Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Los Reyes Católicos recibiendo a los cautivos cristianos en la conquista de Málaga", de Eduardo Cano, en la sala XII, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 19 de agosto, es el aniversario del recibimiento (18 de agosto de 1487), por parte de los Reyes Católicos, a los cautivos cristianos, tras la conquista de Málaga, que es el tema de la obra reseñada, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la pintura "Los Reyes Católicos recibiendo a los cautivos cristianos en la conquista de Málaga", de Eduardo Cano, en la sala XII, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala XII del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Los Reyes Católicos recibiendo a los cautivos cristianos en la conquista de Málaga", obra de Eduardo Cano (1823-1897), siendo un óleo sobre lienzo en estilo romántico, pintado en 1867, con unas medidas de 4,80 x 3,00 m., y procedente del depósito de Dª Juana Benjumea (1943).
Esta obra estuvo titulada "Entrada de los Reyes Católicos en Alhama". El profesor D. Antonio de la Banda corrigió el título de la misma poco después de realizarse el inventario de 1990.
Isabel I de Castilla, conocida como Isabel la Católica es un personaje fundamental de la historia de España. Con su esposo Fernando llevó a cabo reformas económicas, del sistema de gobiernos y sociales, que determinaron el rumbo de la historia de nuestro país. Son numerosos los acontecimientos históricos promovidos por Isabel la Católica: la Conquista de Granada y la expulsión de los musulmanes y judíos, o el apoyo a Cristóbal Colón en su búsqueda de las Indias que conllevó el descubrimiento de América (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
A partir de 1868, coincidiendo con el final del reinado de Isabel II, puede advertirse la disolución del espíritu de la época romántica y el comienzo de tiempos con nuevo signo. En pintura estas novedades significaron el agotamiento de la visión romántica y la aparición de un arte más concreto y directo, vinculado a los problemas planteados por la realidad. Al menos éstas fueron las directrices generales que el arte siguió en la mayor parte de Europa en este momento histórico.
Ciertamente el ambiente cultural de la época puso de moda la revisión histórica, aunque eludiendo el aspecto crítico e incidiendo principalmente en lo laudatorio. Todos los países europeos miraron culturalmente hacia atrás para encontrar en la historia motivos de orgullo y vanagloria. Y de los hechos del pasado, sin tanta retórica como se había efectuado en el romanticismo, se rescataron infinidad de episodios que sirvieron como motivo de arte oficial revestido de dignidad al que todos los pintores se aprestaron a servir.
Este es el caso de Eduardo Cano, nacido en Madrid en 1823, pero criado en Sevilla donde se inició en pintura estudiando en la Escuela de Bellas Artes. Completó su formación en Madrid y París y a partir de 1856 se instaló definitivamente en Sevilla donde llegó a ser catedrático de la Escuela en la que había estudiado y allí realizó una dilatada producción artística interrumpida por su fallecimiento en 1897.
Se considera a Cano como el introductor de la pintura de historia en España, aunque ya antes que él otros artistas la habían practicado. Pero ciertamente fue quien realizó el primer cuadro importante con este contenido: es Colón en el convento de La Rábida que pintó en París en 1856. Cuando Cano expuso ese mismo año la pintura en Madrid, llamó poderosamente la atención por la dignidad de su contenido y el armonioso estudio colectivo de la expresión de los personajes. En años posteriores realizó otras pinturas de historia, pero ya nunca más volvió a lograr el pleno acierto que había obtenido con su primera creación.
A través del grupo de obras de Cano conservadas en el Museo de Sevilla se acierta a poder valorar lo que fue su talento artístico. El año que pintó su famoso cuadro de Colón realizó su Autorretrato, donde se advierte el seguro semblante que le había proporcionado su enorme éxito artístico. A pesar de su pequeño formato resulta de notorio interés el retrato de la escritora Fernán Caballero, captada ya en su vejez, puesto que es obra fechable en torno a 1870, nueve años antes de su muerte.
Uno de los más interesantes episodios históricos pintados por Cano se encuentra en el Museo. Se trata de La entrada de los Reyes Católicos en Alhama (Los Reyes Católicos recibiendo a los cautivos cristianos en la conquista de Málaga), obra firmada en 1867 en la que el artista incluyó un repertorio de actitudes vehementes y declamatorias perfectamente conjugada con las utilizadas en los dramas escénicos de la época.
También vinculada a la pintura de historia se encuentra la representación de Un fraile con la cabeza de don Álvaro de Luna firmada por Cano en 1892, pintura de gran efecto dramático y teatral (Enrique Valdivieso González, Pintura, en Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor el hecho histórico representado en la obra reseñada;
Contexto histórico
La conquista de Málaga por los Reyes Católicos hay que entenderla como un hecho decisivo dentro de la Guerra de Granada (1482-1492), con la que se puso fin al último estado musulmán en la Península Ibérica: el emirato Nazarí de Granada, o simplemente, el Reino de Granada.
Isabel de Castilla y Fernando de Aragón supieron aprovechar las circunstancias en que se encontraba el mencionado reino, inmerso en una guerra civil desde 1482 en la que se enfrentaron el rey Muley Hacén contra su hijo Boabdil y, posteriormente, éste último contra su tío El Zagal, que hereda el trono a la muerte de su hermano Muley en 1485. Esta lucha familiar acaba con la división del emirato entre El Zagal, que se convierte en señor de Málaga, Almería y Guadix, y Muhammad XII, más conocido como Boabdil o también como el Rey Chico, que quedaba como emir de la ciudad de Granada, convertido en vasallo de los Reyes Católicos. Todo ello provocó un gran desgaste político, social y económico en el reino nazarí, lo cual gestionaron hábilmente los monarcas cristianos.
