Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Jovellanos, de Sevilla, dando un paseo por ella.
Hoy, 5 de enero, es el aniversario del nacimiento (5 de enero de 1744) de Gaspar Melchor de Jovellanos y Ramírez, escritor ilustrado, a quien está dedicada esta vía, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la calle Jovellanos, de Sevilla, dando un paseo por ella.
La calle Jovellanos, en el Callejero Sevillano, es una vía que se encuentra en el Barrio de la Alfalfa, del Casco Antiguo, y va de la confluencia de las calles Sagasta con Sierpes, a la calle Tetuán. La calle, desde el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en la población histórica y en los sectores urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las edificaciones colindantes entre si. En cambio, en los sectores de periferia donde predomina la edificación abierta, constituida por bloques exentos, la calle, como ámbito lineal de relación, se pierde, y el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta. También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
Hoy, 5 de enero, es el aniversario del nacimiento (5 de enero de 1744) de Gaspar Melchor de Jovellanos y Ramírez, escritor ilustrado, a quien está dedicada esta vía, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la calle Jovellanos, de Sevilla, dando un paseo por ella.
La calle Jovellanos, en el Callejero Sevillano, es una vía que se encuentra en el Barrio de la Alfalfa, del Casco Antiguo, y va de la confluencia de las calles Sagasta con Sierpes, a la calle Tetuán. La calle, desde el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en la población histórica y en los sectores urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las edificaciones colindantes entre si. En cambio, en los sectores de periferia donde predomina la edificación abierta, constituida por bloques exentos, la calle, como ámbito lineal de relación, se pierde, y el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta. También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
La vía, en este caso una calle, está dedicada al escritor ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos, que al parecer vivió en esta calle.
La documentación más antigua (1609) la describe como "la calle real desde la calle Gallegos y la calle Sierpes para San Jusepe" (Sec. 1, carpeta 152), lo que hace pensar que tal vez carecía de nombre oficial. Aunque en 1604 se cita ya "la calle del ospital de San Jusepe (Sec. 10, 1604). Por esas mismas fechas el tramo final se conocía como calle de Rojas. Parece ser, sin embargo, que, junto con la actual General Polavieja, formaba parte de la antigua Manteros, tal como puede verse en el plano de Olavide (1771). En la primera mitad del XIX se llamó, según González de León, Rosillas, que iba "desde la calle de la Sierpes a la de Colcheros" (actual Tetuán). En 1845 recibió el nombre que hoy mantiene, en honor del jurista, escritor y político Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), que, según algunos autores, tuvo su domicilio en esa especie de plazoleta formada tras el primer tramo de la calle. Parte de este espacio fue también popularmente conocido como pasaje de San José en el siglo XIX. El comienzo se conoce como Cuatro Esquinas de San José, referido a la confluencia de ese punto con Sierpes y Gallegos. Santiago Montoto sitúa, sin seguridad, en este primer tramo una calle conocida como Juan Núñez de Illescas, citada en un Libro de Caja del Ayuntamiento de 1570-74. Es una calle muy quebrada, pues discurre en buena parte bordeando la iglesia de San José, que condiciona su trazado, con tres tramos bien diferenciados. A partir del segundo se hace más estrecha, para ensancharse desde la confluencia con General Polavieja, que desemboca en ella por la izquierda. En el pasado debió ser aún más angosta, a juzgar por las rectificaciones de líneas que se suceden en la segunda mitad del XIX y primeros años de nuestro siglo. A mediados del pasado siglo abundan las quejas del vecindario por los carruajes que la transitan y que, debido a su estrechez, deterioran las fachadas, por lo que se solicitan marmolillos que lo impidan. Empedrada a comienzos del XVII, se readoquina en 1913, hasta que en 1920 se proyecta pavimentarla de cemento. Hoy presenta losetas con el mismo diseño que las de Sierpes, sólo hasta el cruce con General Polavieja. A partir de ese punto son de un solo color y factura más simple. En 1937 la antigua iluminación por gas fue sustituida por la eléctrica, que hoy se aplica mediante farolas sobre brazos de fundición adosados a las fachadas.
El caserío es variado. Junto a varios ejemplares de casas tradicionales de tres plantas, hay otros edificios singulares, como el destinado a los antiguos almacenes El Águila, con fachada principal en Sierpes, obra modernista del arquitecto José Gómez Millán (1909-10). También modernista, construida en 1911 por Juan Talavera, es la casa esquina a Tetuán. Buena parte de la acera de la derecha está ocupada por la fachada de la actual capilla de San José, situada sobre un antiguo hospital del gremio de carpinteros. En los pasados siglos era conocida como ermita de San José y es una bella construcción de estilo barroco, con dos portadas y espadaña, y un reloj de sol que puede contemplarse en perspectiva desde General Polavieja. Regentada por una comunidad de capuchinos, es muy frecuentada en las horas de la mañana. Sus cultos e imágenes generan gran trasiego de personas y grupos de mendigos en la puerta. Sufrió destrozos durante la Segunda República. Su carácter peatonal y su ubicación junto a Sierpes han hecho de Jovellanos un espacio tradicionalmente muy animado, tanto por el carácter comercial como por la vida que le prestaban sus bares, con veladores al aire libre y ambiente de tratos. Aunque tras el cierre de un conocido establecimiento en la esquina con Sierpes (antigua Casa Calvillo) ese carácter se ha atenuado en los últimos años, todavía conserva recuerdos de esa animación tradicional, mantenida por pequeños comercios, bares, una floristería, la Casa de Soria, etc. M. Ferrand ha recreado el peculiar ambiente de estas Cuatro Esquinas de San José: "Frente a Gallegos, Jovellanos, donde está la capillita de San José... A su alrededor callecitas para el tapeo, para el pregón de lotería y la conversación reposada; y a la caída de la tarde, lugar de los escogidos por la juventud, que la ocupa masivamente al conjuro de una reducida bodega" (Las calles de Sevilla). A principios del XX hubo en la calle dos casinos:·la Unión Hispalense y el Centro Mercantil [Rogelio Reyes Cano, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Conozcamos mejor a Gaspar Melchor de Jovellanos y Ramírez, a quien está dedicada esta calle;
Gaspar Melchor de Jovellanos y Ramírez (Gijón, Asturias, 5 de enero de 1744 – Puerto de Vega, Asturias, 27 de noviembre de 1811), escritor ilustrado.
