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lunes, 31 de agosto de 2020

La pintura "Aparición de la Virgen a San Ramón Nonato" de Francisco Pacheco, en la sala III (y en el Claustro Mayor, una reproducción) del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Aparición de la Virgen a San Ramón Nonato", de Francisco Pacheco, en la sala III (y en el Claustro Mayor, una reproducción) del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.  
      Hoy, 31 de agosto, en Cardona, población de Cataluña, en España, Fiesta de San Ramón Nonato, que fue uno de los primeros compañeros de San Pedro Nolasco en la Orden de Nuestra Señora de la Merced, y es tradición que, por el nombre de Cristo, sufrió mucho para la redención de los cautivos (c. 1240) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
      Y qué mejor día que hoy para ExplicArte la pintura "Aparición de la Virgen a San Ramón Nonato", de Francisco Pacheco, en la sala III (y en el Claustro Mayor, una reproducción), del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
     El Museo de Bellas Artes, antiguo Convento de la Merced Calzada [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
      En la sala III (y en el Claustro Mayor, una reproducción) del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Aparición de la Virgen a San Ramón Nonato", de Francisco Pacheco (1554-1644), siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco, pintado hacia 1605, con unas medidas de 2'07 x 2'50 m., y procedente del Convento de la Merced Calzada, de Sevilla, tras la Desamortización (1840) (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
      Francisco Pacheco nació en Sanlúcar de Barrameda en 1554 y realizó su aprendizaje en Sevilla  con Luis Fernández, artista que actualmente es desconocido. Comenzó su actividad como pintor hacia 1585 dentro del ambiente religioso de la ciudad, vinculándose también a los círculos aristocráticos, lo que le permitió obtener importantes encargos y gozar de un alto prestigio. En 1611 realizó un viaje a Madrid sabiéndose que estuvo en El Escorial y Toledo. En este viaje conoció a otros artistas y estudió colecciones de pintura lo que elevó notablemente el nivel de sus conocimientos. A partir de 1615 Pacheco alcanzó su plenitud creativa siendo durante años el pintor más famoso de Sevilla; pero con el paso del tiempo pudo ver la aparición de una nueva generación de artistas que practicaban un arte más modero y desarrollado que el suyo. En 1624 viajó de nuevo a Madrid esta vez con la pretensión de que sus méritos fuesen recompensados con el título de pintor del rey, cargo que pensaba obtener con el apoyo de Velázquez, su yerno. Sin embargo sus ilusiones no fueron colmadas y Pacheco hubo de regresar a Sevilla sin tan deseado título. En la última parte de su vida sus pretensiones artísticas disminuyeron al tiempo que sus recursos técnicos y cuando murió en Sevilla en 1644 su arte había sido totalmente superado por artistas más jóvenes como Zurbarán y Herrera el Viejo, que practicaron una pintura realista y descriptiva muy lejana al arte frío y poco imaginativo de Pacheco, basado en un dibujo firme y en una expresividad esquemática y convencional.
     Ha pasado Pacheco a la historia del arte español más que como pintor por sus aficiones literarias que le llevaron a escribir el Libro de los Retratos y El arte de la pintura, aportaciones fundamentales para el conocimiento de la vida de numerosos varones ilustres de su época y también de la teoría del espíritu de la pintura en su momento artístico.
     La obra de Pacheco en el Museo es abundante y alcanza  todas las épocas de su vida.
      Las más tempranas son las que realizó junto con Alonso Vázquez para el convento de la Merced de Sevilla, actual edificio del Museo. El encargo constaba de una larga serie de pinturas donde se narraban las vidas de San Pedro Nolasco y San Ramón Nonato. Las pinturas que han permanecido en el Museo de las realizadas por Pacheco, son La aparición de la Virgen a San Ramón Nonato y San Pedro Nolasco embarcando para redimir cautivos (Enrique Valdivieso González, La pintura, en El Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Ramón Nonato;  
    Nació en Cataluña en 1205, y fue motejado Non natus (no nacido), porque su madre murió antes de parirlo y practicaron la cesárea sobre su cadáver. Ingresó como misionero en la orden de la Merced (mercedarios), y fue apresado por los piratas berberiscos que lo retuvieron como rehén en Argelia y lo martirizaron atravesando sus labios con un hierro al rojo, luego pasaron un candado por los orificios, para impedirle que predicase el Evangelio.
Según la leyenda, habría recibido el santo viático de manos de Cristo. Murió en 1240.
CULTO
   Es el patrón de Cataluña. A causa de su difícil nacimiento, se lo consideraba protector particular de las mujeres embarazadas e incluso de las comadronas que las asistían durante el parto, y también de los recién nacidos.
   Se lo invocaba para facilitar los partos y para prevenir la fiebre puerperal. A causa de su cautiverio en Argel, también era protector de los esclavos.
ICONOGRAFÍA
   Sus atributos son cadenas y un candado que amordaza sus labios perforados por un hierro candente. Una custodia recuerda que en su lecho de agonía habría recibido la comunión de manos de Cristo o de un ángel (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de San Ramón Nonato, personaje representado en la obra reseñada;
   San Ramón Nonato (Monfort (?), último 1/3 s. XIII – Castillo de Cardona, Barcelona, diciembre de 1338). Mercedario (OdeM), redentor de cautivos, nombrado cardenal, fallece antes de recibir el capelo cardenalicio, santo.
   Fue uno de los célebres clérigos mercedarios, del antiguo Reino de Aragón, que desarrolló su vida en el último cuarto del siglo xiii y en los treinta y ocho primeros años del siglo xiv. Se puede afirmar que fue aureolado ya en vida por su extraño nacimiento, al ser sacado del vientre de su madre muerta —una de las cesáreas antiguas más célebres—, lo que le valió el sobrenombre de “nonnat”, nonato o no-nacido.
   La tradición habló siempre que había visto la luz en el pueblo de Portell. Ahora, al tener en cuenta los datos del Archivo Vaticano, se deduce que su lugar de nacimiento es un pueblo denominado “Monfort”.
   Actualmente se encuentra un Monfort en Valencia.
   También en el sur de Francia. Se sabe muy poco, documentalmente de su origen, infancia y juventud, pero no cabe la menor duda de que existió, fue redentor de cautivos, a quien horadaron los labios con un candado para que no predicase el Evangelio, y es el primer cardenal mercedario, aunque sin recibir el capelo cardenalicio, por fallecer en el ínterim.
   Ya adulto, ingresó en la Orden, entonces laical, pero que empezaba a tener un cierto número de clérigos, bajo la obediencia de un maestre general laico: hace su noviciado y profesión; luego, estudios y ordenación presbiteral. Desde 1317, fue uno de los que colaboró de cerca, probablemente, con Raimundo Albert (electo maestro general clérigo, en el capítulo general, al que asiste la casi totalidad de frailes mercedarios, laicos y clérigos, ciento noventa y cinco en total: ochenta y siete personalmente; los demás por sus “procuradores”, el 10 de julio exactamente, con abstención, al votar, de la mayoría de laicos. Desde entonces, la Merced pasa a ser Orden clerical, conservando laicos; algunos, durante cierto tiempo siguieron siendo comendadores, bajo la dirección de Albert, que gobierna desde 1317 a 1330).
   Desde luego se sabe, y así lo recoge toda la hagiografía mercedaria, lo mismo que la iconografía, que fue nombrado redentor en Argel, donde, a la vez, predica la fe cristiana. Esto le valió el que encadenasen sus labios con un candado. Fue redimido por los mismos mercedarios. Se deduce —según el historiador mercedario Guillermo Vázquez— que su nombre de familia o apellido era Surróns, pues así aparece también en el historiador Antillón, de la provincia de Aragón, que se lo comunica al historiador mercedario padre Vargas, residente en Roma (siglo xvii). Desarrolló, pues, su actividad durante el generalato del padre Albert, y luego, en parte, del siguiente, padre Berenguer Cantull (1331-1343).
   En un cuadro, recuperado por la Merced, obra del gran pintor Alonso Vázquez, que en 1603 lo compuso para el claustro del convento grande de Sevilla, junto al pintor Pacheco, el suegro de Velázquez, que habla de él, aparece como redentor, mientras un moro prepara el candado. Acaso, con ocasión de su canonización, conjuntamente con san Pedro Nolasco, en noviembre de 1628, para los festejos del año siguiente escribió también Mira de Amescua, sobre san Ramón Nonato, la pieza teatral: Santo sin nacer y mártir sin morir.
   Tres años después de la famosa anécdota del candado en los labios, fue elegido cardenal de la Iglesia por el papa benedictino Benedicto XII (1334-1342), con el título de San Esteban. Pero —y en esto está de acuerdo toda la tradición, ahora ya documentada, aunque en etapa distinta a la tradicional— falleció antes de ser oficialmente revestido de cardenal y de recibir el capelo.
   En suma: se puede afirmar que san Ramón Nonato aparece en los capítulos de la Orden, a finales del siglo xiii, como Ramón Surróns; y en el nombramiento cardenalicio como Ramón de Monfort. Éstos serían, por consiguiente, sus apellidos: Surróns (familiar) y de Monfort (lugar del nacimiento). El pueblo, naturalmente le siguió llamando siempre Ramón Nonato.
   Y así es reconocido hoy día también.
   Gozó, y sigue gozando, tanto en la época del “culto inmemorial”, como después de canonizado, de enorme popularidad. Es Patrono de las madres gestantes y del hijo “nasciturus”.
   Es de extraordinaria importancia para precisar documentalmente su existencia, un nombre, Eubel, Documentos vaticanos sobre nombramientos de Cardenales, desde el siglo xii al siglo xv. Señala cómo el monje cisterciense, luego obispo de Palmiers y de Mirepoix, elegido papa, con el nombre de Benedicto XII, personalidad culta y destacada por su ortodoxia, en consistorio reunido en Aviñón el 18 de diciembre de 1338, nombra seis cardenales clérigos, de los que tres eran religiosos. Después de Guillermo de Comti, cisterciense, obispo de Albi, viene “Raimundus de Monfort, Ordinis Beatae Mariae de Mercede”, con el título de San Esteban. Falleció antes de recibir el capelo, y sustituido por el benedictino Guillermo de Aure de Montolien (Luis Vázquez Fernández, OdeM, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Francisco Pacheco, autor de la obra reseñada;
   Francisco Pérez del Río, Francisco Pacheco (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1564 – Sevilla, 1644). Pintor.
   Fueron sus padres Juan Pérez y Leonor del Río, advirtiéndose que nunca utilizó estos apellidos sino el de Pacheco, que pertenecía al tronco familiar. Un tío suyo, su homónimo Francisco Pacheco, fue canónigo de la Catedral de Sevilla y por ello el pintor optó por este apellido como importante apoyatura social en sus primeros años de actividad en Sevilla, donde debió de instalarse poco antes de 1580. Su aprendizaje artístico lo realizó con el pintor Luis Fernández, de quien se poseen escasas noticias; en cuanto a su formación humanística, debió de tener como guía en ella a su tío el canónigo, quien le orientaría para introducirle en el ámbito literario y artístico de Sevilla.
   En 1594 contrajo matrimonio con María del Páramo y a partir de esta fecha, con treinta años de edad, se perfiló como uno de los mejores pintores de la ciudad, junto con Alonso Vázquez, con el que mantuvo excelentes relaciones llegando a colaborar juntos en algunas ocasiones. Desde el inicio de su carrera artística, Pacheco se preocupó rigurosamente sobre el modo y manera de interpretar de manera correcta la iconografía de sus pinturas, revelándose como un artista plegado a los mandatos de la Iglesia, intentando siempre servir escrupulosamente el sentido ortodoxo de la doctrina católica.
   Por testimonio del propio Pacheco, se sabe que en 1559 comenzó la ejecución de su famoso Libro de los retratos en el que recogió a los más ilustres personajes de su época incluyendo, además de su efigie, una breve semblanza literaria de cada uno. En los años que inician el siglo xvii, Pacheco siguió siendo uno de los más importantes pintores sevillanos, aunque esta circunstancia dejó de tener vigencia a partir de 1604 cuando el clérigo pintor de origen flamenco Juan de Roelas se instaló en Sevilla y comenzó a acaparar la atención de la clientela, como consecuencia de su notoria superioridad artística. No por ello disminuyó la actividad de Pacheco, pero desde esas fechas se advierte que los principales encargos pictóricos que se demandaban en Sevilla recayeron sobre Roelas.
   Las inquietudes artísticas de Pacheco le motivaron en 1610 a emprender un viaje que le llevó hasta Madrid, El Escorial y Toledo, lugares en los que tomó contacto con numerosos artistas y al mismo tiempo vio importantes obras pictóricas, cuyo estudio y análisis mejoraron notablemente sus conocimientos teóricos y prácticos. En la Corte madrileña mantuvo contactos con Vicente Carducho y en Toledo con El Greco, entre otros artistas, circunstancias que le permitieron contrastar opiniones y pareceres que sin duda beneficiaron a sus facultades creativas.
   Cuando al cabo de varios meses de ausencia, Pacheco regresó a Sevilla, tuvo la fortuna de admitir en su taller a un muchacho de doce años llamado Diego Velázquez, que muy pronto mostró un talento excepcional y lejos de rechazar a un discípulo que evidenció enseguida ser superior a su maestro, potenció su talento y además le incorporó a su familia casándole con su hija Juana.
