Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el desaparecido Puente de Barcas, de Sevilla.
Hoy, 10 de octubre, es el aniversario (10 de octubre de 1171) de la inauguración del Puente de Barcas, así que hoy es el mejor día para ExplicArte el desaparecido Puente de Barcas, de Sevilla.
El desaparecido Puente de Barcas, se encontraba, salvando el cauce (actual dársena) del río Guadalquivir, en el mismo emplazamiento del actual Puente de Triana, o de Isabel II, entre la confluencia de las calles Arjona, Reyes Católicos y el paseo de Cristóbal Colón; y la plaza del Altozano.
La relación histórica de Sevilla con el río ha sido una constante que llega hasta nuestros días. Sin embargo, el papel de algunos de los agentes más importantes de este maridaje, como son los puentes sobre el Guadalquivir, permanece vagamente sin estudiar. Este tipo de infraestructuras fueron creadas por y para la ciudad y, a su vez, concebidas para el uso de la población o su puerto. Hay casos en los cuales dichas obras se levantan para reafirmar la capacidad constructiva de una ciudad, pueblo o nación, y Sevilla, como veremos, ha sido uno de esos casos. Son piezas fundamentales de nuestro patrimonio no solo por su belleza, perdurabilidad, materiales o hechos significativos vividos, sino porque también forman, o han formado, parte de nuestra historia.
El primero que se tendió entre ambas orillas fue el trianero puente de barcas. Durante casi siete siglos (1171-1852), fue testigo de un periodo muy amplio y repleto de acontecimientos históricos básicos, comenzando por el esplendor de la ciudad durante imperio almohade (1147-1248) y terminando con la época isabelina (1833-1852). En los textos medievales del cronista andalusí Ibn Sāhib al-Salāt se cita que: “Comenzaron los arquitectos y obreros su construcción y los trabajos de carpintería e ingeniería para colocarlo sobre el río el sábado, primero de Muhárram del año 567 (4 de septiembre de 1171), y se completó el 7 de Safar del mismo año 567 (9 de octubre), fecha en la que se amarró el pasadizo sobre el puente de barcas y se colocó sobre el río. Fue un día solemne por el redoble de los tambores, la presencia de los escuadrones de los soldados y el despliegue de las banderas y estandartes”.
En cuanto a su ubicación, se encontraba en la actual posición de su sustituto: el puente de Isabel II. El sistema era análogo al de un pantalán, es decir, una serie de naves, trece citan algunos autores, amarradas entre sí por gruesas cadenas que con tablones sobre sus cascos formaban un paso “estable” de 149 metros de longitud. No obstante, la configuración del mismo no siempre fue la misma. En el siglo XVIII el historiador Fermín Arana de Varflora nos aporta más detalles: “Para franquear el paso de la ciudad al barrio de Triana hai un puente de madera sobre diez barcos chatos (antiguamente fueron once) y aunque algunos quisieran fuera su piso más suave, debe reflexar que en su construcción se ha mirado así a la robustez como a la comodidad de caídas e incomodidades. Están los barcos asegurados entre sí con fuertes maderos y asidos al fondo del río con grandes anclas sostenidas de gruesos cables. Corren gruesas cadenas de hierro y cabos que asegurados en las márgenes hacen el puente poderoso para resistir los continuos fluxos y refluxos de las aguas”.
El acceso al mismo, desde la ciudad, se realizaba a través de una calzada empinada que nacía en la puerta de Triana y que tenía unos arcos u ojos con el fin de permitir el paso de las aguas durante las crecidas. Esta entrada, una vez atravesado el puente, terminaba en el altozano, junto al castillo de la Inquisición, en una de cuyas torres había un gancho para amarrar los pontones. Por el lado de Sevilla, entre el río y la calle Cantarranas, quedaba un espacio ancho defendido por un paredón.
A pesar de la existencia de esta infraestructura, uno de los problemas crónicos que siempre adoleció la ciudad fue la dificultad de disponer de un paso seguro sobre el Guadalquivir. Hasta que en 1852 el puente de Isabel II solventó este asunto, desde la inauguración del puente de barcas no se construyó ninguno otro. Es decir, en 681 años tan solo existió esta insuficiente plataforma, cuyas continuas reparaciones, unidas a las crecidas del río que lo arruinaban, entorpecían de sobremanera el tráfico terrestre. Sorprende ver como una ciudad tan rica y populosa como era la Sevilla “del Quinientos”, en palabras de Morales Padrón, no tuviera un puente de piedra acorde con su importancia como ya lo tenían otras como Córdoba, Toledo o Mérida.
