Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el busto de Calderón de la Barca, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Murcia y de Pamplona (Navarra), de la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 17 de enero, es el aniversario del nacimiento (17 de enero de 1600) de Pedro Calderón de la Barca, personaje representado en esta enjuta de la Plaza de España, así que hoy es el mejor día para Explicarte el busto de Calderón de la Barca, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Murcia y de Pamplona (Navarra), en la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 11 al 21 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado-Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
En las enjutas de los arcos que componen la gran arcada que circunda toda la plaza, dentro de unos tondos de profundo sabor renacentista italiano, modelados en alto relieve y esmaltados en blanco sobre fondo azul cobalto, aparecen los bustos de personajes de especial relevancia en la historia de España. Su ejecución original corrió a cargo de las Fábricas de Mensaque Rodríguez y Cía. y de Pedro Navia.
En orden cronológico, figuran tanto aquellos destacados en las ciencias, en las humanidades, en las artes o en las armas, como reyes o santos.
Son un total de cincuenta y dos, distribuidos en cuatro series de trece personajes, dispuestos entre los catorce arcos de cada tramo de la plaza.
Es sorprendente el repertorio de estos personajes ilustres que desde sus privilegiados balcones en la arcada, disfrutan del ancho espacio de la hermosa plaza. Simultáneamente, ellos son vistos por los paseantes como muestra de la gloria de España y como ejemplo a seguir (La Cerámica en la Plaza de España de Sevilla, 2014).
En este caso el personaje histórico representado es Pedro Calderón de la Barca, en un busto que directamente hay que relacionarlo con los grabados de Pedro de Villafranca, en un grabado calcográfico, realizado en Madrid en 1676 y que se conserva en la Biblioteca Nacional, de Madrid.
Conozcamos mejor a Pedro Calderón de la Barca (1600-1681), escritor, que se encuentra representado en la enjuta entre los arcos de las provincias de Murcia y de Pamplona (Navarra), de la Plaza de España:
Pedro Calderón de la Barca y Henao, (Madrid, 17 de enero de 1600 – 25 de mayo de 1681). Dramaturgo, poeta, director de escena, soldado y sacerdote.
La familia paterna de Calderón de la Barca, una de las cumbres máximas, con Sófocles y Shakespeare, del teatro universal, procedía de la Montaña de Burgos, hoy provincia de Cantabria, donde todavía se alza la torre de su casa solariega (siglos XIII-XVI) en el lugar de Viveda, próximo a Santillana del Mar, sobre el río Saja-Besaya, cuyo cruce facilitaba a los viajeros y transeúntes la barca de su propiedad. Poseían, como los más por aquella parte de España, la condición de hidalgos, es decir, sangre noble. El bisabuelo, Diego, se trasladó a la villa de Boadilla del Campo (Palencia), donde fue bautizado, el 31 de enero de 1548, el abuelo, y tocayo del dramaturgo, quien, años después, buscando horizontes más prometedores, decidió trasladarse a Toledo, donde contrajo matrimonio con Isabel Ruiz, hija de un famoso y rico espadero, hacia 1570.
La Corte y capital de la inmensa Monarquía hispánica acababa de ser establecida, desde 1561, por Felipe II en Madrid y el abuelo del futuro escritor prefirió abandonar la imperial ciudad e instalarse en la villa madrileña. Sus méritos o apoyos le permitieron lograr el desempeño del alto oficio de escribano y secretario del Consejo y Contaduría Mayor de Hacienda, uno de los órganos fundamentales de la maquinaria administrativa estatal. En 1595, antes de su fallecimiento, el 2 de enero de 1599, abandonó el cargo, que ocupó su hijo mayor, Diego, padre del biografiado, quien, también en esa fecha, contrajo matrimonio con Ana María de Henao, de cierta ascendencia flamenca, e hija del escribano y regidor de la villa de Madrid Diego González de Henao y de la acaudalada dama, tan influyente en la vida del dramaturgo, Inés de Riaño y Peralta.
Del matrimonio de Diego y Ana María, que duró quince años, nacieron siete hijos, de los que llegaron a la edad adulta Diego, el abogado (abril de 1596- 1647), Dorotea (1598-1682), Pedro (1600) y José, el militar y editor de su hermano (1602-1645), nacido ya en Valladolid, la nueva Corte de Felipe III. Además se incorporó al núcleo familiar el hermano bastardo, Francisco. La madre de Pedro murió el 22 de octubre de 1610 y el viudo volvió a casarse, en mayo de 1614, con Juana Freyle Caldera, señora que entablaría largos pleitos con los hermanos Calderón luego de la muerte de Diego el 18 de noviembre de 1615.
Antes, a consecuencia de un oscuro suceso, había sido expulsado de la casa paterna el hermano natural, Francisco, mientras Dorotea, poco más que una niña, tomaba los hábitos. Viene a cuento toda esta información por la intensa influencia que ejerció el mundo familiar, trascendido y recreado, en los temas y preocupaciones del teatro calderoniano. Así, el autoritarismo paterno, la imagen de la madre, la pérdida de la hermana, la camaradería entrañable de los tres hermanos o la codiciosa madrastra se proyectaron en gestos, figuras, palabras, símbolos, críticas o violencias de sus construcciones dramáticas.
