Por amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Regina, de Sevilla, dando un paseo por ella.
Hoy, 2 de agosto, Festividad de Nuestra Señora de los Ángeles.
Y que mejor día que hoy para ExplicArte la calle Regina, de Sevilla, dando un paseo por ella.
La calle Regina es, en el Callejero Sevillano, una vía que se encuentra en el Barrio de la Encarnación-Regina, del Distrito Casco Antiguo; y va de la plaza de la Encarnación, a la confluencia de las calles San Juan de la Palma, Feria, y Madre María Purísima de la Cruz.
La calle, desde el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en la población histórica y en los sectores urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las edificaciones colindantes entre si. En cambio, en los sectores de periferia donde predomina la edificación abierta, constituida por bloques exentos, la calle, como ámbito lineal de relación, se pierde, y el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta.
También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
La vía, en este caso una calle, está dedicada al desaparecido convento de Regina Angelorum, que se encontraba en dicha vía.
Según González de León y otros autores, fue conocida hasta mediados del s. XVI como Caballerizas del Duque de Béjar, que tenía en ella su casa-palacio. Más tarde por callejuelas de Regina, por el monasterio de Regina Angelorum, fundado en 1553 por doña Teresa de Zúñiga, marquesa de Ayamonte. La forma plural del topónimo ("callejuelas") responde a la estrechez y sinuosidad de los diferentes tramos de la antigua calle. Todavía en el plano de Olavide (1771) aparece rotulada así. Posteriormente se llamó simplemente Regina, aunque en muchos documentos e incluso en el uso oral de algunos sevillanos se ha seguido nombrando callejuela de Regina.
En el pasado era una calle mucho más angosta y quebrada que la actual y bordeaba el mencionado monasterio de Regina que, al derribarse a fines del s. XIX, facilitó el ensanche del tramo inicial. Tenía un arco que unía el templo con la casa de los duques de Béjar. Este arco había sido demolido en 1861, ampliando así la calle y facilitando el ambiente comercial que había adquirido a raíz del establecimiento del cercano mercado de la Encarnación en 1820. A estas operaciones hay que añadir diversas alineaciones que poco a poco fueron convirtiendo el sinuoso callejón anterior en un espacio más recto y amplio.
Una de las transformaciones más significativas fue la apertura en 1879 de Jerónimo Hernández, que hoy la cruza, para facilitar la unión con Santa Ángela de la Cruz. Otra muestra de la intención municipal de ensanchar la zona fue el proyecto de una gran vía entre la plaza de la Encarnación y Feria (1943), que no llega a realizarse. Hoy la calle posee en su parte inicial considerable anchura y fisonomía de plaza, lo que facilita el trasiego del público del mercado vecino y el aparcamiento de vehículos (hoy peatonal). A partir del recodo formado por la casa núm. 3 se estrecha notablemente hasta su final, ofreciendo así dos tramos marcadamente diferenciados. Entre los siglos XVII y XIX la calle estuvo empedrada. En 1868 se manda pavimentar con losas de Tarifa y desde principios del XX se adoquina en varias ocasiones. Actualmente el pavimento es de losetas, que tiene carácter peatonal, con excepción del cruce con Jerónimo Hernández. Se ilumina con farolas sobre brazos de fundición adosados a las fachadas. La tipología de su caserío ofrece diferencias entre la primera y la segunda parte de la calle. En aquélla predominan las construcciones recientes de tres plantas, mientras que en ésta se encuentran casas de dos plantas de la primera mitad de siglo o fines del XIX. Carece en la actualidad de edificios significativos, pero en el pasado se situaron en ella los ya citados palacio del duque de Béjar y el convento de Regina Angelorum, que se hizo famoso en la Sevilla del XVII por la oposición de sus frailes al movimiento en favor de la proclamación dogmática de la Inmaculada Concepción. Dentro de sus muros se hallaba la capilla de la Virgen del Rosario (s. XVII), propiedad de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, que a principios del s. XX donó al Ayuntamiento los terrenos en que aquélla se levantaba. Su artística reja y varios elementos del altar fueron trasladados, tras el derribo del convento, a la actual Plaza de Toros.
