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jueves, 21 de enero de 2021

La pintura "Desposorios místicos de Santa Inés", de Francisco Pacheco, en la sala III del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Desposorios místicos de Santa Inés", de Francisco Pacheco, en la sala III del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.     
     Hoy, 21 de enero, Memoria de Santa Inés, virgen y mártir, que, siendo aún adolescente, ofreció en Roma el supremo testimonio de la fe y consagró con el martirio el título de la castidad. Victoriosa sobre su edad y sobre el tirano, suscitó una gran admiración ante el pueblo y adquirió una mayor gloria ante el Señor. Hoy se celebra el día de su sepultura [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
     Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "Desposorios místicos de Santa Inés", de Francisco Pacheco, en la sala III del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
     El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
     En la sala III del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Desposorios místicos de Santa Inés", de Francisco Pacheco (1564-1644), siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco de la escuela sevillana, pintado en 1628, con unas medidas de 1'69 x 1'24 m., y procedente de la Capilla del Santísimo del Colegio de San Buenaventura, de Sevilla, adquirida por el Estado, en 1972.
   Este lienzo recoge el momento en que Santa Inés recibe el anillo de manos de Jesús, como símbolo y ejemplo de la unión íntima de su alma con Dios.
Es esta una de las obras mas interesantes de Pacheco que posee el Museo de Bellas Artes de Sevilla. El artista se esfuerza en representar una escena íntima y mística aportándole detalles naturalistas: el suelo lleno de flores blancas que evocan la pureza, la palma del martirio, el salterio con la página marcada y la pequeña silla claveteada de terciopelo rojo. El conjunto se encuentra bañado por una fuerte luminosidad que introduce el carácter divino en una escena mundana (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
   Francisco Pacheco nació en Sanlúcar de Barrameda en 1564 y realizó su aprendizaje en Sevilla con Luis Fernández, artista que actualmente es desconocido. Comenzó su actividad como pintor hacia 1585 dentro del ambiente religioso de la ciudad, vinculándose también a los círculos aristocráticos, lo que le permitió obtener importantes encargos y gozar de un alto prestigio. En 1611 realizó un viaje a Madrid sabiéndose que estuvo en El Escorial y Toledo. En este viaje conoció a otros artistas y estudió colecciones de pintura lo que elevó notablemente el nivel de sus conocimientos. 
   A partir de 1615 Pacheco alcanzó su plenitud creativa siendo durante años el pintor más famoso de Sevilla; pero con el paso del tiempo pudo ver la aparición de una nueva generación de artistas que practicaban un arte más moderno y desarrollado que el suyo. En 1624 viajó de nuevo a Madrid esta vez con la pretensión de que sus méritos fuesen recompensados con el título de pintor del rey, cargo que pensaba obtener con el apoyo de Velázquez, su yerno. Sin embargo sus ilusiones no fueron colmadas y Pacheco hubo de regresar a Sevilla sin tan deseado título. En la última parte de su vida sus pretensiones artísticas disminuyeron al tiempo que sus recursos técnicos y cuando murió en Sevilla en 1644 se arte había sido totalmente superado por artistas más jóvenes como Zurbarán y Herrera el Viejo, que practicaron una pintura realista y descriptiva muy lejana al arte frío y poco imaginativo de Pacheco, basado en un dibujo firme y en una expresividad esquemática y convencional.
   Ha pasado Pacheco a la historia del arte español más que como pintor por sus aficiones literarias que le llevaron a escribir el Libro de los Retratos y El arte de la pintura, aportaciones fundamentales para el conocimiento de la vida de numerosos varones ilustres de su época y también de la teoría del espíritu de la pintura en su momento artístico.
   La obra de Pacheco en el Museo es abundante y alcanza todas las épocas de su vida. (Enrique Valdivieso González, Pintura, en Museo de Bellas Artes de Sevilla, Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Leyenda, Culto e Iconografía de Santa Inés, virgen y mártir;
LEYENDA
   Virgen y mártir romana.
   Su nombre se tomó del adjetivo griego agnê que al igual que Catalina (Katharos), significa «pura», «casta». Por otra parte, los romanos lo vincu­laron con el sustantivo latino agnus (cordero), aunque no haya relación eti­mológica alguna  entre agnê y agnus. Como escribe san Agustín: «Agnes latine agnam significar, graece castam.»
   De esta etimología popular deriva la leyenda de la santa, de quien se ha hecho un modelo de castidad y dulzura. La Leyenda Dorada  no pierde la oportunidad de jugar con las semejanzas de Agnès y Agna: «Agnes dicta est agna, quia mitis et humilis tanque magna fuit.» Inés es la Agna Dei, es de­cir, la personificación femenina del Cordero de Dios.
