, con una estructura en la que se muestra a la santa titular en una gran hornacina con un medio baldaquino flanqueado por dos estípites. Se completa con las figuras de Santa Inés, San Antonio de Padua, la Inmaculada y un relieve con la cabeza del Bautista. La escultura de la titular parece provenir de la transformación de una antigua Virgen del Carmen del siglo XVIII que se adaptó a la iconografía actual. En siglos pasados parece que el retablo estuvo dedicado a San Juan de la Cruz. El singular retablo de San Carlos Borromeo, presidido por un busto-relicario del santo, está fechado en 1627. Se completa con diferentes escenas alusivas a la vida del obispo italiano. La motivación de este retablo podría buscarse en una tradición que indicaba la existencia de una capilla anterior al convento que estaría dedicada a San Carlos, la donación del terreno habría conllevado la dedicación de un altar al santo de Milán. Las escenas que aparecen alrededor del busto tienen una inscripción latina en la parte inferior que sirven de explicación narrativa. Entre las escenas representadas se pueden percibir el nacimiento del santo presidido por una gran luz dorada, los rezos de su infancia, su huida de las insinuaciones de una mujer, la elección de su tío Médicis como papa Pío VI, sus labores en defensa de la labor del Concilio de Trento, su visita a Suiza como arzobispo de Milán, representaciones alusivas a la terrible peste que asoló Milán o escenas finales que representan su ejemplar muerte. Son composiciones muy descriptivas de un discreto pintor anónimo que debió inspirarse en alguna de las numerosas fuentes grabadas que circulaban en la época por Sevilla. El último retablo del muro, junto al acceso a la sacristía, muestra a Santa María Magdalena de Pazzi, con hábito carmelita, imagen del siglo XIX que representa a la patrona del Carmelo y de Nápoles y Florencia. Se trata de un nuevo retablo recompuesto con materiales de acarreo que van desde las piezas de un retablo que realizó en 1633 Bartolomé de la Puerta a añadidos del siglo XIX que le dieron el actual aspecto neoclásico a la obra. Se corona en el ático por una pintura de la Piedad del siglo XVI.
Es visitable la sacristía, convertida en un pequeño museo de la historia del convento y de la orden. Allí destaca el original autógrafo del libro de Las Moradas y un ejemplar de la constituciones del convento de la Encarnación, así como diferentes cartas particulares de la santa fundadora. También se muestran diferentes objetos que pertenecieron a Santa Teresa como un relicario, un tambor, la campana, una capa, una sandalia y su báculo. Llama la atención la imagen del Niño Jesús conocido como el Quitito por haberlo traído de Quito la sobrina de la santa, Teresita de Cepeda, que fue novicia en esta comunidad. Otra imagen peculiar que se conserva en una de las vitrinas es la del Niño Jesús conocido en la comunidad como El Peregrino, pieza realizada en el siglo XVIII.
Excepcional documento gráfico es el retrato original de Santa Teresa que en 1576 realizó fray Juan de la Miseria, toda una descripción de aquella santa "de mediana estatura, antes grande que pequeña, tuvo en su mocedad fama de muy hermosa y hasta en su última edad mostraba serlo, era su rostro nada común sino extraordinario y de suerte que no se puede decir ni redondo ni aguileño... mal se puede con la pluma pintar la perfección que tenía...". Descripción literaria que no concuerda con el retrato del hermano carmelita. Dicen que al ver la obra, la santa de Ávila se quejó fraternalmente: "Ay fray Juan, que me has sacado fea y legañosa...". Genio y figura.
La clausura se organiza en torno al patio central de la antigua casa del banquero Pedro de Morga. Es un espacio irregular con dos niveles de arquería, de medio punto en la planta baja y rebajadas en la superior, solución que aparece en otros palacios y claustros conventuales de la época. En torno a esta zona se sitúan las principales dependencias de la vida comunitaria, el locutorio bajo, la sacristía interior, la sala capitular y la cocina. En el locutorio, lugar de encuentro de las monjas con familiares y amigos, destaca su artesonado de madera decorado con escudos y grutescos, de la época fundacional del convento, así como un lienzo de San José con el Niño y otro de San Pedro, ambos del siglo XVII. El refectorio está presidido por azulejos de iconografía carmelita del siglo XVII, siendo de la misma época algunas pinturas de sus muros como un San Francisco de Paula, la Sagrada Familia, o un milagro de Santa Teresa, no faltando el habitual púlpito desde el que una monja dirigirá lecturas de tipo espiritual durante las comidas. A continuación del refectorio se sitúa una doble crujía de celdas que cierra el jardín y la zona de granja posterior, lugar donde se criaban las famosas codornices productoras de los suculentos huevos empleados en algún bar del barrio de Santa Cruz. En este pasillo de tránsito abundan obras artística de notable interés como un retablo barroco dedicado a la Virgen del Carmen, la llamada Virgen de la Pera, de estilo cercano a Juan Bautista Vázquez, a finales del siglo XVI o un excelente San José con el Niño, habitual iconografía carmelita cuya talla parece obra salida directamente del taller de Pedro Roldán. Junto a numerosos grabados y cornucopias de estilo tardobarroco, destacan lienzos como los del Nazareno, de finales del XVI, los profetas Elías y Eliseo, de principios del XVII, y una Virgen de Guadalupe firmada por Andrés Mendoza, de la segunda mitad del siglo XVII. Otra sala importante de la planta baja es la llamada del relicario u oratorio, pequeña estancia en la que destaca un gran altar a modo de relicario de la primera mitad del siglo XVII con esquema tardomanierista y decoración de pináculos y frontones. Está presidida por una excelente tabla de la Piedad, del estilo de Luis de Morales que se flanquea por tablas de San Juan y la Magdalena. Todo el retablo aparece recargado de numerosas reliquias, calaveras y pequeños huesos de variada procedencia.
En la planta alta destaca la estancia de la recreación, con un notable artesonado de madera que se sostiene sobre cuatro trompas en forma de venera en sus esquinas. Acoge los restos de un retablo de finales del siglo XVII cercano al estilo de Bernardo Simón de Pineda, presidido por una talla de la Inmaculada. La otra sala destacable del piso superior es la llamada estancia de la santa, título que recoge de una talla de la fundadora, que no llegó a conocer el convento en su ubicación actual. Junto a un Crucificado de marfil y a diversas vitrinas propias de la estética conventual del siglo XVIII, destaca un excelente grupo en barro cocido de la Virgen con el Niño, pieza firmada por "Luisa Roldán, escultora de cámara de su magestad en Madrid. Año de 1699". Se trata de una de las escasas obras firmadas en la ciudad por la hija de Pedro Roldán, excelente escultora que terminó sus días como escultora de la corte tras una azarosa vida.
Los tres pilares de la comunidad de carmelitas descalzas son la oración, la vida fraterna y el trabajo. Su jornada comienza con el despertar a las 6.30 h de la mañana al que seguirá, media hora más tarde, el oficio de lectura y el rezo de laudes. Tras una oración posterior, llega la eucaristía a las 8.45 h (Domingos y festivos se retrasa hasta las 9.00 h). Le sigue el rezo de tercia y el desayuno, comenzando a las 10 de la mañana los quehaceres de la casa. Junto a las tareas propias de la casa (limpieza, mantenimiento, elaboración de la comida...) la comunidad realiza labores de encuadernación y bordados a máquina, siempre "en un clima de silencio y de oración". La comunidad también confecciona y vende rosarios, escapularios y diversas artesanías religiosas, así como ropitas para bebés, batones, baberitos, etc. La jornada de trabajo terminará a las 13.30 con el rezo de sexta al que sigue el almuerzo en el refectorio que se realiza en silencio, solo roto por una lectura espiritual. Tras el fregado llega la recreación durante una hora, que da paso al rezo de nona a las 15.30 h. Le sigue una hora libre o de descanso, que se extiende hasta las cinco de la tarde, momento de la lectura personal. Una hora más tarde llega el tiempo de la formación, de la preparación de cánticos o de diversos trabajos. A las 19.00 h se rezan vísperas seguidas de una oración que termina con la hora de la cena, a las 20.30 horas. Un nuevo tiempo libre y otro de recreación concluyen a las 22.45 con el rezo de completas, al que sigue el tiempo de descanso de la comunidad. Durante el día las monjas mantienen el torno abierto entre las 9.30 y las 13.30 h por la mañana y entre las 17.00 y las 19.00 por la tarde, existiendo la posibilidad de visitar la iglesia para grupos previamente concertados: en el torno nos dejarán unas llaves para abrir la iglesia con un tamaño tan descomunal que será imposible su pérdida (Manuel Jesús Roldán, Conventos de Sevilla, Almuzara, 2011).
"Las injusticias que se guardan en esta ciudad, la poca verdad, las dobleces... Yo le digo con razón [Sevilla] tiene la fama que tiene. Yo confieso que la gente de esta tierra no es para mí y me deseo ver ya en la tierra de promisión. La abominación de pecados que hay por aquí son para afligir harto. El Señor lo remedie..." Duras palabras las que lanzaba Teresa de Jesús sobre los sevillanos en 1576 tras la dificultosa fundación del primitivo convento de San José. Había llegado a Sevilla, uno de los grandes emporios comerciales y artísticos de la Europa del siglo XVI, en mayo de 1575, acompañada de pocas monjas, muchos recelos y muy poco dinero. Su primera casa se situó en la calle Armas, actual de Alfonso XII, junto al desaparecido convento mercedario de la Asunción, donde se acomodaron en unas estancias que les parecieron la casa lóbrega y oscura del hidalgo del Lazarillo. Allí convivieron con un ajuar escaso, sobre unos colchoncillos que según las monjas "estaban acompañados de mucha gente como piojos, chinches y otras molestas visitas". No fue éste el peor trago para santa de Ávila ya que tuvo que defenderse de un proceso de la Inquisición firmado en el castillo de San Jorge de Triana a comienzos de 1576. A ello habría que añadir las dificultades que les pusieron "los del paño" (los otros carmelitas), algunos sectores de la nobleza y del clero de la ciudad, la general incomprensión y hasta un calor sofocante que le hizo anhelar sus orígenes castellanos y comparar el verano sevillano con el mismísimo infierno. Pero, a pesar de tantas dificultades, la santa de Ávila supo salir airosa y, con apoyos como el de Lorenzo Cepeda, su hermano, pudo trasladarse en el mismo año 1576 a una nueva casa en la calle Pajería, la actual Zaragoza según nos recuerda un azulejo en el cruce con Doña Guiomar. No siendo muy conocido,sigue conservándose ese lugar en las cercanías a la Plaza Nueva, un rincón que parece llevarnos a la Sevilla del siglo XVI.