La niñez consciente y temprana adolescencia calderoniana transcurren durante los años centrales del reinado de Felipe III, algún tiempo en Valladolid, mientras fue capital, y luego en Madrid. Niño brillante, maestro de sus compañeros infantiles, lector infatigable y curioso de todas las materias, incluidas pronto, probablemente, las esotéricas, estudia, con los avanzados métodos de enseñanza de la Ratio Studiorum, en el prestigioso Colegio Imperial de los jesuitas, tan hostiles al nuevo teatro lopesco de la Comedia Nueva, como lo serían al calderoniano. Por lo que se refiere a su futura creación literaria, los principales influjos que actúan sobre el joven Calderón son el de Cervantes —aunque sorprenda— con su Quijote; el de Góngora, con la nueva estética y sonoridad de su verso, que Pedro traducirá a las exigencias del público teatral, y, por supuesto, el de Lope de Vega, dictador triunfante de la poesía y de las tablas españolas.
En el testamento de su abuela materna, de 1612, se dota una capellanía con rentas para uno de los tres hermanos, en principio Diego, pero al hallarse éste en México, se transmite esa sinecura clerical a Pedro, que sólo la aceptará casi cuarenta años después, luego de una vida bastante turbulenta y a menudo poco ejemplar o piadosa. Parecía menester más propio de este segundo de los hermanos varones, cuya capacidad para los estudios encarecía su padre en su testamento. Pedro Calderón acude a las Universidades de Alcalá, desde octubre de 1614, y de Salamanca en los años posteriores, sin que se pueda determinar fechas y estudios de modo preciso. Atraído por las “especulaciones matemáticas, las profundidades de la filosofía, la geografía, la historia política y sagrada y ambos derechos”, según Tassis (1682), su paso por el Colegio Imperial y por las aulas universitarias se advierten siempre en la capacidad arquitectónica de su escritura y en su prurito sistematizador, que nunca le abandonarán ni tampoco el espíritu crítico y los horizontes intelectuales y humanísticos. La literatura española ofrece pocos ejemplos de escritores con formación, cultura y afán de novedades, cualidades que no cesaron con la edad, tan sólidas y extensas.
Los pleitos con la madrastra Freyle ocasionaron problemas graves y quebrantos patrimoniales a los hermanos, quienes sufrieron serios apuros económicos por los años en torno a 1620: en un documento de 1621, los tres se declaraban “enfermos y desnudos y con necesidad de curarnos y vestirnos”. Para mayor menoscabo de su menguante patrimonio hereditario, en junio de ese año fueron procesados por el homicidio de Nicolás de Velasco, hijo de un “criado” del duque de Frías, viéndose obligados a refugiarse en la embajada vienesa durante algunos meses, hasta octubre, cuando lograron “componer” la muerte mediante el pago de las costas judiciales y la suma no despreciable de 6.600 reales. Sin duda el forzado retiro y la biblioteca del embajador suscitaron ideas y estímulos creadores en la mente de quien pronto sería autor teatral prestigioso.
Desde el 19 al 27 de junio de 1622, ya en el reinado del cuarto Felipe, en plena guerra centroeuropea de los Treinta Años y reiniciada la lucha oceánica contra las Provincias Unidas, se celebraron en Madrid las fiestas por la canonización de san Isidro, santa Teresa, san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Felipe Neri, apoteosis hispana contrarreformista. Pedro Calderón, que ya debía de ser autor lírico con alguna experiencia a sus veintidós años, obtuvo un meritorio tercer premio, detrás de Lope de Vega, sesenta años, y del excelente sonetista López de Zárate, de cuarenta. Algunos otros galardones se sumaron a éste, otorgándole, en las mismas vísperas e inicio de sus escritos teatrales, aureola de poeta competente. Quizá ello preste fundamento a la hipótesis, mejor que la del plagio o la admiración, que sugiere la “colaboración”, tarea no infrecuente en la época, del joven talento en la tercera jornada de La venganza de Tamar del atareado Tirso de Molina, casi idéntica a la segunda de Los cabellos de Absalón de Pedro.
Antes de 1625, por los meses previos y coincidentes con la visita nupcial frustrada a Madrid del príncipe heredero inglés Carlos, luego decapitado por la revolución de Cromwell, ya había llevado a las tablas el jovencísimo poeta varias obras, como, sin absoluta certeza en todos los casos, Judas Macabeo, Lances de amor y fortuna, Nadie fíe su secreto, La devoción de la cruz (sobre el tema reiterativo del incesto), Amor, honor y poder (de tan expresivo título, con referencia a conceptos esenciales de su dramaturgia, 29 de junio de 1623), y, quizá, La gran Cenobia, su estudio del tirano Aureliano, con la anticipación de reflexiones y angustias existenciales e ideológicas perennes en su escritura teatral.
Pocos datos autobiográficos proporciona, celosísimo en la defensa de su vida privada, tal vez a causa de traumas infantiles o adolescentes, el autor del bello poema (31 de diciembre de 1661) Psalle et sile (Canta y calla) y de una obra de dimensiones monumentales: cinco veces más larga —y más variada también— que la de Shakespeare, sólo menos inmensa —aunque mucho más perfecta y profunda— que la de Lope.
Los datos sobre su vida se han de buscar en documentos notariales o administrativos y en referencias, a veces dudosas, de otras personas. Pero, sobre todo —su biografía se confunde muy a menudo con su creación literaria y de ahí la trascendencia de establecer la cronología y textos de sus comedias— en los personajes de éstas, cuyas conductas y palabras ayudan a entender algunos de los enigmas y actitudes del complejo creador de La vida es sueño y hasta suscitan hipótesis o participan en la verificación de ciertos aspectos de su trayectoria personal.
