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Intervención en el programa de radio "Más de uno Sevilla", de Onda Cero, para conmemorar los 800 años de la Torre del Oro

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miércoles, 31 de agosto de 2022

La antigua Cárcel, en Écija (Sevilla)

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte la antigua Cárcel, en Écija (Sevilla).  
     La antigua Cárcel, se encuentra en la plaza de los Remedios, 25; en Écija (Sevilla).
          Está documentado que el Cabildo ecijano dedicó el inmueble a mercado de granos o alhóndiga hasta el año 1742 y que entre 1744 y 1766 estuvo alquilado para alojamiento de los sargentos y cabos del Batallón Provincial. Tras la extinción de los Cuerpos de Milicias el año 1846, el Coronel comandante del Batallón hizo entrega al municipio del edificio, que a partir de ese momento lo dedicó a Cárcel pública. Un largo litigio entre el Ayuntamiento y el ramo de Guerra se entabla entre 1855 y 1866 para volverlo a utilizar como acuartelamiento y alojar al Batallón Provincial de Écija, pero el municipio se negó a ello alegando no poseer en propiedad otro edificio para Cárcel Pública. Fueron, pues, diferentes las intervenciones en este inmueble dado los cambios de utilización y así, una placa de mármol rosáceo en la fachada nos lo recuerda, perteneciente al reinado de Dª Isabel II.
     Este inmueble, conocido actualmente como Antigua Cárcel, se ubica en la Plaza de los Remedios nº 25-A, esquina con Plaza de Puerta Cerrada. El edificio, tal como ha llegado hasta nosotros y con las modificaciones anteriormente apuntadas, presenta un aspecto macizo en su fachada, recorrida hasta casi la altura de cornisa por seis pilastrones que le sirven de contrafuertes. La antigua portada principal, hoy tapiada y con un vano de ventana, era adintelada, sobre el que se desarrolla un paramento moldurado. Sobre éste se encuentra la mencionada placa decimonónica y sobre ella el escudo de Écija coronado por un frontón triangular que sobresale de la línea de cornisa. En cuanto a su interior, no se conserva cosa alguna que nos recuerde su primitiva estructura. En base al plano del inmueble levantado por el Coronel Comandante Don Benito León y Canales, en Febrero de 1847, se hace una reconstrucción virtual del mismo (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
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La reproducción de la pintura "La última comunión de San Ramón Nonato", de Francisco Pacheco, en el Claustro Mayor del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la reproducción de la pintura "La última comunión de San Ramón Nonato", de Francisco Pacheco, en el Claustro Mayor del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.  
      Hoy, 31 de agosto, en Cardona, población de Cataluña, en España, Fiesta de San Ramón Nonato, que fue uno de los primeros compañeros de San Pedro Nolasco en la Orden de Nuestra Señora de la Merced, y es tradición que, por el nombre de Cristo, sufrió mucho para la redención de los cautivos (c. 1240) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
      Y qué mejor día que hoy para ExplicArte la reproducción de la pintura "La última comunión de San Ramón Nonato", de Francisco Pacheco, en el Claustro Mayor del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
     El Museo de Bellas Artes, antiguo Convento de la Merced Calzada [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
      En el Claustro Mayor del Museo de Bellas Artes podemos contemplar una reproducción de la pintura "La última comunión de San Ramón Nonato", de Francisco Pacheco (1554-1644), cuyo original se encuentra en The Bowes Museum, Barnard Castle, Co. Durham, Reino Unido.
      Francisco Pacheco nació en Sanlúcar de Barrameda en 1554 y realizó su aprendizaje en Sevilla  con Luis Fernández, artista que actualmente es desconocido. Comenzó su actividad como pintor hacia 1585 dentro del ambiente religioso de la ciudad, vinculándose también a los círculos aristocráticos, lo que le permitió obtener importantes encargos y gozar de un alto prestigio. En 1611 realizó un viaje a Madrid sabiéndose que estuvo en El Escorial y Toledo. En este viaje conoció a otros artistas y estudió colecciones de pintura lo que elevó notablemente el nivel de sus conocimientos. A partir de 1615 Pacheco alcanzó su plenitud creativa siendo durante años el pintor más famoso de Sevilla; pero con el paso del tiempo pudo ver la aparición de una nueva generación de artistas que practicaban un arte más modero y desarrollado que el suyo. En 1624 viajó de nuevo a Madrid esta vez con la pretensión de que sus méritos fuesen recompensados con el título de pintor del rey, cargo que pensaba obtener con el apoyo de Velázquez, su yerno. Sin embargo sus ilusiones no fueron colmadas y Pacheco hubo de regresar a Sevilla sin tan deseado título. En la última parte de su vida sus pretensiones artísticas disminuyeron al tiempo que sus recursos técnicos y cuando murió en Sevilla en 1644 su arte había sido totalmente superado por artistas más jóvenes como Zurbarán y Herrera el Viejo, que practicaron una pintura realista y descriptiva muy lejana al arte frío y poco imaginativo de Pacheco, basado en un dibujo firme y en una expresividad esquemática y convencional.
     Ha pasado Pacheco a la historia del arte español más que como pintor por sus aficiones literarias que le llevaron a escribir el Libro de los Retratos y El arte de la pintura, aportaciones fundamentales para el conocimiento de la vida de numerosos varones ilustres de su época y también de la teoría del espíritu de la pintura en su momento artístico.
     La obra de Pacheco en el Museo es abundante y alcanza  todas las épocas de su vida.
      Las más tempranas son las que realizó junto con Alonso Vázquez para el convento de la Merced de Sevilla, actual edificio del Museo. El encargo constaba de una larga serie de pinturas donde se narraban las vidas de San Pedro Nolasco y San Ramón Nonato. Las pinturas que han permanecido en el Museo de las realizadas por Pacheco, son La aparición de la Virgen a San Ramón Nonato y San Pedro Nolasco embarcando para redimir cautivos (Enrique Valdivieso González, La pintura, en El Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Ramón Nonato;  
    Nació en Cataluña en 1205, y fue motejado Non natus (no nacido), porque su madre murió antes de parirlo y practicaron la cesárea sobre su cadáver. Ingresó como misionero en la orden de la Merced (mercedarios), y fue apresado por los piratas berberiscos que lo retuvieron como rehén en Argelia y lo martirizaron atravesando sus labios con un hierro al rojo, luego pasaron un candado por los orificios, para impedirle que predicase el Evangelio.
Según la leyenda, habría recibido el santo viático de manos de Cristo. Murió en 1240.
CULTO
   Es el patrón de Cataluña. A causa de su difícil nacimiento, se lo consideraba protector particular de las mujeres embarazadas e incluso de las comadronas que las asistían durante el parto, y también de los recién nacidos.
   Se lo invocaba para facilitar los partos y para prevenir la fiebre puerperal. A causa de su cautiverio en Argel, también era protector de los esclavos.
ICONOGRAFÍA
   Sus atributos son cadenas y un candado que amordaza sus labios perforados por un hierro candente. Una custodia recuerda que en su lecho de agonía habría recibido la comunión de manos de Cristo o de un ángel (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de San Ramón Nonato, personaje representado en la obra reseñada
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   San Ramón Nonato (Monfort (?), último 1/3 s. XIII – Castillo de Cardona, Barcelona, diciembre de 1338). Mercedario (OdeM), redentor de cautivos, nombrado cardenal, fallece antes de recibir el capelo cardenalicio, santo.
   Fue uno de los célebres clérigos mercedarios, del antiguo Reino de Aragón, que desarrolló su vida en el último cuarto del siglo xiii y en los treinta y ocho primeros años del siglo xiv. Se puede afirmar que fue aureolado ya en vida por su extraño nacimiento, al ser sacado del vientre de su madre muerta —una de las cesáreas antiguas más célebres—, lo que le valió el sobrenombre de “nonnat”, nonato o no-nacido.
   La tradición habló siempre que había visto la luz en el pueblo de Portell. Ahora, al tener en cuenta los datos del Archivo Vaticano, se deduce que su lugar de nacimiento es un pueblo denominado “Monfort”.
   Actualmente se encuentra un Monfort en Valencia.
