Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Retrato del Infante Dº Felipe", de Bernardo Lorente Germán, en la sala XI del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 15 de marzo, es el aniversario del nacimiento (15 de marzo de 1720) del infante Don Felipe de Borbón, así que hoy es el mejor día para Explicarte la pintura "Retrato del Infante Dº Felipe", de Bernardo Lorente Germán, en la sala XI del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala XI del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Retrato del Infante Dº Felipe", de Bernardo Lorente Germán (1680-1759), realizado hacia 1730, siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco, con unas medidas de 1,05 x 0,84 m., y procedente de la adquisición de la Junta de Andalucía, en 2002.
Retrato de tres cuartos, enmarcado en un ovalo, del infante Don Felipe, futuro duque de Parma, hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio, nacido el 15 de marzo de 1720. El infante está representado con unos diez años de edad, vestido a la usanza de la época, con casaca roja de ricos bordados plateados, las insignias del Saint Espirit y una banda azul celeste. El cuerpo del infante está un poco girado hacia la izquierda para mirar de frente al espectador, con su mano izquierda apoyada en un sillón y la derecha levanta apuntando fuera del cuadro. Un cortinaje espeso cubre el fondo del cuadro que en su parte izquierda, desde el punto de vista del espectador, deja entrever una línea de fuga en la que aparece un fondo de celaje de luces doradas y azuladas (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
Conozcamos mejor la Biografía del Infante Dº Felipe, personaje representado en dicha obra;
Felipe de Borbón y Farnesio, Duque de Parma, conde de Chinchón (XII). (Madrid, 15 de marzo de 1720 – Alessandria (Italia), 18 de julio de 1765). Fundador de la dinastía Borbón Parma.
Cuarto hijo de Felipe V e Isabel de Farnesio, su posición en la línea de sucesión al trono, por detrás de sus medio hermanos Luis y Fernando, y su hermano Carlos, le dejaba en una situación político-social no sólo comprometida, sino precaria. El primogénito de Isabel de Farnesio era el legítimo heredero de los derechos sucesorios de su madre a los ducados de Parma y Toscana, con lo que Felipe perdía cualquier posibilidad de sacar alguna ventaja de ellos. Además, tanto Felipe V como Isabel de Farnesio sabían para la fecha de su nacimiento de la renuncia al trono y de su condición de Soberano que llevaría a cabo el rey católico en 1724, lo que le dejaba en una posición de mucha desventaja.
Con tales perspectivas para el infante, los reyes españoles decidieron dotar a Felipe de un futuro estable a través de su ingreso en las Órdenes militares españolas y la concesión del Gran Priorato de Castilla de la Orden de Malta. Se trataba consecuentemente de proporcionarle un conjunto de encomiendas con las que fundamentar su dignidad social al tiempo que proveerle de una posición económica autosuficiente durante el resto de su vida. Como consecuencia a estos planes, Felipe V le concedió en 1721 la encomienda de Aledo y Totana de la Orden de Santiago que se encontraba vacante por muerte de su titular, el duque de Nájera. De hecho, en agosto de aquel año el monarca español le escribía a Trojano Acquaviva, su agente en la corte romana, para obtener el correspondiente breve del Papa para la confirmación de las mismas. El 8 de marzo de 1722 fue nombrado caballero de la Orden de Santiago teniendo como padrino al marqués de Santa Cruz. Una política que fue creciendo y aumentándose, pues para diciembre de 1723 se sabe que le estaban reservadas varias encomiendas; de la Orden de Santiago las de Caravaca —que poseía el duque de Giovenazzo—, Alhambra y Solana —que pertenecían al marqués de Santa Cruz, mayordomo mayor de la reina Farnesio para la fecha—, y la “de la mayor de esta orden”, aparte de las ya mencionadas de Aledo y Totana que disfrutaba ya en administración.