La primera comunidad estuvo formada por María de San José, Isabel de San Francisco, María del Espíritu Santo, Isabel de San Jerónimo, Leonor de San Gabriel y Ana de San Alberto. En 1586 se mudó a su actual emplazamiento, traslado que estuvo presidido por el propio San Juan de la Cruz, llegado a Sevilla para la ocasión, que valoró la compra de "unas casas principalísimas, que aunque costaron casi catorce mil ducados hoy valen más de veinte mil". En 1603 agregaron nuevas casas adquiridas al banquero sevillano Pedro de Morga, lo que conllevó la adaptación de los esquemas de los conventos carmelitas a la intrincada disposición de la judería sevillana y a una edificación civil preexistente. Esto explica que el convento no siga los modelos carmelitas que sí se siguieron en otros conventos andaluces de Úbeda, Lucena o Antequera. El banquero Pedro de Morga se vio obligado a la venta de su casa tras haber llegado a la quiebra económica; sus acreedores sacaron sus posesiones en pública subasta, siendo adquirida la construcción por Alonso de Paz, que vendió posteriormente el edificio a la comunidad carmelita.
En la historia de la edificación destacan las obras y reformas realizadas en el siglo XX. Entre 1950-52 el arquitecto municipal Aurelio Gómez Millán realizó un proyecto de restauración llevado a cabo solo en parte, actuación que conllevó la construcción de nuevas celdas y sus correspondientes servicios. Posteriores intervenciones fueron las del arquitecto Fernando Balbuena Cavallini en 1959, que añadió alguna celda nueva, y la más reciente restauración y consolidación del edificio por Rafael Manzano entre los años setenta y ochenta. En la historia más reciente del monasterio todavía se produciría una nueva fundación con origen sevillano; tendría lugar el 1 de noviembre de 1956, inicio de la nueva comunidad carmelita de Dos Hermanas, en unas casas solariegas que donó la condesa de Santa Teresa, que posteriormente profesaría en el convento.
La dedicación del templo a San José tiene origen en la profunda devoción que Santa Teresa tenía hacia el santo, una devoción que recogía la exaltación de "los padres terrenos", de Jesús que se realizó por los teólogos de la Edad Moderna. Un ejemplo representativo sería la obra del dominico Isolanus publicada den 1522 titulada Suma de los dones de San José, que defendió su figura como un compendio de todas la virtudes cristiana, idea que asimilarán órdenes como la del Carmelo, que la coloca como modelo de pobreza, obediencia y castidad en su camino de perfección. La devoción aumentó en Santa Teresa tras una enfermedad que sufrió en 1539 y de la que sanó gracias a su invocación. Por ello fue devoción principal del Carmen Descalzo, que en 1629 lo declaró patrono principal de la orden.
La iglesia presenta una sencilla disposición de una sola nave cubierta con bóveda de cañón mientras que la capilla mayor se cubre con una bóveda semiesférica. Las pilastras adosadas a los muros se alternan con grandes hornacinas que acogen diferentes retablos. Tras el traslado de las monjas en 1586, las obras debieron marchar a buen ritmo ya que en enero de 1616 se colocaron las esteras de su interior y se procedió al traslado desde la antigua capilla, de la cual hay noticias desde 1590. Fue el arquitecto milanés Vermondo Resta, afincado en Sevilla como maestro mayor de los Reales Alcázares en la primera mitad del siglo, el que diseñó en 1603 el proyecto de la planta del edificio y el pliego de condiciones para su realización. Las obras se paralizaron al año siguiente por motivos económicos, reanudándose durante el priorato de la madre María de San José, entre los años 1613 y 1615. Sus proporciones recuerdan a la iglesia parroquial de la Campana, obra documentada del autor italiano que, al parecer, también intervino en la sacristía, los coros, y los locutorios del convento. La iglesia primitiva debió estar situada en una de las alas del claustro central, en la zona actualmente ocupada por la enfermería. Entre las intervenciones posteriores que se le conocen destaca el arreglo de la bóveda en 1736 por el carpintero Fernando Rodríguez, la reforma de sus cubiertas en 1821 bajo la dirección de José Echamorro, la restauración posterior al terremoto de 1856 y la colocación de la actual solería de mármol en 1866. Es peculiar la disposición en planta de los coros, poco habitual en la ciudad. El coro bajo se abre en ángulo recto a la iglesia en la zona del presbiterio, el coro alto se sitúa a los pies de la nave de la iglesia.
El retablo principal ha conocido diversos cambios en la colocación de sus imágenes aunque en los últimos años se ha vuelto a estructurar según su primitiva disposición. Fue concertado el 15 de febrero de 1630 con el ensamblador Jerónimo Velázquez, costando algo más de cuatro mil ducados. Junto al contrato del retablo se estipuló un dibujo en el que se perfilaban sus trazas, documento que no se conserva en la actualidad. Se estructura según los modelos tardomanieristas de Montañés y se inspira claramente en modelos como el de Alonso Cano en la parroquia de Lebrija y, de forma más lejana, en el retablo principal de la iglesia jesuita de la Anunciación. Alterna columnas estriadas con frontones rectos de corte clásico, pinturas y esculturas y una sencilla decoración geométrica que incluso fue repetida, en época más tardía, en otros conventos carmelitas como el de San José en Sanlúcar la Mayor. La fuente fundamental de alternancia del orden gigante de las columnas con espacios decorados con frontones aparece en los Libros de arquitectura del italiano Jacoppo Vignola. En el banco, flanqueado el sagrario, se sitúan las tallas de Santa Inés con el cordero que hace alusión a su nombre y Santa Catalina, con la rueda alusiva a su martirio. Ya en el primer cuerpo aparece el grupo de San José con el Niño, iconografía habitual de los conventos carmelitas, con una disposición en la que el Niño aparece de pie conduciendo a San José, forma de representación habitual en la primera mitad del siglo (en la segunda mitad del siglo el Niño será portado por su padre). Es obra de Juan de Mesa, con algunas dudas en su cronología, al parecer existía con anterioridad al retablo. Estilísticamente se acerca mucho a la plástica de Martínez Montañés y a las piezas del retablo mayor de San Isidoro del Campo, por lo que no sería imposible la participación conjunta del taller. Se acompaña por dos imágenes laterales, de autoría anónima, representan a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz, los creadores de la reforma del Carmelo. Todas las tallas fueron policromadas por el pintor de origen luxemburgués Pablo Legot en 1632 una vez finalizada la obra de talla del conjunto. En décadas pasadas se alteró la concepción de la Inmaculada de Juan de Mesa de un retablo lateral, situándose al grupo de San José en la parte superior. Completan el retablo dos lienzos de la primera mitad del siglo XVII representando al profeta Elías, considerado origen de la orden, vestido con pieles y con su espada de fuego, y San Juan de la Cruz, reformador de la orden, con hábito carmelita y capa blanca y en actitud de oración ante la aparición de Cristo llevando la Cruz. El cuerpo superior está presidido por un Calvario en su parte central y se flanquea por otras dos pinturas anónimas que representan dos apariciones milagrosas a Santa Teresa de Jesús, la de Cristo atado a la columna y la de la Virgen María.
A continuación, en el retablo del Calvario, encargado por los herederos de Héctor Antúnez, destacan las pinturas sobre tabla de San Agustín, Santa Catalina, San Juan Bautista, la alegoría del Cordero Místico y San Juan de la Cruz, obras que suelen atribuirse a Francisco Varela. Originalmente esta ocupado por una pintura central de la Virgen acompañada por una talla de San Francisco. Es un conjunto de formas manieristas, realizado en 1630, de una capilla cuya propiedad inicial correspondió al poeta Francisco de Rojas.
La siguiente hornacina la ocupa otro retablo de la Inmaculada, del último tercio del siglo XVII, con pinturas alusivas a la orden carmelita de autoría anónima de cronología anterior. Originalmente estuvo dedicado a San Juan de la Cruz, según consta en la inscripción de su ático y probablemente se realizó con motivo de la beatificación del santo. En su ático hay un lienzo de la Virgen del Carmen como madre de Misericordia, cobijando con su manto a la comunidad carmelita, iconografía que ya fue empleada por autores del siglo XVI en alusión a otras órdenes religiosas e incluso a gremios. Presidida por una Inmaculada del siglo XVIII en una hornacina, presenta pinturas en sus laterales que representan a Santa Teresa inspirada por el Espíritu Santo y a Santa María Magdalena de Pazzi en la visión de los instrumentos de la Pasión. En la zona interior del arco se sitúan las escenas del milagro de fray Jerónimo Gracián al contemplar un gran resplandor en la Sagrada Forma y la aparición de Cristo con la cruz a cuestas a San Juan de la Cruz.
En el muro de la derecha, tras pasar el acceso de la, habitualmente cerrada, puerta principal, se sitúa el retablo de Santa Teresita del Niño Jesús. Es una pieza que realizó entre 1732-33 el tracista José Maestre, con una estructura en la que se muestra a la santa titular en una gran hornacina con un medio baldaquino flanqueado por dos estípites. Se completa con las figuras de Santa Inés, San Antonio de Padua, la Inmaculada y un relieve con la cabeza del Bautista. La escultura de la titular parece provenir de la transformación de una antigua Virgen del Carmen del siglo XVIII que se adaptó a la iconografía actual. En siglos pasados parece que el retablo estuvo dedicado a San Juan de la Cruz. El singular retablo de San Carlos Borromeo, presidido por un busto-relicario del santo, está fechado en 1627. Se completa con diferentes escenas alusivas a la vida del obispo italiano. La motivación de este retablo podría buscarse en una tradición que indicaba la existencia de una capilla anterior al convento que estaría dedicada a San Carlos, la donación del terreno habría conllevado la dedicación de un altar al santo de Milán. Las escenas que aparecen alrededor del busto tienen una inscripción latina en la parte inferior que sirven de explicación narrativa. Entre las escenas representadas se pueden percibir el nacimiento del santo presidido por una gran luz dorada, los rezos de su infancia, su huida de las insinuaciones de una mujer, la elección de su tío Médicis como papa Pío VI, sus labores en defensa de la labor del Concilio de Trento, su visita a Suiza como arzobispo de Milán, representaciones alusivas a la terrible peste que asoló Milán o escenas finales que representan su ejemplar muerte. Son composiciones muy descriptivas de un discreto pintor anónimo que debió inspirarse en alguna de las numerosas fuentes grabadas que circulaban en la época por Sevilla. El último retablo del muro, junto al acceso a la sacristía, muestra a Santa María Magdalena de Pazzi, con hábito carmelita, imagen del siglo XIX que representa a la patrona del Carmelo y de Nápoles y Florencia. Se trata de un nuevo retablo recompuesto con materiales de acarreo que van desde las piezas de un retablo que realizó en 1633 Bartolomé de la Puerta a añadidos del siglo XIX que le dieron el actual aspecto neoclásico a la obra. Se corona en el ático por una pintura de la Piedad del siglo XVI.
Excepcional documento gráfico es el retrato original de Santa Teresa que en 1576 realizó fray Juan de la Miseria, toda una descripción de aquella santa "de mediana estatura, antes grande que pequeña, tuvo en su mocedad fama de muy hermosa y hasta en su última edad mostraba serlo, era su rostro nada común sino extraordinario y de suerte que no se puede decir ni redondo ni aguileño... mal se puede con la pluma pintar la perfección que tenía...". Descripción literaria que no concuerda con el retrato del hermano carmelita. Dicen que al ver la obra, la santa de Ávila se quejó fraternalmente: "Ay fray Juan, que me has sacado fea y legañosa...". Genio y figura.