Gaspar Melchor de Jovellanos y Ramírez fue hijo de Francisco Gregorio Jovellanos Carreño, alférez mayor de Gijón, y de Francisca Apolinara Jove Ramírez de Miranda, hija de Carlos Miguel Ramírez de Jove, I marqués de San Esteban del Mar de Natahoyo por Real Despacho de 20 de marzo de 1708, comisario provincial de Artillería de Asturias, caballero de la Orden de Calatrava. La abuela materna de Gaspar Melchor fue Francisca de Miranda Ponce de León, hija de los marqueses de Valdecarzana. Los parientes de Jovellanos por línea materna influyeron a favor de que pudiera recibir la educación que le permitió acceder a los cargos que desempeñó.
El padre de Gaspar era poseedor de una ferrería y de un mayorazgo corto. Como tuvo numerosa prole, no dispuso de los medios materiales necesarios para dar carrera a sus hijos y estado a sus hijas acorde con su condición. Los ingresos que le proporcionaban el mayorazgo y la ferrería, descontadas las cargas que los gravaban, apenas permitían que viviera la familia en Gijón con el decoro necesario, dada su calidad nobiliaria.
De los nueve hijos del matrimonio de Francisco Gregorio Jovellanos y Francisca Apolinara Ramírez, Miguel murió joven, Alonso llegó a ser oficial de la Real Armada y falleció en Indias, soltero; Francisco de Paula fue capitán de navío, caballero del hábito de Santiago y titular del mayorazgo a la muerte de su padre, se casó con Gertrudis del Busto Miranda y no tuvieron hijos; Gregorio, también marino, murió en el sitio de Gibraltar el 16 de enero de 1780. La hija mayor de Francisco Gregorio y de Francisca Apolinara, Benita Antonia, se casó con Baltasar González de Cienfuegos, señor de la Pola de Allande y de la casa de Cienfuegos, V conde de Marcel de Peñalva, viudo por tercera vez; Josefa, que contrajo matrimonio con Domingo González de Argandoña, vivió en Madrid con su marido, que era procurador del Principado en la villa y Corte y, al quedar viuda, profesó en el convento de Agustinas Recoletas de Gijón, en 1792, con el nombre de sor Josefa de San Juan Bautista; Juana- Jacinta se casó dos veces: primero, con Antonio López Pandiello y, viuda de él, con Sebastián de Posada y Soto; Catalina de Siena (a la que llamaban familiarmente Catuxa) contrajo matrimonio con José Alonso de Faes. Gaspar Melchor, a la muerte, sin descendencia, de su hermano Francisco de Paula, heredó el mayorazgo familiar.
El niño Gaspar Melchor estaba destinado a la carrera eclesiástica. Estudió primeras letras, Gramática y Latinidad en Gijón. A los trece años, en 1757, pasó a Oviedo con objeto de cursar Filosofía en el colegio de los franciscanos de la ciudad. Para sufragar los gastos que originaban estos estudios, obtuvo un beneficio diaconil en San Bartolomé de Nava, conferido canónicamente. Lo presentó para este beneficio su tía, abadesa de San Pelayo, Isabel Ramírez, hermana de Francisca Apolinara, madre de Jovellanos.
En Oviedo, siguió en los estudios el “oscuro e intrincado método de la escuela escotista”, según él mismo calificó aquellas enseñanzas. Pasó a Ávila, con dieciséis años, a estudiar Leyes y Cánones allí. Lo protegió el obispo Romualdo Velarde y Cienfuegos, al adjudicarle el préstamo canónico de Navalperal, como porción desmembrada del beneficio curado, para que pudiera sufragar los gastos que le originaban aquellos estudios. En 1763, el obispo le confirió el beneficio simple de Horcajada. Con diecisiete años, el joven Gaspar Melchor se graduó de bachiller en Cánones por la Universidad del Burgo de Osma, el 9 de junio de 1761.
