Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el busto de Rosales en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Toledo y de Valencia, de la Plaza de España, de Sevilla.
Hoy, 4 de noviembre, es el aniversario del nacimiento (4 de noviembre de 1836) de Rosales, personaje representado en esta enjuta de la Plaza de España, así que hoy es el mejor día para Explicarte el busto de Rosales, en la enjuta, entre los arcos de las provincias de Toledo y de Valencia, en la Plaza de España, de Sevilla.
La Plaza de España [nº 62 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; nº 31 en el plano oficial de la Junta de Andalucía; nº 1 en el plano oficial del Parque de María Luisa; y nº 4 al 8 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en el Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla]; en el Barrio de El Prado - Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
La plaza de España consta de cuatro tramos de catorce arcos cada uno, en cuya parte inferior se sitúan bancos de cerámica dedicados a cada provincia española. Flanquean el conjunto dos torres, denominadas Norte y Sur, intercalándose tres pabellones intermedios, que corresponden a la Puerta de Aragón, la Puerta de Castilla y la Puerta de Navarra. El central o Puerta de Castilla es de mayor envergadura y alberga la Capitanía General Militar.
En las enjutas de los arcos que componen la gran arcada que circunda toda la plaza, dentro de unos tondos de profundo sabor renacentista italiano, modelados en alto relieve y esmaltados en blanco sobre fondo azul cobalto, aparecen los bustos de personajes de especial relevancia en la historia de España. Su ejecución original corrió a cargo de las Fábricas de Mensaque Rodríguez y Cía. y de Pedro Navia.
En orden cronológico, figuran tanto aquellos destacados en las ciencias, en las humanidades, en las artes o en las armas, como reyes o santos.
Son un total de cincuenta y dos, distribuidos en cuatro series de trece personajes, dispuestos entre los catorce arcos de cada tramo de la plaza.
Es sorprendente el repertorio de estos personajes ilustres que desde sus privilegiados balcones en la arcada, disfrutan del ancho espacio de la hermosa plaza. Simultáneamente, ellos son vistos por los paseantes como muestra de la gloria de España y como ejemplo a seguir (La Cerámica en la Plaza de España de Sevilla, 2014)
En este caso el personaje histórico representado es Rosales, en un busto que directamente hay que relacionarlo con el retrato que le hizo su amigo Federico de Madrazo en 1867, y que podemos contemplar en el Museo del Prado.
Conozcamos mejor a Rosales (1836-1873), pintor, que se encuentra representado en la enjuta entre los arcos de las provincias de Toledo y de Valencia, de la Plaza de España:
Eduardo Rosales Gallinas (Madrid, 4 de noviembre de 1836 – 13 de noviembre de 1873). Pintor.
Fueron sus padres Anselmo Rosales Rozas y Petra Gallinas Granmenster. Nació en la calle de San Marcos, n.º 21. Tuvo un hermano mayor, Ramón, que trabajó en los telégrafos eléctricos. Estudió en las Escuelas Pías de San Antón (1845-1849) y en el Instituto de San Isidro. En 1851 figuró como alumno de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Tuvo como profesores a José y Federico de Madrazo, Carlos Luis Rivera, Carlos de Haes, Luis Ferrant, etc. Allí conoció a sus inseparables amigos Maureta, Vera y Palmaroli. Huérfano a los diecinueve años y sin bienes, se mantuvo con pequeños encargos que le hizo José de Madrazo, director de una colección litográfica en el Tívoli, haciendo copias de retratos de Isabel II, destinadas a centros oficiales, y el retrato de D. García Aznar, 5º Conde de Aragón (Museo del Prado) para la “Serie Cronológica de los Reyes de España”, por el que recibió 2000 reales.
También copió en el Prado obras de Van Dyck, Velázquez, Tiziano, Veronés, etc. Algunas de estas obras se conservan.