Para los granadinos, la ciudad de Málaga era una plaza primordial porque, aunque el puerto no era fondeadero seguro los días de temporal, la riqueza e importancia de la ciudad, el considerable tráfico de mercancías y la proximidad a África, hacían de ella un enclave económico y de suministros de víveres y hombres fundamental para el socorro y abastecimiento del reino. Del puerto Málaga llegaban a Granada hombres, caballos y dinero recogido en diversas regiones africanas para el pago de las guarniciones, así como importantes rentas, diezmos y gabelas que se imponían sobre los testamentos, herederos y rescates de cautivos cristianos.
La guerra de Granada, combina características de guerra medieval con la nueva forma de lucha de la Edad Moderna, en la que fueron protagonistas caballeros, infantes y peones junto con la artillería y la intendencia. La conquista de Málaga es un claro ejemplo de ello. A todo esto, se sumará el juego psicológico y el maquiavelismo (término que se acuñará más tarde) del que fue un claro exponente el rey Católico.
Los preliminares del cerco
Tras la toma de Vélez-Málaga, el rey D. Fernando decide marchar sobre Málaga para cortar el trafico marítimo al que antes se ha aludido y así debilitar más aún al ya endeble reino nazarí logrando, a la vez, la consolidación de las tierras conquistadas. Por otra parte, el alcaide de Málaga, Abén Comixa (o Ibn Kumasa), partidario de Boabdil y , por tanto, más favorable al rey Católico que El Zagal, es depuesto por la guarnición africana de los gomeres de Hamet El Zegrí, contrario a cualquier entendimiento con los cristianos. Esto obligaba al monarca cristiano a no demorar la toma de la ciudad.
D. Fernando ordena cargar en la flota la artillería rumbo a Málaga, mientras que él con las tropas avanza por tierra. Como el terreno era muy escabroso, los soldados no podían avanzar sino en fila, uno tras otro, de forma que, según palabras del cronista Diego de Valera, "...paresçían subir al çielo e abaxar a los abismos". Se detuvieron en Bezmiliana, poblado abandonado en la zona del actual Rincón de la Victoria, a unas dos leguas (catorce Kms. aproximadamente) del objetivo. Allí mandó el rey montar provisionalmente el real. Envía emisarios a la ciudad conminando a sus pobladores a que se rindan y así establecer unas capitulaciones dignas para ellos, respetando su libertad y sus bienes, tal como había hecho con anterioridad en otras ciudades y fortalezas.
Pero se encontraban en la ciudad refugiados de otras comarcas, elches (cristianos renegados), monfíes (mudéjares proscritos que formaban parte de cuadrillas de salteadores) procedentes de la Serranía de Ronda y los ya mencionados gomeres norteafricanos que, confiando en la seguridad de la ciudad, tanto por sus murallas, como por las fuerzas que la defendían, se mostraban totalmente contrarios a la rendición, aún cuando otros sectores de la población hubiesen preferido pactar unas capitulaciones favorables. Escuchadas por El Zegrí las propuestas del rey Católico, las rechaza de pleno y, haciendo gala de su carácter de guerrero y responsable de la ciudad ante el Zagal que lo había nombrado alcaide, asegura que la defenderá a toda costa.
Conocida la respuesta y la alta moral de los defensores malacitanos, D. Fernando convoca una reunión con los nobles que le acompañan en la que se barajaron varias opciones: una consistía en no cercar la ciudad, pues al estar aislada tanto por mar como por tierra (se habían tomado todas las comarcas que la rodeaban y en el mar dominaban los cristianos) no tendrían otra opción a medio plazo que rendirse; la otra opción era establecer el cerco, pensando que de esta forma la presión para la rendición sería mayor y que, a la vez, era más seguro que no recibirían ayudas de las zonas interiores; también se argumentaba que había que aprovechar la proximidad del ejército cristiano a la ciudad. Oídas las distintas opiniones, el rey Fernando decide seguir con la idea inicial de poner sitio sobre Málaga.
Hernando del Pulgar nos narra las características de la medina. Indica que estaba totalmente rodeada por una muralla y asentada sobre un llano, junto a un monte, Gibralfaro, coronado por un fornido castillo, y en cuya falda se erguía la Alcazaba, protegida, a su vez, por dos murallas altas y fuertes, con torres gruesas y otras torres menores. Un acceso, flanqueado por dos formidables muros paralelos (coracha), comunicaba ambas fortificaciones. Por la parte del mar, la muralla tenía también una pequeña fortaleza con seis torres (el Castillo de los Genoveses) y otros torreones que defendían las Atarazanas (almacenes y astilleros). Contaba Málaga con dos arrabales: uno en la zona septentrional, cercado con muros y torres (arrabal de la Fontanella) y otro más pegado a la costa de poniente, en la orilla derecha del río Guadalmedina, con huertas y casas caídas (el arrabal de Attabanim o de los Tratantes de la Paja). Termina el cronista la descripción diciendo que el aspecto de la ciudad era muy hermoso, con palmas, naranjos y cidros, y muchos otros árboles y huertas.
El primer gran problema que encuentra el ejército cristiano es que junto al monte de Gibralfaro se alineaba el cerro Victoria (o de San Cristóbal), y tras él una serie de elevaciones como el cerro del Calvario que hacían que el único paso para acceder a los llanos, controlar los pozos y establecer el cerco de la ciudad fuera entre las dos primeras elevaciones mencionadas, fácilmente defendidas por los musulmanes, los cuales al advertir la llegada de los cristianos por tierra y por mar se apresuraron a reforzar con guardias las fortalezas, las murallas, los torreones y la zona costera.