El 13 de noviembre de 1763, convalidó el título en Ávila, nemine discrepante, y, al día siguiente, se le confirió el grado de licenciado en Cánones. El obispo Velarde y Cienfuegos influyó para que obtuviera una beca canónica en el colegio mayor de San Ildefonso de Alcalá de Henares. Opositó a ella a comienzos de febrero de 1764. Después de haberse sometido a las obligadas pruebas de limpieza de sangre e información de vida y costumbres, fue admitido como colegial el 10 de mayo de 1764. Pasó el primer año en Alcalá de Henares y, en el segundo, viajó a Asturias, para reincorporarse a sus estudios en mayo de 1766. En Alcalá de Henares se hizo amigo de José Cadalso (Dalmiro, en sus confidencias y relaciones de amistad) y de fray Miguel Miras, agustino (Mireo). Jovellanos, para estos amigos, recibió el nombre de Jovino. La influencia de Cadalso en Alcalá inclinó a Jovellanos a la poesía y a la literatura. Lo recordó en estos versos: “Dalmiro, cuyo ingenio / ya entonces celebrado / daba con vario efecto / cuidados a las ninfas / y a los pastores celos. / De allí, quizá aguijado / de tan ilustre ejemplo / trepar osé al parnaso”. También se hizo amigo, en Alcalá de Henares, de Juan Arias de Saavedra, unos diez o doce años mayor que él, a quien llamaba papá, y que vino a ser allí su mentor. Jovellanos reconocía siempre que, por Arias de Saavedra, había entrado en la “carrera de la toga”. En Alcalá, también se aficionó a la música y al teatro.
En marzo de 1767, con veintitrés años cumplidos, pensó en opositar a una cátedra en Alcalá. Optó, al fin, por presentar su candidatura para cubrir una canongía doctoral en la iglesia catedral de Tuy, aunque parece que también pensó en una en Mondoñedo. En su viaje a Galicia, se detuvo en Madrid para recoger cartas de recomendación. Su hermana Josefa y su marido el procurador Domingo González de Argandoña vivían entonces en Madrid. Residían también en Madrid sus tíos el marqués de Valdecarzana y José Fernández de Miranda (duque de Losada por merced que le concedió Carlos III en diciembre de 1759), que era sumiller de corps de Carlos III. Los hermanos, el marqués de Valdecarzana y el duque de Losada eran primos de su madre. Gaspar Melchor vivió, durante el tiempo que pasó en Madrid, en casa del marqués de Casa Tremañes y sus hijos, los Tineo Ramírez de Miranda, primos suyos. En Madrid, el joven Gaspar, por influencia de Juan Arias de Saavedra, de sus primos los Casa Tremañes y de José Mon y Velarde, parece que cambió de idea y, en lugar de aspirar a la canongía, se decidió por la toga.
Jovellanos, después de haber sido propuesto dos veces, al fin, el 31 de octubre de 1767, con el voto de Aranda y el de Campomanes, fue nombrado alcalde de Cuadra de la Real Audiencia de Sevilla, denominación que recibía la función de alcalde del Crimen allí. Accedió a la plaza, sólo con medio sueldo. El 29 de noviembre de 1767, salió de El Escorial para Asturias con el propósito de despedirse de sus padres y darles “el último abrazo”, por ser consciente de que le iba a resultar difícil volver en varios años. A comienzos de enero de 1768, preparó su viaje a Sevilla. Necesitaba libros y lo preciso para establecerse allí. Sin dinero para ello, y sin que pudieran dárselo sus padres, Arias de Saavedra —papá— le facilitó todo lo necesario para que pudiera organizar su casa en Sevilla y vivir “con la decencia correspondiente a su clase y destino”, hasta que pudiese gozar del sueldo entero. Salió para Sevilla el 18 de marzo. Le acompañó Ceán Bermúdez, por quien se sabe que Jovellanos, durante el viaje, tomaba noticia de las producciones, cultivos e industria de los pueblos, interesándose en Sierra Morena por el régimen y gobierno de las Nuevas Poblaciones. Por entonces, comenzaban a edificarse las primeras casas y a establecerse los colonos. Llegó a Sevilla el 28 de marzo.
Por consejo de Aranda, prescindió de la antihigiénica peluca, por lo que fue el primer togado que se presentó sin ella en aquel tribunal. Diego de Guzmán y Bobadilla, caballero de la Orden de Santiago, decano de aquella Real Audiencia, I marqués de San Bartolomé del Monte, fue su mentor. Acudía a él para consultarle dudas y vacilaciones. Le leía sus sentencias y le pedía que le orientara cuando había que votar. También le ayudó a ilustrarse Martín de Ulloa.
Jovellanos estaba agobiado en su economía por gozar sólo del medio sueldo. Quiso valerse de la influencia del “tío sumiller” para ver si Campomanes le sacaba de las angustias económicas y le conseguía el sueldo entero. En carta que le escribió el 23 de julio de 1768, se expresaba así, simulando una relación muy estrecha con el tío sumiller, duque de Losada: “Tengo carta del tío sumiller los más correos” (no se conserva ninguna de esas cartas, porque quizá nunca le escribió). Esperaba que, con el favor de Campomanes, con el patrocinio del que se suponía poderoso tío y debido al esmero con que cumplía sus obligaciones, pudiera salir de la miseria del medio sueldo. Al fin lo consiguió y pudo comprar más libros y formar una biblioteca.