   Como es natural, se ha creído que semejante nombre podía ser un símbolo (virgo casta) antes que una persona real, tanto más por cuanto la existen­cia histórica de santa Inés resulta dudosa.
   El documento más antiguo que la concierne es el Cronógrafo del año 354, según el cual, el 21 de enero se celebraba la fiesta de Agnê (la Casta) en la catacumba de la Vía Nomentana.
   Al principio existían dos tradiciones distintas que se referían a dos mártires homónimas, que luego resultaron confundidas.
   Según san Ambrosio y san Dámaso, Inés sería una niña martirizada a los doce años de edad, no por decapitación sino por degüello. Su martirio habría ocurrido hacia 305, durante la persecución de Diocleciano.
   La tradición griega, diferente, concierne a una virgen adulta. Según el Menologio de Basilio, Inés, que se había negado a ofrecer sacrificios a los dioses, fue conducida a  un prostíbulo. Un joven libertino quiso aprovechar la situación violándola, pero cayó sin conocimiento. El prefecto la hizo comparecer ante su tribunal y le preguntó qué sortilegio había empleado para matar a ese hombre. Ella respondió que un ángel vestido de blanco le ha­bía servido de guardaespaldas para preservarla de todo ultraje. «Si quieres que te creamos -respondió el prefecto- invoca a tu Dios y resucita a este joven.» Inés oró y el muerto resucitó enseguida.
   El episodio del prostíbulo es un tópico en los relatos de la vida de las santas. La violación ritual era una costumbre entre los romanos porque la ley prohibía condenar a muerte a una virgen, de manera que se hacía violar a las vír­genes antes de enviarlas al suplicio, aunque todavía no fuesen núbiles.
   Tertuliano habla de cristianas condenadas «ad lenonem potius quam ad leonem», juego de palabras de bastante mal gusto para subrayar que antes de ser expuestas a los leones del anfiteatro, las mártires solían ser encerradas en lugares de mala fama.
   Las dos tradiciones, latina y griega, no demoraron en fundirse y enriquecerse con nuevos rasgos legendarios, entre otros, el milagro de los cabellos y el manto blanco que entregara un ángel, que fue popularizado en el siglo V por las Gesta, y en el XIII por la Leyenda Dorada (Legenda aurea).
   El hijo del prefecto se enamoró de Inés que se dirigía a la escuela en compañía de su nodriza, y le ofreció joyas. Ella rechazó el regalo con desdén, diciendo que ya tenía un novio que le había ofrecido adornos más bellos: "Ha adornado mi mano con una pulsera inestimable, ha puesto en mi cuello un collar de piedras preciosas, ha puesto en mis orejas perlas de infinito precio". Rechazado por la joven virgen, el pretendiente cayó enfermo de pena. Su padre, el prefecto, citó a la rebelde ante su tribunal, y al no poder obligarla a casarse con su hijo, la dejó elegir entre un sacrificio a los dioses o el deshonor. 
   Al negarse a abjurar de su fe, fue conducida por las calles de Roma desnuda, al «fornix» (lenocinio). Pero sus cabellos se alargaron al instante para cubrir su desnudez con un sedoso vestido. El joven que la siguió para satisfacer su pasión, fue estrangulado por el demonio, ella lo resucitó.
   Condenada a la hoguera como maga, las llamas se alejaron de ella y se echaron sobre los verdugos. Entonces fue degollada.
   La Leyenda Dorada agrega detalles más precisos a esta novela llena de tópicos hagiográficos. El prefecto, que se llamaba Sempronio (Symphronius) dijo a Inés que si quería seguir virgen debía consagrarse a Vesta, de otra manera, la entregaría a los excesos de un prostíbulo. Ella respondió: «Tengo conmigo un ángel de Dios que guardará mi cuerpo de toda mancha.» El prefecto la hizo desnudar y conducir al burdel; pero de inmediato sus cabellos cayeron como una cortina para convertirse en un velo impermeable a las miradas. Como si esa melena no bastase, un ángel la envolvió en un manto luminoso de blancura deslumbrante. El joven que la deseaba resultó cegado y cayó de espaldas.
   Se advierte el progresivo enriquecimiento de la leyenda: al milagro de los cabellos, tomado de santa María Egipcíaca, se sumó el milagro del manto angélico: doble defensa que protege contra las codicias carnales el cuerpo incontaminado de Inés, «la casta».