Así, por ejemplo, el debatido tema de su viaje a Flandes en 1625, con ocasión del célebre sitio de Bredá por Ambrosio Spínola en aquel año más triunfal militarmente de la Monarquía hispánica. Varios pasajes de sus comedias, que parecen de aliento autorreferente, y descripciones ambientales muy vívidas, apoyan la tesis, no documentada con certeza, de que el valeroso jinete coracero de las campañas catalanas de los años de 1640 contaba con una experiencia bélica previa, según sostenía su tardío amigo, biógrafo y editor, Juan de Vera Tassis “el año de veinticinco pasó a servir a su majestad al estado de Milán y después a los de Flandes, en cuyo noble ejercicio supo hermanar con excelencia las armas y las letras”. Aunque tal vez el motivo de su viaje, de ser verdad, obedeciese a la ambición de abrirse camino en la entonces tan arriesgada profesión de la milicia, cuyo honor con tanto entusiasmo cantó en versos permanentes.
En cualquier caso, de regreso o reaparecido de un intervalo de silencio documental, a partir de la segunda mitad de 1625 (Bredá había caído el 5 de junio) el dramaturgo se encuentra en Madrid, donde recibe el encargo de celebración —o “propaganda” olivarense— por la victoria de Bredá. Otros comediógrafos, como Lope de Vega y los pintores —recuérdese el futuro salón de reinos del nuevo palacio del Buen Retiro— recibieron encargos similares, que varios cumplieron de forma muy distinta a la de los posteriores esbirros de Luis XIV, véase La recuperación de Bahía de Juan Bautista Maíno. Tampoco Calderón, en El sitio de Bredá, que, con la fácil celeridad de aquellos tiempos, compuso en pocas semanas, pues el drama se estrenaba en el salón de comedias del Alcázar el 5 de noviembre, se ciñó a la estricta exaltación de las glorias de la Monarquía, sino que expuso algunos apuntes críticos y se esforzó en comprender y explicar las razones de los vencidos. Se asegura que el famoso cuadro de Velázquez Las lanzas se inspiró en la última escena —siempre tan pictóricas en su teatro— de la pieza. Al día siguiente, Lope de Vega representaba en el mismo lugar su mucho más convencional El Brasil restituido.
A partir de 1625, Calderón se decide en régimen de dedicación exclusiva por la profesión teatral. El público aplaude su nueva forma de hacer teatro, siempre dentro de los rígidos cauces fijados por Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias de 1609, el irónico y pragmático prontuario de seguro éxito, no sin algunos inconvenientes, como los que oponía a dramaturgos de vocación trágica con la talla de Luis Vélez de Guevara o del propio Calderón de la Barca.
Lope acusa con melancolía el ascenso de los jóvenes, con Pedro a la cabeza, al favor del público y trata de contrarrestarlo con piezas de la calidad de El castigo sin venganza (1631).
Esta segunda etapa de la vida de Calderón de la Barca, tras sus años de formación y definición, abarca hasta 1640, cuando estallaron las guerras de separación de Cataluña y Portugal, de tan terrible y general impacto en la historia española, y manifiesta una tal explosión de creatividad por parte del dramaturgo que no encuentra fácil paralelo en la historia de la literatura universal, salvo en las tres docenas de piezas escritas por Shakespeare entre 1590 y 1612. En los catorce años que transcurren hasta 1640, Pedro compone alrededor de sesenta comedias, dramas, tragedias y piezas mitológicas y de espectáculo, a razón de una cada trimestre, y unos veinte autos sacramentales, es decir, sin tratar del teatro breve, más de cinco títulos anuales, casi todos con una sólida arquitectura y notables logros líricos, dentro éstos del marco y propósito teatral.
Poco a poco, al compás de su creciente éxito en el aplauso del tan heterogéneo público de los corrales de comedias, Pedro Calderón, al menos en lo exterior de la apariencia, va sosegando los derroteros de su mala vida, puteríos, altercados, amoríos deshilvanados e impertinencias verbales, manifestaciones epidérmicas de su inconformismo y actitud crítica frente a las normas sociales anquilosadas —el todavía mal entendido punto de su concepto crítico del honor— y a las demasías del poder, que nos revelan algún cruce de sonetos burdeleros o aquel su muy probable romance, donde confiesa “cierta descalabradura al encaje de unos celos”.
Incidentes bien conocidos y que alcanzaron gran resonancia hacia el final de la tercera década del siglo, en el clima de angustia apocalíptica del derrumbe financiero estatal y de los éxitos militares holandeses, fueron el vindicativo asalto al convento de las Trinitarias en que casualmente profesaba sor Marcela de San Félix, hija de Lope de Vega, con levantamiento de velos monjiles y otros excesos, protagonizado por Calderón, y su atrevido enfrentamiento, a renglón seguido, con fray Hortensio Félix de Paravicino, el poderoso y barroco predicador real, cuyo magnífico retrato pintara en 1609 El Greco, y quien, en su sermón cortesano del 11 de enero de 1629, había denunciado los desórdenes y abusos de “las gentes de teatro”, al que Calderón osó replicar por la boca del gracioso Brito —o Cutiño— en unos versos de absurdo tenor y venenosa travesura zurcidos al primer acto de El príncipe constante: “[...] una canción se fragua / fúnebre, que es sermón de Berbería: / panegírico es que digo al agua / y en emponomio horténsico me quejo, / porque este enojo, desde que se fragua / con ella el vino, me quedó y es viejo”.