La clausura se organiza en torno al patio central de la antigua casa del banquero Pedro de Morga. Es un espacio irregular con dos niveles de arquería, de medio punto en la planta baja y rebajadas en la superior, solución que aparece en otros palacios y claustros conventuales de la época. En torno a esta zona se sitúan las principales dependencias de la vida comunitaria, el locutorio bajo, la sacristía interior, la sala capitular y la cocina. En el locutorio, lugar de encuentro de las monjas con familiares y amigos, destaca su artesonado de madera decorado con escudos y grutescos, de la época fundacional del convento, así como un lienzo de San José con el Niño y otro de San Pedro, ambos del siglo XVII. El refectorio está presidido por azulejos de iconografía carmelita del siglo XVII, siendo de la misma época algunas pinturas de sus muros como un San Francisco de Paula, la Sagrada Familia, o un milagro de Santa Teresa, no faltando el habitual púlpito desde el que una monja dirigirá lecturas de tipo espiritual durante las comidas. A continuación del refectorio se sitúa una doble crujía de celdas que cierra el jardín y la zona de granja posterior, lugar donde se criaban las famosas codornices productoras de los suculentos huevos empleados en algún bar del barrio de Santa Cruz. En este pasillo de tránsito abundan obras artística de notable interés como un retablo barroco dedicado a la Virgen del Carmen, la llamada Virgen de la Pera, de estilo cercano a Juan Bautista Vázquez, a finales del siglo XVI o un excelente San José con el Niño, habitual iconografía carmelita cuya talla parece obra salida directamente del taller de Pedro Roldán. Junto a numerosos grabados y cornucopias de estilo tardobarroco, destacan lienzos como los del Nazareno, de finales del XVI, los profetas Elías y Eliseo, de principios del XVII, y una Virgen de Guadalupe firmada por Andrés Mendoza, de la segunda mitad del siglo XVII. Otra sala importante de la planta baja es la llamada del relicario u oratorio, pequeña estancia en la que destaca un gran altar a modo de relicario de la primera mitad del siglo XVII con esquema tardomanierista y decoración de pináculos y frontones. Está presidida por una excelente tabla de la Piedad, del estilo de Luis de Morales que se flanquea por tablas de San Juan y la Magdalena. Todo el retablo aparece recargado de numerosas reliquias, calaveras y pequeños huesos de variada procedencia.
En la planta alta destaca la estancia de la recreación, con un notable artesonado de madera que se sostiene sobre cuatro trompas en forma de venera en sus esquinas. Acoge los restos de un retablo de finales del siglo XVII cercano al estilo de Bernardo Simón de Pineda, presidido por una talla de la Inmaculada. La otra sala destacable del piso superior es la llamada estancia de la santa, título que recoge de una talla de la fundadora, que no llegó a conocer el convento en su ubicación actual. Junto a un Crucificado de marfil y a diversas vitrinas propias de la estética conventual del siglo XVIII, destaca un excelente grupo en barro cocido de la Virgen con el Niño, pieza firmada por "Luisa Roldán, escultora de cámara de su magestad en Madrid. Año de 1699". Se trata de una de las escasas obras firmadas en la ciudad por la hija de Pedro Roldán, excelente escultora que terminó sus días como escultora de la corte tras una azarosa vida.
En 1575 Santa Teresa de Jesús fundaba, en unas casas de la actual calle Alfonso XII, un convento de carmelitas, que once años más tarde sería trasladado a su actual emplazamiento en el barrio de Santa Cruz.
La iglesia del convento tiene planta rectangular con una sola nave, cubierta con bóveda de cañón con lunetos, y capilla mayor cuadrada, sobre la que se sitúa una bóveda semiesférica. Una serie de pilastras se adosan a los muros, abriéndose entre ellos grandes hornacinas. La portada lateral derecha es de gran sencillez y se abre al compás del convento, mientras la situada en el muro de los pies es adintelada y se cubre con un tejaroz sobre tornapuntas de cerrajería, conteniendo restos de pinturas murales. La construcción data de principios del siglo XVII y sus trazas se atribuyen a Vermondo Resta.
El retablo mayor, compuesto por banco, dos cuerpos de tres calles y ático, fue concertado en 1630 por el ensamblador Jerónimo Velázquez. Su hornacina principal la ocupa una escultura de la Inmaculada, obra de Juan de Mesa, situándose en el banco imágenes de Santa Inés y Santa Catalina. En las calles laterales aparecen esculturas de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, y lienzos de este último santo y del profeta Elías. El remate alberga un grupo escultórico de San José con el Niño, obra de Juan de Mesa, fechada en 1620 y dos lienzos representando escenas de santas carmelitas. En el muro izquierdo del presbiterio se sitúa un interesante retablo, fechable en el último tercio del siglo XVII. Está dedicado a la Transverberación de Santa Teresa, tema que ocupa la hornacina central, completándose el conjunto con esculturas de San Juan Bautista, del profeta Elías, de la Virgen del Carmen y con un relieve de la Aparición de Cristo a Santa Teresa, que figura en el remate. Este retablo se atribuye a Fernando de Barahona. En el muro izquierdo de la nave se sitúa el retablo mandado hacer en 1630 por los herederos de Héctor Antúnez y Ana Hurtado. Su hornacina principal cobija un grupo escultórico del Calvario, apareciendo el intradós del arco decorado con pinturas sobre tabla, que representan a San Agustín, Santa Inés, Santa Catalina, San Juan Bautista, la Alegoría del Cordero Místico, la Visión de San Juan en Patmos y San Juan de la Cruz. El ático lo ocupa una pintura con una alegoría de la Inmaculada. El retablo situado a continuación puede fecharse en el último tercio del siglo XVII, y está presidido por una escultura de la Inmaculada, conteniendo además pinturas de Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Santa María Magdalena de Pazis, la Misa del Padre Gracián y la Virgen del Carmen protegiendo a la orden. Esta última ocupa el ático que remata el conjunto. El retablo de la Encarnación fue terminado por el ensamblador Luis de Figueroa en 1629 para Don Bernardo Pérez y Doña Beatriz del Castillo. El lienzo que lo preside y el Dios Padre del ático son obras de Francisco de Herrera el Viejo, pintor sevillano del primer tercio del siglo XVII, mientras que las pinturas del intradós del arco representan a San Juan Bautista, San José, La Virgen con el Niño y Santa Teresa, y se pueden atribuir a Juan de Espinal, pintor sevillano del XVIII. El último retablo, que presenta elementos de los siglos XVII y XIX, contiene una escultura de la Inmaculada y dos bustos-relicarios, pudiendo ser el realizado por Bartolomé de la Puerta en 1633, encargado por Don Antonio de Cepeda.
Ocupan el muro derecho del templo los retablos de Santa Teresita del Niño Jesús, San Carlos Borromeo y de Santa Rita de Casia. El primero, articulado por estípites es obra de José Maestre en 1732, ofrece esculturas de Santa Inés, San Antonio de Padua y la Inmaculada, además de la titular, y un relieve con la Cabeza del Bautista. El segundo retablo, fechado en 1627, está presidido por un busto-relicario de San Carlos Borromeo y se completa por doce pinturas con escenas de la vida del santo. El retablo de Santa Rita, recompuesto con elementos de los siglos XVII y XIX, lo preside la escultura de la santa titular, obra del XIX y lo remata una pintura de la Piedad, del siglo XVI.
En la Sacristía hay una cajonería de mediados del siglo XVII y lienzos del siglo XVIII, además de una vitrina en la que se han reunido diversas reliquias y objetos pertenecientes a Santa Teresa de Jesús, fundadora del convento. Destacan entre ellos el original autógrafo de Las Moradas, nueve cartas dirigidas a particulares, un ejemplar de las constituciones del Convento de la Encarnación, una escultura del Niño Jesús llamado «el Quitito», propiedad de la sobrina de la santa, y el retrato de Santa Teresa pintado por fray Juan de la Miseria en 1576.
Merecen destacarse asimismo las piezas de orfebrería que posee el convento. Sobresalen dos arquetas de filigrana, una del siglo XVI y otra del XVII, y un cáliz decorado con piezas de coral, con los punzones de la ciudad italiana de Palermo, regalado por el cardenal Palafox, varios pares de vinajeras y un ostensorio con esculturas alegóricas de la Eucaristía en la peana. Es muy interesante el tríptico que se dice perteneció a la Santa, y de gran riqueza el relicario, moderno, en forma de muralla que contiene el original de Las Moradas (Alfredo J. Morales, María Jesús Sanz, Juan Miguel Serrera y Enrique Valdivieso. Guía artística de Sevilla y su provincia. Tomo I. Diputación Provincial y Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2004).
El convento sevillano de San José del Carmen contiene diversidad de estilos y cronologías como consecuencia del proceso de incorporación de las casas que protagonizaron la etapa fundacional y de las diferentes etapas constructivas promovidas por las reformas, adaptación e incorporación al nuevo edificio.
La fachada principal se abre a la calle Santa Teresa quedando en ella claramente diferenciadas las dos zonas principales del mismo, la iglesia y las dependencias conventuales.
La iglesia, situada a la izquierda de las dependencias del convento, presenta la fachada a los pies de la nave en donde se abre su portada principal la cual se compone de un vano adintelado inserto en un arco de escasa anchura que descansa sobre dos ménsulas con rostros antropomórficos y sobre la que se encuentra un tejaroz, con estructura de madera y cubierta de tejas, que apoya en el muro mediante tornapuntas de forja. Bajo él se alojan pinturas murales con temas alusivos al Carmelo: La Inmaculada Concepción entre monjas de la Orden, San José y Santa Teresa y dos tarjas con el símbolo de San Elías, la espada flamígera y el libro abierto, el escudo de la Orden Carmelita y la figura del Espíritu Santo en forma de paloma entre cabezas de querubes, que debieron ser realizada hacia 1635.
La portada principal del convento, situada a la derecha de la de la iglesia, es de sencilla composición adintelada decorada solo con una pintura mural, situada sobre el dintel e incluida en una tarja sujeta por figuras de ángeles, en la que se representa el escudo de la Orden Carmelita, y sobre la que se encuentra una pequeña ventana protegida por herrajes de forja. En el resto de las fachadas que conforman el conjunto se sigue el esquema común de las del tipo conventual, muros encalados y escasos vanos, permaneciendo a la vista algunas piedras de molinos embutidas en la parte baja. En todo los paramentos se resaltan los zócalos contrastados en color almagra al igual que los escasos elementos constructivos existentes, como la línea de cornisa del primer y segundo cuerpo o alguna pequeña ventana protegida con herrajes, y solo algún elemento decorativo aislado, como el pequeño retablo de azulejos con el retrato de Santa Teresa de Jesús, copia del de Fray Juan de las Miserias, que se encuentra en el quiebro del muro de la fachada lateral.
