Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el busto de Juan de Herrera, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de León y de Lérida, de la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 15 de enero, es el aniversario del fallecimiento (15 de enero de 1597) de Juan de Herrera, personaje representado en esta enjuta de la Plaza de España, así que hoy es el mejor día para Explicarte el busto de Juan de Herrera, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de León y de Lérida, en la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 11 al 21 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado - Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
En las enjutas de los arcos que componen la gran arcada que circunda toda la plaza, dentro de unos tondos de profundo sabor renacentista italiano, modelados en alto relieve y esmaltados en blanco sobre fondo azul cobalto, aparecen los bustos de personajes de especial relevancia en la historia de España. Su ejecución original corrió a cargo de las Fábricas de Mensaque Rodríguez y Cía. y de Pedro Navia.
En orden cronológico, figuran tanto aquellos destacados en las ciencias, en las humanidades, en las artes o en las armas, como reyes o santos.
Son un total de cincuenta y dos, distribuidos en cuatro series de trece personajes, dispuestos entre los catorce arcos de cada tramo de la plaza.
Es sorprendente el repertorio de estos personajes ilustres que desde sus privilegiados balcones en la arcada, disfrutan del ancho espacio de la hermosa plaza. Simultáneamente, ellos son vistos por los paseantes como muestra de la gloria de España y como ejemplo a seguir (La Cerámica en la Plaza de España de Sevilla, 2014).
En este caso el personaje histórico representado es Juan de Herrera, en un busto que directamente hay que relacionarlo con el grabado de Mariano Brandi a partir de un dibujo de José Maea para la serie de los Retratos de los españoles ilustres (1791-1819), y en el medallón, obra de Ramón Barba, para la fachada del Museo del Prado, en 1830.
Conozcamos mejor a Juan de Herrera (1530-1597), arquitecto, que se encuentra representado en la enjuta entre los arcos de las provincias de León y de Lérida, de la Plaza de España:
Juan de Herrera de Maliaño, (Mobellán, Cantabria, 1530 – Madrid, 15 de enero de 1597). Arquitecto.
Arquitecto español, humanista, máximo representante en España de la arquitectura renacentista nacida en Florencia a mediados del siglo xv. Nacido en el seno de una familia de hidalgos con casa solar en Maliaño, a los catorce años fue enviado a servir en la Corte de Valladolid en el entorno próximo de Felipe II (por entonces joven príncipe sólo tres años mayor que él), muy probablemente en calidad de paje. La vida uniría a ambos personajes históricos, a lo largo de cerca de cuarenta años, siendo Herrera, primero, miembro de su escolta personal y, más tarde, su criado, su arquitecto y su aposentador de palacio. En 1548 acompañó a su señor al llamado “Viaje Felicísimo”, integrado en el nutrido séquito de nobles y personajes ilustrados del humanismo y las ciencias, embarcado en una gran flota desde Barcelona hasta Génova, atravesando primero el Milanesado y después la Europa Central, para encontrarse finalmente con el emperador Carlos en Bruselas en 1551. El viaje duró tres años y fue la base de su formación renacentista y de su futuro como arquitecto real. Estimulado por sus raíces hidalgas, no tardó en sentar plaza (1553) y regresó a Italia donde participó en diversas campañas militares a las órdenes de príncipes italianos del partido español, como el duque Ferrante Gonzaga y otros, llegando a tomar parte en el cerco de Siena y, ya en tierras flamencas, en la toma de la plaza de Renty. Posteriormente, y por su propia declaración, sabemos que “a persuasión de los amigos y por voluntad que tenía de venir a España, quedé en la Guarda del Emperador, nuestro Señor, en la cual y en la de S. Majestad serví hasta el año 1563”. De ese largo período de tiempo al servicio de ambos monarcas se conocen pocos pormenores. Se supone que pudo estar al servicio del Emperador cuando todos los príncipes europeos se confabularon contra él y pudo vivir con él los tristes acontecimientos que entonces tuvieron lugar (huida por el paso del Brennero, sitio de Metz, etc., que tanto debieron minar el ánimo imperial). Por último, parece que le acompañó más tarde a su retiro de Yuste hasta su fallecimiento en 1558. Debió de producirse entonces su incorporación en Bruselas a la guardia del ya rey Felipe II que, en guerra abierta con los franceses en aquellos momentos, había conseguido reunir un ejército formado por alemanes, flamencos, ingleses y españoles al mando del general Manuel Filiberto de Saboya, con el que consiguió la sonada victoria militar de San Quintín. En diciembre de 1558 se celebraron en Bruselas unas fastuosas honras fúnebres por el Emperador presididas por su augusto hijo, y en cuyo cortejo participó Juan de Herrera llevando las bridas del caballo del reino de Aragón.
