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domingo, 28 de noviembre de 2021

Un paseo por la calle Alfonso XII

     Por Amor al Arte
, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Alfonso XII, de Sevilla, dando un paseo por ella.    
     Hoy, 28 de noviembre, es el aniversario del nacimiento (28 de noviembre de 1857) de Alfonso XII, rey de España, así que hoy es el mejor día, para ExplicArte la calle Alfonso XII, de Sevilla, dando un paseo por ella.
     La calle Alfonso XII es, en el Callejero Sevillano, una vía que se encuentra en los Barrios de la Alfalfa, Museo, San Vicente, y Encarnación-Regina, del Distrito Casco Antiguo; y va de la plaza del Duque de la Victoria, a la confluencia de la calle Gravina con la plaza de la Puerta Real.  
     La  calle, desde  el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en  la  población  histórica  y en  los  sectores  urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las  edificaciones  colindantes  entre  si. 
     En  cambio, en  los  sectores  de periferia donde predomina la edificación  abierta,  constituida  por  bloques  exentos,  la  calle,  como  ámbito  lineal de relación, se pierde, y  el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta. También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
   La vía, en este caso una calle, está dedicada a Alfonso XII (1857-1885), rey de España. 
     Desde el s. XIII está documentada como calle de las Armas, nombre cuyo origen exacto no está bien determinado. Para González de León, "se llama así por haber habitado en ella los armeros o fabricantes de armas", mientras que Álvarez-Benavides lo explica de la siguiente manera: "La circunstancia de haber sido esta vía la primera de la ciudad que pisó ya vencedor San Fernando de sus enemigos, ocasionó se le diese el nombre de Armas, por ser éstas las que de­volvieron al cristianismo una ciudad ocupa­da tanto tiempo por los estandartes agarenos". También se ha atribuido, como recoge Santiago Montoto, a los numerosos escudos de armas de sus fachadas, pues por su privilegiada situación, en el arranque de la antigua Puerta de Goles, la calle fue habitada por familias de alta nobleza, que allí construyeron sus casas solariegas. En 1873 no prosperó la propuesta de poner­le el nombre de Once de Junio, "en conmemoración de la memorable fecha con que las Cortes Constituyentes habían votado la forma de gobierno Republicano Democrático Federal" (Sec. 10, 8-Vl-1873). El topónimo Armas se mantuvo, pues, hasta 1883, en que se rotuló Alfonso XII (1857-1885), en homenaje al monarca español. En 1931 se sustituyó por el de Catorce de Abril, fecha de la proclamación de la Segunda República, hasta que en 1936 se repuso de nuevo.
     Es una calle larga, de mediana anchura y configuración rectilínea. Algo más estrecha en su parte central, entre General Moscardó y Almirante Ulloa; se ensancha en la confluencia con la plaza del Museo, para estrecharse de nuevo y curvarse ligeramente hasta su final. Desembocan en ella, por la derecha, Santa Vicenta María, Jesús de la Vera­cruz, Abad Gordillo, San Vicente, García Ramos y Redes; y por la izquierda, El Silencio, Almirante Ulloa, plaza del Museo, Cepeda y Bailén. Su trazado actual no difiere sustancialmente del que debió tener en los siglos medievales y puede verse en la planimetría del XVIII (plano de Olavide), aunque en esta última fecha aún no estaba abierta la calle El Silencio, trazada en 1868, ni el amplio espacio de la plaza del Museo. A lo largo de los siglos se cerraron también algunas barreduelas, casi siempre incorporadas a edificios, y se alinearon algunas casas (1880-1905...), lo que acentuó la rectitud de la calle, que si toponímicamente concluye en la plaza de la Puerta Real, desde un punto de vista morfológico se extiende en realidad hasta la confluencia de Torneo y Marqués de Paradas, constituyendo un eje de penetración oeste-este al centro histórico y comercial de la ciudad. En el pasado esta penetración se hacía a través de la Puerta de Goles, que comunicaba a Sevilla con el arrabal de los Humeros y la zona del río.
