Intervención en el programa de radio "Más de uno Sevilla", de Onda Cero

Intervención en el programa de radio "Más de uno Sevilla", de Onda Cero, para conmemorar los 800 años de la Torre del Oro

   Otra Experiencia con ExplicArte Sevilla :     La intervención en el programa de radio "Más de uno Sevilla" , presentado por Ch...

viernes, 31 de julio de 2020

El Retablo de San Ignacio de Loyola, de Felipe Fernández del Castillo, y Duque Cornejo, en la Iglesia de San Luis de los Franceses


      Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el Retablo de San Ignacio de Loyola, de Felipe Fernández del Castillo, y Duque Cornejo, en la Iglesia de San Luis de los Franceses, de Sevilla.     
   Hoy, 31 de julio, es la Memoria de San Ignacio de Loyola, presbítero, el cual, nacido en el País Vasco, en España, pasó la primera parte de su vida en la corte como paje hasta que, herido gravemente, se convirtió a Dios. Completó los estudios teológicos en París y unió a él a sus primeros compañeros, con los que más tarde fundó la Orden de la Compañía de Jesús en Roma, donde ejerció un fructuoso ministerio escribiendo varias obras y formando a sus discípulos, todo para mayor gloria de Dios (1556) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
   Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la el Retablo de San Ignacio de Loyola, de Felipe Fernández del Castillo, y Duque Cornejo, en la Iglesia de San Luis de los Franceses, de Sevilla
   La Iglesia (desacralizada) de San Luis de los Franceses [nº 40 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 78 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la calle San Luis, 37; en el Barrio de la Feria, del Distrito Casco Antiguo.
   Uno de los retablos embutidos en los cuatro machones que sostienen la cúpula de la Iglesia de San Luis de los Franceses, ejemplifican diversos aspectos de la religiosidad jesuítica, encarnados en sus principales santos.

   Los retablos embutidos en los cuatro machones que sostienen la cúpula, tal como vimos, ejemplifican diversos aspectos de la religiosidad jesuítica, encarnados en sus principales santos. Los que flanquean el retablo mayor son en realidad retablos vitrinas que contienen las escenas de San Ignacio en la cueva de Manresa y de San Francisco Javier recuperando el crucifijo regalo del fundador. Sus soportes son estípites abalaustrados de traza muy original que ofrecen una serie de líneas geométricas y reduplicaciones diferentes y más esquemáticas y sencillas que las que aparecen en otros retablos del noviciado. El condicionante de su función y diseño impone unas formas más lineales y prismáticas, ornamentadas con la talla que se adapta a las vitrinas, y que se aplica tanto al ático como a los laterales, que a su vez se enriquecen con pinturas y marcos ovales o mixtilíneos. En cuanto a su diseño, no coinciden en el espíritu renovador de las trazas de Duque para los retablos de Borja y Kostka, por lo que han sido atribuidos a Felipe Fernández Castillo. La sencilla traza de estos retablos se ve enriquecida por la cantidad y variedad de efectos que producen los cristales, espejos, reliquias y los "agnus dei" que tienen embutidos en la propia estructura, en la exedra y en los frontales. Ambos juegan también con el componente escenográfico e ilusorio de las vitrinas que permiten mostrar a las esculturas titulares en un entorno escenográfico y pintoresco, gracias a los detalles naturalistas en la representación de la gruta de Ignacio o de la playa de Javier. Al parecer, esta era precisamente  la especialidad de J. Hinestrosa, el escultor al que se le atribuyen estas "instalaciones" a lo divino. El de San Ignacio fue sufragado por Doña Gregoria Torres, y el de San Francisco Javier, por el canónigo Levanto.

   La escultura titular de Javier fue atribuida por razones es­tilísticas en su día por Antonio Torrejón a José Montes  de Oca, apoyándose en los rasgos estilísticos y en el testimonio del conde del Águila. En efecto tanto la potente cabeza como su expresión introspectiva o lo contenido de la composición, formas y plegados, remiten a modelos del siglo anterior, como era habitual en la práctica de este maestro imaginero, mientras que la historiografía ha considerado una de las mejores obras de Duque al San Ignacio, por su emotiva actitud, su cuidada ejecución y el hermoso relieve de la Virgen con el Niño, una de sus obra más desconocidas y atractivas.
Banco - Mesa del altar del retablo de San Ignacio de Loyola.
Esquema iconográficos: Pedro Duque  Cornejo y F. Fernández del Castillo (1733-39)
RETABLO DE SAN IGNACIO DE LOYOLA (Pinturas y policromía, Domingo Martínez y taller)
     l. San Ignacio ante la visión Trinitaria
     2. San Ignacio en la cueva de Manresa (Esculturas Duque Cor­nejo; escenografía J. de Hinestrosa)
     3. La Storta. San Ignacio ante la visión de Jesús Nazareno.
     4. Ocho escenas de la vida del santo en el frontal de altar.
     En el centro el anagrama de la Compañía, JHS con el Niño Jesús (Juan Luis Ravé Prieto, San Luis de los Franceses. Arte Hispalense, 89. Diputación de Sevilla, 2010).

Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Ignacio de Loyola, presbítero;
HISTORIA
   Nacido hacia 1491 en el castillo de Loyola, en la provincia vasca de Guipúzcoa, Íñigo López adoptó en Roma, en 1537, el nombre de pila italiano Ignazio, que correspondía, más o menos, a su nombre español, tomado de San Íñigo, abad de San Salvador de Oña, cerca de Burgos.
   Las armas parlantes de su familia son dos lobos de sable (negros) enfrentados sobre campo de plata.
   En principio fue soldado, y esta primera vocación militar ha dejado una marca indeleble en la combativa orden religiosa que fundaría más tarde. Una herida grave que recibió en Pamplona, cuando los franceses sitiaban la ciudad, decidió su conversión. En el lecho de hospital leyó la Vida de Jesús. Cuando hubo curado, hizo un retiro en Cataluña; primero en la gruta de Manresa, donde escribió sus Ejercicios Espirituales, y luego en la cercana abadía de Montserrat.
   Cuando había decidido emprender una peregrinación a Tierra Santa, antes de embarcar en Barcelona se desprendió de sus últimas monedas, llegó a Venecia, donde por caridad se le concedió un pasaje en un navío que zarpaba hacia Chipre, y llegó a Jerusalén en 1523.
   De vuelta en España, completó sus estudios en las universidades de Alcalá y de Salamanca. Luego, en 1528, partió a pie hacia París. El 15 de agosto de 1534, pronunció los votos junto a seis compañeros en la cripta de la capilla de Saint Denis, en Montmartre. Es lo que se llama el Voto de Montmartre.
   Puso a su pequeña tropa, organizada militarmente, bajo las órdenes de un general y a disposición del papa, que en 1540 aprobó la regla de la nueva orden, llamada la Compañía de Jesús. Suprimida en Francia por el Parlamento de París, en 1761, y luego por el papa Clemente XIV, en 1773, fue restablecida por Pío VI en 1814.
   Durante los dieciséis años que le quedaban por vivir, San Ignacio de Loyola contribuyó poderosamente al éxito de la Contrarreforma, organizando la predicación, la educación de la juventud, distribuida en numerosos colegios, y finalmente la evangelización de las comarcas más remotas del Lejano Oriente que aún no habían sido alcanzadas por el proselitismo de las misiones.
   La primera edición de sus Ejercicios Espirituales fue impresa en 1548.
   Murió en 1556 y fue enterrado en Roma, en la iglesia que lleva su nombre. En el siglo XVII se edificó una basílica de cúpulas en el sitio de su nacimiento, en Loyola, según los planos del arquitecto romano Fontana.
CULTO
   Beatificado en 1609, fue canonizado en 1622.
   Su culto, en principio localizado en las provincias vascas y también en Navarra, se irradió y difundió gracias a los progresos de la orden jesuítica en el mundo entero, que en la actualidad cuenta con alrededor de treinta mil miembros.
   Se lo invocaba para la curación de los poseídos, contra la fiebre y contra los lobos (juego de palabras con su apellido López).
ICONOGRAFÍA
   Su tipo iconográfico, caracterizado por una frente calva, nariz fugitiva y barba mal rasurada, deriva de un retrato de Alonso Sánchez Coello ejecutado en el siglo XVI según su máscara mortuoria. De ahí sus ojos inmóviles, que parecen no ver.
   Está vestido con el hábito negro de los jesuitas, o, cuando oficia en el altar, con una casulla. Los pintores barrocos, especialmente Rubens, que encontraban el oscuro uniforme de los jesuitas poco pictórico, prefieren vestirlo con prendas litúrgicas ricamente bordadas.
   Sus atributos son un corazón inflamado, la sigla de la Compañía de Jesús IHS rodeada de rayos, y la divisa de la orden: AMDG (Ad Majoren Dei gloriam) e incluso el Libro de su regla

