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miércoles, 19 de enero de 2022

Un paseo por la calle Cardenal Spínola

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Cardenal Spínola, de Sevilla, dando un paseo por ella.
     Hoy, 19 de enero, Memoria en la ciudad de Sevilla, en España, Beato Marcelo Spínola Maestre, obispo, que fundó asociaciones de trabajadores para cooperar en su desarrollo social, combatió en defensa de la verdad y de la justicia y abrió su casa a los menesterosos (1906) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
     Y que mejor día que hoy para ExplicArte la calle Cardenal Spínola, de Sevilla, dando un paseo por ella.
     La calle Cardenal Spínola es, en el Callejero Sevillano, una vía que se encuentra en el Barrio de San Vicente, del Distrito Casco Antiguo, y va de la confluencia de la plaza de la Gavidia con la calle Baños, a la plaza de San Lorenzo.
     La  calle, desde  el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en  la  población  histórica  y en  los  sectores  urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las  edificaciones  colindantes  entre  si. En  cambio, en  los  sectores  de periferia donde predomina la edificación  abierta,  constituida  por  bloques  exentos,  la  calle,  como  ámbito  lineal de relación, se pierde, y  el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta. También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
      La vía, en este caso una calle, está dedicada al Beato Marcelo Spínola y Maestre, cardenal de Sevilla entre 1883 y 1886.
     Al menos desde 1472 es conocida como calle del Horno del Naranjuelo, o calle del Naranjuelo (1486), y así figura todavía en el plano de Olavide (1771); sin embargo, desde 1763 comienza a ser nombrada como calle de las Capuchinas, por el convento de religiosas allí levantado a comienzos de la misma centuria; en 1913 se rotula oficial mente con la denominación que hoy conserva, en memoria de Marcelo Spínola y Maestre (1835-1906) ,que fue párroco de la cercana iglesia de San Lorenzo, y más tarde arzobispo de Sevilla; fue patrono de la Congregación de las Esclavas del Divino Corazón y fundador del periódico El Correo de Andalucía en 1899; recientemente ha sido beatificado.
     Es calle estrecha y rectilínea, donde únicamente las fachadas de algunas parcelas sobresalen de la alineación general aprobada en 1885. Confluye Cantabria por los pa­res y hasta finales del s. XVI había noticias de la existencia de una callejuela en la de los impares que comunicaba con Tiros (actual Martínez Montañés). En 1585 fue empedrada de "aguija", sistema de pavimentación que se conserva hasta finales del XIX, cuando se adoquina (1899). Hoy posee calzada de asfalto y aceras de losetas de cemento, en las que se han colocado horquillas metálicas para evitar que los vehículos aparquen sobre ellas. Se ilumina con farolas sobre brazos de fundición adosados a las fachadas. En la edificación alternan las casas unifamiliares, de patio sevillano, de buena calidad arquitectónica, con bloques de pisos de tres y cuatro plantas, levantados en los tres últimos decenios. Las casas núm. 7 y 9, que figuran catalogadas en Arquitectura Civil Sevillana, se encuentran actualmente cerradas y en ruinas. La edificación más representativa es la iglesia y convento de las religiosas capuchinas o convento de Santa Rosalía, cuya construcción fue iniciada en 1701 por el entonces arzobispo de Sevilla Jaime de Palafox, bajo la dirección del arquitecto Diego Antonio Díaz. En 1761 sufrió un incendio de grandes proporciones, que casi lo destruyó por completo, siendo reedificado al año siguiente a expensas del cardenal Solís y a cargo del arquitecto Antonio Matías de Figueroa; una lápida de mármol situada sobre la puerta del convento recuerda dicho suceso. Sobre el liso muro encalado del convento hay un azulejo de Santa Rosalía. Durante el s. XIX era frecuente el paso de las diligencias, ocasionando fuerte estruendo; hoy es una calle tranquila, con escaso tráfico rodado. que cumple esencialmente una función de tipo residencial, si bien las plantas bajas de los edificio de reciente construcción se encuentran ocupadas por locales comerciales, dada su proximidad al centro comercial de la plaza del Duque de la Victoria. Durante toda la Semana Santa es calle concurrida por los sevillanos, al pasar por allí varias procesiones, cobrando particular animación en la madrugada del Viernes Santo cuando sale el Gran Poder desde la plaza de San Lorenzo. Allí vivió sus últimos años y murió en 1978 el poeta sevillano Rafael Laffón, como recuerda, sobre la fachada de la casa núm. 20, una lápida mandada colocar por la Real Academia Sevillana de Buenas Letras [Josefina Cruz Villalón, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Cardenal Spínola, 7. Casa de dos plantas y ático, éste con pilastras decoradas con ménsulas.
Cardenal Spínola, 8. CONVENTO DE LAS CAPUCHINAS. Consta de dos plantas, ambas avitoladas y decoradas con pilastras. Se terminó el edificio en 1762, según reza una inscripción sobre la puerta de acceso al convento.
Cardenal Spínola, 9. Casa gemela del número 7 [Francisco Collantes de Terán Delorme y Luis Gómez Estern, Arquitectura Civil Sevillana, Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1984].
Conozcamos mejor a Beato Cardenal Marcelo Spínola, a quien está dedicada esta calle;
UN BEATO AL FRENTE DE LA DIÓCESIS: DON MARCELO SPÍNOLA (1896-1906)
     El 13 de febrero de 1896 hacía su entrada en Sevilla procedente de Málaga, revestido con la dignidad de arzobispo, don Marcelo Spínola y Maestre. La llegada, al margen de algún problema de protocolo entre la autoridad gubernamental y eclesiástica, fue celebrada y bien recibida por todos, dando buena muestra de ello los comentarios aparecidos tanto en la prensa católica como liberal. No era un personaje extraño a la ciudad ya que su misión pastoral en la capital andaluza le había llevado a ocupar el cargo de obispo auxiliar durante el polémico pontificado de Lluch y Garriga y, con anterioridad, durante el Sexenio, había sido párroco de San Lorenzo y canónigo sufriendo persecución al ser acusado de carlista. Incluso el gobernador civil llegó a firmar su expulsión de la provincia mediante una orden que luego sería rectificada. Las razones de tales acusaciones provenían de su entorno familiar como demuestra su correspondencia particular.
     Spínola llegaba a Sevilla a los sesenta y un años recién cumplidos, procedente de la diócesis malacitana. Su actividad pastoral le había granjeado entre sus diocesanos el apelativo de «Apóstol de Málaga». En 1885, siendo obispo de Coria, fundó junto a Celia Méndez Delgado -marquesa viuda de la Puebla de Obando- la congregación de Esclavas del Divino Corazón de Jesús y de la Virgen Inmaculada, con el fin específico de la educación cristiana de las jóvenes sin distinción social.
     Los enfrentamientos entre los católicos por cuestiones de índole política habían situado a Spínola, por intereses puramente partidistas, entre los prelados españoles comprome­tidos con el carlismo. Las acusaciones de que fue objeto durante el Sexenio y los sucesos de 1882, anteriormente reseñados, junto al interés de estos sectores políticos de contar con un prelado comprometido en la defensa de sus ideales fueron buena muestra de esa intencionalidad. Sin embargo, es preciso señalar cómo diversos documentos de personas cercanas a él nos muestran un perfil bien distinto. En relación con aquellas acusaciones del Sexenio, la correspondencia con su director espiritual, Diego Herrero, revelan un Spínola preocupado ante todo por su ministerio y por no involucrarse en materias políticas; el consejo de su director frente a la, un tanto ingenua, actitud de Spínola, era que no sólo había que serlo sino también aparentarlo. De igual manera, diversas personalidades de la vida pública sevillana coincidieron en señalar su no beligerancia política en el carlismo e inte­grismo; de hecho, sería un feroz anticarlista, el cardenal Lluch, quien le nombró obispo auxiliar. El cruce de cartas con la regente con motivo de su nombramiento como arzobispo de Sevilla son igualmente expresivas de su acatamiento de la monarquía restaurada en Sagunto.