   En 1616 el clérigo pintor Juan de Roelas se trasladó a Madrid con la intención de ser nombrado pintor del Rey, abriéndose entonces para Pacheco mejores perspectivas de trabajo merced a la ausencia de su principal competidor. Las mismas pretensiones de llegar a ser pintor real fueron compartidas por Pacheco, quien en 1619 pidió a la Corte que le concedieran el citado título de forma honorífica y renunciando, por lo tanto, a recibir emolumento alguno. Esta petición no fue aceptada, pero posteriormente en 1626, con el apoyo de su yerno Velázquez, insistió en obtener el cargo oficial de pintor cortesano que igualmente no le fue concedido.
   En Sevilla, sin embargo, la preponderancia de Pacheco le permitió alcanzar un notorio prestigio social que se incrementó cuando consiguió ser nombrado “veedor del oficio de la pintura” cargo que le permitía ejercer como inspector al servicio del municipio y vigilar la actividad laboral del gremio de los pintores.
   También fue “veedor de pinturas sagradas” actividad que le autorizaba a controlar, al servicio del Tribunal de la Inquisición sevillano, la iconografía de las pinturas realizadas por sus colegas para evitar que no figurasen en ellas aspectos que fueran contra la moral, ni que contuvieran detalles indecorosos o lascivos.
   A partir de 1625, la progresiva aparición en Sevilla de jóvenes pintores como Francisco de Zurbarán y Francisco de Herrera el Viejo, fue determinante para iniciar un proceso de decadencia dentro la actividad de Francisco Pacheco, quien en esas fechas había cumplido ya los sesenta años. Su pintura, anclada en el pasado, no pudo competir con la de los jóvenes de la nueva generación que impusieron conceptos más modernos basados en principios naturalistas. En esta época, Pacheco orientó su experiencia y conocimiento hacia la recopilación de sus teorías que recogió a partir de 1630 en un libro que tituló Arte de la pintura, en el que plasmó su erudición y sabiduría artística.
   Este libro se concluyó en 1641 y a pesar de que quiso publicarlo de inmediato no llegó a verlo impreso, ya que falleció en 1644, cinco años antes de su edición.
   A la hora de perfilar las características del estilo pictórico de Pacheco puede señalarse que se configuró en los años de su juventud, entre 1580 y 1585, dentro del ambiente artístico manierista que imperaba en Sevilla, donde a la tradición pictórica local se unieron reminiscencias creativas procedentes de Italia y de Flandes. Con posterioridad, asimiló teorías y prácticas procedentes de los pintores italianos que trabajaban en Madrid y en el Escorial y de artistas hispanos que habían estado en Italia, como el cordobés Pablo de Céspedes, a quien Pacheco admiró profundamente en Sevilla. También conoció Pacheco en Sevilla, en sus años de juventud, al portugués Vasco Pereira y sobre todo a Alonso Vázquez, con quien llegó a colaborar y de quien sin duda hubo de aprender por ser maestro perteneciente a una generación mayor que la suya. El propio Pacheco señaló por escrito que vio pintar a Alonso Sánchez Coello, no se sabe si en Sevilla o en Madrid, pero puede intuirse que, por su solemnidad expresiva a la hora de configurar retratos, hubo de recibir influencias de dicho artista. 
    El estilo de Pacheco quedó configurado hacia 1585, cuando tenía veintiún años, y aunque en él se produjeron algunas leves oscilaciones evolutivas, permaneció casi sin variar el resto de su existencia. Su forma de practicar la pintura estuvo basada en una sólida formación cultural, aunque su talento artístico fue tan sólo discreto, advirtiéndose que sus obras son escasamente expresivas y de rigurosa configuración.
   Probablemente fue mejor dibujante que pintor y, por otra parte, tuvo un manejo del color puramente convencional; impera en sus obras un sentido de severidad y de ortodoxia a la hora de plasmar en ellas su contenido espiritual, en el que destaca siempre una constante preocupación por no infringir la moral y el decoro. A partir de 1611, después de su regreso del viaje que emprendió por tierras castellanas, se advierte alguna mejoría en la técnica y en el espíritu de sus pinturas, constatándose a partir de entonces cierta dulcificación en sus composiciones. Pero nunca pudo superar su formación manierista que le impidió asimilar la nueva corriente naturalista que se fue imponiendo en su época. En sus últimos años, mermado de facultades, sólo hizo pinturas de pequeño formato, pero lejos de ponerse a la altura de artistas más jóvenes, como Herrera y Zurbarán, se refugió en la práctica de un arte que ya no estaba vigente y que, por lo tanto, pertenecía al pasado.
   La primera obra conocida de Pacheco data de 1589, año en que firmó un Cristo con la Cruz a cuestas que perteneció a la colección Ybarra de Sevilla y que actualmente se encuentra en paradero desconocido; es obra que deriva de varios grabados que le condicionan a la hora de configurar su dibujo que es riguroso y marcado. De 1590 es La Virgen de Belén que se conserva en la Catedral de Granada y que repite exactamente un original de Marcello Coffermans, que pertenecía a la iglesia de la casa profesa de los jesuitas en Sevilla.
   La discreción técnica de la obras de Pacheco en su juventud se reitera en pinturas como San Juan Bautista y San Andrés que formando pareja se conservan firmadas y fechadas en 1597 en la Iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá; en ellas se advierte la aplicación de un dibujo severo y de expresiones marcadamente esquemáticas. Se poseen noticias del envío frecuente de pinturas de Pacheco a tierras americanas, pero éstas de Bogotá son las únicas que allí se han conservado.
   A finales del siglo xvi, Pacheco poseía ya un estilo definido en el que se reflejaba un dibujo menos riguroso que en décadas anteriores. Pruebas de esta mejoría se encuentran en el San Antonio con el Niño firmado en 1599 que se encuentra actualmente en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores de las Hermanas de la Cruz en Utrera. También en este mismo año firmó y fechó la representación de El Salvador con San Juan Evangelista y San Juan Bautista, obra que estuvo destinada a la capilla de la Veracruz del Convento de San Francisco de Sevilla y que actualmente se encuentra en la iglesia parroquial de Carabanchel; en la composición de esta obra, el artista utilizó una disposición frontal y simétrica que motiva una ausencia de interrelación entre las figuras.
   El primer recinto conventual de España que decidió adornar con pinturas los muros de su claustro fue el Convento de la Merced de Sevilla, donde se configuró una serie de obras que narraban la historia, grandeza y santidad de dicha Orden; esto ocurrió en 1600, debiéndose la iniciativa al prior del convento fray Juan Bernal. La serie del claustro de la Merced se componía de doce cuadros de los cuales seis fueron encargados a Francisco Pacheco y otros tantos a Alonso Vázquez. La obras conservadas de las que realizó Pacheco son: San Pedro Nolasco recibiendo la bula de fundación de la orden de la Merced, cuyo paradero actual se desconoce, La aparición de la Virgen a San Ramón Nonato y San Pedro Nolasco embarcando para redimir cautivos, ambas conservadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, mientras que las escenas que describen a San Pedro Nolasco desembarcando con los cautivos redimidos y La última comunión de San Ramón Nonato se encuentran respectivamente en el Museo de Arte de Cataluña, en Barcelona y en el Bowes Museum, en Bernard Castle; esta última pintura está firmada en 1611, año en el que Pacheco debió de finalizar el encargo.
   La notoria posición social y artística de Pacheco en los primeros años del siglo xvii animó a la nobleza sevillana a encargarle importantes obras; así en 1602 el capitán García de Barrionuevo le encomendó la ejecución de las pinturas de un retablo que dicho personaje poseía en una capilla de la iglesia de Santiago, donde actualmente se conserva. En el banco de este retablo aparece el retrato de Barrionuevo y el de su esposa Inés y en los cuerpos superiores se representa La Anunciación, Santa Ana, la Virgen y el Niño, San José y San Juan Bautista.
   El principal noble sevillano a principios del siglo xvii era Fernando Enríquez de Ribera, duque de Alcalá; fue amigo y protector de Pacheco y, por ello, le encargó en 1603 la realización del techo del salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla, donde se representa un conjunto de pinturas de tema mitológico.
   La pintura que centra este techo es La Apoteosis de Hércules, en la que el artista quiso comparar con el héroe clásico la grandeza y la gloria del duque de Alcalá.
   Sin embargo, este encargo pareció estar por encima de las posibilidades artísticas de Pacheco, quien al enfrentarse a los problemas de perspectiva y anatomía que la resolución de las pinturas requería no los superó, quedando en evidencia sus deficiencias técnicas en unos momentos en los que ya contaba con cuarenta años de edad.
   Las pinturas realizadas para la Casa de Pilatos al servicio del duque de Alcalá debieron de incrementar, en cualquier caso, el prestigio de Pacheco en el ámbito artístico sevillano, propiciándole la consecución de nuevos encargos. Por ello en fechas inmediatas, en torno a 1605, debió de realizar las pinturas de un retablo dedicado a San Juan Bautista en el desaparecido Convento de la Pasión de Sevilla. Allí realizó representaciones pictóricas de San Francisco de Asís y Santo Domingo, junto con los evangelistas emparejados San Juan y San Mateo y San Marcos y San Lucas; todas estas obras pasaron después de la desamortización de 1836 al Museo de Bellas Artes de Sevilla. Otra obra cuya ejecución puede situarse en torno a 1605 es La Anunciación, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Córdoba procedente del Convento de los Capuchinos de dicha ciudad.
   Una de los escasos restos conservados del Convento de San Francisco de Sevilla es la capilla de la Hermandad de San Onofre, que se encuentra actualmente embutida en un lateral de la Plaza Nueva. Para esta capilla y al servicio de Pedro de Cárdenas, familiar del Santo Oficio y miembro de dicha Hermandad, Pacheco realizó en 1606 un retablo donde figuran representaciones pictóricas de Santa Ana, San Juan Bautista, San Jerónimo, Santo Domingo, Santa María Magdalena, San Miguel, San Pedro Mártir y San Francisco de Asís. En 1608 está firmada una de las pinturas que componían el retablo que Francisca de León mandó pintar a Pacheco en la iglesia del Santo Ángel de Sevilla, donde se representa a Santa Inés, San Juan Evangelista, Santa Catalina y San Juan Bautista, obras que actualmente se conservan en el Museo del Prado.
   Entre 1608 y 1610 puede situarse la ejecución por parte de Pacheco de un San Pedro y un San Jerónimo que pertenecen a la iglesia de San Isidoro de Sevilla, pudiéndose advertir que el dibujo preparatorio para esta última pintura se conserva en la colección de los condes de Alcubierre de Madrid. La comparación entre la pintura y el dibujo evidencia claramente que Pacheco poseía mayores virtudes como dibujante que como pintor.
   En el Colegio de San Albano de Valladolid se conserva una serie de ocho pinturas en las que se representan a santos reyes de Inglaterra, obras que proceden del Colegio de San Gregorio de Sevilla, fundado para la formación religiosa de jóvenes ingleses, a quienes los mencionados Reyes servirían de modelo de santidad. Son estos monarcas San Lucio, San Edilberto, San Sebbus, San Oswaldo, San Ricardo, San Eduardo Mártir, San Edmundo y San Eduardo el confesor.
   Estas pinturas fueron realizadas hacia 1610 y en torno a este año Pacheco, con la colaboración de los ayudantes de su obrador, debió de realizar otra serie de doce santos reyes y reinas de Inglaterra para el English Bridgetine Convent de Lisboa, que actualmente se conservan en el Saint Mary‘s College de Oscott en Birminghan.
   En la segunda década del siglo xvii, después de sus viajes a Madrid, El Escorial y Toledo, la calidad del arte de Pacheco se elevó notablemente, circunstancia que se evidencia en las pinturas que firmó en 1612 para el retablo que el sombrerero Miguel Jerónimo poseía en una capilla de la iglesia sevillana del Santo Ángel y que actualmente se encuentran dispersas. El tema principal del retablo era La muerte de San Alberto, que se encuentra en el Museo de Pontevedra, mientras que en el banco figuraban los retratos del donante y de su esposa que actualmente están en paradero desconocido. Entre 1612 y 1614 Pacheco realizó obras importantes, como La Virgen del Rosario, que se conserva en la parroquia de la Magdalena de Sevilla, y La Inmaculada, que pertenece a la Universidad de Navarra, que es por ahora la primera versión que se conoce de Pacheco de las varias que realizó con esta iconografía. En 1613 están fechadas las pinturas que se integran en el retablo de San Juan Bautista en la iglesia del Convento de San Clemente, donde representó cuatro profetas, los cuatro evangelistas y los cuatro padres de la Iglesia.
   Obra importante en la producción de Pacheco es El Juicio Final realizado para un retablo lateral de la iglesia del Convento de Santa Isabel de Sevilla, expoliada por el mariscal Soult en 1810 y conservada actualmente en el Museo de Castres en Francia. Esta pintura es de grandes dimensiones y está compuesta con un esquema simple basado en la contraposición de masas de personajes; posee, sin embrago, el aliciente de presentar el autorretrato del propio Pacheco, quien quiso situarse entre los bienaventurados. También son importantes por su trascendencia iconográfica las versiones que Pacheco realizó del tema de Cristo crucificado, cuyo primer ejemplar fechado aparece en 1614, obra que se encuentra en la Fundación Rodríguez Acosta de Granada. En ellas se representa a Cristo en actitud serena y estática, pero al mismo tiempo con cierto rigor y notoria expresividad, lo que en cierto modo propició los versos anónimos que alguien escribió en propia vida de Pacheco calificando a este Cristo como “desabrido y seco”.