     Las primeras referencias a su pavimento se remontan a 1487, en que los alcaldes alarifes de la ciudad recomiendan que se empiedre. Como nota curiosa, hay que recoger que en el s. XVI se pavimenta de ladrillo colorado, lo que provoca las quejas de algunos vecinos, que prefieren el ladrillo blanco "a causa de que se frecuenta de caballos" (1585). Se adoquina en 1886 y en la actualidad ofrece la habitual capa asfáltica del casco antiguo sevillano y aceras de losetas. También de su iluminación hay algunas noticias dignas de recogerse. Así en 1854 el periódico El Porvenir se hace eco de la instalación de nuevas farolas de gas en algunas calles importantes (Sierpes, Campana, Ar­mas y Paseo del Duque) que "aparecerían iluminadas por blancos fuegos de Bengala". Hoy la calle se ilumina con dos tipos de farolas: metálicas en forma de báculo hasta la plaza del Museo, adosadas a las fachadas de la izquierda; y de fundición, tipo sevillano, en el resto, en las fachadas de la derecha.
     Su caserío, en general bien conservado, a pesar de no pocos derribos en los años 70 y 80 de nuestro siglo, es muy heterogéneo y ofrece un contraste entre el buen porte de los edificios de los primeros tramos de la calle y el carácter más popular de las últimas casas, en los aledaños de la plaza de la Puerta Real. Alternan las grandes casas tradicionales sevillanas, con bellos patios y cierros al exterior, de tres plantas, con otras de escalera y algunos edificios modernistas y regionalistas que reflejan el carácter aristocrático que tradicionalmente tuvo este espacio, patente en algunos palacios y en varias construcciones religiosas. De la plaza del Museo en adelante la calle pierde ese carácter y sus construcciones adoptan un aire más popular y sencillo, sobre todo a la altura de la plaza de la Puerta  Real, donde algunas tienen los portales más bajos que el acerado, e incluso conservan en algún caso los llamados "balcones de palo" propios de la arquitectura popular de los siglos XVI y XVII. En varios puntos las viejas casas derribadas han sido sustituidas por modernas construcciones de escasa personalidad. De las que aún se conservan merecen destacarse tres del arquitecto Aníbal González: la núm. 21, de estilo modernista en su fachada y un patio neoplateresco, hoy cerrada y descuidada, y las núms. 27 y 29, con bellísimas fachadas modernistas, construidas entre los años 1905 y 1906. La primera es un centro docente privado, y la segunda está en res­tauración. La núm. 40, cerrada y en mal estado, ofrece una interesante fachada de tres cuerpos con balcón volado. La 63, en cuyos bajos hay una mercería, es una de las últimas obras del arquitecto Juan Talavera (1946) y posee cinco plantas. Y la 66, de fines del XVIII o principios del XIX, tiene dos plantas y ático, y un azulejo del Gran Poder en su fachada. También hay en la calle dos valiosos palacios. El primero, en el núm. 17, está construido en el lugar del viejo palacio de los Monsalves, con entrada por la calle del mismo nombre. Fue propiedad de la Compañía Sevillana de Electricidad y posteriormente sede de la Presidencia de la Junta de Andalucía. El otro, en el núm. 48, es la antigua casa del conde de Casa Galindo, antes llamada Casa de Andueza, un edificio neoclásico de dos plantas y gran portada de columnas, con una planta abuhardillada construida a fines de 1970 por el arquitecto Rafael Manzano y que altera el diseño tradicional del edificio.