Pero, ¿por qué esta infraestructura islámica tuvo tan dilatada vida operativa? En relación a ello, resulta interesante insertar un extracto de la carta enviada por don Diego Hurtado de Mendoza, vizconde de la Corzana y asistente de la ciudad (1629-34), a don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares donde dice: “como siendo tan osado y valiente el cielo desta opulentissima Ciudad de Sevilla, desde su fundación hasta oy, no an sus antiguos ni modernos intentado la puente de piedra: como se las han puesto en Europa a los mayores ríos della en sus provincias, en Londres al Támesis, en París a la Garona, en Alemania al Danubio, en Roma al Tíber, en España al Tajo, y al Duero; y sobre ellos al estrecho que divide la Isla de Cádiz de la tierra firme, que buelve a juntar la puente de Zuaço?”.
La respuesta básicamente tenemos que encontrarla en la técnica de aquella época. A pesar de la imperiosa necesidad que había, los avances humanos no daban de sí para levantar un gran puente de piedra en esta zona. El lecho fluvial inestable y limoso, sumado a la fuerte corriente que en el meandro de Triana el río adquiría, impedía una construcción de tal envergadura. De esta manera, durante casi 7 siglos el puente de barcas suplió esta carencia junto con una flotilla de lanchas toldadas que iban y venían de una orilla a otra. Posiblemente, estos problemas de cimentación sobre el Guadalquivir fueron la causa de que los romanos eludieran la construcción de un puente fijo en la entonces Híspalis o de que los árabes eligieran un tipo de puente articulado, más flexible y dúctil a las corrientes del río, además de por evidentes razones económicas.
Como decíamos, el principal problema del puente de barcas era su costoso mantenimiento, que corría a cargo de quien arrendase su explotación (tenedores). Las inclemencias del tiempo, riadas y los mismos barcos que solían amarrarse a él, pese a estar prohibido, exigían continuos arreglos y la importación de maderas procedentes de los bosques de Constantina. No era raro que dichos tenedores se quejaran y pidieran ayuda al Cabildo cuando los daños eran de consideración. Por ejemplo, en una inesperada inundación las simples balsas cargadas de cañas o maderos que arremetían contra las barcas podían acabar rompiendo la trabazón de cáñamo, por lo que ante estas eventualidades invernales se optaba por cortar el tablero del puente.
Don Diego Hurtado de Mendoza nos recuerda sobre su mal estado que: “muchos días del año esta esta puente de barcas, ya con necesidad de quitarle una barca y poner otra, ya la tablaçon de la puente tan desigual, o desportillada, que ocassiona muchas caydas, con riesgo de los bagajes, y daño de las mercaderías que llevan, ya sin pretiles, y con riesgo de que son muchos los que de noche se caen en el río, de que no queda traslado ni noticia, que por las continuas crecientes del invierno están las entradas de la puente tomadas de el agua”.
Las posteriores obras de reparación tras una riada podían ocupar hasta tres meses, tiempo durante el cual la actividad económica mermaba considerablemente debido a la incomunicación de ambas orillas. La definitiva solución a dicho problema estaba en un puente de piedra. El más grave obstáculo a su construcción radicaba en la carestía de la propia obra, a lo que habría de añadir la insolvencia municipal y las consideraciones técnicas, sobre todo la mala calidad del lecho del río, que obligaba a profundizar hasta encontrar el estado idóneo para poder cimentar los pilares. Sin embargo, el cabildo estaba dispuesto a aventurarse en la empresa si tenía la “certidumbre de que las demás ciudades y lugares del reino an de ayudar, al igual que Sevilla lo había hecho cuando se trató de alzar una obra similar en otras partes”. Periódicamente, distintas consideraciones tomaban protagonismo en relación con el puente, especialmente las de orden económico, ya que los 3.600 ducados que la ciudad abonaba a los tenedores suponían un gasto excesivo para las arcas de la misma. Igualmente, el desabastecimiento que la ciudad sufría a consecuencia de las continuas roturas y los daños que los cascos de las naos surtas en el Arenal producían al chocar con los pontones, llevaron al municipio a estudiar posibles soluciones, contemplándose seriamente la posibilidad de construir un nuevo puente.