   También en el sur de Francia. Se sabe muy poco, documentalmente de su origen, infancia y juventud, pero no cabe la menor duda de que existió, fue redentor de cautivos, a quien horadaron los labios con un candado para que no predicase el Evangelio, y es el primer cardenal mercedario, aunque sin recibir el capelo cardenalicio, por fallecer en el ínterim.
   Ya adulto, ingresó en la Orden, entonces laical, pero que empezaba a tener un cierto número de clérigos, bajo la obediencia de un maestre general laico: hace su noviciado y profesión; luego, estudios y ordenación presbiteral. Desde 1317, fue uno de los que colaboró de cerca, probablemente, con Raimundo Albert (electo maestro general clérigo, en el capítulo general, al que asiste la casi totalidad de frailes mercedarios, laicos y clérigos, ciento noventa y cinco en total: ochenta y siete personalmente; los demás por sus “procuradores”, el 10 de julio exactamente, con abstención, al votar, de la mayoría de laicos. Desde entonces, la Merced pasa a ser Orden clerical, conservando laicos; algunos, durante cierto tiempo siguieron siendo comendadores, bajo la dirección de Albert, que gobierna desde 1317 a 1330).
   Desde luego se sabe, y así lo recoge toda la hagiografía mercedaria, lo mismo que la iconografía, que fue nombrado redentor en Argel, donde, a la vez, predica la fe cristiana. Esto le valió el que encadenasen sus labios con un candado. Fue redimido por los mismos mercedarios. Se deduce —según el historiador mercedario Guillermo Vázquez— que su nombre de familia o apellido era Surróns, pues así aparece también en el historiador Antillón, de la provincia de Aragón, que se lo comunica al historiador mercedario padre Vargas, residente en Roma (siglo xvii). Desarrolló, pues, su actividad durante el generalato del padre Albert, y luego, en parte, del siguiente, padre Berenguer Cantull (1331-1343).
   En un cuadro, recuperado por la Merced, obra del gran pintor Alonso Vázquez, que en 1603 lo compuso para el claustro del convento grande de Sevilla, junto al pintor Pacheco, el suegro de Velázquez, que habla de él, aparece como redentor, mientras un moro prepara el candado. Acaso, con ocasión de su canonización, conjuntamente con san Pedro Nolasco, en noviembre de 1628, para los festejos del año siguiente escribió también Mira de Amescua, sobre san Ramón Nonato, la pieza teatral: Santo sin nacer y mártir sin morir.
   Tres años después de la famosa anécdota del candado en los labios, fue elegido cardenal de la Iglesia por el papa benedictino Benedicto XII (1334-1342), con el título de San Esteban. Pero —y en esto está de acuerdo toda la tradición, ahora ya documentada, aunque en etapa distinta a la tradicional— falleció antes de ser oficialmente revestido de cardenal y de recibir el capelo.
   En suma: se puede afirmar que san Ramón Nonato aparece en los capítulos de la Orden, a finales del siglo xiii, como Ramón Surróns; y en el nombramiento cardenalicio como Ramón de Monfort. Éstos serían, por consiguiente, sus apellidos: Surróns (familiar) y de Monfort (lugar del nacimiento). El pueblo, naturalmente le siguió llamando siempre Ramón Nonato.
   Y así es reconocido hoy día también.
   Gozó, y sigue gozando, tanto en la época del “culto inmemorial”, como después de canonizado, de enorme popularidad. Es Patrono de las madres gestantes y del hijo “nasciturus”.
   Es de extraordinaria importancia para precisar documentalmente su existencia, un nombre, Eubel, Documentos vaticanos sobre nombramientos de Cardenales, desde el siglo xii al siglo xv. Señala cómo el monje cisterciense, luego obispo de Palmiers y de Mirepoix, elegido papa, con el nombre de Benedicto XII, personalidad culta y destacada por su ortodoxia, en consistorio reunido en Aviñón el 18 de diciembre de 1338, nombra seis cardenales clérigos, de los que tres eran religiosos. Después de Guillermo de Comti, cisterciense, obispo de Albi, viene “Raimundus de Monfort, Ordinis Beatae Mariae de Mercede”, con el título de San Esteban. Falleció antes de recibir el capelo, y sustituido por el benedictino Guillermo de Aure de Montolien (Luis Vázquez Fernández, OdeM, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Francisco Pacheco, autor de la obra reseñada
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   Francisco Pérez del Río, Francisco Pacheco (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1564 – Sevilla, 1644). Pintor.
   Fueron sus padres Juan Pérez y Leonor del Río, advirtiéndose que nunca utilizó estos apellidos sino el de Pacheco, que pertenecía al tronco familiar. Un tío suyo, su homónimo Francisco Pacheco, fue canónigo de la Catedral de Sevilla y por ello el pintor optó por este apellido como importante apoyatura social en sus primeros años de actividad en Sevilla, donde debió de instalarse poco antes de 1580. Su aprendizaje artístico lo realizó con el pintor Luis Fernández, de quien se poseen escasas noticias; en cuanto a su formación humanística, debió de tener como guía en ella a su tío el canónigo, quien le orientaría para introducirle en el ámbito literario y artístico de Sevilla.
   En 1594 contrajo matrimonio con María del Páramo y a partir de esta fecha, con treinta años de edad, se perfiló como uno de los mejores pintores de la ciudad, junto con Alonso Vázquez, con el que mantuvo excelentes relaciones llegando a colaborar juntos en algunas ocasiones. Desde el inicio de su carrera artística, Pacheco se preocupó rigurosamente sobre el modo y manera de interpretar de manera correcta la iconografía de sus pinturas, revelándose como un artista plegado a los mandatos de la Iglesia, intentando siempre servir escrupulosamente el sentido ortodoxo de la doctrina católica.
   Por testimonio del propio Pacheco, se sabe que en 1559 comenzó la ejecución de su famoso Libro de los retratos en el que recogió a los más ilustres personajes de su época incluyendo, además de su efigie, una breve semblanza literaria de cada uno. En los años que inician el siglo xvii, Pacheco siguió siendo uno de los más importantes pintores sevillanos, aunque esta circunstancia dejó de tener vigencia a partir de 1604 cuando el clérigo pintor de origen flamenco Juan de Roelas se instaló en Sevilla y comenzó a acaparar la atención de la clientela, como consecuencia de su notoria superioridad artística. No por ello disminuyó la actividad de Pacheco, pero desde esas fechas se advierte que los principales encargos pictóricos que se demandaban en Sevilla recayeron sobre Roelas.
   Las inquietudes artísticas de Pacheco le motivaron en 1610 a emprender un viaje que le llevó hasta Madrid, El Escorial y Toledo, lugares en los que tomó contacto con numerosos artistas y al mismo tiempo vio importantes obras pictóricas, cuyo estudio y análisis mejoraron notablemente sus conocimientos teóricos y prácticos. En la Corte madrileña mantuvo contactos con Vicente Carducho y en Toledo con El Greco, entre otros artistas, circunstancias que le permitieron contrastar opiniones y pareceres que sin duda beneficiaron a sus facultades creativas.
   Cuando al cabo de varios meses de ausencia, Pacheco regresó a Sevilla, tuvo la fortuna de admitir en su taller a un muchacho de doce años llamado Diego Velázquez, que muy pronto mostró un talento excepcional y lejos de rechazar a un discípulo que evidenció enseguida ser superior a su maestro, potenció su talento y además le incorporó a su familia casándole con su hija Juana.
   En 1616 el clérigo pintor Juan de Roelas se trasladó a Madrid con la intención de ser nombrado pintor del Rey, abriéndose entonces para Pacheco mejores perspectivas de trabajo merced a la ausencia de su principal competidor. Las mismas pretensiones de llegar a ser pintor real fueron compartidas por Pacheco, quien en 1619 pidió a la Corte que le concedieran el citado título de forma honorífica y renunciando, por lo tanto, a recibir emolumento alguno. Esta petición no fue aceptada, pero posteriormente en 1626, con el apoyo de su yerno Velázquez, insistió en obtener el cargo oficial de pintor cortesano que igualmente no le fue concedido.