     Hay que aludir también a otro edificio, el núm. 16, construido en los años 50 de nuestro siglo y destinado a la Escuela de Estudios Hispanoamericanos, centro dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Allí se celebraba una importante tertulia literaria en la década de los 50 (Club la Rábida). Es de inspiración neoclásica y ofrece un jardín delantero con palmeras y naranjos. Entre los edificios religiosos destaca el conjunto arquitectónico formado por la iglesia del antiguo hospital de San Antonio Abad, edificada en el XVI y remodelada en el XVIII, y la capilla contigua de la Hermandad de Jesús Nazareno (El Silencio), obra también de este último siglo. Al parecer el primitivo hospital, destinado a enfermos afectados del "fuego sacro o de San Antón", fue fundado por Alfonso X el Sabio. A principios del XVI se instaló allí la men­cionada hermandad, que realiza su estación de penitencia en la madrugada del Viernes Santo. La escultura de Nuestro Padre Jesús Nazareno, del primer tercio del XVII, es obra de Francisco de Ocampo. En 1819 ocuparon la casa e iglesia los religiosos de San Diego, que estuvieron allí hasta la exclaustración general de 1835. En el interior se habilitó durante un año (1820) como cuartel de voluntarios locales de caballería. El Jueves Santo de 1879, horas antes de la salida de la cofradía, hubo en la iglesia un intento de robo con atentado de explosivos. Por la puerta de la calle Alfonso XII el templo posee un bello compás con azulejos de varios santos (San Cayetano, Santa Rita de Casia y San Judas Tadeo) de mucha devoción popular, lo que suscita la continua entrada de fieles con flores, velas y exvotos. En los núms. 12 y 14 se ubican la casa y la iglesia del antiguo colegio de San Gregorio, lla­mado también de los Ingleses, que los jesuitas fundaron en 1592. Tras la expulsión de la Orden en 1767, se le adjudicó a la Sociedad de Medicina, una de las más prestigiosas e innovadoras de España, luego constituida en Academia, que permaneció allí hasta las primeras décadas del siglo actual. En 1839 tuvo también su sede, interinamente, la de Buenas Letras. En la actualidad pertenece el templo a la Orden de la Merced y allí reside la Hermandad del Santo Entierro de Nuestro Señor Jesucristo y María Santísima de Villaviciosa, que hace su estación de penitencia la tarde del Sábado Santo. La bella escultura de Cristo muerto es obra de Juan de Mesa.
     Siempre fue la actual Alfonso XII una de las calles principales de Sevilla. Dice la leyenda que por ella, pasando la Puerta de Goles, entró en la ciudad Fernando III. En 1570 sí lo hizo en verdad el rey Felipe II. En 1600 un veinticuatro la describe como una de las de "más peso que ay en la ciudad y donde de ordinario acuden los caballeros a pasearse". En ella, en efecto, se celebraban carreras de caballos. Su condición de espa­cio noble lo pondera en 1830 Richard Ford cuando aconseja a los futuros turistas ingleses que si van a pasar el invierno en la ciudad lo hagan "en la calle de Armas o en algún otro lugar de la parroquia de San Vicente, que es el barrio aristocrático de Sevilla". Además de los edificios e instituciones antes citadas, hay otras referencias que de­notan su condición principal. Allí fundó Santa Teresa su primer convento (1575), antes de trasladarse la Orden a la casa de la ca­lle Zaragoza; y desde 1568 se localizaba también, a la altura del núm. 42 actual, el convento de Mercedarias Descalzas, conocido como de la Asunción, todavía en pie en la primera mitad del XIX. En ella tuvieron asimismo sus talleres notables impresores corno Femando Díaz (s. XVI), Francisco de Lyra y José de San Román y Codina (siglos XVII-XVIII). A mediados del s. XIX había una lujosa casa de baños cercana a la actual Santa Vicenta María. La calle, sin embargo, sufría con frecuencia las avenidas del cercano río, que por ella llevaba sus aguas al centro de la ciudad. En algunas de estas riadas (1821, 1853, 1877...) el municipio habilitó barcas para facilitar el tránsito por la zona.