 Está representado escribiendo sus Exercitia spiritualia, ya pisoteando la herejía luterana, ya en éxtasis, con los ojos elevados al cielo y la mano apoyada sobre el corazón.
   En los ciclos barrocos de la Contrarreforma su imagen suele adornar los púlpitos rodeada por las alegorías de las Cuatro partes del mundo, que aluden a la expansión universal de su orden (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de San Ignacio de Loyola, personaje representado en la obra reseñada;
     San Ignacio de Loyola, (Loyola, Guipúzcoa, 1 de junio de 1491 sup. – Roma, Italia, 31 de julio de 1556). Fundador y primer general de la Compañía de Jesús, santo.
    Su patrono era el abad san Íñigo (Enneco, fiesta el 1 de junio). En un proceso de 1515 se le llama Ynigo (pronúnciese Íñigo) y Enecus de Loyola; en el registro de la Universidad de París (1531) es ya Ignatius de Loyola (¿descubrimiento de las inflamadas cartas del obispo de Siria?: conjetura de H. Rahner, cf. MHSI, Epp. Ign., I: 529). Pero en el trato familiar y amistoso será Íñigo hasta finales de la década de 1540. Íñigo López de Loyola fue hijo de Beltrán Ibáñez o Yáñez (II) de Oñaz, señor de la casa y solar de Loyola, y de Marina Sánchez o Sáenz de Licona, casados en 1467. La madre ya había muerto en 1508; quizá bastante antes, si puede ser indicio de poca salud haber confiado la lactancia de Íñigo a María Garín, del caserío de Eguíbar, a poca distancia de la casa-torre.
     Su padre falleció el 23 de octubre de 1507 o pocos días después. Los testigos coetáneos coinciden en que Íñigo fue el último de ocho hijos varones; para los del proceso eclesiástico de 1595, el último de trece hermanos.
     En torno a 1507 fue confiado Íñigo a Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de Castilla, y a su mujer, María de Velasco, hija de María de Guevara, pariente de la madre de Íñigo. Como uno más de los doce hijos del matrimonio, residió en el palacio de Arévalo, que había sido real con Juan II, y sin duda acompañó a su tutor en la Corte itinerante. Fueron diez años vividos en plena Castilla, tan distinta en todo de su valle natal; en un ambiente aristocrático, enriquecido con las alhajas y objetos preciosos provenientes de la almoneda de la reina Isabel (1504), que tasaba el contador y testamentario, y adquiría luego su esposa. Durante esos años, el rey Fernando se hospedó siete veces en el palacio del contador, en ocasiones por más de una semana, y cinco de los hijos de éste fueron pajes reales. Del “paje Loyola” consta que se sirvió el contador, en mayo de 1510, para enviar de Madrid a Alcalá una carta de pago por 80.000 maravedís al cronista Antonio de Nebrija.
     Su educación sería caballeresca y cortesana, completada en lo literario con la lectura de los cancioneros y, más tarde, de los libros de caballerías, y la iniciación a la música, para la que mostró muy pronto excepcional sensibilidad, que le duraría toda la vida. Adquirió también fama de “buen escribano”. Su vida moral quedará condensada por Alfonso de Polanco, uno de los hombres de su máxima confianza y de indiscutida devoción al fundador: “No vivió nada conforme [a la fe], ni se guardaba de pecados, antes especialmente travieso en juegos y cosas de mujeres, y en revueltas y cosas de armas”. En este contexto, más que la polisemia de la voz “travieso”, se puede recordar que su padre tuvo dos hijos naturales; sus hermanos Juan (muerto en 1496) y Martín, el mayorazgo (fallecido en 1538), dos cada uno; Pedro (muerto en 1526), clérigo y su compañero de acechanzas nocturnas durante el carnaval y en la cárcel episcopal de Pamplona, dos; y el sobrino Beltrán, todavía soltero, cuatro.
     Esta vida “desgarrada y vana” se quebró brusca y dramáticamente, cuando en 1516 el joven rey Carlos decidió desde Flandes traspasar a la reina viuda, Germana de Foix (hasta entonces íntima amiga de María de Velasco), la tenencia de las villas que poseía su marido por firmes y perpetuas decisiones de la reina Isabel. El contador —bajo el influjo quizá de razones muy personales de su esposa— se rebeló y se hizo fuerte en el castillo de Arévalo; finalmente, la muerte del hijo mayor y las amenazas del enviado de Cisneros le llevaron a la rendición y a retirarse a Madrid con todos los suyos; una profunda melancolía acabó con su vida en agosto de 1517. Íñigo quedaba súbitamente sin protector y sin porvenir cierto; la generosa viuda le proporcionó dos caballos y 500 escudos para ponerse al servicio del duque de Nájera, virrey de Navarra, como gentilhombre, no como capitán.
     Allí mostraría su capacidad de “hombre ingenioso y prudente”, al contribuir a la pacificación de algunas villas guipuzcoanas, renuentes a las disposiciones del virrey, y a la pacificación de la misma villa de Nájera, sublevada con ocasión de las Comunidades.
     ¿Qué huellas dejó en su espíritu, tan tenazmente reflexivo, esta prueba flagrante de ingratitud real, con la ruina económica y social de una vida, consagrada a la devoción y servicio de la Corona? Los “veintiseis años dados a las vanidades del mundo” lo sitúan precisamente en 1517, como primer acto —muy vago sin duda— de mutación espiritual.
     Cuando en 1521 el ejército francés invadió Navarra y puso cerco a Pamplona, Íñigo —que con su hermano Martín había acudido al frente de milicias guipuzcoanas— se negó a retirarse hacia Logroño con su hermano y el representante del virrey; con un puñado de leales entró en la ciudad y se encerró en el castillo. El domingo de Pentecostés, 19 de mayo, los franceses ocuparon la ciudad; los del castillo se inclinaban a la capitulación, pero Íñigo, elegido para discutirla, no la creyó honrosa y convenció al alcaide y a sus compañeros a la resistencia. El lunes 20 se preparó a la lucha confesando sus pecados a un compañero de armas; en el duelo de artillería, una bala le destrozó la tibia derecha e hirió la otra pierna. El alcaide, privado de su apoyo más decidido, entró en tratos, que duraron tres días.
     Después de las primeras curas, cortésmente procuradas por los vencedores, fue transportado hasta Loyola por un equipo de amigos, reunido por Esteban de Zuasti, primo de Francisco Javier. Los médicos juzgaron necesario reajustar los huesos de la pierna, mal ensamblados o descompuestos por el camino; el herido soportó la nueva carnicería en silencio, a puños cerrados. En el postoperatorio se agravó; fue sacramentado, y en la fecha límite calculada por los médicos (víspera de San Pedro), comenzó la mejoría.
     Pronto se advirtió que un hueso quedaba encabalgado, lo que acortaba y afeaba la pierna, impidiéndole calzar las altas y ajustadas botas de caballero; esto bastó para que se sometiera a una segunda carnicería, que prolongó por largos meses la convalecencia.
     Paralelamente, se desarrollaba en su conciencia una profunda crisis espiritual. A falta de los libros de caballería que había pedido, le entregaron “una Vita Christi del Cartujano en romance” (J. Nadal), y el Flos Sanctorum o Leyenda dorada, del dominico Jacobo de Varazze o Voragine. Estas lecturas, pronto absorbentes, conmovieron en sus fundamentos los valores que hasta entonces habían vertebrado sus esperanzas. El ímpetu heroico, esencial constitutivo de su personalidad, el apetito de superación y excelencia se enfrentaron de pronto a nuevos horizontes. Los proyectos de imitación y aun de superación de los santos alternaron en las largas horas con las hazañas soñadas por amor a su dama, “mucho más alta que condesa o duquesa”; pero con el resultado, descubierto por introspección, de alegría, confianza y paz, después de los primeros; y de insatisfacción y vacío pasadas las segundas. Una meta inmediata se imponía obsesivamente con la lectura del Vita Christi: la peregrinación y la permanencia indefinida en Jerusalén, dado a la oración y penitencia. Una a modo de visión o imaginación nocturna de Nuestra Señora y el divino Niño borró de su mente toda especie sensual, y le dio el impulso definitivo para una decisión, que nunca será ya cuestionada.
     En febrero de 1522, y con la excusa de presentarse al duque de Nájera, salió de Loyola, con intención de embarcarse en Barcelona y alcanzar en Roma la necesaria licencia pontificia para la peregrinación. El temor a ser reconocido le forzó a no acudir a Vitoria, donde el regente Adriano había recibido el 5 de febrero la confirmación de su elección al pontificado, y comenzaba el 12 de marzo el lento desplazamiento, rodeado de la nobleza eclesiástica y civil castellanas, a lo largo del valle del Ebro. En el santuario de Aránzazu hizo voto de castidad y llegó a Montserrat, quizá no el 21 de marzo, como se ha calculado para el triduo de confesión general, sino a principios de ese mes, lo que hace verosímil unos quince o veinte días de retiro en algún lugar de la montaña, y de trato más prolongado con el que sería su confesor, dom Chanon; éste le inició en la “oración metódica” según el Exercitatorio del abad García de Cisneros, de lo que nada había podido aprender con la lectura del Cartujano loyoleo. Y la necesidad de profundizar en esta nueva vida fue muy probablemente lo que le decidió a renunciar por aquel año a la peregrinación. Después de la confesión y de la vela de armas del 24 al 25 de marzo, continuó hacia Manresa.