   Para el refectorio del Convento de San Clemente de Sevilla Pacheco realizó en 1616 la mejor pintura de toda su producción, en la que se representa a Cristo servido por los ángeles en el desierto, obra que también fue sustraída durante la invasión napoleónica en Sevilla y que actualmente se conserva en el Museo de Castres en Francia; en la composición destacan admirables detalles de bodegón sobre la mesa y bellas figuras de ángeles músicos que acompañan a Cristo en su frugal comida. De esta fecha era también la representación de San Sebastián atendido por Santa Irene, que Pacheco pintó para el Hospital de Alcalá de Guadaira y que se destruyó en 1936.
   Gran difusión e influencia sobre otros pintores tuvieron las diferentes versiones del tema de la Inmaculada que Pacheco realizó en Sevilla. Entre las más importantes que actualmente se conocen, pueden citarse La Inmaculada con el retrato de Miguel del Cid, fechada en 1619 y conservada en la Catedral de Sevilla y La Inmaculada con el retrato de Vázquez de Leca, fechada en 1621 y de colección particular en esta ciudad.
   Por estos años Pacheco debió de realizar las representaciones de San Joaquín y Santa Ana arrodillados ante la Puerta Dorada y El sueño de San José, cuyo destino fue la capilla de la Anunciación del Colegio de San Hermenegildo en Sevilla, conservadas actualmente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
   Una de las mejores obras realizadas por Pacheco está firmada en 1624 y es La Inmaculada que se conserva en la iglesia de San Lorenzo de Sevilla; la descripción de la figura de la Virgen es similar a las anteriores Inmaculadas de 1619 y 1621 antes mencionadas, aunque en ésta se observa una mayor calidad técnica.
   También es relevante el Retrato de un caballero, firmado en 1625, que se conserva en el Museo de Williamstown y que muestra en su rostro una intensa expresividad anímica. De 1628 es una de las obras más amables de Pacheco: Los desposorios místicos de Santa Inés, que pertenece al Museo de Bellas Artes de Sevilla; en esta obra el artista consiguió plasmar, como nunca lo había hecho antes, profundos sentimientos imbuidos en un intenso intimismo espiritual. 
    Hacia 1630, cuando aún le quedaban catorce años de vida, se percibe que el ciclo creativo de Pacheco estaba agotándose; por estos años, el empuje del naturalismo barroco protagonizado por pintores mucho más jóvenes que él, como Zurbarán y Herrera, sobrepasó su creatividad y ante estas circunstancias no supo o no quiso reaccionar y por el contrario se empeñó en mantener formas artísticas que ya eran parte del pasado. De 1630 es el Retrato de Francisco Gutiérrez de Molina y el de su esposa Jerónima Zamudio, que se conservan en la predela del retablo de la Inmaculada, llamada popularmente “la Cieguecita”, realizado por el escultor Juan Martínez Montañés en la capilla que dichos personajes poseían en la Catedral de Sevilla.
   Documentado en 1631 se encuentra el retablo que el ensamblador Jerónimo Vázquez realizó para el Convento de la Pasión de Sevilla, cuyas pinturas se atribuyen a Pacheco. Son estas obras: La oración del huerto, La coronación de espinas, La Flagelación y Cristo con la cruz a cuestas, advirtiéndose en ellas tan sólo una discreta calidad en la configuración del dibujo y en la plasmación del colorido. También posteriores a 1630 son los retratos por parejas de Una dama y un caballero jóvenes y de Una dama y un caballero ancianos, que proceden de la predela de un retablo del Convento del Santo Ángel de Sevilla. De muy modesta calidad técnica es la representación pintada en cobre de San Fernando recibiendo las llaves de Sevilla, fechada en 1634 y que pertenece a la Catedral de dicha ciudad. Igualmente modesta es también la factura del Cristo crucificado, fechado en 1637, que se conserva en una colección particular de Madrid.
   El último gran encargo que recibió Francisco Pacheco data de 1637 y es el San Miguel Arcángel que fue pintado para un retablo de la iglesia de San Alberto de Sevilla; esta obra se encuentra actualmente en paradero desconocido y sólo puede hacerse referencia a ella a través de una vieja fotografía. Dicha imagen testimonia que, al final de su vida, Pacheco tenía las mismas dificultades técnicas que había arrastrado durante toda su vida a la hora de configurar la anatomía humana, puesto que en la figura de san Miguel se advierten formas en exceso severas y rígidas.
   Ésta fue la postrera obra de importancia realizada por Pacheco y en ella se revela el arcaísmo de sus principios artísticos en una fecha en que el espíritu del Barroco comenzaba a triunfar ya en Sevilla, evidenciando que se había negado a aceptar las novedades estilísticas que habían impuesto los nuevos tiempos.
   Fue Francisco Pacheco un artista esencial dentro del panorama pictórico sevillano de la primera mitad del siglo xvii, pudiéndose afirmar, sin embargo, que no fue un pintor de primer orden, pero sí un importante intelectual y teórico que gozó de una intensa relevancia.
   En efecto, fue hombre docto y erudito y ejerció una notoria incidencia sobre sus colegas contemporáneos y también sobre los de generaciones más jóvenes que la suya (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
      Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Aparición de la Virgen a San Ramón Nonato", de Francisco Pacheco, en la sala III (y en el Claustro Mayor, una reproducción) del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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domingo, 30 de agosto de 2020

La pintura "Calvario", de Lucas Cranach, en la sala II del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Calvario", de Lucas Cranach, en la sala II del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.  
   Hoy, domingo 30 de agosto, como todos los domingos, ha de considerarse como el día festivo primordial para la Iglesia. Es el primer día de cada semana, llamado día del Señor o domingo, en el que la Iglesia, según una tradición apostólica que tiene sus orígenes en el mismo día de la Resurrección de Cristo, celebra el Misterio Pascual.
      Y qué mejor día que hoy para ExplicArte la pintura "Calvario", de Lucas Cranach, en la sala II, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
     El Museo de Bellas Artes, antiguo Convento de la Merced Calzada [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
   En la sala II del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Calvario", de Lucas Cranach (1472-1553), siendo un óleo sobre tabla en estilo renacentista, pintado hacia 1538, con unas medidas de 0'85 x 0'56 m., y procedente de la Venerable y Santa Escuela de la Natividad de Cristo, de Sevilla, tras la adquisición por parte del Estado, en 1971.
   Este Calvario de Lucas Cranach adquiere una especial significación dentro de los fondos del museo, tanto por su excepcional calidad como por la escasa representación de la pintura renacentista alemana en las colecciones españolas.
   El centro de la composición está ocupado por la representación de Jesús crucificado y a ambos lados, simétricos y oblicuos, casi de perfil, las figuras del buen y el mal ladrón, Dimas y Gestas respectivamente. Jesucristo se representa en el momento de la expiración, cuando alzando la mirada al Padre pronuncia la frase: "Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu", que aparece escrita en alemán en la parte superior de la pintura ("Vater in dein hendt befil ich mein gaist").
   Las tres cabezas tienen una profunda expresión dramática y están ejecutadas con maestría extraordinaria. En la parte inferior aparece el centurión a caballo, vestido a la moda germana de la época en que se realizó la pintura, lo que supone un anacronismo. De sus labios sale la siguiente frase escrita en alemán: "Verdaderamente este Hombre era el Hijo de Dios" ("Warlich diser mensch ist gotes sun gewest"). El fondo aparece dividido por un horizonte bajo, entre un cielo que se muestra totalmente oscurecido y un paisaje árido con la representación de la ciudad de Jerusalén en la lejanía.
   La pintura muestra su estilo de madurez, de superficies lisas y brillantes, pulidas como esmaltes, en las que sobre fondos oscuros se recortan las figuras con nítidos contornos. En primer plano, en la roca grande de la derecha, está la firma con el dragón que le fuera otorgado como blasón y fechada en 1538. (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
   Lucas Cranach, nacido en 1472 en la población de Kronach en Franconia, de donde tomó el apellido; aprendió el oficio de pintor con su padre y en su juventud vivió en Viena; en 1505 abandonó esta ciudad para trasladarse a Witenberg, donde trabajó al servicio del elector Federico el Sabio. Su carrera pictórica en esta localidad fue triunfante y reputada, puesto que el elector Federico le otorgó un blasón consistente en una pequeña serpiente coronada, que utilizó como firma en sus pinturas. Fue amigo de Lutero y pintó para él, al servicio de la ideología protestante. lo que no fue óbice para para que en numerosas ocasiones trabajase también para los católicos, como lo prueban las numerosas pinturas realizadas para el cardenal Alberto de Brandeburgo, enemigo acérrimo de Lutero.
   A partir de 1520 consolidó su posición social, adquiriendo una farmacia y una imprenta, llegando a ser senador y burgomaestre de la ciudad. No por ello disminuyó su actividad pictórica, lo que le permitió la realización de numerosos retratos, episodios religiosos, escenas mitológicas, representaciones de caza y de banquetes.
   Después de Durero, Cranach fue considerado en vida como el más importante pintor alemán. Sus figuras al principio fueron un tanto rudas de expresión, pero progresivamente fueron adquiriendo una admirable movilidad y gracia expresiva, al tiempo que los paisajes que sirven de fondo a sus escenas aparecen, de acuerdo con la tradición flamenca bien aprendida en un viaje de juventud realizado a aquellas tierras, vistosas descripciones geográficas pormenorizadamente descritas.
   Desde las primeras décadas del siglo XVI las obras de Cranach rebosan exquisita elegancia y sensibilidad en sus desnudos femeninos, sobre todo en sus Ninfas, Venus, Lucrecias o Evas, cuyos cuerpos gráciles y curvilíneos presentan un subyugante atractivo y un sutileza erótica pocas veces superadas en la historia de la pintura.
   Posee el Museo una excepcional obra de Cranach firmada y fechada en 1538; es un Calvario en el que figura Cristo con los dos ladrones en el momento en que se va a producir la muerte del redentor y pronuncia las palabras "Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu", frase que aparece escrita en alemán en la parte superior de la pintura. Negros nubarrones inundan  la parte superior de la escena, aludiéndose al momento de la Expiración en el que se puso el sol; el artista ha querido también ofrecer la sensación de que en ese momento se produce un gran vendaval, puesto que el paño de pureza que Cristo ondea aparatosamente en el espacio. En la parte inferior de la escena aparece un elegante caballero vestido a la moda germana de la época de la pintura; cabalga sobre un hermoso corcel blanco y desempeña el papel del centurión, ya que de sus labios sale la frase "Verdaderamente este Hombre era el Hijo de Dios", escrita también en alemán. Procede también esta obra de la Escuela de Cristo de Sevilla, a la que había sido donada en 1804 por el presbítero de Badajoz Don Andrés de Trinidad. Fue adquirida por el Museo en 1971 (Enrique Valdivieso González, La pintura, en El Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de la Crucifixión
¿Por qué Jesús fue condenado a la crucifixión?
   Si sólo hubiese sido justiciable para sus correligionarios, como blasfemo debió sufrir el suplicio específicamente judío de la lapidación, el que padeció el protomártir san Esteban. Ciudadano romano, como san Pablo, habría sido condenado a la decapitación por hacha o espada. Pero al no ser ni una ni otra cosa, se le infligió el suplicio que correspondía a los esclavos fugitivos o en rebelión contra su amo (supplicium servite): la crucifixión.
   Este suplicio espantoso era esencialmente romano, pero de origen persa. Habría sido inventado para que el condenado no ensuciara la tierra, consagrada a Ormuz y por ello, sacrosanta.
La historicidad de la crucifixión
   La Crucifixión de Jesús sobre la colina del Gólgota es el hecho mejor probado de su vida; según los historiadores que se apoyan en el texto de Tácito (Anales, XV) hasta sería el único acontecimiento probado. «Nada en los relatos evangélicos, escribía Alfred Loisy -tiene consistencia de hecho, salvo la crucifixión de Jesús por sentencia de Poncio Pilato en virtud  de una causa  de agitación mesiánica.»
   No obstante, ese hecho fundamental que constituye la base del cristianismo también ha sido cuestionado. Ninguno de los textos citados constituye una prueba histórica incontrovertible, los mitologistas han tomado argumentos de ellos para emitir la hipótesis de que en ese caso, como en muchos otros, los evangelistas simplemente habían puesto en escena profecías mesiánicas cuya consumación les interesaba mostrar.
   Las fuentes de la Crucifixión de Jesús serían los Salmos 22 y 69.
   En el primero, el reparto de las vestiduras y la perforación de manos y pies están claramente anunciados:
          «¡Dios mío, Dios mio! ¿Por qué me has abandonado? 
          ( ...) me cerca una turba de malvados;
          han taladrado mis manos y mis pies ( ...)
          Se han repartido mis vestidos
          y echa n suertes sobre mi túnica.» 
    En cuanto a la hiel y al vinagre que bebe Cristo en la cruz, parecen tomados del Salmo 69.
          "(...) esperé que alguien se compadeciese, y no hubo nadie; 
          (...) Dierónme hiel en la comida
          Y en mi sed me abrevaron con vinagre."
   Según esta interpretación, la Crucifixión no sería más que una ficción destinada a dar la razón a las profecías de la Biblia, puesto que todas ellas debían consumarse.
   En la tragedia de la Muerte de Cristo deben distinguirse tres actos: Cristo con la Cruz a cuestas, Cristo esperando la muerte, y la Crucifixión en el Calvario.