   La leyenda no se detuvo, como es natural, en la muerte de la santa, degollada después de la extinción de la hoguera. Se la enterró en la Vía Nomentana. Los fieles que asistían a las exequias fueron asaltados por los paganos que les arrojaron piedras. Todos huyeron, salvo Emerenciana, pretendida hermana de leche de santa Inés, que se quedó en su sitio con valentía y fue lapidada. Los asesinos fueron tragados por un seísmo.
   La hija del emperador Constantino, Constantina o santa Constancia, enferma de úlceras que le cubrían el cuerpo, pasó toda una noche en oración cerca de la tumba de Inés. Cuando se durmió tuvo una visión: la santa le de­cía que creyese en Cristo que la curaría. Y así fue, al despertar, Constancia se encontró purificada de la lepra. En reconocimiento, hizo edificar una basílica a santa Inés. Esta leyenda no es más que una duplicación de la de Constantino, curado de la lepra por el papa san Silvestre.
CULTO
   Roma, cuna del culto de santa Inés, consagró a ésta dos iglesias. La primera , la de S. Agnese in Agone, en la Plaza Navona, señala, de acuerdo con los Mirabilia Romae, el emplazamiento del prostíbulo (fornices) donde su castidad fue salvaguardada por un milagro; la segunda, la basílica extramuros de S. Agnese fuori le mura se edificó sobre su tumba. El día de su fiesta (21 de enero), se celebraba allí la de la bendición de los corderos cuya lana, hilada por las monjas, servía para la confección de las pallia (mantos griegos) que en­tregaba el papa a los arzobispos.
   En Milán, era la patrona de los Visconti.
   Su culto pasó desde Italia a Francia, los Países Bajos y Alemania.
   Tres templos de Francia, las catedrales de Amiens y de Cambrai y la iglesia abacial de Saint Ouen, pretendían poseer la «chief sainte Agnes» (cabeza de santa Inés). Si se cree en la tradición, sus reliquias, ocultas por el temor a los piratas normandos, habrían sido confiadas en 965 a Baldric, obispo de Utrecht, quien las depositó en el tesoro de su catedral. La iglesia de Saint Eustache de París estuvo en su origen puesta bajo la advocación de santa Inés que siguió como patrona secundaria.
   En Alemania, el asiento principal de la devoción a santa Inés era Colonia, que en su iglesia de San Pantaleón creía conservar uno de sus brazos y uno de sus dedos.
   El culto de la joven mártir romana recibió los beneficios de la fundación de la orden de los trinitarios que habiendo sido aprobada por el papa el día de la octava de su fiesta, la adoptó como patrona. Su martirio se representaba en la mayoría de las iglesias de la orden.
   Era la patrona de las vírgenes romanas, de las novias porque eligió a Cristo como novio y de los jardineros porque la virginidad está simbolizada por un jardín cercado o cerrado (hortus conclusus).
ICONOGRAFÍA
   En los mosaicos bizantinos, santa Inés está representada como orante, adornada con ricos vestidos, una diadema de perlas en la cabeza y una larga estola de oro sobre los hombros: así se habría aparecido ocho días después de su muerte.
   En las realizaciones posteriores, sólo está vestida por su larga cabellera.
   Aunque los Padres de la Iglesia latina la hacen morir a los doce años, los pintores la representan adulta.
   La joven mártir romana es la primera santa que haya sido dotada con un atributo (siglo VI).
   Sus armas parlantes son el cordero blanco (o más bien la cordera), símbolo de su pureza. El animal está acostado a sus pies o apoya contra ella los remos delanteros, a menos que esté acurrucado, minúsculo, en el hueco de su mano. El cordero no es sólo una alusión a su nombre. Es también un recuerdo de la visión de sus padres, quienes, ocho días después de su muerte, vieron aparecer a su hija con un cordero a su derecha: ella los exhortó a no entristecerse sino a alegrarse con ella. Por otra parte, el cordero místico del Apocalipsis, símbolo de Cristo, está considerado como el novio celestial de Inés.
   Se la reconoce también por la hoguera encendida cuyas llamas se alejan sin tocarla siquiera, por la espada, instrumento del suplicio, y por la palma del martirio.
Escenas
Los Desposorios místicos de Santa Inés
   El Niño Jesús le coloca un anillo de oro en el dedo, igual que a Santa Catalina. Tema muy infrecuente, inspirado por un párrafo de la Leyenda Dorada. Al hablar de su novio celestial, ella dice: me ha puesto el anillo en el dedo.