El 5 de febrero de 1856 un golpe de tos seca seguida de un vómito le avisó de la tuberculosis, enfermedad que padeció de por vida. Trabajó en el libro El Escorial que dirigió Antonio Rotondo, haciendo al menos veinte calcos, dos de los cuales llevan su firma en la edición impresa. Allí conoció a Teresa López, su primer amor.
La formación recibida por Rosales, y su generación, en los años que estudió en la Academia de San Fernando estaba impregnada de la tendencia neoclásica y los toques de nazarenismo que habían introducido los Madrazo, siguiendo las corrientes artísticas europeas de su tiempo. Las reformas en los estudios de 1844 y 1846 tuvieron como objetivo inculcar el estudio del natural como elemento principal en el proceso de aprendizaje y no basarse exclusivamente en el dibujo del cuerpo humano.
Uno de los acontecimientos más importantes para la historia artística española fueron las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes creadas por Isabel II (Real Orden de 28 de diciembre de 1853), con carácter bienal, a semejanza de otros países europeos. Su trascendencia la ha resumido así Jesús Gutiérrez Burón: “La importancia social del arte, su carga nacionalista, la deplorable situación en la que se encontraba debido a los cambios socioeconómicos, la necesidad y hasta la obligatoriedad de la protección estatal, pero sin coartar por ello su libertad, ni tampoco ignorar la posibilidad de obtener una rentabilidad política y hasta económica”. Los artistas tenían un foro para darse a conocer y la crítica un campo donde ejercer. Todos los célebres artistas del siglo XIX acudieron a estos certámenes a excepción de Fortuny, que nunca participó en las Exposiciones Nacionales.
Entusiasmado, junto a sus compañeros Vicente Palmaroli, Luis Álvarez y Alejo Vera, por los cuadros que los pensionados en Roma, Bernardino Montañés y Luis de Madrazo, expusieron en el Ministerio de Fomento, decidió ir con ellos a Roma. El viaje fue para él un auténtico camino iniciático al arte en el que descubrió a Cogniet, Della Roche, Giotto, Gozzoli, Matteo de Siena. Orcagna, Traini, Perugino, Fra Bartolomeo, Andrea del Sarto, Ghirlandaio, Rafael, Miguel Ángel, y escultores como Della Robbia, datos conocidos gracias al diario que escribió y que muestran sus preferencias y gustos estéticos. Visitó Bayona, Nimes, Milán, Pisa y Florencia.
En octubre de 1857 llegó a Roma, y comenzó una estancia de doce años interrumpida por breves incursiones a Madrid, Irún, Barcelona y Panticosa.
“Estoy convencido de que mi porvenir es ahora pintar un cuadro. Lo he pensado mucho y estoy tan decidido a pintarlo, que lo haré aunque me quede sin camisa”. En Roma, sin apenas recursos, logró salir adelante con la ayuda de su hermano, sus amigos y de hacer copias que vendió con facilidad. Copió en el Quirinal, la Galería Borghese y el Vaticano. Asistió a clases de Desnudo pero no a las de Acuarela al no poder adquirir los útiles. Frente a su casa, en la Via della Purificazione, en el número 62 residía Carlota Giuliani, amor romano del pintor que le desestabilizará emocionalmente los dos primeros años de su estancia. Su enfermedad le hizo ingresar en el hospital de Montserrat cuatro veces en ese año. En 1859 recibió una “beca de gracia” para perfeccionar estudios en Roma, otorgada por la reina Isabel II, que se le prorrogó en 1861. Para mejorar su salud y ayudado económicamente por un marchante, hizo su primer viaje al balneario de Panticosa, en el Pirineo oscense, que visitó en diez ocasiones más a lo largo de su vida.
Trabajador incansable pese a los infortunios, realizó como trabajo de pensionado: La impresión de las llagas de Santa Catalina (Museo del Prado), copia del Sodoma (iglesia de Santo Domingo, Siena), en lugar de su Tobías y el ángel (Museo del Prado), que fue su primera idea, de marcada influencia de los “nazarenos”, por no satisfacerle. Su actividad fue intensa.