El escándalo fue mayúsculo y descomunal el disgusto de Paravicino, que utilizó el púlpito para denunciar la conducta antisocial e inadmisible del dramaturgo en esta y otras ocasiones, sin conseguir el castigo ejemplar que pretendía, aunque sí la supresión en las ediciones de varios siglos del impertinente fragmento de quien quizá se había salvado de mayores males por su ya reconocido talento y la afición de los reyes, Felipe e Isabel, al teatro. La concesión del hábito de caballero de Santiago a Pedro, tras el largo procedimiento habitual, el 28 de abril de 1637, culmina, por ahora, su ascenso social y cortesano. También contribuyó a ello su empleo de caballerizo en la casa del condestable de Castilla y duque de Frías, gran erudito y poseedor, según afirma Emilio Cotarelo, de la mejor biblioteca del reino, formada desde el siglo XV por el conde de Haro.
Las obras de este período trascendental de la vida de Calderón, resumiendo sus múltiples perspectivas, se encuadran en el territorio del conflicto entre el individuo y la sociedad y el poder injusto, abusivo y destructor de sus instituciones. El escritor se formula con angustia evidente altas preguntas y expresa sus críticas, con frecuencia subterráneas y corrosivas, mediante los sutiles símbolos de las palabras, los personajes y el todo de la representación escénica. Así, La vida es sueño, que Ruano de la Haza cree redactada bastantes años antes de 1635 y de las ediciones de 1636 en Zaragoza y Madrid, puede ser entendida como drama pedagógico en su acepción tradicional y más conservadora, crítica de valores superados, trágica y amarga imagen existencialista, descripción cínica de la resignación a un orden injusto, búsqueda infructuosa de respuestas y soluciones a la hipocresía del poder o, tal vez, todo ello junto en proporciones confundidas. Inclusive dramas secundarios y de estructura más endeble, como sería el caso de Luis Pérez el gallego (1628), ofrecen el interés de presentar el desafío del individuo a la sociedad en la versión límite e inadmisible de la moral personalizada y de la anarquía absoluta, a la manera, casi, de un experimento en el laboratorio escénico.
Es imposible dar en pocos renglones ni siquiera mínima noticia de las soberbias creaciones de Pedro en estos tres lustros. Precisamente, la magnitud y alcance de su escritura han dificultado o impedido a lo largo de siglos la cabal comprensión del teatro calderoniano en su conjunto y vertientes diversas. Se encuentran deliciosas comedias costumbristas, de perfecta composición y ágil enredo: No hay burlas con el amor; El galán fantasma; Antes que todo es mi dama; Mañanas de abril y mayo o Casa con dos puertas mala es de guardar, entre tantas otras; y comedias satíricas, como La dama duende, contra las supersticiones populares, todavía hoy vigentes y allá entonces no del todo diferenciadas de la verdadera ciencia astronómica y experimental, muy en el espíritu del reformismo olivarense, o la burla de los falsos prestigios y del rumor que vertebra El astrólogo fingido. Y tragedias de la envergadura de El príncipe constante, del que Goethe dijera que si se perdiese toda la poesía producida por los hombres con ella sola se podría recuperar; El Tuzaní de la Alpujarra, bellísimo relato de amor, tan crítico contra Felipe II y don Juan de Austria; El mayor monstruo del mundo, protagonizado por el puñal del Tetrarca de Jerusalén; el agobiante y casi siempre mal entendido Médico de su honra; esa maravilla melancólica y portuguesa que es A secreto agravio, secreta venganza; y La hija del Aire; y La vida es sueño, tragedia, sí, mejor que drama; y su “fausto”, El mágico prodigioso.
En el drama El sitio de Bredá, el autor revela su talante liberal y comprensivo respecto a los enemigos de su patria y religión; El alcalde de Zalamea, tal vez un par de años posterior a este ciclo, trata con energía el asunto de los alojamientos militares y, como drama rural de línea más clara y fácil, ha gozado de mayores aplausos por parte de crítica y público o lectores posteriores.
Se hallan perdidos, desgraciadamente, los textos de su don Quijote y de su Celestina. También estrena sus primeros autos sacramentales, de difícil teología al alcance de muy pocos, pero susceptibles de interesantes lecturas profanas, con esas cumbres impresionantes de grandiosidad lírica, emoción, inteligencia y belleza que nos ofrecen La cena del rey Baltasar, con su averiguación de la cabeza del gobernante —cercana en esto a La cisma de la Inglaterra—, El gran mercado del mundo, El gran teatro del mundo, etcétera.
Muy importante fue el estreno, en la noche de San Juan del 1635 y en el escenario del estanque del Retiro, de una comedia mitológica de gran aparato escenográfico, El mayor encanto amor, en el curso de cuyo montaje chocaron las concepciones del ingeniero italiano Cosme Lotti y de Pedro, quien acabó imponiendo su criterio de admitir toda la magia y recursos espectaculares ofrecidos por el técnico, pero con subordinación al mensaje intelectual de la palabra.
Se ponía así los cimientos de la luego frustrada ópera española, en la que, a diferencia de la italiana o alemana, la música y el canto no hubieran sido hegemónicos.
En la misma festividad del año siguiente, un Calderón siempre amigo de novedades estrenaba en el patio del Real Palacio del Buen Retiro, sobre tres escenarios y con tres compañías de cómicos, las de Tomás Fernández, Prado de la Rosa y Sebastián de Prado, Los tres mayores prodigios.
Por entonces, y para evitar la circulación de los errores, dislates y falsas atribuciones —por razones económicas ligadas al creciente prestigio del dramaturgo— de textos ajenos en las colecciones y sueltas “piratas” que ofrecían a los ansiosos lectores las comedias del maestro, se decidió éste, con la colaboración de su hermano José, ya prestigioso oficial de los tercios, distinguido en varias campañas, a la publicación (1636 y 1637) de la Primera parte (1636) y Segunda parte (1637) de sus comedias, con doce de ellas en cada una.