     En los once meses siguientes se sucedieron períodos de calma, de terribles dudas y escrúpulos —que le llevaron a la tentación del suicidio— y de consolaciones e ilustraciones espirituales sobre los fundamentos mismos de la fe. Especialmente iluminadora fue la recibida a orillas del río Cardoner, de la que comentó en su vejez —él, tan poco inclinado a la hipérbole— que todo lo aprendido en el resto de su vida “no le parecía haber alcanzado tanto como de aquella vez sola”. De aquí sacó las líneas maestras de sus Ejercicios espirituales, que vivió y practicó en esos meses.
     En febrero de 1523 emprendió el viaje a Roma; recibió la licencia pontificia el 31 de marzo y, pasada la Pascua, se dirigió a Venecia, donde embarcó el 14 de julio. Por dos peregrinos centroeuropeos se conocen las peripecias del viaje. Íñigo deseaba quedarse, pero los superiores de la Custodia franciscana le conminaron con penas eclesiásticas al regreso. De nuevo, llegaba a Barcelona a principios de marzo de 1524.
     De las iluminaciones de Manresa brotó un nuevo proyecto: estudiar para “ayudar a las ánimas”. En Barcelona encontró antiguas bienhechoras —Inés Pascual, Isabel Roser y otras— que aseguraron su sustento, y el maestro Ardévol, que se ofreció de balde a guiarle en el aprendizaje latino. En marzo de 1526, el maestro y un doctor teólogo juzgaron que podía comenzar la Filosofía en Alcalá. Comenzó mendigando hasta que fue recogido en el Hospital de la Misericordia o de Antezana. A los tres compañeros de Barcelona se había añadido un joven francés, Juan de Reinalde (de una mala lectura de copista saldrá “Íñigo López de Recalde”, un craso error). Las conversaciones espirituales con mujeres devotas levantaron sospechas de iluminismo entre los inquisidores toledanos; los autos del interrogatorio se transmitieron al vicario episcopal Figueroa. Se les notaba de hacer “vida exemplar a manera de apóstoles”. Íñigo estuvo en la cárcel cuarenta y dos días. La sentencia de junio de 1527 les imponía el abandono de los vestidos no comunes y la abstención de enseñanzas teológicas o morales hasta el fin de sus estudios. Determinaron trasladarse a Salamanca, confiados en las vagas promesas que le había hecho a Íñigo el arzobispo Fonseca, visitado en Valladolid.
     Otras sospechas se suscitaron en Salamanca, consecuencia de las conferencias sobre el erasmismo que los mejores teólogos acababan de mantener en Valladolid.
     Los dominicos de San Esteban (con uno de ellos se confesaba) le interrogaron sobre esto, y le mantuvieron en el convento hasta que el provisor lo encarceló con cadenas mientras estudiaba con otros tres letrados “sus papeles, que eran los Exercicios”. La sentencia reconocía su plena ortodoxia, pero imponía las mismas restricciones. Íñigo pensó en la Universidad de París, donde estaría aislado por la lengua y a la que acudían los mejores estudiantes. Llegó el 2 de febrero, en plena guerra franco-española, y, tras algunos tanteos, se acomodó en el austero colegio de Monteagudo.
    Consciente de sus carencias, decidió comenzar los estudios desde el principio, pero antes tuvo que atender a cuestiones elementales. Un español había dilapidado el depósito de lo que había recibido de sus protectoras barcelonesas; mendigar o servir a un maestro era reincidir en los impedimentos pasados. Siguiendo un consejo, viajó tres años consecutivos a Flandes (una vez hasta Londres), para recoger en dos meses lo que le permitía, además, socorrer a otros. Mostró en esto un conocimiento no vulgar del mundo financiero, de los tiempos de mayor circulación de instrumentos crediticios manejados por españoles (quizá conocidos en los años de Arévalo), y la escrupulosa “asepsia” espiritual con la que recibía y transmitía limosnas que no tocaba con sus manos.
     Cursó la Filosofía en el colegio de Santa Bárbara, donde sus contactos con los estudiantes suscitaron inicialmente las iras del rector, el portugués Diogo de Gouveia, pronto aplacadas; allí ganó a los que serían puntales de su obra futura: el saboyano Pedro Fabro (nacido en 1505) y el navarro Francés o Francisco de Jassu o Javier (nacido en 1506), a los que se añadieron poco después otros condiscípulos que le habían visto en Alcalá. Obtuvo el grado de bachiller en 1532 y la licenciatura en 1533; para el doctorado, que no requería especiales estudios, pero sí numerosos gastos, esperó hasta 1535. Paralelamente, dedicó año y medio al estudio de la Teología con los dominicos de Saint-Jacques. Aún sin acudir a las eximias ilustraciones manresanas, su connatural animus theologicus y su felicísima memoria le concitaron un prestigio cierto entre sus contemporáneos.
    En el torbellino religioso e ideológico que sacudió a Francia y especialmente a París en los años 1530- 1534, Ignacio fue un espectador atento y reflexivo, que ayudó a sus compañeros —Javier lo reconoció sinceramente— a mantener el rumbo en la vía media de la ortodoxia. El 15 de agosto de 1534, reunidos Ignacio, Fabro (único sacerdote), Javier, Laínez, Salmerón, Rodrigues y Bobadilla en la cripta de una vieja capilla de Montmartre, emitieron tres votos: de pobreza —condicionado al fin de sus estudios—, de castidad perpetua y de peregrinación a Jerusalén; en caso de no poder realizar ésta tras un año de espera en Venecia, se pondrían a la disposición del Sumo Pontífice, vicario de Cristo. Por primera vez se menciona la estrella polar que orientará sus vidas. No se habla de voto de obediencia, porque aquellos “amigos en el Señor” no pensaban en corporación religiosa estable. Los votos se renovaron en los dos años siguientes, con tres nuevos voluntarios: el saboyano Le Jay, el picardo Broët y el provenzal Codure. Otro estudiante rechazó por un tiempo las invitaciones de Ignacio: el mallorquín Jerónimo Nadal, decidido firmemente a ser “cristiano del Evangelio”, pero nada inclinado a hacerse “iñiguista”.
     Diez años más tarde, una de las primeras cartas de Javier le dará el impulso para llegar a identificarse como pocos con el pensamiento y el espíritu del fundador.
     Puesta la piedra fundamental de su obra, Ignacio decidió volver a España. Además del cuidado de su salud, deseaba visitar a las familias de sus compañeros y dar en su tierra de Loyola una reparación social por su escandalosa juventud. En Azpeitia se alojó por tres meses en el hospital, desoyendo las apremiantes invitaciones de su hermano; con su voz aguda y clara —recordaba una oyente distante— habló a todo el pueblo; promovió prácticas piadosas colectivas, enseñó la doctrina a los niños, condenó el juego y el amancebamiento, promovió el socorro de los pobres vergonzantes y compuso las disensiones del clero local.
     A su paso por Madrid, visitó a su gran admiradora y protectora, la portuguesa Leonor Mascareñas, aya del joven príncipe. Cuando en 1586, el pintor de Corte, Sánchez Coello, presentó a Felipe II el retrato de Ignacio, el anciano Rey recordó el encuentro y las ponderaciones de santidad, que le hacía su aya; elogió el parecido, “pero entonces —¡memoria de un niño de ocho años!— traía más barba”.
     El año 1536 lo dedicó al estudio privado en Venecia y a sus habituales conversaciones y Ejercicios. Sus compañeros salieron de París en noviembre y llegaron a Venecia en enero de 1537; en marzo continuaron, sin Ignacio, a Roma, para obtener la licencia de peregrinación y las necesarias para la ordenación sacerdotal. Venecia era en aquel momento un potente foco de reforma católica: de la floreciente “Compagnia del Divino Amore” había nacido la Orden de los Teatinos (1524), en la que la amable espiritualidad de san Gaetano de Thiene atemperaba el ímpetu inquisidor de Gianpietro Caraffa, obispo dimisionario teatino (de Teate) y futuro papa Pablo IV. Los dos grupos de clérigos regulares parecían nacidos para entenderse y fundirse; Ignacio mantuvo un contacto con Caraffa, seguido de una larga carta, probablemente no enviada, en la que marcó las distancias con la vida cuasi eremítica que imponía a los suyos el terrible napolitano. Había otras coincidencias, lo que explica que, durante muchos años, se identificase a los jesuitas como “teatinos”.
    Reunidos de nuevo en Venecia, recibieron el sacerdocio el día de san Juan de 1537. Ignacio retrasó la primera misa hasta la Navidad del año siguiente, en Roma. La guerra con los turcos había cortado, el único año, toda la navegación. Se abría el período de espera; para llenarlo, se repartieron en binas por las ciudades del Véneto. Antes de dispersarse, deliberaron sobre la respuesta que debían dar a los que les preguntasen por su nombre y profesión. Unánimemente decidieron llamarse “Compañía de Jesús” (al principio “Compañía del Nombre de Jesús”): el genérico no tenía primariamente una connotación militar; de todos modos, para Ignacio, lo esencial —y en lo que no estaba dispuesto a ceder— era lo especificativo.
    Con Fabro y Laínez, Ignacio se dirigió a Roma.
     A catorce kilómetros de la capital, en la aldea de La Storta, entraron en una capilla a hacer oración. Ignacio, en su larga preparación para la primera misa, venía pidiendo insistentemente a Nuestra Señora que se dignase “ponerle con su Hijo”, y a éste, que le recibiese bajo su bandera. A lo que vio o sintió en esos momentos se refirió siempre con su sobriedad acostumbrada, incluso en su diario privado; todo lo resumía en la certeza que adquirió de que “el Padre le ponía con su Hijo”, y que éste le decía, “quiero que tú nos sirvas” o “Yo os seré propicio en Roma”. Fue un momento central en su vida, que resumía todo su pasado y lo orientaba hacia un futuro, incierto en lo concreto, pero asegurado con la protección divina.