De estos años han quedado numerosos dibujos de gran valor documental que realizó tanto en su marcha hacia Roma así como en nuevos viajes a Siena y Florencia y preparatorios para obras que pensaba realizar más tarde.
En 1862 presentó en la Exposición Nacional de Bellas Artes el óleo Niña sentada en una silla con un gato (o Nena), y obtuvo una mención honorífica ordinaria.
No había podido mandar el gran lienzo soñado.
El modesto éxito le permitió darse a conocer y, por ejemplo, la condesa de Velle adquirió Nena y le encargó la pareja: “Un niño con un perro (o Angelo), (Un saboyano, hoy en el Museo de Artes Visuales, Montevideo).
Desde que llegó a Roma, Rosales buscaba un tema de la historia de España para presentarlo en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. Entre tanto había pintado Muchacha napolitana (Ciociara, 1862, Museo del Prado). Le sirvió de modelo “La Pascuccia”, que también posó para Palmaroli y Fortuny y era hermana de Angelo. Es una importante y bella pintura en la que Rosales se apartó del academicismo y adivinó la pincelada impresionista. De la misma época es Mujer dormida (1861-1862, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires), desnudo abocetado de modulada carnación.
La enfermedad y la falta de recursos, “su segunda enfermedad”, iban retrasando la pintura que hubiera querido presentar en la Exposición Nacional de 1862.
Eligió el momento de testar de la Reina Católica días antes de su muerte. La obra, Doña Isabel la Católica dictando su testamento, de 1864 (Museo del Prado), salvó reticencias sobre el asunto y la preparó a conciencia. Había desechado otros temas como “Isabel entrando triunfante en Baza”. Leyó la historiografía sobre la cuestión, estudió el ambiente, pidió “calcos” de los personajes, la indumentaria, mobiliario, etc... Todo consta en su correspondencia y notas que nos han llegado. Cambió de estudio: de la Via del Basílico a la Via Greci. En marzo de 1863 empezó a pintar.
Antes había realizado numerosos apuntes, dibujos y varios bocetos conservados en el Museo del Prado, en el Museo Nacional de Arte de Cataluña y en colecciones particulares. De 1863 es su Autorretrato (Colección Payá), introspección en su alma. Al fondo, el perfil de Carlota.
En el Testamento de Isabel la Católica Rosales abandonó el nazarenismo y se instaló en el realismo pictórico que tiene su raíz en Velázquez. El momento elegido y la protagonista habían cautivado a Rosales, que se identificó y compenetró con el motivo. Concibió la pintura como un cuadro con figuras grandes que llenaban el espacio sin dejar hueco en el entorno, luego evolucionó hasta situar a los personajes inmersos dentro de una amplia estancia en el que el ambiente adquiere protagonismo y los integró plenamente en la escena. Los bosquejos preparatorios jugaron siempre con los trece personajes de la composición final a los que fue cambiando de posición y de actitud. Al comienzo del otoño de 1864 el cuadro estuvo terminado.
El 13 de diciembre se inauguró la Exposición Nacional en la carpa que Francisco Jareño diseñó en el solar del Convento de las Monjas Vallecas. La medalla de honor se declaró desierta y la primera medalla de primera clase se concedió al Testamento... por trece votos a favor y uno en contra. También obtuvieron primeras medallas Gisbert y Casado del Alisal.
Rosales no dejó constancia de los personajes representados.
Se identifica fácilmente a la Reina, al rey Fernando, a doña Juana, al notario Gaspar del Gricio, a los marqueses de Moya, al cardenal Cisneros y al contador López de Cárrega. Obra madura, pensada, todo está en su sitio: las figuras, la luz, el color. La pincelada larga y tendida denota el dominio de la técnica que modela a los personajes. Admirable contraste de los colores. Composición estática, velazqueña, cuyo centro es la Reina y que se articula en tres planos paralelos: las figuras del primer término, la Reina recostada en su lecho con dosel que remata el escudo de Castilla y los personajes del fondo, en la penumbra.