El Zegrí manda salir de la medina a tres cuerpos de ejército que distribuye de la siguiente forma: uno por la zona próxima a la costa de levante, en las faldas de Gibralfaro; otro en el cerro Victoria; y un tercero en el valle existente entre ambos, por donde habrían de pasar los cristianos. El primer encuentro fue durísimo, y ambos ejércitos avanzaban y retrocedían según el empuje del contrario. Al final los cristianos toman el cerro Victoria y expulsan del valle y de la costa a los gomeres de El Zegrí, accediendo a la zona de huertas del arrabal de la Fontanela, y disponiendo el cerco con tres reales. Esto ocurría el 7 de mayo de 1487.
El real principal, con más gente, rodeaba Gibralfaro, desde el mar hasta el arrabal, y estaba al mando del marqués de Cádiz. Un segundo real se asentó en las huertas del arrabal y los cerros del Calvario y la Victoria, y en él se estableció el rey junto con otros nobles como el conde de Cifuentes, el conde de Ureña, y el alcaide de los Donceles con las gentes del duque de Medina Sidonia (el duque se incorporó más tarde), entre otros. El tercer real ocupaba la margen derecha del Guadalmedina, hasta la costa, y allí estuvieron D. Fadrique de Toledo, D. Diego Hurtado de Mendoza, el comendador mayor de León y las Órdenes de Santiago, Calatrava y Alcántara. En esa zona, en lo que hoy es la Trinidad, estableció su real la reina Isabel cuando se incorporó al asedio más tarde. La flota, estaba al mando del noble catalán Galcerán de Requesens conde de Trivento, con los capitanes Martín Ruiz de Mena, Garcí López de Arriarán y Antonio Bernal.
Un prolongado y encarnizado asedio
Una vez asentado el ejército cristiano, transcurrirán más de tres meses (desde el mes de mayo al de agosto de 1487) hasta que la ciudad se entregue. Fue un cerco muy cruento, plagado de continuos ataques y enfrentamientos en los campos aledaños de la ciudad entre la caballería e infantería de ambos bandos; pero, sobre todo, fue una guerra de desgaste, donde el castigo constante de la artillería, el hambre, las enfermedades y la guerra psicológica jugaron un papel decisivo ante la dificultad de asaltar un recinto amurallado que hacía la ciudad inexpugnable.
Sobre el número de combatientes, los cronistas no se ponen de acuerdo: para los defensores de la ciudad, dan cifras que oscilan entre los nueve mil guerreros según Diego de Varela, los ocho mil de Andrés Bernáldez, y los cinco mil que establece Alonso de Palencia. En cuanto al ejército cristiano, también los datos son dispares: para Alonso de Palencia fueron doce mil caballeros y cincuenta mil infantes; mientras que para Andrés Bernáldez sumarían diez mil los de a caballo y ochenta mil los peones. Sea como fuere, hay que tener en cuenta que en el ejército cristiano tuvieron lugar algunos relevos en el transcurso del cerco, lo cual pudo hacer variar las cifras.
En el real se encontraban igualmente gente no combatiente, entre los que cabe destacar a carpinteros, herreros, aserradores, hacheros (dedicados a la tala y corte de árboles), fundidores, albañiles, pedreros para buscar y labrar las piedras que iba a disparar la artillería, azadoneros, carboneros y esparteros. Al frente de cada uno de estos oficios había un responsable llamado "ministro", encargado de pedir los oficiales y darles lo necesario. También contaban los cristianos con maestros para fabricar pólvora, que era guardada en cuevas practicadas bajo tierra, las cuales eran vigiladas noche y día por 300 hombres, aunque era tal su uso, que los reyes tenían que pedirla a menudo a otros lugares y era traída por la flota. Otros no combatientes que residían en el real eran los prelados que trajo la reina Isabel, los clérigos, dedicados a hacer misas, predicar y dar absoluciones plenarias por virtud de la Santa Cruzada y los cantores de las capillas del rey y reina, pertenecientes también al estamento clerical.
En cuanto a las escaramuzas y enfrentamientos que sucedieron, se contaron en torno a quince, en los que la caballería y/o la infantería musulmana salía, bien del castillo, bien de la ciudad, para asaltar por sorpresa las estancias (posiciones militares cristianas a modo de avanzadillas dispuestas estratégicamente, más o menos cercanas a los muros y protegidas por parapetos, vallas, fosas, etc.), utilizando entre otras armas, lanzas, espingardas (especie de arcabuces) y ballestas, llegándose a establecer la lucha cuerpo a cuerpo. Estos ataques solían dejar sobre el terreno una cantidad importante de heridos y muertos por ambas partes. Cuando la oposición del ejército cristiano era manifiesta, por la ayuda de los contingentes cercanos, los malagueños se retiraban tras los muros para intentar minimizar las pérdidas humanas.
En una de las últimas incursiones se hizo famosa entre los cristianos la hidalguía de un guerrero musulmán, llamado Ibrahim Zenete, lugarteniente de El Zegrí, que yendo al frente de un cuerpo de caballería, se disponía a atacar la estancia del maestre de Alcántara. Encontrando a un grupo de jóvenes cristianos dormidos en la playa, en vez de alancearlos, los despertó y les espetó a que huyeran. Ante el reproche de algunos compañeros de armas por no haberlos matado, el cronista A. Bernáldez escribe que Zenete contestó "no maté porque no vide barbas"
La utilización de la artillería jugó un papel muy importante, con el fin de causar destrozos en las murallas y en el interior de la ciudad. También contribuía a minar la moral de los sitiados. Las piezas más utilizadas eran los cuartagos o morteros pedreros, ribadoquines (cañones de pequeño calibre montados en paralelo sobre una plataforma) y, las más destructivas, las lombardas gruesas (eran famosas "las Siete Hermanas Ximonas" y "la Reina" en el bando cristiano). Los sitiados contaban igualmente con abundante artillería instalada, tanto en las torres y murallas, como en Gibralfaro.