La difícil coyuntura que atravesaba la Monarquía hispánica desde 1627 se había ido enderezando y el conde duque trató a partir de 1633 de recuperar las rutas de tierra y mar que unían la Península Ibérica con su bastión septentrional de Flandes. En 1634, el ejército español del cardenal infante decidió en Nördlingen el mapa ideológico y político de Europa, pero en la mar, la suerte fue adversa a las armas hispanas y tras diversas vicisitudes la principal fuerza naval de Felipe IV fue destruida por los holandeses en las aguas inglesas de las Dunas (21 de octubre de 1639). La noticia de la catástrofe estimuló los alzamientos centrífugos de catalanes y portugueses y varias conspiraciones peninsulares, a las que siguieron pocos años después otros levantamientos en el área imperial europea, Sicilia y Nápoles, a partir de 1646 y 1647. La quinta década del siglo fue desastrosa para la Monarquía filipina, que pareció a punto de desmembrarse, con balcanización del mismo solar ibérico.
Calderón, que acababa de cumplir la, para aquellos tiempos y aquella vida militar, avanzada edad de cuarenta años, no obstante sus relaciones y privilegiada posición en la Corte, se negó, como hicieron tantos otros, a “emboscarse” y ante las preocupantes sediciones de Cataluña (Pellicer), con los motines preliminares del Corpus de sangre (7 de junio), se presentó voluntario en el desfile que realizó el aristocrático regimiento de las Órdenes Militares en Madrid, el 28 de mayo. Intervino, “cumpliendo con las obligaciones de su sangre”, con valor y arrojo certificado por sus generales —Tarragona, 19 de octubre de 1641, y Zaragoza, 15 de noviembre de 1642— en multitud de asedios y batallas en los frentes catalanes de Tarragona y Lérida, desde el 29 de septiembre de 1640, fecha de su incorporación efectiva a la caballería pesada coracera, hasta su licenciamiento dos años más tarde, en noviembre de 1642. Resultó herido en una mano, como su admirado Cervantes, aunque sin consecuencias mayores, durante el sangriento combate de Vilaseca. Por octubre y noviembre de 1641 vino a Madrid a dar cuenta a Olivares del estado de las cosas en Cataluña.
En la larguísima lucha de operaciones y sitios por la posesión de Lérida (1641 a 1647), que al final favoreció a las armas de Felipe IV, se decidía la suerte de la Monarquía hispana, de España y de Cataluña.
La última acción de guerra de Calderón de la Barca tuvo lugar en la célebre carga de caballería de los trescientos jinetes de Rodrigo de Herrera contra la artillería francesa, de la que se apoderaron, al inicio de la batalla de Lérida del 7 de octubre de 1642, cuando, tras una penosa marcha nocturna desde Fraga, las tropas del general marqués de Leganés cayeron sobre las posiciones del ejército francés del mariscal La Mothe delante de aquella plaza. Pero las agotadas tropas castellanas hubieron de retirarse al anochecer y el fracaso fue objeto de interminables discusiones durante varios meses en los corrillos madrileños. Pedro, sin duda cansado, y decaído en su entusiasmo bélico, regresó a Madrid. Fue autor de un discurso a los catalanes sublevados —Conclusión defendida por un soldado del campo de Tarragona [...]—, de tono conciliatorio y dialogante, radicalmente distinto al libelo del dudoso Quevedo titulado La rebelión de Barcelona ni es por el güevo ni es por el fuero.
El panorama era sombrío, en lo general y en lo familiar, para Calderón. Murió la bella reina Isabel de Borbón el 6 de octubre de 1644, dando pretexto luctuoso para el cierre de los teatros a las piezas profanas, desahogo espiritual y fuente de los ingresos del dramaturgo y, el 9 de octubre de 1646, el simpático heredero Baltasar Carlos, esperanza frustrada de la supervivencia de la dinastía. El Monarca se ensimismaba en su melancolía y autorreproches. Los dos queridísimos hermanos y compañeros de Pedro también le dejaron. José, ya maestre de campo (o general) y con una notable hoja de servicios, cayó ante fuerzas francesas muy superiores en junio de 1645, en la defensa del estratégico puente de Camarasa, sobre el Segre, “peleando con todo esfuerzo y quedando hecho pedazos en el campo”. Dos años después fallecía Diego. Pedro se quedaba solo y sin recursos. Hubo de acogerse a la generosidad del sexto duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo, quien se honró dándole hospedaje, afecto y empleo de secretario en su palacio de Alba de Tormes, hasta el verano de 1649, si bien con algún viaje a Madrid para el montaje de los autos sacramentales que seguía componiendo para las fiestas del Corpus, como La humildad coronada de las plantas. Por entonces sucedió el amor otoñal, tal vez también, según sus versos, “sabio, solo, solícito y secreto”, del que sería fruto el niño Pedro José, muerto con pocos años y al que su padre procuró atender en sus posteriores circunstancias sacerdotales.
El segundo matrimonio del monarca español, con su sobrina, la princesa austríaca Mariana, hija del emperador Fernando III y de la infanta María, hermana de Felipe IV, y la llegada de la nueva reina a Madrid el jueves 4 de noviembre de 1649 —aún no había cumplido los catorce años y después de un viaje de once meses y medio—, descrita en un raro libro de 118 páginas atribuido al propio Calderón, Noticia de la entrada de la reyna nuestra señora en Madrid, abrió, con sus festejos y la reapertura de los teatros, una cuarta etapa, hasta la muerte de Felipe en 1665, en la biografía y obra de Pedro Calderón. Con Guárdate del agua mansa, regresaba a los tablados comerciales aquel mismo noviembre.