     En nuestros días sigue siendo una de las vías mas importantes y transitadas de la ciudad. Contribuyen a ello su contigüidad al enclave comercial de la plaza del Duque, uno de cuyos grandes almacenes tiene una puerta lateral a la calle, y la abundancia de comercios que la misma ofrece, de carácter muy variado (muebles, antigüedades, bazares, farmacias, plantas, almacenes, bares...) en ocasiones situados en los patios de las casas tradicionales. Contrasta el mayor nivel económico y social del comercio próximo a la zona del Duque con el carácter más mo­desto y popular del situado en el último tramo de la calle, donde pueden verse pequeños negocios familiares (mercería, alimentación, barbería, frutería, pescadería...) apretados en habitaciones y portales de las viejas viviendas, algunas de ellas en muy mal estado. En este sentido, el perfil social de la calle cambia notoriamente a partir de la plaza del Museo, tramo en el que se observa también menor tránsito peatonal. Al movimiento de personas que caracteriza a este espacio en las horas diurnas contribuye la Presidencia del gobierno andaluz, que en ocasiones era blanco de manifestaciones, y la biblioteca pública ubicada en el núm. 19. Hasta la desaparición de los tranvías en la década de los 50 de nuestro siglo, discurría por la calle la línea de la Puerta Real, objeto de bromas entre los sevillanos por su proverbial lentitud. Hoy el tráfico rodado es muy intenso, y a ciertas horas del día agobiante, pues canaliza los vehículos desde el centro comercial de la ciudad hacia la "ronda" y la zona de Chapina. Todo este trasiego humano y rodado de las horas comerciales y de oficinas desaparece al anochecer, en que la calle se convierte en un espacio tranquilo y relativamente solitario.
     Como otros lugares nobles de Sevilla, la antigua calle de Armas ha sido recogida y elogiada en diferentes textos literarios, muy especialmente en el Siglo de Oro. Lope de Vega la pondera así en su comedia La niña de plata:
          "¿Cómo esta calle se llama?
            De las Armas
            Con razón,
            más pienso que de amor son, 
            con tanta bizarra dama;
            y son las más peligrosas,
            si esta calle es de sus armas;
            que más que a cien hombres de armas 
            temo unas manos hermosas".
     Antes Juan de Mal Lara, en su Recibimiento que Sevilla hizo al rey Felipe II, había hecho una brillante descripción del embellecimiento y riqueza de sus casas en tan solemne ocasión. Luis Vélez de Guevara en El diablo cojuelo sitúa en "la calle de las Armas que se sigue luego a siniestra mano" el lugar donde el diablo llevó al personaje don Cleofás. También la menciona Vicente Espinel en la Vida de Marcos de Obregón. Y ya en nuestro siglo la evoca así el poeta Rafael Laffón una noche de Viernes Santo: "Desde la capilla de San Antonio Abad -de aquel viejo hospital donde acorrían a los dañados del "fuego sacro"- por la calle de las Armas y hacia la calle de las Sierpes, fluye el reguero de la luz espectral con la solemnidad silente de una Vía láctea macabra, por los cielos de la noche" (Discurso de las cofradías). Según señala Álvarez-Benavides, en una de sus casas vivió algún tiempo el general Miramón, presidente de la República de Méjico, fusilado en Querétaro junto con el emperador Maximiliano. Y en otra tuvo su gran biblioteca y famosa tertulia, en la segunda mitad del s. XIX, el marqués de Jerez de los Caballeros. Allí se reunía lo más señalado de la vida literaria e intelectual de la Sevilla de la época [Rogelio Reyes Cano en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Alfonso XII, 19
. Casa de dos plantas, de organización irregular, cuyo patio no está situado a continuación de la crujía de fachada sino más al interior, y sólo posee arquerías en tres de los frentes de la planta baja. En uno de sus ángulos se encuentra la escalera de acceso a la planta alta, cubierta con un artesonado, y en el desembarco de ella se conserva un balaustre de mármol. En esta planta alta existen varias salas cubiertas con artesonados y, la que da sobre el jardín, con bóveda. En éste existe una fuente mural de azulejos, compuesta de dos cuerpos, en el inferior una hornacina central flanqueada por otras menores entre pilastras; el superior rematado por un frontón curvo. Frente a dicha fuente una galería sobre columnas.