De vuelta a España, Felipe II (en 1559), tras haber firmado con los franceses el Tratado de Cateau-Cambressis, que aseguraría en adelante una paz duradera, se propuso establecer una Corte respetable para la Monarquía española, para lo que eligió la villa de Madrid. Al año de estar instalada en ella la Corte, el Rey envió a Herrera a Alcalá de Henares al servicio de su hijo el príncipe Carlos, estudiante en la universidad en compañía de su primo Alejandro Farnesio, de su tío Juan de Austria y de su preceptor Honorato Juan. Es previsible que Juan de Herrera pudiera por entonces seguir algunos estudios en el gran centro universitario creado por el cardenal Cisneros, en cuyas Escuelas Mayores se sabe que diseñó en 1562, las ilustraciones de una copia del antiguo tratado de astronomía del Rey Sabio conocido como Libro de las Armellas.
Al año siguiente (1563) el Rey decidió la construcción del gran monasterio de San Lorenzo el Real en los terrenos de El Escorial, para conmemorar la victoria de San Quintín, y en la ceremonia de la primera piedra estuvo presente Juan de Herrera, a quien se encomendó la tarea de grabar en ella la inscripción conmemorativa del acto. Comenzados los trabajos del futuro monasterio dirigidos por el arquitecto Juan Bautista de Toledo, al que había ordenado acudir desde Nápoles, el Rey ordenó el nombramiento de Herrera como su ayudante, dados los conocimientos que tenía del arte de Vitrubio, de matemáticas y de ingeniería, así como su habilidad como delineante-trazador para la realización de los planos de obra. Fue su trabajo principal fundamentalmente de aprendizaje, que acrecía acompañando al maestro en sus visitas a las distintas obras reales de los entornos de la Corte como El Pardo, Aranjuez y Valsaín, o a las que se hacían en la propia villa de Madrid como el Alcázar (que se habilitaba como Palacio Real), el Cuarto Real de los Jerónimos o el monasterio de las Descalzas Reales.
A partir de 1565 —según escribió él mismo ya en su vejez en un memorial dirigido al Monarca—, “comencé a andar continuamente con Su Majestad adonde quiera que iba”. Parece que el Monarca le tenía por su asesor técnico y le llevaba consigo a las frecuentes visitas que hacía a las obras, preferentemente a la de El Escorial, que era su preferida. Con ello fue acrecentando progresivamente la confianza que le merecía, encargándole informes y determinadas responsabilidades puntuales. Lo mantuvo siempre junto a él, primero en su guardia personal, razón por la que en El Escorial se le conocía como “el Soldado”, nombrándole más tarde ayudante de furrería con el sueldo anual de 250 ducados, cantidad que le iría subiendo a medida que se hacía acreedor a ello por su comportamiento y utilidad.
En 1567 murió Juan Bautista de Toledo, autor de la traza general del monasterio, y de su testamento fueron testigos sus ayudantes Juan de Herrera y Juan de Valencia. La ingente fábrica escurialense no estaba más que empezada por la zona oriental, en la que se ubicaba el convento de los jerónimos, y estaba subida más o menos a un tercio de su altura. Pero Juan Bautista y sus ayudantes habían realizado muchos planos con los que se pudieron continuar los trabajos un cierto tiempo. Mientras tanto, Juan de Herrera preparaba los de la basílica, cambiando (a instancias de los consejeros del Rey) la disposición diseñada por Toledo que había sido muy discutida y objeto de informes desfavorables llegados de Italia. Estas críticas culminaron con la que hizo Francisco Pacciotto (arquitecto de la familia Farnesio, venido de Italia a petición de Felipe II), que proponía se siguiera el modelo de planta cuadrada y cúpulas que había servido a Bramante para hacer el primer proyecto de la basílica de San Pedro del Vaticano.