En Sevilla, Jovellanos trabajó para que se mitigase la prueba del tormento, sobre cómo interrogar a los reos y reformar las cárceles para que pasasen a ser lugares de seguridad y no de castigo y sobre cómo mejorar el trato que se daba a los presos. Llegó a disculpar a un homicida por considerarle víctima de un frenesí de celotipia. Al quedar vacante la plaza de oidor, Jovellanos accedió a ella en febrero de 1774 y, entonces, renunció a los beneficios eclesiásticos de que disfrutaba. Las enseñanzas del marqués de San Bartolomé del Monte y la experiencia adquirida le mejoraron como jurista.
En las tertulias de la casa del asistente Olavide (que era el nombre que en Sevilla se daba al corregidor), oyó hablar de economía, de educación, de cuestiones administrativas y de gobierno, de literatura, de teatro y de arte. Allí se citaba a autores extranjeros. Aquella tertulia le impulsó a instruirse, para lo que formó un plan de estudio de economía, y a leer a autores franceses e ingleses. Luis Ignacio Aguirre, llegado a Sevilla por entonces, en sus viajes por distintos países de Europa, había formado una biblioteca selecta. Tal vez le prestase libros y le orientase en sus lecturas. En varios informes y dictámenes dirigidos, por aquellos años, al Consejo Real, ya se observan su saber y capacidad de raciocinio. De esos escritos, destacan el que dedicó a la exportación de aceites (firmado el 14 de mayo de 1774) y el que entregó el 13 de diciembre de 1775 con el título Informe del Real Acuerdo de Sevilla al Real Consejo de Castilla sobre el establecimiento de un Monte-Pío en aquella ciudad. Dos años después, el 3 de septiembre de 1777, envió un informe, como juez subdelegado del Real Protomedicato en Sevilla, al primer protomédico José Amar, sobre el estado de la Sociedad Médica de aquella ciudad y del estudio de la medicina en su Universidad, en el que mostró su erudición y actitud ecuánime. En Sevilla escribió poesía, la tragedia El Pelayo y la comedia El delincuente honrado. En La muerte de Munuza, escrita en 1769, justificó el tiranicidio. Es tragedia rococó heredera del clasicismo francés. El delincuente honrado, drama que estrenó en 1774, tuvo gran éxito durante más de cincuenta años, y se tradujo a varios idiomas. En esta obra, criticó la actitud severa de los jueces. Es antecedente de la dramaturgia romántica. Jovellanos, en cartas a fray Diego González y a Meléndez Valdés, que vivían en Salamanca, aludió a los provechosos días de Sevilla, en donde había seguido un plan de estudios para ilustrarse, gozado de los placeres de aquellos amenos campos y del cariño de sabios y verdaderos amigos, y gozado de la general estimación, visitándole en su casa los más ilustrados de la ciudad, los literatos, los artistas, los menestrales.
Al nombrarle el Rey alcalde de su Casa y Corte, Jovellanos dejó Sevilla, con gran sentimiento de cuantos le conocían. Salió de la ciudad el 2 de octubre de 1778, “bañado en lágrimas”, y “bañados en lágrimas” dejó a sus amigos. En Aldea del Río, a orillas del Guadalquivir, compuso la epístola que comienza “voime de ti alejando por instantes ¡oh gran Sevilla! El corazón cubierto de triste luto, y continuo el llanto”. Siempre se arrepintió de haber dejado la ciudad. Su suerte hubiera sido bien distinta de haber aceptado la propuesta del conde de Gausa, cuando era secretario de Estado de Hacienda y Guerra, para que se le nombrase asistente de Sevilla.
En su viaje a Madrid, Jovellanos volvió a visitar las Nuevas Poblaciones y se interesó por cómo se aplicaba el Código de población. En aquel viaje, hizo lo que fue su costumbre de siempre: indagar, ver los monumentos, informarse sobre todo. Llegó a Madrid el 13 de octubre, después de once días de viaje. Se alojó en una casa de la plaza del Gato, preparada por sus primos Casa Tremañes, cerca de la que habitaban ellos en la calle de San Bernardo. Campomanes, que era entonces fiscal del Consejo de Castilla y que valoraba a Jovellanos por su saber e inteligencia, le convidó a su tertulia, en la que destacó enseguida por sus conocimientos de economía y por sus saberes, ya por entonces enciclopédicos. En aquella tertulia se hizo amigo de Cabarrús.
Como alcalde de Casa, Corte y Rastro, Jovellanos actuaba como juez togado. La Sala de Alcaldes tenía jurisdicción en cinco leguas de radio desde el centro de la villa, por lo que el territorio dentro de ese radio era el Rastro de la Corte, aunque, para hurtos, llegaba hasta veinte leguas. Todos los alcaldes juntos constituían la 5.ª sala del Consejo de Castilla. La jurisdicción de esta sala era suprema en lo criminal.
Una vez en Madrid, Jovellanos fue elegido miembro de las Reales Academias y de la Sociedad Económica de Amigos del País. Ésta ya le había hecho socio de mérito cuando él vivía en Sevilla. Ingresó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando el 14 de julio de 1781, el 24 del mismo mes en la Española y, como supernumerario, en la de la Historia, el 4 de febrero de 1780, ascendiendo a la clase de académico de número el 2 de noviembre de 1787.