Por sus funciones, Regina es una calle de muy acusada personalidad, con un marcado ambiente comercial. Sus numerosos establecimientos (bares, confección, zapaterías, alimentación, muebles, colchonerías...), sus puestos ambulantes y los vendedores que pregonan sus mercancías generan en las horas de la mañana un trasiego humano favorecido por la proximidad del mercado de la Encarnación. Muchos de esos establecimientos sacan los géneros a la calle, en especial el día del mercado del "Jueves", que se inicia en Regina y continúa a lo largo de Feria. Ese carácter peculiar de la calle ha sido certeramente recogido por la literatura. Rafael Laffón, en su Sevilla del buen recuerdo, lo evoca así: "Yo en aquellos paseos a el "Jueves" tiraba hacia las callejuelas de Regina, donde a la puerta de algunas tiendecillas y entre mil baratijas con que exornar el hogar menestral, se exponían unos cromos de colorido escandalosamente chillón enmarcados en junquillos de purpurina". La construcción del mercado de la Encarnación fue el hecho que más contribuyó a convertir a Regina en esa especie de "zoco estable" que dice Antonio Burgos en su Guía secreta de Sevilla. La prensa del XIX se hace ya eco de las quejas de los vecinos por las molestias y gritos tempraneros de los vendedores, que por la noche iluminaban con candiles sus puestos de pan.
El ajetreo habitual que el mercado presta a la primera parte de Regina se intensifica aún más los jueves al final de la calle, en la esquina de Feria. La clientela popular que diariamente frecuenta su comercio se engrosa con aquella otra que compra o curiosea por los puestos del "Jueves": "Entras por la callejuela de Regina y en la plaza de San Juan de la Palma hay corros de gente. La bulla. Y escuchas de pronto las trompetas de la banda de los armaos. Te parece por un momento, aunque aún sea febrero, que va a salir una cofradía, o, aunque aún hace frío y el sol es pálido, que viene la Macarena por la Encarnación... Pero no, es el Jueves, los bastones de mando de un general que estuvo en Cuba, las cornucopias mal vendidas en unas particiones, una Underwood que ya no pondrá más "Muy Sr. mío" con una cinta morada como las que los domingos de Ramos llevan en la solapa los sevillanos que vienen del besapiés del Gran Poder... Es el Jueves, el rompeolas de la ciudad extendido sobre los adoquines, delante de la Casa de los Artistas" (A. Burgos. ABC, 17-Xl-1983). Como sucede con otros muchos espacios del centro histórico de la ciudad, la actividad y el movimiento de Regina se reducen considerablemente tras el cierre de los establecimientos comerciales. En este caso es muy acusado el contraste entre la mañana y la tarde, al desaparecer el trajín del mercado de la Encarnación. Y por la noche se convierte en un lugar tranquilo y muy poco frecuentado [Rogelio Reyes Cano, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Conozcamos mejor la Historia de la Festividad de Nuestra Señora de los Ángeles;
Es fiesta propia de la Orden Franciscana, vinculada al famoso Perdón de Asís o Jubileo de la Porciúncula. En la segunda mitad de julio de 1216, San Francisco de se presentó con Fray Maseo ante el papa, y le pidió “una indulgencia especial para los que visitaren la ermita, sin necesidad de limosnas”. El papa se sorprendió, pues la ayuda económica era imprescindible en estos casos. Con todo, le ofreció un año, más de lo habitual, pero al Santo le pareció poco, y replicó: “Plazca a vuestra santidad concederme almas, no años”. Y, ante la extrañeza del pontífice, le explicó: “Quiero, si place a vuestra santidad, por los beneficios que Dios ha hecho y aún hace en aquel lugar, que quien venga a dicha iglesia confesado y arrepentido quede absuelto de culpa y pena, en el cielo y en la tierra, desde el día de su bautismo hasta el día y hora de su entrada en ella”. La perplejidad del papa estaba más que justificada: el Concilio Lateranense IV, pocos meses antes, había limitado a un año la indulgencia para la dedicación de una iglesia, y a sólo cuarenta días para el aniversario, con el fin de favorecer la única indulgencia plenaria que existía entonces, la de Ultramar, establecida por el Concilio de Clermont (1095) con motivo de la Primera Cruzada.