Herrera mostraría por entonces otra faceta de su personalidad que había de ser muy útil para la buena marcha de los trabajos en la obra: su afición a las matemáticas y a las ciencias aplicadas, que le llevaría a estimular para el Rey diversas empresas científicas, desde la invención de instrumentos para la navegación tan necesarios en aquellos momentos de gran relación náutica con las Indias, hasta la fundación de una Academia de Matemáticas en Madrid. En el orden práctico, y dentro de su actuación en El Escorial, propició el empleo de elementos auxiliares de la construcción que podían hacer la obra más racional y económica, como así fue en definitiva, y tuvo ocasión de comprobar con satisfacción Felipe II, como cuando diseñó el inmenso conjunto de cubiertas empizarradas del edificio con los novedosos chapiteles de estilo flamenco que Su Majestad se empeñó en importar de Flandes. A partir de 1570, el Monarca, libre ya de otras preocupaciones de Estado que le habían dado muchos quebraderos de cabeza, decidió presionar para quemar etapas en la gran fábrica escurialense y emprender un nuevo ritmo de los trabajos “a toda furia” (tales fueron sus palabras). Y para el éxito de ese propósito —con el que conseguiría ver terminado el gran edificio y aún dirigir desde allí varios años los asuntos de la Corona— contó con la colaboración eficaz de Juan de Herrera.
Su participación por entonces aceleró mucho la marcha de los trabajos a la par que se ahorraban muchos gastos en jornales inútiles. Fray José de Sigüenza, cronista de la Orden Jerónima y primer bibliotecario de El Escorial, comentó en relación con los métodos de Herrera que “se ahorró osaré decir tres partes del tiempo y por consiguiente el dinero aún con igual diligencia y gente”. Lo mismo sucedió con la calidad de la obra de sillería, de los interiores de la basílica, haciéndole comentar al cronista “que se viniese a hacer la fábrica tan una y maciza que pareciera de una pieza”. El Rey mostró entonces su complacencia subiendo a Herrera el sueldo y nombrándole “arquitecto real” en una Cédula de octubre de 1575 que terminaba así: “[...] y porque teniendo consideración a lo bien y al cuidado con que lo ha hecho, y el que se espera terná [sic] de aquí adelante, y a su mucha suficiencia y habilidad, le habemos hecho merced como por la presente se la hacemos, de acrecentarle otros quinientos cincuenta ducados de salario, a cumplimiento de ochocientos ducados”.
Y no sólo fueron los aspectos de índole práctica los que impresionaron a Su Majestad, sino, sobre todo, la gran habilidad y perfección con que manejaba los cánones vitrubianos de la antigüedad en los diseños que hacía para la iglesia mayor de El Escorial y, más tarde, en el resto de la obra laurentina, reflejo indudable de su preparación arquitectónica de sólidas bases filosófica y euclidiana. A partir de esa convicción, los hechos proclaman que Juan de Herrera comenzó a ser el arquitecto preferido del Rey, porque confió en él no sólo para la magna escurialensis, sino también para las restantes obras reales en las que intervendría en adelante con autoridad. Ya desde 1572 había acompañado al Rey a Sevilla para disponer la construcción de la lonja de los mercaderes y al año siguiente intervino en el Alcázar de Toledo, donde se estaba trabajando en la gran escalera y en el cuerpo posterior del edificio. En el mismo año diseñó con toda probabilidad el panteón funerario de la princesa Juana (hermana del Rey) en el convento de Madrid que ella misma había fundado para las Descalzas Reales. Es esta una obra poco conocida y valorada, y sin embargo de una gran importancia para la biografía de Herrera, por ser como un anticipo en pequeño de lo que luego sería el presbiterio de la gran basílica escurialense. Ambas obras las llevó a cabo con mármoles y bronces el gran orfebre Jacome da Trezzo, gran amigo y admirador de Herrera, para el que proyectó en la década de 1570 su propia residencia y taller en la calle madrileña que lleva su nombre (en las proximidades de la Red de San Luis) y que desaparecería al abrirse la Gran Vía.