La Crucifixión
   Es necesario distinguir dos fases:
   1. Jesús está clavado en la cruz.
   2. Jesús muere en la cruz.
   Sería conveniente dar a la primera operación el nombre de Crucificamiento y a la segunda, que es un estado y no una acción, el nombre de Crucifixión; pero en el lenguaje usual no se ha hecho esta distinción.
2. Jesús muere en la Cruz
   La imagen de Cristo en la cruz se impone al pensamiento de todo cristiano no sólo como la figura del sacrificio del Dios Redentor, sino como el emblema y la garantía de su propia salvación. Es el tema central de la iconografía cristiana, cuyo lugar tradicional es el eje del coro de las iglesias, el centro del trascoro o la vidriera axial del presbiterio.
   Para analizar los elementos de este tema tan complejo, estudiaremos en principio a Cristo crucificado cuya representación ha variado mucho a través de los siglos, reflejando al mismo tiempo la evolución de las doctrinas teológicas y el sentimiento religioso -la representación simbólica o pictórica que lo acompaña- y finalmente la leyenda de la Vera Cruz antes y después de Cristo.
A) Cristo en la cruz
   Si se quiere resumir en pocas palabras la evolución de este tema esencial del cristianismo, puede decirse que durante los primeros siglos cristianos, la Crucifixión fue eludida o evocada indirectamente mediante símbolos. Cristo aparece en la cruz con forma humana, sólo en el siglo VI. Hasta mediados del siglo XI, Cristo en la cruz está representado vivo, con los ojos abiertos. A partir de esta época se osó representarlo muerto, con los ojos cerrados. 
 Por lo tanto, deben diferenciarse tres fases en la iconografía de Cristo crucificado, que se han empleado sucesivamente: mediante símbolos, vivo en la cruz, y finalmente, muerto.
1. El cordero simbólico
   A los artistas paleocristianos les repugnaba poner ante los ojos de los fieles la muerte ignominiosa del Mesías, clavado en la cruz entre dos delincuentes rebeldes como si fuese un esclavo. Esta imagen fue erradicada al mismo tiempo por el arte de las catacumbas, que se inspira sólo en la esperanza de la salvación eterna, y por el arte triunfal de la época de Constantino, que sólo apunta a glorificar a Jesucristo.
   En los frescos de las catacumbas, el sacrificio de Cristo siempre está simbolizado mediante el tema pastoral del Cordero místico. Cuando se acabó la era de las persecuciones y el cristianismo se convirtió en la religión oficial del imperio, Constantino y Helena levantaron sobre la colina del Gólgota una gran cruz gemmada cuyo reflejo nos deslumbra en Roma, en el mosaico del ábside de Santa Pudenciana. Esa cruz, que simboliza la Crucifixión, es una crux nuda, desprovista de la imagen de Jesús.
   El arte paleocristiano se atrevió, cuando más, a inscribir en la intersección del asta con los brazos de la cruz, un tondo con la imagen de Cristo (Salterio Barberini). Todavía en el siglo VI, en los mosaicos de San Apolinar il Nuovo, en Rávena, el ciclo de la Pasión se detiene claramente en Cristo con la Cruz a cuestas.
   A falta de una imagen cristiana de Cristo crucificado se ha creído reconocer su caricatura pagana en un dibujo hecho a mano, que representa un Crucificado con cabeza de asno, descubierto en 1856 por Garrucci, en un muro del palacio imperial del Palatino. La existencia de esta caricatura autorizaría, lógicamente, a suponer la existencia de representaciones análogas en el arte cristiano.
   Sin embargo, no es seguro que el autor del garabato haya querido ridiculizar a Cristo. Ciertos arqueólogos se preguntan si no se trataría más bien del dios egipcio Set -que los griegos llamaron Typhon- adoptado por la secta gnóstica de los setianos, divinidad que, justamente, estaba dotada de una cabeza de asno. En tal caso habría que erradicar ese célebre graffito de la iconografía cristiana. Pero por ingeniosa que sea esta hipótesis, debe admitirse que si bien explica la cabeza de asno, no da cuenta de la presencia de la cruz.
2. El crucificado vivo y triunfal.
   A partir del siglo V el suplicio de la cruz perdió su carácter infamante y se corrió el riesgo de representar a Cristo clavado en el patibulum entre los dos ladrones.
   Las obras que representan la Crucifixión se volvieron de golpe muy numerosas. Las más conocidas, algunas de las cuales están fechadas con precisión, son una placa de marfil que se encuentra en el Museo Británico, el bajorrelieve de madera de la puerta de Santa Sabina, en el Aventino, una miniatura del Evangeliario sirio de Rabbulos (586), una ampolla palestina del tesoro de Monza y un fresco del siglo VIII de la iglesia romana de Santa María la Antigua, al pie del Palatino.
   Además de las realizaciones que han perdurado hasta hoy, hay otras señaladas por los textos. Gregorio de Tours informa hacia 590 (In Gloria Martyrum) que una pintura que representaba a Cristo en la cruz existía en su tiempo en la iglesia Saint Gènes, de Narbona, y que su desnudez escandalizó.
   Esas primeras Crucifixiones pertenecen a dos tipos muy diferentes.
   En Santa Sabina de Roma, Cristo está representado en actitud de orante, sus pies no están clavados y se apoyan en el suelo, está representado igual que en el marfil del Museo Británico, desnudo, apenas cubierto con un estrecho ceñidor. Ese tipo perduraría en las miniaturas carolingias, donde la desnudez de Cristo imberbe y juvenil sólo está velada por un ceñidor.
   Por el contrario, en las Crucifixiones del tipo sirio, que son las más numerosas. Cristo siempre está vestido con una larga túnica sin mangas llamada colobium. El ejemplo más antiguo es la famosa miniatura del Evangelio sirio de Rabbulos, donde se ven aparecer por primera vez los elementos simbólicos y realistas de todas las Crucifixiones posteriores: el Sol y la Luna, el Lancero, el Portaesponja,  los soldados echando a suertes la túnica sin costuras. En ese modelo se inspira el fresco de la iglesia románica de San Maria la Antica, que en el siglo VII estaba a cargo de monjes sirios. Este tipo de Cristo barbudo y con faldas se popularizaría en Occidente a causa de la Santa Faz (Volto Santo) de Lucca.
   ¿Por qué la Crucifixión realista reemplazó al símbolo del Cordero a partir del siglo VI? La única explicación válida para ese cambio de fundamental importancia es el triunfo de las nuevas doctrinas teológicas elaboradas en Bizancio para luchar contra las herejías.
   El docetismo monofisita, que absorbía la naturaleza humana de Cristo en su naturaleza divina, sólo adjudicaba a sus sufrimientos en la cruz un valor simbólico. Para refutar esta herejía mediante la parábola y la imagen, la Iglesia se vio obligada a insistir en el dogma de la Encarnación: recordó a los fieles engañados por el docetismo que los sufrimientos del Redentor no fueron vana  apariencia, que él fue realmente clavado en la cruz, en carne y hueso, en la forma humana en la que se había encarnado.
   Por ello el concilio de Trullo o Quinisexto,  que se realizó en Constantinopla en 692, recomendó a los artistas que en adelante representaran a Cristo no con el símbolo del Cordero, sino «con su forma humana». Así, no hacían más que confirmar una transformación de la iconografía operada desde hacía un siglo.
3. Cristo muerto
   Todas estas representaciones de Cristo en la cruz, sean cuales fueren las diferencias de detalles entre los tipos griegos y orientales, tuvieron durante mucho tiempo un rasgo común de fundamental importancia.  Sea juvenil  o barbudo, desnudo o vestido, Cristo siempre está representado vivo en la cruz, con los ojos bien abiertos. Pero no sólo está vivo, sino triunfal: en vez de la corona de espinas, lleva en la frente una diadema real. Con la cabeza erguida, el pecho recto, los brazos extendidos horizontalmente, se yergue sobre el madero de la infamia con la misma majestad que sobre un trono.
   A partir del siglo XI se comenzó a representar a Cristo muerto. Sus ojos se cierran, su cabeza cae sobre el hombro derecho, su cuerpo se desploma y flexiona: ya no es más que el cadáver de un hombre muerto en el suplicio que ha perdido toda majestad real y que sólo inspira compasión.
    ¿Cómo explicar esta extraordinaria revolución iconográfica? Se ha intentado hacerlo mediante consideraciones estéticas, por el empuje de una moda naturalista.
   Según Dom Hesbert, esta innovación procedería de una interpolación del Evangelio de San Mateo, que sustituyó al relato del Evangelio de san Juan.
   Si se osó representar a Cristo muerto, fue porque los teólogos enseñaban que su muerte se debió no a un proceso orgánico sino a un acto de su voluntad divina.
   Tal es lo que implica el rito griego del zeon, es decir, la comunión térmica con el vino calentado por agua caliente (zeon udor), símbolos de la sangre y del agua que brotaron calientes del costado de Cristo. Este rito está vinculado con la creencia en la incorruptibilidad del cuerpo de Jesús.
   Por ello, Teodoro Balsamón, patriarca de Antioquía, condenó como una herejía el rito de la Iglesia romana que emplea vino no calentado en el sacramento de la comunión, puesto que para él, ello equivale a creer que la divinidad ha abandonado el cuerpo de Cristo después de su muerte, de manera que el cadáver del Hombre Dios no se diferenciaría en nada de los cadáveres de los ladrones.
   Así, Cristo muerto conserva en su cuerpo incorruptible el calor de la vida, y el arte bizantino lo representaría a partir de entonces de acuerdo con esta doctrina teológica. El arte de Occidente sólo habría imitado a aquél.
   Esta tesis seductora, a decir verdad, promueve ciertas objeciones.
   ¿Por qué el rito del zeon, introducido en la liturgia de Constantinopla a partir del siglo VI no habría producido efectos en la iconografía de la Crucifixión hasta el siglo XI?
   Por otra parte, ¿cómo explicar la aparición simultánea en el arte de Occidente del tipo de Cristo muerto con los ojos cerrados? Italia lo adoptó en el siglo XIII, pero apareció mucho antes en Renania y en el norte de Francia. Se lo encuentra a partir del siglo XI en una miniatura del Sacramentario de San Gereón de Colonia, en el siglo XII en una vidriera de Chartres, en los misales de la abadía de Anchin (Biblioteca de Douai), de Saint Corneille de Compiegne (B.N., París) ¿Se dirá que esas miniaturas y esas vidrieras se inspiran en la teología y la liturgia bizantinas, formalmente condenadas por la Iglesia de Roma como una doctrina perniciosa, y una diabólica suggestio? ¿No resulta más verosímil atribuir el cambio a una transformación profunda de la sensibilidad cristiana cuyos inicios son éstos, y que se acentuaría a finales de la Edad Media?
   El misticismo sentimental que se desarrollará a partir del siglo XIII por la influencia de san Francisco de Asís, las Meditaciones del Pseudo Buenaventura y las Revelaciones de santa Brígida, revela, por otra parte, un espíritu muy diferente al de la teología bizantina. Ya no se trata de glorificar a Cristo manteniéndolo vivo en la muerte, sino de conmover  a los fieles con  el espectáculo  de sus padecimientos.
   Santa Brígida describe así a Jesús crucificado. «Estaba coronado de espinas. La sangre le corría por los ojos, orejas y barba; tenía las mandibulas distendidas, la boca abierta, la lengua sanguinolenta. El vientre hundido le tocaba la espalda como si ya no tuviese intestinos.»
   El arte de la Edad Media representó a Cristo en la cruz con este aspecto lastimoso. E incluso superó en horror a la alucinante visión de santa Brígida. En su retablo del convento hospital de los antonitas de Isenheim, donde se atendía a los apestados y sifilíticos, el pintor alemán Mathis Nithart (Grünewald) no vaciló en presentar a los ojos de los enfermos un Cristo no sólo muerto sino ya pútrido. Lo muestra cubierto de heridas sangrantes y verdosas a causa de la descomposición, de un realismo tan desmedido que es un horror casi insostenible; todo lo contrario del dogma bizantino de la incorruptibilidad del cuerpo del Redentor.
   Después de haber mostrado la evolución del tipo de Cristo en la cruz, al principio simbolizado por el Cordero, después representado in natura, ya vivo, ya muerto o incluso presa de la descomposición,  nos queda por examinar de qué manera está vestido y fijado a la cruz.
   Ni por la ropa ni por el modo de fijación a la madera de la cruz el arte cristiano ha demostrado la menor preocupación por la verdad histórica.
   Los esclavos romanos condenados al suplicio de la cruz estaban completamente desnudos. Méliton dice de Jesús: Nudus erat in cruce. A pesar de esa tradición, siempre se ha representado a Cristo crucificado, vestido ya con una larga túnica sin mangas, ya con un ceñidor anudado alrededor de la cintura. El colobium sirio o el perizonium helénico también son, uno y otro, poco «históricos». Estas convenciones indumentarias sólo se justifican por un escrúpulo de decencia del cual pocos artistas se han atrevido a liberarse.
   Antes que el colobium sin mangas que vemos en el Evangelio sirio de Rabbulos, el fresco de Santa María la Antigua y la Santa Faz de Lucca, el arte de Occidente prefirió el perizonium, que a veces se transforma en tema decorativo. Por la influenciad de los grabados de Schongauer, los pintores alemanes de los siglos XV y XVI, Durero y Lucas Cranach por ejemplo, hacen tremolar al viento, como una oriflama , los extremos de ese «Lendenschurz», calificado con el nombre pictórico de "Herrgotts-röcklein", cuyas volutas se vuelven tan complicadas como las líneas de un párrafo caligráfico.