De la Orden de Calatrava se obtenían las de las casas de Sevilla y Niebla, que ya gozaba en administración, la “maior de esta orden que goza aora el duque de Arcos”, “la maior de Alcañiz que esta gozando por trece años, que cumpliran en el de 1727, el Colegio de esta orden para la nueba fabrica que se executa en Salamanca”, “la de Manzanares que goza el conde de Aguilar” y “la de Fresneda, y Rafales que goza el conde de Baños”. Y de la Orden de Alcántara, “la del Castilnovo que goza S.A. en administracion”, “la futura de la mayor de esta orden que goza la Duquesa de Uzeda” y “las futuras de las dos de Caclavin y Zalamea que goza D. Luis de Toledo”. Fue administrador de todas ellas, por resolución de 13 de diciembre de 1723, Fernando Suárez de Figueroa, I marqués del Surco, que fue luego su ayo y hombre de confianza de Felipe V e Isabel de Farnesio.
Durante su infancia, y hasta la edad de siete años, como era tradicional en la Monarquía española, el infante se crió en la Casa de la Reina, donde la marquesa de Montehermoso desempeñaba el puesto de aya de los infantes reales, en un círculo bastante cerrado y que garantizaba el desarrollo emocional, en contacto estrecho con sus padres, de los vástagos regios.
En 1724, aunque todavía no alcanzada la mayoría de edad, pero por causa de la abdicación de Felipe V en enero, se nombró por gobernador de su cuarto al marqués del Surco, por teniente de gobernador a Timon Conoq y por gentilhombre de la manga a Pedro Regalado de Horcasitas. La medida tenía como fin garantizar la gestión diaria de la vida del infante, puesto que viviría con sus hermanos entre El Escorial y Madrid mientras sus padres permanecían retirados en La Granja de San Ildefonso.
Durante sus años de infancia y adolescencia el infante fue educado en el mismo entorno jesuita que sus hermanos, con los padres Laubrussel y Nyel como preceptores y con el padre Marín como confesor. No obstante, y a pesar de esa educación intelectual, Isabel de Farnesio y Felipe V se cuidaron mucho de que la cultura cortesana no ahogase el sentido de familia con que trataron de educar a los miembros de su dinastía.
Las cartas de los reyes a Carlos de Borbón señalan la enorme importancia que la sencillez, la intimidad y la religión vivida de forma sincera y sin resabios tuvieron en la formación de los infantes. De hecho, varias fuentes de la época señalan la predilección que Felipe V tuvo por el vástago que llevaba su mismo nombre. El ejemplo de sus padres y esta educación sentimental influyó de forma meridiana en la forma en cómo los miembros del linaje Borbón Farnesio, en sus diferentes líneas, concibieron su identidad soberana posteriormente.
El año de 1737 fue crucial para la promoción de la posición social y política del infante dentro de la Monarquía española, ante la perspectiva de su llegada a la mayoría de edad al año siguiente. En primer lugar, Felipe V creó en 1737 el Almirantazgo General de España, con la intención de unificar los mandos de las distintas flotas de la Monarquía proporcionando al infante el título de almirante general de la Mar. En segundo lugar, se comenzaron las tratativas de compra del estado de Chinchón con Giuseppe Sforza-Cesarino y Conti, que llegaron a buen puerto, pasando, por lo tanto, el estado y título a manos del infante. Más tarde, en 1761, y ya siendo duque de Parma, Felipe se lo vendió a su hermano Luis de Borbón.