El Milagro de Santa Inés
   Sus cabellos rubios se alargaron milagrosamente y la recubrieron con un manto opaco como una coraza. Por añadidura, un ángel la cubrió con una blanca vestidura.
   El diablo torció el cuello al hijo del prefecto que se acercó para violarla; ella lo resucitó.
El Martirio de Santa Inés
   Las llamas se alejan de ella. El verdugo la degüella sobre la hoguera apagada (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Francisco Pacheco, autor de la obra reseñada;
   Francisco Pérez del Río, Francisco Pacheco (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1564 – Sevilla, 1644). Pintor.
   Fueron sus padres Juan Pérez y Leonor del Río, advirtiéndose que nunca utilizó estos apellidos sino el de Pacheco, que pertenecía al tronco familiar. Un tío suyo, su homónimo Francisco Pacheco, fue canónigo de la Catedral de Sevilla y por ello el pintor optó por este apellido como importante apoyatura social en sus primeros años de actividad en Sevilla, donde debió de instalarse poco antes de 1580. Su aprendizaje artístico lo realizó con el pintor Luis Fernández, de quien se poseen escasas noticias; en cuanto a su formación humanística, debió de tener como guía en ella a su tío el canónigo, quien le orientaría para introducirle en el ámbito literario y artístico de Sevilla.
   En 1594 contrajo matrimonio con María del Páramo y a partir de esta fecha, con treinta años de edad, se perfiló como uno de los mejores pintores de la ciudad, junto con Alonso Vázquez, con el que mantuvo excelentes relaciones llegando a colaborar juntos en algunas ocasiones. Desde el inicio de su carrera artística, Pacheco se preocupó rigurosamente sobre el modo y manera de interpretar de manera correcta la iconografía de sus pinturas, revelándose como un artista plegado a los mandatos de la Iglesia, intentando siempre servir escrupulosamente el sentido ortodoxo de la doctrina católica.
   Por testimonio del propio Pacheco, se sabe que en 1559 comenzó la ejecución de su famoso Libro de los retratos en el que recogió a los más ilustres personajes de su época incluyendo, además de su efigie, una breve semblanza literaria de cada uno. En los años que inician el siglo xvii, Pacheco siguió siendo uno de los más importantes pintores sevillanos, aunque esta circunstancia dejó de tener vigencia a partir de 1604 cuando el clérigo pintor de origen flamenco Juan de Roelas se instaló en Sevilla y comenzó a acaparar la atención de la clientela, como consecuencia de su notoria superioridad artística. No por ello disminuyó la actividad de Pacheco, pero desde esas fechas se advierte que los principales encargos pictóricos que se demandaban en Sevilla recayeron sobre Roelas.
   Las inquietudes artísticas de Pacheco le motivaron en 1610 a emprender un viaje que le llevó hasta Madrid, El Escorial y Toledo, lugares en los que tomó contacto con numerosos artistas y al mismo tiempo vio importantes obras pictóricas, cuyo estudio y análisis mejoraron notablemente sus conocimientos teóricos y prácticos. En la Corte madrileña mantuvo contactos con Vicente Carducho y en Toledo con El Greco, entre otros artistas, circunstancias que le permitieron contrastar opiniones y pareceres que sin duda beneficiaron a sus facultades creativas.
   Cuando al cabo de varios meses de ausencia, Pacheco regresó a Sevilla, tuvo la fortuna de admitir en su taller a un muchacho de doce años llamado Diego Velázquez, que muy pronto mostró un talento excepcional y lejos de rechazar a un discípulo que evidenció enseguida ser superior a su maestro, potenció su talento y además le incorporó a su familia casándole con su hija Juana.
   En 1616 el clérigo pintor Juan de Roelas se trasladó a Madrid con la intención de ser nombrado pintor del Rey, abriéndose entonces para Pacheco mejores perspectivas de trabajo merced a la ausencia de su principal competidor. Las mismas pretensiones de llegar a ser pintor real fueron compartidas por Pacheco, quien en 1619 pidió a la Corte que le concedieran el citado título de forma honorífica y renunciando, por lo tanto, a recibir emolumento alguno. Esta petición no fue aceptada, pero posteriormente en 1626, con el apoyo de su yerno Velázquez, insistió en obtener el cargo oficial de pintor cortesano que igualmente no le fue concedido.
   En Sevilla, sin embargo, la preponderancia de Pacheco le permitió alcanzar un notorio prestigio social que se incrementó cuando consiguió ser nombrado “veedor del oficio de la pintura” cargo que le permitía ejercer como inspector al servicio del municipio y vigilar la actividad laboral del gremio de los pintores.