El convento, en lo referente a la distribución espacial, ha sufrido una evolución que ha configurado una organización compleja en torno a los espacios libres, siendo los principales el compás, el claustro y el patio de la subpriora y los menores, el patio de la bóveda, por hallarse bajo él la cripta de la comunidad, y el patio del cenador, asociado a las funciones de servicio para la cocina. Cuenta también con un jardín trasero, organizado por parterres, con especies arbóreas y plantas ornamentales.
Atendiendo a la mayor notoriedad arquitectónica y a criterios cronológicos, el edificio queda diferenciado en planta en dos sectores:
1. Sector correspondiente al palacio renacentista cuyo patio ha sido convertido en claustro y las estancias perimetrales en locutorio, enfermería, refectorio y portería interior con el torno. El patio de la subpriora y las estancias relacionadas con el: Paso dorado, salón, biblioteca y oratorio de la Santa Madre.
2. Sector correspondiente a la iglesia barroca y dependencias anexas, las sacristías, el coro bajo, el oratorio de Madre Juana de la Santísima Trinidad, la portería exterior y el zaguán que comunica con el compás.
La Portería externa es una sencilla dependencia del siglo XVII ubicada tras la portada principal, presenta cubierta de vigas de madera con tablazón y se comunica con el compás a través de un gran arco de medio punto que descansa sobre pares de columnas de mármol con capiteles de pencas en el testero izquierdo y dos pilastras toscanas en el contrario.
El Compás es un espacio abierto rectangular que sirve de comunicación entre la portería externa, la iglesia y la clausura.
Lo conforma por su lado izquierdo el muro lateral de la Iglesia en donde se abre una de sus puertas de acceso con una portada de sencilla traza, adintelada, inscrita en un arco y elevada sobre cuatro escalones de mármol realizados con lápidas funerarias reutilizadas. En la parte alta de este muro se abren dos ventanas para la iluminación del templo y sobre el tejado se eleva una buhardilla con vano rectangular rematada por un frontón triangular sobre pilastras. En el muro derecho del compás se ubica la portería interior donde se encuentra el torno; es una pequeña dependencia en cuyo muro frontero hay un poyo de fábrica con azulejos del siglo XVII. Tras ella, y a través de otra pequeña estancia, se accede al claustro, antes patio principal del palacio del siglo XVI y al que se abren las dependencias destinadas a locutorio, enfermería, cocina y refectorio en la planta baja.
El Claustro es de planta rectangular con galerías en sus cuatro frentes, las de la planta baja con columnas de fuste cilíndrico de mármol con capiteles de extraordinaria factura en los que alternan los de caulículos macizos con los corintios de hojas de acanto y con cimacios sobre los que apoyan arcos de medio punto enmarcados por alfices. En las galerías de la planta superior se repite el esquema compositivo de la planta baja aunque con balaustrada de mármol, siendo de destacar las columnas de los ángulos que están unidas y talladas en una misma pieza. Las vigas principales de la techumbre de las galerías presentan pinturas con motivos de "candelieri" ocupando toda la superficie de las caras laterales. El suelo del claustro y la fuente situada en el centro son de moderna factura aunque con azulejería reutilizada del siglo XVII. Los muros son encalados y con zócalos de azulejos de diversas épocas y estilos, algunos trabajados mediante la técnica de cuenca con motivos vegetales de colores ocre, verde y azul sobre fondo blanco, enmarcados por una composición romboidal con plinto de modillones y crestería superior de cornucopias y flores. Las puertas que se abren a las galerías están enmarcadas con yeserías en las que se conjugan los motivos góticos y los renacentistas. En la crujía suroeste, actualmente ocupada por el locutorio y la enfermería, es donde posiblemente se ubicaría la primera iglesia conventual.
El Locutorio es una notable estancia de planta rectangular dividida en dos por una reja y con techumbre plana de vigas vistas que contienen una prolija decoración pintada distribuida en la seis jácenas que constituyen su armazón, con un amplio repertorio de flora y fauna fantástica alternando con motivos heráldicos sobre fondo rojo.
El Refectorio es de planta cuadrada y con zócalo de azulejería en todo el perímetro en el que alternan los azulejos de cuenca con otros del siglo XIX. La techumbre es plana y con grandes vigas de madera sobre ménsulas. Está presidido por un interesante paño de azulejos con el Escudo de la Orden entre roleos vegetales y orlas del siglo XVII y en el ángulo oriental tiene situado un púlpito de madera con una sencilla decoración tallada de estrías y cuarterones.
La Cocina, contigua al refectorio, es una estancia de planta cuadrada cruzada por cuatro grandes arcos de medio punto que parten en ángulo recto desde los muros y confluyen en el centro sobre una columna de mármol. Según María Luisa Cano, pudo constituir el ingreso al primitivo palacio así como al convento en el siglo XVI, aunque posteriores reformas realizadas posiblemente en el siglo XVIII la adaptarían a la nueva función.
En conexión con esta zona de la clausura se encuentran las dependencias en torno al denominado "patio de la subpriora" pertenecientes también al palacio renacentista. Este patio, de planta rectangular y de pequeñas proporciones, debido a la reforma del siglo XVII en la que eliminaron dos de sus lados para la construcción del antecoro que pone en comunicación el patio principal con el coro bajo, presenta cuatro arcos en un lado y dos en el otro, actualmente tapiados y con ventanas entre ellos, con las características estilísticas de principios del siglo XVI, de acusado peralte, inscritos en alfices y apoyando sobre columnas de mármol con capiteles campaniformes.
En la confuencia de las dos galerías que lo conforman se encuentra la escalera principal de acceso a la planta alta, construida en 1951 en sustitución de la original del XVI de angostas dimensiones que todavía se conserva. Preside esta escalera un cuadro de la Virgen de Guadalupe, firmado por el pintor mejicano Antonio de Torre fechado en 1721, y el retrato del primer Provincial de la Orden, el Padre Jerónimo Gracián, firmado por Cristóbal Gómez y fechado en 1583.
En la planta alta se accede en primer término al denominado "Paso Dorado", galería que pone en comunicación las dependencias de esta zona con las del claustro principal, llamada así por el bellísimo artesonado adintelado con piñas de mocárabes que lo cubre. Situado a la derecha de la puerta de la escalera se encuentra el salón de la "Recreación Alta" que asoma al jardín trasero mediante dos balcones, es una estancia de planta rectangular cubierta por un importante artesonado de forma ochavada apoyado sobre cuatro grandes veneras esquinadas a modo de trompas. Preside este salón un interesante retablo baldaquino del siglo XVII en cuyo interior, situado sobre una consola, se encuentra la imagen de la Inmaculada del Noviciado del siglo XVIII y estilo montañesino.
Frente a la escalera se abre la puerta del Oratorio, denominado "Celda de la Santa Madre" por la escultura sedente de la santa que en ella se encuentra; es una estancia de planta rectangular con techumbre plana de vigas de madera en cuyo extremo hay un arco rebajado conformando una especie de presbiterio en donde se encuentra un retablo relicario sobre una mesa de altar, articulado en cuatro calles por pilastras cuyo interior cuenta con huecos para las reliquias y en el ático con una pintura del "Ecce Homo", copia de Murillo entre registros ovalados. Hay además otros bienes de singular importancia como: Una escultura de la Virgen con el Niño, de barro cocido, firmada por Luisa Roldán y fechada en 1699; una imagen de Santa Teresa, de candelero de hacia 1618, sentada en un sillón isabelino donado por la duquesa de Montpensier, o un cuadro de la Divina Pastora, de Alonso Miguel de Tovar, del siglo XVIII.
La Biblioteca, situada a la izquierda de la escalera en el extremo del Paso Dorado, es una habitación rectangular cubierta por un rico artesonado compuesto por ocho paños en los que se recrean estrellas de diez puntas que confluyen en un paño central con una piña de mocárabes dorada. Aquí se encuentra un retrato sobre tabla, fechable en el primer tercio del XVII, de María de San José que vino a Sevilla con Santa Teresa y fue la primera priora del convento. A través de la biblioteca se accede al lavadero situado en la tercera planta en la azotea del extremo este. La comunicación del "Paso Dorado" con las galerías altas del claustro principal se realiza a través de una puerta adintelada flanqueada por un amplio marco de azulejos sobre zócalo de gran interés artístico. Estas galerías conservan artesonados de maderas semejantes a los de la planta inferior pero con la decoración pictórica muy perdida.
Ocupando toda la crujía noroeste del claustro en la planta alta se encuentra el Salón, una gran sala presidida por una escultura de la Virgen del Carmen del siglo XVII colocada en una hornacina abierta en el muro; es la sala de mayores dimensiones de las existentes en esta planta, presenta cubierta adintelada moderna pero en la que aún se conservan los tirantes de madera del antiguo artesonado; a través de ella se accede al coro alto y al locutorio alto por unas pequeñas escaleras situadas en los ángulos.
De nuevo en la planta baja y a través del Antecoro se accede al Coro Bajo. El Coro Bajo es una amplia estancia rectangular cubierta con bóveda de cañón rebajada, edificada entre 1603 y 1615, que conecta con el presbiterio de la iglesia mediante una reja sobre la que aparece una pintura mural con la representación de un Calvario y mediante el comulgatorio de las religiosas, situado a su derecha, elevado sobre un podium de azulejos de los siglos XVII y XVIII y flanqueado por una falsa portada de madera tallada, dorada y estofada.
Desde el coro se accede al "Oratorio de la Madre Juana de la Santísima Trinidad"; construido entre 1624 y 1627 con recursos donados por la madre Juana de la Santísima Trinidad, duquesa de Béjar "para labrar la capilla de su Cristo". Lo componen dos pequeñas capillas, la primera es de planta rectangular con cubierta abovedada y sirve de paso a la capilla principal que es de planta cuadrada cubierta con cúpula de yeserías planas con motivos de cartones recortados. A través del coro bajo se accede a la Sacristía. El convento posee tres sacristías, una interior dentro de la clausura y dos exteriores abiertas a la iglesia y comunicadas entre sí de la misma época constructiva que la iglesia aunque muy transformadas al incluirse entre ellas la Vitrina con las reliquias de Santa Teresa.
El templo es de planta rectangular, de una sola nave con cuatro tramos y con la capilla mayor de testero plano. La conexión con el convento se realiza a través del muro de la Epístola en donde se abre la puerta al compás situada en el tercer tramo de la nave, mientras que la conexión con la sacristía y coro bajo se realiza en el tramo inmediato a la capilla mayor. Los paramentos interiores se encuentran articulados mediante la división de los muros por pilastras que sostienen un entablamento. El interior en la actualidad está totalmente encalado a excepción de la capilla mayor y de algunos restos de pinturas murales repartidos por el mismo.
Iniciando el recorrido desde los pies de la nave, se encuentra en primer lugar el cancel protegiendo la puerta de entrada, fabricado de madera con cuarterones y ocupando casi la totalidad del muro. En la zona superior, sostenido por un gran arco rebajado, se encuentra el coro alto abierto a la nave mediante una reja.