Francisco de Ariño, cronista de la ciudad y vecino del Altozano, hace una detallada referencia a uno de los muchos sucesos que acontecieron en el puente como consecuencia de los avatares de la climatología: “El miércoles 22 de junio de 1594 entre las tres y las cuatro de la tarde, vino tan gran tempestad de aire y polvareda, que no se veían unos a otros y no quedó en el río nao, fragata, chalupa, carabela, barcos ni barquillos que por amarrados que estuviesen no rompiesen las amarras y se encontrasen unos con otros, y un carabelón vino sobre la puente con tal pujanza, que embistió con ella y se rompió por ambas compuertas y la llevó toda junta el aire y carabelón hasta la almona de Triana y fueron encima de ellas dos hombres y una mujer echados y agarrados de los cabiroles de ellas y un buey, y dentro de la casa de la puente el que pide para las almas del purgatorio y Domingo Pérez, guarda de la puente, dentro de un barco que lo estaba achicando el agua que tenía; al tiempo que la puente rompió iba a pasar un hombre en un caballo castaño y cayó el caballo al río y salió por las escaleras del castillo y el hombre cayó por las ancas del caballo en el suelo del Altozano. Y no quedó en Sevilla y Triana hombre ni mujer que no viniese a ver la puente sobre la almona, y el jueves 23 de junio a medio día pasó gente por la puente”.
Como remedio, en 1586 el Cabildo estableció contactos para solicitar del rey Felipe II la licencia necesaria para levantar un puente de piedra a la altura de lo que hoy es El Barranco-Chapina. Entre 1563 y 1587 a las consideraciones municipales fueron presentados 6 proyectos diferentes, siendo los más importantes los siguientes: Fabricio Mondente con la idea basada en un puente de madera y hierro, para cuyo estudio el Consejo creó una comisión y mandó realizar una maqueta, y en 1578 el del conde de Barajas, futuro asistente de la ciudad. A pesar del empeño puesto por las autoridades hispalenses, el proyecto acabó postergándose por 43 años.
Los planos volverían a rescatarse en 1629 tras el desastroso “año del diluvio” que azotó Sevilla en 1626 que, según el cronista Diego Ortiz de Zúñiga, costó 4.000.000 de ducados. Fue tal la magnitud de la catástrofe que las aguas cubrieron un tercio de la ciudad y, como consecuencia, 3.000 casas quedaron entre maltrechas y destruidas. Viendo que las comunicaciones nuevamente quedaban rotas y que los problemas ligados al Guadalquivir iban a más, don Diego Hurtado de Mendoza, en calidad de asistente de la ciudad (1629-34), hizo el intento que más posibilidades tuvo de levantar un puente de piedra. A iniciativa suya le pidió al conde-duque de Olivares apoyo en la Corte para llevar a buen puerto la obra. Con la colaboración de Andrés de Oviedo, maestro mayor de obras del Consejo, se trazó la planta y montea de la infraestructura proyectándose también su entorno. En un primer momento se pensó construirlo en la zona conocida como el “Bañadero”, unos 100 metros aguas arriba del puente de barcas, donde el río tenía menor profundidad, aunque era más ancho (1.150 pies por solo 550 a la altura de la Torre del Oro). Dos siglos después los espontáneos baños en el río que en Torneo y los Humeros se daban corroborarían tal curioso nombre de ribera.
Este mismo personaje aseguraba la idoneidad del suelo de la zona propuesta ya que: “aviendole lançado buços a reconocelle la profundidad, an sacado la greda en que vieron los ferros y ancoras de los navíos, tan fixamente amarrados como silo estuvieran a una peña”. Corroboraban la firmeza del lecho las murallas de la ciudad que lindaban con la orilla, puesto que “ni el tiempo, ni los combates de Marte, ni la falta del cimiento fixo ayan hecho en ellos señal de mengua, que acuse de flaqueza al terreno sobre que se levantaron dentro del agua”. Sobre las corrientes, “cuyo ruydo lo, violento y rápido corriente, impide las maquinas necesarias, derribando y arrasándolo todo”, contestaba que en esta parte del río “satisfará el silencio de la mana corriente de Guadalquivir”. Como decíamos, otro factor determinante para la elección de dicho lugar fue la poca profundidad, pues “no passa su medida en la parte más honda, de tres estadios”. No obstante, advertía que “quanto mas ocuparen los pilastrones de la puente de piedra la madre del río, tanto más à de çoçobrar el agua de sus crecientes, y salir de madre, inundando los arrabales de Sevilla en riesgo de la ciudad”.