   También fue “veedor de pinturas sagradas” actividad que le autorizaba a controlar, al servicio del Tribunal de la Inquisición sevillano, la iconografía de las pinturas realizadas por sus colegas para evitar que no figurasen en ellas aspectos que fueran contra la moral, ni que contuvieran detalles indecorosos o lascivos.
   A partir de 1625, la progresiva aparición en Sevilla de jóvenes pintores como Francisco de Zurbarán y Francisco de Herrera el Viejo, fue determinante para iniciar un proceso de decadencia dentro la actividad de Francisco Pacheco, quien en esas fechas había cumplido ya los sesenta años. Su pintura, anclada en el pasado, no pudo competir con la de los jóvenes de la nueva generación que impusieron conceptos más modernos basados en principios naturalistas. En esta época, Pacheco orientó su experiencia y conocimiento hacia la recopilación de sus teorías que recogió a partir de 1630 en un libro que tituló Arte de la pintura, en el que plasmó su erudición y sabiduría artística.
   Este libro se concluyó en 1641 y a pesar de que quiso publicarlo de inmediato no llegó a verlo impreso, ya que falleció en 1644, cinco años antes de su edición.
   A la hora de perfilar las características del estilo pictórico de Pacheco puede señalarse que se configuró en los años de su juventud, entre 1580 y 1585, dentro del ambiente artístico manierista que imperaba en Sevilla, donde a la tradición pictórica local se unieron reminiscencias creativas procedentes de Italia y de Flandes. Con posterioridad, asimiló teorías y prácticas procedentes de los pintores italianos que trabajaban en Madrid y en el Escorial y de artistas hispanos que habían estado en Italia, como el cordobés Pablo de Céspedes, a quien Pacheco admiró profundamente en Sevilla. También conoció Pacheco en Sevilla, en sus años de juventud, al portugués Vasco Pereira y sobre todo a Alonso Vázquez, con quien llegó a colaborar y de quien sin duda hubo de aprender por ser maestro perteneciente a una generación mayor que la suya. El propio Pacheco señaló por escrito que vio pintar a Alonso Sánchez Coello, no se sabe si en Sevilla o en Madrid, pero puede intuirse que, por su solemnidad expresiva a la hora de configurar retratos, hubo de recibir influencias de dicho artista. 
    El estilo de Pacheco quedó configurado hacia 1585, cuando tenía veintiún años, y aunque en él se produjeron algunas leves oscilaciones evolutivas, permaneció casi sin variar el resto de su existencia. Su forma de practicar la pintura estuvo basada en una sólida formación cultural, aunque su talento artístico fue tan sólo discreto, advirtiéndose que sus obras son escasamente expresivas y de rigurosa configuración.
   Probablemente fue mejor dibujante que pintor y, por otra parte, tuvo un manejo del color puramente convencional; impera en sus obras un sentido de severidad y de ortodoxia a la hora de plasmar en ellas su contenido espiritual, en el que destaca siempre una constante preocupación por no infringir la moral y el decoro. A partir de 1611, después de su regreso del viaje que emprendió por tierras castellanas, se advierte alguna mejoría en la técnica y en el espíritu de sus pinturas, constatándose a partir de entonces cierta dulcificación en sus composiciones. Pero nunca pudo superar su formación manierista que le impidió asimilar la nueva corriente naturalista que se fue imponiendo en su época. En sus últimos años, mermado de facultades, sólo hizo pinturas de pequeño formato, pero lejos de ponerse a la altura de artistas más jóvenes, como Herrera y Zurbarán, se refugió en la práctica de un arte que ya no estaba vigente y que, por lo tanto, pertenecía al pasado.
   La primera obra conocida de Pacheco data de 1589, año en que firmó un Cristo con la Cruz a cuestas que perteneció a la colección Ybarra de Sevilla y que actualmente se encuentra en paradero desconocido; es obra que deriva de varios grabados que le condicionan a la hora de configurar su dibujo que es riguroso y marcado. De 1590 es La Virgen de Belén que se conserva en la Catedral de Granada y que repite exactamente un original de Marcello Coffermans, que pertenecía a la iglesia de la casa profesa de los jesuitas en Sevilla.
   La discreción técnica de la obras de Pacheco en su juventud se reitera en pinturas como San Juan Bautista y San Andrés que formando pareja se conservan firmadas y fechadas en 1597 en la Iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá; en ellas se advierte la aplicación de un dibujo severo y de expresiones marcadamente esquemáticas. Se poseen noticias del envío frecuente de pinturas de Pacheco a tierras americanas, pero éstas de Bogotá son las únicas que allí se han conservado.