   Sólo con el Renacimiento la pasión del desnudo se impuso a las conveniencias. Miguel Ángel, en su Cristo de la Minerva y en su Juicio Final de la capilla Sixtina, Benvenuto Cellini en su Crucifix de marfil de El Escorial, que escandalizó no sin razón la púdica devoción del rey de España Felipe II, se atrevieron a suprimir el ceñidor tradicional y representar a Cristo completamente desvestido. Pero estos casos de neo paganismo son excepcionales en el arte cristiano.
   ¿Jesús fue crucificado con la cabeza desnuda o tocado con la corona de espinas? Acerca de este punto reina la misma incertidumbre. En las Crucifixiones triunfales de la alta Edad Media, lleva la corona real. En el siglo XVII, Rubens y Van Dyck lo representan ya coronado, ya sin corona.
   En cualquier caso, la cruz casi siempre está rematada por el titulus o inscripción trilingüe, a veces tan ancha que parece un segundo travesaño .
   ¿Cómo fue fijado a la cruz el cuerpo de Cristo?
   Sabemos que en el antigüedad romana, los crucificados estaban sentados a horcajadas sobre una clavija de madera (sedile), especie de «misericordia », mucho me­nos confortable que la ménsula que aliviaba la fatiga de los canónigos de pie en las sillas del coro; esta clavija pasaba entre los muslos y sostenía el peso del cuerpo, prolongando así el suplicio con el pretexto de hacerlo menos inhumano. En la iconografía cristiana, este banquillo es reemplazado por una tablilla colocada bajo los pies (suppedaneum). Para emplear la terminología alemana, el Sitzpflock se ha transformado en Fusspflock. También aquí, esta derogación de la historia se jutifica por el decoro.
Los clavos de las manos y los pies
   Aunque no se hable de clavos más que en el relato del Evangelio de Juan, donde se narra la aparición de Cristo resucitado a santo Tomás, es una tradición universalmente recibida que Jesús fue fijado a la cruz no mediante cuerdas, sino con clavos. No obstante, su número nunca fue establecido de manera invariable. En las obras de la alta Edad Media, el cuerpo de Cristo está fijado por cuatro clavos, a partir del siglo XIII, con tres clavos solamente, porque los dos pies están puestos uno sobre otro.
   A partir de la Contrarreforma ya no se observa regla alguna. El teólogo Molanus (Vermeulen), en su tratado de las Santas Imágenes que registra la teoría del concilio de Trento, deja a los artistas toda la libertad en este detalle. Guido Reni pintó un Cristo crucificado con tres clavos (iglesia de San Lorenzo in Lucina, Roma).
   Simon Vouet retornó al empleo de cuatro clavos (Museo de Lyon). En cuanto al escultor Montañés, que se inspira en las Revelaciones de santa Brígida, cruza los pies de Cristo uno sobre el otro perforándolos ilógicamente con dos clavos.
   Se ha querido saber si los dos clavos de las manos habían sido hundidos en las palmas o en los puños del crucificado. Los anatomistas han observado que el peso del cuerpo habría desgarrado inexorablemente los tejidos de las palmas, incapaces de soportar un esfuerzo de tracción tan grande, y que en consecuencia, los verdugos debieron hundir los clavos entre los huesos de la muñeca, más resistentes. Pero si, como es probable, el cuerpo suspendido estaba sostenido por una clavija insertada entre los muslos, la objeción cae. En todo caso, los artistas siempre han colocado las heridas de Cristo, al igual que los estigmas de san Francisco de Asís, en el medio de las palmas.
El Cristo de los brazos estrechos
   La actitud de Cristo suspendido de la cruz es muy variable: la posición de los brazos oscila entre la horizontal y la perpendicular.
   Cristo con los brazos ampliamente extendidos, significa que murió por todos los hombres, es el Cristo católico, al tiempo que el Crucificado con los brazos poco abiertos o estrechos, sería el jansenista, que reserva la gracia a unos pocos elegidos. Esta denominación es errónea, puesto que los brazos en posición perpendicular aparecen a finales de la Edad Media, mucho antes que Jansenio y su doctrina de la gracia, y suele encontrárselos en los pintores del siglo XVII auténticamente católicos y hasta vinculados con los jesuitas, tales como Rubens (Museo de Toulouse), Van Dyck y Le Brun.
Las diferentes formas de la cruz
   Los Evangelios no dicen nada preciso acerca de la forma de la cruz. La palabra griega stauros puede designar un simple poste y no implica, como la palabra latina crux, el cruzamiento de dos vigas. Según parece, originalmente se representó a Cristo fijado a un poste. Pero la tradición que asegura que Cristo tuvo las manos clavadas y los brazos extendidos sobre el madero, hizo prevalecer la forma de una cruz de travesaño, compuesta  de dos elementos ensamblados.
   Si este fue el tipo adoptado, ello también se debe a que la cruz ofrece a los fieles la imagen emblemática de un orante estilizado. Ella se convertía también en el símbolo de la oración.
   Ya sea muy baja o muy alta, la cruz ofrece en la iconografía cristiana numerosas variantes que se pueden reducir a tres tipos:
l. La cruz escuadrada.
2. La cruz verde o Árbol de vida (Lignum Vitae).
3. La cruz viva o braquial.
1. La cruz escuadrada
   Es el tipo más común, constituido por el ensamblaje de dos vigas escuadradas.
   Sus brazos (segmentos horizontales) pueden ser iguales o desiguales al pie y a la cabeza (segmentos verticales inferior y superior): en el primer caso se la llama cruz griega y en el segundo, cruz latina.
   a) Cruz griega. Entre las cruces de segmentos iguales, se distingue, de acuerdo con la forma de sus extremos, la cruz ansada (cruz ansata, Henkelkreuz), cuya ex­tremo superior termina en un pequeño anillo; la cruz gamada (crux gammata, Hakenkreuz), también designada con el nombre hindú de svástika, cuyos cuatro segmentos terminados en gancho se asemejan a la letra griega gamma.
   El origen de estas cruces es muy anterior al cristianismo. La cruz ansada es de origen egipcio. En cuanto a la gamada, puede encontrársela en épocas tan remotas que su primitivo significado resulta oscuro ¿Era un emblema solar o de fecundidad? Lo cierto es que se asemeja a un embrión estilizado y se ha comprobado que se aplicaba, en la alfarería antropomórfica o en los ídolos esculpidos, en el lugar de los órganos genitales. Sea como fuere, durante siglos estuvo reducida a la condición de simple ornamento, y sólo recuperó una vida temible en época reciente, al convertirse en el símbolo del nacionalismo racista de los alemanes, oponiéndose por ello a la cruz de Cristo.
   La cruz potenzada es una cruz griega cuyos extremos se acaban en caveto, seguido de un ángulo recto.
   La cruz de Malta tiene los extremos ensanchados. La cruz de san Andrés o de Borgoña tiene los travesaños cruzados en forma de X, por ello en latín se la denomina cruz desussata (de decem, "diez", escrito en cifra romana: X).
   b) Cruz latina. Se caracteriza por la desigualdad de sus segmentos, los verticales o asta son más largos que el travesaño horizontal, o brazos.
   También comporta numerosas variedades.
   La crux commissa o patibulata  (con forma de horca), que se llama cruz de San Antonio, adopta la forma de la letra griega tau.
   La crux immisa tiene un asta que sobrepasa el travesaño.
   La cruz patriarcal o cruz de Anjou, que se convirtió en la cruz de Lorena, se diferencia por tener doble travesaño. La Cruz papal tiene tres, igual que la tiara, es una triple corona. Esta multiplicación de los travesaños se explica por la adición a los brazos de la cruz del titulus inscripción y del suppedaneum que sirve de soporte a los pies de Cristo. Puede que se trate también de la superposición de los dos emblemas de la Salvación en el Antiguo y Nuevo Testamento: la tau y la cruz.
   La Cruz horquillada (Gabelkreuz) es excepcional.
   Estas cruces multiformes varían, además, por su ornamentación.
   La cruz triunfal cubierta de piedras preciosas que el emperador Constantino hizo erigir en Jerusalén y que se reproduce en el mosaico del ábside de la iglesia de Santa  Pudenciana, en Roma, se llama cruz gemmada  (Gemmenkreuz).
   En la época gótica se adornó la cruz de tau o potenzada, recortando sus extremos en forma de trébol o de flor de lis (trebolada y flordelisada).
2. La cruz verde o Árbol de Vida (Lignum vitae)
   Por la virtud vivificadora de la Santa Sangre, el árbol muerto al que Cristo fuera sujeto, vuelve a la vida. Una popular antífona comenzaba por O crux, viride lignum. Esta idea mística, popularizada por san Buenaventura en su Lignum Vitae, ha inspirado un cierto número de obras de arte.
   Una variante del Árbol de Vida es la cruz podada (Kreuz mit Aststümpfen), compuesta por dos troncos de árbol no descortezados, a los cuales simplemente se han quitado las ramas. Con frecuencia el travesaño se curva por el peso del cuerpo del crucificado (Crucifixión de Isenheim), igual que un arco sometido a la tensión de la cuerda, para sugerir así la idea de un cuerpo que será proyectado hacia el cielo como una  flecha que dispara  un arquero.
   Pero el arte simbólico prefiere a la cruz podada, la cruz arborescente, de la que parten ramas floridas. Con frecuencia esas ramas llevan los frutos místicos que corresponden a los acontecimientos de la vida de Cristo. Y a veces son discos (tondos) en los que están inscritos los nombres de las virtudes del Redentor, o bien grandes hostias de blancura deslumbrante con el sello de la imagen del Crucificado entre la Virgen y san Juan.
   Este árbol de la Redención (Albero della Redenzione) es el atributo habitual de San Buenaventura.
3. La cruz viva o braquial
   Se ha llegado aún más lejos en esta «animación» de la cruz del Redentor: no satisfechos con darle una vida vegetal, con transformar la madera muerta en un tallo arborescente, el arte simbólico la convirtió en una criatura humana. Además del Árbol de la Vida, se imaginó una cruz viva o braquial, cuyas ramas están reemplazadas por brazos.
   De los cuatro segmentos de la cruz se ven salir y moverse brazos humanos.
   El brazo superior, erguido en medio de la cabeza de Cristo, abre con una llave la puerta de la Jerusalén Celestial.
   El brazo inferior, bajo los pies de Cristo, hunde a martillazos la puerta de los Infiernos, detrás de la cual aparece Satán encadenado y los justos del Antiguo Testamento que esperan su liberación.
   El brazo lateral derecho sostiene una corona encima de la cabeza de la Iglesia, que recoge la sangre de Cristo en un cáliz. A veces está montada sobre un león y rodeada por los cuatro evangelistas: san Mateo, san Juan, san Lucas y san Marcos, cada uno con sus atributos.
   Finalmente, el brazo izquierdo está armado con una espada que hunde en el cuerpo de la Sinagoga ciega montada en un asno. La Sinagoga tiene los ojos vendados y lleva en la mano un estandarte con el asta partida, donde hay un escorpión pintado, símbolo de la perfidia de los judíos.
   A los pies de la cruz está el esqueleto de Adán extendido horizontalmente, como en la Crucifixión esculpida en el tímpano de la portada central de la catedral de Estrasburgo.
   El arte francés, italiano y alemán nos ofrece numerosos ejemplos de este curioso tema: una miniatura del Hortus Deliciarum, pinturas anónimas del Museo de Cluny, en París, del Museo de Beaune, de San Petronio de Bolonia y de la Pinacoteca de Ferrara, el tímpano esculpido de San Martín de Landshut (1432); un fresco en Insbruck (Tirol); un cuadro de Hans Fries, en Friburgo (Suiza), xilografías... A estos ejemplos se agrega un fresco ruso del siglo XVII, en la  iglesia de San Juan Bautista de Iaroslav, sobre el río Volga.
   El fresco de laroslav -escribe Paul Perdrizet, que lo comentó en 1923 en una revista alsaciana- es una representación «completamente única». Y agrega: «El brazo izquierdo de la cruz se termina en un brazo humano que detiene la Muerte y la desmonta en el momento en que sobre un caballo negro del Erebo (sic) se lanza contra el Crucificado.»
   Allí hay un doble error. Ese motivo está lejos de ser único, puesto que se pueden citar al menos una  decena de ejemplos anteriores en el arte de Occidente. Además, la interpretación que hace Perdrizet es pura fantasía. La Muerte que se precipitaría contra el Crucificado es simplemente la Sinagoga a la cual el brazo de Cristo parte el cráneo con un mandoble, y el «caballo negro del Erebo» que le sirve de montura es, más prosaicamente, un asno que encarna, al igual que el macho cabrío, uno de los símbolos tradicionales del judaísmo.
   Para convencerse de que ese es el significado de esta representación, basta observar que la figura que hace juego con la Sinagoga es la Iglesia, encima de la cual el otro brazo de la cruz braquial suspende una corona.
   Lo cierto es que el fresco de Iaroslav, que combina los temas del Árbol de vida y de la cruz viva no es una creación original. El pintor moscovita la ha calcado de un prototipo occidental. probablemente un grabado tomado de la Biblia holandesa de Piscator. Pero tuvo la precaución de rusificar el modelo introduciendo en el decorado una iglesia de cinco cúpulas bulbosas.
   Cualquiera sea el sentido de esta alegoría, debe admitirse que la cruz braquial es una monstruosidad estética cuya desaparición no lamentará nadie.