     Fiel intérprete del pensamiento de León XIII, Spínola supo encauzar a sus diocesa­nos en la difícil tarea de atajar los «males» de la sociedad moderna. Su discurso en el Congreso Católico de Sevilla resulta bastante ilustrativo de ese pensamiento. La necesidad de la unión de todos los católicos, sin divisiones partidistas, y la utilización de los mismos medios usados por los impíos serían el camino a seguir. Llegado a Sevilla el nuevo arzobispo puso manos a la obra. Un acontecimiento, el Desastre de 1898, será el revulsivo que le ponga en marcha de inmediato a fin de «salvar» a la patria en peligro.
     El patriotismo de que Spínola hizo gala en defensa de los territorios de ultramar se plasma tanto en su prosapia como en su condición de eclesiástico. Indiquemos somera­ mente cómo influyeron estos acontecimientos en su persona. El conflicto cubano consti­tuía para Spínola un problema religioso además de militar. Desde su perspectiva, si Estados Unidos se hacía con el control de las islas caribeñas no tardaría mucho en acabar con el catolicismo de sus gentes, como había ocurrido tras el conflicto de Las Carolinas. La causa misma de la pérdida respondía -según el prelado- a un castigo divino: Dios castigaba de esta manera a los pueblos que se alejaban de su rebaño: pérdida de la unidad católica, constitución de 1876. El Desastre  era sin duda un aviso profético.
     Así pues, para recuperar la «Gracia Divina», era necesario que la España oficial se postrase ante Dios, adoptando una política católica; cuestión que no había de confundirse con una teocracia o un Estado regido por clérigos o frailes; ni con un pueblo que sólo pudiera hablar de Dios y las cosas divinas, en el que no se ventilasen más que cuestiones ascéticas o místicas, ni más monumentos que las catedrales. En el pensamiento de Spínola el espíritu cristiano no era enemigo de las libertades si éstas no subvertían el orden moral; no era contrario al progreso y la investigación siempre y cuando éstos no se salieran de la órbita que le era propia; en definitiva, el espíritu cristiano gozaría en el bienestar común y no en la opresión o tiranía.
     Spínola no decía nada nuevo con respecto a los males que padecía la Iglesia. Lo real­ mente significativo era que la realidad concreta, la pérdida de los territorios de ultramar, sirvieron para producir una honda reflexión sobre los males de España que él, desde su silla hispalense, trató de remediar en la medida de sus posibilidades. Y ello desde la idea de que la regeneración de España consistía en acabar con la división de los católicos, a fin de recuperar la grandeza de tiempos pasados. Para ello nada mejor que organizarse y disponerse a la lucha en la consecución del fin propuesto.
     a) La propaganda católica
     Las denuncias de la Iglesia durante todo el siglo XIX, referidas a los excesos de la libertad de prensa, no traspasaron la frontera de la mera denuncia hasta la llegada al pontificado de León XIII. Con su proverbial magisterio, el sucesor de Pedro trazó la norma a seguir respecto a la propaganda católica en la prensa, abriéndose paso una actitud ofensiva desde la propia institución papal en contra de las publicaciones periódicas. «Scripta scripti concursu non irnpari» sería el lema de esta obra social católica. En Sevilla esta acción se tradujo en dos realizaciones fundamentales: la fundación de El Correo de Andalucía y la creación de la «Asociación de la Buena Prensa», ambas con un funcionamiento totalmente autónomo.
     El 1 de febrero de 1899 se cumplía una de las premisas que Spínola estableció en su discurso del congreso de 1892. Ese día salía a la luz en Sevilla el diario El Correo de Anda­ lucía, con el subtítulo de «Diario Católico de Noticias». Su aparición había que entenderla en la necesidad que sentía la Iglesia sevillana de disponer de un órgano de expresión pro­ pio, distinto de aquellos otros que, aún titulándose católicos, eran, al mismo tiempo, órganos de expresión de algunas de las tendencias políticas en que se dividía el catolicismo español. De otro lado, el papa, así como sus antecesores, había mostrado en reiteradas ocasiones la necesidad de disponer de "buena prensa" para difundir las sanas doctrinas de la Iglesia. El prelado hispalense, que había sufrido en sus propias carnes los ataques de la prensa liberal en otros momentos de su vida, era consciente de esta necesidad.
     La fundación del diario tuvo lugar en los últimos días de 1898. En su gestación parti­ciparon el rector del seminario, Modesto Abín y Pinedo; el director del integrista Diario de Sevilla, Rafael Sánchez Arráiz; el magistral de la catedral, José Roca y Ponsa, además del propio prelado. Secundaron la iniciativa prestigiosos clérigos como el P. Tarín, Muñoz y Pabón, además de numerosos laicos como Luis Abaurrea, Carlos Cañal y Manuel Rojas Marcos. El diario hubo de abrirse camino en el ya de por sí saturado panorama de la prensa diaria sevillana.
     La vinculación de El Correo con el prelado era evidente: los utensilios y el mate­rial eran de su propiedad. Su relación con el arzobispado era, asimismo, clara: las mismas páginas del Boletín Eclesiástico fueron el medio utilizado para la recomendación del diario por el propio prelado, quien insistió en que era el único de su género que tenía solicitada la censura eclesiástica, lo cual era una garantía. Su primer censor fue el magistral de la catedral hispalense.
     Al ser un diario noticiero, El Correo de Andalucía tuvo que aclarar ante sus lectores su vinculación con una determinada política, algo que en aquellos momentos era la razón de existir de la mayoría de sus colegas. En este punto su orientación quedó reflejada ya en el primer editorial: «ni carlista, ni integrista», sino eminentemente católico y noticiero; y en cuanto a la política concreta, «no pertenecerá a ninguna de las agrupaciones en que los católicos españoles se dividen. De esta manera El Correo se convertía en punto de encuentro de todos los sectores católicos divididos por cuestiones partidistas y, aunque marcaba las diferencias con respecto a las dos organizaciones más importantes, no les volvía las espaldas.
     Coetáneo  con este proceso  fue la fundación  en Sevilla, en marzo de  1898, de la «Asociación Diocesana para las Buenas Lecturas», con una Liga de Oraciones en su seno, a fin de trabajar y orar en la propagación de la «buena prensa», nombre genérico con el que se venía a denominar la prensa católica. La obra de la buena prensa había comenzado algunos años antes «en una escondida ciudad andaluza donde se reunieron algunos entu­siastas propagandistas que lograron ponerse en comunicación con otros católicos de diversas regiones». El lazo de unión y alma de esta incipiente obra fue el P. Tarín, que en sus constantes misiones por Andalucía, relacionaba a todos los hombres de acción que iba encontrando en su camino. Su empresa consistía en el reparto gratuito de propaganda en cuyo contenido se reflejasen actitudes moralizantes. Como dirigentes figuraban el P. Moreno Estévez -del Oratorio de la ciudad- y el presbítero Federico Roldán, amén de otros laicos y sacerdotes.
     Puesta bajo el patrocinio de san José, la Asociación justificaba su labor en el laicismo que imperaba en la sociedad española, el fin de la unidad católica, el materialismo y la intolerancia liberal... El aliento de Spínola les servía de base para lanzarse a esa «nueva cruzada». En otro lugar hemos escrito cómo «el plan a desarrollar consistía en la creación de núcleos defensores de esta acción social en todos los puntos de España, articulándose de tal manera que, a modo de nudo de una red, pudiesen formar de esta conjunción un todo homogéneo. Constituida esta flota, el mar en el que se debía librar la batalla era el mismo en donde navegaba el enemigo: la prensa».