El gran puente planeado era de sillería almohadillada con más de 25 arcos, unos apuntados y otros, los que cruzaban el cauce, semicirculares. Las enjutas de estos últimos se ornamentaban con motivos estéticos del bajo Renacimiento. Tenía fuertes estribos para cortar las crecidas del Guadalquivir, con tajamares y dos rampas de acceso por la margen de Triana. Para que se hagan una idea de sus dimensiones, el puente romano de Córdoba tiene 16 arcos que suman 331 metros, mientras que el sevillano hubiera sido uno de casi 450 metros de largo. Para el abastecimiento de materiales el asistente recordaba en la carta la cercanía de las canteras de Alcalá del Río para “toda la que es necessaria y conveniente para debaxo del agua”, mientras que para la obra muerta se disponía de las de Utrera y Espera, además de las de Santiago de Jerez, “de adonde por el río a muy poca costa, puede traer quanta huviere menester”. La madera para las cajas de los pilastrones fácilmente se podía adquirir de las riberas, con lo que se excusaba “mucha parte de la costa desde fabrica”. Por otro lado, en lo que al apartado de la financiación se refiere, se redactó un presupuesto con el fin de recaudar los 50.000 ducados que se suponía tendría de coste: - Cada bestia pagaría de portazgo 2 maravedíes, pero ¾ el carro cargado.- 1 real cada 100 carneros y 8 cada 100 machos.- 2 maravedíes por cada res vacuna.- 1 real al mes en cada taberna, bodegón y pastelería de la ciudad.- Gravar con 8 maravedíes cada arroba de vino “de las que entran en Sevilla para su gasto”.- “Otro real cada mes a los alojeros los seis meses del verano”.- Los 12.000 ducados que se cobraban de la entrada del pescado para las fortificaciones de Cádiz, ya terminadas, se aplicarían a la obra del puente.- La lonja de los mercaderes prestaría los 4.000 ducados restantes.
Además, a la larga la ciudad se ahorraría los 6.000 ducados que le costaba el constante mantenimiento del puente de barcas.
Resulta sumamente curioso que el Cabildo pretendiera construir sobre los pilastrones del nuevo puente hasta 60 casas, a la manera del florentino Ponte Vecchio, “que cada una dellas tendrá treinta pies de frente, importarán cada año el alquiler de estas casas a la ciudad, quatro mil ducados”; toda una ayuda con la que poco a poco se podría ir pagando el empréstito de la Lonja. Una vez abonado éste, Sevilla se hallaría “con la puente que oy no tiene, y con más de diez mil ducados de renta perpetuos para sus propios” fruto de los alquileres y de no tener que destinar continuos fondos para la reparación del pontón islámico. Aparte de este plan de financiación, las autoridades municipales confiaban en que “siendo tan necessaria esta obra” el Consejo de Castilla concedería un repartimiento de 56.000 ducados cada año. Esta cantidad iría destinada en verano para “labrar maderas para las cajas de los pilastrones: y assi mismo en las canteras referidas sacar la piedra necessaria, para en llegando el principio del verano fixar las cajas referidas, como conviene, y en estándolo, y agotada el agua de dentro dellas, yr cimentando y levantando en cada verano uno de los tres mayores pilastrones, porque los demás se pueden hazer más fácil y brevemente, por los insignes artífices destos tiempos”.
Finalmente, el 2 de septiembre de 1631 el vizconde de la Corzana envió al conde-duque de Olivares una carta con el boceto del puente; impreso por Francisco Lyra. El proyecto, aunque resolvía los problemas técnicos (poca profundidad del cauce, corrientes suaves y cimentación adecuada), fue rechazado por Madrid. Lo impopular de sufragar la obra con impuestos grabando las mercancías de consumo, dejaba a la ciudad con su antiguo puente de barcas que 37 años después, en 1671, ¡cumpliría los 500 años!
La necesidad de una nueva infraestructura de este tipo era incuestionable ya que, por aquel entonces, unas 3.000 cabalgaduras eran las que a diario pasaban por el puente. Como curiosidad, la desigualdad de las tablazones daba origen a múltiples riesgos para las personas, mercaderías y bestias, pues eran muchos los que caían al río durante la noche. Pese a este análisis negativo, el Cabildo no perdió la esperanza y para el siglo XVIII conocemos la existencia de otro proyecto para llevar a cabo “la construcción de un puente de material”. Los autores fueron Ginés y Pedro de San Martín, ambos maestros mayores de la ciudad. No obstante, sus ideas nuevamente no llegaron a cuajar (Marcos Pacheco Morales-Padrón, en Consideraciones sobre la sustitución del puente de barcas de Triana: un proyecto de puente de piedra (1631), Revista Atrio, diciembre, 2018).
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