    Llegados a Roma, se presentaron a Pablo III. Fabro y Laínez se ofrecieron a dar lecciones gratis en La Sapienza, la Universidad romana. Ignacio se entregó a dar Ejercicios: el doctísimo cardenal laico Gasparo Contarini, el embajador de Siena, Lactancio Tolomei y el catedrático de Salamanca y agente imperial en Roma, Pedro Ortiz. No todo el mundo los veía con agrado.
    Comenzaron las insinuaciones sobre antiguos procesos, las sospechas de heterodoxia, las calumnias abiertas de un fraile apóstata. Ignacio obtuvo del Papa —tras una audiencia personal de una hora, en latín— la incoación de un proceso, en el que declararon los antiguos jueces de Alcalá, París y Venecia, presentes providencialmente en Roma. La sentencia fue plenamente absolutoria e Ignacio procuró su amplia difusión.
    Pocos días después se ofrecieron colectivamente al Papa, quien les señaló como campo apostólico la ciudad de Roma. Pero pronto llegaron invitaciones de otras diócesis italianas. En previsión de la dispersión inminente, deliberaron en la primavera de 1539 sobre sus relaciones futuras. Dos cuestiones fundamentales quedaron resueltas: establecer una congregación durable y hacer voto de obediencia a uno de ellos como a superior. Con sucesivas resoluciones fue perfilándose una Fórmula del Instituto de la Compañía en cinco capítulos, que redactó Ignacio en Roma por delegación de sus compañeros. El cardenal Contarini la presentó al Papa, quien la aprobó el 3 de septiembre y ordenó que se preparase la bula correspondiente. No fue fácil convencer a los dos cardenales encargados de hacerlo; uno desaprobaba las novedades que se pedían: omisión de hábito propio y del rezo coral, voto de obediencia al Papa, supresión de penitencias obligatorias...; otro propugnaba la reducción de las órdenes religiosas a los cuatro tipos existentes, dos de monjes y dos de mendicantes.
     Ignacio ofreció por esta intención tres mil misas y movilizó a los más eficaces intercesores. La aprobación definitiva se dio el 27 de septiembre de 1540, pero limitando el número de profesos a sesenta.
     Un proyecto de Constituciones fue aprobado por los seis cofundadores presentes en Roma y en abril se procedió a la elección del general (los ausentes habían dejado sus votos por escrito). Por dos veces recayó el voto unánime sobre Ignacio, quien se resistió y pidió que se dejase al arbitrio de su confesor franciscano, con el que hizo una confesión de tres días. Su parecer, expresado por escrito, fue decisivo, y la elección se verificó el 19 de abril. El 22 hicieron todos la profesión en San Pablo Extramuros.
    La actividad de Ignacio en los quince años de generalato se repartió entre el apostolado directo en Roma y su función de gobernante. Entre lo primero destaca la promoción de una asociación para acoger a los catecúmenos provenientes del judaísmo; la Casa de Santa Marta para las pecadoras arrepentidas; el apoyo a la Inquisición, fundada por Pablo III, y la apertura y sostenimiento de los dos colegios, el Romano, dedicado a los estudios sacerdotales, y el Germánico, que alojaba a los estudiantes centroeuropeos. Como fundador, tenía dos metas esenciales: la aprobación por la Santa Sede del libro de los Ejercicios (caso único entre los libros de devoción) y su publicación en 1548 (el texto castellano no se publicará hasta 1615, y en Roma), y la redacción definitiva de las Constituciones (texto a), precedidas de un Examen, que propicia un conocimiento mutuo entre la Orden y el candidato. A mediados de 1550 se había concluido, aunque se añadieron unas doscientas cincuenta enmiendas (texto A). Entonces convocó a todos los profesos para someterles la obra y su propia renuncia al generalato (30 de enero de 1551), que no fue aceptada. De 1552 es el texto B, llamado autógrafo por las correcciones añadidas. En 1550, Julio III había dado su aprobación, y suprimido la limitación de los sesenta profesos. Pero Ignacio quiso expresamente que las Constituciones quedaran “abiertas”, y sólo la primera congregación general (1558) las hará obligatorias.
    Del texto de hizo un Sumario, con los grandes principios espirituales, y se dieron Reglas comunes y de varios oficios.
    La múltiple expansión —geográfica y funcional— de la Orden fue rápida, forzando con frecuencia el límite de la escasez de sujetos. La visión sobrenatural del fundador quedó expresada en una brevísima carta a Francisco Javier fechada el 31 de enero de 1552: “Las cosas de la Compañía, por sola bondad de Dios, van adelante, y en continuo aumento por todas partes de la cristiandad; y sírvese de sus mínimos instrumentos el que sin ellos y con ellos es autor de todo bien”.
    Los diversos colegios y casas —unos para estudiantes, otras para novicios y operarios apostólicos— se agrupaban en once provincias: Portugal (1546), España (1547), dividida en tres (1554); India (1549), Italia (1551), Sicilia (1553), Brasil (1553), Francia (1555), Germania del Sur y del Norte (1556). El número de jesuitas en 1556 giraba en torno al millar.
     Se ha presentado a Ignacio como el anti-Lutero.
     Oposición más retórica que real. Sin duda, era consciente de la crisis abierta en la cristiandad centroeuropea.
     Tres de los cofundadores —Fabro, Bobadilla y Le Jay— trabajaron allí. El fiel discípulo Nadal dirá más tarde que la Compañía avanzaba con dos alas, la India y Germania. Fabro pretendió encontrarse con el discípulo de Lutero, Melanchton; pero su mejor logro fue la vocación del joven holandés Pedro Canis o Canisio. Para obtener bases estables, se fundaron colegios: Colonia (1554), Ingolstadt (1549-1556), Viena (1551), Praga (1556). Las consignas que daba a los moradores, supuesta la “unión del instrumento con Dios”, se cifraban en la ejemplaridad de vida, la predicación positiva de las verdades de la fe, más que la discusión de puntos controvertidos; y los métodos de contacto personal. A las autoridades eclesiásticas y civiles les recordaba la importancia de los maestros en las escuelas y la prohibición de libros heréticos o sospechosos. No fue partidario de introducir la Inquisición en el Imperio. Coincidía aún literalmente con Lutero y san Juan de Ávila al afirmar que “la educación de la juventud es la renovación del mundo”.
    Los problemas europeos no le ocultaban más amplios horizontes. Las esperanzas de reunión de los cristianos de Etiopía con Roma —una primera etapa hacia Jerusalén, nunca olvidada— atrajeron su atención preferente. Para ello, hizo la excepción de admitir el nombramiento de un jesuita como patriarca, con dos obispos que aseguraran la sucesión, y dirigió al Negus todo un tratado del más acendrado ecumenismo. Al mismo tiempo, sostuvo la epopeya de Javier; pero no vaciló para asegurarla y remediar la profunda crisis por la que atravesaba la provincia portuguesa, vivero de misioneros, en darle la sorprendente orden perentoria de regresar a Portugal; el santo misionero había ya fallecido a las puertas de China.
     En la estructura de la Orden introdujo importantes novedades: dos años de noviciado, profesión retrasada al menos por diez años y entretanto votos particulares o simples, perpetuos para el sujeto, pero no incondicionalmente para la Orden; distinción de grados entre los incorporados; generalato vitalicio, pero supremo poder legislativo en la congregación general, compuesta por los provinciales en función y dos vocales elegidos por el cuerpo de la provincia; el cuarto voto de los profesos, que informa de algún modo de todas las relaciones con la Santa Sede; exclusión de una rama femenina o dirección habitual de religiosas. Tampoco dignidades eclesiásticas, salvo imposición pontificia.
     Ignacio fue hombre de acción y profundamente contemplativo. Su vida mística, prácticamente ignorada durante siglos, hoy es universalmente reconocida.
     Amaba paternalmente —con detalles maternales— a sus súbditos, y era correspondido por ellos; intuía el valor oculto de las personas y potenciaba su libertad, nunca sojuzgada despóticamente. Fue capaz de transmitir, a caracteres muy diversos, su experiencia esencialmente personal.
     Su salud se resintió toda la vida de las penitencias y fatigas de los años de peregrinación. Las indisposiciones, que le retenían en cama, fueron frecuentes; en 1555 nombró vicario al padre Nadal, con plenos poderes.
     Murió inesperadamente y solo en la madrugada del 31 de julio de 1556. La autopsia reveló grave litiasis biliar y cirrosis epática secundaria. Fue sepultado en la iglesia de Santa María de la Strada; beatificado el 27 de julio de 1609, y canonizado el 12 de marzo de 1622.
     En cuanto a su iconografía, hay que anotar que, ante el cadáver, hizo un boceto el retratista Giacopino del Conte, que dejó un modelo muy rejuvenecido. Se sacó una mascarilla en yeso y de ella varios positivos en cera; uno trajo a España el padre Ribadeneira, y en él se inspiró Sánchez Coello. Hacia 1600, varios jesuitas belgas, que lo habían conocido, lograron una miniatura que trata de reproducir la irradiación de su semblante, atestiguada por san Felipe Neri, y el aspecto juvenil que mantuvo en vida (en Alcalá, un franciscano lo había descrito como “hombre de poca edad, que podría tener hasta veinte años”, cuando contaba treinta y cinco) (José Martínez de la Escalera, SI, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
       Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el Retablo de San Ignacio de Loyola en la Iglesia de San Luis de los Franceses, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