El color de la cruz
   Los relatos de los evangelistas resultan poco explícitos tanto acerca del color como de la forma de la cruz de Cristo.
   En las vidrieras francesas del siglo XII está pintada ya de verde, ya de rojo. En la fachada occidental de la catedral de Chartres, en la vidriera de la Pasión, el Crucificado está clavado en una cruz verde. Es la traducción plástica de la antífona que comienza con estas palabras: O crux, viride lignum.
   El color verde de la cruz, tanto si es escuadrada o podada, significa que la cruz salvadora no es una madera muerta sino el Árbol de Vida.
   Por el contrario, en el coro rectangular de la catedral de Saint Pierre de Poitiers, la magnífica vidriera de la Crucifixión nos muestra a Cristo clavado a una cruz roja del color de la sangre. Se adivina la intención del pintor vidriero para quien esta "cruz más roja que herida que sangra" simboliza no el Árbol de Vida, sino el sangriento sacrificio del Redentor.
B) La representación simbólica
   A diferencia del crucifijo donde Cristo se representa aislado, la Crucifixión siempre se acompaña con una representación simbólica o pictórica.
   Antes de convertirse en un cuadro vivo y espectacular que reúne en la cima del Gólgota a todos los protagonistas y actores de reparto del drama, como sobre la escena de un teatro, la Crucifixión ha sido concebida como la unión simbólica del Antiguo y el Nuevo Testamento.
   En las miniaturas y en las vidrieras prefigurativas, Cristo en la cruz está flan­queado por sus cuatro prefiguraciones bíblicas inscritas en tondos: Abel, que fue ases­inado por su hermano Caín, como Jesús por los judíos; la Serpiente de bronce curadora que Moisés hizo elevar sobre una pértiga, como lo fuera el Redentor sobre la cruz; la Fuente de agua viva que brotó de la roca golpeada por la vara de Moisés, como el agua del flanco de Jesús abierto por la herida de la lanza de Longinos; el Racimo de uvas de la Tierra Prometida suspendido de una pértiga, como Jesús crucificado cuya sangre roja llena el cáliz de la Iglesia.
   Aún con mayor frecuencia, Cristo aparece enmarcado en el cielo por el Sol y la Luna, en la tierra por la Iglesia y la Sinagoga, al tiempo que la calavera de Adán recuerda que la muerte del Mesías redimió el pecado Original.
1. El Sol y la luna.
   Fuentes en las Escrituras
   Los Evangelios  (Mateo, 27: 45; Marcos, 15: 33; Lucas, 23:44) informan que entre la sexta y la novena hora, es decir, desde el mediodía  hasta las tres de la tarde, el momento en que Cristo expiró, el sol se oscureció y las tinieblas cubrieron la tierra.
   Este eclipse simbólico recuerda una profecía del Antiguo Testamento (Amós, 8:9): "Aquel día, dice el Señor Yavé, / haré que se ponga  el sol al mediodía, / y en pleno día tenderé tinieblas sobre la tierra."
   El texto no explica por qué al sol se agregó la luna que no podía resultar visible al mediodía. Pueden darse tres razones de ello. La primera, es que se produjo una confusión entre los signos que acompañan la Muerte de Cristo y los que se producirán en el Juicio Final. En el Evangelio de san Mateo (24: 27 - 29) se lee: « ... así será la venida del Hijo del hombre ( ...) después de la tribulación de aquellos días, se oscurecerá el sol, y la luna no dará su luz...». Ese pasaje fue aplicado a la Crucifixión.
   La luna también convenía al arte simbólico que se complacía en ver en los dos sitios que se eclipsan no sólo la imagen de la naturaleza en duelo por la muerte del Redentor, sino también los emblemas del Antiguo y Nuevo Testamento. San Agustín compara explícitamente el Antiguo Testamento, inexplicable sin la intermediación del Evangelio, con la Luna, que toma su luz del Sol.
   Finalmente -y esta  explicación  tal vez nos exima  de las otras- los artistas que no pueden prescindir de la  simetría,  necesitaban  la  luna,  simplemente para  hacer pareja con el sol y equilibrar sus composiciones.
Orígenes paganos
   Los orígenes orientales y helénicos de estas representaciones astrales son indudables. Los monumentos dedicados en Persia al dios Mithra ofrecen cantidad de ejemplos de esta asociación del sol y la luna con una divinidad superior.
   Cinco siglos antes de la era cristiana, en el frontón del Partenón, Fidias había enmarcado entre el Sol que asciende y la Luna que desciende en el horizonte, el Nacimiento de Atenea, divinidad epónima de Atenas.
   Por otra parte, la Antigüedad pagana atribuía al Sol y a la Luna, consideradas residencias de los muertos, un significado funerario: así se comprende que el arte cristiano haya aplicado este simbolismo a la muerte de Cristo.
Iconografía
   Las representaciones de los dos astros tienen por otra parte un carácter pagano muy marcado. Y se clasifican en dos series: anicónica y antropomórfica.
   A veces el Sol está representado por un disco radiado, la Luna por un creciente inscrito en un círculo; pero en la mayoría de los casos los dos astros están personificados por divinidades paganas que no se tomaron el trabajo de cristianizarse. Son tanto bustos de Helios y de Artemisa sosteniendo una antorcha, como el Sol que conduce una cuadriga tirada por caballos al tiempo que la Luna se contenta más modestamente con una biga tirada por dos vacas.
   A veces ocurre que la Luna, transformada en Lunus, esté representada por un personaje masculino.
   El lugar que ocupan los dos astros simétricos encima de los brazos de la Cruz está regido por una especie de ceremonial planetario: al Sol siempre corresponde el lugar de honor, a la derecha de Cristo; la Luna está a su izquierda.
   Este ordenamiento, aunque tradicional, registra sin embargo algunas excepciones. En ciertas portadas de Evangeliarios, el Sol y la Luna están reemplazados por los animales del Tetramorfos. En una placa de oro repujado del Evangeliario Ashburnham (Margan Library, Nueva York) que procede de la abadía de Saint Denis, los astros están superpuestos encima de la cabeza de Cristo.
   Para dar la idea de un eclipse, los artistas recurrieron a procedimientos muy ingenuos: las nubes tapan un segmento de los discos del Sol y de la Luna o toda su superficie está cubierta de color oscuro.
   Para expresar la tristeza al mismo tiempo que el oscurecimiento, los dos astros personificados se tapan el rostro con las manos.
   En la Crucifixión del Salterio Jludov, el Sol da vuelta la cabeza.
   Al mismo tiempo que se eclipsa el Sol, el velo del templo se desgarra por el centro (velum Templi scissum est.). Esos dos símbolos tienen el mismo carácter antropomórfico. De la misma manera que los hombres de la Antigüedad expresaban su duelo no sólo velándose la cara, sino, además, desgarrando sus vestiduras, la ruina del templo de Jerusalén se anuncia por el desgarramiento del velo del santuario.
   El Sol y la Luna forman pareja con la Tierra y el Mar (Terra et Oceanus), que están al pie de la cruz.
2. La iglesia v la sinagoga
   Estos símbolos cósmicos no están solos.
   La Iglesia y la Sinagoga, que volveremos a encontrar en la iconografía del Juicio Final, donde simbolizan a los Elegidos y a los Réprobos, en las crucifixiones tienen la misma función antitética que el Sol y la Luna.
   En el momento en que Cristo expiró, el velo del templo se rasgó por el centro, desde arriba hasta abajo (Mateo, 27: 51). Dicha ruptura señala simbólicamente el fin del reinado de la Sinagoga a la cual sucederá la Iglesia de Cristo.
   A la derecha, la Iglesia, apoyada con orgullo en el asta de un estandarte, recoge la sangre de Cristo en un cáliz. A la izquierda, la Sinagoga, con los ojos vendados por un velo o una serpiente, empuña los fragmentos de su lanza quebrada, y, renunciando a la lucha, deja caer las Tablas de la Ley.
   A veces se observan curiosas variantes. En una miniatura del Hortus Deliciarum (siglo XII), la Iglesia reina sobre un animal de cuatro cabezas que simboliza a los Evangelistas, al tiempo que la Sinagoga está sentada sobre un asno que tropieza. En otras representaciones, monta un macho cabrío. En algunas miniaturas francesas del siglo XIII (Misal de la Biblioteca de Lyon, Misal de san Vanne en la Biblioteca de Verdun), se ve a la Sinagoga ciega golpear con su lanza al Cordero de Dios.
   En el Descendimiento de la cruz de B. Antelami, un ángel obliga a la Sinagoga a bajar la cabeza.
   Este tema ya aparece con frecuencia en el arte carolingio, y se lo encuentra en los marfiles y en las miniaturas (Sacramentario de Drogon, hacia 850); en el siglo XII pasó a la escultura monumental.
3. Adán al pie de la cruz
   El primer hombre por medio del cual entró el pecado en el mundo está representado simbólicamente al pie de la cruz redentora.
   Aparece en diversas formas, la mayoría de las veces, reducido a una cabeza o a una calavera; pero en ciertas ocasiones, con el esqueleto entero e incluso resucitado por la sangre divina.
     1. La calavera de Adán
   Los cuatro evangelistas recuerdan (Mateo, 27: 34; Marcos, 15: 62; Lucas, 23: 31; Juan, 19: 17), que la colina del Gólgota sobre la cual fuera crucificado Jesús, en arameo significa «calavera», sin duda porque la colina pelada tenía esa apariencia.
   Por eso casi siempre los artistas de la Edad Media incluyen la representación de una calavera al pie de la cruz, que parece ser, simplemente, un signo toponímioc, el jeroglífico del Calvario.
   Al principio sólo se vio en ella, indudablemente, el símbolo de la muerte solar, la cual se yergue triunfal la cruz, símbolo de vida.
   Pero no se trata de una calavera cualquiera. La leyenda la identifica con la de Adán, que habría sido enterrado en el Gólgota, en el mismo lugar donde se plantó la cruz de Jesús. En el momento en que el Salvador expiró, «la tierra tembló y se hendieron las rocas; se abrieron los monumentos, y muchos cuerpos de santos que dormían, resucitaron» (Mateo, 27: 52), por eso la calavera del primer hombre, enterrada desde hacía milenios, volvió a salir a la luz.
   En verdad, los evangelistas no hablan de Adán, la inclusión de éste es una pura invención de los teólogos que deseaban establecer una relación entre el pecado Original y la Muerte redentora de Cristo. La Cruz, construida con la madera procedente de una vara del árbol de la Ciencia plantado sobre la tumba de Adán, se consideraba brotada en su cráneo. La misma idea se expresa con una serpiente enrollada al pie de la cruz, que tiene en sus fauces el fruto de perdición.
   Ocurre que a la calavera de Adán se le agregue la costilla de la que saliera Eva, o bien se sustituya aquélla por ésta, emblema de la principal culpable del pecado Original.
   En Dafni, la calavera de Adán está rociada por la sangre que sale de las heridas de los pies de Cristo. Incluso a veces, como ocurre en un cuadro de la escuela de la Kunsthaus de Zurich del siglo XIV, la calavera puede estar colocada al revés bajo la cruz, y cumple la función de cáliz donde gotea la sangre del Redentor.
     2. El esqueleto de Adán
   En el arte de la Edad Media se conocen pocos ejemplos con el cuerpo de Adán extendido al pie de la cruz.
   El más antiguo es una miniatura del Apocalipsis del Beato que se encuentra en la Biblioteca Capitular de la catedral de Gerona (975). Al pie de la cruz donde la Sangre de Cristo gotea en un cáliz, reposa en un sarcófago el cuerpo de Adán, envuelto en fajas como una momia.
   Un dibujo a la pluma del Hortus Deliciarum iluminado en el siglo XII por los soldados de la abadesa alsaciana Herrada de Landsberg, muestra bajo la cruz ya no el cadáver sino el esqueleto de Adán acostado en un ataúd.
   Es probable que en este dibujo se haya inspirado el escultor anónimo del tímpano de la portada central de la catedral de Estrasburgo. La exactitud de la anatomía de las mandíbulas, de los huesos de la pelvis y de las articulaciones del codo, sorprende en una obra del siglo XIII, permite suponer que el artista copió un esqueleto que vio en una tumba abierta, ya en un osario medieval, ya en una necrópolis prehistórica.
   Esta innovación  no creó escuela, sin embargo puede advertirse la influencia de esta obra en el Juicio Final de la catedral de Friburgo, Brisgau (Suiza), donde al contrario de lo que ocurre en la tradición francesa, aparecen esqueletos entre los muertos resucitados.
     3. El Resurgimiento de Adán
   Después de la descripción de las señales que acompañaron la muerte de Cristo, en el Evangelio de Mateo (27: 52) se lee que "muchos cuerpos de santos que dormía, resucitaron".
   Los teólogos concluyeron que Adán fue devuelto a la vida por la virtud vivificadora de la sangre de Cristo.
   A partir del siglo X, en la miniatura del Apocalipsis de Gerona, Adán, nuevo Lázaro, abre los ojos bajo el rocío redentor de la sangre de Cristo, fuente de vida.
   Este tema era conocido por los bizantinos, porque en el siglo XII, en un mosaico de San Lucas en Fócida, se ve a Adán resucitado por la sangre divina, que abre los ojos al pie de la cruz.
   Pero los honores del enriquecimiento del tema se deben al arte Occidente.
   No se limitaron a representar a Adán al pie de la cruz y con los ojos abiertos, éste sale de su tumba. Ya elevando las manos unidas hacia el Redentor, ya recogiendo su sangre en un cáliz.