La capilla mayor está cubierta por una cúpula sobre pechinas formada por nervios decorados con grandes puntas de diamantes y cabujones ovalados en alternancia que confluyen en un óvalo central en el que se encuentra una piña tallada y dorada.
Al exterior, junto al muro de la Epístola y sobre la sacristía, se levanta la espadaña, de estilo manierista, de dos cuerpos, con dos vanos y dos campanas. El tímpano del frontón triangular partido del entablamento del primer cuerpo contiene un escudo de la Orden del Carmen de azulejos polícromos; en el segundo cuerpo hay un panel de azulejos en el que puede leerse: "CASA DE LAS TERESAS".
El Convento de San José del Carmen, conocido popularmente como «Las Teresas», se ubica en uno los sectores del Conjunto Histórico de la ciudad de Sevilla de mayor densidad patrimonial, el barrio de Santa Cruz. Su arquitectura se encuentra mezclada en un parcelario densamente ocupado desde época medieval en el que se conserva el trazado sinuoso de sus calles, las relaciones volumétricas que cohesionan el conjunto de sus inmuebles y un valor ambiental de gran homogeneidad que confiere al edificio las características armónicas de su ubicación.
Los valores históricos del edificio conventual están estrechamente relacionados con el asentamiento de la Orden de las Carmelitas Descalzas en la ciudad de Sevilla, para lo que contó con la presencia de la propia fundadora, Santa Teresa de Jesús, quien protagonizó la adquisición de las primeras casas de la Orden en la ciudad, la de las calles de las Armas y Pajería, actuales Alfonso XII y Zaragoza, y posteriormente la compra de la actual sede en la antigua collación de Santa Cruz, a lo que contribuyó económicamente incluso Lorenzo de Cepeda, hermano de Santa Teresa, que llegó a Sevilla con rentas de explotaciones propias procedentes de América. Con todo lo cual y tras vender la casa de la calle Pajería, la Orden adquirió unas casas pertenecientes al banquero Pedro Morga en donde se ubicaron definitivamente a finales del mes de abril de 1576, en la hoy denominada calle Santa Teresa, número siete. Estas casas, conservadas íntegramente en la actualidad, conformaban un palacio de estilo renacentista organizado en torno a un patio columnado en doble altura con dependencias enriquecidas por techumbres mudéjares con decoración pictórica de «candelieri», importantes paños de azulejería y otros motivos decorativos, como celosías de clara raigambre gótica o frisos con relieves del repertorio ornamental plenamente renacentista, de extraordinaria calidad por su ejecución y maestría.
Por otro lado el incremento de la relevancia que la orden experimentó en los años que siguieron a la fundación provocó un rápido proceso de ampliación de las instalaciones, incorporándose las casas colindantes y adquiriéndose otras para la obtención de los solares donde construir lo que será la gran aportación de la Orden al edificio conventual, el templo, cuya construcción se inició en 1603 bajo la dirección del Maestro Mayor, Vermondo Resta, por lo que fue concebido en el momento de la transición del manierismo al barroco, en el contexto de una arquitectura de corte sobrio, posterior al Concilio de Trento, en conexión con los preceptos de austeridad de la Orden Carmelita reformada. El edificio se terminó entre 1615 y 1618 y, a falta de otras modificaciones posteriores, se consagró en 1616 (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Este convento, situado en el barrio de Santa Cruz. se instala sobre el palacio que don Pedro Morga mandó construir en 1567, adquiriéndolo la comunidad religiosa en 1586.
El edificio, que forma parte del viejo trazado medieval islámico del barrio, conserva gran parte de la estructura arquitectónica del palacio primitivo. El convento se desarrolla entre medianerías, pues aunque dispone de fachada a la calle Santa Teresa, trata ésta corno una medianera más. Sobre este gran muro de fachada se abre sólo la portada de la iglesia, de trazas muy sencilla -un vano simple con gran tejaroz- y la puerta de acceso al convento, a través del pequeño compás.
Al fondo de la edificación el convento dispone de un gran espacio libre destinado a huerta y granja. La fachada del convento a este recinto abierto es la única fachada que construye el edificio. Corresponde a una pieza rectangular de gran tamaño que alberga los dormitorios; básicamente se organiza en una doble crujía con celdas a un lado y otro del pasillo central. Las fachadas de esta gran sala, que se contraponen a aquélla, se abren a dos patios laterales. El centro de esta construcción -entre los dos patios- lo ocupan las dos grandes escaleras principales del convento. Justo desde estas dos escaleras y en dirección perpendicular a la sala de dormitorios se abre una galería, que atraviesa diametralmente el conjunto edificado, coincidiendo con una de las galerías del patio principal que permite ordenar el resto de las dependencias del convento.
Esta galería se abre igualmente en planta alta, y está cubierta con artesonado de madera que se apoya en un friso de yeserías platerescas.
El patio principal, del siglo XVI, a la derecha de esta galería, se construye en sus cuatro frentes con arquerías sobre columnas y conserva la primitiva traza del palacio de Morga, así como todas las dependencias que lo circunden. Las galerías del patio se cubren con techos de madera tallada.
El compás, de dimensiones similares a las de este patio, se sitúa entre éste y la iglesia a la altura del recodo que forma la calle.
A la izquierda del compás se encuentra el muro derecho de la iglesia, sobre el que se abre la portada lateral. La iglesia, que se construye en el primer tercio del siglo XVII, se compone de una sola nave recta, con bóveda de cañón y cúpula en el crucero. En los muros laterales se disponen de grandes hornacinas flanqueadas por pilastras que reciben los arcos fajones de la bóveda de la nave. A los pies se sitúa el coro alto, sostenido por tres arcos semicirculares que apoyan en columnas de mármol.
El convento ocupa en planta baja, incluyendo patios y jardines, una superficie aproximada de 2.400 m2 (Guillermo Vázquez Consuegra, Cien edificios de Sevilla: susceptibles de reutilización para usos institucionales. Consejería de Obras Públicas y Transportes. Sevilla, 1988).
El convento de San José, llamado de las Teresas, por haber sido fundado por la santa de Ávila en 1586. La iglesia, única zona visitable, ofrece al exterior una fachada tan humilde que casi pasa desapercibida. El interior es más rico. Tiene una sola nave cubierta con bóveda de cañón con lunetos que en el presbiterio se convierte en cúpula de media naranja sobre pechinas. El retablo mayor es de un sencillo y elegante barroco. Fue realizado en 1630 por Jerónimo Velázquez. En la hornacina principal están las imágenes de San José con el Niño y la de la Inmaculada, ambas talladas por Juan de Mesa en 1620. Entre el resto de los buenos retablos que hay en la nave sobresale el de la Encarnación, en el muro izquierdo, con dos lienzos, el de la Anunciación y el de Dios Padre, pintados por Francisco Herrera el Viejo. El resto de las pinturas se atribuyen a Juan de Espinal. El convento guarda un tríptico que, según cuentan, perteneció a santa Teresa, así como un relicario que contiene el original de Las Moradas, la famosa obra de la santa (Rafael Arjona, Lola Walls. Guía Total, Sevilla. Editorial Anaya Touring. Madrid, 2006).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia;
Nacida en 1515, en Ávila, en el seno de una familia de judíos conversos (¿?), a los dieciocho años ingresó en el convento de las carmelitas. En su autobiografía escrita en 1562 (El libro de su vida [1562-1565]; el Libro de las fundaciones [1573-1582] y el Libro de las Relaciones o Cuenta de conciencia [1560-1579]) y en el tratado que tituló Castillo interior o Las moradas (1588) ha relatado sus visiones y éxtasis: le parecía que su alma le arrancaba el cuerpo enfermizo, sometido a accesos de catalepsia, y que la consumía. Tan práctica y enérgica como mística y contemplativa, a fuerza de obstinación consiguió la reforma de su orden. Radicó su primer convento reformado en Ávila, bajo la advocación de San José, a quien había adoptado como patrón. Murió en Alba de Tormes, el 4 de octubre de 1582, pero a causa de la reforma gregoriana del calendario, que suprimió once días, su fiesta se trasladó al 15 de octubre.
CULTO
Fue beatificada en 1610 y canonizada en 1622. Su corazón se venera en el convento de las carmelitas de Alba de Tormes, en él se muestra la herida que le infiriera el dardo de un serafín.
Protectora de España, de Ávila y de Valladolid, y de la orden de las carmelitas, se convirtió en la patrona de la reina María Teresa de España, esposa de Luis XIV de Francia.
Como a Santa Odila de Alsacia, se la invocaba para el alivio de las almas del purgatorio y contra las enfermedades cardíacas.
Era la santa patrona de los galoneros, porque las carmelitas bordaban ornamentos eclesiásticos.
En España se la ha elegido de manera un tanto inesperada como patrona de la Intendencia militar, sin duda no a título de mística, sino por haber sido reformadora de su orden, que administró con un notable sentido práctico.
ICONOGRAFÍA
Sus atributos son un ángel atravesándole el corazón con una flecha de fuego y una paloma inspiradora que planea sobre su cabeza (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Sus atributos son un ángel atravesándole el corazón con una flecha de fuego y una paloma inspiradora que planea sobre su cabeza (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia;
Teresa de Cepeda y Ahumada; Teresa de Ahumada; Teresa de Ávila, Santa Teresa de Jesús (¿Gotarrendura, Ávila?, 28 de marzo de 1515 – Alba de Tormes, Salamanca, 4 de octubre de 1582). Monja carmelita descalza (OCD), fundadora de monasterios de monjas y frailes contemplativos (o descalzos), mística, escritora.
Su padre, Alonso Sánchez de Cepeda, era hijo del converso Juan Sánchez de Toledo, afortunado mercader, casado con Inés de Cepeda. Don Juan había judaizado y fue penitenciado por la Inquisición. A raíz de este trance, tuvo que trasladar su negocio de paños a Ávila, donde volvió a prosperar, educando sus hijos cristianamente y casando a todos con familias hidalgas. No cejó hasta alcanzar en 1500 una ejecutoria que le hizo emparentar con un caballero de Alfonso XI. Su hijo, Alonso Sánchez de Cepeda, se casó en 1505 con Catalina del Peso e instaló su domicilio en las que fueran “Casas de la Moneda”.
La mujer murió dos años después, dejándole dos hijos: María de Cepeda y Juan Vázquez de Cepeda. En 1509 Alonso contrajo segundas nupcias con Beatriz de Ahumada, de quince años, que residía en Olmedo con su madre, Teresa de las Cuevas. La boda se celebró en Gotarrendura, donde los padres de Beatriz tenían casa señorial. Allí nació la primera hija de Beatriz, el 28 de marzo 1515, que recibió el nombre de la abuela y el apellido de su madre: Teresa de Ahumada.
Algunos autores se inclinan por Ávila como lugar de nacimiento de Teresa.