   A finales del siglo xvi, Pacheco poseía ya un estilo definido en el que se reflejaba un dibujo menos riguroso que en décadas anteriores. Pruebas de esta mejoría se encuentran en el San Antonio con el Niño firmado en 1599 que se encuentra actualmente en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores de las Hermanas de la Cruz en Utrera. También en este mismo año firmó y fechó la representación de El Salvador con San Juan Evangelista y San Juan Bautista, obra que estuvo destinada a la capilla de la Veracruz del Convento de San Francisco de Sevilla y que actualmente se encuentra en la iglesia parroquial de Carabanchel; en la composición de esta obra, el artista utilizó una disposición frontal y simétrica que motiva una ausencia de interrelación entre las figuras.
   El primer recinto conventual de España que decidió adornar con pinturas los muros de su claustro fue el Convento de la Merced de Sevilla, donde se configuró una serie de obras que narraban la historia, grandeza y santidad de dicha Orden; esto ocurrió en 1600, debiéndose la iniciativa al prior del convento fray Juan Bernal. La serie del claustro de la Merced se componía de doce cuadros de los cuales seis fueron encargados a Francisco Pacheco y otros tantos a Alonso Vázquez. La obras conservadas de las que realizó Pacheco son: San Pedro Nolasco recibiendo la bula de fundación de la orden de la Merced, cuyo paradero actual se desconoce, La aparición de la Virgen a San Ramón Nonato y San Pedro Nolasco embarcando para redimir cautivos, ambas conservadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, mientras que las escenas que describen a San Pedro Nolasco desembarcando con los cautivos redimidos y La última comunión de San Ramón Nonato se encuentran respectivamente en el Museo de Arte de Cataluña, en Barcelona y en el Bowes Museum, en Bernard Castle; esta última pintura está firmada en 1611, año en el que Pacheco debió de finalizar el encargo.
   La notoria posición social y artística de Pacheco en los primeros años del siglo xvii animó a la nobleza sevillana a encargarle importantes obras; así en 1602 el capitán García de Barrionuevo le encomendó la ejecución de las pinturas de un retablo que dicho personaje poseía en una capilla de la iglesia de Santiago, donde actualmente se conserva. En el banco de este retablo aparece el retrato de Barrionuevo y el de su esposa Inés y en los cuerpos superiores se representa La Anunciación, Santa Ana, la Virgen y el Niño, San José y San Juan Bautista.
   El principal noble sevillano a principios del siglo xvii era Fernando Enríquez de Ribera, duque de Alcalá; fue amigo y protector de Pacheco y, por ello, le encargó en 1603 la realización del techo del salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla, donde se representa un conjunto de pinturas de tema mitológico.
   La pintura que centra este techo es La Apoteosis de Hércules, en la que el artista quiso comparar con el héroe clásico la grandeza y la gloria del duque de Alcalá.
   Sin embargo, este encargo pareció estar por encima de las posibilidades artísticas de Pacheco, quien al enfrentarse a los problemas de perspectiva y anatomía que la resolución de las pinturas requería no los superó, quedando en evidencia sus deficiencias técnicas en unos momentos en los que ya contaba con cuarenta años de edad.
   Las pinturas realizadas para la Casa de Pilatos al servicio del duque de Alcalá debieron de incrementar, en cualquier caso, el prestigio de Pacheco en el ámbito artístico sevillano, propiciándole la consecución de nuevos encargos. Por ello en fechas inmediatas, en torno a 1605, debió de realizar las pinturas de un retablo dedicado a San Juan Bautista en el desaparecido Convento de la Pasión de Sevilla. Allí realizó representaciones pictóricas de San Francisco de Asís y Santo Domingo, junto con los evangelistas emparejados San Juan y San Mateo y San Marcos y San Lucas; todas estas obras pasaron después de la desamortización de 1836 al Museo de Bellas Artes de Sevilla. Otra obra cuya ejecución puede situarse en torno a 1605 es La Anunciación, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Córdoba procedente del Convento de los Capuchinos de dicha ciudad.
   Una de los escasos restos conservados del Convento de San Francisco de Sevilla es la capilla de la Hermandad de San Onofre, que se encuentra actualmente embutida en un lateral de la Plaza Nueva. Para esta capilla y al servicio de Pedro de Cárdenas, familiar del Santo Oficio y miembro de dicha Hermandad, Pacheco realizó en 1606 un retablo donde figuran representaciones pictóricas de Santa Ana, San Juan Bautista, San Jerónimo, Santo Domingo, Santa María Magdalena, San Miguel, San Pedro Mártir y San Francisco de Asís. En 1608 está firmada una de las pinturas que componían el retablo que Francisca de León mandó pintar a Pacheco en la iglesia del Santo Ángel de Sevilla, donde se representa a Santa Inés, San Juan Evangelista, Santa Catalina y San Juan Bautista, obras que actualmente se conservan en el Museo del Prado.