La nueva estrategia social operada para alentar el futuro de Felipe tuvo su culminación en las dobles bodas que en 1738 concertaron sus padres con el rey de Francia. Felipe casaría con la hija primogénita de Luis XV, María Luisa Isabel (1727-1759), conocida como Madame Infante, mientras que el delfín lo haría con la infanta María Teresa, segunda hija de Felipe V e Isabel de Farnesio. Los esponsales fueron anunciados contemporáneamente en Versalles y Madrid el 22 de febrero de 1739. Felipe y María Teresa materializaron su boda en otoño de aquel año —se encontraron en Alcalá de Henares el 25 de octubre—, mientras que el delfín y la infanta española no la llevaron a cabo hasta 1745. Merece la pena señalar la impresión que este acontecimiento despertó en el rey de Francia. El marqués de la Mina, embajador en Versalles señala cómo Luis XV le recibió en privado en enero de 1739 y “mostró el Rey como siempre, en lo risueño del semblante, las complacencias del interior, y me dijo: ‘sé que es muy Galán el Ynfante’, y añadió el Cardenal [Fleury] ‘y quiere mucho a los franceses’; respondí, ‘el Ynfante, aunque no lo fuese, haría recomendables en su Persona las bellas prendas de que le adornó naturaleza, pero en nada excede a todos sus hermanos en el amor a la Francia, porque le influye la sangre, y porque lo aprenden en la crianza, sin lo qual tendrían menos lugar en la ternura de los Reyes sus padres’”. Todo ello daba prueba del intento de reconciliación de las coronas de España y Francia tras las tensas relaciones de la década anterior y un apoyo elocuente al futuro incierto del infante Felipe. El joven matrimonio pasó a integrarse en la corte de Madrid.
No obstante, los desposorios del infante y su mayoría de edad ponían en evidencia la necesidad de proporcionarles una sistematización definitiva para él y su familia. Un proyecto, nunca llevado a término, indica que se pensó en comprar el condado de Flandes en 1739 con el fin de darle un espacio soberano propio a la nueva pareja. Sin embargo, fue la guerra de Sucesión austríaca (1740-1748) la que proporcionó a los reyes de España la posibilidad de instalar en Italia a su hijo toda vez que se podía revisar el estado jurídico en que quedaban los ducados de Parma y Piacenza. La muerte del emperador Carlos VI —antiguo rival de Felipe V en la sucesión al trono español— el 28 de octubre de 1740 ponía en un grave compromiso la herencia de sus estados y la posición política de su hija y heredera María Teresa, casada con Francisco de Lorena y granduquesa de Toscana desde 1737. Las potencias europeas —especialmente las alemanas— vieron en estas circunstancias la oportunidad perfecta para cuestionar la hegemonía austríaca e imperial y minar con ello la autoridad que hasta el momento habían tenido en el tablero diplomático europeo. España en particular alentaba la idea de conseguir de nuevo mejores posiciones en Italia —donde ya contaba con el apoyo de la monarquía de las Dos Sicilias de Carlos de Borbón— insertando al infante en el estado de Milán y los antiguos ducados de su madre.
Felipe, tras el nacimiento de su primera hija, Isabel, el 31 de diciembre de 1741, abandonó Madrid —en febrero del año siguiente—, partiendo para Italia con el fin de hacerse cargo del Ejército que debía ayudarle a conquistar los ducados padanos. Sus padres le proporcionaron en aquel momento el mismo tipo de séquito con que diez años antes habían despedido desde Sevilla a su primogénito Carlos. Su mayordomo mayor era el marqués de Santa Cruz, heredero del antiguo hombre de confianza de la Reina. Su secretario de Estado y Guerra un antiguo colaborador de Patiño y ahora funcionario estimado por la reina Farnesio, el marqués de la Ensenada, que conocía bien Italia y las necesidades logísticas de una operación de este tipo al haber formado parte de la campaña de conquista de Nápoles en 1734. En su Corte también iba Guillaume du Tillot, hijo de un criado francés de Felipe V y futuro gran ministro de Felipe en Parma.