Toda su vida, Teresa de Ahumada tuvo que enfrentarse con una triple limitación socio-cultural y religiosa: era mujer y monja en una época en que la cultura dominante, el saber y el poder, en la sociedad y en la Iglesia, estaban totalmente en manos de los hombres; además, pertenecía a una familia de mercaderes; por último, era hija de conversos en una época en que se impusieron en Castilla los Estatutos de Limpieza de Sangre. Este dato da idea de su enorme repercusión en la biografía teresiana. Los Cepeda, a pesar de haber suprimido el hebraizante apellido de Sánchez figuraban como “modelo de familia judeo-conversa”. El comprobar ascendencia hebrea era la mayor infamia; de ahí las “ejecutorias de hidalguía”, como era el caso de los Sánchez de Cepeda.
Debe acentuarse, pues, la importancia que tuvo en la formación y actuación social-religiosa de Teresa de Ahumada el origen converso de su familia. Así, el tema de la honra, tema central de los escritos teresianos, corresponde a la obsesión por la “negra honra” de parte de los conversos. Américo Castro ya nota en la nieta del converso toledano “un anhelo de compensar con linaje espiritual la carencia de uno socialmente aceptable”. Teresa conoció los esfuerzos de su padre y de sus tíos conversos para lograr una declaración de hidalguía. Pero, hablando de sus padres, no dice que fueron “hidalgos”, sino “virtuosos y temerosos de Dios”. La atmósfera cultural-religiosa en la cual Teresa se educó es por ella caracterizada cuando escribe: “Era mi padre aficionado a leer buenos libros, y así los tenía de romance para que leyesen sus hijos éstos”, y de su madre declara: “Con el cuidado que mi madre tenía de hacernos rezar y ponernos en ser devotos de nuestra Señora y de algunos santos, comenzó a despertarme, de edad —a mi parecer— de seis o siete años”. La niña precoz pasó a ser la habitual compañera y confidente de doña Beatriz, que la enseñaba a leer y escribir. El temor a que sus hijas sufrieran la influencia de los alumbrados inducía a padres de familia a negarse a que sus hijas aprendiesen a leer y escribir. Tal temor no existía en casa de los Cepeda y Ahumada. La actitud de Alonso y Beatriz a este respecto era innovadora para la época. El libro que dejó una huella indeleble en Teresa y en su hermanito Rodrigo era el Flos Sanctorum, que tenía la vida de Cristo y de muchos santos. “Espantábanos mucho —dice ella— el decir que pena y gloria era para siempre, en lo que leíamos... Gustábanos de decir muchas veces: ¡para siempre, siempre, siempre!”.
Y concluye: “En pronunciar esto mucho rato era el Señor servido me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad”.
En los umbrales de la adolescencia, Teresa perdió a su madre. Se le abrió un gran vacío afectivo. Después de una temporada de devaneos mundanos, Alonso recogió a su hija en el Convento de monjas Agustinas Santa María de Gracia, como doncella de piso.
Tal “mudanza” de la casa de su padre a un mundillo monjil significaba para Teresa una seria confrontación con su destino. En María de Briceño, maestra de novicias y de las doncellas, encontró la joven Teresa a “la amiga de más edad”, la confidente de sus intimidades, que le quitó “algo de la gran enemistad que tenía con ser monja”. En su alma empezó a surgir “la verdad de cuando niña”. Confiesa: “A cabo de este tiempo [...] ya tenía más amistad de ser monja”. Su proceso biográfico espiritual tomó un rumbo definitivo en el encuentro con su tío Pedro Sánchez de Cepeda, converso retraído y lector de “buenos libros en romance”.
Teresa escribe: “Aunque no acababa mi voluntad inclinarse a ser monja, veía era mejor y más seguro estado, y así poco me determiné a forzarme para tomarle”.
Además, en casa de su tío, dice: “Leía en las Epistolas de San Jeronimo, que me animaban de suerte que me determiné a decirlo a mi padre, que casi era como a tomar el hábito”. Teresa, “la más querida de su padre”, tuvo que ver cómo éste se puso delante “con ruegos, lágrimas y suspiros por detenerla”. Pero, “lo que más se pudo acabar con él fue que después de sus días haría lo que quisiese”. Entonces, ella planeó una fuga, el día de Ánimas, 2 de noviembre 1535, y tomó el hábito en el Monasterio Carmelita de la Encarnación, donde tenía “una grande amiga”, Juana Suárez.
De gran importancia para su evolución era la lectura del Tercer Abecedario de Francisco de Osuna, en casa de su tío Pedro Sánchez de Cepeda. Este libro, que “trata de enseñar oración de recogimiento”, dejó una huella decisiva en su alma; pero, pronto tuvo que dejar aquel recogimiento, cuando le sobrevino una tormenta de “grandes enfermedades”, desmayos y ataques de corazón; una extrema ruina física, que el 15 de agosto 1539 llegó a una terrible crisis: permaneció casi cuatro días sin conocimiento. Siguieron tres años de una lenta recuperación psicosomática, remontándose también su alma en el fervor espiritual.
Con la vuelta a la vida, surgió de nuevo el conflicto del amor. Inexperta en la vida espiritual, y sin guía, continuaba esforzándose en cumplir el consejo del Tercer Abecedario; “en comenzando a tener algo de oración sobrenatural, digo de quietud, procuraba desviar toda cosa corpórea”, incluso la Humanidad de Cristo. A partir de este momento, hizo todo lo posible para fundar la oración en la Humanidad de Cristo, buscando ayuda de “personas espirituales”. La gracia de la contemplación deja notar su influencia, inquietando el alma. Tal inquietud conducirá a Teresa hacia la compañía de Dios, como “Amigo verdadero”.
Y “comenzando a quitar ocasiones y a darme más a la oración —confiesa ella— comenzó el Señor a hacerme las mercedes”, a saber, “a darme muy ordinario oración de quietud y muchas veces de unión que duraba mucho rato”. Luego, Cristo se le aparece “con mucho rigor” para darle a entender que no le agrada cierta relación amistosa. También necesitará la fuerte emoción afectiva ante la imagen del Ecce homo, un Cristo “muy llagado”, para su conversión, profundizada por la lectura de las Confesiones de san Agustín. Gracias a la dirección acertada del jesuita Juan de Prádanos, llegó, a continuación, al desposorio espiritual. Tal vida en compañía de Dios, señal del desposorio con Él, trasladará el centro de gravedad de su vida espiritual hacia la experiencia de la amistad con Dios. Su evolución hacia la madurez afectivo-espiritual fue un proceso de identificación cristológica: Teresa de Ahumada se convirtió en Teresa de Jesús.
Al aumentarse las mercedes místicas, ella tuvo que enfrentarse con las injerencias y censuras de confesores, teólogos y amigos temerosos sobre las experiencias místicas de la monja visionaria. Ella temblaba ante la idea de que considerasen sus visiones y arrobamientos como “cosas de mujercillas que siempre las había aborrecido oír”. “Andaban los tiempos recios”, recuerda la madre Teresa, y no extraña que alguien expresase la temible sospecha de “que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores”. Y, además de ser mujer y mística, debió de constituir un factor de peligro, la ascendencia judeoconversa de la madre Teresa y de varias de sus amigas, candidatas para el hábito en la nueva fundación de San José de Ávila. La participación de los “cristianos nuevos” o “conversos” en el movimiento iluminista era notable.
Los alumbrados habían sembrado terror y, en 1559, el pánico de la infiltración erasmista y protestante llevó la Inquisición a tomar medidas drásticas contra los “espirituales”, especialmente contra las mujeres. El inquisidor general, Fernando de Valdés, publicó su Índice de libros prohibidos, en el que se prohibían las traducciones de la Biblia y los libros espirituales en romance. Tal intervención oficial dejó a la madre Teresa profundamente afectada. Tal frustración se convirtió en un rehacimiento espiritual al oír en su interior la voz del Señor: “No tenga pena, que Yo te daré libro vivo”. Ella declara: “Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades”. La propia experiencia espiritual, el Evangelio vivido como Teresa de Jesús, será el libro vivo; tal como ella describe su experiencia de la unión con Dios: “Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía. La que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración es que vivía Dios en mí”. Poco después, el día 29 de junio 1559, tuvo la primera visión intelectual de Cristo. Luego, las visiones comenzaron a ser imaginarias. Con todo eso, la exasperación de sus censores llegaba al paroxismo y algunos la querían exorcizar. Sin embargo, día por día arreciaban sus ímpetus de amor; entre éstos fue célebre la “merced del dardo”, la famosa visión de la Transverberación.
Después ocurrió otra novedad, la más azarosa, los arrobamientos, que la sacaban de sí y la levantaban del suelo. Se lanzaban mil juicios contradictorios contra la monja “visionaria”. La tenían por endemoniada.
Ella protesta: “No entiendo esos miedos: ¡demonio, demonio!, adonde podemos decir: ¡Dios, Dios!, y hacerle temblar...; tengo ya más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo; porque él no me puede hacer nada, y estotros, en especial si son confesores, inquietan mucho”. Y “creció de suerte este miedo —dice ella— que me hizo buscar con diligencia personas espirituales con quien tratar”. Después de la ida del jesuita Juan de Prádanos en 1559, no encontró a directores espirituales que tenían experiencia en su camino espiritual. Bajo este aspecto había sido importante el encuentro de Teresa con Francisco de Borja, a fines de mayo de 1554. Este hombre espiritual, después de haberle oído, le dijo “que era espíritu de Dios, y que le parecía no era bien resistirle más”. Tal consejo significó un paso decisivo para fundar toda su vida en la Humanidad de Cristo. En un segundo encuentro, por abril de 1557, Teresa le consultó si en la contemplación podían andar sueltas las otras dos potencias, el entendimiento y la memoria, mientras la voluntad gozaba embebida. El padre Francisco le dijo “que a él le acaecía”. Teresa se sintió comprendida en su experiencia de la oración de quietud.
Del 17 al 25 de agosto 1560 estaba en Ávila otro espiritual, fray Pedro de Alcántara, con quien Teresa pudo hablar varias veces y la entendió “por experiencia”.
Aparentemente inició el paso de los espirituales, Francisco de Borja y Pedro de Alcántara, por Ávila una fase más tranquila para la discutida vida espiritual de Teresa. Pero, la que más zozobraba en lo íntimo era la propia protagonista. Ella sigue sintiéndose marginada como mujer y mística en la sociedad y en la Iglesia española del siglo xvi; sobre todo le molesta la prevención rigurosa de ciertos teólogos e inquisidores contra las mujeres contemplativas. Además, mayores recelos despertaron sus actividades espirituales y la dirección como madre fundadora del movimiento contemplativo de mujeres y hombres.
Ella apela a la actitud de Jesús hacia las mujeres que le seguían: “...veo los tiempos de manera que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres”. Ella reclama, sin más, el derecho a poder aportar como mujer y mística su experiencia contemplativa, y expresa tal aspiración como uno de los motivos que la inspiraron a escribir su autobiografía. En cuanto a su vivencia de acción y contemplación, Teresa de Jesús encuentra su figura de identificación en la Samaritana, que halla a Jesús cerca del pozo de Sichar, cree en su palabra y la comunica a sus paisanos (Jn. 4, 4-41): “¡Cómo la creyeron, una mujer!”. Esto era la gran revelación para Teresa. Podrá, pues, reconocer como justa su aspiración a tener autoridad como mujer y mística, identificándose espiritualmente con la samaritana y compartiendo sus ansias de hacer algo.