   En Sevilla, sin embargo, la preponderancia de Pacheco le permitió alcanzar un notorio prestigio social que se incrementó cuando consiguió ser nombrado “veedor del oficio de la pintura” cargo que le permitía ejercer como inspector al servicio del municipio y vigilar la actividad laboral del gremio de los pintores.
   También fue “veedor de pinturas sagradas” actividad que le autorizaba a controlar, al servicio del Tribunal de la Inquisición sevillano, la iconografía de las pinturas realizadas por sus colegas para evitar que no figurasen en ellas aspectos que fueran contra la moral, ni que contuvieran detalles indecorosos o lascivos.
   A partir de 1625, la progresiva aparición en Sevilla de jóvenes pintores como Francisco de Zurbarán y Francisco de Herrera el Viejo, fue determinante para iniciar un proceso de decadencia dentro la actividad de Francisco Pacheco, quien en esas fechas había cumplido ya los sesenta años. Su pintura, anclada en el pasado, no pudo competir con la de los jóvenes de la nueva generación que impusieron conceptos más modernos basados en principios naturalistas. En esta época, Pacheco orientó su experiencia y conocimiento hacia la recopilación de sus teorías que recogió a partir de 1630 en un libro que tituló Arte de la pintura, en el que plasmó su erudición y sabiduría artística.
   Este libro se concluyó en 1641 y a pesar de que quiso publicarlo de inmediato no llegó a verlo impreso, ya que falleció en 1644, cinco años antes de su edición.
   A la hora de perfilar las características del estilo pictórico de Pacheco puede señalarse que se configuró en los años de su juventud, entre 1580 y 1585, dentro del ambiente artístico manierista que imperaba en Sevilla, donde a la tradición pictórica local se unieron reminiscencias creativas procedentes de Italia y de Flandes. Con posterioridad, asimiló teorías y prácticas procedentes de los pintores italianos que trabajaban en Madrid y en el Escorial y de artistas hispanos que habían estado en Italia, como el cordobés Pablo de Céspedes, a quien Pacheco admiró profundamente en Sevilla. También conoció Pacheco en Sevilla, en sus años de juventud, al portugués Vasco Pereira y sobre todo a Alonso Vázquez, con quien llegó a colaborar y de quien sin duda hubo de aprender por ser maestro perteneciente a una generación mayor que la suya. El propio Pacheco señaló por escrito que vio pintar a Alonso Sánchez Coello, no se sabe si en Sevilla o en Madrid, pero puede intuirse que, por su solemnidad expresiva a la hora de configurar retratos, hubo de recibir influencias de dicho artista. 
    El estilo de Pacheco quedó configurado hacia 1585, cuando tenía veintiún años, y aunque en él se produjeron algunas leves oscilaciones evolutivas, permaneció casi sin variar el resto de su existencia. Su forma de practicar la pintura estuvo basada en una sólida formación cultural, aunque su talento artístico fue tan sólo discreto, advirtiéndose que sus obras son escasamente expresivas y de rigurosa configuración.
   Probablemente fue mejor dibujante que pintor y, por otra parte, tuvo un manejo del color puramente convencional; impera en sus obras un sentido de severidad y de ortodoxia a la hora de plasmar en ellas su contenido espiritual, en el que destaca siempre una constante preocupación por no infringir la moral y el decoro. A partir de 1611, después de su regreso del viaje que emprendió por tierras castellanas, se advierte alguna mejoría en la técnica y en el espíritu de sus pinturas, constatándose a partir de entonces cierta dulcificación en sus composiciones. Pero nunca pudo superar su formación manierista que le impidió asimilar la nueva corriente naturalista que se fue imponiendo en su época. En sus últimos años, mermado de facultades, sólo hizo pinturas de pequeño formato, pero lejos de ponerse a la altura de artistas más jóvenes, como Herrera y Zurbarán, se refugió en la práctica de un arte que ya no estaba vigente y que, por lo tanto, pertenecía al pasado.
   La primera obra conocida de Pacheco data de 1589, año en que firmó un Cristo con la Cruz a cuestas que perteneció a la colección Ybarra de Sevilla y que actualmente se encuentra en paradero desconocido; es obra que deriva de varios grabados que le condicionan a la hora de configurar su dibujo que es riguroso y marcado. De 1590 es La Virgen de Belén que se conserva en la Catedral de Granada y que repite exactamente un original de Marcello Coffermans, que pertenecía a la iglesia de la casa profesa de los jesuitas en Sevilla.
   La discreción técnica de la obras de Pacheco en su juventud se reitera en pinturas como San Juan Bautista y San Andrés que formando pareja se conservan firmadas y fechadas en 1597 en la Iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá; en ellas se advierte la aplicación de un dibujo severo y de expresiones marcadamente esquemáticas. Se poseen noticias del envío frecuente de pinturas de Pacheco a tierras americanas, pero éstas de Bogotá son las únicas que allí se han conservado.
   A finales del siglo xvi, Pacheco poseía ya un estilo definido en el que se reflejaba un dibujo menos riguroso que en décadas anteriores. Pruebas de esta mejoría se encuentran en el San Antonio con el Niño firmado en 1599 que se encuentra actualmente en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores de las Hermanas de la Cruz en Utrera. También en este mismo año firmó y fechó la representación de El Salvador con San Juan Evangelista y San Juan Bautista, obra que estuvo destinada a la capilla de la Veracruz del Convento de San Francisco de Sevilla y que actualmente se encuentra en la iglesia parroquial de Carabanchel; en la composición de esta obra, el artista utilizó una disposición frontal y simétrica que motiva una ausencia de interrelación entre las figuras.
   El primer recinto conventual de España que decidió adornar con pinturas los muros de su claustro fue el Convento de la Merced de Sevilla, donde se configuró una serie de obras que narraban la historia, grandeza y santidad de dicha Orden; esto ocurrió en 1600, debiéndose la iniciativa al prior del convento fray Juan Bernal. La serie del claustro de la Merced se componía de doce cuadros de los cuales seis fueron encargados a Francisco Pacheco y otros tantos a Alonso Vázquez. La obras conservadas de las que realizó Pacheco son: San Pedro Nolasco recibiendo la bula de fundación de la orden de la Merced, cuyo paradero actual se desconoce, La aparición de la Virgen a San Ramón Nonato y San Pedro Nolasco embarcando para redimir cautivos, ambas conservadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, mientras que las escenas que describen a San Pedro Nolasco desembarcando con los cautivos redimidos y La última comunión de San Ramón Nonato se encuentran respectivamente en el Museo de Arte de Cataluña, en Barcelona y en el Bowes Museum, en Bernard Castle; esta última pintura está firmada en 1611, año en el que Pacheco debió de finalizar el encargo.
   La notoria posición social y artística de Pacheco en los primeros años del siglo xvii animó a la nobleza sevillana a encargarle importantes obras; así en 1602 el capitán García de Barrionuevo le encomendó la ejecución de las pinturas de un retablo que dicho personaje poseía en una capilla de la iglesia de Santiago, donde actualmente se conserva. En el banco de este retablo aparece el retrato de Barrionuevo y el de su esposa Inés y en los cuerpos superiores se representa La Anunciación, Santa Ana, la Virgen y el Niño, San José y San Juan Bautista.
   El principal noble sevillano a principios del siglo xvii era Fernando Enríquez de Ribera, duque de Alcalá; fue amigo y protector de Pacheco y, por ello, le encargó en 1603 la realización del techo del salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla, donde se representa un conjunto de pinturas de tema mitológico.
   La pintura que centra este techo es La Apoteosis de Hércules, en la que el artista quiso comparar con el héroe clásico la grandeza y la gloria del duque de Alcalá.
   Sin embargo, este encargo pareció estar por encima de las posibilidades artísticas de Pacheco, quien al enfrentarse a los problemas de perspectiva y anatomía que la resolución de las pinturas requería no los superó, quedando en evidencia sus deficiencias técnicas en unos momentos en los que ya contaba con cuarenta años de edad.