   Este tema se ha representado con frecuencia, a partir del siglo XII, en las cruces medievales de orfebrería. Citemos, por ejemplo, la bella cruz procesional de la iglesia de Tredos, en el valle de Arán (Lérida ): Adán sale semidesnudo de su tumba y une las manos.
   En Saint Michel de Lüneburg, en Westfalia, esta representación está acompañada por una inscripción explicativa: Adae morte novi, redit Adae vita priori. Por la muerte del nuevo Adán (Jesucristo), la vida regresa al primero.
   Es lo que muestra también una miniatura del siglo XIII en el Misal de Saint Remi (Biblioteca de Reims) donde la resurrección del primer hombre viene acompañada de esta inscripción explicativa: Ecce resurgit Adam cui dat Deus in cruce vitam.
   Una miniatura del siglo XIV, del Salterio de Robert de Lisle (Museo Británico), representa a Adán saliendo de la tumba.
   En el retablo de madera labrada de Saint Thibault en Auxois, que también se remonta al siglo XIV (hacia 1320), Adán resucitado se yergue al pie de la cruz del Redentor.
   La evolución de este tema comporta también una tercera y última etapa.
   En un Misal del Mont Saint Éloi (Biblioteca de Arras), iluminado hacia 1360, una miniatura evoca a Adán saliendo de su tumba para recoger en un cáliz la sangre de Cristo. El mismo tema se encuentra en el manuscrito Arundel del Museo Británico en una vidriera de la catedral de Beauvais y en el monumental crucifijo del municipio de Wechelburg, en Sajonia, que se remonta, aproximadamente a 1335.
   De esa  manera  se atribuye a Adán  resucitado el papel que habitualmente desempeña la figura alegórica de la Iglesia o los ángeles que planean alrededor del Crucificado.
4. Dios Padre
   Dios Padre aparece excepcionalmente en busto, encima de la cruz, para bendecir a su Hijo en el momento en que entrega el alma.
5. Los ángeles recogen la sangre de Jesús
   Este tema, que aparece en el siglo XIV, está inspirado en la creencia en los ángeles psicopompos que recogen en un lienzo inmaculado las almas de los muertos. Nada más gracioso que esos ángeles que vuelan alrededor de Cristo como golondrinas alarmadas y quejumbrosas.
   Su número es variable, a veces hay cinco, uno por cada herida, en ese caso cada cual lleva un cáliz en la mano. Casi siempre son tres, porque habría que hacerlos volar muy bajo para recoger la sangre de los pies: es la mejor solución plástica. Cuando su número se reduce a dos, el mismo ángel, con un santo Grial en cada mano, debe recoger la sangre de la mano derecha y de la herida del costado, lo cual no es una solución muy feliz.
   Los ángeles no se limitan a esa función  de recolectores de la sangre de las heridas en los cálices. Los hay que se lamentan, o se velan el rostro como si fuesen incapaces de soportar el horror del espectáculo. En un fresco italiano del siglo XIII que se encuentra en la capilla de San Silvestre, en Roma, un ángel quita la corona de espinas y la reemplaza por una corona real. Duccio inventa el gesto ingenuo de dos angelitos que, en los dos extremos del travesaño de la cruz, besan tiernamente las manos del Crucificado.
   Además hay un ángel delegado para recibir el alma del Buen Ladrón, al tiempo que un demonio coge el alma que escapa de la boca convulsa del Mal Ladrón.
6. El pelícano simbólico
   El simbolismo animal de los Bestiarios también tiene un papel en la Crucifixión.
   El pelícano que se abre el pecho para alimentar con su sangre a sus polluelos hambrientos, se considera un emblema de Jesucristo sangrando en la cruz para redimir a la humanidad. El arte se limita a ilustrar las palabras del Salmo l02: 7, que en la Vulgata están traducidas así: Similis factus sum pelicano (Me parezco al pelícano).
   El pájaro simbólico posado en lo alto de la cruz ha sido representado de dos maneras diferentes. En las obras más antiguas, se ve brotar de la cima del Árbol de la Cruz una rama verde en cuyo follaje ha anidado el pelícano. A partir del siglo XV, aparece simplemente posado sobre la madera de la cruz.
7. David y San Juan Bautista
   Para terminar con la representación simbólica de la Crucifixión, todavía se debe mencionar la introducción de personajes muertos antes que Cristo o nacidos muchos siglos después que él, y que en consecuencia no han podido asistir a su sacrificio.
   A veces se representan a cada lado de la cruz, al rey David y al precursor San Juan Bautista, a título de profetas de la Crucifixión.
   A David se atribuye, en efecto, el Salmo 22, donde se dice: «... han taladrado mis manos y mis pies (Forerunt manus et pedes meos).»
   En cuanto a san Juan Bautista, señala y saluda a Cristo en la cruz como lo hiciera ante el pueblo de Jerusalén cuando Jesús fuera a hacerse bautizar en el Jordán, diciendo: Ecce Agnus Dei.
   Este tema, bastante infrecuente, sólo se encuentra con cierta asiduidad en la pintura alemana de principios del siglo XVI.
   Con el mismo espíritu los pintores introdujeron en la escena de la Crucifixión santos e incluso donantes que se asocian anacrónicamente a ella por medio oración, de la misma manera que se los encuentra agrupados alrededor de la Virgen en una Santa Conversazione.
   Fra Angelico arrodilla al pie de la cruz al fundador de su orden, santo Domingo. En las Crucifixiones franciscanas, es san Francisco de Asís, naturalmente, a quien se reserva el privilegio. También se ve aparecer a san Jerónimo.
     C) La representación histórica
   En las Crucifixiones que buscan representar la realidad del acto de la Redención y no el símbolo, Cristo en la cruz aparece rodeado de personajes que tuvieron un papel activo o pasivo en el acontecimiento. Su número creció sin cesar entre el siglo XII y finales de la Edad Media, luego, se volvió un tema infrecuente.
   Según el número de personajes, pueden distinguirse numerosos tipos de Crucifixiones:
1. La Crucifixión con un solo personaje: Cristo está solo en la cruz.
2. La Crucifixión con tres personajes. A cada lado de la cruz están la Virgen y Juan. Es el tema de las cruces triunfales erigidas sobre mástiles o en los trascoros.
3. La Crucifixión con cuatro personajes. María Magdalena arrodillada al pie del crucifijo se suma a la Virgen y san Juan.
4. La Crucifixión como gran espectáculo, con la multitud invadiendo el Calvario.
   Este último es el que prevalece en el arte de finales de la Edad Media y el Renacimiento.
   Por la influencia de la puesta en escena de los autos sacramentales de la Pasión, los elementos simbólicos tienden a desaparecer para dejar su lugar a un «cuadro que no tiene nada de reconstrucción histórica (porque los anacronismos abundan en él), pero donde se juntan desordenadamente todos los actores y espectadores de la triple ejecución.
   Para el pueblo de la Edad Media, una ejecución era una diversión. Las horcas de los patíbulos atraían tantos curiosos como las portadas reales. Por ello se explica que la Crucifixión tendiera a convertirse en un espectáculo, como el cortejo de los Reyes Magos.
   Lo pictórico gana con ello, pero en detrimento de la unción, y a veces hasta de la decencia. Ciertas Crucifixiones del siglo XV hacen pensar involuntariamente en una "feria callejera", o en una ruidosa verbena en el Calvario.
   La nueva fórmula toma el principio de ordenación simétrica del tema simbólico enriqueciéndolo. En la multitud que pulula en el Gólgota destacan parejas simétricas que conforman la armadura inmutable de la composición: el Buen y el Mal Ladrón, el Lancero y el Portaesponja, la Virgen y San Juan, que corresponden respectivamente al Sol y a la Luna, a la Iglesia y a la Sinagoga, a David y a san Juan Bautista.
   Todos estos personajes pueden repartirse en dos categorías: actores y espectadores apiadados, indiferentes u hostiles.
1. Los Actores
   Los actores de reparto del drama  que protagoniza Jesús, son los dos Ladrones, el Lancero y el Portaesponja y finalmente los soldados que sortean las vestiduras del Redentor.
     1. Los dos ladrones
   Muy pronto la iconografía se esforzó en diferenciar al Buen del Mal Ladrón, llamados Dimas y Gestas, oponiéndolos, por una parte a Cristo, y por otra, entre sí.
   Para diferenciarlos del Redentor, a veces se los representa con los ojos vendados. 
Pero sobre todo se diferencian por la forma de la cruz y el modo en que están fijados a ella. Al tiempo que en el arte bizantino y en la pintura italiana que deriva de éste, los Ladrones están crucificados de la misma manera que Cristo, en cruces semejantes y clavados, los países del norte adoptaron otra fórmula: en vez de estar clavados como Cristo sobre una crux immissa, están atados con cuerdas a una crux commisa en forma de tau (T). Resulta de ello que los brazos de Cristo están extendidos, mientras que los Ladrones los tienen pasados por detrás del travesaño. En el tímpano de la iglesia de Saint Pons de Thomieres, al igual que sobre el Arca Santa de la catedral de Oviedo, aparece una curiosa variante: el travesaño de la cruz tiene dos perforaciones en las que están metidos los brazos de los Ladrones.
   Cabe señalar, de paso, que esta diferencia entre los instrumentos del suplicio es irreconciliable con la leyenda de la Invención de la Santa Cruz de santa Helena. No se habría necesitado un milagro para reconocer a la verdadera Cruz (Vera Cruz), es decir, la de Cristo, si las de los Ladrones eran de otra clase que la suya.
   Además, los verdugos les parten las piernas a golpes de maza, mientras que Cristo es atravesado por una lanzada.
   También se cuidó diferenciar al Buen del Mal Ladrón. El Buen Ladrón siempre se sitúa a la derecha de Cristo, es joven e imberbe, lo cual se corresponde con el ideal griego de belleza y de bondad, al tiempo que su compañero es barbudo. El bueno es calmo y resignado, mientras que el malo se retuerce entre las ligaduras como un Laocoonte apresado por serpientes. El primero eleva los ojos confiados hacia Cristo, mientras que el otro los baja o vuelve la cabeza. Un ángel recoge el alma del Ladrón arrepentido a quien Jesús ha prometido el Paraíso (Lucas, 23:43), al tiempo que un negro demonio con alas de murciélago se apodera del alma del impenitente.
   A título de curiosidad iconográfica, debe señalarse la manera del todo anormal en que los hermanos de Limbourg han representado al Mal Ladrón en las Muy Ricas Horas del duque de Berry. Está sujeto a la parte posterior de la cruz, de tal manera que da la espalda a los espectadores.
   En su Crucifixión del Museo de Amberes, Antonello da Mesina  imaginó un Mal Ladrón enardecido por el dolor, cuyo cuerpo está tenso como un arco.
     2. La lanzada del centurión
   El relato del Evangelio de Juan y las fuentes bíblicas. Los Evangelios sinópticos no dicen nada de la transfixión de Cristo por el lancero. Sólo en el Evangelio de san Juan (19: 28-37) se encuentra un relato circunstanciado de este acontecimiento: "Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la escritura, dijo: Tengo sed. ( ...) Fijaron en una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la llevaron a la boca. Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está acabado, e inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
   "Los judíos, como era el día de la Parasceve, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el día de sábado, por ser día grande aquel sábado, rogaron a Pilato que les rompiesen las piernas y los quitasen. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que estaba crucificado con Él; pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua. (...) esto sucedió para que se se cumpliese la Escritura: No romperéis ni uno de sus huesos."
   De ese relato resulta en principio, con evidencia, que los episodios de la esponja empapada en vinagre y de la transfixión por la lanza (aceto potatus, lancea perforatus) han sido inventados por el evangelista sólo para justificar la consuma­ción de las profecías del Antiguo Testamento. En los Salmos 69 y 22 estaba escrito "... y en mi sed me dieron a beber vinagre." Por otra parte, la Ley mosaica (Éxodo, 12:10, Números, 9: 12) prescribe que en ningún caso los huesos del cordero pascual deben quebrarse. Y como Cristo crucificado está asimilado al Cordero pascual, de allí deriva que las piernas de Cristo tampoco podían quebrarse. Por ello no se le inflige el crurifragium, que era la regla en la Antigüedad para asegurarse de la muerte de los condenados, y se la reemplazó por la lanzada.
   Según San Juan, Jesús ya estaba muerto cuando recibió la lanzada. Pero en la iconografía y la liturgia se encuentran las huellas de la otra tradición que se inspira en un pasaje interpolado del Evangelio de san Mateo, que dice que Jesús aún estaba vivo cuando el soldado le dio el golpe de gracia. Esta  tradición sobrevive en el responso Tenebrae del Oficio del Viernes Santo; y además, el erudito benedictino D. Hesbert de la abadía de Solesmes,  ha encontrado una serie de obras de toda naturaleza: miniaturas, frescos, baldaquino de oro de San Ambrosio de Milán, repartidas entre los siglos VI y XII, que representan incuestionablemente la Transfixión de Cristo vivo.
   Por lo tanto nos encontramos en presencia de dos tradiciones contradictorias: según el Evangelio interpolado de san Mateo, la transfixión del Redentor habría tenido lugar antes de su muerte; de acuerdo con san Juan, que se dice testigo ocular, habría ocurrido después.
   Interpretaciones fisiológica y simbólica del agua y de la sangre que corren de la herida de Cristo. La medicina moderna explica a su manera, sin recurrir al milagro, el humor sanguinolento, mezcla de sangre y de agua, que brotó de la herida de Cristo Jesús, que tenía predisposición a la  tuberculosis, simplemente habría contraído una pleuresía durante la noche de su arresto.