A raíz de una visión horrenda, hacia fines de agosto de 1560, se preguntaba Teresa “qué podría hacer por Dios, y pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese”. Ese era el punto de partida de su actividad fundacional. El acercamiento a Dios iba despertando un ideal de vida que contrastaba con aquella a que estaba sometida en la Encarnación. Además, contaba con un grupo de amigas, monjas y seglares que, animadas por su ejemplo, no se resignaban al status quo de la comunidad. Trataban con la madre Teresa de cómo reformar aquella casa, “acerca de lo cual la Santa dijo algunos razones..., trayendo a la memoria la soledad y retiro de los antiguos ermitaños de su Orden...”. Todo hace pensar que la madre fundadora estaba inspirada por la Institución de los primeros monjes, “el principal libro de lectura espiritual” de la Orden. En el siglo xvi era considerada como la Regla antigua, la fuente primitiva, aunque jurídicamente lo era la Regla dada por Alberto patriarca de Jerusalén alrededor de 1210. A la madre Teresa era conocida la Institución, pues su convento poseía copia manuscrita, en latín y romance, en un códice de mediados del siglo XV. Acerca de la vida según la Regla primitiva, la madre fundadora “fue ayudada y aconsejada” por el padre Antonio de Heredia, prior del Carmen de Ávila en 1564. En 1571, Jerónimo Gracián, el futuro fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, le mandó unos opúsculos de su propia mano sobre “cosas de la Orden y la Regla”, entre otros un compendio en romance del Libro de Juan Patriarca XLIV de Jerusalén, a quien ha sido atribuido la Institución hasta principios del siglo pasado.
Cuando la gente se enteró del proyecto fundacional de la madre Teresa, surgió una oposición fuerte.
En este período complicado de su itinerario espiritual —de 1559 a 1562—, período de “visiones y censuras”, embrollado más todavía por los inicios de su obra fundacional, la madre Teresa acudía con mayores ansias a los “letrados”, sabiendo que de la confrontación entre experiencia y doctrina debería salir la verdad. Ella no pretende ser “letrada”, sino sólo que los teólogos disciernan el carácter de sus experiencias y actividades espirituales.
Así se comprende que la madre fundadora busca el amparo de los mejores teólogos ante aquella hostil barahúnda contra el proyecto fundacional, tanto de parte de sus hermanas monjas como de toda la ciudad. Teresa acudió a Pedro Ibáñez, dominico, “el mayor letrado que entonces había en Ávila”. A éste, el proyecto fundacional “se le asentó ser muy en servicio de Dios y que no había de dejar de hacerse”; además, “dijo la manera y traza que se había de tener...”, y “que quien lo contradijese fuese a él, que él respondería”.
Animadas por el apoyo del dominico, Teresa y sus amigas empezaron a poner por obra sus planes.
Cuando ya estaban ultimando la compra de una casa, el provincial, Ángel de Salazar, revocó la licencia de fundar; “le pareció recio ponerse contra todos”. Ante tales perspectivas, Teresa acudió de nuevo al teólogo, Pedro Ibáñez. Este redactó un valiente Dictamen en favor del buen espíritu de la madre Teresa.
Con el decidido apoyo del teólogo dominico, se comenzó a preparar la fundación: enviaron por los despachos a Roma y compraron una casa. Por fin, el 24 de agosto 1562, se inauguró la fundación del Monasterio de San José. “Estuve yo —dice la madre fundadora— a darles el hábito —a las cuatro jóvenes candidatas— y otras dos monjas de nuestra misma casa”, de la Encarnación. El maestro Gaspar Daza, en nombre del obispo, ofició y admitió a las cuatro primeras novicias, con las ceremonias del ordinario de la Orden, al hábito y Regla primitiva de Nuestra Señora del Monte Carmelo.
En Teresa de Jesús, los términos de “la primera Regla” o “Regla primitiva” tienen un contenido más “retroactivo” que lo que la letra de la Regla dada por Inocencio IV en 1247, que transformaba la Orden eremítica en mendicante, puede dar a entender. Tal Regla, en su forma adaptada a las circunstancias de Occidente, llamada por la madre Teresa y por todos los carmelitas “primera” o “primitiva”, había introducido elementos de la vida cenobítica y mendicante: la vida mixta, una transformación substancial del rumbo de la Orden, de origen eremítico. Sin embargo, aunque tiene la madre fundadora en sus manos la Regla de Occidente, transformada por Inocencio IV en 1247, sus intenciones miran más allá, al yermo primitivo del Monte Carmelo: oración y contemplación. Por otro lado, la reforma iniciada en San José, de Ávila, tenía un contenido claramente contrarreformista. En este trance de ansias apostólicas, recibe en abril 1567 la visita del general de la Orden, fray Juan Bautista Rubeo. A éste tocará interpretar los deseos de su alma y dar a sus ansias reformadoras y apostólicas el espacio vital que la madre Teresa busca para desencadenar la acción. Refiriéndose a este punto culminante de su encuentro con el padre Rubeo, escribe: “... con la voluntad que tenía que fuese muy adelante este principio, diome muy cumplidas patentes para que se hiciesen más monasterios, con censuras para que ningún provincial me pudiese ir a la mano. Estas yo no se las pedí, puesto que entendió de mi manera de proceder en la oración, que eran los deseos grandes de ser parte para que algún alma se llegase más a Dios”. Con la patente aludida, fechada en Ávila el 27 abril 1567, la madre Teresa llevará a cabo durante los quince años que le quedarán de vida una intensa actividad fundacional. En la mente de la fundadora había madurado la idea de completar su obra fundacional con la institución de unos frailes contemplativos y escribió al padre general una carta “suplicándoselo”.
La respuesta del general, fechada en Barcelona, 10 de agosto de 1567, accedía a la petición. “Tales religiosos —dice— vivan perpetuamente juntos en la obediencia de la provincia de Castilla”. Sigue la patente con la famosa cláusula en la que el general quiere conjurar el peligro de una escisión. El tono alarmante de esta cláusula se explica por la enseñanza de las recientes incidencias, como la rebeldía inaudita de los hermanos Nieto, carmelitas andaluces, contra la obediencia a la Orden, la inminente “reforma del Rey” —bajo la jurisdicción de los obispos— y el conflicto con el Consejo Real, que había quitado al general Rubeo sus cartas credenciales para hacer la visita canónica en los conventos, y admitido los recursos de los frailes rebeldes contra las medidas tomadas por el general; el Consejo había impedido sistemáticamente, en conformidad con la ley de fuerza, la ejecución de las sentencias condenatorias del general contra los frailes díscolos y rebeldes, hasta rehabilitando por provisión real al ejercicio de sus oficios a frailes por el general expulsados de la Orden. Con todo, los recelos del general parecen, efectivamente, nacidos de una previsión de lo que iba a suceder; en los decretos del capítulo general de 1575 relativos a los “contemplativos” o descalzos, el mismo general escribe: “Siempre hemos tenido miedo de que surgiesen discordias y contenciones”.
Los hostigadores pondrían también mano algún día en la obra fundacional de la madre Teresa y de sus “contemplativos”. Cuando la madre Teresa recibió la noticia de la concesión del general para que se fundasen dos conventos de carmelitas contemplativos, ya estaba en Medina del Campo, donde el 15 de agosto había fundado el segundo monasterio de sus descalzas. Pero pasaría más de un año hasta que pudiera inaugurarse en Duruelo la primera casa de los frailes contemplativos.
El ulterior despliegue de su actividad fundadora con su primera salida de Ávila para erigir el Carmelo de Medina (1567) tomará forma intensiva; animada por el general Rubeo e inspirada por el objetivo misional de su obra fundacional, la madre Teresa da comienzo a sus “andanzas” fundacionales: a Malagón (1568), Valladolid (1568), Duruelo, religiosos (1568), Toledo (1569), Pastrana, religiosos y religiosas (1569), Salamanca (1570), Alba de Tormes (1571), Segovia (1574), Beas (1575).
No hay que olvidar que en esta fase decisiva salieron treinta monjas, más cuatro seglares, de la Encarnación a la Descalcez, de las que sólo ocho regresaron por falta de salud. Este monasterio había sido el “punto de partida de la reforma”. También es muy de tener en cuenta el hecho que en la reforma teresiana se hace caso omiso de los “Estatutos de Limpieza de sangre”.
Otra idea que la madre fundadora tiene siempre en mente es la ubicación de sus conventos; éstos son ante todo espacios comunitarios de vida contemplativa y preferentemente de implantación urbana.
“Fundar” significa para la madre Teresa una irradiación apostólica y eclesial: ella quiere fundar conventos de mujeres orantes por la Iglesia; crear desde la interior y pacífica ofensiva oracional. El historial de su ideología fundadora resulta ser su propio itinerario espiritual; nos revela el proceso de “arraigo e innovación”; su actividad fundacional no es una ruptura con el pasado, sino el culmen de la tradición contemplativa adaptada al contexto cultural-religioso.
Tal nueva forma de vida carmelitana, más que de reforma, debe calificarse de obra creadora y fundadora. Ella misma nunca utiliza el título de “reformadora” en sus escritos. En la documentación de la Iglesia se le concede el título de fundadora. Más explícitamente, en documentos oficiales suele decir: “Yo, sor Teresa de Jesús, Fundadora de los monasterios de monjas descalzas de la dicha Orden”. Tanto en el breve de beatificación como en la bula de canonización se le da el título: “Fundadora de la Orden de carmelitas descalzos”.
“Fundar” fue uno de sus carismas, documentado en el Libro de la Vida, “el más sobrecogedor de sus escritos, la más intensa revelación de un alma con que cuentan nuestras letras” (F. Lázaro Carreter). Su autobiografía del espíritu, “autorretratista más que autobiográfica”, es un género del que hasta entonces no había precedente en las letras españolas. Así puede F. Lázaro Carreter, con acierto, poner que Teresa como escritora “también en las letras fundó”. Existía como modelo clásico del Libro de la Vida las Confesiones de san Agustín. Allí halló ella un guía espiritual que configuraba el camino de recogimiento a raíz de su “conversión”.
El Libro de la Vida había dejado asombrados a los confesores de la autora; pensaron que podía escribir un buen tratado de vida interior prescindiendo de las noticias autobiográficas. “Y mandáronle que lo trasladase e hiciese otro libro para sus monjas”. El confesor, Domingo Báñez, que se mostró reacio a entregar el Libro de la Vida a la lectura de las novicias y monjas jóvenes de San José, dio licencia para que la madre Teresa escribiese “algunas cosas de oración”. Escribió dos veces. La primera redacción, escrita para la intimidad, sin epígrafes ni división de capítulos, es el códice de El Escorial. Cuando Teresa comienza su “librillo” para sus monjas, “adonde les diese algunos avisos”, el número de monjas ha llegado ya a trece y fue necesario redactarlo en forma menos familiar. En la segunda redacción (códice de Valladolid), el planteamiento ha cambiado. Han desaparecido las comparaciones audaces y las experiencias personales. El título Camino de perfección fue asignado por la propia santa, aunque a veces lo llama “el librillo” y también “el paternóster.