Como alcalde de Casa y Corte, Jovellanos tuvo que entender y ocuparse de asuntos relativos a repesar los comestibles, asistir a los incendios, averiguar lo concerniente a los delitos torpes o atroces, siempre con el pesar de no poder conseguir que se desterrase la tortura. Todo ello le hacía sentirse sumamente ocupado, por lo que le faltaba tiempo para sus lecturas y para escribir los informes y dictámenes que le solicitaban.
El 25 de abril de 1780, fue nombrado miembro del Real Consejo de las Órdenes Militares. Después de someterse a las pruebas para tomar el hábito de caballero de la Orden de Alcántara, fue admitido en ella. Debido al nombramiento en el Consejo de las Órdenes, quedó exonerado de la que era para él pesada carga de alcalde de Casa y Corte. Como miembro del Consejo de las Órdenes Militares, fue encargado de visitar el convento de San Marcos de León, perteneciente a la Orden de Santiago, por lo que tuvo ocasión de acercarse a Asturias, acompañado de su hermano Francisco de Paula. Vio principiar las obras de la carretera de Asturias, en las salidas de Oviedo y de Gijón. En esta villa, tuvo el honor de colocar la primera piedra de su puerta principal el 18 de junio de 1782.
En la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Asturias, de la que había sido nombrado socio honorario en enero de 1780, asistió a junta de 6 de mayo de aquel año 1782 y leyó el discurso sobre la necesidad de cultivar en el Principado la enseñanza de las ciencias útiles o naturales. El interés por la prosperidad de los habitantes de su región natal ya era manifiesto en el escrito que firmó en Madrid el 22 de abril de 1781 con el título Discurso dirigido a la Real Sociedad de Amigos del País de Asturias sobre los medios de promover la felicidad del Principado. En este escrito, dio muestra de conocer bien las posibilidades de fomentar las producciones y el comercio. En el viaje que hizo a Asturias en 1782, recorrió varias zonas del Principado, observó e indagó, visitó archivos, copió y extractó documentos. La información reunida durante ese viaje le permitió escribir las conocidas cartas a Antonio Ponz sobre agricultura, industria, monumentos, romerías del Principado y hasta pudo hacer un estudio sobre el escultor Luis Fernández de la Vega, natural de Llantones, concejo de Gijón. Para regresar a Madrid, pasó a Galicia, visitó Ribadeo, Ferrol, La Coruña y Pontevedra y, por Villafranca del Bierzo y Astorga, llegó a Madrid el 1 de octubre de aquel año 1782.
En su nueva casa de la Carrera de San Jerónimo, reunió los libros que había traído de Sevilla y otros que adquirió después. Allí también colocó las pinturas que había comprado con el consejo de Ceán. Por entonces, fue nombrado miembro de la Real Junta de Comercio, y participó en las tertulias y contiendas literarias de la Villa y Corte. Como miembro de la Real Sociedad de Amigos del País de Madrid, participó en las discusiones sobre si deberían ser admitidas señoras en la corporación, mostrándose favorable a su ingreso, con las mismas formalidades y derechos que los hombres. En 1785, Jovellanos presentó el Informe dado a la Junta General de Comercio sobre el libre ejercicio de las artes, en el que se mostró a favor de suprimir las trabas que imponían los gremios en sus ordenanzas a la admisión de mujeres, y a que tuvieran “la libertad de trabajar que les había dado la naturaleza”. Jovellanos rechazaba que se alegasen a favor de las restricciones impuestas por los gremios “la costumbre, la prescripción, la autoridad”, porque, para él, los derechos de la libertad eran “imprescriptibles y, entre ellos, el más firme, el más inviolable, el más sagrado [...]: el trabajar para vivir”.
En 1789, el gran amigo, desde hacía diez años, Cabarrús, cayó en desgracia y Jovellanos le defendió. Parece que, por intrigas cortesanas sobre este asunto, los Reyes comenzaron a desconfiar de su lealtad.
En 1790, por encargo del Consejo de las Órdenes Militares, viajó a Salamanca para que examinase cómo hacer la reforma de los estudios en el colegio de Calatrava, en aquella ciudad. Pasó luego a Asturias a desempeñar dos cometidos: el de interesarse por los trabajos en la carretera y el de estudiar cómo habría de ser la organización del aprovechamiento de las minas de carbón de piedra. Salió de la Corte el 28 de agosto de aquel año y llegó a Gijón después de dieciséis días de viaje. Ya en su villa natal, y después de hacer averiguaciones sobre los asuntos concernientes a su encargo, maduró el proyecto de fundar en Gijón un real instituto de náutica y mineralogía. El 9 de abril de 1789, ya había solicitado que se estableciesen en Gijón un consulado y una escuela en la que se enseñasen matemáticas y ciencias naturales. Después de viajar por Asturias para cumplir su cometido sobre la carretera y las minas de carbón, el 15 de mayo de 1791 se dirigió al secretario de Estado de Marina, Antonio Valdés, solicitando que se fundara en Gijón una escuela o instituto de náutica y mineralogía para la formación de jóvenes. Aprobado el proyecto, el Real Instituto fue inaugurado el 17 de enero de 1794. Se quería, en este centro innovador de enseñanza, formar técnicos que pudieran encargarse de la explotación racional y óptima de los yacimientos mineros y buenos marinos, además de impulsar las enseñanzas de inglés, de francés, de dibujo y de gramática y literatura, dotando al centro con una buena biblioteca. El primer edificio que ocupó era propiedad de Francisco de Paula Jovellanos, primer director del instituto. El 12 de noviembre de 1797 se colocó la primera piedra en el solar cedido por el Ayuntamiento de Gijón. Trazó los planos el arquitecto Juan de Villanueva.