En un principio estaba reservada a los peregrinos de Tierra Santa y a los cruzados, pero el Concilio acababa de hacerla extensiva a quienes colaboraran materialmente con la Cruzada. Por tanto, una indulgencia plenaria sin riesgo físico ni coste económico, con la sola condición de acudir a la Porciúncula sinceramente arrepentidos, era algo inconcebible; de ahí que el papa respondiera: “Mucho pides, Francisco. La Iglesia no suele conceder tales indulgencias”. A lo que él replicó: “lo que pido no viene de mí, es el Señor quien me envía”. Entonces el pontífice exclamó, por tres veces: “¡Me place que la tengas!”. Pero los cardenales, temiendo el golpe que tal indulgencia podía suponer para la Quinta Cruzada que se estaba organizando, hicieron notar enseguida al pontífice que tal concesión echaba por tierra la de Ultramar, mas él argumentó: “Se la hemos concedido y no podemos echarnos atrás, pero la limitaremos a un solo día natural”, y así se lo comunicó a San Francisco, quien, por respuesta, hizo una reverencia y se dispuso a marcharse, pero el Papa lo detuvo, diciéndole: “¡Simple! ¿A dónde vas sin documento alguno?”. “Me basta vuestra palabra -replicó él, alérgico como era a los privilegios-. Si es de Dios, ya se encargará de manifestarla. No quiero documentos. Que la Virgen sea el papel, Cristo el notario y los ángeles, testigos”.
Logrado su objetivo, Francisco regresó, contento, a Asís. Al llegar a Collestrada se detuvo a descansar y a orar junto a la leprosería. Poco después llamó al Hermano Maseo y le dijo: “De parte de Dios te digo que la indulgencia concedida por el papa ha sido confirmada en el cielo”.Los biógrafos más antiguos no mencionan expresamente esta importante concesión pontificia, pero cuentan que un hermano muy espiritual, a quien San Francisco quería mucho (probablemente fray Silvestre), antes de su conversión, soñó que en torno a la ermita de la Porciúncula había una multitud de personas ciegas, de rodillas, con el rostro y las manos levantadas al cielo y pidiendo a Dios, con lágrimas, luz y misericordia. Y, de repente, un gran resplandor del cielo los envolvió y les devolvió la vista. La referencia explícita más antigua y autorizada sería una carta de San Buenaventura, ministro general entre 1257 y 1273, hoy desaparecida, inventariada en 1375 en la biblioteca papal de Aviñón bajo el título: “De indulgentia Beatae Mariae Portuensi (léase Portiunculae) Assisii”. Pero los testimonios más importantes fueron los recogidos por fray Ángel de Perugia, ministro de la provincia umbra de San Francisco (1276-7), que sirvieron de base para el Diploma del obispo Teobaldo de Asís (1310), que es el relato más completo y autorizado. Entre los testigos estaba Pedro de Zalfano, presente el 2 de agosto de 1216 en la Porciúncula, donde “oyó predicar a San Francisco en presencia de siete obispos, y llevaba un papel en la mano, y dijo: Os quiero llevar a todos al paraíso, y os anuncio una indulgencia que tengo de boca del sumo pontífice.
Y todos los que vengan hoy, y los que vendrán cada año, este mismo día, con corazón bueno y contrito, tendrán la indulgencia de todos sus pecados. Yo la quería para ocho días, pero sólo pude conseguir uno”. Aunque Pedro de Zalfano hace coincidir la proclamación con “la consagración”, según una nota del Sacro Convento de Asís, de la primera mitad del siglo XIII, y el testimonio de Giacomo Coppoli, que se lo oyó decir a fray León, lo que se celebraba ese día era el primer aniversario de la consagración. La concesión, por voluntad de San Francisco, nunca estuvo avalada por ninguna bula, de ahí que, años más tarde, algunos dudaran de la misma, y fue por ese motivo por el que frailes y fieles de Asís se vieron obligados a recoger testimonios jurados de los pocos testigos directos e indirectos que aún vivían. Sin embargo, ningún papa se manifestó nunca contrario, más bien la confirmaron y, poco a poco, la fueron haciendo extensiva a otras muchas iglesias. Además, la ignorancia sobre el tema unos siglos después llevó a creer que la Indulgencia se podía obtener en la Porciúncula todos los días del año, y también esto fue aceptado por diversos pontífices, no sólo para Santa María, sino también para la Basílica de San Francisco. En cierto modo se han cumplido las palabras del Santo, cuando dijo: “Si es obra de Dios, ya se encargará él de manifestarla” (Ramón de la Campa Carmona, Las Fiestas de la Virgen en el año litúrgico católico, Regina Mater Misericordiae. Estudios Históricos, Artísticos y Antropológicos de Advocaciones Marianas. Córdoba, 2016).
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