Al respecto, mientras escribía este trabajo, ha tenido lugar un hallazgo en la cripta de la Iglesia de Santiago de la ciudad. Esta iglesia está cercana a lo que fue la antigua muralla musulmana, a pocos metros de la Puerta de Granada. Pues bien, se están llevando a cabo unas obras de restauración del templo y al sacar escombros que antaño habían apilado en la cripta, ha aparecido un bolaño de los que bombardas y pedreros disparaban a las murallas de Málaga en la época del asedio.
Con vistas a un posible asalto, se practicaron por diversos lugares minas, o sea, excavaciones subterráneas que traspasasen las murallas con la doble finalidad de debilitar los muros y de poder introducir soldados en la medina. Se llevaron a cabo minas por parte del duque de Nájera, del conde de Benavente, del clavero de Alcántara y del comendador mayor de Calatrava. Cuando los defensores las descubrían, construían contraminas, les prendían fuego e incluso llegaron a enfrentarse en ellas soldados de ambos bandos.
También se luchó por conseguir los torreones estratégicos, con diferente fortuna. Se consiguieron así algunos que protegían los arrabales, aunque, sin duda, el hecho más destacado en la lucha por los torreones lo protagonizaron el capitán Francisco Ramírez de Madrid "el Artillero" y sus gentes que, ya bastante avanzado el sitio, consiguieron tomar la torre defensora de la entrada de un puente sobre el Guadalmedina que daba acceso a la ciudad (cerca del actual puente de Santo Domingo). Construyó una mina e introdujo un cuartago bajo el suelo de la torre. En la superficie fue estableciendo paso a paso baluartes y artillería. Al cuarto día, los cristianos acercaron a la torre mantas (protecciones de madera y cuero para los soldados) y escalas. Estando en pleno combate, Francisco Ramírez mandó disparar el cuartago instalado en la mina lo que hundió el suelo de la torre, cayendo cuatro defensores y huyendo los demás, que se refugiaron en otra torre que se situaba al extremo opuesto del puente, pegada a la muralla. Al cabo de duros combates , donde la artillería fue la protagonista, se logró también tomar la segunda torre. Debido a esta heroicidad, el rey nombró caballero a Francisco Ramírez.
En cuanto al mar, la supremacía de la flota cristiana era manifiesta, y sirvió sobre todo, a excepción de alguna escaramuza naval sin mayor importancia, para asegurar el abastecimiento al real, al tiempo que impedía el tráfico marítimo de las posibles ayudas, tanto de militares como de suministros, procedentes de otros puertos musulmanes norteafricanos a los sitiados malagueños como antes se ha explicado.
Con el transcurrir de los días tanto la moral como los recursos iban disminuyendo. Esto se agudizaba sobremanera entre los ciudadanos sitiados, donde empezaba a escasear el pan. A los dos meses de sitio, en la ciudad se pasaba hambre y las crónicas narran que sus pobladores comían cueros de vaca cocidos, harina de los troncos de palma, asnos, caballos, ratas y comadrejas, lo que causaba no pocas enfermedades en la población. Aunque una buena parte de los malagueños (artesanos y comerciantes sobre todo, intentaban llegar a un acuerdo con los sitiadores, El Zagal, los gomeres a su mando y otros sectores (monfíes, renegados, apóstatas, desertores...) se oponían rotundamente a cualquier tipo de rendición y amenazaban con matar a todo aquel que hablase a favor de ella. Los partidarios de resistir contaban con el apoyo de algunos alfaquíes (personas doctas en la ley islámica) y de "un moro santo" (visionario, especie de profeta) que arengaba a todos a defenderse hasta que recibiesen de Allah, la orden de salir y atacar a los cristianos con la seguridad de vencerlos y levantar el cerco.
Las ayudas que Málaga demandaba a sus hermanos musulmanes (entre ellos a Boabdil), no encontraron respuesta positiva, salvo dos excepciones: una cuadrilla que al amparo de la noche intentó introducirse en la ciudad atravesando por los montes el cerco, siendo interceptados por los cristianos que dieron muerte a la mayoría y tomaron al resto prisioneros; y un destacamento de caballería e infantería enviado desde Guadix por El Zagal que fue atacado por Boabdil (recordemos que era vasallo de Castilla) viéndose obligado a replegarse a su punto de partida.
En lo que se refiere al desgaste que el cerco provocó en los cristianos lo solventó el rey Fernando pidiendo más apoyo, tanto en dinero, como en tropas de refresco y avituallamiento, lo cual fue atendido con celeridad por la nobleza. el clero y las ciudades, que enviaron todo tipo de ayudas. También cooperaron los portugueses y el Imperio alemán. Como quiera que se había transmitido el rumor del descontento de algunos sectores del ejército cristiano, el rey comunicó a la reina Isabel la conveniencia de que estuviese presente en el cerco. Ante esta solicitud, la reina partió de Córdoba, desde donde se dedicaba a las cuestiones administrativas de la guerra y se estableció en el real hasta el final del sitio.