Más sobre la Iglesia de San Luis de los Franceses, en ExplicArte Sevilla.

jueves, 30 de julio de 2020

El Pabellón de Marruecos para la Exposición Iberoamericana de 1929 (actual sede de la Delegación de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Sevilla), en los Jardines de las Delicias


    Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el Pabellón de Marruecos para la Exposición Iberoamericana de 1929 (actual sede de la Delegación de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Sevilla), en los Jardines de las Delicias, de Sevilla.
      Hoy, 30 de julio, se celebra en Marruecos el día del Trono, que se considera la Fiesta Nacional, así que hoy es el mejor día para ExplicArte el Pabellón de Marruecos para la Exposición Iberoamericana de 1929, en los Jardines de las Delicias, de Sevilla.
   El Pabellón de Marruecos para la Exposición Iberoamericana de 1929 (actual sede de la Delegación de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Sevilla) [nº 71 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 41 en el plano oficial de la Exposición Iberoamericana de 1929], se encuentra en los Jardines de las Delicias, en la Avenida de Moliní, 4; en el Barrio El Prado - El Parque de María Luisa, del Distrito Sur.
   La Exposición Iberoamericana de 1.929 supone la transformación urbana más importante de la ciudad en época contemporánea hasta 1992. El recinto se desarrolla en un entorno ajardinado en el que se disponen arquitecturas singulares que lo monumentalizan: apoyado en el curso del río y en edificios existentes de la importancia de la Fábrica de Tabacos o del Palacio de San Telmo, da forma al deseo de crecimiento hacia el sur que la ciudad ya había manifestado en proyectos como el trazado del Salón de Cristina o El Jardín de las Delicias de Arjona.
   El escenario fundamental es el del sector segregado de los jardines del Palacio de los Montpensier y que constituyeron el Parque de María Luisa en honor de la cesión por la infanta María Luisa de Orleáns, prolongado en el Jardín de las Delicias y a lo largo de la Avenida Reina Victoria (hoy Paseo de las Delicias y de la Palmera) hasta el Sector Sur. Otros edificios dispersos se situaron en los jardines de San Telmo o, en el caso singular del Gran Hotel "Hotel Alfonso XIII- en el Jardín de Eslava.
   El trazado inicial surge como consecuencia del concurso de anteproyectos celebrado en 1911 y del que se eligió la propuesta de trazado unitario presentada por el arquitecto Aníbal González y que, en los que le siguieron (1913, 1924, 1925 y 1928), se fue desfigurando en aras de una implantación dispersa con la intervención de un número más amplio de profesionales. El arquitecto dimitió falleciendo poco antes de inaugurarse el certamen.
   El Pabellón de Marruecos, situado en el Sector Sur, próximo al Pabellón de Cuba, participa en el evento en cuanto colonia española con un proyecto abstracto no concebido especialmente para ninguna exposición en concreto. El objetivo era el de plasmar el entorno en que se desarrollaba la vida en la colonia: minarete, celosías, cúpula, lienzos extremadamente blancos y la composición de pretiles, cornisas y vanos, recrean el imaginario romántico de ese oriente próximo contemplado a través de la mentalidad europea en una difícil mezcla de arquitectura doméstica, al interior, y religiosa, en su exterior.
   El edificio se organiza en torno a un patio central y cinco salones: el salón moruno y cuatro salas de exposiciones iluminadas por lucernas cenitalmente. Arquerías de herradura en el acceso al patio y pilares octogonales en su centro para cubrir una montera de siete por siete metros, caracterizaban este espacio principal de distribución a través de sus galerías (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
EL PABELLÓN DE MARRUECOS
   El pabellón de Marruecos pretendía ser una representación fidedigna de cómo era la colonia, la forma de vida de sus habitantes y lo que ella producía. Sería:

   "... un exponente de lo que es nuestro Marruecos en sus aspectos económico, en el artístico y en el social; que diera al visitante información de lo que produce y de cómo vive... difícilmente puede llegarse a una más fidelísima representación de lo que es nuestra zona".
El proyecto inicial
   El edificio es una síntesis de la arquitectura nacional ya que se concibió como un pabellón ideal para una exposición indeterminada. Es decir, el proyecto, firmado en enero de 1925, no fue una creación exprofesa para la Iberoamericana sino que tenía sus raíces en un anteproyecto de pabellón para un certamen ficticio, que, en colaboración con el arquitecto José Gutiérrez Lescura, Director de la Escuela de Artes e Industrias Indígenas de Tetuán, había realizado el pintor y acuarelista Mariano Bertuchi, quien liego actuaría además como Director Artístico del pabellón. Se aunaban para realizar esta obra dos personajes clave para entender el proceso de renovación pedagógica de las artes industriales experimentado en España e Iberoamérica durante los siglos XIX y XX, en su primera mitad.
   Gutiérrez Lescura era en aquel momento Director de la Escuela de Artes y Oficios Tradicionales de Tetuán, cargo que ocupó desde que en 1920, siendo entonces Arquitecto Municipal de Tetuán, sustituyera a Antonio Got Inchausti. Gutiérrez Lecura sería un gran impulsor de la Escuela; durante la etapa de su gestión se crearon talleres diversos (de haitis y almohadones, de ebanistería, de incrustaciones de estilo granadino,...) con lo que el centro fue adquiriendo un éxito que motivaría, años más tarde, la creación de la Escuela de Trabajo de Tetuán. Precisamente el auge que fue tomando la Escuela de Artes y Oficios, cuya actividad docente se fue consolidando en aquellos años, favoreció la decisión de que las autoridades proyectasen la construcción de un edificio para albergar los talleres que permitieran crear otros nuevos y admitir a un mayor número de alumnos, iniciándose las obras del nuevo edificio, el actualmente en uso, durante la gestión de Gutiérrez Lescura.
   Entre sus obras construidas destacamos la reforma acometida en 1929, durante el desarrollo de la Exposición, de la Hacienda Torre Doña María, del Municipio sevillano de Dos Hermanas, dotando de su aspecto actual a la edificación construida en el siglo XIV, sobre una alquería árabe, por Pedro I el Cruel para residencia de Doña María de Padilla. Como Arquitecto Municipal de Tetuán una de sus obras más emblemáticas fue la Plaza morisca construida sobre el Feddán, posteriormente destruida para construir la Plaza actual del arquitecto Pinceau.
   El otro artífice del pabellón fue Mariano Bertuchi Nieto, pintor español, nacido en Granada, discípulo de Muñoz Degrain (Granada 1885 - Tetuán 1955). Desde 1902 Bertuchi se había hecho conocer a raíz de una exposición en el Círculo de Bellas Artes, y de la obtención en esa fecha del premio de Paisaje en la Escuela de Bellas Artes de Madrid y varios premios y menciones en exposiciones del Círculo de Bellas Artes de Madrid (1904, 1907). Ya en 1917 había realizado algunas obras de tema tetuaní. En 1921 fue con los soldados españoles a la Campaña de Marruecos, presentando en la Exposición de aquel año varios cuadros sobre Xauen. Tras ella, Bertuchi se afincó en Tetuán, dedicándose con preferencia al paisaje marroquí. Mariano Bertuchi sería el autor de los diseños del pabellón el encargado de la decoración artística que se realizaría con los trabajos ejecutados en la Escuela de Artes y Oficios Tradicionales de Tetuán regentada entonces por Gutiérrez Lescura, para lo que hubo incluso que recurrir a artesanos procedentes de la zona francesa. El éxito de la labor de Bertuchi justificará su nombramiento en 1930 como Director de la Escuela, cargo que compatibilizó con el de Inspector de Bellas Artes y con su profesión como pintor.

   El anteproyecto de estos dos autores se convirtió en la génesis del edificio que nos ocupa, aunque -según Gutiérrez Lescura- nunca se pensó que se llegara a traducir a la realidad, pues no era más que una expresión de los sentimientos artísticos de ambos, quienes -pese a estar "... obligados en razón de sus cargos y de sus aficiones a permanecer en la zona del protectorado español"...- se sentían muy identificados con el arte marroquí.
   Desconocemos de cuando data ese proyecto pero es de suponer que fuese anterior a abril de 1924, ya que está documentado que en esa fecha Aníbal González se puso en contacto con José Gutiérrez Lescura y por tanto sería posible que el Arquitecto General del Certamen, recurriera a éste porque conocía el anteproyecto que había elaborado con Bertuchi. Tampoco descartamos la posibilidad de que cuando Aníbal González tratase con Lescura lo hiciera dado el cargo que éste ostentaba y que aún dicho anteproyecto no estuviera realizado.
   Fue por ello que el pabellón no salió a concurso sino que la Dirección General de Marruecos lo encomendó a Gutiérrez Lescura. El proyecto final, que data de enero de 1925, marcaba sólo las líneas arquitectónicas, la idea general y los principales reguladores del edificio ya que éste eludía todo lo referente a los elementos decorativos, los cuales, oportunamente, habría de concretar el Director General de la obra.
   El terreno, concedido en diciembre de 1925, estaba en el antiguo Camino de Tablada, en los Jardines de las Delicias. Tenía una extensión de 55 m. con fachada a la Avenida de Luis de Moliní y 48 en sentido perpendicular a dicha avenida; es decir el solar tenía 2.650 m2. de superficie. El pabellón quedaba, por tanto, entre los de Colombia y El Golfo de Guinea y cercano al de Marina de Guerra. Para agrupar en lo posible los pabellones estatales se incumplía uno de los requisitos de la memoria del proyecto: aquel que especificaba que el solar, aproximadamente rectangular, debería estar aislado. Aunque sí se cumplía la primera condición -referente a las proporciones del predio- no sucedió así con la segunda, de modo que los problemas posteriores referidos a la ampliación del proyecto primitivo tuvieron lugar al incumplirse ésta.
   El 10 de julio de 1925, la Dirección de Comercio de la Alta Comisaría de España en Marruecos adjudicó las obras del pabellón al contratista Florencio Maesdu, estableciendo seis meses como plazo de ejecución. El importe o presupuesto del proyecto ejecutado por la administración era de 115.428'50 ptas. y por contrata 128.876'66 ptas. Las obras debieron iniciarse a principios del año siguiente. Nos consta que en enero de 1926 ya se estaba realizando la cimentación pues el 6 de febrero The Seville Waterworks Company Limited solicitaba al Presidente permiso para variar la disposición de las tuberías de agua potable del río en los Jardines de las Delicias, ya que éstas estorbaban para abrir los cimientos, ocupándose de ello el ingeniero Sr. Izquierdo.