Alfonso XII, 35. Casa de dos plantas con amplio zaguán, dividido en dos tramos por pilastras acanaladas, cerrado por una cancela enmarcada por columnas pareadas de mármol. El patio es de columnas en la planta baja y balcones en la superior.
Alfonso XII, 40. Fachada de tres cuerpos, en el inferior portada enmarcada por pilastras toscanas. En el segundo cuerpo destaca un balcón muy volado, rematado por un frontón triangular partido y flanqueado por una ventana volada.
Alfonso XII, 48. CASA DEL CONDE DE CASA GALINDO. Edificio de estilo neoclásico, de dos plantas con gran portada de colum­nas pareadas sobre zócalo, que sostienen el balcón principal. El centro de la construcción es un gran patio de columnas en la planta baja con arcos de medio punto, y balcones en la superior. En uno de los frentes de este patio se encuentra la escalera de mármol, de tres tramos. Al fondo de la casa un jardín.
Alfonso XII, 66. Casa de dos plantas y ático formado por tres arcos de medio punto separados por pilastras. El balcón de la planta principal se encuentra decorado con  molduras [Francisco Collantes de Terán Delorme y Luis Gómez Estern, Arquitectura Civil Sevillana, Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1984].
Conozcamos mejor la Biografía de Alfonso XII, a quien está dedicada esta vía
     Alfonso XII (Madrid, 28 de noviembre de 1857 – 25 de noviembre de 1885). Rey de España.
     Alfonso de Borbón y Borbón, hijo de Isabel II y de su esposo el rey consorte don Francisco de Asís de Borbón y Borbón, nació en el Palacio Real de Madrid el 28 de noviembre de 1857. Bautizado el 7 de diciembre del mismo año en la capilla de Palacio, se le impusieron los nombres de Alfonso, Francisco de Asís, Fernando, Pío, Juan, María, Gregorio y Pelagio, siendo su padrino el pontífice Pío IX representado por el nuncio Banli: el mismo Pontífice que en 1870 le administraría, en Roma, la Primera Comunión.
     Muy niño aún, don Alfonso acompañó a sus padres en las visitas que éstos hicieron a las diversas provincias españolas. En Covadonga fue confirmado, recibiendo un nombre más, el simbólico de Pelayo.
     Jefe del cuarto del Príncipe y orientador de su educación fue el marqués de Alcañices, José Nicolás de Ossorio y Silva —padre del que había de ser con el tiempo íntimo amigo del Rey, el duque de Sesto—. A partir de 1865 sustituyó a aquél el conde de Ezpeleta de Beire, asistido por el general Álvarez Osorio, jefe de Estudios, el canónigo sevillano Cayetano Fernández, encargado de las clases de Religión —al que a su vez sustituiría el arzobispo de Burgos, Fernando de la Cuesta y Primo de Rivera—, así como los gentiles hombres Bernardo Ulibarri, Isidro Losa y Guillermo Morphy —otro de los futuros íntimos del Rey, a quien serviría de secretario hasta su muerte—.
     Sobrevenida la revolución de 1868, tras la batalla de Alcolea, la Familia Real hubo de abandonar el país (30 de septiembre), internándose en Francia; tras una breve estancia en el castillo de Pau, cedido por Napoleón III, quedó instalada en París, primero en el palacio Rohan, luego en el Basilewski (rebautizado palacio de Castilla). Don Francisco de Asís se retiró a como Epinay; la separación entre los reales esposos sería definitiva.
     El príncipe, que contaba once años, fue matriculado en el Colegio Stanislas, donde siguió, “con aprovechamiento”, un solo curso, al que se añadieron clases particulares: así, Morphy le inició en materias políticas y constitucionales.