El poso de melancolía nacido en la década recién terminada, sus conocimientos teológicos y espiritualidad, así como también, seguramente, los apuros económicos padecidos, le indujeron a cumplir la voluntad y aceptar el legado de la abuela materna, ordenándose sacerdote en 1651 y solicitando una capellanía real en los Reyes Nuevos de Toledo, pretensión que el Patriarca de las Indias desestimó por entonces, a causa de la actividad teatral de Calderón, quien en su digno e irónico escrito de respuesta le replicaba: “juzgué siempre que el hacer versos era una gala del alma o agilidad del entendimiento que ni alzaba ni bajaba los sujetos [...], sin presumir que pudiera nunca obstar ni deslucir la mediana sangre en que Dios fue servido que naciese”. Palabras de quien pronto apoyaría la concesión del hábito a su amigo y compañero de palacio, apenas seis meses mayor que él, Diego Velázquez, y de quien, el 8 de julio de 1667, escribiría un enérgico alegato contra la discriminación de “los profesores de la pintura”. En 1653, por fin tomó posesión de la capellanía mencionada. Durante esta etapa de su vida, Pedro alternó su residencia en Madrid con estancias en Toledo, donde continuaba su hermana Dorotea.
Suscrito por españoles y holandeses el Tratado de Münster y concluida la Paz de Westfalia, el horizonte exterior hispano se despejó y Felipe IV triunfó en Nápoles, 1648, Dunquerque y Barcelona, 1652, y Valenciennes, 1656, pero el apoyo de la renovada potencia inglesa bajo la república cromwelliana a Luis XIV decidió la suerte de la inacabable guerra con la renuncia de España a un primer papel en la gran política europea en la Paz de los Pirineos y la pérdida de un par de convoyes indianos, Jamaica, y diversos territorios en el mapa del viejo continente. Calderón, en las funciones y cargo de dramaturgo real, sin renunciar a la redacción, tan rentable y segura, de los dos autos sacramentales anuales, ni a la escritura de piezas de corte tradicional, pasó, con los precedentes de 1635 y 1636 ya indicados, a ocuparse con mayor dedicación de las obras de gran aparato escénico destinadas a su representación en el Coliseo de Buen Retiro, el moderno teatro, dotado de todos los adelantos técnicos y que, tras su inauguración el 4 de febrero de 1640, vio interrumpidas sus funciones por los lutos y desastrados sucesos de aquella década.
Con texto y minuciosa vigilancia escénica por parte de Calderón, se estrenaron allí sucesivamente las obras de cuyos decorados, vestuario y lujos se enviaba noticia gráfica y descripción pormenorizada a la Corte hermana de Viena. Entre otras, debe citarse la enigmática y melancólica La fiera, el rayo y la piedra, 1652, El monstruo de los jardines, 1653, y, de ese mismo año, la famosa Andrómeda y Perseo, con su espléndida escenografía, y sus “zarzuelas”, muy distintas al género homónimo posterior, como El golfo de las sirenas, tres días después de cuyo estreno en el palacio de tal nombre durante la tormentosa noche del 17 de enero de 1657, “le hizo cubrir su majestad y le dio la grandeza en su persona y no por título ninguno” (Aviso de Pellicer del 23 de enero). Concertada la paz hispanofrancesa, y confiado ingenuamente Felipe IV en que las potencias le permitirían la recuperación de Portugal, se procedió a la celebración de los grandes montajes teatrales encomendados al genio de Calderón. Fruto de esta iniciativa fueron sus óperas La púrpura de la rosa, 1659, en un acto, y Celos aun del aire matan, 1662, de tres.
El gran problema de la Monarquía radicaba en la falta de un heredero y, sin duda, la caducante sexualidad del Rey, poco enardecido seguramente por su no muy agraciada esposa, buscó estímulos en la sensualidad de los mitos clásicos y en la música escénica y en la belleza y vestuario o desnudeces de las actrices. Y así, en 1661, fecha del nacimiento del príncipe Carlos, tuvo lugar la representación de Apolo y Climene; de El hijo del sol, no exento de arriesgadas alusiones políticas a don Juan José de Austria, el hijo bastardo del rey, continuando las sugerencias contenidas en el importantísimo drama calderoniano, con su tratamiento del tiempo humano y sus nuevas aproximaciones al análisis del poder, En esta vida todo es verdad y todo mentira; del bellísimo, ultraestético, texto de Eco y Narciso y de Ni amor se libra de amor. En El castillo de Lindabridis, de 1663, el dramaturgo, mediante las palabras escénicas de una princesa errante en un artefacto volador, formula su opinión favorable a una Monarquía electiva, donde no se consideren ni el sexo ni la edad del pretendiente al trono, sino el mérito de cada cual. Por esta arriesgada senda, el sucesor de Calderón en el cargo de dramaturgo real, Bances Candamo, tropezó con la desgracia y el destierro, a fines de siglo.
Muchas de estas obras mitológicas reúnen una serie de rasgos que conviene destacar. Además de sus sutiles críticas, sugerencias y propuestas y de su juego sensual, buscaban la expresión de un arte total, donde se diesen cita en las apariencias y el escenario —con la colaboración de ingenieros como Baccio del Bianco, músicos, como Hidalgo y otros artistas y técnicos— arquitectura, jardinería, escultura, pintura, baile, música —tan presente siempre en los textos calderonianos— luz, paisaje, movimiento, vestuario y efectos, todo ello presidido por el mensaje de la palabra, preocupación intelectual y reflexiva olvidada luego por la ópera y el gran espectáculo en la cultura occidental.