   Las pinturas realizadas para la Casa de Pilatos al servicio del duque de Alcalá debieron de incrementar, en cualquier caso, el prestigio de Pacheco en el ámbito artístico sevillano, propiciándole la consecución de nuevos encargos. Por ello en fechas inmediatas, en torno a 1605, debió de realizar las pinturas de un retablo dedicado a San Juan Bautista en el desaparecido Convento de la Pasión de Sevilla. Allí realizó representaciones pictóricas de San Francisco de Asís y Santo Domingo, junto con los evangelistas emparejados San Juan y San Mateo y San Marcos y San Lucas; todas estas obras pasaron después de la desamortización de 1836 al Museo de Bellas Artes de Sevilla. Otra obra cuya ejecución puede situarse en torno a 1605 es La Anunciación, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Córdoba procedente del Convento de los Capuchinos de dicha ciudad.
   Una de los escasos restos conservados del Convento de San Francisco de Sevilla es la capilla de la Hermandad de San Onofre, que se encuentra actualmente embutida en un lateral de la Plaza Nueva. Para esta capilla y al servicio de Pedro de Cárdenas, familiar del Santo Oficio y miembro de dicha Hermandad, Pacheco realizó en 1606 un retablo donde figuran representaciones pictóricas de Santa Ana, San Juan Bautista, San Jerónimo, Santo Domingo, Santa María Magdalena, San Miguel, San Pedro Mártir y San Francisco de Asís. En 1608 está firmada una de las pinturas que componían el retablo que Francisca de León mandó pintar a Pacheco en la iglesia del Santo Ángel de Sevilla, donde se representa a Santa Inés, San Juan Evangelista, Santa Catalina y San Juan Bautista, obras que actualmente se conservan en el Museo del Prado.
   Entre 1608 y 1610 puede situarse la ejecución por parte de Pacheco de un San Pedro y un San Jerónimo que pertenecen a la iglesia de San Isidoro de Sevilla, pudiéndose advertir que el dibujo preparatorio para esta última pintura se conserva en la colección de los condes de Alcubierre de Madrid. La comparación entre la pintura y el dibujo evidencia claramente que Pacheco poseía mayores virtudes como dibujante que como pintor.
   En el Colegio de San Albano de Valladolid se conserva una serie de ocho pinturas en las que se representan a santos reyes de Inglaterra, obras que proceden del Colegio de San Gregorio de Sevilla, fundado para la formación religiosa de jóvenes ingleses, a quienes los mencionados Reyes servirían de modelo de santidad. Son estos monarcas San Lucio, San Edilberto, San Sebbus, San Oswaldo, San Ricardo, San Eduardo Mártir, San Edmundo y San Eduardo el confesor.
   Estas pinturas fueron realizadas hacia 1610 y en torno a este año Pacheco, con la colaboración de los ayudantes de su obrador, debió de realizar otra serie de doce santos reyes y reinas de Inglaterra para el English Bridgetine Convent de Lisboa, que actualmente se conservan en el Saint Mary‘s College de Oscott en Birminghan.
   En la segunda década del siglo xvii, después de sus viajes a Madrid, El Escorial y Toledo, la calidad del arte de Pacheco se elevó notablemente, circunstancia que se evidencia en las pinturas que firmó en 1612 para el retablo que el sombrerero Miguel Jerónimo poseía en una capilla de la iglesia sevillana del Santo Ángel y que actualmente se encuentran dispersas. El tema principal del retablo era La muerte de San Alberto, que se encuentra en el Museo de Pontevedra, mientras que en el banco figuraban los retratos del donante y de su esposa que actualmente están en paradero desconocido. Entre 1612 y 1614 Pacheco realizó obras importantes, como La Virgen del Rosario, que se conserva en la parroquia de la Magdalena de Sevilla, y La Inmaculada, que pertenece a la Universidad de Navarra, que es por ahora la primera versión que se conoce de Pacheco de las varias que realizó con esta iconografía. En 1613 están fechadas las pinturas que se integran en el retablo de San Juan Bautista en la iglesia del Convento de San Clemente, donde representó cuatro profetas, los cuatro evangelistas y los cuatro padres de la Iglesia.
   Obra importante en la producción de Pacheco es El Juicio Final realizado para un retablo lateral de la iglesia del Convento de Santa Isabel de Sevilla, expoliada por el mariscal Soult en 1810 y conservada actualmente en el Museo de Castres en Francia. Esta pintura es de grandes dimensiones y está compuesta con un esquema simple basado en la contraposición de masas de personajes; posee, sin embrago, el aliciente de presentar el autorretrato del propio Pacheco, quien quiso situarse entre los bienaventurados. También son importantes por su trascendencia iconográfica las versiones que Pacheco realizó del tema de Cristo crucificado, cuyo primer ejemplar fechado aparece en 1614, obra que se encuentra en la Fundación Rodríguez Acosta de Granada. En ellas se representa a Cristo en actitud serena y estática, pero al mismo tiempo con cierto rigor y notoria expresividad, lo que en cierto modo propició los versos anónimos que alguien escribió en propia vida de Pacheco calificando a este Cristo como “desabrido y seco”.
   Para el refectorio del Convento de San Clemente de Sevilla Pacheco realizó en 1616 la mejor pintura de toda su producción, en la que se representa a Cristo servido por los ángeles en el desierto, obra que también fue sustraída durante la invasión napoleónica en Sevilla y que actualmente se conserva en el Museo de Castres en Francia; en la composición destacan admirables detalles de bodegón sobre la mesa y bellas figuras de ángeles músicos que acompañan a Cristo en su frugal comida. De esta fecha era también la representación de San Sebastián atendido por Santa Irene, que Pacheco pintó para el Hospital de Alcalá de Guadaira y que se destruyó en 1936.
   Gran difusión e influencia sobre otros pintores tuvieron las diferentes versiones del tema de la Inmaculada que Pacheco realizó en Sevilla. Entre las más importantes que actualmente se conocen, pueden citarse La Inmaculada con el retrato de Miguel del Cid, fechada en 1619 y conservada en la Catedral de Sevilla y La Inmaculada con el retrato de Vázquez de Leca, fechada en 1621 y de colección particular en esta ciudad.
   Por estos años Pacheco debió de realizar las representaciones de San Joaquín y Santa Ana arrodillados ante la Puerta Dorada y El sueño de San José, cuyo destino fue la capilla de la Anunciación del Colegio de San Hermenegildo en Sevilla, conservadas actualmente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
   Una de las mejores obras realizadas por Pacheco está firmada en 1624 y es La Inmaculada que se conserva en la iglesia de San Lorenzo de Sevilla; la descripción de la figura de la Virgen es similar a las anteriores Inmaculadas de 1619 y 1621 antes mencionadas, aunque en ésta se observa una mayor calidad técnica.
   También es relevante el Retrato de un caballero, firmado en 1625, que se conserva en el Museo de Williamstown y que muestra en su rostro una intensa expresividad anímica. De 1628 es una de las obras más amables de Pacheco: Los desposorios místicos de Santa Inés, que pertenece al Museo de Bellas Artes de Sevilla; en esta obra el artista consiguió plasmar, como nunca lo había hecho antes, profundos sentimientos imbuidos en un intenso intimismo espiritual. 
    Hacia 1630, cuando aún le quedaban catorce años de vida, se percibe que el ciclo creativo de Pacheco estaba agotándose; por estos años, el empuje del naturalismo barroco protagonizado por pintores mucho más jóvenes que él, como Zurbarán y Herrera, sobrepasó su creatividad y ante estas circunstancias no supo o no quiso reaccionar y por el contrario se empeñó en mantener formas artísticas que ya eran parte del pasado. De 1630 es el Retrato de Francisco Gutiérrez de Molina y el de su esposa Jerónima Zamudio, que se conservan en la predela del retablo de la Inmaculada, llamada popularmente “la Cieguecita”, realizado por el escultor Juan Martínez Montañés en la capilla que dichos personajes poseían en la Catedral de Sevilla.
   Documentado en 1631 se encuentra el retablo que el ensamblador Jerónimo Vázquez realizó para el Convento de la Pasión de Sevilla, cuyas pinturas se atribuyen a Pacheco. Son estas obras: La oración del huerto, La coronación de espinas, La Flagelación y Cristo con la cruz a cuestas, advirtiéndose en ellas tan sólo una discreta calidad en la configuración del dibujo y en la plasmación del colorido. También posteriores a 1630 son los retratos por parejas de Una dama y un caballero jóvenes y de Una dama y un caballero ancianos, que proceden de la predela de un retablo del Convento del Santo Ángel de Sevilla. De muy modesta calidad técnica es la representación pintada en cobre de San Fernando recibiendo las llaves de Sevilla, fechada en 1634 y que pertenece a la Catedral de dicha ciudad. Igualmente modesta es también la factura del Cristo crucificado, fechado en 1637, que se conserva en una colección particular de Madrid.