Los planos se acentúan dándoles profundidad el enlosado del suelo y las líneas y dibujos de la alfombra.
Armonía y sobriedad que requería el momento del Testamento... de la que Rosales consideró “la más grande Reina de España”, de cuya figura parten los valores cromáticos de la composición. Logró captar el realismo aéreo del arte de Velázquez, reduciendo la gama de color, sobrio, dentro del dibujo seguro y firme. Su formación pictórica en el academicismo, la primera influencia nazarenista, el purismo romántico y la influencia italiana del quatrocento le llevaron a un estilo personal cuyo fruto fue esta obra maestra.
El lienzo está desprovisto de los efectismos teatrales, propios del género; su escenografía no cansa, sino que infunde a la pintura un temblor vital que se sobrepone a lo que los cuadros de historia podían tener de ilustrativo y falso.
Frente al rigor histórico, interpretó la escena del Testamento... atendiendo a su intrahistoria significativa. Xavier de Salas afirmó que “fue un manifiesto político en el que exaltaba la figura de la Reina y su política”.
José Luis Díez escribió: “obra cumbre absoluta de la pintura española de la historia del siglo XIX, que marcó la definitiva transformación del género y una de las piezas capitales de toda la historia del arte español”.
La crítica con cierto tinte político acusó de “isabelino” a Rosales. Pedro Antonio de Alarcón y Gregorio Cruzada Villaamil fueron algunos de sus críticos: dibujo y colorido censurables, la reina no representa los cincuenta y tres años que tenía al morir, la de Moya parece que estuvo “por carbonera”, el escribano y el anciano del extremo son figuras muy malas, todas ellas tienen “peros”..., además el Rey y su hija Juana no estuvieron presentes, etc. Estos críticos, sin embargo, reconocieron el acierto en la composición y la perspectiva aérea. Muchos fueron también los defensores de la obra, entre los que estuvo Pi y Margall, que aseguró: “El autor del testamento de Isabel la Católica ha llegado a recordar a Velázquez”.
La obra fue adquirida por el Estado en 50.000 reales (R.O. 22 de febrero de 1865) y en mayo se le entregó al pintor el diploma acreditativo de la primera medalla de oro.
En 1866 se envió el lienzo a la Exposición Internacional de Dublín y en 1867 España presentó el Testamento... en la Exposición Universal de París junto a las obras premiadas en 1864, de Gisbert, Casado del Alisal, Raimundo de Madrazo, Vicente Palmaroli, etc.
Llegada la hora de conceder los premios, el jurado internacional, empató dos veces a votos, para otorgar el Premio de Honor, entre el Testamento... y La cacciata da Firenze del Duca D’Atene del italiano Stefano Ussi (1822-1901). En la tercera votación y por consideraciones extra artísticas (Italia acababa de conseguir su unidad política) se le concedió la Medalla de Honor a Ussi y la 1.ª Medalla de Oro, por unanimidad, dotada de 800 francos, a Eduardo Rosales. Recibió la noticia de su premio en el Hospital de Montserrat, donde había ingresado en esos días, por medio de un telegrama que le enviaron desde París sus amigos Martín Rico y Raimundo de Madrazo. El 29 de junio de ese año, el emperador Napoleón III, le nombró “Caballero de la Orden de la Legión de Honor”, distinción que Rosales tuvo en gran estima y cuyo lazo llevó siempre prendido en el ojal de la solapa de su levita.
Como consecuencia del premio otorgado por el Testamento..., Rosales recibió numerosos encargos: los retratos del duque de Fernán Núñez, del marqués de Corvera y sus dos hijas, el del conde de Via Manuel y el de su esposa y sus dos hijas. En todos ellos y de manera singular en el del Duque de Fernán Núñez, el pintor se muestra en la tradición de los clásicos por la severidad del atuendo, la gravedad y el gesto. A estos primeros retratos con la gama de grises, de pardos y de marrones, suprimiendo los medios tonos les confirió una clara entonación de sabor velazqueño.