   Entre 1608 y 1610 puede situarse la ejecución por parte de Pacheco de un San Pedro y un San Jerónimo que pertenecen a la iglesia de San Isidoro de Sevilla, pudiéndose advertir que el dibujo preparatorio para esta última pintura se conserva en la colección de los condes de Alcubierre de Madrid. La comparación entre la pintura y el dibujo evidencia claramente que Pacheco poseía mayores virtudes como dibujante que como pintor.
   En el Colegio de San Albano de Valladolid se conserva una serie de ocho pinturas en las que se representan a santos reyes de Inglaterra, obras que proceden del Colegio de San Gregorio de Sevilla, fundado para la formación religiosa de jóvenes ingleses, a quienes los mencionados Reyes servirían de modelo de santidad. Son estos monarcas San Lucio, San Edilberto, San Sebbus, San Oswaldo, San Ricardo, San Eduardo Mártir, San Edmundo y San Eduardo el confesor.
   Estas pinturas fueron realizadas hacia 1610 y en torno a este año Pacheco, con la colaboración de los ayudantes de su obrador, debió de realizar otra serie de doce santos reyes y reinas de Inglaterra para el English Bridgetine Convent de Lisboa, que actualmente se conservan en el Saint Mary‘s College de Oscott en Birminghan.
   En la segunda década del siglo xvii, después de sus viajes a Madrid, El Escorial y Toledo, la calidad del arte de Pacheco se elevó notablemente, circunstancia que se evidencia en las pinturas que firmó en 1612 para el retablo que el sombrerero Miguel Jerónimo poseía en una capilla de la iglesia sevillana del Santo Ángel y que actualmente se encuentran dispersas. El tema principal del retablo era La muerte de San Alberto, que se encuentra en el Museo de Pontevedra, mientras que en el banco figuraban los retratos del donante y de su esposa que actualmente están en paradero desconocido. Entre 1612 y 1614 Pacheco realizó obras importantes, como La Virgen del Rosario, que se conserva en la parroquia de la Magdalena de Sevilla, y La Inmaculada, que pertenece a la Universidad de Navarra, que es por ahora la primera versión que se conoce de Pacheco de las varias que realizó con esta iconografía. En 1613 están fechadas las pinturas que se integran en el retablo de San Juan Bautista en la iglesia del Convento de San Clemente, donde representó cuatro profetas, los cuatro evangelistas y los cuatro padres de la Iglesia.
   Obra importante en la producción de Pacheco es El Juicio Final realizado para un retablo lateral de la iglesia del Convento de Santa Isabel de Sevilla, expoliada por el mariscal Soult en 1810 y conservada actualmente en el Museo de Castres en Francia. Esta pintura es de grandes dimensiones y está compuesta con un esquema simple basado en la contraposición de masas de personajes; posee, sin embrago, el aliciente de presentar el autorretrato del propio Pacheco, quien quiso situarse entre los bienaventurados. También son importantes por su trascendencia iconográfica las versiones que Pacheco realizó del tema de Cristo crucificado, cuyo primer ejemplar fechado aparece en 1614, obra que se encuentra en la Fundación Rodríguez Acosta de Granada. En ellas se representa a Cristo en actitud serena y estática, pero al mismo tiempo con cierto rigor y notoria expresividad, lo que en cierto modo propició los versos anónimos que alguien escribió en propia vida de Pacheco calificando a este Cristo como “desabrido y seco”.
   Para el refectorio del Convento de San Clemente de Sevilla Pacheco realizó en 1616 la mejor pintura de toda su producción, en la que se representa a Cristo servido por los ángeles en el desierto, obra que también fue sustraída durante la invasión napoleónica en Sevilla y que actualmente se conserva en el Museo de Castres en Francia; en la composición destacan admirables detalles de bodegón sobre la mesa y bellas figuras de ángeles músicos que acompañan a Cristo en su frugal comida. De esta fecha era también la representación de San Sebastián atendido por Santa Irene, que Pacheco pintó para el Hospital de Alcalá de Guadaira y que se destruyó en 1936.