     Imitando modelos franceses (la obra del abate Lemci de Armentieres) y germanos (conocidos a través de la obra de Kannengieser), los promotores de la Asociación asumieron el propósito de difundir la buena prensa, utilizando inicialmente como instrumento El Correo de Andalucía, si bien constituían -hemos de insistir en ello- medios propagandísticos católicos diferentes. Habiendo solicitado León XIII que en el último año del siglo se homenajease la figura del Redentor, propusieron que el monumento que la prensa debía levantar estuviera formado por los triunfos conseguidos en la batalla contra los enemigos, utilizando sus mismas armas.
     Así pues, la unidad nuclear de acción y propaganda pasaron a constituirlo los Centros de la Buena Prensa, formados por socios honorarios y activos, en contacto directo con un Centro general. Este editaría los periódicos, libros y hojas de propaganda a distribuir por los Centros locales. Los medios para difundir la Asociación eran las misiones, las conferencias impartidas en Círculos católicos y de obreros, y los sacerdotes, quienes podían influir en el ánimo de las personas piadosas.
     Un hito en la historia de esta Asociación fue el año 1904. A finales de 1903 y en junta ordinaria del Centro de Sevilla uno de los congregados propuso la realización de algún acto con motivo del cincuenta aniversario de la proclamación dogmática de la Inmaculada Concepción. De ahí surgió la idea de realizar la primera asamblea de la Buena Prensa que, bendecida por el prelado y por Roma, se celebró en mayo de 1904. A pesar de todas las bendiciones hubo que superar no pocas dificultades, incluidos los propios recelos de otra prensa católica más politizada. Dado este cariz, el propio nuncio excusó su asistencia.
     En el acto de apertura Spínola pronunció las siguientes palabras de aliento:
     «Y porque la amamos, queremos que la prensa no se degrade a sí propia, como hoy con inmoral escándalo lo verifica, sino antes se enaltezca ella misma con su cordura, sus miramientos, sus respetos a todo lo respetable, y así se gane las alabanzas de los presentes y la gratitud de los venideros. Empresa en esta, Sres., nobilísima. Quién la acometa y la lleve a término merecería bien y las letras, las ciencias, la pública moralidad y la moralidad privada, la Religión y la patria le decretarán honores. Tal es el fin de esta Asamblea, poner término a un mal de todos sentido, y que de no atajarse pronto, dará al traste con la sociedad humana, y acabaría hasta con la Iglesia, si la Iglesia no fuera inmortal».
     b) El Congreso Católico de Burgos
     Para Spínola 1899 fue uno de los años más problemáticos y tristes de cuantos vivió a lo largo de su pontificado; incluso, lo fue aún más que el de 1882 cuando se vio envuelto en los sucesos del Centenario de Murillo y de la frustrada peregrinación a Roma organizada por los Nocedal. A juicio de Vicente Cárcel se produjo en 1899 «el mayor incidente entre dos prelados en España, durante el pontificado de León XIII», protagonizado por el primado, cardenal Sancha, y Spínola. Las causas hay que situarlas en los preparativos para la celebración del V Congreso Católico Nacional, a celebrar en Burgos durante el verano de 1899.
     Con el fin de que los sevillanos acudiesen al congreso, escribió Spínola una circular el 26 de abril de 1899. Pretendía con ella que sus feligreses tomasen parte activa en Burgos y que de su asistencia se derivasen buenos y provechosos resultados. A su juicio con­trastaba la labor desplegada por los enemigos de la Iglesia y la escasa atención de los cató­ licos, «débiles, flacos, cobardes», incapaces de defenderse y retrocediendo ante la mínima dificultad. Las circunstancias eran difíciles -proseguía- por cuanto la unidad católica se había perdido, existía la tolerancia religiosa y la libertad de enseñanza e, incluso, se anunciaba la fundación de Universidades protestantes. Las causas de este mal se manifestaban en la profunda división de los católicos españoles, división que no era sino consecuencia de no saber distinguir lo puramente esencial de lo meramente accidental. Siguiendo el pensamiento de papas anteriores y en lo referido a la política, entendía que las formas de gobierno no eran esenciales como tampoco lo eran las personas; sólo la causa de Jesucristo era esencial y ante ella debían de unirse todos los católicos militantes.
     La empresa no la consideraba irrealizable. Las bases eran claras al respecto y necesariamente debían ser aceptadas por todos: «en materia de dogma y moral la voz de la Igle­sia», base de la verdad; en asuntos políticos, el Syllabus, «expresión fiel de lo que nuestra madre, nuestra Maestra, nuestro oráculo sentó en este género de asuntos», pero entendido según su autor y «del insigne Pastor que a éste ha sucedido»; y en cuanto a la conducta, la dirección del papa y los obispos. Esta era en síntesis -á juicio del arzobispo de Sevilla- la empresa que estaba llamada a efectuar el Congreso Católico de Burgos y, a fin de que los resultados fuesen lo más provechoso posibles, Spínola difundió un llamamiento a los intelectuales hispalenses para que remitiesen memorias y trabajos al Congreso.
     Semanas más tarde el censor de El Correo y magistral de la hispalense -el integrista José Roca y Ponsa- explicó el contenido de las palabras de su prelado. Refugiado bajo el anonimato que implicaba su pseudónimo, Un Católico Español, escribió una colección de artículos bajo el título genérico de «La unión de los católicos». Del texto se desprendía que la unión sólo era posible entre los que verdaderamente eran católicos, y no entre los que sólo se llamaban así (excluyendo de esta forma a toda la masa de liberales que se consideraban fieles al catolicismo); insistía en que la Iglesia representaba la máxima autoridad en materia de fe y de costumbres, y que el papa y los obispos marcarían la línea de conducta a seguir sin transformar la sociedad en una teocracia. Al final de su discurso introdujo algunas alteraciones muy sutiles, pero nada despreciables, en la interpretación de las palabras de Spínola que ponían al prelado en una situación delicada, tildado cuanto menos de tradicionalista. Al mismo tiempo se extendió por toda España un folleto del cardenal primado, Sancha y Hervás, escrito en febrero de ese año. En el mismo el purpu­rado indicaba, mediante consejos, cuál debía ser la participación de los católicos en los asuntos públicos. Recordaba Sancha los llamamientos a la unión efectuados por el papa, el mensaje de acatamiento a los poderes constituidos y la aceptación de la constitución de 1876 en previsión de males mayores.
     El magistral de Sevilla, amparado en un nuevo pseudónimo, Un Ciudadano Español, publicó con licencia eclesiástica un folleto en el que se refutaban los consejos impartidos por Sancha en el capítulo XID. Entre otras razones acusaba al purpurado de pedir la unión de los católicos en el terreno constitucional, algo que no podía hacerse porque todos los que aceptaban la constitución de 1876, aceptaban igualmente el liberalismo, utilizando de esta forma -y abusando- de Spínola como arma arrojadiza frente al primado.
     Obvio es decir que los integristas llenaron de elogios y alabanzas el folleto del magistral, a la vez que era utilizado por su jefe Nocedal como un poderoso argumento para atacar al primado, cuyo pensamiento no le era favorable. Sancha, por su parte, creyó que se estaban tergiversando sus consejos y mediante una pastoral del 12 de julio, enjuició severamente a los responsables de los ataques de que había sido objeto, a la vez que advertía de haber puesto el asunto en manos de la Santa Sede. Nocedal maniobró hábilmente presentando el asunto como un pleito entre Sancha y Spínola, el primero «colaboracionis­ta» y el segundo «antiliberal».