*
   El pabellón de Marruecos resumiría la arquitectura islámica de Tetuán, así como de las artes decorativas tetuaníes (cerámica, madera, estuco, forja, etc.); los mismos proyectistas se mostraron interesados por que, al tiempo que armonizara con el ambiente y la luz de Sevilla, el pabellón destacase por su exotismo local.
   El conjunto marroquí presentaba dos partes que, aunque yuxtapuestas, quedaban independientes entre sí: el pabellón de exposiciones y los bakalitos y las edificaciones complementarias a éstos. El pabellón, que -algo modificado- se conserva en la actualidad, era permanente mientras que los bakalitos, a desmontar una vez concluido el Certamen, fueron efímeros y -como ya comentaremos- se demolieron en 1932. Incorporando estas construcciones provisionales, sus autores pretendías que fuera:
   "... no un edificio de exposición, frío y sin vida, sino una instalación que, a la par, se ajuste en la medida de nuestro saber al estilo de este país, que lleve un poco de vida palpitante".
   Concebidas ambas partes -permanente y provisional- como un todo unitario, podemos desglosar sus componentes desde el punto de vista arquitectónico en los siguientes elementos: un alminar propio de la arquitectura religiosa: una qubba, que lo es de la funeraria; el interior de la doméstica-palaciega y los bakalitos. Estos expresaban cómo vivía el mogrebino que reparte sus horas entre la mezquita, el comercio y el hogar.
   Aunque su entrada no era en recodo, como sería normal en una casa musulmana o un palacio tetuaní, el pabellón propiamente dicho venía a ser una plasmación de la arquitectura doméstica, concretamente de la casa palacio tetuaní de los siglos XVII al XIX. En cualquier caso, parece lógica esta modificación para dar funcionalidad al conjunto como edificio de exhibición. Desde la calle se accedería al pabellón a través de un zaguán. Quedaba éste separado del patio por una triple arcada de herradura, con dos columnas rematadas por capiteles de avispero, labrados a mano sin molde en la Escuela de Artes Indígenas de Tetuán y frontis de yesería tradicional musulmana. El mismo tipo de arquería, aunque de mayor dimensión, se repetía en la división de la estancia para exposición de la zona frontal del patio, con los arcos en cuatro hornacinas que adornan los dos paramentos laterales de ambas piezas. El arquitecto Ramón de Torres, siguiendo la definición de los diferentes tipos de casa-patio que caracterizan la Medina de Tetuán, a partir de los elementos del patio (basándose en el criterio de la historiadora Nadia Erzini) indica que el pabellón de Marruecos en la Iberoamericana respondería al tipo de casa con patio de cuatro pilares y vigas de madera, que se había introducido en la Medina de Tetuán a comienzos del siglo XIX en las casas de los comerciantes de Fez y que se desarrollaría en otras casas más pequeñas. De esta tipología, dirá el autor:

   "Las galerías de patio, que tiene una dimensión más reducida, se apoyan normalmente en cuatro pilares o mediante un arco en cada uno de los lados. En la planta primera desaparece el uso del arco y cuatro pilares sostienen vigas de madera tallada y pintada. La decoración de la estructura de madera proviene de la tradición de la arquitectura doméstica de Fez. Las formas arquitectónicas se expresan mediante un lenguaje enraizado en los motivos locales tradicionales, que incluyen el empleo de arcos de herradura apuntados y arcos ojivales. Este tipo (de casa) es el que tiene una menor implantación porque rápidamente es sustituido, a comienzos del siglo XX, por el tipo de casa-patio sin pilares".
   En el pabellón el patio central servía como pieza de distribución pues tras sus galerías perimetrales se abrían cinco dependencias. En origen, el pabellón constaba de cuatro salas de exhibición de productos de la zona (metalistería, tejidos, bordados, cerámicas, marquetería, pinturas,...) y un salón moruno. Distribuidas estas salas a los dos lados del pórtico, el Salón o Dormitorio Moro quedaba al fondo, subdividido en dos por un muro pantalla de tres arcos.
   Todas las dependencias tendrían el en techo lucernas para dar luz cenital. Por el contrario, en el centro del patio apoyado en cuatro esbeltos pilares octogonales, quedaba un hueco de luces de 7 x 7 m., cubierto con sencilla montera de cristal y hierro. Según se preveía en el proyecto de 1925 la montera sería de 2 x 2 m., no de 7 x 7 m. como finalmente se realizó, lo que nos indica que también en un principio se pensó que el patio fuera menor. Bajo la montera quedaba un friso decorativo con canecillos y elementos decorativos tallados en cedro de Ketama, realizado en madera sin pintar, con objeto -explícitamente manifiesto- de que se viera que no era yeso.
   El presupuesto total de las instalaciones marroquíes fue 178.876'76 ptas., de las que para la ornamentación del patio central se emplearon 65.000 ptas.
   La decoración interior de todo el edificio se inspiraría en las ricas mansiones tradicionales. Para depurarlas de "anacronismos y mezcolanzas de otros estilos, que la ignorancia artística de algunos naturales les hace acometer", sus autores emplearon piezas de primera calidad, ejecutadas en los talleres de la Escuela de Artes Indígenas de Tetuán, tanto las maderas pintadas o ensambladas, cerámicas (alicatados), como los elementos decorativos, arcos estucados y angrelados, capiteles, etc. Así, se le daría al edificio un sabor local, contribuyendo a ello (además de los bazares, un café moruno y los emparrados), el hecho de los materiales se fabricasen por mano de obra especializada de Tetuán. La carpintería de taller se realizó en la Escuela de Artes Indígenas de Tetuán con madera de tea labrada o tallada y pintada policromada. Se centró en las grandes puertas abatibles realizadas con madera maciza, las ventanas y celosías con tracerías propias del país (de las cuales se conservan cinco), en los artesonados del salón moruno y las puertas de entrada a las salas de exposición, patio y vestíbulo.

   También en la Escuela de Artes Indígenas de Tetuán se realizaron para decorar el patio y el vestíbulo, zócalos de azulejo (mosaicos morunos o aliceres). Éstos se desarrollan a partir de una estrella de ocho puntas o lazo de a ocho o andaluz, utilizando los cinco colores característicos: blanco, negro, azul, verde y melado.
   Según estaba previsto en la memoria, los pavimentos del patio y del vestíbulo fueron de mármol blanco con aplicaciones. En cambio, en los bakalitos, salas de exposición y salón moruno se emplearon losetas de barro rojo hexagonales de unos 12 cm aproximadamente con aplicaciones de cerámica diseñadas por la Escuela de Artes Indígenas. También lo fueron los afiligranados faroles de metal calado que decoraban el pabellón, de los cuales el que colgaba del centro de la montera tenía dos metros, y los aldabones bronce labrado de las puertas, entre los que destacaba el de la principal. Completaba la decoración del patio una fuente de mármol del país, cuyo coste fue de 1.250'00 ptas.
   Del mismo modo, la opulenta decoración de los interiores evocaría las ricas mansiones tetuaniés, lo que según las fuentes de la época se debió a la "inspiración" del Conde de Jordana. Por ejemplo, los muros del llamado Salón Moro se recubrían por haitín de terciopelo y oro, disponiendo almohadones de seda y magníficas alfombras en los suelos de las alcobas.
   Si al interior el pabellón evocaba las fastuosas viviendas marroquíes, al exterior se ofrecía como un edificio religioso, ello fue necesario para dar una fisonomía propia al pabellón, dado que las viviendas árabes carecen de decoración exterior y nunca se dan aisladas. Por ello, como se hace refiere en el proyecto inicial de 1925, se recurrió a alminares, cúpulas y ornamentación almenada, Así, los muros se remataban con merlones, de distintos tamaños, blanqueados y realizados con ladrillo y mortero de cemento.
   La alusión más clara a la arquitectura religiosa, era el alminar, que era un elemento constante en los pabellones de exposiciones. Aunque en el proyecto primitivo se ideara construir alminares en los cuatro ángulos, finalmente sólo se edificó uno, a la derecha del vestíbulo de acceso, el cual evocaba claramente a los típicos tetuaníes.
   Este alminar consta de dos prismas. El inferior constituye la casi totalidad de la azoma; en él se englobaba la escalera interior que lleva a la terraza superior. La escalera del pabellón es totalmente convencional y moderna, no intentando recrear las de los alminares magrebíes, las cuales generalmente giraban hacia la izquierda según se ascendía. En su exterior el alminar muestra el estilizamiento prototípico de la azoma tetuaní, pero la diferencia externa fundamental entre el del pabellón y el tetuaní de "influencia andaluza", consiste en que aquel ha perdido los paños de sebka que decoran los cuatro costados y han sido sustituidos por unas composiciones historicistas de cerámica. En ambos casos sigue persistiendo el blanco de la cal como componente de revestimiento tradicional.