En segundo lugar, la oposición y dialéctica entre Venus y Marte, entre el amor y la guerra, con la victoria del primero: el poeta del amor en sus deliciosas comedias de galanes y damitas traviesas y rebeldes trascendía así al mundo de los gobernantes y de la alta política internacional el delicado erotismo de sus versos de juventud. Luego, y de una manera críptica y nada fácil de captar, continuaban la formulación de sus preocupaciones de siempre en torno al hombre y a sus coordenadas públicas e institucionales. En fin, frente al teatro pobre, simbólico por necesidad y bullicioso de los corrales, apuntaban a un objetivo de máximo realismo, similar al del posterior cinematógrafo, a la seducción de los sentidos e inmersión completa del espectador en el engaño de la fábula y de la ficción escénica.
No puede olvidarse la referencia al teatro breve del llamado por sus contemporáneos monstruo de los ingenios (de la naturaleza lo fue Lope). Las representaciones de las piezas principales iban precedidas, seguidas e intercaladas por loas, mojigangas, bailes, entremeses, bailes, entremesados, jácaras o sainetes, tan diferentes éstos a los más “populares” de los siglos siguientes. En el XVII, lo más característico de todas esas pequeñas creaciones, algunas verdaderas obras maestras de la miniatura escénica —Cervantes— y dignas de figurar, junto con la novela picaresca, entre las grandes aportaciones de la literatura española a la universal, y cuya trascendencia la crítica actual viene revalorizando justamente, eran las desenvueltas manifestaciones satíricas salvadas de las censuras oficiales y sociológicas por su aparente inocencia festiva y los diálogos y recursos ridículos, absurdos, disparatados o mágicos. Como juguetes cómicos, no gozaron de excesiva consideración en la época y es la causa de que se hallan perdido en buena parte o de que resulte dudosa su autoría. De las dos docenas de títulos seguros de este género que de Calderón han llegado, hasta el momento, a nosotros, además de otros cuarenta “atribuidos” con más o menos certeza, se citarán sólo, a modo de homenaje, la mojiganga Las visiones de la muerte, la Jácara de Mellado y los entremeses El sacristán mujer, El dragoncillo y El desafío de Juan Rana. El peculiar humor calderoniano, uno de los pocos escollos que no suele superar la crítica calderonista extranjera, esa sonrisa divertida o extraña que surge o se adivina hasta en las situaciones más trágicas, guarda en estas imprescindibles obrillas facetas imprescindibles para la comprensión del genial dramaturgo.
El fallecimiento del rey Felipe, uno de los hombres que más sintió y amó España, y que todavía dos años antes distinguiera a su dramaturgo y amigo con el nombramiento de capellán real, ocasionó el nuevo cierre de teatros. En esta quinta etapa de su vida, hasta su muerte en mayo de 1681, que le alcanzó terminando el auto Amar y ser amado, bello y expresivo título que resumía el mayor argumento de una obra poética monumental por su volumen, hondura, sensibilidad y valores estéticos y críticos, Calderón reduce de modo paulatino el ritmo de su esfuerzo, pero sin paralizarlo nunca hasta el final de sus días. Ahora los autos sacramentales ocupan un mayor porcentaje de su producción teatral, sin excederse, metódicamente, de la pareja anual. Su choque doctrinal de unos años antes con la Inquisición, en torno a ciertos pasajes de Las órdenes militares, 1662, motivo de la prohibición de esta pieza, quedaron superados y se permitió su reposición; no, en cambio, la de la Protestación de la fe, 1656, en torno a la conversión al catolicismo y viaje a Roma de la célebre reina Cristina de Suecia (1626-1689), cuyo estreno vetara el propio Rey. Era plena y lo fue hasta varios años después de su muerte, la hegemonía de Calderón en el mercado de estas representaciones teologales, que tanto atraían al público por su estética, colorido, musicalidad y belleza versal y aun por otros motivos más prosaicos y escandalosos, que motivaron su prohibición en el reinado del pusilánime Carlos III. En 1677, Calderón dio a la imprenta, con un interesante prólogo de su pluma, el “primer” tomo de sus autos sacramentales. La tercera, 1664, cuarta, 1672 y 1674, con una relación de las comedias que se le atribuían falsamente y una —de las tres— quinta parte de sus “comedias” se editaron también en vida de su autor.
Junto a sus otras obras de esta etapa, correspondiente a la regencia de doña Mariana, a la mayoría de edad de Carlos II, breve gobierno de don Juan José de Austria e inicio reformista, además de —lo que constituía novedad— las reposiciones de las ya estrenadas años atrás, hay que destacar, al menos, La estatua de Prometeo, hacia 1670, donde culmina con optimismo y respuestas, sobre un mito clásico de siempre y en un país imaginario, sin reyes y visitado por dioses tan humanizados como los helénicos o los de Diego Velázquez, el itinerario de sus indagaciones, con frecuencia atormentadas, de casi medio siglo, relativas al concierto de la libertad y de los proyectos individuales con las exigencias de los otros, del marco social, y la necesidad de un orden mínimo institucional. Sus soluciones básicas, viajes, diálogo, ciencia, cultura, maestros, enseñanza y educación, en un mundo con limitada maquinaria pública y pocas leyes, pero justas, reflejo de una auténtica ética, sumando a todo ello su perenne insistencia en el papel del amor triunfante de la discordia y de la guerra, hacen de esta comedia mitológica cantada un modelo utópico de convivencia pacífica que los hombres todavía hoy se muestran incapaces de construir ni mejorar.