   El último gran encargo que recibió Francisco Pacheco data de 1637 y es el San Miguel Arcángel que fue pintado para un retablo de la iglesia de San Alberto de Sevilla; esta obra se encuentra actualmente en paradero desconocido y sólo puede hacerse referencia a ella a través de una vieja fotografía. Dicha imagen testimonia que, al final de su vida, Pacheco tenía las mismas dificultades técnicas que había arrastrado durante toda su vida a la hora de configurar la anatomía humana, puesto que en la figura de san Miguel se advierten formas en exceso severas y rígidas.
   Ésta fue la postrera obra de importancia realizada por Pacheco y en ella se revela el arcaísmo de sus principios artísticos en una fecha en que el espíritu del Barroco comenzaba a triunfar ya en Sevilla, evidenciando que se había negado a aceptar las novedades estilísticas que habían impuesto los nuevos tiempos.
   Fue Francisco Pacheco un artista esencial dentro del panorama pictórico sevillano de la primera mitad del siglo xvii, pudiéndose afirmar, sin embargo, que no fue un pintor de primer orden, pero sí un importante intelectual y teórico que gozó de una intensa relevancia.
   En efecto, fue hombre docto y erudito y ejerció una notoria incidencia sobre sus colegas contemporáneos y también sobre los de generaciones más jóvenes que la suya (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
      Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la reproducción de la pintura "La última comunión de San Ramón Nonato", de Francisco Pacheco, en el Claustro Mayor del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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martes, 30 de agosto de 2022

La Casa y Torre-Mirador de Don Manuel Andrés Traver, de Rafael Ramos Sánchez, en Dos Hermanas (Sevilla)

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte la Casa y Torre-Mirador de Don Manuel Andrés Traver, de Rafael Ramos Sánchez, en Dos Hermanas (Sevilla).  
   La Casa y Torre-Mirador de Don Manuel Andrés Traver, se encuentra en la calle Manuel de Falla, s/n; en Dos Hermanas (Sevilla).
     En la esquina de las calles Manuel de Falla (la popular calle del Pinar) y Romera, se alza señorial la que fuera residencia del médico Manuel Andrés Traver (dos veces alcalde de Dos-Hermanas). Obra del maestro de obras nazareno Rafael Ramos Sánchez (1896-1961), cuya figura bien merece un homenaje, es de estilo ecléctico y posee elementos neorrománicos y neogóticos.
     Construida en 1928, destaca del conjunto su bella torre mirador de diez metros de altura, con dobles arcos de medio punto y columnas románicas, armadura de madera y a cuatro aguas, con tejas árabes. Posee diez metros de altura.
     Su fachada principal da a la calle Manuel de Falla, estando su puerta rematada con un azulejo que representa al Cristo de la Expiración de Sevilla.
     Durante muchos años fue sede de la Peña Sevillista de Dos Hermanas, estando hoy en día en manos privadas (Dos Hermanas, crónicas de un pueblo).
     Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte la provincia de Sevilla, déjame ExplicArte la Casa y Torre-Mirador de Don Manuel Andrés Traver, de Rafael Ramos Sánchez, en Dos Hermanas (Sevilla). Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la provincia sevillana.

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Un paseo por la calle Cabeza del Rey Don Pedro

     Por amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Cabeza del Rey Don Pedro, de Sevilla, dando un paseo por ella
     Hoy, 30 de agosto, es el aniversario del nacimiento (30 de agosto de 1334) de Pedro I, rey de Castilla, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la calle Cabeza del Rey Don Pedro, de Sevilla, dando un paseo por ella.
      La calle Cabeza del Rey Don Pedro es, en el Callejero Sevillano, una vía que se encuentra en el Barrio de la Alfalfa, del Distrito Casco Antiguo; y va de la confluencia de las calles Boteros, y Alhóndiga, a la confluencia de las calles Augusto Plasencia, Corral del Rey, Muñoz y Pabón, y Almirante Hoyos
      La  calle, desde  el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en  la  población  histórica  y en  los  sectores  urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las  edificaciones  colindantes  entre  si. En  cambio, en  los  sectores  de periferia donde predomina la edificación  abierta, constituida por bloques exentos, la calle, como ámbito lineal de relación, se pierde, y el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta.
     También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
     La calle actual es el resultado de la unión en 1668 de dos, Mesones (Alhóndiga), que incluía los dos primeros tramos, y Cabeza del Rey Don Pedro, el tercero. Desde comienzos del s. XVII hay referencias a este topónimo, que algunas veces se sitúa en la calle Candilejo, aunque es muy probable que su uso sea más antiguo, pues es de 1602 el acuerdo municipal de colocar la cabeza o figura del rey don Pedro en la calle Candilejo. Desconocemos si esta escultura fue la primera o sustituyó a la que la leyenda cuenta que mandó colocar el propio rey. El topónimo Mesones, conocido también al menos desde el s. XVII, se debía a la concentración de establecimientos de este tipo. Se fusionan ambas en 1868, con el nombre de Justiciero, sobrenombre del rey Pedro I, que ostentará hasta los años ochenta en que se impondrá de nuevo, a toda la vía, el actual.
     Consta de tres tramos claramente diferenciados. El primero, hasta Águilas, es de regular anchura, alineado y con ligera curva producto de los procesos de ensanche y ali­neación de finales del s. XIX y primeras dé­cadas del s. XX. El segundo, hasta Candilejo, es mucho más estrecho, está también alineado y no parece haber sido ensanchado. El tercero, corto y de mayor anchura, constituye el punto de encuentro de dos ejes importantes de comunicación, de ahí su amplitud. Su importancia como espacio puede dedu­cirse del hecho de formar parte de los planes de ensanche de 1895 de Sáez y López, que incluía el eje de la plaza del Salvador a la Puerta de la Carne, y del proyecto de A. Arévalo, de 1901, de unirla con el Salvador a través de Augusto Plasencia. Estuvo empedrada en los s. XVI y XVII y hubo de ser reparada con frecuencia dado el tránsito de vehículos, hasta el punto de que en 1854, según publicaba la prensa, los mozos de posadas y mesones rellenaban los baches que la hacían intransitable y perjudicaban su negocios; fue una de las primeras en adoquinarse (1879). Este pavimento fue renovado en 1907 y reparado en 1922. Actualmente el adoquín está cubierto con capa asfáltica extendida en los años 70. El acerado con losetas de cemento y bordillo de granito se reduce a veces a la anchura de éste último. Se ilumina con farolas de brazo de fundición adosadas.