En aquellos años de Asturias, Jovellanos fue encargado por la Real Sociedad Económica de Madrid de que escribiera el informe sobre la Ley Agraria, cuyo expediente tenía la Corporación desde junio de 1777, con el compromiso de dictaminar sobre él. Por oficio de 19 de septiembre de 1787, la Sociedad de Amigos del País ya le había encargado presentar el plan de trabajo a seguir en el informe. Notificó haber cumplido este cometido el 12 de enero de 1791. Como el plan resultó satisfactorio, se le designó para escribir el informe, al que dedicó todo el tiempo de que disponía por entonces. Para cumplir este cometido, aplicó las doctrinas de Adam Smith, por lo que planteó lo conveniente no de establecer leyes nuevas, sino de derogar todas las que no protegían el interés de los agentes de la agricultura, ya que “sin intervención de las leyes”, podía llegar, y había “llegado en algunos pueblos a la mayor perfección el arte de cultivar la tierra”. Jovellanos mostró que, allí en donde las leyes protegiesen “la propiedad de la tierra y del trabajo”, habría de lograrse “infaliblemente” la perfección de la agricultura. Al fin, pudo enviar el Informe a la Sociedad en abril de 1794. El Informe en el expediente de ley Agraria dio gran prestigio a Jovellanos entre los políticos más propicios a las reformas. Manuel Godoy, por entonces primer secretario de Estado y del Despacho, comenzó a pensar en Jovellanos como colaborador en su proyecto de conseguir una reforma de la justicia que facilitara los cambios que exigía suprimir las trabas que obstaculizaban el desarrollo político y social. Para contar con Jovellanos, necesitaba convencer a los Reyes, lo que parece que resultaba difícil.
Jovellanos, en Asturias, llevaba un Diario en el que anotaba lo esencial de sus viajes y relaciones. Parecía satisfecho de su trabajo y, muy especialmente, de haber conseguido fundar y poner en marcha el Real Instituto. Sin embargo, desde septiembre de 1793, comenzó a dirigirse a Godoy solicitando de él que influyese sobre el Rey para que le diese una muestra, una señal, de que aprobaba cuanto hacía en Asturias. Insistió en esta solicitud. En junio de 1794, manifestó lo mismo a Valdés Bazán y a Llaguno. A Godoy le pedía que consiguiese “alguna señal de la Real beneficencia” de que se aceptaban y se reconocían sus buenos servicios durante tantos años. Al fin, por Real Orden de 12 de noviembre de 1794, se le comunicó que debía quedarse en Gijón hasta que el Real Instituto estuviese terminado totalmente. No se conformó con esta señal. En los años 1795 y 1796, se cruzaron más cartas entre él y el Príncipe de la Paz. El 31 de diciembre de 1796, en carta a Godoy insistió en que su conducta había sido siempre pura, honesta, sin mancha, y en que esperaba una “pública señal de aprecio”. El 4 de mayo de 1797, expresó en el Diario su satisfacción, por tener pruebas de que Godoy le apreciaba. El 27 de julio de aquel año, al haberse concedido todo lo necesario para la carretera y para el Real Instituto, con el fin de celebrar tan gran éxito, mandó iluminar el edificio. Acudieron las gentes de Gijón y todo fue entonces “alegría, bulla y contento”.
El 16 de octubre, le llegó la noticia de que el Rey le había nombrado embajador en Rusia. Recibió la nueva desolado, por su edad, pobreza e “inexperiencia en negocios políticos”. Comenzó a lamentarse de lo que iba a dejar: “Hábitos de vida dulce y tranquila”. Escribió carta a Godoy, manifestándole que se sentía casi incapaz de vivir en una Corte extranjera, aunque estaba absolutamente resignado a servir a Su Majestad en cualquier destino. Sus amigos —entre ellos Cabarrús— insistieron en que aceptase, lo mismo que su hermano Francisco de Paula. Al fin, el 1 de noviembre, escribió a Godoy manifestándole: “Si Petersburgo estuviese a doble distancia; si su clima fuese el de los polos; si en ellos me esperase la aflicción y la muerte, nada me arredraría, tratándose de servir a mi patria y responder a la generosidad de V.E.”. Con fecha 7 de aquel mismo mes, quizá sin que hubiera podido leer aquella carta, Godoy le anunció: “Ya está usted en el cuerpo de los cinco. El Ministerio de Gracia y Justicia está destinado para usted. La ignorancia se desterrará y las formas jurídicas no se adulterarán con los pretextos de fuerza y alegatos de partes opresivas de la inocencia”. Al recibir esta carta el 13, Jovellanos sintió el mayor abatimiento. Salió para Madrid, después de recibir felicitaciones de sus paisanos. Sabía que su carrera era “difícil, turbulenta y peligrosa”. En Guadarrama le esperaba Cabarrús. Hablaron y, por lo que le dijo, se quedó abatidísimo a causa de la pintura que le había hecho “del estado interior de la Corte”.