     Todos estos acontecimientos sucedieron a la par de una serie de hechos que produje­ ron hondo malestar entre los católicos españoles. El primero de ellos ocurrió en Cádiz, aunque luego se extendió a otras provincias, donde el alcalde había ordenado retirar de las fachadas una placa con la imagen del Corazón de Jesús. El hecho dio lugar a protestas, adhesiones, desagravios e incluso a llamadas a la desobediencia a la autoridad local por considerar el hecho un atropello inaceptable. Otro punto de fricción tuvo lugar en Sevilla, donde al atravesar una procesión por la plaza del Museo, ante una iglesia protestante, las autoridades provincial y gubernativa ordenaron su cierre; el hecho provocó una interpela­ción parlamentaria del diputado electo por Valencia y gran maestre de la masonería española, Miguel Morayta, quien se convirtió en blanco de las iras de la prensa católica. Un tercer asunto fue la propia elección de Morayta como diputado. Hasta entonces la masone­ría, «responsable» -a juicio de los católicos- de todas las catástrofes habidas en la historia de España, la última la derrota de ultramar, «dirigía entre bastidores la comedia política», pero, a partir de ahora -estimaban los sectores confesionales- lo haría a cara descubierta.
     Por si estos hechos no fueran suficientes para provocar una respuesta de los cató­ licos sevillanos en defensa de la causa de la Iglesia, un nuevo conflicto hizo saltar la chispa. En el congreso de los diputados Miguel Morayta y Blasco Ibáñez efectuaron sendas proposiciones en las que solicitaban la puesta en vigor del decreto de octubre de 1868 que extinguía todos los monasterios, conventos, colegios, congregaciones y demás casas religiosas fundadas con anterioridad al 19 de julio de 1837, y el restable­ cimiento del decreto que ordenaba la expulsión de la Compañía de Jesús.
     La reacción de Spínola no se hizo esperar. El 15 de julio de 1899 escribió una extensa pastoral a sus diocesanos que, aparte de publicarse en el Boletín del Arzobispado y en El Correo, se distribuyó por la ciudad en número superior a los veinte mil ejemplares. Con una visión apocalíptica de la situación de España, asaeteada por los ataques reseñados, subrayó que ante lo que significaba «un provocador reto a la frente de los católicos», creía necesario una actuación inmediata:
     «Unirnos en apretado haz; correr a ampararnos bajo los muros indestructibles de la Santa Iglesia, columna y firmamento de la verdad, como la ha llamado San Pablo; descargar de su electricidad las nubes de la ira celeste por medio del pararrayos y las corrientes de la oración; levantar diques, los fuertes diques contra los cuales se estrellan los impetuosos torrentes del mal, a saber, la fidelidad al deber, la constancia en la práctica de la virtud, el respeto a la legítima autoridad que de arriba procede; movemos incansables, y disputar en organizada hueste, y aún a costa de la propia vida, a la ola invasora los objetos que intenta arrastrar al abis­mo; las almas que escandaliza, el niño que destruye o pretende destruir, robándo­les primero el prestigio , y luego deshaciéndolas con la fuerza; tal es la obligación que nos imponen las circunstancias».
     Como resultado de esta pastoral se produjo una multitudinaria adhesión al prelado tanto de asociaciones y organismos religiosos como de significados tradicionalistas. Esto último exacerbó aún más los ánimos no calmados de la polémica entre Sancha y Spínola. Incluso la reina manifestó sus quejas al prelado hispalense. La prensa de Madrid llegó a afirmar que el apoyo de los liberales a Sancha había sido contestado con el de los carlistas a Spínola. En medio de tantas tergiversaciones fue un diario liberal sevillano quien dio una nota de sensatez: los carlistas eran tan hijos espirituales del prelado como los demás; el acto no tenía ningún sentido político. Y es cierto que los integristas prestaron su apoyo al prelado a la vez que lo hacían significados conservadores. Todo ello acontecía cuando el enfrentamiento entre Sancha y Spínola desbordaba su ámbito nacional e intervenía Roma ante la inminencia del comienzo del Congreso Católico de Burgos.
     Las adhesiones recibidas debieron influir en el ánimo de Marcelo Spínola cuando decidió congregar a sus feligreses para el día 20 de agosto, onomástica de León XIII. En un ambiente tenso, habiéndose acuartelado la tropa en previsión de algún enfrentamiento, gran número de católicos, presididos por Pablo Benjumea, entregaron una carta de adhesión al prelado, en la que se hacían consideraciones sobre la unión de los católicos. Spínola insistió en que el acto era ajeno a la política, quizás con la intención de dejar las cosas claras y evitar los quebraderos que le había ocasionado la visita de los carlistas el mes anterior. El acto fue considerado de inmediato como la «unión de los católicos», unión que no llegaría a buen término.
     Varios días después, el 30 de agosto, bajo la presidencia del cardenal Cascajares, se inauguró el Congreso de Burgos. Las normas dictadas en 1897 por León XIII para este encuentro apremiaban a redactar el programa de unidad del catolicismo español. Diversos discursos recogieron la postura de que la unión sólo era posible entre los verdaderos cató­ licos. El discurso del catedrático sevillano Francisco de Casso insistía en la importancia de la tradición en la Iglesia, a cuya defensa -decía- se había dedicado plenamente su prelado. La sección de propaganda se vio desbordada, por lo que se dio un voto de confianza a los prelados para que redactaran unas bases. Estas señalaban que la unión no era exclusivamente religiosa, de doctrina, sino que se establecía para la acción política. Los medios serían los que facilitase la legalidad y, en especial, la participación en la vida pública bajo la dirección de los prelados. Por primera vez éstos presentaron un programa en el que planteaban cuales eran sus reivindicaciones frente al Estado. No obstante, parecía que bases y programa correrían la misma suerte que otros documentos episcopales dados en el mismo sentido.
     c) El renacer del anticlericalismo
     En los años bisagra del tránsito al siglo XX arreciaron los enfrentamientos entre los sectores confesionales y los partidarios del sistema liberal. El profesor Cuenca ha señalado cómo las escasas diferencias en el ideario de los partidos del «tumo pacífico», conservado­ res y liberales, obligaba a los sectores del catolicismo político a establecer fronteras aun­ que sólo fueran de índole táctica. Junto a ello se insiste en cómo el positivismo pujante (a nivel de pensamiento y política) al igual que las medidas adoptadas en Francia y Portugal en materia eclesiástica, dieron al anticlericalismo un notable protagonismo en los inicios del siglo XX. En España fueron sucesos de escasa entidad, al menos individualmente con­siderados, los que actuaron como detonantes. El Gobierno proclerical del ministerio Silvela sirvió para ser calificado de «vaticanista»; pero fue en el breve Gobierno Azcárraga cuando se produjeron los hechos más graves. El estreno de «Electra» y las alteraciones de orden público que originó la celebración del Jubileo por la entrada del nuevo siglo, hicieron que la «cuestión religiosa» pasara a un primer plano de la actualidad. Recién llegado al poder Sagasta (en marzo de 1901) comprendió que su partido lograría una fuerte adhesión si enarbolaba la bandera del anticlericalismo. Así, es bastante posible que sus primeras medidas de gobierno estuvieran orientadas cara a la galería, utilizándolas hábilmente como arma política. Esto explica que la campaña para las elecciones de mayo de 1901 girara en tomo al problema religioso, asunto que pasa a segundo plano tras la celebración de las mismas y es recogido más tarde por la presión de ciertos grupos parlamentarios y por la prensa liberal, que temía una invasión de religiosos franceses tras las medidas adoptadas en Francia por Waldeck-Rousseau.