     El 25 de junio de 1870, la Reina abdicó en su único hijo varón, en solemne ceremonia celebrada en el palacio de Castilla: los más sensatos miembros del partido isabelino (unionistas, y algún moderado), entre los que destacaban Sesto y el marqués de Molins, lograron convencer a Isabel II de que tomara esta decisión, ya aconsejada el año anterior por varios destacados políticos de su reinado, encabezados por Bravo Murillo.
     Los graves acontecimientos internacionales (la guerra franco-prusiana y sus consecuencias inmediatas) determinaron el traslado de la Familia Real española a Ginebra. En 1872, don Alfonso —cuya educación dirigía entonces el brigadier O’Ryan—, ingresó en el prestigioso Colegio Theresianum, de Viena, donde cursó estudios hasta 1872, en que se incorporó a la academia Militar de Sandhurst, en Inglaterra, siguiendo el consejo de Cánovas del Castillo, que desde 1873 dirigía el movimiento político que había de llevar a la Restauración.
     En contraste con el caso de Isabel II, cuyas lamentables carencias en educación —intelectual y política— contribuyeron eficazmente al fracaso de su reinado, don Alfonso se formó en contacto con los más variados ambientes sociales y culturales, y en los mejores colegios de Europa. Dominando varios idiomas; familiarizado con sistemas políticos que iban del autoritarismo paternalista del emperador Francisco José al parlamentarismo británico de la reina Victoria, y dotado de una inteligencia despierta, de una clara intuición y de una generosidad y amplitud de miras verdaderamente regias, Alfonso XII iba a ser el Rey ideal para coronar el proyecto integrador de Cánovas.
     En diciembre de 1874, el pronunciamiento de Martínez Campos precipitó los acontecimientos, al conseguir que prácticamente todos los mandos del Ejército se sumasen a la iniciativa de aquél, cuando al frente de la brigada Dabán proclamó Rey a Alfonso XII en Sagunto. Aunque el proyecto canovista —basado en una proclamación democrática del Rey en el seno de las Cortes en que necesariamente había de desembocar la “república sin parlamento” del general Serrano—, estaba en contradicción con un nuevo recurso a las armas, hubo de asumir los resultados del golpe militar, haciéndose cargo del Gobierno-regencia en que le ratificó el ya rey Alfonso, desde París, donde se encontraba al recibir la noticia del pronunciamiento. Por lo demás, la compenetración de don Alfonso con el programa político de Cánovas, había quedado expresada en el manifiesto de Sandhurst, publicado con ocasión del cumpleaños del Príncipe en noviembre anterior, documento que mostraba una clara divergencia con respecto a la tradición moderada, al afirmar una voluntad integradora con respecto a las dos Españas en guerra, apuntando a un sistema centro, preconizado ahora por el mismo Cánovas que en otro tiempo había sido el artífice del “partido centro” (la Unión Liberal encabezada por O’Donnell).
     El párrafo final del manifiesto reflejaba, perfectamente, la voluntad de concordia entre la posición integrista y la vocación democrática enfrentadas en 1868: “Llegado el caso, fácil será que se entiendan y concierten, para todas las cuestiones por resolver, un príncipe leal y un pueblo libre. Sea lo que quiera mi suerte, no dejaré de ser un buen español, ni como todos mis antepasados, buen católico, ni como hombre de mi siglo, verdaderamente liberal”.
     Alfonso XII entró en España por Barcelona, donde tuvo un recibimiento entusiasta (9 de enero de 1875).
     Allí confirmó en sus poderes a Cánovas, y siguió viaje por Valencia, para hacer su entrada triunfal en Madrid el 14 del mismo mes. Cuatro días más tarde partía —vía Zaragoza— a fin de ponerse al frente de las tropas que luchaban contra el carlismo. En Peralta lanzó un manifiesto conciliador a los combatientes carlistas, que no tuvo efecto alguno. En Lácar estuvo a punto de ser sorprendido por un destacamento enemigo, pero logró ponerse a salvo dejando bien probado su valor personal. De regreso a Madrid, visitó en Logroño al viejo general Espartero —todo un símbolo— que le impuso su propia cruz laureada de San Fernando. Secundando la política integradora de Cánovas, tomó contacto también con Serrano y Sagasta —respectivamente, jefe del Estado y jefe del Gobierno a cuyos poderes había puesto fin la Restauración—.