De vuelta a Roma, en noviembre de 1865, comenzó a preparar su nueva pintura destinada a la Exposición Nacional de 1867. Barajó muchos temas y se decidió por un hecho de la historia de Roma: Lucrecia ultrajada por Tarquinio, tomado de los Anales de Tito Livio.
La gran obra de Thomas Couture Los romanos de la decadencia (1847), que Rosales había visto en París, le convenció de la validez del motivo clásico y el uso de la gama fría del color. Revilla Uceda ha dilucidado la preferencia del asunto por parte del pintor: “la elección del tema ético-histórico alusivo a los orígenes de la República Romana, en vez del patriotismo del medievo significa una búsqueda de los resortes últimos de la historia: la moralidad”.
Para que sus amigos no se sorprendieran de la temática elegida les escribió: “todos los asuntos son buenos cuando se tiene la fortuna de tratarlos con novedad y hacer que se interese el público [...] desarrollarlo con toda la verdad posible y ayudarlo si puedo con otros requisitos indispensables en el arte”.
El cuadro no estuvo listo para la Exposición, pero siguió en su empeño a pesar de que “la señora Lucrecia me está haciendo pasar la pena negra”. Reconocía que las dificultades de La muerte de Lucrecia eran superiores a las del Testamento... “porque en éste las figuras estaban en perfecto reposo y en el otro todo es acción”.
En 1868 en la iglesia madrileña de San Ildefonso ratificó su matrimonio con Maximina Martínez Blanco y que ya había contraído por poderes, en Roma, anteriormente, y a la que unía un parentesco de consanguineidad de tercer grado.
En 1867 realizó algunos retratos de sus familiares: el de su tía María Antonia Martínez de Pedrosa y el de Maximina Martínez Blanco que sería su esposa y a la que ya había pintado en 1860. Los tres en el Prado.
También posó para él el político Cándido de Nocedal.
Acudió a la Exposición Aragonesa en 1868 con tres óleos: Aldeanas de las cercanías de Roma, Estudio de cabeza de niña y Estudio de cabeza de viejo (Prado).
Rosales recibió una medalla de plata y la Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País le nombró “socio del mérito”.
También en ese año se presentó al concurso convocado por Fernán Núñez para conmemorar la batalla de Tetuán. Se documentó leyendo la obra de Alarcón sobre la Guerra de África. El concurso lo ganó Palmaroli.
En la obra de Rosales de 1868, Episodio de la Batalla de Tetuán (Museo del Prado), realzó el contraste entre los uniformes militares españoles y los ropajes coloristas de los marroquíes. Paisaje gris al fondo. Fugaces pinceladas en las que se adivinan más que se ven las figuras individualizadas.
La Academia de Bellas Artes del Instituto Imperial de Francia le nombró corresponsal de la sección de pintura en 1869.
Temiendo quedar ciego, por su dolencia, empezó a tomar clases de Música con el violinista Pinelli al que retrató a contraluz en 1869 (Museo del Prado) sobre un fondo de tonalidades verdosas y pardas. Color sobrio con esfumados envolventes. Las manos que sostienen el violín, como éste, están abocetadas. Mateo Revilla afirmó que “que se trata de uno de los pocos grandes retratos de la pintura española del 800”.
En este año siguió trabajando sobre Lucrecia. En un momento de inspiración llamó a la modelo Nicolina y pintó un desnudo: Desnudo femenino (al salir del baño), 1869 (Museo del Prado). Rosales hizo constar en el bastidor; “pintado en un día”. Suntuosa gama de rosas y pardos que contrastan con el verde intenso de la cortina que cubre el ángulo izquierdo. Técnica rápida y suelta en la línea impresionista. Ramón Gaya vio así esta pintura: “No es que me parezca un cuadro antiguo, ni moderno, sino pleno, completo, permanente”.