Intervino también Herrera en distintas obras de acondicionamiento urbanístico para Madrid, necesitada la villa (como capital que era de la Monarquía española) de lavar la imagen pobretona que tenía por entonces. Entre esos trabajos está el llamado “paredón” de Balnadú, una obra de contención de tierras para la regularización del nivel de la plazuela de la Priora (actual plaza de Isabel II) y las primeras trazas o ideas para la urbanización del campo del Arrabal, junto a la puerta de Guadalajara, que había de convertirse en la gran Plaza Mayor de la capital del reino.
Intervino también en el palacio de Aranjuez, empezado a levantar por Felipe II sobre un viejo caserón del siglo xiv que había pertenecido a la Orden de Santiago, y en el que el Rey había estado pasando jornadas de descanso siendo niño en compañía de su madre la emperatriz Isabel. Los primeros trabajos en Aranjuez los hizo Juan Bautista de Toledo, siendo posterior la intervención de Herrera, que comenzaría en 1571 (por Cédula Real de 23 de septiembre), cuando en palabras de Llaguno “hizo Herrera el diseño con asistencia de Gerónimo Gili y se encargó a éste el cuidado de la construcción al mismo tiempo que el de la Capilla”. No es posible saber qué fue lo que diseñó Herrera, pero la ordenación de la fachada principal y también la de mediodía, parecen pertenecer, como tantas obras suyas de edificios civiles, a la misma estirpe compositiva, articulada por pilastras de orden dórico toscano, con remates de bolas y frontones. En el castillo de Simancas —en obras de adaptación a archivo que se habían iniciado en 1561— intervino también Juan de Herrera haciendo trazas a partir de 1575, aunque posteriormente dejó la continuación de los trabajos en manos de su ayudante y seguidor Francisco de Mora.
En los años que siguieron a 1575 se multiplicaron las responsabilidades para Herrera, simultaneando El Escorial con las llamadas que recibía por doquier para que acudiera a opinar, a aconsejar, a diseñar y a dirigir, según los casos. Para ello supo organizarse y contaba con la ayuda de hombres cualificados como Juan de Valencia, Juan de Minjares, Gerónimo Gili, Diego de Alcántara, Pedro del Yermo y Francisco de Mora, que el Monarca fue nombrando para que se encargaran de desarrollar los trabajos o incluso diseñar siguiendo sus instrucciones. Así Valencia se responsabilizó del Alcázar de Madrid, e intervino en las trazas para la Plaza Mayor en 1579, Gili y Minjares trabajaron sucesivamente en el palacio de Aranjuez, y Gili también en el de Toledo entre 1572 y 1574, Diego de Alcántara lo hizo en el Ayuntamiento de la ciudad toledana y Francisco de Mora en el castillo de Simancas en 1592 y en el inicio de las obras de la lonja de mercaderes de Sevilla, obra en la que le había precedido Minjares desde 1582. Todos ellos habían pertenecido a los equipos de El Escorial y practicado allí las técnicas de la construcción y el diseño, esto último a la sombra del ya acreditado maestro, Juan de Herrera, que desarrollaría en el gran monumento escurialense lo mejor de su inspiración en el arte vitrubiano, acertando con la máxima que tan claramente expuso el cultísimo cronista Sigüenza de que “donde la correspondencia de las partes está conforme a razón, está la belleza”. Tal fue el acierto que mostró en el conocimiento y manejo de los órdenes clásicos, en la composición de fachadas en la que creó el sistema de apilastrados con los que articulaba los paramentos desnudos de los patios, de las torres y de los interiores del monasterio. Son suyos también, y muestran claramente pertenecer a la misma estirpe compositiva creada por él, el gran pórtico de entrada, el templete de los Evangelistas, el retablo y los cenotafios del altar mayor, el tabernáculo, la custodia, los muebles del coro y de la librería, y hasta el monumento de Semana Santa.