   Gran difusión e influencia sobre otros pintores tuvieron las diferentes versiones del tema de la Inmaculada que Pacheco realizó en Sevilla. Entre las más importantes que actualmente se conocen, pueden citarse La Inmaculada con el retrato de Miguel del Cid, fechada en 1619 y conservada en la Catedral de Sevilla y La Inmaculada con el retrato de Vázquez de Leca, fechada en 1621 y de colección particular en esta ciudad.
   Por estos años Pacheco debió de realizar las representaciones de San Joaquín y Santa Ana arrodillados ante la Puerta Dorada y El sueño de San José, cuyo destino fue la capilla de la Anunciación del Colegio de San Hermenegildo en Sevilla, conservadas actualmente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
   Una de las mejores obras realizadas por Pacheco está firmada en 1624 y es La Inmaculada que se conserva en la iglesia de San Lorenzo de Sevilla; la descripción de la figura de la Virgen es similar a las anteriores Inmaculadas de 1619 y 1621 antes mencionadas, aunque en ésta se observa una mayor calidad técnica.
   También es relevante el Retrato de un caballero, firmado en 1625, que se conserva en el Museo de Williamstown y que muestra en su rostro una intensa expresividad anímica. De 1628 es una de las obras más amables de Pacheco: Los desposorios místicos de Santa Inés, que pertenece al Museo de Bellas Artes de Sevilla; en esta obra el artista consiguió plasmar, como nunca lo había hecho antes, profundos sentimientos imbuidos en un intenso intimismo espiritual. 
    Hacia 1630, cuando aún le quedaban catorce años de vida, se percibe que el ciclo creativo de Pacheco estaba agotándose; por estos años, el empuje del naturalismo barroco protagonizado por pintores mucho más jóvenes que él, como Zurbarán y Herrera, sobrepasó su creatividad y ante estas circunstancias no supo o no quiso reaccionar y por el contrario se empeñó en mantener formas artísticas que ya eran parte del pasado. De 1630 es el Retrato de Francisco Gutiérrez de Molina y el de su esposa Jerónima Zamudio, que se conservan en la predela del retablo de la Inmaculada, llamada popularmente “la Cieguecita”, realizado por el escultor Juan Martínez Montañés en la capilla que dichos personajes poseían en la Catedral de Sevilla.
   Documentado en 1631 se encuentra el retablo que el ensamblador Jerónimo Vázquez realizó para el Convento de la Pasión de Sevilla, cuyas pinturas se atribuyen a Pacheco. Son estas obras: La oración del huerto, La coronación de espinas, La Flagelación y Cristo con la cruz a cuestas, advirtiéndose en ellas tan sólo una discreta calidad en la configuración del dibujo y en la plasmación del colorido. También posteriores a 1630 son los retratos por parejas de Una dama y un caballero jóvenes y de Una dama y un caballero ancianos, que proceden de la predela de un retablo del Convento del Santo Ángel de Sevilla. De muy modesta calidad técnica es la representación pintada en cobre de San Fernando recibiendo las llaves de Sevilla, fechada en 1634 y que pertenece a la Catedral de dicha ciudad. Igualmente modesta es también la factura del Cristo crucificado, fechado en 1637, que se conserva en una colección particular de Madrid.
   El último gran encargo que recibió Francisco Pacheco data de 1637 y es el San Miguel Arcángel que fue pintado para un retablo de la iglesia de San Alberto de Sevilla; esta obra se encuentra actualmente en paradero desconocido y sólo puede hacerse referencia a ella a través de una vieja fotografía. Dicha imagen testimonia que, al final de su vida, Pacheco tenía las mismas dificultades técnicas que había arrastrado durante toda su vida a la hora de configurar la anatomía humana, puesto que en la figura de san Miguel se advierten formas en exceso severas y rígidas.
   Ésta fue la postrera obra de importancia realizada por Pacheco y en ella se revela el arcaísmo de sus principios artísticos en una fecha en que el espíritu del Barroco comenzaba a triunfar ya en Sevilla, evidenciando que se había negado a aceptar las novedades estilísticas que habían impuesto los nuevos tiempos.
   Fue Francisco Pacheco un artista esencial dentro del panorama pictórico sevillano de la primera mitad del siglo xvii, pudiéndose afirmar, sin embargo, que no fue un pintor de primer orden, pero sí un importante intelectual y teórico que gozó de una intensa relevancia.
   En efecto, fue hombre docto y erudito y ejerció una notoria incidencia sobre sus colegas contemporáneos y también sobre los de generaciones más jóvenes que la suya (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
      Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Desposorios místicos de Santa Inés", de Francisco Pacheco, en la sala III del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

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