En 1869, regresó Rosales, con su esposa, a España. No volverá a Roma. En Madrid nació su hija Eloísa. Se había traído tres cuadros: La muerte de Lucrecia, Don Juan de Austria es presentado a Carlos V en Yuste y Doña Blanca de Navarra es entregada al Captal del Buch.
En 1870, la Academia de las Tres Nobles Artes de San Fernando, le nombró corresponsal en el extranjero.
El general Serrano, Regente del Reino, le otorgó el título de comendador de número de la Real Orden de Isabel la Católica y la Academia delle Arti del Disegno di Firenze le nombró corresponsal.
Siguió con una febril actividad realizando retratos a Isabel Crespo, José Olea, señorita J. de Olea, Livinio Stuyck, a su médico el doctor Vicente Asuero y Cortázar, a Pi y Margall, etc.
El 15 de octubre de 1871 se inauguró en el Palacio de Indo la Exposición Nacional de Bellas Artes, acto que presidieron los reyes Amadeo de Saboya y su esposa.
Rosales llevó los tres óleos citados y añadió el retrato de la señorita Conchita Serrano, hija del general.
La muerte de Lucrecia (1871, Museo del Prado) recoge el momento del suicidio de Lucrecia al ser ultrajada por Tarquinio y el juramento de venganza que hace Bruto sobre su cadáver. El hecho propició el fin de la Monarquía romana y el advenimiento de la República.
El cuadro fue muy meditado por Rosales, aunque no hizo tantos dibujos y bocetos como para el Testamento... Trabajó cuatro años luchando con el tema y con la técnica. Los personajes: Valerio, Lucrecia, su padre Spurio Lucrecio, su esposo Colatino y Julio César Bruto se enmarcan en el aposento de la valerosa romana, símbolo de la fidelidad conyugal.
Con pincelada amplia y fuerte. Confió al color y su tonalidad la fuerza expresiva de la escena. Grandes masas de color dan volumen a las figuras llenas de grandeza que subrayan los firmes contornos que las delimitan. Cada personaje fue valorado en su individualidad, el pintor les imprimió ritmo, comunicación.
Como en el Testamento, intentó plasmar los pensamientos y sentimientos que los actores albergaron en su mente y en su corazón.
La crítica fue de nuevo inmisericorde con Rosales a pesar de que le había sido concedida la primera medalla de oro, por dieciocho votos a favor, uno en contra y una abstención. Parece —decían— pintado con brocha de afeitar, los personajes semejan ganapanes y con músculos truncados, los paños son como de hierro o de madera, el artista está empeñado en abocetar y no concluir, color frío, monótono, errores históricos, porque en aquella época no se decoraba con mármoles, etc. También tuvo sus defensores, aunque todos consideraron que era un boceto de grandes dimensiones.
Rosales, descorazonado por las críticas, escribió: “¡Sí, el cuadro no está terminado, pero está hecho!”. Enrolló la tela y se la llevó a su estudio. No aceptó las 12.000 pesetas que Fomento le ofrecía. En 1881 fue adquirida por el Estado en 35.000 pesetas.
Con numerosos apuntes y una documentación exhaustiva, se preparó Rosales para pintar el óleo Don Juan de Austria es presentado a Carlos V en Yuste, 1869 (Museo del Prado), cuadro “tan pequeño en tamaño como grande en ejecución”. El marco es la reproducción de la sala de Constantino (Vaticano). Todos los personajes están tratados con individualidad y estudió la reacción de cada uno ante la escena. La figura de Carlos V es quizá una de las figuras más perfectas que pintó Rosales. Fue legado al Prado por la duquesa de Bailén en 1918. La crítica recibió esta obra con general elogio.
De 1871 es La condesa de Santovenia (Museo del Prado), retrato de la hija del general Serrano, cuando contaba once años de edad. Rosales dejó el resultado del retrato al color con una pincelada segura, expresiva, sintética. Efectos de luz de la escuela velazqueña.