El factor psicológico también jugó su papel. Se trataba de desmoronar por todos los medios la moral del contrario. Para ello los sitiados recurrían a mandar algún que otro habitante de la ciudad al real dejándose apresar por los cristianos, para así, al ser interrogado, comentar que la ciudad estaba abastecida y que no se pensaba en entregarla pues se confiaba en la victoria final. Por su parte, los sitiadores hacían alarde de sus tropas y su maquinaria de asalto, mostrando así su fuerza y poderío militar y amontonaban el trigo para que fuese visto desde las murallas.
En lo referente a las bajas militares, el cronista Diego de Valera da las siguientes cifras de combatientes muertos: tres mil cristianos y cinco mil musulmanes, que, aunque haya que verlas con cierta reserva, nos puede dar una idea aproximada de los que perdieron la vida combatiendo o a causa de las heridas o de sus secuelas. Aquí no se detallan las cifras de la población civil, en la que es de suponer que el hambre y las epidemias declaradas en la medina causarían también un buen número de fallecidos . Que el número de heridos y muertos fue también importante entre los cristianos lo podemos confirmar por la creación de un gran hospital de campaña que Diego de Valera lo describe con dos pabellones, quince tiendas y doscientas camas de colchones. Asimismo, en el real pudo aparecer algún caso de peste, según insinúa el cronista Alonso de Palencia.
El frustrado atentado a los Reyes
Estando en pleno cerco, y ante las penurias que ya atravesaba la ciudad de Málaga, un santón llamado Ibrahim Algerbí, procedente de Guadix, se propuso acabar con la vida de los reyes, pensando que de esa forma los cristianos levantarían el sitio. Se hizo apresar fingiendo rezar en un barranco cerca del real, siendo llevado a presencia del marqués de Cádiz al que comunicó que sabía por revelación divina la inminente toma de Málaga, pero que eso solo se lo diría a los reyes. El marqués lo envió ante los monarcas tal y como lo habían apresado, sin desarmarlo de un alfanje que llevaba ceñido, evidenciándose así la imprudencia y la curiosidad de los acompañantes, que iban más pendientes del personaje y sus noticias que de otra cosa.
Llegado a la tienda de los reyes, D. Fernando no se encontraba, por haberse retirado a dormir, y la reina no quiso recibirlo hasta estar presente su marido. Ibrahim fue conducido entonces a otra tienda cercana donde se hallaban Dª. Beatriz de Bobadilla, marquesa de Moya, conversando con el caballero D. Álvaro de Portugal. El musulmán, que no los conocía los confundió con los monarcas y sacando su alfanje, arremetió contra D. Álvaro al que hirió en la cabeza y a Dª. Beatriz le asestó una cuchillada que, a no ser por el alboroto que se generó, hubiese sido mortal de necesidad. Ruy López de Toledo abrazó al frustrado regicida inmovilizándolo, y la gente que lo rodeaban lo acribillaron a cuchilladas. Su cuerpo fue descuartizado y lanzado a la ciudad con un trabuco (catapulta). Por su parte, los malagueños mataron a uno de los principales cautivos cristianos y, colocado sobre un asno, lo espolearon hacia el real.
A partir de este hecho, se acordó que los reyes estuviesen guardados día y noche por doscientos caballeros de los reinos de Castilla y de Aragón, de manera que ninguna persona pudiese acceder a ellos con armas. De igual modo se ordenó que ningún musulmán entrase en el real sin estar perfectamente identificado y que no llegase a ellos en ningún caso.
La rendición de la ciudad
Más arriba se han descrito las penurias que atravesaban los malagueños según transcurrían los días de asedio. Pues bien, en agosto el hambre y las necesidades hacían ya insostenible la situación, hasta tal punto que los ciudadanos, mercaderes y oficiales artesanos en su mayoría, entre los que destacaban Omar Abenamar, el alfaquí Ibrahim Alhariz y, sobre todos ellos su líder, el rico mercader Alí Dordux, logran desalojar de la Alcazaba, por medios pacíficos a El Zegrí, que se repliega a Gibralfaro con los gomeres y demás partidarios de la resistencia a ultranza.
El cronista Diego de Valera describe a Dordux como opulento, con un dilatado parentesco, valiente aunque precavido, pues pensaba en la seguridad propia y de sus conciudadanos, y notable tanto en ingenio como en riquezas. Alonso de Palencia, sin embargo, ofrece una visión en la que se muestra un Dordux bastante más interesado, al que tilda de preocuparse ante todo de salvar sus caudales y la libertad de sus familiares y amigos, escondiendo el trato que los reyes tenían pensado para el resto de los habitantes de Málaga.
Se organiza una comisión de ciudadanos liderada por Dordux para gestionar una rendición favorable. Fracasado el intento de que, a cambio de entregar la fortaleza de la alcazaba y la ciudad, el rey dejase vivir en ella en calidad de mudéjares a todos los habitantes, los mensajeros piden al marqués de Cádiz que interceda ante los reyes, pero éste rehúsa haciéndoles saber que el encargado de estos menesteres era el Comendador Mayor de León, D. Gutierre de Cárdenas. Entonces, el propio Dordux habla con el comendador para que lo presente ante el rey, el cual se niega a negociar argumentando que si se hubieran rendido cuando se les solicitó desde Vélez-Málaga o cuando se asentó el real, hubieran recibido el trato que se les dio a aquéllos, pero ya era tarde y solo les quedaba salir de la ciudad muertos o cautivos. El rey Católico hizo coincidir esta respuesta con un recrudecimiento de los ataques de artillería, con lo que la moral de los musulmanes decayó totalmente.