     La relativa tranquilidad de 1900 contrasta con la agitación de 1901. Los ataques, des­ de posiciones de mayores libertades a todo lo que se entendía como un recorte de las mis­ mas, dieron unas pinceladas de agitación al panorama de la capital andaluza. El Correo no se cansará de reseñar los agravios dirigidos contra la Iglesia por parte de los masones, quienes -a su juicio- eran casi sinónimo de liberales. La ofensiva de los «Poderes Ocul­tos» no era nueva, se decía, sino fruto maduro de una larga incubación durante la cual aquellos habían conseguido introducirse en todos los niveles de la organización del Estado. La Masonería se convertía así, una vez más, en la responsable de todos los disturbios que se producían en España.
     Los ataques a la Iglesia, reales o imaginarios, se producían con cualquier pretexto. Así, la boda de la princesa de Asturias con el hijo del conde de Caserta, militar carlista, acaecida en Madrid en febrero de 1901 fue otro argumento más que añadir a la ya de por sí tensa situación . El diario hispalense El Progreso , con su habitual perspicacia, señalaba cómo desde que se inició en el congreso la discusión del matrimonio se estaba más pen­ diente de lo que pudieran decir los oradores sobre los progresos y peligros del clericalismo y de los avances de los retrógrados, que de otra cosa.
     Considerando el grado de sensibilización, no es extraño que la aprobación en Francia de medidas contrarias a las asociaciones religiosas hiciera temer que algo parecido fuera adoptado en España, dado el influjo que -a juicio de El Correo- tenía siempre entre noso­tros cuanto acontecía en el país galo. En este mismo sentido, recordemos que en Portugal el Partido Republicano había desplegado una intensa campaña en la que se abogaba no sólo por la expulsión de las órdenes religiosas, sino por la separación absoluta de Iglesia y Estado, llegándose a crear una organización, el Centro Nacional, destinado a agrupar a los católicos lusos en la defensa de sus intereses. A juicio de El Correo, todas estas actuaciones obedecían obviamente a los impulsos y dictados de «la siniestra labor de las logias».
     Ante esta percepción de la realidad, tampoco es de extrañar que la subida al gobierno de Sagasta generase temores aún a mayor escala. El cambio, según la opinión católica, sig­nificaba el fracaso de los conservadores, pero también el triunfo de la masonería. No obs­tante, las primeras medidas ministeriales fueron de moderación en materia religiosa, impo­niéndose la prudencia materializada en una serie de disposiciones que hacían referencia al restablecimiento de la libertad de cátedra y la reorganización del clero castrense. Medidas que, sin embargo, tuvieron una honda repercusión en las masas católicas.
En cualquier caso, de todos los acontecimientos que estamos refiriendo el que más impactó a la opinión sevillana fue la representación en la ciudad de la obra teatral Elec­tra, de Benito Pérez Galdós. En enero de 1901 se había estrenado en Madrid, coincidiendo con el célebre «Caso Ubao». Lo que en principio era sólo un drama se convirtió en bandera para los liberales y en un grave ataque a la religión para los católicos más intransigen­ tes. La noticia de los escándalos producidos en la corte tras el estreno llegaron de inmedia­to a Sevilla, y la situación del momento convirtió este drama galdosiano en una manifestación política y en un pretexto para atacar al Gobierno conservador aún existente.
     Para el 23 de marzo, vísperas del domingo de Pasión, estaba prevista la primera representación en el Teatro San Femando de la capital andaluza. La coincidencia de fechas hizo exclamar al diario del arzobispado, quejoso ante la «bofetada dada en el rostro y con toda la mano a los sentimientos católicos de nuestro pueblo». El prelado dirigió el 15 de marzo, como era habitual en él, una circular desaconsejando la representación de dramas relativos a la pasión de Jesucristo, por estimar que era una profanación sacrílega convertir en espectáculo una cuestión tan sagrada. Al final de la circular y de pasada hizo algunas referencias a la próxima representación de la obra de Galdós. Aunque la desconocía, los comentarios que le habían llegado, procedentes -decía- de «críticas imparciales», y los sucesos acaecidos en Madrid durante su representación, entendía que eran suficientes para dar su opinión al respecto. Una opinión que consistía en considerar que «ninguna persona, pues, que a todo anteponga su respeto a la Iglesia, podrá no sólo teniendo en cuenta la idea inspirada del drama Electra que no es ni con mucho santa, sino por el escándalo que después de lo acaecido produciría su presencia en el teatro, concurrir a éste al ponerse en escena la obra de Pérez Galdós».
     La polémica estalló. El diario republicano El Baluarte censuró agriamente la prohibi­ción hecha por el prelado para asistir a una obra que ni tan siquiera había leído, a la vez que confirmaba que la obra podía ser anticlerical, pero no antireligiosa. El enfrentamiento de mayor dimensión se produjo con la edición sevillana de El Liberal, periódico que el 21 de marzo publicó un artículo con el título de «Electra y el arzobispo» en el que insistía en los mismos argumentos que el diario citado anteriormente, si bien aquí se tildaba a Spínola de ser más expeditivo que la Inquisición y la Congregación del Indice... Como era de esperar, ambos diarios suscitaron la replica de El Correo, que afirmó que nadie más cualificado que el titular de la diócesis, por la autoridad de la que estaba revestida su cargo, para seña­ lar cuál debía ser el modo de comportarse de sus feligreses e inculcar la enseñanza adecua­ da, a la vez que insistía en que el prelado no había condenado la obra sino que se había limitado a no recomendar la asistencia a su representación.
     En los días sucesivos El Correo de Andalucía continuó publicando artículos intentan­ do defender a su prelado de los ataques recibidos. A medida que pasaban los días, la cues­tión iba alcanzando repercusiones mayores, pues incluso se anunció en la prensa de Madrid que iba a producirse una entrevista del primado con Sagasta para abordar el contenido de la circular de Spínola.
     A pesar del beneficio propagandístico que, en aras de una mayor audiencia, podía ocasionar la polémica desatada, la representación en el día anunciado no llegó a traducirse en un lleno espectacular; eso sí, como era tradicional en cualquier acto teñido de anticleri­calismo, fueron cantadas durante la representación La Marsellesa y el Himno de Riego.
     La consecuencia más inmediata de esta polémica fue la organización de adhesiones mediante una recogida de firmas «de todas las clases sociales», para protestar por los ata­ques al prelado. En la adhesión, impulsada desde las columnas de El Correo, firmada por «ricos y pobres, plebeyos y nobles, niños y ancianos», los sevillanos que se sumaron decían al arzobispo: «a tu lado estamos, ordena y obedeceremos, nuestros pechos servirán de escudos a tu venerable persona, y en ellos se embotarán los dardos con que quieran herirte...». No tardaría Spínola en hacer uso del apoyo recibido.
     d) La fundación de la Liga Católica de Sevilla
     La llamada de El Correo de Andalucía, para que alguna personalidad tomase la ini­ciativa y convocase la unión de los católicos, tuvo sus efectos en los primeros días de mayo de 1901. El doctor Ramón de la Sota y Lastra enarboló la bandera desde las colum­nas del diario católico. En su adhesión recordó cual había sido su comportamiento en los momentos del Sexenio. Para que no se reprodujesen  aquellas escenas creía indispensable la unión y organización de los creyentes, quienes, utilizando todos los derechos que las leyes concedían, debían defender la religión. Los problemas que para el logro de este fin suponía la división de los católicos españoles en varios grupos, hacía puntualizar al doctor de la Sota las condiciones de esta unión. Los esfuerzos a realizar no iban encaminados a ninguna idea política en particular, ya que todas cabían dentro de la religión; la dirección de los católicos sólo la podían realizar quienes tenían autorización para ello, esto es, los prelados, garantía de que ninguna facción tomaría la religión como instrumento y la política como fin. El medio para alcanzar el triunfo de estas ideas se lograría enviando a las cor­tes representantes verdaderamente católicos, que reformarían las leyes en el sentido que marcaba el catolicismo . Había de sostener igualmente a la prensa católica; crear casinos y academias en donde se reunieran los que creían en estas mismas ideas; había que cristianizar la sociedad, el pueblo y fundamentalmente la clase obrera. Así, de esta manera, se engrandecería la patria.
     Nada nuevo venía a decir el doctor de la Sota. Palabras e ideas semejantes venían escuchándose con frecuencia en los últimos tiempos. Sin embargo, ahora, con el anticlericalismo emergente en la realidad nacional e internacional, con Sagasta en el poder y con el Partido Conservador en Sevilla en proceso de disgregación, la solicitud adquiría una dimensión distinta. De entrada, en la misma carta de la Sota emplazaba a los prelados, en general, y a Spínola, en particular, para que tomasen parte activa en la unión de los católicos.
     La idea de concentrar a los católicos fue tomando cuerpo. El 15 de mayo de 1901, en una reunión de personalidades procedentes de distintos partidos sevillanos, se acordó por unanimidad mostrarse a favor de la unión. Presentadas al prelado las bases redactadas al efecto, fueron aprobadas por éste. Ahora se trataba de organizar una junta pública en la que se expusiese su contenido.
     El emplazamiento que hizo de la Sota en su carta tuvo también un efecto inmediato. El mismo día en que El Correo informaba de la reunión anterior y de los acuerdos alcanzados, se difundía una circular de Spínola llamando a la unidad. Recordaba las muestras de adhesión recibidas en agosto de 1899 y cómo sus esperanzas de aglutinar a todos los católicos se vieron frustradas. Pero ahora, con el incremento de los peligros para la causa católica, la unión más que apremiante era necesaria, y, al igual que acontecía en otros lugares, los católicos sevillanos debían prestarse a la misma. Su actuación la justificaba por cuanto significaba inculcar a sus feligreses sus deberes en la política. Los católicos debían llevar a los centros de poder representantes «que piensen en católico y en católico sientan y en católico hablen», además de proteger a la prensa, exterminar la pornografía, la blasfemia, etc. La unión se efectuaría con orden. Por último, sin rehusar compartir los riesgos, dejaba claro que él no podía tomar parte directa en la misma, dada la índole del combate, por lo que los católicos se habrían de conformar con ser dirigidos desde lejos.
     Con el visto bueno del prelado, sólo restaba que comenzase de nuevo el salto a la arena de los partidarios de la unión. El primero de ellos fue el ex-diputado José Bares y Lledó, cuya adhesión apareció el 19 de mayo, el mismo día en que se celebraban elecciones al congreso y cuando su candidatura estaba descartada de antemano. En su adhesión se insistía en la necesidad de la unión dadas las actuales circunstancias y en la oportunidad de la voz autorizada del prelado. Para El Correo, la importancia de esta adhesión era grande: era el primero en «romper las filas del liberalismo y sus partidos» para engrosar la unión de los católicos, pues pertenecer a ésta siendo liberal era un contrasentido . El mismo diario apostillaba: «la causa católica no rechaza a ninguno de los que, aceptándola tal como es, deseen pelear los combates del Señor para que triunfando hagan la dicha de España».
     El 24 de mayo de 1901 se hacía público el Manifiesto de la unión de los católicos sevillanos al que se adjuntaban las bases del acuerdo alcanzado. La unión se consideraba necesaria a partir de dos argumentos fundamentales: la salvaguardia de los intereses reli­giosos y el deseo y amonestaciones del prelado en sus circulares. El acuerdo suscrito no significaba la fusión de los distintos partidos políticos a los que pertenecían los firmantes, sino tan sólo la constitución de una fuerza que contuviese los ataques a la religión. Por ello, no se arrogaban jefaturas de ningún tipo ni una dirección determinada. Para hacer efectivo el pensamiento de los congregados se acordaron las siguientes bases:
     "1. Pueden pertenecer a la Unión o Liga Católica, todos los católicos que acep­tando con plena y filial sumisión las enseñanzas de la Iglesia, especialmente con­ signadas en los documentos de Pío IX y León XIII condenatorios de los errores modernos, deseen trabajar y se comprometen a hacerlo en defensa de los sagrados derechos de la Religión,  siguiendo en su labor las instrucciones del papa y los obispos, y cuando otras no haya, las del propio Prelado.
     2. Sin perjuicio de coadyuvar a la acción moralizadora de la Iglesia, en todos los órdenes de la vida social, la Unión Católica se propondrá:
          a) Propagar la prensa católica, fomentándola y auxiliándola, para que se coloque a la altura conveniente.
          b) Favorecer a la clase obrera con cuantos medios sea posible, y principalmente fundando asociaciones y círculos, conforme a las enseñanzas de León XIII.
          c) Votar en las elecciones, tanto de concejales, como de diputados provinciales, diputados a Cortes y Senadores, candidatos netamente católicos, según estas mis­ mas bases.»
     El documento fue suscrito por carlistas, integristas y políticos hasta hacía muy poco influyentes en el conservadurismo local. La unión de los católicos sevillanos, que desde finales de mayo sería conocida como la «Liga Católica», comenzó a preparar un gran acto de presentación ante la opinión. En él se leerían las bases, que no admitirían discusión alguna puesto que habían sido aprobadas por el prelado, único autorizado para marcar el camino a seguir. Las bases se admitían o se rechazaban, pero no se discutían. El acto ten­ dría lugar en la Casa-Lonja, edificio situado a medio camino entre el alcázar y la catedral. La entrada sería mediante invitación personal. Según los organizadores acudirían muchos representantes de los pueblos; de hecho en Écija se publicó un Manifiesto, firmado por el arcipreste, secundando al prelado en todo lo referente a la unión de los católicos, a la vez que se anunciaba la constitución de una junta local.
     El 9 de junio de 1901 se celebró el acto. En la presidencia se encontraba Ramón de la Sota y Lastra, quien leyó la carta del papa al cardenal Benavides con motivo del Congreso Católico de Zaragoza de 1890. Junto a él se sentaron miembros de los distintos sectores políticos sevillanos. Por primera vez y en público se presentaban las bases de la unión de los católicos y la misma se hacía realidad en Sevilla. El tiempo se encargaría de demostrar el significado de un logro que, según medios informativos liberales, nacía «insuficiente­ mente cohesionado».
* * *
     Desde comienzos del nuevo siglo la diócesis de Sevilla disponía ya de medios para una acción propagandística eficaz, mediante la fundación de El Correo de Andalucía, y para la acción política y social, con la fundación de la Liga Católica. Los católicos sevillanos debían sentirse satisfechos. Sin embargo, la realidad fue bien difícil. De entrada, El Correo no terminaba de consolidarse como diario, sufriendo una fuerte competencia de la prensa liberal; la Liga Católica se presentó a las elecciones por primera vez en 1903, sien­ do derrotada por falta de experiencia y, sobre todo, porque el sistema de la Restauración no contaba con ella como organización política. Y esto, si no imprescindible, era necesario para obtener resultados positivos. Por otro lado, la gravedad de la llamada «cuestión social» se manifestaba con toda su crudeza. Esta primera década del nuevo siglo contemplaría también la transformación de los antiguos planteamientos de los Círculos Católicos de Obreros, en los que patronos y operarios participaban conjuntamente hacia la creación de auténticos sindicatos. 
   En enero de 1906, un mes después de recibir el capelo cardenalicio, fallecía en olor de santidad don Marcelo Spínola y Maestre. Su gran actividad, desarrollada con la inestimable ayuda de los hermanos Álvarez Troya, del P. Tarín, de Manuel González, y su bon­ dad, puesta de manifiesto con motivo de la hambruna de 1904, en la que el propio prelado fue postulante por las calles de la ciudad, dejaron una profunda huella que difícilmente pudo ser borrada del ánimo de quienes le conocieron. Incoado el proceso de canonización , en marzo de 1987 fue beatificado por el papa Juan Pablo II.
Obispos y Arzobispos de la Sede Hispalense:
   Marcelo Spínola y Maestre (1896-1906), párroco de San Lorenzo, canónigo, obispo auxiliar del cardenal Lluch (con el título de obispo de Milo) llegó al arzobispado proveniente de la diócesis malagueña. Fundador de las Esclavas del Divino Corazón, conocidas popularmente como las Esclavas Concepcionistas. Fundador del periódico El Correo de Andalucía. Beatificado en 1987 por Juan Pablo II.
Arzobispos de la Sede Hispalense que han ostentado el Cardenalato:
     La mayoría de ellos han sido promovidos cuando ya ocupaban la sede hispalense, y la rara excepción de algún arzobispo nombrado cardenal tras su renuncia a la archidiócesis de Sevilla. Sobre cada cardenal daremos su nombre, entre paréntesis las fechas de su permanencia en el arzobispado de Sevilla, fecha de su promoción al cardenalato con el título del mismo, fecha de su muerte, y nuevamente entre paréntesis el papa que lo ha creado cardenal.
     Marcelo Spínola y Maestre (1895 - + 1906), cardenal: 11 diciembre 1905. (Pío X). [José Leonardo Ruiz Sánchez, y Leandro Álvarez Rey, Sevilla Contemporánea, en Historia de la Iglesia de Sevilla. Editorial Castillejo. Sevilla, 1992].      
Conozcamos mejor la Biografía del Beato Cardenal Marcelo Spínola, personaje a quien está dedicada esta calle;
     Marcelo Spínola y Maestre, (San Fernando, Cádiz, 14 de enero de 1835 – Sevilla, 19 de enero de 1906). Cardenal, fundador de congregación religiosa y beato.
     Hijo de Juan Spínola Osorno, marqués de Spínola y capitán de fragata, y Antonia Maestre, también hija de marinos y nacida en El Ferrol, fue el segundo de ocho hermanos, pero a él le correspondió, como primer varón, heredar el marquesado de su padre. Bautizado al día siguiente de su nacimiento en la iglesia parroquial castrense de San Fernando, pasó en esta ciudad los primeros años de su infancia; en 1845 comenzó el bachillerato en el Colegio de Santo Tomás de Cádiz, donde sólo estuvo un año, pues en 1846 continuó sus estudios en Motril, debido al traslado sucesivo de su padre. Destinada la familia a Alicante, comenzó Marcelo sus estudios de Derecho en la Universidad de Valencia en 1849. Pasó a Sevilla en 1852, donde culminó la carrera de la abogacía con el título de licenciado, conseguido el 29 de junio de 1856.
     Destinado su padre como comandante al puerto de Huelva, Marcelo abrió un bufete de abogado en la ciudad onubense donde recibió el calificativo de “abogado de los pobres”, por su generosidad en llevar los pleitos de la gente sencilla que no podía pagarle sus honorarios; muy pronto los trabajadores pobres comenzaron a pasarse las señas de un abogado joven, que tomaba con todo interés sus conflictos, los defendía, se interesaba de paso por las angustias de cada familia y al final no cobraba.
     En junio de 1858 sintió la vocación religiosa y comenzó a estudiar teología como alumno externo del seminario hispalense —entonces se decía “por libre”—, orientado espiritualmente por el canónigo Diego Herrero y Espinosa de los Monteros, que tenía fama de asceta y santo, además de estar considerado como excelente canonista. El 29 de mayo de 1863 vistió la sotana al ser ordenado de tonsura en la iglesia de Las Dueñas de Sevilla. Un año más tarde se preparó para la ordenación sacerdotal en el Oratorio de San Felipe Neri, dirigido espiritualmente por el filipense Francisco García Tejero, fundador de dos congregaciones religiosas femeninas sevillanas. Ordenado sacerdote el 21 de mayo de 1864 por el cardenal Luis de la Lastra, arzobispo de Sevilla, celebró su primera misa en la iglesia del Oratorio el 3 de junio sucesivo, en cuya ocasión le predicó otro célebre oratoriano de aquel tiempo: el padre Cayetano Fernández, autor de las Fábulas Ascéticas. Justo el mismo día moría en la isla de Cuba su hermano Rafael Spínola, capitán de Infantería de Marina. Fue destinado un año más tarde a Sanlúcar de Barrameda como capellán de la iglesia de la Merced, y enseguida se dejó notar por su estilo pastoral caritativo, predicando, oyendo confesiones en horas interminables y visitando a los enfermos.
     En 1868 opositó a una canonjía en la Catedral de Cádiz, pero no resultó elegido pues, habiendo empatado a votos con su opositor —Fernando Hüé Gutiérrez (1834-1893), futuro obispo de Tuy—, éste le ganó por ser mayor en edad. El 17 de marzo de 1871 el cardenal De la Lastra lo nombró párroco de San Lorenzo, de Sevilla. Ocho años rigió el templo de este típico barrio sevillano en el que dejó la impronta de su espíritu sacerdotal de su caridad pastoral, centrados en la celebración del culto divino y en la atención a enfermos y necesitados. Trabajó sirviéndose de las cofradías de la Semana Santa y, en particular, de la de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, de la que fue consiliario hasta su muerte, pues sólo cedió el puesto cuando estuvo de obispo en Coria y Málaga. También fue arcipreste y destacó por una serie de iniciativas apostólicas en sectores hasta entonces marginados de la sociedad, dedicadas a la formación religiosa y humana de sus feligreses, con la ayuda de un grupo de mujeres catequistas, entre las que se encuentra una futura santa: sor Ángela de la Cruz Guerrero (1846- 1932). En 1879 fue nombrado canónigo de gracia de la catedral hispalense, pero siguió trabajando pastoralmente como confesor de la parroquia de la Magdalena, situada en un rincón bastante apacible cerca del centro de Sevilla, lugar en el que pasaba largas horas dirigiendo almas y escuchando a los penitentes. Para entonces era ya popularmente conocido en toda la ciudad como “don Marcelo de Sevilla”.
     Un año más tarde, teniendo en cuenta el cardenal Joaquín Lluch, arzobispo de Sevilla, las cualidades de Spínola y las muchas relaciones que él y su familia tenían con la clase más elevada de la sociedad sevillana, lo pidió al Papa León XIII como obispo auxiliar, y en el consistorio del 16 de diciembre de 1880 fue preconizado obispo titular de Milo. Consagrado el 6 de febrero de 1881, de manos del mencionado cardenal en la Catedral de Sevilla, recorrió toda la archidiócesis, hasta que, en la cuaresma de 1882, cayó enfermo y hubo de guardar reposo. Ocurrida la muerte del cardenal, los párrocos de Sevilla, las damas de la aristocracia y muchos cabezas de familia de la sociedad más distinguida, dirigieron mensajes al nuncio para que, atendidas las grandes necesidades de aquella archidiócesis y las cualidades de Spínola, lo propusiese como sucesor del arzobispo Lluch. Sin embargo, al ser nombrado para aquella sede el dominico Ceferino González, y al resultar infructuosas las insistencias para que Spínola continuase como auxiliar del nuevo arzobispo, el 10 de noviembre de 1884 fue preconizado obispo de Coria y, aunque tuvo una estancia corta en ella, de apenas año y medio, le fue suficiente para recorrer una de las diócesis más pobre de España, en la que escribió unas ochenta cartas y exhortaciones pastorales y consagró la diócesis al Sagrado Corazón de Jesús. Durante el poco tiempo que gobernó la pequeña diócesis extremeña fue muy querido por el Cabildo catedralicio, por el clero y por el pueblo porque puso los cimientos de la regeneración de Coria en el orden moral, regulando tanto la disciplina y la enseñanza en el seminario, como la administración diocesana. Pero sobre todo Coria fue la cuna de las Esclavas Concepcionistas del Divino Corazón, congregación religiosa por él fundada el 26 de junio de 1885, en compañía de la marquesa viuda de la Puebla de Obando, Celia Méndez y Delgado (1844-1908), a la que había conocido en la mencionada parroquia sevillana de San Lorenzo, quien en religión tomó el nombre de María Teresa del Corazón de Jesús. Esta institución, dividida inicialmente en dos clases, de madres y hermanas, tenía como finalidad la educación y formación de la juventud, recibió su aprobación diocesana el 17 de junio de 1887, dada por el mismo fundador, y obtuvo su aprobación definitiva en 1909.
     Preconizado obispo de Málaga el 10 de junio de 1886, Spínola destacó como uno de los obispos más insignes de su tiempo por su espíritu apostólico, preocupación por los problemas sociales y como hombre de mucha oración y mortificación, así como de una adhesión ilimitada a la Santa Sede. Siendo de constitución física muy frágil, flaco y pálido, y alimentándose poquísimo, pudo desplegar una gran actividad, predicando continuamente, recibiendo a todos y dirigiendo los asuntos de las diócesis. Fue considerado como el nuevo apóstol de Andalucía, respetado por todas las clases de la sociedad, además de querido por sus virtudes. Fomentó especialmente la enseñanza religiosa y moral de niños y jóvenes a través de las diversas instituciones y asociaciones que abundaban en aquella ciudad, muchas de las cuales fueron restablecidas después de la revolución de 1868 y otras fueron creadas y organizadas durante su episcopado. Todo esto lo consiguió con el esfuerzo casi exclusivo de su propio celo pastoral, ya que las autoridades civiles generalmente no colaboraron en sus proyectos sociales.
     Al producirse nuevamente la vacante de la sede de Sevilla, se renovaron las súplicas del clero y de la alta sociedad en favor de Spínola y el 2 de diciembre de 1895 fue nombrado arzobispo de Sevilla. Eran tiempos políticamente difíciles, en los que Spínola fue tachado de integrista y carlista, aunque nunca manifestó sus opiniones políticas y vivió ajeno a todo partido, centrado exclusivamente en su ministerio pastoral. En 1899, tras el desastre del año anterior con la pérdida de las últimas colonias de Cuba y Filipinas y en un ambiente de división política y de pesimismo en la nación, el arzobispo de Toledo publicó un texto titulado Consejos del cardenal Sancha al clero de su arzobispado. El capítulo XIII de ese documento, dedicado a la posición política de los sacerdotes y católicos ante la situación del país, fue difundido por la prensa. Desde Sevilla, el canónigo magistral José Roca y Ponsa, antiguo director de la Revista de Las Palmas, quincenal de orientación carlista, contestó al cardenal de Toledo con unas Observaciones que el capítulo XIII del Opúsculo del Señor Cardenal Sancha, Arzobispo de Toledo, ha inspirado a un ciudadano español, que contaron con la aprobación de Spínola y desataron una furiosa polémica, pues el cardenal Sancha respondió inmediatamente con una carta pastoral en la que contestó al anónimo “ciudadano español” —que era mencionado canónigo magistral— aduciendo nuevos textos pontificios en defensa de su tesis y atacando directamente al arzobispo de Sevilla por haber dado autorización eclesiástica al folleto de José Roca. En realidad, Spínola, conforme al derecho canónico, había dado la obra a un censor que no encontró en el escrito nada que atentara a la fe y costumbres. El asunto llegó a la Santa Sede, que mandó cortar la polémica y ordenó al arzobispo de Sevilla que prohibiera a Roca y Ponsa la difusión de su folleto En propia defensa. Entre tanto tuvo que acudir a Madrid como senador del reino y en la discusión de la contestación del discurso de la Corona, Spínola propuso a los demás obispos presentes la abstención de voto. Lo que fue interpretado como un gesto más de oposición al régimen constitucional, porque estaba todavía viva la polémica entre el cardenal Sancha y el canónigo Roca y Ponsa: el cardenal de Toledo proponiendo la aceptación de las instituciones políticas y el magistral de Sevilla replicando que el Papa no mandaba a los católicos que aceptasen las instituciones, sino que guardasen sumisión respetuosa. Detrás de Roca y Ponsa, en Madrid creían ver la figura de Spínola, que hizo un gesto que tampoco gustó en la Corte, pues regresó precipitadamente a Sevilla, sin haber cumplido con la visita de protocolo a la Reina Regente. Por ello, tuvo que escribir una carta, firmada en Sevilla a 8 de agosto de 1899, donde al tiempo que se excusaba con la Reina por no haber podido saludarla conforme a protocolo, reafirmó que no se consideraba hombre de partido, sino sólo un prelado de la Iglesia Católica.
     Preocupado por la formación de sacerdotes y seminaristas, logró de la Santa Sede que el seminario hispalense fuese elevado al rango de Universidad Pontificia con la facultad de conferir los grados académicos de licenciado y doctor en filosofía, teología y derecho canónico (1897) y de la duquesa de Montpensier la donación testamentaria del magnífico palacio de San Telmo, que se estrenó como seminario el curso 1901- 1902. Convencido de que la integración social se lograría por la difusión de una buena prensa, fundó El Correo de Andalucía, que salió a la calle el 1 de febrero de 1899, con un editorial en el que se decía que dicho periódico no era “ni carlista ni integrista, sino eminentemente católico y noticiero”. En 1904 celebró en Sevilla la Primera Asamblea Nacional de la Buena Prensa. En 1905, con motivo de la terrible sequía, que provocó una situación desesperante, organizó cocinas económicas que paliaron el hambre de la gente y salió a la calle, como un mendigo, pidiendo limosnas para los pobres. Ese mismo año, el 11 de diciembre, Pío X le creó cardenal y el 31 de diciembre, en Madrid, el rey Alfonso XIII le colocó la birreta. Flaco y decaído, sufrió a causa de este viaje a Madrid, que repitió el 12 de enero de 1906 para asistir en la Corte a la boda de la hermana del Rey, la infanta María Teresa. El 13 de enero, acudió al santuario de la Virgen de Regla de Chipiona para la bendición de la nueva iglesia, y falleció seis días más tarde. Fue enterrado en la capilla de Los Dolores de la catedral. Tuvo siempre fama de santo, por ello se le abrió el correspondiente proceso canónico, que culminó con la beatificación celebrada en la Basílica Vaticana el 29 de marzo de 1987.
     Destacó por la heroicidad en el cumplimiento sacrificado de sus deberes episcopales; el amor y entrega a los pobres, desde el desprendimiento y la austeridad; la preocupación por la formación de los más humildes, que le llevó a fundar la Congregación de Esclavas del Divino Corazón, para el apostolado de la educación de la juventud; su independencia eclesial, por encima de divisiones y partidos, siendo portador de paz y comprensión, a la vez que defensor de la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de su misión sagrada; todo ello alimentado por un amor encendido a Jesucristo y revestido de una profunda humildad personal (Vicente Cárcel Ortí, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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La calle Cardenal Spínola, al detalle:
Edificio de la calle Cardenal Spínola, 7.
Retablo cerámico de Ntro. Padre Jesús del Gran Poder, en la fachada del Convento de Santa Rosalía.
Placa conmemorativa en la fachada del Convento de Santa Rosalía.
Retablo cerámico de Santa Rosalía, en la fachada del Convento de Santa Rosalía.
Edificio de la calle Cardenal Spínola, 9.
Placa conmemorativa a Joaquín Romero Murube, en el edificio de la calle Cardenal Spínola, 21.

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