     Ruiz Zorrilla, en cambio, marcó distancias, manteniendo un republicanismo a ultranza desde su exilio en Francia, donde no tardaría en lanzarse a vías conspiradoras.
     La Constitución de 1876, elaborada en las Cortes reunidas el año anterior por un breve Gobierno Jovellar, y de la que fue auténtico artífice Cánovas, y redactor Alonso Martínez, abrió camino a una política tan alejada del moderantismo isabelino —que cifraba su programa en el restablecimiento de la Constitución de 1845— como de la democracia del 69: aspiró a un equilibrio ecléctico entre ambos. El artículo 11 —el más polémico de la Constitución de 1869, que establecía la libertad de cultos— fue sustituido por una prudente “tolerancia de cultos” que, de hecho, estaba muy próxima a aquélla. En cuanto a los poderes del Rey, quedaron fijados en la “regia prerrogativa” —que convertía al poder moderador en árbitro entre los partidos—, y en el mando supremo del Ejército. Como Rey soldado, Alfonso XII había de ser el factor fundamental para asegurar el civilismo al que aspiraba Cánovas, clausurando al “régimen de los generales”. El mismo año 1876 concluía la guerra carlista: el Rey, asesorado por el general Quesada, dirigió la ofensiva final, entrando en Pamplona el 28 de febrero, al mismo tiempo que el llamado Carlos VII cruzaba la frontera. Dos años después, la colaboración entre los dos jefes que habían conducido las operaciones en España —Martínez Campos y Jovellar— permitió poner fin a la guerra de los diez años (paz de Zanjón). La concordia ideológica y la conclusión de los conflictos armados, en España y en Ultramar, justificaron el honroso apelativo del Monarca, el Pacificador.
     El 23 de enero de 1878 tuvo lugar —pese a la oposición de la reina Isabel— la boda del Rey con su prima, María Mercedes de Orleáns, de la que estaba profundamente enamorado. Desgraciadamente, la joven soberana —diecisiete años— falleció cinco meses más tarde. El Rey hubo de contraer nuevo matrimonio (29 de noviembre de 1879), esta vez por estricta razón de Estado, con la archiduquesa María Cristina de Habsburgo-Lorena, que desempeñaría un papel ejemplar en el trono, pero no contó nunca con el amor de su marido. De este enlace nacerían tres hijos: la princesa Mercedes (1881), la infanta María Teresa (1883), y el que ceñiría la corona como Alfonso XIII, nacido seis meses después de la muerte de su padre.
     En todo momento el Rey supo desempeñar con perfecta pulcritud el papel de árbitro entre los dos partidos —liberal conservador y liberal progresista— que dieron vida al “sistema centro” antes referido. Su lealtad a Cánovas fue una constante en su conducta; y en algún momento crucial demostró serlo a pesar del propio Cánovas. Efectivamente, fue iniciativa del Monarca —haciendo uso de la regia prerrogativa— la llamada al poder de los “constitucionalistas” de Sagasta en 1881, iniciando así, de hecho, el futuro “turnismo”.
     El mando del Partido conservador se había prolongado por espacio de seis años, y empezaba a insinuarse en el horizonte el fantasma de los “obstáculos tradicionales” que, identificado con la política de Isabel II, había provocado el hundimiento del trono en 1868. Alfonso XII acreditó ahora el carácter liberal de la Monarquía: situación contrapuesta a la típica de la época isabelina, caracterizada por el mantenimiento en el poder de un solo partido.