   El segundo prisma es una composición menor que tiene la finalidad de servir de remate a la caja de escalera y también, en ocasiones, a los alminares magrebíes. Sirve como refugio del almuédano cuando está en la terraza del prisma inferior. El remate tradicional, suele estar compuesto por un tejadillo como el del pabellón y una terraza pequeñísima con una semiesfera. Indistintamente, sobre estas composiciones se coloca el yamur (manzanas simbólicas) u otro último elemento, común en los alminares marroquíes, también representado en el pabellón: un soporte, en este  caso metálico, que tiene la misión de servir de asta a la bandera blanca izada durante el Adan (llamada a la oración), si es de día y de soportar una simple bombilla encendida si el Adan es nocturno o si es el del Salat al Magrib (el de la puesta de sol).
   También contribuyendo a dar al pabellón una apariencia religiosa, el proyecto primitivo indicaba que en dos ángulos habría sus correspondientes cúpulas, evocando las qubbas funerarias o morabitos de los santones marroquíes, que constaban de un cuerpo inferior, cuadrado y otro superior en forma de casquete. En el caso sevillano las cúpulas eran de ocho paños. Aunque en el exterior daban la apariencia de kubbas, en realidad eran cúpulas de rasilla, enlucidas y encaladas. Además quedaban adosadas al pabellón, disponiéndose sobre salas rectangulares, no cuadradas: una de ellas, la aún conservada, se disponía sobre el Salón de Gráficos y otra en la sala existente tras la anterior y que en las reformas de 1932, desapareció pues, derrumbada con la caída de un árbol, se prefirió sustituirla por terraza, al no tener punto de vista alguno y por no merecer la pena su consiguiente reconstrucción. En cambio, aunque dichas reformas afectaran igualmente a la cúpula de la fachada principal ésta, agrietada y deformada, se reconstruyó tal cual con la misma planta e idéntico peralte ya que su eliminación podía alterar significativamente la fisonomía del proyecto.
   En otro ángulo, la cubierta tendría forma de pabellón con teja verde. Salvo en estos tres ángulos, el resto del edificio iba cubierto con azotea. La teja verde vidriada, que aparecía también en guardapolvos y tejaroces de vanos, era la propia de los santuarios y las mezquitas del Norte de Marruecos pero no de Tetuán donde las cubiertas son en terraza y con tejas normales.
   No podía faltar el agua como elemento esencial en el mundo árabe. Junto al alminar , a la derecha de la puerta de entrada, como sucede en alguna casas tetuaníes, aparecía adosada una fuente compuesta ella por los aliceres cerámicos ya descritos y una pila de recepción. Muy diferente era la fuente que, realizada en mármol, ocupaba el centro del patio.
   La ambientación se completaba con un café moro típico y un jardín moruno entre el muro y el pabellón. Entre éste y los bakalitos se dispondrían rosales, naranjos, etc. y en na de las fachadas laterales, adosados a los bakalitos, un emparrado, de alfanjías de madera y listones. Los emparrados construidos a base de pilares de fábrica de ladrillo enlucido por las dos caras de 0'40 x 0'40 x 4 m., se recreaban en la jardinería doméstica de las casas nobles tetuaníes. Habría que señalar cómo la jardinería del pabellón marroquí envuelve a la arquitectura cuando en el mundo islámico es precisamente la arquitectura doméstica la que envuelve a la jardinería, al ser ésta privada y no pública como en Occidente. Este cambio obedece a la traslación lógica de intereses funcionales.

   El pabellón poseería una serie de bakalitos provisionales, bazares o diminutas tiendas de objetos marroquíes similares a las de los zocos tetuaníes, con una única abertura al exterior y un típico cierre con una barra de hierro. Concretamente, se pretendía que fuera una reproducción del Guersa Kebira, pintoresco barrio comercial de Tetuán. Como veremos más adelante, el número de bakalitos construidos se vió ampliado a diecinueve a raíz de las modificaciones habidas en el proyecto en 1927 y 1928. Quedarían no exentos sino adosados a otras edificaciones, como sucedía en el mundo árabe respecto a las casas. Un primer grupo, constituido por trece bakalitos, se dispuso junto al muro de separación con el pabellón de Colombia. En el segundo, numéricamente más reducido (seis bakalitos) quedaba adosado al costado derecho del pabellón, contiguo a las instalaciones guineanas. Pese a que estaba previsto que todos estos bakalitos, dada su condición efímera se derribaran, cuando en 1932 se encargara a Granados sólo se demolieron posiblemente seis del costado del pabellón de Colombia, dejando parte de la construcción para vivienda.
   Una nueva inspiración tetuaní, la militar, se añadiría en 1928, cuando a raíz de las modificaciones en el proyecto primitivo, se aludieran a las defensas tetuaníes del siglo XVII con un pequeño lienzo de muralla almenado, rematado por merlones prismáticos que terminan en piramidón. Ello  se completaba en el frente del conjunto así como en el lateral  contiguo al pabellón de Colombia. En el extremo posterior del muro que separaba ambas instalaciones se dispuso una torre de planta poligonal y base rampante, copia reelaborada del de las antiguas murallas de Tetuán. Por otra pare, evocando las siete puertas que se abren a la medina de Tetuán.
   En un lateral de la entrada aparece una lápida en castellano y árabe con el nombre y profesión del arquitecto y la fecha de construcción con guarismos árabes. Dicha fecha corresponde al calendario gregoriano y al de la Hégira. Los caracteres árabes son en escritura nesjí.
Los cambios de 1927 y 1928
   Durante 1927 y 1928, cuando la construcción estaba ya bastante avanzada, tuvieron lugar una serie de cambios sobre el proyecto inicial. En noviembre de 1928, durante una visita del Delegado General de la Dirección de Marruecos y Colonias al pabellón, de acuerdo con Vicente Traver y Tomás, Arquitecto General de la Exposición, surge la idea de levantar un muro de cerramiento que limitase el espacio cedido a Marruecos.

    Poco después, se pensó ampliar el edificio con nuevas construcciones complementarias; así para servicios generales del pabellón se adosarían, perpendiculares a dicho muro, por su parte interior y dando frente a la Avenida de Moliní, unas construcciones o habitaciones complementarias con puertas de entrada similares a las de Tetuán.
   A cada lado de la puerta más cercana al pabellón del Golfo de Guinea, se situaría un telar y un local para confección de carpintería de objetos morunos (taifores, marifaks, arcas, rinconeras,...). Por otro lado, el muro colindante con el pabellón de Colombia, e 37'75 m. de longitud, llevaría, una gran portada de 3 m. de ancho y dos habitaciones, una a cada lado, con acceso desde el interior del conjunto, la más inmediata al pabellón destinada a oficina para fomento del turismo y la otra al servicio de la instalación general. En el extremo posterior de dicho cerramiento se dispondría un torreón al modo del de las antiguas murallas de Tetuán. La ambientación se completaría con un jardín moruno -de rosales, naranjos, etc.- entre el muro y el pabellón, con una pequeña fuente central. Además, existiría otra adosada al pabellón, como ya se había previsto en el proyecto inicial.
   El muro colindante con el de Guinea pretendía dar la imagen de una típica calle del barrio industrial de Tetuán (de la Sueka o, más propiamente Guersa Kebira) por medio de unos emparrados y, adosados al muro de separación, cinco tiendas o bakalitos para las industrias típicas marroquíes, ejecutadas por aborígenes, concretamente un taller de bandejas y objetos metálicos, carpintería, taller de pintura, otro de objetos de cuero, un telar, un joyero y un babuchero. El espacio existente entre el muro y el emparrado iría empedrado con cantos rodados, asemejando la calle de un barrio moro.
   Los bakalitos -que ya se habían incluido en el proyecto de 1925- además de dar la imagen típica local, servirían para demostrar cómo se trabajaba en el país, puesto que con la venta de los objetos en ellos manufacturados, atendiendo al importe de los mismos, se sufragarían los gastos ocasionados al Estado con motivo de la participación colonial, al ahorrarse el Gobierno el jornal de los indígenas. La Comisión no tenía inconveniente en la edificación de los bakalitos, que además se tenían previstos en el primitivo proyecto ya aprobado por el Comité. Sin embargo, no se consideraba oportuno que se convirtieran en verdaderas tiendas trayendo un stock mayor o menor de producción importados ya manufacturados, compitiendo con otros simples expositores de la zona que acudían sin privilegio alguno, abonando un fuerte canon por el derecho a ocupar un terreno o stand en la exposición.
   El permiso para realizar dichas ampliaciones se obtuvo el 20 de noviembre de 1927. En junio de 1928 se confeccionaron los planos definitivos, aunque el acuerdo definitivo para la realización de las obras no tuvo lugar hasta el 12 de julio del mismo año, al ultimarse todos los detalles de acoplamiento y ser debidamente aprobado por la Alta Comisaría de la Dirección General de Marruecos y Colonias. El 21 de octubre se iniciaron las obras, a pesar de que no habían sido autorizadas de forma oficial.