Ya en Madrid, después de comer en casa del Príncipe de la Paz, volvió a la suya “inquieto y abatido” ante la desenvoltura que mostró Godoy al sentar a la misma mesa a su mujer y a Pepita Tudó (de la que se decía era su amante). A Manuel María de Acevedo y Pola, amigo de Jovellanos, al referirse a la actitud de éste en aquellos momentos, y luego a la que tuvo en el Ministerio, le parecía que Jovellanos había mostrado falta de tacto; que daba mucho valor a cosas insignificantes respecto al gran proyecto para cuya ejecución se le había llamado, que era “reformar el sistema de gobierno en todos su ámbitos”, como miembro del equipo formado por Godoy, sin que supiese “condescender y aún aprobar ciertos males” cuando atacarlos significaba “oponer obstáculos invencibles a la consecución de grandes bienes”.
En aquellos meses, se preparó el Decreto de 19 de septiembre de 1798 por el que se ponían en venta todos los inmuebles de hospitales, hospicios, cofradías, obras pías, memorias, para imponer su importe en la Real Caja de Amortización de Vales Reales, al interés del tres por ciento que habían de cobrar los propietarios. Jovellanos informó sobre este decreto. También, por entonces, se trató de limitar el poder de la Inquisición, privándola de la censura de libros que no contuviesen asuntos relativos al dogma.
Por disconformidad con sus actuaciones, Jovellanos fue exonerado del Ministerio el 14 de agosto de 1798. Se le nombró consejero de Estado, con el sueldo correspondiente, y se le envió a Asturias para que continuase con los encargos que tenía. Después de tomar las aguas en Trillo para reponerse de sus dolencias, salió para Asturias. Llegó a Gijón el 27 de octubre de aquel año 1798, y prosiguió allí la acción promotora del Instituto, aunque, en 1801, fueron casi suspendidos los trabajos en el nuevo edificio. Por entonces, fue vertido al castellano el Contrato social de Rousseau, con una nota del traductor en la que elogiaba a Jovellanos, por lo que escribió al ministro de Estado, quejándose de ello.
En la madrugada del 13 de marzo de 1801, Jovellanos fue arrestado en su casa de Gijón, para llevarle a la cartuja de Valdemosa, en Mallorca. Algún tiempo después, para mayor seguridad, se le confinó en el castillo de Bellver, en donde permaneció hasta que fue puesto en libertad, por Real Decreto de 22 de marzo de 1808, al ceñir la Corona Fernando VII como consecuencia de la abdicación de Carlos IV en las turbulencias del motín de Aranjuez.
Durante los años que permaneció en Mallorca, Jovellanos se dedicó a examinar documentos de los siglos XIV, XV y XVI, interesándose por la historia de la isla. Resultado de esas investigaciones fueron la Memoria histórico-artística de arquitectura, la históricoartística que dedicó al castillo de Bellver, a las fábricas de los conventos de Santo Domingo y de San Francisco de la ciudad de Paula, y a la lonja de aquella ciudad. También había comenzado a escribir, en la cartuja de Valdemosa, un Tratado teórico-práctico de enseñanza, aplicable a las escuelas y colegios de niños.
Jovellanos, al ser puesto en libertad, embarcó en Palma para Barcelona. Desde allí, se dirigió a Jadraque, para reponer su salud y encontrarse con su amigo y protector Juan Arias de Saavedra. Llegó a Jadraque el 1 de junio. Allí, recibió las noticias de los últimos acontecimientos y de que José Bonaparte le ofrecía ser ministro del Interior, en su primer gobierno. Incluso se publicó su nombramiento en la Gaceta de Madrid, aunque él rechazó el cargo cortésmente. Sí aceptó, en septiembre, formar parte de la Junta Central Suprema gubernativa del reino, como representante de Asturias, con el marqués de Camposagrado. Desde Jadraque se dirigió a Madrid para participar en la reunión de la Junta que, al fin, tuvo lugar en el Real Palacio de Aranjuez el 25 de septiembre de 1808. Al tratar de la convocatoria, propuso que las Cortes fueran únicas y representativas de todo el reino. En el dictamen presentado el 7 de octubre de 1808 sobre la institución del nuevo gobierno, había enunciado varias proposiciones, entre las que destacan la de no reconocer a ningún pueblo el derecho ordinario de insurrección, ya que dárselo “sería destruir los cimientos de la obediencia a la autoridad suprema”, con los resultados que se habían sufrido en la Francia revolucionaria, al reconocer ese derecho en una Constitución hecha “en pocos días”, contenida “en pocas hojas” y que había durado “muy pocos meses”. Con la Constitución, se habría querido arrullar al pueblo, “mientras que la cuchilla del terror corría rápidamente sobre las cabezas altas y bajas de aquella desgraciada nación”.
En la consulta sobre si las Cortes habrían de reunirse por estamentos, que firmó en Sevilla el 21 de mayo de 1809, Jovellanos, debido a las discusiones que se tenían por entonces sobre aprobar en ellas una constitución, señalaba que España ya tenía la suya, formada por “el conjunto de leyes fundamentales” que fijaban el derecho del Soberano y el de los súbditos y los medios para preservarlos. Si alguna de esas leyes hubiese sido “atacada y destruida” por “el despotismo”, bastaría con restablecerla y, si faltase “alguna medida saludable para augurar la observancia de todas”, sería suficiente con promulgarla. Entonces la Constitución española estaría hecha. Pensaba que habría de “ser envidiada por todos los pueblos de la tierra” amantes de “la justicia, del orden, el sosiego público y la verdadera libertad”. Aquella constitución difería de la francesa, cuya forma articulada querían copiar algunos políticos. Tenía presente la revolución inglesa de 1668 y los procedimientos que se habían seguido entonces. Las alteraciones populares de aquellos meses y los avances de las tropas francesas obligaron a los miembros de la Junta Central a salir de Aranjuez para acabar en la Isla de León.