     Desde el s. XVIII al menos, se produjo una concentración de posadas y mesones que albergaban a los viajeros y vehículos, ocupando la calle con carros, galeras y recuas. "Casi todas sus casas son mesones o posadas donde paran los ordinarios de mu­chos pueblos de la provincia y fuera de ella" (González de León: Las calles...); este fenó­meno ha continuado hasta mediados de este siglo. De ahí salían carros y cosarios periódicamente, desde el Parador del Sol, para Montellano, El Coronil, Villamartín y El Viso del Alcor, y desde la Posada del Lobo partían galeras y mensajerías para Granada y Málaga. Esta proliferación de viajeros y vehículos atraía la presencia de gallegos y mozos de cuerda, que se situaban  en las aceras a la espera de ser contratados para portear enseres y mercancías. Constituía un eje de penetración desde la Puerta de la Macarena a la Catedral y era paso de las comitivas reales. Los edificios, de tres plantas de tipo de escalera, presentan un estado de abandono y degradación del que están saliendo paulatinamente; en 1979 llegó a un límite tal que, de las 24 casas que hay, 16 estaban deshabitadas, en ruina o habían sido demolidas. Hay también varios bloques de cuatro plantas entre medianeras, de reciente construcción. El busto del rey no se colocó antes de 1612, según Gestoso entre 1618 y 1620, y supuso malversación de fondos, pues se pretendió incluir en el precio del empedrado de la calle. La presencia de la cabeza real responde, según la leyenda, a la orden dada por Pedro I de que se colocara en el lugar en que dio muerte a un hombre en una de sus frecuentes salidas nocturnas. Esta muerte fue aclarada por la justicia gracias a una anciana que, al ruido de las espadas, salió con una candileja y reconoció al rey, pues, aunque iba disfrazado, lo delató el sonido que hacían sus canillas al andar. El monarca, haciendo gala de la justicia, premió a la anciana e hizo colocar la cabeza del reo, en este caso en efigie, en el lugar de los hechos. José Gestoso la vió como una "calleja tortuosa y estrecha, formada por pobres viviendas, desiguales y mezquinas, con los aleros de sus tejados salientes, sus puertas pequeñas y bajas." (Curiosidades antiguas sevillanas). Hay que destacar el edificio neobarroco del Hostal del Sol, con portada y gran penacho de coronamiento, obra de J. J. López Sáez (1929), del que sólo queda la fachada. También es digna de mención, más por su valor histórico que arquitectónico, la casa que tiene labrada la hornacina; ésta es obra de Matías de Figueroa, del segundo cuarto del s. XVIII. La efigie en piedra, enmarcada en hornacina con una concha, está adornada con los atributos reales, espada, cetro y corona. También aparecen las armas de Castilla y León. Se remata con un tímpano triangular desproporcionado. En la esquina con Águilas se encuentra la tradicional ferretería La Herradura (desaparecida) [Salvador Rodríguez Becerra, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Cabeza del Rey Don Pedro, 30. En la fachada de ese número existe una hornacina con un busto del rey Pedro I, obra del segundo cuarto del siglo XVIII, atribuida por Sancho Corbacho al arquitecto Matías de Figueroa [Francisco Collantes de Terán Delorme y Luis Gómez Estern, Arquitectura Civil Sevillana, Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1984].
Conozcamos mejor la Biografía de Pedro I, a quien está dedicada esta vía;
     Pedro I de Castilla, El Cruel. (Burgos, 30 de agosto de 1334 – Montiel, Ciudad Real, 23 de marzo de 1369. Rey de Castilla y León.
     Pedro I, que fue Rey de Castilla y León entre los años 1350 y 1369, era hijo de Alfonso XI y de su esposa María de Portugal. He aquí la imagen que transmitió, a propósito de dicho Monarca, el cronista Pedro López de Ayala: “Fue el rey Don Pedro asaz grande de cuerpo, é blanco é rubio, é coceaba un poco en la fabla. Era muy cazador de aves. Fue muy sofridor de trabajos. Era muy temprado é bien acostumbrado en el comer é beber. Dormía poco, é amó muchas mugeres. Fue muy trabajador en guerra. Fue cobdicioso en allegar tesoror é joyas. E mató muchos en su regno, por lo qual vino todo el daño que avedes oído”. Esa mención de que “mató muchos en su regno” es la que explica el que a dicho Monarca se le conociera con el apelativo de El Cruel. Los estudiosos de los restos mortales de Pedro I han llegado a la conclusión de que los males padecidos por el citado Monarca durante su infancia, en concreto una parálisis cerebral que fue causa de la muerte de un gran número de neuronas, fueron el origen de un acortamiento de la tibia izquierda, motivo de una cojera que padeció en el resto de su vida, pero sobre todo de los frecuentes trastornos de su conducta, traducidos en los numerosos crímenes que cometió a lo largo de su reinado.
     Ahora bien, los defensores de Pedro I le tildaron nada menos que de “justiciero”, expresión que quiere dar a entender que la dura represión que ejerció aquel Monarca obedecía a la estricta aplicación de la justicia.
     En cualquier caso, independientemente de la opinión que se tenga acerca de este personaje, es indudable, como ha puesto de relieve la investigadora norteamericana Clara Estow, que la Crónica que escribió Pedro López de Ayala sobre dicho Monarca es la “más completa fuente de material narrativo contemporáneo sobre el reinado de Pedro I”.
     En sus años de príncipe heredero sus progenitores procuraron prepararlo tanto en el cultivo de las letras, faceta que estuvo a cargo de Bernabé, obispo de Osma, como en las artes militares, función que fue desempeñada por el maestre de la Orden Militar de Santiago, Vasco Rodríguez Cornago. También jugó un papel de gran importancia en la formación del joven príncipe Pedro el obispo palentino Juan Saavedra, que llegó a ocupar el cargo de canciller mayor.
     Cuando accedió al Trono Pedro I era muy joven, lo que explica que, hasta el año 1353, el poder fuera dirigido por un personaje de la alta nobleza, de origen lusitano, Juan Alfonso de Alburquerque, el cual contaba con toda su confianza. Dicho personaje buscó una alianza con Francia, lo que se tradujo en la derrota, en Winchelsea, en el año 1350, de una escuadra de mercaderes cántabros que regresaba de Flandes. El panorama económico de sus reinos era, en aquellas fechas, bastante negativo, debido a los frecuentes “malos años”, a la reciente difusión de la terrorífica peste negra e incluso a los enormes gastos militares de la guerra mantenida unos años atrás contra los musulmanes por su padre, Alfonso XI, en la zona del estrecho de Gibraltar. Al mismo tiempo Leonor de Guzmán, la que fuera amante del rey Alfonso XI y madre, entre otros, de Enrique de Trastámara, fue hecha prisionera, muriendo de forma violenta en el año 1351, al parecer por orden de la reina madre, María de Portugal.
     En esa etapa se celebraron unas importantes Cortes en la villa de Valladolid, eso sí, las únicas de aquel reinado. En las citadas Cortes se decidió abrir una investigación sobre la situación en que se encontraban en las tierras de Castilla las behetrías, una institución básica, a la vez que singular, del sistema feudo señorial vigente en la cuenca del Duero. Como indicó López de Ayala, “quisieron ordenar que se partiesen las Behetrías de Castilla, diciendo que eran ocasión por dó los Fijosdalgo avían sus enemistades”. De allí salió el famoso Libro becerro de las behetrías, especie de catastro, que se elaboró en el transcurso del año 1352. Por lo demás, en esas Cortes se aprobó un importante ordenamiento de menestrales y posturas, o, si se quiere, de precios y salarios. Los motivos que llevaron a decretar ese ordenamiento eran la “muy gran mengua” que pasaban los súbditos del rey de Castilla, así como el hecho de que los menestrales “vendían las cosas de ssus offiçios a voluntad et por muchos mayores preçios que valían”.
     En el mes de junio de 1353 Pedro I se casó, en la villa de Valladolid, en la iglesia de Santa María la Mayor, con la infanta francesa Blanca de Borbón. Aquella boda se realizó gracias a la actuación de Juan Alfonso de Alburquerque, el cual, al margen de actuar como padrino, pretendía afianzar la alianza de la Corona de Castilla con el Reino de Francia. No obstante, aunque el citado matrimonio, según todos los indicios, fuera consumado, apenas unos días después de dicha boda Pedro I abandonó a su esposa, la cual fue enviada bajo la condición de confinada a la villa de Arévalo. El monarca castellano decidió entonces reunirse con su amante María de Padilla, con la que tuvo tres hijas, Beatriz, Constanza e Isabel, y un hijo, Juan, aunque éste murió muy pronto. Años más tarde Pedro I llegó a contraer matrimonio con otra amante, Juana de Castro. En cualquier caso, su marcha con María de Padilla fue uno de los motivos que utilizó un sector de la alta nobleza, capitaneada por Enrique de Trastámara, un hermanastro de Pedro I, para oponerse abiertamente al monarca castellano. Asimismo es imprescindible señalar que las relaciones de Juan Alfonso de Alburquerque con Pedro I entraron en una fase de total deterioro, lo que explica que antes de acabar el año 1353 aquel magnate abandonara la Corte regia, terminando por aliarse con Enrique de Trastámara. La coalición nobiliaria contra Pedro I ya estaba en marcha en 1354. Como ha indicado el profesor Luis Suárez, allí se encuentra el inicio de la larga pugna que van a mantener en tierras de la Corona de Castilla, durante buena parte de los siglos XIV y XV, la alta nobleza y la Corona. Inicialmente Pedro I, que se presentó en la villa de Toro, donde se encontraban sus rivales, estuvo a punto de convertirse poco menos que en un prisionero de ellos, pero la astucia de que dio muestras el rey de Castilla le permitió salir de aquella urbe y al mismo tiempo atraer a su causa a algunos de los que formaban parte del bando enemigo. En los años siguientes hubo enfrentamientos varios entre el bando realista y el de sus rivales, en particular el que tuvo lugar en la ciudad de Toledo, en el año 1355.