Ante esta situación, se redacta otra carta a los reyes, pidiéndoles misericordia y recordándoles la magnanimidad que sus antepasados habían tenido en hechos similares. La respuesta es la misma que las anteriores: rendición incondicional. La única salida posible consistía, pues, en entregar la ciudad y esperar la misericordia de los reyes. No obstante, Alí Dordux negocia su libertad y la de sus allegados y familiares.
Dordux entrega la ciudad, con excepción de Gibralfaro, en la que resistía El Zegrí con los suyos. D. Fernando ordena que no se cometan actos de saqueo en la ciudad ("ningún desaguisado so pena de muerte", dice Andrés Bernáldez). También manda que trajeran a veinte malagueños principales en calidad de rehenes. Hecho esto, entraron los caballeros al mando del Comendador Mayor de León, enarbolando el estandarte real con las armas del rey y de la reina, y los pendones de la Cruz y de Santiago, los cuales fueron colocados en la torre del homenaje de la alcazaba. Se distribuyen ochocientos escuderos y quinientos espingarderos, que ocuparon la fortaleza y la ciudad junto con sus torres y murallas. También se hicieron cargo de todas las armas y la artillería existente, que fueron depositadas en la Alcazaba.
Con respecto a la fecha de entrega de la ciudad, no hay total unanimidad entre los cuatro cronistas consultados, pues mientras que Del Pulgar, Alonso de Palencia y Andrés Bernáldez dan la fecha del 18 de agosto, Diego de Valera sitúa el evento un día después. En el acta de la primera sesión capitular del concejo de Málaga celebrado casi dos años más tarde, se da la fecha de Diego de Valera: "...fue ganada e redusida a nuestra santa fee cathólica por fuerça de armas, por el poder e fuerça de los muy altos e muy poderosos e christianíssimos prínçipes el Rey D. Fernando e la Reyna Donna Ysabel en diez e nueve días del mes de agosto del anno del nasçimiento de nuestro sennor Ihesu Christo de mill e quatroçientos e ochenta e syete annos" (Archivo Histórico Municipal de Málaga, actas capitulares, sesión 26-06-1489, Fol.1r) .
Tras la rendición de Málaga, se entregan las cercanas villas de Mijas y Osunilla, que también habían resistido antes y que hostigaban a los cristianos que pasaban por sus inmediaciones. Sus habitantes (alrededor de ochocientos) junto con sus bienes, fueron trasladados en las galeras del rey hasta la ciudad y sometidos a esclavitud.
A los dos días, El Zegrí entregaba Gibralfaro y era hecho prisionero junto a los gomeres, renegados y desertores. El rey mandó acañaverear (matar con cañas cortadas en punta, a modo de saetas) a doce cristianos desertores que habían informado a los musulmanes de cosas que ocurrieron en el real y los animaban a no entregar la ciudad. Cargado de cadenas, El Zegrí hace gala de su orgullo y convicciones, propias de caballero medieval, cuando es preguntado sobre el porqué de su obstinación y, en palabras de Hernando del Pulgar, respondió que "...había tomado aquel cargo con obligación de morir o ser preso defendiendo su ley, e la cibdad, e honra del que ge la entregó; e que si fallara ayudadores, quisiera más morir peleando que ser preso no defendiendo la ciudad". Él, su lugarteniente Zenete y el alfaquí Alphages, fueron encarcelados en el castillo de Carmona.
Fernando e Isabel mandaron asentar una tienda y poner un altar extramuros, cerca de la puerta de Granada (entre las actuales plazas de María Guerrero y de la Merced ) para recibir a los cristianos que estaban cautivos de los musulmanes en Málaga. El número de cautivos varía según los cronistas, siendo seiscientos para Andrés Bernáldez, quinientos para Hernando del Pulgar y trescientos tanto para Alonso de Palencia como para Diego de Valera, entre hombres y mujeres. Salieron en procesión portando pequeñas cruces de madera hasta la tienda de los reyes, dando gracias a Dios y a los monarcas por su liberación. Bernáldez comenta que algunos llevaban cautivos diez, quince e incluso veinte años y los describe flacos y amarillentos por el hambre, con cadenas en los pies y el cuello y los hombres con las barbas muy largas. Los reyes los mandaron desherrar, y les dieron vestidos, alimentos y limosnas para que pudiesen volver a sus lugares de origen.
Una vez limpia la ciudad de cadáveres y de olores y consagrada la mezquita mayor bajo la advocación de Santa María de la Encarnación, los Reyes Católicos entraron en la ciudad en solemne procesión acompañados por el Cardenal de España D. Pedro González de Mendoza y los caballeros del real y se dirigieron a aquella iglesia, a escuchar misa solemne.
El cardenal Mendoza otorgó a la iglesia de la Encarnación categoría de Catedral repartiendo las dignidades, canongías, raciones y capellanías y estableció la Diócesis de Málaga a la que estaban sujetas las ciudades de Ronda y Vélez-Málaga junto con las villas de Álora, Cártama, Casarabonela y Coín, así como también las villas y aldeas de la Serranía de Ronda, de la Algarbía y de la Axarquía. Como obispo de la diócesis malagueña fue propuesto D. Pedro de Toledo al papa Inocencio VIII, lo que es ratificado por el pontífice al tiempo que confirma las iglesias fundadas en la ciudad y todos los cargos y dignidades otorgados por el Cardenal de España.
Pusieron los reyes como alcaide y corregidor de Málaga a D. Garcí Fernández Manrique, con poder para hacer justicia tanto en la ciudad como en las tierras que quedaban bajo la jurisdicción de ella: Cártama, Casarabonela, Coín y las villas y aldeas de la Algarbía y la Axarquía. También se nombraron alcaldes, regidores, jurados y escribanos para regir y administrar la zona.