Hado y divisa de Leonido y de Marfisa, 1680, fiesta teatral por la boda de Carlos II con María Luisa de Orleans, quien se quejó de no entender el lenguaje del dramaturgo, fue su última “comedia”, obra de gran espectáculo y el más costoso de sus montajes —hay cuentas por cuatrocientos cuarenta mil reales, pero se dice que el gasto dobló esa cifra, hasta los ochenta mil ducados— con múltiples escenarios y asombrosas apariencias, a cuyos ensayos, desde el 4 de febrero hasta su estreno el domingo de carnaval 3 de marzo, sincronizando palabras y sílabas con los efectos escénicos, acudía diariamente, desde su casa de la calle Mayor hasta el Coliseo, en el coche —cuarenta y cuatro reales viaje (Shergold y Varey)— que al efecto se le enviaba.
Pedro percibió, solamente por la loa, o texto introductorio de circunstancias, la importante suma de cinco mil reales, casi tanto como por los autos. Juan Hidalgo, el compositor de la música, mil quinientos.
El dramaturgo Melchor Fernández de León escribió una narración de esta fiesta, que tras sus representaciones palaciegas y para los Consejos y Ayuntamiento de Madrid, permaneció en cartel otros veintiún días seguidos, número increíble para entonces.
El 20 de mayo de 1681, Calderón redactó su testamento.
El domingo 25 de mayo, hacia el mediodía, experimentó una “congoja”, que fue en aumento. A las doce y media fallecía. La ceremonia de su entierro, dispuesta por él, llevándole descubierto hasta la cercana parroquia de San Salvador, fue su última representación y constituyó una emotiva y muy sincera manifestación de duelo popular y de gran efecto escénico sobre el tema del desengaño barroco. Los restos de Pedro reposaron en un nicho de la capilla de San José de aquella iglesia durante ciento sesenta años.
Después fueron objeto de cinco traslados, en los años 1841, 1869, 1874, 1880 y 1902, siempre con gran solemnidad, ovaciones populares, poemas, participación de altas autoridades y tropas y hasta, en la ocasión del Sexenio Revolucionario, una salva de cien cañonazos. Quedaron, al fin, en la iglesia de San Pedro, al norte de la glorieta de San Bernardo y cerca de ella. En los desórdenes madrileños de la Guerra Civil de 1936 fueron profanados u ocultados en lugar desconocido. Pero aunque los restos del dramaturgo estén perdidos, permanece para siempre, entre tantos aciertos estéticos o reflexivos, su defensa de la dignidad de la persona, el “buen honor” y sus advertencias acerca de la necesidad de poner razón y límites al poder del gobernante y de las instituciones.
Pedro Calderón de la Barca compuso, en total, más de ciento diez obras dramáticas extensas (tipo comedia) y otras cinco en colaboración, por actos o jornadas, con Montalbán, Rojas Zorrilla, Coello, Belmonte, Zabaleta y Cáncer, cerca de ochenta autos sacramentales y un número indeterminado de piezas cortas. Salvo en este último bloque, casi toda su producción se conserva y el principal obstáculo radica en la fijación y fechamiento de los textos. De las “comedias”, unas cuarenta y cinco son propiamente tales, según nuestro concepto actual, treinta y nueve, dramas y tragedias (alrededor de catorce), y unas veinticinco, comedias de fantasía y espectáculo, “fiestas” palaciegas, representaciones mitológicas, zarzuelas, óperas. En el siglo XVII se editaron las nueve partes de sus comedias, a cargo de Juan de Vera Tassis y Villarroel, “su mayor amigo”, desde la segunda, y verdadera, versión de la quinta en 1682, con su discutida noticia biográfica del dramaturgo, la farragosa introducción de Manuel de Guerra y la relación de las ciento cincuenta y cuatro comedias “auténticas”, hasta la novena, de 1691.
La bibliografía calderoniana se extiende a varios millares de títulos, en varios siglos y muy diversas lenguas y países. Constituye por sí misma, pues, una rama de los estudios de literatura, cuyo reflejo, inclusive miniaturizado, no cabe en las dimensiones de esta reseña. Con este descargo, se intentará, meramente, ofrecer algunas pistas bibliográficas dispersas al lector interesado, principalmente en lo que concierne a la biografía del escritor. Es preciso advertir, en primer término, que la inmensa, difícil y ambigua obra de Calderón, inscrita en unas coordenadas políticas e ideológicas muy especiales, aunque no fuese su incondicional portavoz, ha suscitado con frecuencia irracionales reticencias y rechazos, o acríticos entusiasmos y falsas identificaciones, en lectores y estudiosos.
Más que en otros casos, procede entonces el análisis y neutralización del marco personal y cultural de la “recepción” calderoniana. A la admiración dominante en el siglo XVII, que incluye ediciones europeas de sus obras e influjos e imitaciones, suceden las reservas, reticencias o condenas del clasicismo galo y de la Ilustración.
En España, Leandro Fernández de Moratín, en su oficio de censor llega a condenar y “retirar” una buena parte de los títulos de Calderón. Pero desde fines del siglo XVIII, los alemanes, con Goethe a la cabeza, restauran el entusiasmo hacia las creaciones calderonianas, y el Romanticismo simpatiza con ellas.
En el volcánico centenario español de la muerte del poeta, 1881, se produjo la desdichada intervención de Marcelino Menéndez y Pelayo, que quiso hacer de Calderón el portavoz y esencia de los valores más rancios de la sociedad y de la ideología española, consiguiendo, con bastante y lamentable éxito, inculcar en España, a izquierda y a derecha, una imagen irreal del dramaturgo. A partir de 1981, en el tercer centenario del fallecimiento, lo que se ha confirmado en el cuarto del nacimiento, en 2000, se tiende a ver un Calderón menos comprometido y más crítico (José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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