   La realización de dicho proyecto fue bastante problemática. En diciembre de 1928, la Dirección de Obras del Comité consideró necesario modificar o reformar el proyecto, argumentaba que éste perjudicaba la planta o conjunto general de las instalaciones, al ser incompatible con el trazado del ferrocarril planeado entre los pabellones de Marruecos y Guinea. Además su aceptación no había sido oficial.
   Gutiérrez Lescura fue el encargado de negociar con la Dirección de la Exposición cómo armonizar ambos proyectos. Dicha Comisión proponía acercar el nuevo cuerpo al pabellón, pero como así se perdería vistosidad, parecía más acertado y la única solución posible suprimir el cerramiento por ese costado, dejándolo como jardín abierto, y pasar los bakalitos para allí proyectados al lado opuesto, en el sitio marcado en el plano como "Artículos generales del pabellón", entre el de Marruecos y el de Colombia. De esta forma, el edificio ganaría visualidad y quizá una parte de las dependencias que había que suprimir podrían colocarse detrás del pabellón, en el ángulo correspondiente también al de Colombia. Sin embargo, la puerta del lado del pabellón de Guinea si podría construirse pues el ferrocarril pasaría por debajo, no molestando al público. Con los cambios propuestos se lograría, por tanto, salvar los árboles del solar.
   Por eso, a pesar de que el ferrocarril siguió el recorrido previsto bajo una de las puertas del pabellón marroquí, entre éste y el colonial, de forma paralela a ese frente del edificio, la propuesta de modificación no fue aceptada e incluso se aumentó el número de bakalitos. Ambas cuestiones se desprenden del análisis de un pequeño croquis general del edificio que enviara en junio de 1932 el Arquitecto Jefe de Construcciones Civiles de Tetuán a José Granados con motivo de la intervención de éste en el pabellón -obras éstas a las que referiremos con posterioridad-. Según se observa en dicho croquis, finalmente los bakalitos no sólo se edificaron en el lado contiguo al pabellón colombiano, sino que se mantuvieron en el opuesto. Incluso no se edificaron cinco lindando con el edificio colonial sino seis; aumentaba por tanto el número de bakalitos como también sucedía en el otro lado, donde según aparece en dicho croquis, se construyeron trece, en vez de los seis previstos. Sin embargo, esas otras instalaciones que, para servicios del edificio, se habían proyectado junto al pabellón de Guinea, sí se trasladaron a la parte trasera del marroquí siguiendo la nueva propuesta. Adosada a los seis bakalitos cercanos al pabellón guineano, en el ángulo que daba a los Jardines de las Delicias, se edificó un porche rectangular. con carácter decorativo que no servía de acceso ni al pabellón ni a dichos bakalitos.

   Las obras continuaron y en febrero de 1929 los trabajos ya estaban a punto de concluirse; fue en esta fecha cuando llegaron a la ciudad, Ángel Torrejón, Director de Colonización del Protectorado, y el arquitecto Gutiérrez Lescura para ocuparse de la instalación de los productos así como de la organización de los servicios de información y turismo en Sevilla.
El contenido del Pabellón
   Aunque salvo el llamado Dormitorio Moro que se destinaba a fiestas, el resto de dependencias del edificio eran salas exposicionales, de las obras que se expusieron en el pabellón marroquí, no tenemos constancias demasiado precisa. Las fuentes insisten en aspectos pintorescos como la vigilancia jalifana del pabellón, mientras que en lo que a arte se refiere, tan sólo sabemos que en el llamado Dormitorio Moro se exhibieron piezas realizadas en la Escuela de Arte Indígenas, tejidos de Xauen y cerámica de Bocoya y del Rif así como gráficos referentes al Departamento Oficial de Colonización. De la organización de las piezas (industriales o artísticas) y los productos agrícolas expuestos, se ocupaba desde Tetuán, Aguilar, Delegado General del Alto Comisario -quien realizaba constantes visitas al pabellón durante la Exposición-, supervisándolo el Ministro Jalifano Ben Nuna (o Nani), Jefe de Aduana del Protectorado, y Bertuchi, inspector de Bellas Artes del mismo. Se quería que el pabellón fuera "un resumen de lo que es Marruecos y aun de la obra de España en su Protectorado".
   El propio edificio se convertía en la mejor obra a exponer, contribuyendo a la proyección y difusión de la labor de la Escuela de Oficios y Artes Industriales de Tetuán, como también sucedería en otros eventos posteriores celebrados en Madrid (Exposición Hispano-Marroquí de 1932; Exposición de Artes Decorativas de 1949), Leigzip (Feria de Muestras de 1942), Córdoba (Feria del Arte Marroquí de 1946), Granada (exposiciones de industrias de 1935, 1936, 1939, 1940), Basilea (Exposición Internacional de Comercio y de la Piel de 1947), y en otras muchas exposiciones y ferias celebradas en España y fuera de ella.
   Según el propio Bertuchi indicaba:

   "... para la Exposición Iberoamericana... Marruecos obtuvo el lugar que le correspondía ocupar en aquel certamen sentimental de la Hispanidad. Los talleres de la escuela en este nuevo quehacer se movilizaron: los viejos maestros y los aprendices musulmanes, unos aquí (en Tetuán) y otros en Sevilla, sintieron renacer la gloriosa tradición de la vieja artesanía hispano-arábiga y todo culminó en aquel memorable pabellón marroquí de la Exposición que hubo de mantenerse abierto mucho tiempo después de la clausura, porque los trabajos, de finas modalidades artesanas que contenía, eran un acicate permanente de la curiosidad pública".
La actuación de José Granados de la Vega (1932)
   El edificio que ha llegado a nuestros días no fue el finalmente ejecutado sino que sufrió las representaciones que, de junio a octubre de 1932, realizara José Granados de la Vega, como Delegado Oficial para la Dirección de Obras y arquitecto de la Comisión Liquidadora de la Exposición. En junio de ese año la Alta Comisaría de Marruecos cedió a la Comisión Liquidadora los bakalitos sugiriendo la demolición de éstos, ya que eran de construcción provisional y, por consiguiente, de caro mantenimiento. Argumentaba dicha Comisaría ser éstas las partes menos estéticas del conjunto, las cuales, además, ocultaban las perspectivas más bellas del pabellón, es decir, los ángulos desde su fachada principal. Concluidas las obras al final del verano, la Alta Comisaría se haría cargo del pabellón de cuya conservación se encomendó al Majzen, quien delegaba en Buceta. Por consejo de José Larrucea y Garma, arquitecto Jefe de Tetuán, el Alto Comisariado procedería a la reapertura del pabellón, integrándolo en el programa oficial de Turismo para exposición de productos y labores de España en Marruecos. Estaría el edificio exento de pagos al municipio. Bertuchi se ocuparía de la propaganda.
   Las obras que, dada la mala construcción del edificio contaban con un presupuesto de 2.204'80 ptas., consistieron en un repaso general del pabellón para adecuarlo a su destino. Cuando en octubre de 1932 esta primera intervención ya había finalizado, la Delegación de Fomento encomendó a Granados la realización el cerramiento perimetral  del inmueble, con las consiguientes obras que eso traería consigo, para lo cual incrementó el monto económico hasta 4.065'12 ptas.
   De junio a octubre hubo que repasar portajes, solerías, paramentos interiores y cubiertas. En esta última tarea se evidenció la mala construcción del pabellón, que hizo necesario, a partir de agosto de 1932 el desmonte y levantamiento de todas las terrazas y la reposición de sus pendientes, ya que -además de por las filtraciones existentes- se hicieron "de una manera infame", al sentar los ladrillos con mortero de cemento, sin solería perdida, sobre un tendido de hormigón. Como también ocurría lo mismo con la cúpula de la fachada principal, hubo que desmontar y reconstruirla con idéntica planta y el mismo peralte. La última intervención en cubiertas consistió  en la retirada de la montera de cristales, que se había instalado en el Salón de Gráficos al hundirse la cúpula que primitivamente lo cubría, ya que ésta no tenía aplicación alguna al estar bajo una cubierta de azotea. Por ello, se cerró el hueco que en el piso formaba, acortándola al mismo tiempo para que la parte que diera luces estuviera sobre el salón que hubiera de iluminar.
   Para la segunda fase de la intervención, es decir, el cerramiento perimetral del pabellón por el lado contiguo al pabellón de Colombia, en vez de una tapia rematada con un alero de teja vidriada, se prefirió construir un muro de mayor altura, de 3 x 6 x 0'40 m. Éste armonizaría con el resto del conjunto pues, siendo de fábrica de ladrillo -con labores mixtas en fajas horizontales-, quedaría enlucida por las dos caras y porque además, al ser almenado, parecería continuación del cerramiento ya existente.
   La construcción de este muro trajo consigo el derribo de algunos de los trece bakalitos lindantes con el pabellón colombiano. Sólo quedaría un número de locales para almacén, sobre los bakalitos que se mantuvieran, para lo cual se ampliarían las cubiertas de éstos en una superficie de 9 metros cuadrados. Al fondo del solar, dando a los Jardines de las Delicias y perpendicular a dicho muro, se edificó la vivienda del portero. A raíz de tales obras, se precisaba construir tres pilares para soportar la pérgola que se situaba a la derecha del pabellón y que descansaba sobre los muros ahora derribados.
Conclusiones sobre el Pabellón de Marruecos
   Las instalaciones coloniales en la Exposición Iberoamericana responden a una arquitectura representativa de carácter historicista. La presencia de las colonias españolas en edificaciones de carácter oficial debe encuadrarse dentro de un conjunto de medidas gubernamentales de carácter nacionalista y para el acercamiento a dichas colonias, sobre todo -en lo que respecta al Estado español- tras la Guerra en Marruecos.
   Del anteproyecto de pabellón marroquí, base del proyecto de 1925, debió ser realizado con anterioridad a 1924.
   El pabellón de Marruecos resume los elementos de la arquitectura tradicional tetuaní: el alminar de la arquitectura religiosa, la kubba de la funeraria, los bakalitos de las calles de la ciudad y el interior doméstico palaciego (Amparo Graciani García, La participación internacional y colonial en la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929. Ayuntamiento de Sevilla, 2010).
   Si quieres, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte el Pabellón de Marruecos para la Exposición Iberoamericana de 1929, en los Jardines de las Delicias, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

Más sobre la Exposición Iberoamericana de 1929, en ExplicArte Sevilla.

Más sobre los Jardines de las Delicias, en ExplicArte Sevilla.