El primer problema que se planteó cuando la fundación de San José de Ávila fue el de la legislación. El breve de fundación de 2 de febrero de 1562 no sólo pone en marcha su tarea fundacional, sino que daba licencia a determinar el estilo de vida de la nueva comunidad.
El primer núcleo de Constituciones fue de 1567, año en que las somete a la aprobación del general Rubeo. Esas páginas, en 1568, les sirven de base a fray Juan de la Cruz y a sus compañeros, para poner en marcha la vida contemplativa en Duruelo. Refiere el padre Ángel de Salazar: “Este testigo vio y aprobó los capítulos y regla de los dichos monasterios de descalzos, así de monjas como de frailes, que la dicha madre presentó ante el general de la orden, el cual general así mismo vio y aprobó la dicha regla; de ahí suelen llamárseles ‘Constituciones de 1567’”. Cuando en 1568 se funda el Convento de Duruelo, será ese el texto constitucional que les entregará la santa y que ellos pasarán del femenino al masculino y de la formulación monacal a la clerical. Las Constituciones de las monjas tratan en sendos capítulos de la legislación de la vida descalza: 1. Del orden que se ha de tener en las cosas espirituales. 2. De lo temporal: pobreza, trabajo, oficios comunes. 3. De los ayunos y penitencias. 4. De la clausura. 5. De recibir las novicias. 6. De la vida común. 7. De las enfermas (de la comida y recreación). 8. De las difuntas. 9. Sobre el quehacer de cada una en su oficio. Siguen los capítulos del capítulo de culpas y del código penal, tomado de un texto similar a las llamadas “Constituciones de la Encarnación”. “Con éstas —escribe Jerónimo de San José— se gobernaban las religiosas hasta el año 1581”. La puesta al día hízola la propia santa. La redacción definitiva fue obra de los descalzos en el capítulo de separación de 1581, al que la fundadora envió muchos memoriales.
Al iniciar la reforma de los frailes —“los contemplativos”—, la madre Teresa se presenta como fundadora en la ejecución del proyecto. El 10 de agosto de 1568 se repetía el encuentro del año anterior en Medina, donde fray Juan, por mediación de la madre Teresa, decidió su participación activa en el movimiento contemplativo carmelitano. Ahora la comunión espiritual se intensifica en la fundación de las descalzas en Río de Olmos (Valladolid), adonde fray Juan acompañó a la madre fundadora. Ella le hizo de su propia mano el hábito de descalzo de “sayal pardo” con el que partió el 9 de agosto de 1568 para estrenar vida en Duruelo junto con fray Antonio de Jesús (Heredia).
Medio año después, se presenta en Duruelo para ver cómo habían realizado los descalzos sus consejos. Ella estaba admirada, pero tiene un reparo: “Les rogué mucho no fuesen en las cosas de penitencias con tanto rigor que le llevaban muy grande” (F 14, 12).
Poco tiempo después de la fundación de Duruelo, se hizo la fundación del segundo Convento de Descalzos en Pastrana, en cuya ejecución la madre fundadora tuvo parte activa. Conoció en Madrid a dos ermitaños italianos del Tardón: Ambrosio Mariano y fray Juan de la Miseria, que tienen la oferta de unas ermitas en Pastrana de parte de la princesa de Éboli. La madre Teresa los convenció de que podían realizar sus ideales participando en el movimiento eremítico-contemplativo del Carmen. La fundadora les preparó el hábito de descalzos y volvió a la profesión de ellos el 10 de julio de 1570.
Fray Juan de la Cruz y la madre fundadora volvieron a encontrarse a primeros de 1571 en la fundación de Alba de Tormes (F 20). En la primavera de 1572 se abre el período más largo de convivencia de ambos en el mismo lugar. La madre Teresa había sido nombrada priora del Monasterio de la Encarnación por el visitador apostólico, Pedro Fernández, y, habiendo tomado posesión el 14 de octubre de 1571, logró persuadir al mismo visitador apostólico que nombrase a fray Juan de la Cruz como confesor-vicario de la Encarnación. Durante los años de Ávila (1572- 1577) la comunión se intensifica. La autoridad espiritual de fray Juan aumenta, así como su aportación en el intercambio de ideas y experiencia. Sin embargo, surgen rumores contra los viajes y actividades fundadoras de la madre Teresa de monjas descalzas y religiosos descalzos. A estos rumores se agregan las reticencias del nuncio Ormaneto. Crece la desconfianza por las fundaciones de descalzas y descalzos en Andalucía en el ánimo de su gran patrocinador el prior general Rubeo y del capítulo general, celebrado en Piacenza (1575), que oficiosamente intima a la madre fundadora al cese de sus viajes y la reclusión claustral. Ella regresa a Castilla, a Toledo y luego a su Carmelo de Ávila, para poner el Convento de San José bajo la jurisdicción de la Orden. Desde Toledo, donde llegó el 23 de junio de 1574, se quedó para presenciar los momentos dramáticos que se iban a desatar contra los descalzos. Los propios descalzos traicionaban al padre Gracián con informes detestables.
Los confesores de la Encarnación, fray Juan de la Cruz y Germán de San Matías, eran apresados, golpeados y encarcelados por los del “paño”, y fray Juan de la Cruz había desaparecido, sin saber dónde se hallaba, y era en Toledo. El nuevo nuncio, Felipe Sega, mostrábase hostil a los descalzos. En fecha 23 de julio de 1576, había derogado la comisión apostólica del padre Gracián, que por el padre Francisco Vargas, dominico, visitador apostólico, había sido nombrado vicario provincial y visitador de los carmelitas de Andalucía (13 de junio de 1574) y luego por el nuncio Ormaneto con el padre Vargas in solidum, reformadores del Carmen en Andalucía (22 de septiembre de 1574); pero el Consejo Real había prohibido que le obedeciesen, enconando más con ello al nuncio Sega. Hubo desbandada y pánico, que creció con la presencia del Tostado, que venía con la comisión de someter a los descalzos bajo la autoridad de los calzados. Y más que todo esto sintió cuando vino la noticia de que el día 4 de septiembre de 1578 había fallecido fray Juan Bautista Rubeo; estaba inconsolable: todo era “llorar que llorarás” (cta 15-10-78,1). En Castilla convocaba el provincial, Ángel de Salazar, a capítulo, cumpliendo las órdenes de Piacenza, a los descalzos para el 12 de mayo de 1576, pero tan a punto que cuando ellos llegaron, ya se estaban redactando las conclusiones y las actas, muy contrarias a cuanto los descalzos podían aprobar.
El cronista dice: “Desabridísimo quedó todo el capítulo y resuelto de hacer la guerra a la descalcez”.
Puesta en tales circunstancias críticas, la madre fundadora escribió aquellos años libros de inefable serenidad: la Visita de descalzas, parte de Las Fundaciones, el desenfadado Vejamen y su obra maestra, Las Moradas del Castillo Interior. En su tratado místico, el progreso espiritual es el “itinerario del sujeto hacia su centro”.
Así también en las Moradas el ‘motivo’ simbólico se convierte en el lenguaje nuevo de la experiencia mística.
El vocabulario de la ‘morada’ o del ‘centro’ es tradicional; el del ‘castillo’ tiene, en el siglo XVI, antecedentes conocidos de santa Teresa. Lo nuevo es el papel totalizador que desempeña el momento cultural y espiritual de una toma de conciencia mistagógica; ésta era el núcleo de su obra. Es una escritora inspirada, en cuyas obras “los dos planos, el natural-histórico- estético y el sobrenatural... se maridan” (V. García de la Concha).
Los amigos que tenían los descalzos en España emprendieron su defensa; el nuncio fue advertido de que debía informarse mejor de sus vidas. Se buscó una fórmula airosa para liberar a los descalzos del yugo de los provinciales calzados, y les nombraron vicario general padre Ángel de Salazar, que luego colmó de atenciones al padre Gracián, llevándolo consigo y siguiendo sus dictámenes de gobierno. Al mismo tiempo, negociaron en Roma el breve de separación de descalzos. La santa tornó a recorrer sus conventos y reanudó sus viajes fundacionales en febrero de 1580 (Villanueva de la Jara), Palencia (1580), Soria (1581) y Burgos (1582). El padre Gracián estaba dominado por el nuncio, por la Corte y por muchos de sus descalzos, que preferían seguir la diplomacia dura del Rey contra cualquier intromisión extranjera. Ni la madre Teresa pudo conseguir que Gracián tuviese ciertas atenciones con el general Rubeo, que sintió naturalmente lesionados sus derechos.
Las cosas de Roma seguían su curso. El 22 de junio se despachó el breve de separación de los descalzos. Se convocó un capítulo para el 3 de marzo de 1581, en Alcalá. Iban a redactarse las Constituciones definitivas, y la madre fundadora envió numerosos memoriales. Salió elegido primer provincial, aunque por leve mayoría, el padre Gracián.
La santa regresó el 6 de julio de Burgos a Ávila, con ánimos de esperar allí los despachos para fundar en Madrid. Regresó por los Conventos de Palencia, Valladolid y Medina, mas esta vez no en viaje triunfal, sino en retirada tristísima. En Valladolid fue despedida con malos modales por su sobrina y priora María Bautista. En Medina le salió al encuentro fray Antonio de Jesús, y le ordenó ir derecha a Alba de Tormes, a petición de la duquesa, porque su nuera, la duquesa joven, iba a dar a luz, y ambas querían consolarse con la santa. Salió de Medina el 19 de septiembre, sin provisiones de camino, porque la priora, Alberta Bautista, también enojada, no la quiso despedir. También sintió mucho que el padre Gracián, “su querido hijo”, la dejaba sola en estas horas. Llegada a la ciudad ducal, se acostó temprano con una hemorragia recísima. El día 1 de octubre la acostaron; no se levantaría más. El día 3 le fue administrado el Viático: “Por fin muero hija de la Iglesia”. El día 4, reclinada la cabeza entre los brazos de Ana de San Bartolomé, expiró.
En 1614, el 24 de abril, Pablo V la proclamó beata. En 1622, el 12 de marzo, Gregorio XV la canonizó juntamente con los santos Isidro, Ignacio, Francisco Javier y Felipe Neri. Con fecha 18 de septiembre de 1965, por el breve Lumen Hispaniae, Pablo VI la declaró patrona de los escritores católicos de España. El 27 de septiembre de 1970, el mismo Pablo VI la proclamó doctora de la Iglesia Católica, título que por primera vez en la historia se otorgaba a una mujer (Otger Steggink, OCarm., en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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