Asimismo, se nombraron repartidores para adjudicar las casas de la ciudad a sus nuevos propietarios cristianos y para delimitar la jurisdicción de la tierra y las aldeas. Se dieron, igualmente, fueros y leyes para la buena administración de la ciudad y sus tierras.
No obstante, la primera sesión del Concejo de Málaga no tendrá lugar hasta casi dos años después, el 26 de junio de 1489, en cuya acta capitular se recogen las directrices y preceptos que regulaban las normas para la reunión, asistencia, participación, deliberación y votación de los asuntos tratados.
Distinta suerte de los vencidos
No todos los habitantes que se encontraban en la ciudad corrieron la misma suerte ni recibieron el mismo trato cuando ésta se entregó. Vamos a distinguir entre el grupo de Alí Dordux; los gomeres, renegados, apóstatas y desertores; la población musulmana malagueña en general; y la población judía.
El rico mercader Alí Dordux consiguió el perdón para sí y para cuarenta casas de sus parientes para que "quedasen libres e francos en la ciudad con todo lo suyo por mudéjares", según narra Andrés Bernáldez.
En el anterior apartado hemos visto la suerte que corrió El Zegrí y su lugarteniente, así como algunos de los desertores. El resto de apóstatas y renegados fueron quemados vivos (Alonso de Palencia).
En lo referente a los gomeres norteafricanos y otros bereberes (unos dos mil quinientos, según Valera), no se les dio opción al rescate y fueron sometidos automáticamente a la esclavitud, siendo repartidos entre los nobles, caballeros y soldados distinguidos cristianos. Al papa Inocencio VIII se le envió cien de ellos, a los que procesionó por toda Roma y los hizo convertir en cristianos.
Constituían alrededor de once mil habitantes, según Bernáldez, y quince mil, según Varela. Cuando los cristianos tomaron la ciudad, fueron obligados a desalojar sus casas y conducidos con todos sus cosas de valor a un gran corral situado en la Alcazaba. Allí se les dio de comer, a costa de sus dineros, fueron contados y se inventariaron los bienes que entregaron, los cuales se hicieron líos y se sellaron. En esa situación estuvieron hasta que fueron repartidos.
Andrés Bernáldez nos cuenta con detalle cuáles fueron las condiciones del rescate para eludir la esclavitud:
Se estipuló el rescate de cada uno de los habitantes vivos, tanto niños, adultos o ancianos, en el momento de entrar en el corral en treinta doblas zahenes (la dobla zahén era una moneda de oro usada por los musulmanes que equivalía a cuatrocientos cuarenta y cinco maravedíes. Según el historiador Manuel Fernández Álvarez, en su libro Isabel la Católica (2004), un maravedí equivaldría aproximadamente a 0,50 € , por lo tanto, podríamos cifrar el rescate de cada persona en unos siete mil euros.
Tenían que dar en señal todo el oro, plata, perlas, ropas, alhajas, sedas y riquezas, lo cual sería tasado y se les daría un valor.
Lo que faltase, habrían de pagarlo en ocho meses (dieciséis meses en dos plazos, aclara Alonso de Palencia), de forma mancomunada, es decir, si uno no pagaba, el resto tenía que hacerlo por él y si alguno moría en ese tiempo, igualmente los demás tenían que pagar su rescate.
Si se incumplían los plazos, pasaban todos a la esclavitud. Si se pagaba, serían todos libres para irse o quedarse donde quisieran.
Hasta cumplirse el tiempo del rescate, fueron repartidos por algunas ciudades y villas andaluzas, por casas de vecinos, a razón de uno o dos por casa, para que, a cambio de alimentarlos, se sirviesen de ellos. Algunos de ellos, marcharon a Guadix, Baza, Almería y Granada a intentar recaudar dinero para el rescate, pero no recibieron nada. Otro grupo, acompañados por Cristóbal Mosquera, viajó al norte de África para recabar limosnas, cosa que tampoco lograron.
El resultado fue que no consiguieron pagar el rescate, por lo que todos fueron reducidos a la esclavitud.
Se contaban los judíos malagueños en torno a las 450 almas. Su suerte fue mejor que las de sus paisanos musulmanes. Su rescate se estableció en veinte mil doblas zahenes. Como ocurriera con los musulmanes, se les tomaron sus bienes y riquezas a cuenta, haciendo líos con lo que cada uno aportaba. Fueron separados de los musulmanes y de la gestión del rescate se encargó un judío llamado Abraham Señor, arrendador real de las aljamas y juderías de Castilla, el cual logró reunir el rescate y, con ello, liberar a sus correligionarios que pudieron quedarse en la judería de la ciudad.
Para terminar, incluyo estos versos pertenecientes a una obra con reminiscencias del romanticismo que, aunque algo panfletaria en su conjunto, en estos ocho versos recoge aspectos dignos de ambos bandos:
Allí fué de Pulgar la valentía,
De Hamet Zegrí la indómita fiereza,
Del Conde de Cifuentes la osadía,
De Ibraím el Zenete la nobleza;
De Ramírez Madrid la bizarría.
De Dordúx la altivez y la entereza;
Todos fueron en uno y otro bando
Famélicos leones peleando.
Octava real extraída de ARCO Y MOLINERO, Ángel del: "La Reconquista de Málaga. Canto épico”, pág 21. Tip. “La Publicidad”, Granada, 1888 (Juan V. Navarro Valls, La toma de Málaga por los Reyes Católicos, en www.historiartemalaga.com)
Conozcamos mejor la Biografía de Eduardo Cano, autor de la obra reseñada;
Eduardo Cano de la Peña, (Madrid, 20 de marzo de 1823 – Sevilla, 1 de abril de 1897). Pintor, profesor y catedrático de la Escuela de Bellas Artes de Sevilla.