El inicio de la guerra a fines de 1741 fue bastante decepcionante para la suerte del infante debido a los encontronazos administrativos entre el comandante en jefe de la milicia española, el duque de Montemar —nombrado a tal fin generalísimo en octubre de 1741—, y José del Campillo —secretario de Estado de Hacienda para la época y gestor desde España de la campaña—. Enemistado este último con el noble castellano, con el que había trabajado en la misión italiana de 1734, torpedeó sus tácticas militares y entorpeció sus estrategias políticas desde que el militar dejó la Península Ibérica. Todo ello unido a las deserciones y la desorganización interna del Ejército, además de los reveses diplomáticos sufridos en el primer semestre de 1742, colocaron a la fuerza española en una situación muy comprometida para junio de aquel año. Montemar permanecía atrincherado en Bondeno, mientras el infante, con el conde de Glimes, intentaba desembarcar en Génova para reforzar la posición en Lombardía. No obstante, Montemar decidió ir hacia el sur en ayuda de las tropas de Carlos de Borbón, rey de las Dos Sicilias y primogénito de los reyes de España, que se encontraba amenazado en su reino por la escuadra inglesa. Aquella resolución del aristócrata español le valió su destitución y la concesión del mando de las tropas a José de Gages. En febrero de 1743 recibió órdenes de Madrid de atacar el frente enemigo con el fin de intentar unificar sus tropas con las del infante, obteniendo una victoria parcial ante los imperiales cerca de Bolonia (batalla de Campo Santo, 8 de febrero de 1743). No obstante, las bajas y las deserciones fueron numerosas y se tuvo que retirar a Rímini sin haber alcanzado el objetivo. Sólo en octubre de 1743 y con el apoyo de Francia —que ante la alianza entre Austria, Inglaterra y Cerdeña materializada en el Tratado de Worms de 13 de septiembre había decidido tomar partido por España— se intentó una nueva ofensiva, esta vez con el Ejército del infante.
Para afianzar el compromiso diplomático se firmó el Tratado de Fontainebleau o segundo Pacto de Familia (25 de octubre) entre las potencias de España y Francia. La iniciativa terminó en fracaso y Felipe tuvo que retirarse con su séquito al Delfinado, dándose por concluida la campaña de Italia para aquel año. Felipe permaneció allí durante todo el año de 1744 —formando una pequeña corte en Chambéry— mientras su hermano Carlos, rey de las Dos Sicilias, decidía romper la neutralidad acordada con Inglaterra y las potencias aliadas, poniéndose a la cabeza de sus ejércitos y marchando a la frontera con los Estados Pontificios al norte de sus dominios para impedir la entrada de los austríacos en el reino de Nápoles. La campaña se resolvió en la batalla de Velletri (11 de agosto de 1744), que, aunque favorable al primogénito de los Reyes Católicos, no proporcionó a ambos ejércitos más que una entente en la práctica y la vuelta a la situación bélica anterior.
Nuevos bríos y un plan ambicioso entre Francia y España se compuso para la campaña de 1745. Aprovechando la debilidad del Imperio por las guerras llevadas a cabo por Federico II de Prusia, Gages, con el Ejército español situado en el centro de la Península, atacaba al enemigo, logrando algunas victorias.
Un despacho de Madrid le mandó en abril encaminarse hacia el norte con el fin de unir sus fuerzas a las del infante. Quedaron unificadas ambas en mayo de 1745. Esta nueva fuerza militar, comandada por el ya conde de Gages, el duque de Módena y el mariscal Millebois, y compuesta por setenta y dos mil hombres, comenzó inmediatamente las hostilidades en el norte, logrando la ocupación de los ducados de Parma y Piacenza y otros pequeños estados entre julio y agosto de 1745. Gages lograba el 22 de septiembre la entrada y conquista de Pavía. Los meses siguientes vieron desplegarse en la Lombardía la hegemonía hispanofrancesa, y en diciembre de ese año casi todo el ducado de Milán pertenecía ya a este Ejército.
Sin embargo, a principios de 1746, y tras el fin del frente que María Teresa tenía abierto en el norte contra los príncipes alemanes —conseguido tras la firma de la Paz de Dresde, el 25 de diciembre de 1745—, las fuerzas austríacas pudieron reforzar la campaña de Italia y la milicia francoespañola comenzó a flaquear.
El Ejército enemigo reconquistó todas las posiciones y en junio de aquel año el infante Felipe se atrincheraba en Piacenza en una situación bastante comprometida.
A mediados de junio, la alianza francoespañola era derrotada y el infante quedaba aislado en aquella plaza. La muerte de Felipe V el 9 de julio de 1746 parecía debilitar aún más a Felipe de Borbón.
Los nuevos reyes de España, su medio hermano Fernando VI y Bárbara de Braganza, habían decidido modificar las líneas generales de la política exterior, abandonando la acción revisionista del reinado precedente, que había provocado la intervención española en Italia de forma continuada. Sus intenciones eran promover un mayor entendimiento con la Corona inglesa con el fin de favorecer los intereses ultramarinos en América y las iniciativas comerciales. No obstante, consideraron absolutamente imprescindible acabar de la mejor manera posible la campaña de Italia y dar una definitiva resolución a la fortuna de Felipe. Para ello se desarrollaron intensas conversaciones diplomáticas con París, Viena, Londres y Lisboa en el mismo verano de 1746 que no llegaron a cuajar, con lo que las campañas militares continuaron.
Los españoles siguieron perdiendo posiciones en el segundo semestre del año y sólo en la primavera de 1747 lograron que los enemigos se retiraran de Provenza, retomando además Niza, Villafranca y Ventimiglia. No obstante, la guerra volvía a un punto muerto y se buscaba de nuevo la paz a través de las conferencias diplomáticas, que se desplegaron durante el verano de 1747. En ellas, Austria cedió y comenzó a ofrecer algunas posesiones italianas en beneficio del infante. En las conferencias de Aquisgrán de 1748 se comenzaron a alcanzar acuerdos parciales y con la firma definitiva de la paz por parte de las potencias (18 de octubre de 1748 entre Francia, Inglaterra y Holanda, España el 28, Austria el 8 de noviembre y Cerdeña el 20), Felipe fue reconocido duque titular de los ducados de Parma, Piacenza y Guastalla.
Con este horizonte por futuro, Felipe y su corte dejaron Chambéry —donde se había establecido su séquito durante el período bélico de forma más o menos estable—, el 25 de diciembre de 1748, poniendo rumbo a Parma para tomar posesión de sus estados, a donde llegó el 8 de marzo de 1749.
La actividad política de Felipe como duque de Parma desde ese año hasta su muerte en 1765 no se comprende si no se tiene en cuenta el influjo que sobre él ejercieron dos personajes clave.
En primer lugar, su mujer, Luisa Isabel, que se había quedado en Madrid en 1742 con su única hija —los esposos permanecieron por lo tanto separados todo este tiempo—. Su experiencia y trato con la reina Farnesio posiblemente le hizo comprender, afinidades personales aparte, el papel preponderante y legítimo que podía desarrollar públicamente una consorte, superando con ello las limitaciones con que hasta ese momento solían desenvolverse en las dinastías europeas. Del mismo modo en que lo harán sus cuñadas María Bárbara de Braganza, casada con Fernando VI, y María Amalia de Sajonia, esposa de Carlos de Borbón, rey de las Dos Sicilias, asumió un protagonismo acendrado no sólo en la vida privada del nuevo duque, sino en sus tareas de gobierno.
En segundo lugar, los años de reinado de Felipe no se comprenden sin la figura del más nombrado de sus ministros: Guillaume du Tillot (1711-1774). Hijo de un funcionario doméstico de la corte de Felipe V, estudió en el College des Quatre Nations de París, pero volvió a España y se integró de forma temprana en el séquito del infante. De hecho, pasó con él a Chambéry, organizando la vida pública de su amo, lo que le colocó en una situación inigualable para obtener su confianza personal y le permitió conocer de forma exacta y precisa la composición social y política de su corte.
Los dos personajes se encontraron en Versalles a principios de 1749, cuando Luisa dejó Madrid para entrevistarse con su padre —llegó a París en diciembre de 1748— y Du Tillot se encontraba en la corte de Luis XV defendiendo los intereses personales de Felipe. Ambos pasaron a Parma durante ese año y se entendieron sin problemas, inaugurando y promoviendo la influencia intelectual, artística y cultural francesa en la ciudad parmesana.
De la capacidad política de Luisa Isabel y su constante y vital empeño por no perder autoridad pública son fiel reflejo sus constantes viajes a París, adonde se desplazó en dos ocasiones desde Parma para entrevistarse con su padre y los ministros de la monarquía francesa. En agosto de 1752 estaba de nuevo en la corte gala, donde permaneció hasta septiembre de 1753. Trataba de lograr con su actividad social y de poder dos grandes objetivos: introducir a la nueva dinastía, de la que era cabeza junto a su marido Felipe, en la diplomacia internacional de las cortes europeas y conseguir con ello una estabilidad política para sus estados, hasta el momento moneda de cambio en las guerras italianas que por la hegemonía se disputaban Francia, España y el Imperio. Fruto de su capacidad negociadora durante los años siguientes fue el atraerse el placet y favor del futuro cardenal Bernis, personaje clave en la política francesa de aquella década. No satisfecha con las propuestas logradas, regresó a Francia en septiembre de 1757 para asegurar los réditos alcanzados a través de la obtención de un ventajoso contrato matrimonial para su hija primogénita Isabel. Finalmente consiguió el asenso de la emperatriz María Teresa, que consintió en casarla con su primogénito —el futuro emperador José II (materializada el 6 de octubre de 1760)—. Reforzaba con ello la posición de su marido y la consolidación clara y fuerte, avalada por Austria, del linaje de los Borbón Parma. Estando en Versalles, murió el 6 de diciembre de 1759 a causa de la viruela.
El otro gran personaje, Guillaume Du Tillot, fue nombrado intendente generalle della Casa del duque (26 de junio de 1749), lo que le daba opción a controlar la vida privada de la familia ducal y neutralizar con ello a cualquier oponente político que discutiera su poder. Poco a poco fue adquiriendo mayor autoridad hasta convertirse en 1759 en secretario de Estado y ministro casi exclusivo. Felipe agradeció sus empeños otorgándole el título de marqués de Felino y las tierras de San Michele di Tiorre.
La política de gobierno durante estos años produjo, bajo la coordinación de Du Tillot, la reorganización de las finanzas y de las estructuras fiscales del estado, al tiempo que se realizaba una revivificación de la cultura de la ciudad que tuvo como frutos la creación de la Accademia delle Belle Arti, el Museo d’Antrichità, la Stamperia Reale, la Gazzetta di Parma y, finalmente, la Università di Parma. La muy secundaria posición internacional de los estados del infante no permitía una gran política de Estado, pero por ello los dirigentes del ducado pudieron dedicarse a la promoción de todo este fermento cultural, que, en gran contacto con la Francia del momento, produjo la llegada y actividad de artistas e intelectuales como el abate Condillac, que fue preceptor del príncipe heredero Ferdinando, el escultor Jean-Baptiste Boudard o el arquitecto Ennemond Alexandre Petitot.
Felipe, que murió en 1765, y su mujer Luisa Isabel, que falleció en 1759, tuvieron tres hijos. La ya mencionada Isabel (1741-1763), que casó con José II de Habsburgo en 1760, aunque murió en 1763 dejando sólo una hija que murió al poco tiempo; su heredero Fernando (1751-1802), duque de Parma desde 1765 a 1802, que casó con María Amalia de Habsburgo en 1769 y con la que tuvo cuatro vástagos; y María Luisa Teresa (1751-1819), que casó con su primo Carlos IV de España, llegando a ser reina de España desde 1789.
Felipe de Borbón fue un apasionado aficionado a la música y el más interesado por las artes de todos sus hermanos varones. Como sus más cercanos familiares, compartió un gusto genuino por la actividad cinegética, y a menudo se ha señalado su actitud informal, relajada y carente de retórica. Un aspecto olvidado por la historiografía contemporánea, pero de vital importancia para comprender las transformaciones en la identidad de la Monarquía del siglo XVIII europeo y la cultura política del período es el de la cultura cortesana. El ducado de Parma, sin ser uno de sus más importantes ejemplos, es, sin embargo, ilustrativo de los avances y desarrollos con que se descompuso en el seno de las monarquías de la época. Las numerosas cartas entre Felipe de Parma e Isabel de Farnesio y Felipe V, desde 1741 hasta el momento de la muerte del infante en 1765, demuestran el fuerte sentido de familia que transmitieron al joven príncipe los Soberanos españoles. Como sucederá en el caso de Carlos de Borbón o el resto de sus hermanos, Felipe comprendió la necesidad de rebajar el tono rígido de la corte al que estaban sometidos los miembros de las monarquías europeas con el fin de poder crear con ello un ambiente de intimidad y sentimiento más favorable para el desarrollo personal de la emocionalidad familiar. Quedan como testigos de todo ello las cartas que desde París envió su mujer tanto a Felipe como a sus vástagos, donde el afecto sincero y sin retórica es tónica general de las mismas. Con parecida óptica y reflexión ha de ser leído el ilustrativo y elocuente retrato de familia firmado por Giuseppe Baldrighi —en la Galleria Nazionale di Parma—. Lejos de ser un dato irrelevante y secundario, el descubrimiento de la intimidad por parte de los linajes dinásticos europeos tuvo una meridiana y fuerte influencia en la crisis de los sistemas de representación de poder y en el cambio profundo que en la práctica sufrió la cultura política del Siglo de las Luces.
La fortuna historiográfica de Felipe de Borbón y Farnesio, duque de Parma, ha sido muy escasa y parcial en el mundo histórico español. Respetado, aunque en ocasiones mal comprendido por la historiografía italiana, que no acierta a equilibrar su figura debido a su misma condición de extranjero, la española lo ha desatendido sin mayores alardes. No hay estudios monográficos que permitan comprender su formación, personalidad y posición política e intelectual, y se carece de muchos estudios analíticos sobre determinados aspectos de su vida que ayuden a completar ese complejo universo que fue el de las relaciones políticas, diplomáticas, culturales y sociales de la Italia y la España dieciochescas. Sin embargo, las vicisitudes de su vida se revelan fundamentales, como sucede con el mismo período de Carlos de Borbón en Nápoles, para comprender las transformaciones que conforme a la identidad de la monarquía y la cultura política se produjeron en la España del siglo XVIII (Pablo Vázquez Gestal, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Bernardo Lorente Germán, autor de la obra reseñada;
Bernardo Lorente Germán, (Sevilla, 1680 – 15 de enero de 1759). Pintor.
En Sevilla realizó su aprendizaje como pintor durante los últimos años del siglo XVII, probablemente con el maestro Cristóbal López. Aunque no se conocen documentos ni obras firmadas de su primera época, debió de comenzar a pintar en torno a 1700.
En las décadas siguientes consolidó su reputación, de manera que, durante la estancia de la Corte en Sevilla —entre 1729 y 1734—, la calidad de los retratos que pintó le hizo ganar una propuesta para incorporarse al grupo de pintores reales cuando los Monarcas abandonaron la ciudad. Sin embargo, no aceptó la invitación, prefirió permanecer en Sevilla hasta el final de su vida. Ceán Bermúdez difunde estas noticias y lo describe como un hombre melancólico y de trato reservado, en cierta forma lo encasilla como “pintor de las Pastoras”, cuando no pintó esta iconografía, tan demandada desde 1703, en mayor medida que otros artistas. En los años siguientes su producción fue abundante y muy valorada, tuvo como discípulos a Lorenzo de Quirós y Felipe de Castro; no sólo pintó para la clientela sevillana y consiguió una desahogada posición económica. Esta situación le llevó a solicitar hacia el final de su vida, en 1756, su ingreso como miembro de la Real Academia de San Fernando en Madrid, que fue aceptado “por su notoria fama”.