Y con este o parecido vocabulario arquitectónico se empleó en las restantes obras que le encargaron después en diferentes provincias, creando un estilo propio que con justicia se conocería entre los críticos e historiadores como “herreriano”. Su obra magna fue la parte central del monasterio de El Escorial, compuesto por la basílica, el patio de los Reyes y el cuerpo central de la fachada de poniente, que fue concebido para ubicar en lo alto la espléndida biblioteca, con la que se culminó brillantemente la obra. Todo esto se construyó entre 1575 y 1583, fecha ésta en que se colocaba con solemnidad la última piedra en un ángulo de la cornisa del patio de los Reyes. En esta fase final intervinieron dirigiendo a pie de obra los trabajos Diego de Alcántara y Juan de Minjares, sus colaboradores, y por último, cuando ya estaba terminada la gran portada de los Reyes, también Francisco de Mora. Y para las obras de ebanistería de la iglesia y biblioteca y del equipamiento sagrado del altar mayor, utilizó al entallador Giuseppe Flecha y a los escultores y broncistas Jacome da Trezzo y Pompeo Leoni.
En ese mismo período de tiempo citado y después, hasta el principio de la década de 1590, el ya declarado arquitecto real y aposentador de Su Majestad, llevaría a cabo una gran cantidad de trabajos. Una esquemática relación de los principales podría ser la siguiente: en 1574 las trazas para las Casas Consistoriales de Toledo, de las que únicamente se realizaría el basamento con la balconada que asoma a la plaza y la planta baja porticada, sobre la que más tarde se elevaría un cuerpo de edificio proyectado por Jorge Theotocópuli (hijo de El Greco). En ese mismo año era designado también en Toledo arquitecto único para el Alcázar, y a él se deben con toda probabilidad la magnífica escalera y la fachada de mediodía, destruida durante la Guerra Civil y hoy felizmente reconstruida con arreglo al diseño primitivo de Herrera, que se conserva y en el que se aprecia una cierta influencia serliana. Hizo también el claustro de la catedral de Cuenca, encargado por monseñor Bernardo de Fresneda y realizado en 1576 con el mismo esquema compositivo de los patios de los Evangelistas de El Escorial y de la lonja de Sevilla. Herrera empleó siempre un vocabulario propio muy repetido en sus obras, manejándolo con gran ciencia y habilidad, en lo que pocos arquitectos anteriores a él (incluso en Italia) habían conseguido tanta severidad y limpieza hasta configurar un tipo de arquitectura que pasó a llamarse “desornamentada”. Sabía muy bien combinar la piedra con el ladrillo, y estructurar plantas y fachadas con un rigor en el que mandaba su pasión de geómetra, que hace identificar fácilmente como suyos los edificios que proyectó, y que luego supieron utilizar también con acierto algunos de sus seguidores. La catedral de Valladolid, de cuyo proyecto se conservan los planos originales con su firma, la tomó cuando estaba comenzada por otros arquitectos, y sólo pudo realizar con arreglo a su proyecto (a partir de 1580) el cuerpo de naves y el crucero, donde Herrera desarrolló una composición de orden corintio gigante emparentado con la basílica escurialense, y con su misma severidad y grandeza. Posteriormente, se le añadieron a la catedral otros aditamentos arquitectónicos, como la elevación de la fachada principal y ciertos elementos extraños a la severidad de la arquitectura herreriana. También diseñó por entonces la Casa de la Carnicería Nueva de la Plaza Mayor de Madrid (en 1586), así como la lonja de Sevilla, que no pudo ver terminada, porque en 1590 estaba sólo levantada la planta baja, y el edificio no se acabaría hasta 1630.