Jovellanos, en su Memoria en defensa de la Junta Central, trató de la cuestión de si las Cortes deberían estar formadas por representantes de los tres brazos (eclesiástico, militar y civil o popular), o bien reunirse sin distinción de estamentos. Para él, una buena reforma constitucional sólo podía “ser obra de la sabiduría y de la prudencia reunidas”. Sabía que, en las instituciones políticas españolas, habría de eliminarse lo caduco y mantenerse cuanto era digno de conservación. Pensaba que si se concediese “toda la representación indistinta al pueblo”, la Constitución podría ir declinando hacia la democracia, cosa que todo español, todo hombre de bien, habría de ver “con horror, en una nación grande, rica e industriosa”, cuyos habitantes estaban “derramados en tres grandes y separados hemisferios”. Querría que hubiese cuerpos jerárquicos intermedios para contener “las irrupciones del poder supremo contra la libertad del pueblo y, de otra, las de la licencia popular contra los legítimos derechos del soberano”. En la carta a lord Holland, firmada en Sevilla el 22 de mayo de 1809, escribió que no habría “nadie más inclinado que él a restaurar y a mejorar” ni “nadie más tímido en alterar y renovar”. Pensaba que quizá este planteamiento pudiera ser como un achaque de su vejez, pero que él desconfiaba “mucho de las teorías políticas y más de las abstractas”; que, cada nación tenía “su carácter” y que éste era “resultado de sus antiguas instituciones”. Por ello, pensaba que si con ellas se alteraba, con ellas se separaba”. Para Jovellanos, otros tiempos no pedían “otras instituciones, sino una modificación de las antiguas”; que lo que importaba era “perfeccionar la educación y mejorar la instrucción pública”, ya que era el procedimiento de que cesaran las preocupaciones y los errores y se habrían de facilitar las mejoras. Concluía Jovellanos que una nación sólo necesitaba hacer uso del “derecho de juntarse y hablar”, pues si era instruida, su libertad podría alcanzarse siempre.
Jovellanos insistió, hasta el final de su vida, en la necesidad de mejorar la educación. Dio ejemplo de ello organizando el Real Instituto Asturiano y colaborando en las tareas de los Amigos del País. En los años de turbulencias que le tocó vivir, tuvo ocasión de comprobar el resultado de los cambios bruscos, “revolucionarios”. No los quería para su patria. Él prefirió mejorar conservando, siempre a la luz de la razón y con el auxilio de la experiencia. Estudios, conocimientos de gobierno, castigos que sufrió hicieron de él un hombre lúcido y cauto.
Disuelta la Junta Central el 31 de enero de 1810, los componentes de ella fueron objeto de calumnias. Jovellanos pidió a la Regencia su jubilación como consejero de Estado y permiso para retirarse a Gijón con el fin de dedicarse al Instituto y a cuidar de su salud. Para el viaje, y para necesidades que en él pudieran surgirle, su mayordomo, el coañés Domingo García de la Fuente, le ofreció los 12.000 reales que había ahorrado durante los trece años que había estado a su servicio. En las costas de Galicia, el bergantín en que iban Jovellanos y Camposagrado, debido a una tempestad, se refugió en la ría de Muros de Noya. Recibió allí la noticia de que los franceses, por segunda vez, se habían adueñado de Asturias. Permaneció en Galicia más de un año, hasta que, en julio de 1811, decidió pasar a Asturias por tierra, al quedar libre de franceses el Principado. Mientras estuvo en Muros, escribió la famosa Memoria en que se rebaten las calumnias divulgadas contra los individuos de la Junta Central del Reino, y se da razón de la conducta y opiniones del autor desde que recobró la libertad. Fechó el escrito en Muros el 2 de septiembre de 1810. En esta Memoria brillan la elocuencia y el estilo literario que utilizó en todos sus escritos.
Al llegar a Gijón, ante el recibimiento de que fue objeto, no pudieron por menos de conmoverle las lágrimas de las gentes y el recuerdo y la nostalgia de mejores tiempos. Una nueva invasión de las tropas francesas amenazaba con ocupar la villa, a pesar de la denodada resistencia de los naturales. Jovellanos embarcó en un bergantín francés para refugiarse en Ribadeo. Una borrasca les obligó a refugiarse en Puerto de Vega. Jovellanos se alojó en casa de Antonio Trelles Osorio. Falleció allí, por causa de una pulmonía, en las primeras horas de la noche del 27 de noviembre de 1811 (Gonzalo Anes y Álvarez de Castrillón, marqués de Castrillón, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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La calle Jovellanos, al detalle:
Edificio de los antiguos almacenes "El Águila"
Retablo cerámico de San José
Panel cerámico "calle Jovellanos"
Placa del aniversario de Jovellanos
Edificio de la c/ Jovellanos, esquina a c/ Tetuán
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