      Contribuyó eficazmente a la consolidación de la monarquía alfonsina, que ésta coincidiese con una excelente coyuntura económica: el decenio 1876-1886, el período más brillante, en este sentido, del siglo XIX, identificado en Cataluña con la llamada “febre d’or”.
     Precisamente en relación con las nuevas inquietudes que esa realidad estimulaba en la burguesía catalana, demostró Alfonso XII, una vez más, su acertada concepción de España y de la monarquía. En efecto, en el último año de su reinado tomó contacto con el incipiente catalanismo organizado, una de cuyas motivaciones radicaban en la lucha para restablecer un sistema proteccionista. La cordial acogida del Rey a los portadores del memorial de greuges (agravios) —Guimerá, Almirall, Verdaguer, Collell y Maspons— puso de relieve la amplitud de horizontes que definen el españolismo de don Alfonso, no muy acorde con la política que en esa misma época presidía el arreglo comercial o modus vivendi en Inglaterra. 
   De que el régimen estaba perfectamente consolidado dio pruebas concluyentes el fracaso de los intentos de retorno al viejo sistema de los pronunciamientos.
     En 1883 se produjo el que, fraguado desde París por Ruiz Zorrilla, fracasó rotundamente en Badajoz y —en sus posteriores secuencias— en Santo Domingo de la Calzada y en la Seo de Urgell. La solidez del Régimen se probó asimismo en el ámbito internacional: el Régimen demostró su simpatía hacia Alemania con el viaje del Rey a Berlín en 1883 —lo que tuvo como contrapartida la mala acogida que le dispensaron en París a su regreso—. En cualquier caso, ese episodio contribuyó a acentuar la adhesión del pueblo español hacia su joven Rey, demostrada clamorosamente a su regreso. La buena relación de don Alfonso con el emperador Guillermo I evitó que, en septiembre de 1885, la cuestión de las Carolinas degenerase en un rompimiento armado; y así, pudo resolverse mediante el arbitraje del papa León XIII.
     En todo momento, el Rey gozó de una extraordinaria popularidad. Es curioso que a esta popularidad contribuyese incluso el “donjuanismo” impenitente de don Alfonso, muy dado a aventuras extramatrimoniales, de las cuales dos tuvieron especial resonancia —la de su devaneo con Adela Borghi y, de forma mucho más estable, sus amores con Elena Sanz, de la que tuvo dos hijos—. Pero, por encima de su perfecta adecuación al papel de Rey constitucional y, por encima también de su valor a toda prueba y de su simpática llaneza, lo que explica y justifica plenamente la popularidad del Rey es su entrega sin regateos al servicio de su pueblo cuando éste se vio afectado por desgracias o catástrofes colectivas. Así, su asistencia a los perjudicados por las inundaciones de Murcia, y sobre todo, su extraordinaria labor de socorro a los afectados por los terremotos de Andalucía oriental a finales de 1884, cuando ya su salud era muy precaria; acto de caridad que se repitió en agosto de 1885 al ceder las salas del palacio de Aranjuez para hospitalizar a los afectados por la epidemia colérica, y su presencia personal junto a los mismos, pese al veto que el Gobierno había opuesto a ello.
     Dos meses después, el 25 de noviembre de 1885, el Monarca, minado por la tuberculosis, falleció en el palacio del Pardo, en medio de la desolación de su pueblo. Su muerte dio ocasión al prudente acuerdo que los dos partidos del sistema pactaron para sucederse pacíficamente en el poder, llamado por ello impropiamente, Pacto de El Pardo (Carlos Seco Serrano, en Biografías de la Real Academia de la Historia). 
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La calle Alfonso XII, al detalle:
El Centro de Estudios Hispanoamericanos
El Palacio de Monsalves
El edificio de la calle Alfonso XII, 19
El edificio de la calle Alfonso XII, 35
El edificio de la calle Alfonso XII, 40
El edificio de la calle Alfonso XII, 66
El edificio de la calle Alfonso XII, 63

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