Varios críticos la consideran hoy una obra maestra del género, pero en 1871 no se libró de la feroz crítica de Cañete, Tubino y Carrión.
La obra Doña Blanca de Navarra es entregada al Captal del Buch, fue un encargo de José Olea. La arquitectura del fondo la tomó del patio del Palacio Bargello (Florencia) copiada con gran fidelidad, reflejando los valores plásticos de la misma. Composición organizada por grupos de personajes que manifestaban diversas actitudes. Rosales había leído la novela de Francisco Navarro Villoslada sobre la triste historia de la princesa de Viana, en la que narró cómo la pasión por el poder conduce a graves aberraciones.
En enero de 1872 murió su hija Eloísa, de la que dejó un asombroso dibujo a lápiz de la niña muerta.
En Murcia, hospedado en la Fuensanta, pintó al aire libre: La venta de novillos, El naranjero del Algezares y varios paisajes más. Rosales ya había cultivado anteriormente el paisaje en delicados dibujos, acuarelas y óleos captados en Roma, en Irún y Panticosa. Con igual seguridad recogió el colorido frío y sombrío de los montes de Panticosa y los bosques del Pirineo y sus casas, como los colores altos y blancos, vivos de luminosidad de la huerta murciana. Entre otros museos y colecciones, el Palazzo Braschi (Roma) conserva algunos de los paisajes del Pirineo oscense.
Atendió a un gran número de encargos para retratar al Duque de Bailén, Don Manuel Cortina (Congreso de los Diputados, Madrid), Don Antonio de los Ríos Rosas (Ateneo, Madrid), La niña de azul, etc.
En octubre de 1872 nació su segunda hija: Carlota (1872- 1958).
Antes había intervenido en la decoración de algunas estancias del palacio del marqués de Portugalete (Madrid), pinturas que desaparecieron después de 1939. El Ateneo de Madrid le nombró socio honorífico.
También recibió el encargo de pintar los cuatro evangelistas para decorar las pechinas de la iglesia de Santo Tomás de la calle de Atocha, destruida en un incendio.
En enero de 1873 Rosales llegó de nuevo con su familia a Murcia y allí comenzó a pintar los evangelistas.
Dos fueron los que terminó: San Juan y San Mateo, figuras sólidamente construidas con sus símbolos tradicionales. Armonía en la forma y luminosidad en el color, pincelada amplia y segura. Verdadero ejemplo de su genio pictórico y que Beruete afirmó: “parecer el resumen de su vida”. Los evangelistas nunca fueron colocados en la iglesia que no se reconstruyó según un primer planteamiento. Hoy se conservan en la antesala del despacho del cardenal de Madrid. San Lucas y San Marcos fueron encargados a Sans Cabot. Durante los últimos años, entre los intereses de Rosales estuvieron las obras de Shakespeare como fuente de inspiración: Ofelia (Museo de Vitoria), Ofelia (Museo del Prado), boceto en el que el pintor llevó la esquematización al límite, Hamlet y Ofelia, representación de la escena primera del acto tercero del drama. Para la figura de Hamlet posó Fortuny.
Rosales había servido de modelo para el Cristo yacente y El Descendimiento de Domingo Valdivieso y para el Cristo yacente, mármol del escultor Agapito Vallmitjana.
Su enfermedad se recrudeció en el verano de 1873.
En agosto el Ministerio de Fomento le propuso la dirección del Museo de Pinturas (Prado), que Rosales no aceptó, y el 8 fue nombrado director de la Escuela de Bellas Artes de Roma, por el presidente de la República Nicolás Salmerón. El 11 de septiembre recibió la credencial. Dos días después moría Rosales. Fue enterrado en el cementerio de San Martín. Hoy sus restos descansan junto a los de Larra y Espronceda en la Sacramental de San Justo y San Pastor, de Madrid, donde los tres fueron trasladados, en 1902, al Panteón de Hombres Ilustres que promovió Núñez de Arce (Luis Rubio Gil en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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