   Esta interpretación patológica parece pueril si se piensa que en el espíritu del autor del cuarto Evangelio y de los teólogos de la Edad Media, ese fenómeno cuenta menos como hecho real que como símbolo bautismal y eucarístico. El agua simboliza el bautismo, y la sangre, la eucaristía.
   En el arte prefigurativo, la Lanzada está enmarcada por dos prefiguraciones bíblicas: Eva, imagen de la Iglesia, sale de la costilla de Adán y Moisés hace brotar una fuente de la roca con ayuda de su vara.
   La Leyenda popular de Longinos y de Stephaton. La devoción de la Edad Media no podía contentarse con textos, auténticos o interpolados de los Evangelios canónicos y con símbolos imaginados por los clérigos. Lo que el pueblo quería conocer, sobre todo, eran los nombres del lancero y del portaesponja. De acuerdo a los Acta Pilati, se llamaban Longinos y Stephaton.
   La fuente del nombre Longinos es transparente: en griego, «lanza» se longke. Longinos sólo sería una lanza personificada.
   Pero desgraciadamente no había acuerdo acerca de la personalidad de Longinos. Juan sólo habla de un soldado anónimo que atravesó con su lanza el costado de Cristo. Pero los Evangelios sinópticos (Mateo, 27: 54; Marcos, 15: 39; Lucas, 23: 47) mencionan el testimonio de un centurión, quien, convertido por la muerte de Cristo, habría exclamado: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios (Vere Filius Dei erat iste)». Ese centurión inscrito en el Menologio griego en la fecha 16 de octubre, fue identificado con el lancero y bautizado Longinos, aunque sea poco razonable admitir que el mismo hombre haya podido atravesar el costado de Jesús y confesar su divinidad.
   La Leyenda Dorada lo convirtió en un héroe de novela. Se imaginó que era ciego: habría sido curado milagrosamente por una gota de sangre que brotó de la herida del Redentor.
   Ese es el fabuloso Longinos (puesto que resulta difícil de creer que los romanos hayan empleado soldados ciegos para asestar el golpe de gracia a los condenados a muerte) que adoptó la Iglesia católica. Y hasta lo convirtió en un santo figura en el Martirologio romano, en la fecha 15 de marzo: su lanza se convirtió en una de las más insignes reliquias de la basílica de San Pedro de Roma.
   El resultado de esta combinación hagiográfica es que en el arte cristiano se encuentran dos Longinos que parecen excluirse, pero que, cosa curiosa, a veces han sido yuxtapuestos. En el gran retablo de Conrad de Soest. en Niederwildungen (1404) Westfalia, esos personajes duplicados forman pareja, a cada lado de la cruz: el centurión convertido tiene una filacteria en la cual está inscrito su "testimonio verídico" (Vere filius Dei erat iste) y el ciego, guiado por un escudero, hunde su lanza en el costado de Cristo, cuya sangre ha de devolverle la vista.
   La iconografía de san Longinos es bastante rica. Mantegna lo representó entre los patrones de Mantua en la Madonna della Vittoria (Louvre). Mathis Nithart (Grünewald) le hace un lugar, a título de heraldo de la divinidad de Cristo, en su pequeña Crucifixión de Basilea.
   En la pintura barroca, la obra más poderosa inspirada por este tema es el célebre cuadro Lanzada, de Rubens, que se encuentra en el Museo de Amberes.
   La Edad Media se interesó mucho menos en el portaesponja que en el lancero, llamado generalmente Stephaton, según los Acta Pilati, en el arte bizantino se le llamó Esopo, simple deformación de hisopo, de la misma manera que Longinos deriva de longke (la lanza). Los teólogos lo convirtieron en el símbolo de los judíos recalcitrantes, para oponerlo al lancero, que simboliza a los gentiles convertidos. Por eso es siempre es situado a la izquierda de Cristo (el flanco de la Sinagoga). Se conocen muy escasas excepciones a esa regla. No obstante, en un Evangeliario irlandés del siglo VIII que se conserva en la Biblioteca de San Galo, en contra de la tradición, es el lancero el representado a la izquierda de Cristo.
   En cierto número de esculturas prerrománicas, en piedra o en orfebrería, Longinos y Stephaton están representados a cada lado de Cristo crucificado, con una rodilla en tierra.
3. Los soldados echan suertes sobre la túnica de Cristo
   Juan, 19: 23. «Los soldados, una vez que hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costuras, tejida toda desde arriba. Dijéronse, pues, unos a otros: No la rasguemos, sino echemos suertes sobre ella para ver a quién le toca, a fin de que se cum­pliese la Escritura: 'Dividiéronse  mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes.'»
   Esta referencia al Salmo 22: 19, es la mejor prueba de que el Evangelio ha tomado esta escena, como las precedentes, del Antiguo Testamento. Por otra parte, es muy verosímil, porque la ropa de los condenados pertenecía por derecho a los verdugos y a sus ayudantes, que obtenían con ello pequeños beneficios suplementarios.
   Los artistas eligieron tanto uno como el otro de los dos episodios indicados en el Evangelio según san Juan. A veces los soldados cortan las ropas de Cristo con un cuchillo (Partiuntur vestimenta); en la mayoría  de los casos, por el contrario juegan a los dados o a la murra (italiano morra) la túnica sin costuras que constituye un lote indivisible.
   Por lo general, en número de cuatro, están acuclillados en un rincón, en primer plano, y disputan con encono el pobre botín.
   Esos truhanes, que estarían más en su sitio alrededor de la mesa de una taberna, en la puesta en escena de la Crucifixión aportaron una nota picaresca que apreciaba mucho el público poco exigente del teatro de los Misterios.
2. Los espectadores
   Entre los espectadores, unos son parientes o discípulos que se lamentan y los otros simples curiosos que asisten con indiferencia a la Crucifixión del Redentor.
     1. Los Llorosos
         La Virgen
   En todas las Crucifixiones anteriores a finales del siglo XIII, la Virgen y San Juan, la madre y el discípulo preferido a quien Cristo agonizante había confiado y como encomendado uno al otro (Juan, 19: 26), forman pareja, uno a cada lado de la cruz, como el Sol y la Luna, el Buen y el Mal Ladrón, el Lancero y el Portaesponja. El lugar tradicional de la Virgen es a la derecha de su Hijo crucificado, mientras que san Juan se sitúa a la izquierda.
   En el siglo XIV se introdujo la costumbre de agruparlos a ambos del mismo lado.
          El segundo desmayo de la Virgen
   Este desplazamiento comporta un cambio radical en la actitud de la Virgen. Hasta entonces la Madre en duelo se mantenía estoicamente de pie bajo la cruz, puesto que no había nadie para sostenerla.
   En lo que expresan los tres primeros versos de la admirable endecha franciscana atribuida al hermano Jacopone di Todi:
          Stabat mater dolorosa
          Juxta crucem lacrimosa
          dum pendebat filius.
   A partir de entonces, se la ve desfallecer o caer hacia atrás en los brazos de San Juan o de las Santa Mujeres; con frecuencia se desmaya. El Desmayo reemplaza el Stabat.
   La Iglesia protestó energícamente contra esta manera de representar a la Virgen desfalleciente, que contradecía la tradición evangélica y que, además, era indecorosa ¿Convenía que la Madre de Dios fuera menos valiente que la madre de los siete hermanos Macabeos, que asistió a la tortura de sus siete hijos sin mostrar el menor síntoma de debilidad? Ciertos teólogos llegaron a calificar el Desmayo de la Virgen de indecencia.
   Desde el punto de vista artístico habría podido agregarse que este motivo presentaba además el grave inconveniente de crear un segundo centro de interés en la escena de la Crucifixión, y de quitarle unidad, desviando la atención de Cristo agonizando en la cruz.
   Pero todas estas objeciones resultaron ineficaces. Ese motivo más patético triunfó en el arte de la Edad Media, e incluso en el de la Contrarreforma (Lanfranc, Simon Vouet).
   El culto mariano, siempre invasor, exigía que en todos los temas evangélicos se precediera a la Virgen un lugar cada vez más importante, y que la Compasión de la Madre fuese mostrada al mismo tiempo que la Pasión del Hijo.
   Esta invención, más emotiva que racional, concuerda tanto con la sensibilidad religiosa de los siglos XV-XVII, que se la multiplicó de manera desmedida. María se desmaya en tres oportunidades, en el momento en que está Cristo con la cruz a cuestas, en ocasión de la Crucifixión y en el Descendimiento.
   No obstante, parece que se dudó largo tiempo antes de representar a la Virgen desfalleciendo y perdiendo el conocimiento al pie de la cruz. Si se sigue de cerca la evolución de este motivo, puede comprobarse que existe toda una gama de transiciones o gradaciones entre el Stabat y el Spasimo. En el arte del siglo XIV, la Virgen, que se siente desfallecer y necesita ser sostenida, todavía está de pie y tiene fuerzas como para mirar a Cristo. Sólo en las pinturas del siglo XV se la ve sentarse o caer al suelo.
   Más tarde, por la influencia de los jesuitas y de la nueva devoción de los Siete Dolores, el motivo del Desmayo fue reemplazado por la espada simbólica que atraviesa el corazón de la Madre dolorida.
   En las obras que acusan la tradición oriental, la Virgen se lleva la mano izquierda a la mejilla: el arte antiguo expresaba el dolor con ese gesto. En otra parte, cruza las manos sobre el pecho. En Aquileia, su mano derecha se apoya sobre la de una de las Santas Mujeres, compasiva, que quiere consolarla.
   Ciertos rasgos legendarios o simbólicos que se encuentran en la pintura de los siglos XIV y XV no son más que curiosidades iconográficas.
   a) La Virgen, asistida por San Juan, suplica al centurión que no rompa las piernas de su Hijo como lo hiciera a los dos Ladrones. Esta escena conmovedora pirada por las Meditaciones del Pseudo Buenaventura, fue ilustrada en el siglo XIV, en un manuscrito sienés de Juana de Evreux, y en el siglo XV en las Horas de Rohan (B.N., París).
   b) La Virgen recibe en pleno pecho el chorro de sangre que brota del costado del Crucificado y que parece atravesarla como una lanzada. Díptico parisino de marfil de Kremsmünster (siglo XIV).
   c) La Virgen extiende su manto azul para recibir la lluvia de sangre que cae desde los pies de su Hijo clavado en la cruz.
   Este detalle aparece en un tríptico español del Museo de Valencia, dedicado a la Santa Cruz y procedente de la cartuja de Porta Coeli.
   d) La Virgen adorando la cruz. Tema bastante infrecuente del cual se puede citar un ejemplo en el trascoro de la catedral de Chartres.
   San Juan permanece solo para representar a los apóstoles que se dispersaron después de haber traicionado, negado o abandonado a su Maestro.
   La Magdalena, que había perfumado y secado con su pelo los pies de Cristo vivo, siempre tiene su lugar habitual al pie de la cruz. A veces enjuga con su cabellera rubia la sangre que fluye de las heridas de Cristo muerto.
   Su desesperación siempre estalla con mayor violencia que en la Virgen quien estoica o desmayada, invariablemente mantiene en su dolor mudo la dignidad que corresponde a la Madre de Dios.
   Los pintores de Colonia de finales del siglo XV la representaron de buena gana arrodillada entre la Virgen y san Juan de pie, al pie de la cruz que abraza llorando.
   En una Crucifixión del pintor alemán G. Mälesskircher se la ve arrastrarse, literalmente.
   A estos tres personajes que conducen el duelo se agrega la compañía doliente de las Santas Mujeres, María Cleofás y María Salomé, que están mucho menos individualizadas y que tienen el papel del coro fúnebre en una tragedia.
          Los Indiferentes
   No corresponde insistir demasiado en los otros espectadores, que sólo son compaña. Están allí apenas para hacer número y amenizar la composición con la colorida diversidad de los justillos, los reflejos de las corazas, las plumas de los cascos, las grupas encaparazonadas de los caballos (Pfenning, 1449. Museo de Viena).
   Esos elementos pictóricos resaltan sobre un paisaje de fondo que en general está concebido en armonía con el tema. En el siglo XV Fra Angelico levanta la cruz contra un cielo azul. Pero en la obra de Lucas Cranach, las nubes de tormenta propinan sombra sobre el drama. Después del concilio de Trento, Guido Reni, Philippe de Champaigne, Rubens y sobre todo Rembrandt, retornaron al texto del Evangelio que muestra las tinieblas invadiendo la tierra en la hora en que muere Cristo.
          Reacción de la Contrarreforma contra los excesos pictóricos
   La Contrarreforma no podía dejar de reaccionar contra esta multiplicación de personajes que quitaba a la Crucifixión toda nobleza y dignidad.
   El "primer pintor" de Luis XIV, Charles Le Brun, expresó el pensamiento de toda su generación cuando postuló como principio que una Crucifixión,  para ser conmovedora, debe comportar sólo un pequeño número de personajes. La  que no tiene más que tres -según este artista- es la más perfecta.
   La nueva iconografía sólo admite a la Virgen de pie, a San Juan que está frente a la cruz y a la Magdalena  arrodillada  que abraza los pies de su amado Maestro.
   Más austero que el solemne Le Brun, el jansenista Philippe de Champaigne excluye a la pecadora de Magdala cuya presencia le resulta chocante en semejante sitio y momento (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
      Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Calvario", de Lucas Cranach, en la sala II del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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