     Los soldados trastamaristas entraron en la ciudad del Tajo, atacando violentamente a los judíos, sobre todo en la judería conocida como el Alcaná, pero al final no tuvieron más remedio que retirarse. En definitiva, el bando petrista salió vencedor de aquellos conflictos, lo que explica que Enrique de Trastámara marchara a Francia en 1356.
     El año 1356 fue, por otra parte, testigo del inicio de la guerra que mantuvo Pedro I de Castilla con el rey de Aragón, Pedro IV el Ceremonioso. A esa pugna se la denomina Guerra de los Dos Pedros. Todo comenzó por un incidente ocurrido en la localidad andaluza de Sanlúcar de Barrameda, en donde un catalán, Francés de Perellós, se apoderó de dos navíos piacentinos, alegando que la ciudad italiana de donde procedían esos barcos era una aliada de Génova, estrecha colaboradora de Castilla, en tanto que la Corona de Aragón mantenía excelentes relaciones con Venecia. Pedro I ordenó detener a todos los mercaderes catalanes establecidos en Sevilla, así como confiscar sus propiedades. También jugaba a favor de dicha contienda la buena acogida que habían tenido en Castilla los infantes de Aragón, Fernando y Juan, hermanastros de Pedro IV. La guerra comenzó a desarrollarse en la zona fronteriza entre ambas Coronas. Los castellanos iniciaron la contienda lanzando un ataque sobre la zona próxima a la villa de Molina. Por su parte el monarca aragonés decidió apoyar a Enrique de Trastámara. La pugna militar comenzó con buen pie para Castilla, que ocupó en marzo de 1357 la importante plaza de Tarazona. En junio de 1359 la flota castellana llegó a poner cerco a la ciudad de Barcelona, lo que constituía un acontecimiento sin precedentes, aunque no se conquistó dicha ciudad.
     Pero en septiembre de aquel mismo año las tropas de Pedro I fueron derrotadas en la batalla de Araviana, localidad próxima al Moncayo, por la coalición que formaban las tropas aragonesas y los partidarios del bastardo castellano Enrique de Trastámara. Ahora bien, en abril del año siguiente, 1360, el Ejército castellano derrotó al Ejército trastamarista, que había lanzado una ofensiva en toda regla contra el Reino de Castilla, en las proximidades de la villa riojana de Nájera. A raíz de aquel éxito Pedro I ordenó reforzar la zona fronteriza de Castilla con Aragón. De todos modos, la Paz de Terrer, firmada en mayo de 1361, abrió una etapa de paz entre las Coronas de Castilla y de Aragón. De todos modos, la guerra castellanoaragonesa se reanudó en junio de 1362. Las tropas de Pedro I efectuaron importantes progresos frente a los aragoneses, tomando, entre otras localidades, Teruel e incluso acercándose a la populosa urbe de Valencia. Es más, Pedro I de Castilla había firmado con Eduardo III de Inglaterra, en ese mismo año de 1362, el Tratado de Londres, que establecía una alianza entre ambos reinos. Ahora bien, en abril de 1363 se llegó a la Paz de Murviedro, la cual situaba a Pedro I de Castilla como el vencedor indiscutible. No obstante, ante la Paz de Binéfar, firmada en octubre de 1363 por el rey de Aragón con Enrique de Trastámara, Pedro I de Castilla reanudó la ofensiva. Su Ejército atacó el Reino de Valencia, pero, después de varias alternativas, la pérdida de la localidad de Murviedro, en junio de 1365, supuso un retroceso para las tropas castellanas. De hecho la Guerra de los Dos Pedros prácticamente acabó tras aquellos acontecimientos.
     Es preciso resaltar, por otra parte, cómo en el transcurso de esos años muchos nobles que habían estado al lado de Pedro I terminaron por pasarse al bando trastamarista. Por lo demás, Pedro I mostró su dureza, patente en la ejecución, en el año 1358, en la ciudad de Sevilla, de su hermanastro Fadrique y de otros varios personajes. Después de esa matanza, de acuerdo con el punto de vista transmitido por López de Ayala, el Rey de Castilla se puso a comer tranquilamente delante del cuerpo sin vida de su hermanastro.
     La violencia de Pedro no se detuvo, de ahí que, en el año 1360, pereciera el magnate nobiliario Pedro Núñez de Guzmán, al que, según la versión de López de Ayala, el Rey de Castilla “fízole matar en Sevilla muy cruelmente”. Al año siguiente, 1361, murió la reina Blanca de Borbón, al parecer después de obligarla a tomar unas hierbas que la envenenaron.
     Pedro I era presentado por sus enemigos como un aliado de las minorías no cristianas, es decir de los judíos y de los musulmanes. En las Cortes de Valladolid de 1351, ante la petición de los procuradores de las ciudades y villas de conceder nuevos plazos para el pago de las deudas judiegas, Pedro I respondió que los hebreos “son astragados e proves por non cobrar sus debdas fasta aquí”. Es más, el nombre del rey Pedro I aparece sumamente elogiado en la sinagoga toledana del Tránsito, en donde se dice lo siguiente: “El gran monarca nuestro señor y nuestro dueño, el rey don Pedro, ¡sea Dios en su ayuda y acreciente su fuerza y su gloria y guárdelo cual un pastor su rebaño!”. Por lo demás en la Corte regia castellana se hallaba un destacado financiero hebreo, Samuel ha-Leví, el cual ocupó el puesto de tesorero mayor del Reino. Asimismo el rabino de la localidad de Carrión Sem Tob dedicó sus conocidos Proverbios Morales al monarca Pedro I, al que presenta como “sennor noble, rrey alto”. Simultáneamente había en aquellos años muchos judíos que desempeñaban puestos importantes en los dominios de la alta nobleza. Uno de ellos era Çag aben Bueno, que era el tesorero de Pedro Núñez de Guzmán. Esa actitud fue utilizada por Enrique de Trastámara, el cual, para intentar acabar con Pedro I, ondeó a fondo la bandera del antisemitismo. Por otra parte, el atractivo que ejercía el arte mudéjar sobre el monarca Pedro I se puso claramente de manifiesto en el alcázar de la ciudad de Sevilla. Asimismo, mantuvo con frecuencia buenas relaciones con los dirigentes de la Granada nazarí.
     También se le ha acusado a Pedro I de Castilla de cometer abusos contra la Iglesia, sobre todo en el terreno fiscal. Por otra parte hubo prelados víctimas del mencionado Rey de Castilla, como el arzobispo de Toledo, don Vasco, que hubo de exiliarse a Portugal, o el francés Jean de Cardaillac, que estuvo algún tiempo encarcelado por mandato regio. No se puede olvidar que Pedro I de Castilla llegó a ser excomulgado por los pontífices romanos en dos ocasiones. Es razonable pensar, no obstante, que Pedro I buscaba continuar la línea política emprendida por su padre, Alfonso XI, caracterizada por el reforzamiento de la autoridad regia.
     Pero, de hecho, el rasgo más sobresaliente de su reinado fue, sin duda alguna, el del “personalismo”, lo que explica que muchos de sus más fieles adeptos terminaran por pasarse al bando contrario.