Mucho le tocó viajar al cántabro en los años de mayor actividad en la fábrica escurialense, pero los más importantes de sus desplazamientos fueron los que tuvo que realizar a Portugal, con motivo de la coronación de su señor como Rey del país vecino. Era deseo del Monarca que su arquitecto y aposentador se ocupara de las obras que se precisaran en los edificios reales para adecuarlos a la nueva situación. Diseñó para Lisboa la iglesia de San Vicente de Fora, un complejo conventual de traza general también “escurialense”, que luego fue desarrollada por el portugués Baltasar Alvares, con ciertas veleidades ornamentales que la alejaban del austero espíritu del arquitecto cántabro. El Paço da Ribeira, mandado construir por el rey don Manuel y terminado en 1521, fue destruido por un terremoto y reconstruido por Herrera con el vocabulario arquitectónico que le era propio, pero que a su vez desapareció en el siglo xviii con la reforma barroca del marqués de Pombal. Se trataba de un edificio que cerraba el “Terreiro”, gran plaza-puerto donde arribaban las naves procedentes de las Indias. Por las láminas que se conservan, se trataba de un cuerpo alargado de tres plantas rematado sobre el río por un gran torreón de cuatro pisos que albergaba unos espléndidos salones y estaba levantado sobre un bastión defensivo provisto de artillería. Su arquitectura recuerda a la del palacio de Aranjuez, con el mismo sistema de articulación de fachadas, balcones y tarjetones que había diseñado para la lonja de Sevilla y para Aranjuez. Aunque no existen datos documentales al respecto, suele atribuirse a Herrera el Paço de Castelo Rodrigo, también levantado en 1585 junto a la Ribeira do Douro, para Cristóbal de Moura (noble portugués, camarero mayor de Felipe II). Pero los planos que del ya desaparecido palacio se conservan no parecen indicar que la autoría fuera del español.
Herrera acompañó al Rey a Portugal por primera vez en 1580, cuando se detuvo en Badajoz, y ambos contrajeron un “catarro”, que puso en peligro la vida del primero. Regresó a Madrid y aún tuvo que volver con largas estancias en Lisboa por dos veces más, hasta que en marzo de 1583 regresó definitivamente a la capital de los reinos el Rey y su Corte. En 1581, cuando ya tenía cincuenta y cinco años, contrajo Herrera matrimonio con su sobrina Inés de Herrera y Ceballos, heredera y mayorazga de los bienes señoriales familiares de Maliaño, lo que parecía asegurar al arquitecto una vejez tranquila y sin preocupaciones económicas, pero ya es sabido que las “vinculaciones” nobiliarias daban, como mucho, para vivir entre estrecheces, y Herrera terminó en su retiro por pedir ayuda a Su Majestad que le subió el sueldo de 800 (que es lo que venía cobrando hasta entonces) a 1.000 ducados, que tampoco estaba la Hacienda Real por entonces para muchas generosidades. Y para compensar a su ex criado y aposentador, le apoyó en su nombramiento como corregidor de Santander en 1586, y en la fundación en Madrid de la Academia de Matemáticas, de la que había de ser el virtual presidente hasta su jubilación. Otra cosa que logró del Rey en aquellos años fue la publicación de unas estampaciones de láminas del monasterio de El Escorial que él dibujó y grabó el flamenco Pedro Perret en 1584, talladas al buril, y que hizo “prosiguiendo sin alzar mano ni ocuparse de otra cosa hasta acabarlas, todo por 600 ducados, dándole, al terminar su trabajo, un vestido de su persona y sin descontarle nada del tiempo que le dio de comer y tuvo en su casa (de Madrid)”. Estas láminas fueron a parar a las principales cancillerías del mundo y aún hoy siguen constituyendo la más acabada y perfecta imagen de la obra magna de Herrera.
El 15 de enero de 1597, tras haber perdido primero a su esposa y después a la única hija que tuvo con ella, falleció en su casa de Madrid con más pena que gloria.
Dejaba su más importante legado cultural en su nutrida biblioteca de más de cuatrocientos volúmenes (obras de Filosofía, Aritmética, Geometría, Gramática, Astronomía, Hidráulica, Artillería, Mecánica, Fortificaciones y treinta libros de Arquitectura), testimonio elocuente de su pasión por el conocimiento científico multidisciplinar y por el arte de Vitrubio, de cuyo famoso Tratado tenía diez ejemplares en español, latín e italiano. Juan de Herrera fue, en definitiva, un gran arquitecto que creó un estilo propio de aplicación de la pureza de las normas grecorromanas a los edificios de la Monarquía filipense. Su figura ha pasado a la historia muy ligada a la de su Rey, sin el que tal vez no habría sido el que fue, pero tampoco sin su obra, y, sobre todo, sin su “magna escurialensis” estaría completa la imagen de la Monarquía que creó su Señor (Juan Gómez y González de la Buelga, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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