Lorente es un seguidor del estilo de Murillo, como tantos artistas sevillanos que durante la primera mitad del siglo XVIII dieron satisfacción al gusto de sus clientes sin plantearse innovaciones estéticas. En este sentido, el conde del Águila afirmaba que “dióse a copiar e imitar a Murillo” pero, sin embargo, aceptó en su pintura determinadas influencias que la acaban individualizando, como la de los pintores franceses que trabajaron en Sevilla durante el lustro real y el gusto, común en la escuela granadina, por oscurecer los lienzos con betún contrastando las sombras con los toques de luz. Por otro lado, en el conjunto de su producción cabe destacar la desigualdad técnica según los diferentes encargos, lo que podría explicarse por el exceso de trabajo en el taller, situación que sólo le permitiría esmerarse en determinadas obras.
Firmada y fechada en 1717, se conserva en el convento de carmelitas descalzas de Jaén. El San Francisco de Borja es de 1726 y se guarda en una colección particular de Madrid; quizá formara pareja con un San Francisco Javier de Sevilla, en ambos destacan las vánitas con los instrumentos de mortificación. Influido por el contexto en el que vivió, representó con frecuencia las escenas populares de tradición murillesca, como el Grupo familiar comiendo melones y el Grupo familiar comiendo uvas y sandía, de colección barcelonesa; igualmente, en cuanto a las mencionadas “Pastoras”, imágenes de la Virgen en una escenografía bucólica tan queridas en la Sevilla del siglo XVIII, son significativos los ejemplos de la iglesia del Santo Ángel y la parroquia de Brenes (Sevilla). La mayoría de las series que pintó Lorente para los conventos han desaparecido, como la serie de seis lienzos encargada por los monjes de la cartuja de Jerez de la Frontera en 1743 sobre la Pasión de Cristo. Este tipo de producción se puede conocer gracias a La Santa Cena y El prendimiento de Cristo, de la capilla del Baratillo en Sevilla, obras de gran formato y esmero compositivo, fechadas en 1735. Los cuatro lienzos para los monjes trinitarios que se conservan en la iglesia de los salesianos de Sevilla también pueden asimilarse con estas series.
Sin embargo, su repertorio temático fue muy amplio: una destacada faceta de su producción fueron los retratos, como el Infante don Felipe del Museo de Bellas Artes de Sevilla, en el que se aprecia la influencia francesa impuesta por los Borbones y el pintor Jean Ranc, al que conoció durante los años del lustro real. El mismo sello cortesano es evidente en los retratos de Don José Vicente Urtusaustegui y su hermana, Doña Manuela Petronila Urtusaustegui, fechados en 1735 y conservados en una colección particular de Madrid, así como los de sus descendientes —La familia del marqués de Torrenueva—, guardados en Sevilla.
En contraposición a los anteriores, el San Fernando —también de colección particular sevillana— deriva de la iconografía murillesca. Más sorprendente resulta su interés por las representaciones mitológicas, de las que se conservan dos ejemplos en una colección madrileña, El rapto de Europa y El Triunfo de Anfítrite, escenas inspiradas en las obras de Cartari.
Por último, cabe destacar la pintura de trampantojos por su calidad técnica. Son magníficas las Alegoría del vino y Alegoría del tabaco, pintadas entre 1730 y 1740 y conservadas en el Museo del Louvre de París; probablemente formaron parte de una serie dedicada a los cinco sentidos, en este caso, aluden al gusto y el olfato. Igual esmero en su ejecución se observa en la Alacena abierta de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
Casi al final de su carrera, en 1757, pintó el aparatoso San Miguel luchando contra los demonios de la catedral de Jaén (Ana Aranda Bernal, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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