     Ahora bien, el suceso más llamativo y de más importantes consecuencias de todo el reinado de Pedro I fue, sin duda alguna, la guerra que sostuvo con su hermanastro Enrique de Trastámara. Éste, que contaba con la ayuda militar francesa y del monarca Pedro IV de Aragón, inició la ofensiva contra Pedro I en la primavera del año 1366. Una vez situado en la ciudad de Burgos, Enrique de Trastámara se proclamó, en el Monasterio de Las Huelgas Reales, rey de Castilla, acusando a su hermanastro Pedro I de tirano a la vez que de protector de los hebreos y de los musulmanes. Pedro I, después de abandonar sucesivamente las ciudades de Burgos, Toledo y Sevilla, decidió salir de sus reinos, marchando al sur de Francia. En agosto del año 1366, Pedro I llegó a la ciudad de Bayona. En septiembre de aquel año, el rey de Castilla firmó con el heredero de la Corona inglesa, conocido como el Príncipe Negro, los acuerdos de Libourne. A cambio de la decisiva ayuda militar que recibiría de los ingleses, Pedro I se comprometía a entregar al Príncipe Negro, aparte de una notable cantidad de dinero, el señorío de Vizcaya y el puerto de Castro Urdiales. En la primavera de 1367 las tropas anglopetristas, a las que el rey de Navarra Carlos II permitió que pasaran por sus tierras, llegaron a la comarca de La Rioja. Antes de entrar en pugna los dos bandos, el petrista y el trastamarista, hubo un intercambio de correspondencia entre el Príncipe Negro y Enrique de Trastámara. El dirigente inglés afirmó que “non podemos escusar de ir con el dicho Rey Don Pedro nuestro pariente por el su Regno”.
     El día 3 de abril de dicho año los soldados que defendían la causa de Pedro I de Castilla derrotaron a los trastamaristas, de forma aplastante, en la segunda batalla que tenía lugar en la localidad de Nájera. La actuación de los arqueros ingleses fue de todo punto decisiva en aquel combate. Como ha señalado el historiador Castillo Cáceres, el Ejército del Príncipe Negro constituía “una fuerza de tremenda efectividad y gran calidad en hombres y armamento y representaba lo mejor de Occidente en términos bélicos”. Un testimonio relativo a aquella batalla afirma que “la mayor parte de los castellanos no peleaban de corazón contra el rey don Pedro porque sabían ya que había sido e era su rey e señor natural días havía e que si algunos yerros havía fecho que Dios se los havía de demandar que non castigar ellos”. En la batalla de Nájera hubo muchas víctimas, “fasta quatrocientos omes de armas”, según la opinión ofrecida por el cronista López de Ayala. Algunas de las víctimas lo fueron por decisión directa del rey Pedro I, entre ellas Íñigo López de Orozco. Por otra parte muchos de los partidarios del Trastámara, entre ellos el destacado militar bretón Bertrand Du Guesclin, fueron hechos prisioneros por los anglopetristas. Enrique de Trastámara, sin embargo, montado en un “caballo ginete” que le proporcionó un escudero de su Corte, pudo escapar, pasando a tierras de la Corona de Aragón y, finalmente, retornando a Francia.
     A pesar del espectacular éxito logrado en la batalla de Nájera la imagen de Pedro I comenzó a declinar.
     Uno de los motivos básicos de esa caída fue la marcha, en el mes de agosto de 1367, del Príncipe Negro de las tierras hispanas, el cual, poco antes, había liberado al francés Bertrand Du Guesclin. La causa de esa marcha fue el incumplimiento, por parte de Pedro I, de lo acordado en el Tratado de Libourne, lo que obedecía a la angustiosa situación económica en la que se encontraba por esas fechas la Corona de Castilla. Por su parte Pedro I dio muestras, una vez más, de su gran dureza, al ejecutar, entre otras personas, a Urraca Osorio, madre del magnate nobiliario Juan Alfonso de Guzmán y a Martín Yáñez, que había sido su tesorero. Mientras tanto su hermanastro Enrique de Trastámara regresó en septiembre de 1367 al solar hispano, entrando en la Corona de Castilla por la villa de Calahorra. Paralelamente el Trastámara impulsaba en diversos lugares movimientos hostiles a Pedro I. La lucha fratricida, patente en los numerosos conflictos de bandos, parecía resurgir, aunque en esta ocasión se asemejaba más a una guerra de desgaste. De todos modos poco a poco aumentaban los núcleos de población que se mostraban partidarios de Enrique de Trastámara, el cual, en los inicios de 1368, controlaba las zonas centrales de la Corona de Castilla. En ese mismo año de 1368, Enrique de Trastámara puso cerco a Toledo. Como es sabido, Enrique de Trastámara firmó con los franceses, el 20 de noviembre de 1368, el Tratado de Toledo. En él se acordó nuevamente el envío de destacados militares franceses para defender la causa del Trastámara, como Bertrand Du Guesclin, el cual ya se encontraba en las tierras peninsulares en diciembre de aquel mismo año. Pedro I, ante aquel difícil panorama que tenía frente a sí, buscó una alianza con el monarca de la Granada nazarí. Los soldados granadinos lanzaron varios ataques contra la zona cristiana de Andalucía, incendiando una parte de la ciudad de Jaén, así como Úbeda, en donde, según dice un texto de la época, “el traydor, hereje, tyrano de Pero Gil fizo estruyr la ciudad de Ubeda con los moros e la entraron e quemaron e destruyeron toda e mataron muchos de los vezinos de la dicha ciudad”. Es conveniente señalar que esa intervención de los nazaríes se tradujo en un incremento del apoyo de los cristianos del valle del Guadalquivir a la causa de Enrique de Trastámara. Pedro I, pese a todo, se mostró deseoso de intervenir militarmente, por ejemplo en la defensa de Toledo, cercada por los trastamaristas. Incluso buscó una nueva alianza militar con los ingleses, aunque sin éxito alguno. A comienzos de 1369, el Ejército de Pedro I cruzó Despeñaperros, llegando a la localidad de Puebla de Alcocer. No obstante, en marzo de 1369 las tropas petristas, grupo del que también formaban parte combatientes musulmanes, deseosas de enfrentarse a los soldados trastamaristas, entraron en el campo de Calatrava, en concreto en la localidad de Montiel. El 14 de marzo de 1369, los dos bandos pelearon entre sí, saliendo derrotado el Ejército petrista. Así relata Pedro López de Ayala el final de aquel choque: “el Rey Don Enrique, é los que con él iban [...] pasaron por la otra parte, é adereszaron á los pendones del Rey Don Pedro, é luego que llegaron á ellos fueron desbaratados; ca el Rey Don Pedro, nin los que con él eran, nin los Moros, non se tuvieron punto nin más, ca luego comenzaron de se ir”. Pedro I, sin duda angustiado, buscó refugio en el castillo de Montiel. Uno de los hombres de confianza del rey de Castilla, Men Rodríguez de Sanabria, intentó atraer a su causa al dirigente francés Bertrand Du Guesclin, ofreciéndole muy valiosas concesiones, tanto en señoríos de tierras de Castilla como en dinero, aunque sin conseguirlo. Al final, en la noche del 22 al 23 de marzo de 1369, los dos hermanos, Pedro y Enrique, se encontraron frente a frente, en la posada en la que residía el bretón Bertrand Du Guesclin. Un caballero del entorno de Bertrand Du Guesclin le dijo a Enrique de Trastámara lo siguiente: “Catad que este es vuestro enemigo”.
     ¿Qué ocurrió a raíz de aquel encuentro? La versión transmitida por el cronista López de Ayala, el cual indica que el Trastámara, cuando supo que tenía frente a sí a su hermanastro Pedro I, “firiólo con una daga por la cara: é dicen que amos á dos, el Rey Don Pedro é el Rey Don Enrique, cayeron en tierra, é el Rey Don Enrique le firió estando en tierra de otras feridas. E allí morió el Rey Don Pedro”.
     Ciertamente aún subsistían en la Corona de Castilla algunos focos que defendían la causa petrista, pero su resistencia terminó por ser derrumbada por los partidarios del nuevo monarca, Enrique II. Los restos mortales del rey Pedro I recorrieron diversos lugares, como el Convento de Santo Domingo el Real de Madrid y el Museo Arqueológico de Madrid, terminando finalmente por ser trasladados a la Catedral de Sevilla (Julio Valdeón Baruque, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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La calle Cabeza del Rey Don Pedro, al detalle:
Edificio del antiguo Hostal del Sol
Edificio calle Cabeza del Rey Don Pedro, 30
     Hornacina de la Cabeza del Rey Don Pedro