Tras su nacimiento en Madrid, donde su padre (Melchor Cano) ejercía como arquitecto y académico de San Fernando, se trasladó a Sevilla, al ser éste nombrado arquitecto mayor de la ciudad en 1826. Pese a los deseos paternos, decidió estudiar Dibujo y Música, que inició en la Real Escuela de Nobles Artes de Sevilla en 1835. Su sólida formación en dibujo le llevó a realizar las primeras ilustraciones para La Sevilla pintoresca (1844), de Amador de los Ríos. Con veinticinco años, fue elegido miembro honorario de la Real Academia de Nobles Artes de Santa Isabel y fue nombrado para desempeñar la clase de Principios de Dibujo. Poco después, accedió a la condición de académico numerario de la mencionada corporación y también fue profesor de Colorido y Composición.
Hacia mitad de siglo, comenzó la ascensión en una prometedora carrera profesional y artística, a la que contribuyó su estancia en Madrid. Allí estudió durante tres años en la Escuela Especial de Pintura, Escultura y Grabado —dependiente de la Real Academia de San Fernando—, bajo la dirección de los reputados artistas Carlos Luis de Ribera, José y Federico de Madrazo. Por su buen aprovechamiento en este centro, se le otorgó una pensión en París (1853-1856) de 1.500 pesetas anuales. El joven pintor quedó deslumbrado por la hermosa ciudad, en la que pudo contemplar la Exposición Universal de 1855, que coincidía con el inicio de la nueva estética del realismo. Estas circunstancias influyeron en la génesis de su obra Colón en la Rábida (1856), ganadora de la Primera Medalla en la primera Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid. En la segunda, volvió a lograr el galardón con El entierro de Don Álvaro de Luna (1858). Los dos son grandes lienzos, auténticos telones, en los que el artista vierte muchos metros de historia pintada con énfasis y erudición. Comenzó, así, la tendencia realista en la historia de la pintura española que, sin solución de continuidad, llegó hasta 1929 con la obra El desembarco de Alhucemas, de Moreno Carbonero.
De regreso a Sevilla en 1859, Cano inició en la Escuela de Bellas Artes —de la que la Reina le había nombrado, por méritos, catedrático de Colorido y Composición—, un fecundo magisterio; para algunos, verdadera renovación de la escuela pictórica hispalense, que entonces agotaba la moda del costumbrismo romántico. Su labor se dejó sentir sobre una pléyade de jóvenes promesas del arte local, a quienes inculcó la estética que representaba el tránsito del citado romanticismo al realismo. Prueba de ello, pudo ser su actividad como ilustrador en El arte en España (1862), El Museo Universal (1864) y La Ilustración Artística, así como en la revista quincenal La Bonanza. Al mismo tiempo, desde su cargo en la Comisión de Monumentos se preocupaba por la conservación del patrimonio arquitectónico, urbanístico y artístico sevillano; en este sentido, se opuso, con energía y a riesgo incluso de su propia integridad física, a los derribos y desmanes que, con ocasión de la Revolución del 68, se llevaron a cabo en las murallas perimetrales de la ciudad y acabaron con la iglesia de San Miguel. También propició la conservación de los valiosos frescos del monasterio de San Isidoro del Campo (Santiponce). En 1867, logró consideración de Primera Medalla en la Exposición Nacional con su obra Los Reyes Católicos recibiendo a los cautivos cristianos en la conquista de Málaga; en rigor, un homenaje simultáneo a tales Soberanos y a la no menos benefactora nueva Isabel, poco antes de su destronamiento.
La década del setenta supuso para el artista ya maduro una renovación biográfica y artística. Si, por una parte, contrajo matrimonio a la edad de cuarenta y nueve años con Bárbara de la Azuela y Robles, oriunda de El Puerto de Santa María, un año antes, conoció en Sevilla al ya reputado y joven Mariano Fortuny, que influyó sobre él con su proverbial neorromanticismo, de técnica suelta, chispeante y colorista, dando paso al cultivo de obras de género, la mayoría de asuntos literarios —muchos de ellos cervantinos—. Al mismo tiempo, pintó retratos y algún autorretrato con una estética que va desde los prototipos iconográficos románticos un tanto idealizados hasta los de filiación realista, parcos en detalles y sobrios en accesorios. Desde entonces también cultivó el cuadro de tema religioso, pese al decaimiento de la pintura de este género, en el que está presente la huella de Murillo, algo también de Zurbarán y ciertas referencias nazarenas cargadas de pietismo y de efectos artificiosos.
En 1883, Cano, ya viudo, se casó con la pintora francesa Marie Louise Le Foulon Taboure, con la que tuvo una hija, Ramona, también pintora. Cuatro años después, al morir su segunda esposa, contrajo un nuevo matrimonio con la valenciana, avecindada en Sevilla, Concepción Domingo Llunch.
Los últimos años de la vida del pintor transcurrieron en Sevilla, alternando la práctica de la pintura con la docencia en la Escuela de Bellas Artes, en la que se jubiló, tras ostentar la dirección de la misma, en 1893. Cuatro años después, falleció en su casa del barrio de San Vicente (Gerardo Pérez Calero, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Los Reyes Católicos recibiendo a los cautivos cristianos en la conquista de Málaga", de Eduardo Cano, en la sala XII, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.
Más sobre el Museo de Bellas Artes, en ExplicArte Sevilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario