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sábado, 23 de enero de 2021

La pintura "Imposición de la casulla a San Ildefonso", de Velázquez, en el Centro Velázquez de la Fundación Focus, en el Hospital de los Venerables Sacerdotes

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Imposición de la casulla a San Ildefonso", de Velázquez, en el Centro Velázquez de la Fundación Focus, en el Hospital de los Venerables Sacerdotes, de Sevilla. 
   Hoy, 23 de enero, Memoria en la ciudad de Toledo, en la Hispania Tarraconense, de San Ildefonso, que fue monje y rector de su cenobio, y después elegido obispo. Autor fecundo de libros y de textos litúrgicos, se distinguió por su gran devoción hacia la Santísima Virgen María, Madre de Dios [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
   Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "Imposición de la casulla a San Ildefonso", de Velázquez, en el Centro Velázquez de la Fundación Focus, en el Hospital de los Venerables Sacerdotes, de Sevilla.   
   El Hospital de los Venerables Sacerdotes [nº 4 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 4 en el plano oficial de la Junta de Andalucía] se encuentra en la plaza de los Venerables, 8, en el Barrio de Santa Cruz, del Distrito Casco Antiguo.
     En el Hospital de los Venerables Sacerdotes se ubica el Centro Velázquez de la Fundación Focus, donde podemos contemplar la pintura "La Imposición de la casulla a San Ildefonso", de Diego Velázquez (1599-1660), siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco de la escuela sevillano, pintado hacia 1622-23, con unas medidas de 1'66 x 1'20 m., procedente del convento de San Antonio de Padua, para pasar a la Colección del deán López Cepero en 1813, y de ahí al Palacio Arzobispal, siendo donado por el cardenal José María Bueno Monreal al Ayuntamiento (actual propietario) el 18 de octubre de 1969.
   Este lienzo es una pieza clave para entender la importancia de Santa Rufina y, sobre todo, para valorar la atención al retrato personal e íntimo en Velázquez. Se pintó cuando Montañés esculpía el conjunto de Santa Clara, justo en el momento en que Velázquez se planteó marcharse definitivamente a la Corte. De ahí la importancia de reunir pintura-escultura y retrato en el conjunto de estas quince obras.
   Representa el momento en el que la Virgen desciende del cielo para regalar a san Ildefonso una casulla como premio a sus desvelos en la difusión de su virginidad. El santo, que estudió en Sevilla bajo la tutela de san Isidoro, es un portentoso retrato de asombroso verismo. Por otra parte, el coro de ángeles femeninos que aparecen en el rompimiento de gloria tiene una relevancia especial por su relación con el modelo de Santa Rufina, tanto en su cuello grácil y esbelto como en el tipo de peinado. Este hecho justifica el encuentro de estas dos obras que el tiempo y el azar han reunido en Sevilla.
   Se desconoce las circunstancias de su encargo, aunque probablemente fue pintada para el convento sevillano de San Antonio, en cuyo compás lo reconoció el conde del Águila a finales del siglo XVIII (web oficial de la Fundación Focus).
   Sin duda estamos ante una de las obras más sofisticadas de Velázquez, producto de su continua experimentación y, al mismo tiempo, deudora de la tradición iconográfica de la generación anterior de maestros sevillanos. Se representa un tema que tradicionalmente cobró fortuna en la pintura toledana, al mostrar la delicadeza con la que la Virgen le impone a San Ildefonso, arzobispo de Toledo entre 657 y 667, una casulla como recompensa por sus escritos a favor de la virginidad de María. De esta forma se escenifican las palabras narradas tanto por el jesuita extremeño Francisco Portocarrero en la vida del santo como en 1616 por José de Valdivieso en el Auto famoso de la Descensión de Ntra. Señora, describiendo cómo en la festividad de la Asunción, que instituyó precisamente San Ildefonso, se le apareció la Virgen acompañada de coros de ángeles y las vírgenes del cielo, poniendo sobre sus hombros una casulla (Pérez Sánchez, 2005: 212).
   Formalmente Velázquez acude a la tradición iconográfica local, donde este tema había sido representado por Juan de Uceda o Jerónimo Ramírez en el perdido lienzo que se conservaba en la iglesia de San Juan de la Palma y donde ya están presentes en el rompimiento de gloria las vírgenes citadas en la aparición mística (Marciari, 2014:23), detalle que no se aprecia en cambio en la iconografía tradicional que se desarrolló en Toledo a partir de la obra de Carlo Saraceni y Pedro de Orrente, por ejemplo. Sin embargo, hay una radical diferencia en la forma de concebir la escena que se basa fundamentalmente en la atmósfera e inserción de las figuras en el espacio, que también ha querido ser visto como una deuda con la pintura del mismo tema de Pedro de Campaña para la el retablo de la capilla del Mariscal de la Catedral de Sevilla, donde hay unos ángeles femeninos semejantes (Serrera, 1996: 39; Portús, 1999: 196). En esta especial voluntad de mostrar a figuras femeninas como ángeles hay que recordar las palabras de Pacheco que recuerda que estos "se han de pintar con figuras y rostros de mujeres" como Velázquez muestra sin atisbo de duda o de indefinición como hacen otros pintores. Sin embargo, coincidimos con Valdovinos (2011: 58) que aquí lo que realmente representa son santas vírgenes y no ángeles. Por otro lado, si comparamos el rostro del santo apreciamos un intencionado deseo de realidad transferido en el retrato de San Ildefonso, que ineludiblemente representa a una persona concreta. Pérez Sánchez ha especulado con la posibilidad de que el retratado sea Góngora, por la semejanza con los rasgos tan marcados del escritor cordobés, quien además asistió a las fiestas que se celebraron en Toledo con motivo de la inauguración de la capilla del Sagrario de la catedral en honor de San Ildefonso, y lo había retratado además en Madrid en su primer viaje a la corte. Pero hay otro elemento que se cita por algunos autores y que es desterrado por otros, y es la presunta dependencia de esta pintura del estilo de El Greco. Ciertamente la pintura está concebida con una clara intención de fundir el plano terreno con el celeste e incluso de hacerlo todo partícipe de una atmósfera idéntica, y precisamente la extrañeza de la composición reside en este aspecto. Creo que no ha sido puesta en relación esta composición con el retrato atribuido al cretense del capitán Julián Romero con su santo patrono, conservado hoy en el Museo del Prado. En él aparece el caballero envuelto en su hábito de la orden de Santiago y en actitud orante y detrás aparece su patrono San Julián con armadura intercediendo por él. Si invertimos la posición vemos que, indefectiblemente, hay una relación en los plegados con la forma de tratar la indumentaria de San Ildefonso en la pintura de Velázquez. Esta última obra presenta además una especial relación en cuanto a los modelos  de las vírgenes de la parte superior con obras de Velázquez de sus primeros años madrileños. Nos estamos refiriendo al grupo de tres mujeres de la parte superior que, afortunadamente, están algo mejor conservadas. La del extremo derecho que porta una palma y que se encuentra de perfil es el mismo modelo que la Santa Rufina y que la Sibila del Museo del Prado, y ha querido ser identificada en el retrato de Juana Pacheco. Hace gala aquí también el pintor sevillano de una notable gradación en la modulación  de los plegados en grandes líneas envolventes de formas onduladas. La pintura ha sufrido bastante como consecuencia de haber estado en el exterior, en el compás del convento de San Antonio, donde lo vio en el siglo XVIII el conde del Águila y se refirió al lienzo ya en esas fechas como de Velázquez y "muy maltratado por las injurias del tiempo" (Carriazo, 1929: 179). De allí lo adquirió el deán López Cepero, estando en su colección catalogado como original del artista hasta que pasó a poder del Arzobispado en el siglo XIX, siendo el cardenal Bueno Monreal quien decidió donarlo a la ciudad de Sevilla. Tras la identificación de la pintura por el conde del Águila, sería Beruete el primero que la incluyó en un catálogo razonado de Velázquez. Sin embargo, incluso antes la obra fue apreciada y copiada por otros artistas, como demuestra el testimonio de la copia que se hizo probablemente a finales del XVII por un anónimo artistas en la iglesia de San Miguel de Bococó (Estado de Trujillo) en los Andes venezolanos.
   Para la apreciación de las calidades de la pintura fue crucial la intervención efectuada por María Teresa Dávila en 1991 (Garrido, 1992: 103-111). Podemos decir que esta restauración consiguió rescatar partes que antes eran imposibles de ser apreciadas, como por ejemplo los restos de manos de San Ildefonso, que estaban completamente repintadas, o los pigmentos malvas y grisáceos realmente magistrales que se advierten en la zona de la muceta. Asimismo afloraron los restos de blanco que se adivinan en la parte inferior, en lo que podría ser la sobrepelliz, y en los haces blancos que se ven en la etérea casulla.
   Aunque efectivamente es una pintura muy maltratada por el tiempo conserva en bastantes partes la fluidez, riqueza matérica y empastes propios de un artista que ha evidenciado una transformación y que está próximo a abandonar definitivamente su ciudad natal en fechas cercanas a 1622-1623, momento a partir del cual su pintura y experiencias serían radicalmente diferentes (Benito Navarrete Prieto en Patrimonium Hispalense. Historia y Patrimonio del Ayuntamiento de Sevilla. II Catálogo. Sevilla, 2014).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Ildefonso, obispo;
HISTORIA Y LEYENDA
   Nació en 606 y en 657 fue designado titular de la sede episcopal de Toledo por el rey godo Recesvinto, en reemplazo de su tío san Eugenio. Murió diez años después, en 667.
   Al igual que san Bernardo en Francia, se distinguió por el ardor de su devoción a la Virgen. En su tratado, titulado De illibata Virginitate Sanctae Mariae, se convirtió en el campeón de la Santísima Virgen contra los heréticos y los judíos, sosteniendo que María había concebido y parido sin perder la virgi­nidad.
   Su devoción fue recompensada. Según la leyenda, san Ildefonso, que se había preparado con tres días de ayuno para celebrar la fiesta de la Asunción, vio a la Virgen rodeada por un enjambre de vírgenes, descender en su ca­tedral y sentarse en su trono episcopal. Se acercó a ella recitando la Salutación angélica, y María, para agradecerle su devoción, le entregó una magnífica casulla bordada, diciéndole: «Tú eres mi capellán.»
   Según otra versión, la Virgen le habría dicho: «Acércate y acepta de mi mano este presente que he cogido del tesoro de mi Hijo.»
   Este prodigio fue dado a conocer por el sucesor de san Ildefonso en la sede episcopal de Toledo.
   San lldefonso también habría visto aparecerse en la catedral de Toledo a santa Leocadia, quien le permitió cortar un trozo de su velo.
CULTO
   En los tiempos de la invasión de los moros y la guerra de Reconquista, que en España tuvieron los mismos efectos que las incursiones de los piratas normandos en Francia, las reliquias de san Ildefonso fueron transportadas a Zamora, donde operaban milagros.
   El cardenal Ximénez de Cisneros puso bajo su advocación un colegio en Alcalá de Henares que se convertiría en la principal universidad de Castilla, después de Salamanca.
   El culto de san Ildefonso se difundió en el siglo XVII en los Países Bajos es­pañoles. El archiduque Alberto, que antes de ser nombrado gobernador de los Países Bajos había sido arzobispo de Toledo, encargó a Rubens el magnífico tríptico para la cofradía de san Ildefonso, establecida en la iglesia de St. Jacques de Coudenberg, en Bruselas.
ICONOGRAFÍA
   El atributo habitual de san Ildefonso es la casulla que le entrega la Virgen (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de San Ildefonso de Toledo, obispo; 
     San Ildefonso de Toledo (Toledo, c. 607 – 23 de enero de 667). Abad, arzobispo, conciliarista y escritor.
     De la importancia de esta gran figura de la cultura hispanovisigoda da cuenta el hecho de que, a su muerte, mereció una sucinta biografía elaborada por uno de sus sucesores en la cátedra episcopal de Toledo, Julián (680-690). De este opúsculo, conocido como Elogium beati Ildefonsi, procede la mayor parte de los datos que se conocen acerca de su vida.
     Aunque Julián no alude a los orígenes familiares de Ildefonso, de la etimología germánica del nombre de este último se deduce que su familia era de etnia goda, y no hispanorromana. De su vida anterior a su episcopado, Julián dice que Ildefonso, sintiéndose desde niño atraído por la vida monástica, ingresó tempranamente en el monasterio de Agali (Toledo). A continuación, en una fecha indeterminada, pero antes de ser nombrado diácono en su comunidad (c. 632- 633), Ildefonso hizo construir un cenobio de vírgenes consagradas en un paraje denominado Deíbia, de difícil localización; si bien, es probable que se hallase en los alrededores de Toledo. Ildefonso asumió, además, a sus expensas, el mantenimiento de este cenobio, por lo que se conjetura que esto sólo pudo ser posible una vez que hubo entrado en posesión de la herencia paterna.
     De ahí que se suponga que su familia pertenecía a la alta nobleza visigótica. Asimismo, se cree que la finca de Deíbia sobre la que Ildefonso levantó el supradicho monasterio debía formar parte de los terrenos heredados de sus progenitores.
     Julián escribe que, con posterioridad a la fundación del monasterio de Deíbia, Ildefonso alcanzó el grado de diácono en Agali. Dado que el propio Ildefonso señala en su De uiris illustribus (cap. 6) que fue consagrado diácono por Heladio de Toledo hacia el final de la vida de éste, muerto hacia 633, esto permite saber que por esas fechas Ildefonso tenía veinticinco años cumplidos, edad mínima obligatoria para acceder al diaconato. Así, su nacimiento se sitúa hacia 607.
     Algunos años después fue elevado al abadiato de Agali.
     Este nombramiento hubo de producirse entre 633 y 653, en que Ildefonso suscribió en calidad de abad las actas del Concilio VIII de Toledo (16 de diciembre de 653). También como abad suscribió el Concilio IX de Toledo (2 de noviembre de 655). Se cree asimismo que hubo de asistir al año siguiente al Concilio X de Toledo (1 de diciembre de 656), pese a que en la suscripción de las actas de este sínodo no aparezca su nombre. Ello se explica por el hecho de que en el citado Concilio únicamente firmaron los obispos y sus representantes.
     En diciembre de 657, en el noveno año de Recesvinto, precisa Julián de Toledo, Ildefonso fue elevado a la cátedra episcopal de Toledo, sucediendo en dicha dignidad a otro gran autor visigodo, el poeta Eugenio II de Toledo. Ildefonso desempeñó este cargo hasta su muerte, durante nueve años y dos meses, dice Julián, quien incluso precisa el día exacto del deceso de Ildefonso: el noveno día antes de las calendas de febrero del decimoctavo año de Recesvinto, esto es, el 23 de enero de 667. Durante su episcopado, su firma no vuelve a aparecer en ningún concilio, por no haberse celebrado durante ese período sínodo alguno en Toledo.
     Ildefonso es uno de los autores más destacados de la Hispania visigótica. Se han conservado de él estos escritos: De uirginitate perpetua sanctae Mariae contra tres infideles, elaborado con anterioridad a su obispado, e incluso, quizás, a su abadiato, un tratado de carácter teológico y apologético en defensa de la virginidad de María, su obra más famosa; dos Epistulae dirigidas al obispo Quírico de Barcelona (c. 653-654 – c. 666), de hacia 656-657, en la primera, Ildefonso agradece a Quírico los elogios que este último dedica a su tratado De uirginitate perpetua, del que Ildefonso le había regalado un códice (con ocasión quizás de su encuentro en el Concilio X de Toledo), y en la segunda se disculpa ante Quírico por no sentirse con fuerzas suficientes para emprender la redacción de un tratado de exégesis de los pasajes bíblicos más oscuros, tal y como le propone el de Barcelona; el Liber de uiris illustribus, escrito durante su episcopado, destinado a completar la serie de los catálogos de los principales escritores cristianos iniciada por Jerónimo Estridonense, y continuada por Genadio de Marsella e Isidoro de Sevilla, si bien, Ildefonso, a diferencia de sus antecesores, dedica exclusivamente su obra a aquellas grandes figuras de la Iglesia hispana, y, en especial, de la toledana, que, a su juicio, han sido unos modelos de santidad y de buen gobierno eclesiástico, con independencia de que hayan dejado o no una producción escrita; el Liber de cognitione baptismi, redactado durante su episcopado, es un tratado doctrinal sobre el bautismo de claro tono antijudío, y, en fin, el Liber de itinere deserti, elaborado como complemento de la obra precedente, a modo de segunda parte de ésta, y destinado a instruir a los recién bautizados sobre el modo más adecuado en que deben comportarse en su nueva condición, si desean alcanzar la vida eterna, obra quizás inconclusa, pues contiene importantes lagunas en los capítulos 62 a 64.
     Gracias al Elogium beati Ildefonsi se tiene un inventario completo de la producción literaria de Ildefonso, lo que permite conocer el gran número de obras perdidas de este autor. Según Julián, el propio Ildefonso distribuyó sus obras, en razón de sus contenidos, en cuatro grandes secciones, cada una de las cuales ocuparía, quizás, un códice: composiciones teológicas y litúrgicas (una), epístolas (dos), escritos litúrgicos de ocasión resultado de su actividad pastoral (misas, himnos y sermones) (tres), y epigramas y epitafios (cuatro). De todas ellas, Julián cita expresamente los títulos siguientes: Liber prosopopeiae imbecillitatis propriae, suerte de autobiografía moral de carácter edificante; Opusculum de proprietate personarum Patris et Filii et Spiritus Sancti, tratado teológico sobre la Santísima Trinidad, y tres opúsculos sobre los oficios eclesiásticos y la liturgia, elaborados durante su etapa de monje en Agali: Adnotationes actionis diurnae, Adnotationes in sacris y Adnotationes in sacramentis.
     Como consecuencia de la información suministrada por Julián, algunos estudiosos atribuyen a Ildefonso otras composiciones, tales como misas, sermones, himnos, plegarias y poemas de dudosa autoría (José Carlos Martín Iglesias, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Conozcamos mejor la Biografía de Velázquez, autor de la obra reseñada
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   Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (Sevilla, 6 de junio de 1599 -bautismo- – Madrid, 6 de agosto de 1660). pintor.
   Nacido en Sevilla, de familia paterna de origen portugués (Rodríguez de Silva) y materna sevillana (Velázquez), fue bautizado el 6 de junio de 1599. Su padre era notario eclesiástico del Cabildo de Sevilla, circunstancia que le propició, desde su infancia, una temprana familiaridad con los libros y con personas de cultura.
   En 1609, apenas cumplidos los diez años, pasó algunos meses en el obrador de Francisco de Herrera el Viejo.
   El mal carácter del maestro le alejó pronto de su taller y el 17 de septiembre de 1611 formalizó contrato de aprendizaje con Francisco Pacheco, comprometiéndose a permanecer en casa de su nuevo maestro seis años.
   Pacheco era hombre de sólida cultura, relacionado con toda la sociedad literaria sevillana —nobles, clérigos, médicos, poetas— que se reunían en su casa, a modo de Academia, a comentar y discutir temas de literatura y artes. A eso debió Velázquez su formación intelectual, que hubo de ser mucho más amplia de lo usual en artistas españoles de su tiempo, y un deseo de ascenso social que iba a ser, desde muy pronto, motor de su actividad.
   Cumplido el plazo del contrato de aprendizaje, el 14 de mayo de 1617, se examinó ante los “alcaldes veedores” del arte de la pintura y obtuvo licencia para establecerse como pintor independiente, recibir aprendices y abrir tienda pública de acuerdo con la norma del gremio de pintores de la ciudad.
   El año siguiente, 1618, contrajo matrimonio el 23 de abril con la hija de su maestro, Juana Pacheco, que le daría dos hijas, de las que sólo sobrevivió una.
   En los cuatro años siguientes, pintó para los conventos de Sevilla y abrió un camino nuevo con sus bodegones o escenas populares de inspiración flamenca, y en los que seguramente subyacen alusiones literarias o juegos de ingenio, apoyados en dichos o refranes como puedan ser la Vieja friendo huevos, Los músicos o su famoso Aguador de Sevilla. Asimismo, hizo algunos bodegones a lo divino, entre los que destaca Cristo en casa de Marta y María o La mulata. Entre sus obras de carácter religioso, que evidencian el más intenso y veraz naturalismo, sobresalen Adoración de los Reyes del Museo del Prado o Inmaculada y San Juan en Patmos que, procedentes de la sala capitular del Convento de Nuestra Señora del Carmen de Sevilla, hoy se encuentran en la National Gallery de Londres.
   En 1621 falleció Felipe III y subió al Trono Felipe IV, asistido como “valido” por un noble de estirpe sevillana, Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, muy pronto conde duque. Muchos intelectuales y artistas sevillanos vieron posibilidades de encontrar en Madrid protección, y Velázquez, aconsejado seguramente por su suegro, hizo un viaje a la Corte en 1622 estableciendo provechosos contactos con el círculo próximo al conde duque y empezando a darse a conocer como excelente retratista, aunque no llegase a retratar a personas reales, pero sí, en cambio, a intelectuales como Góngora.
   En el verano del año siguiente, 1623, volvió a Madrid reclamado por Juan de Fonseca, amigo de Pacheco y favorecido del conde duque, para retratar al Rey, y el éxito de su primer retrato facilitó de inmediato su nombramiento de pintor del Rey el 6 de octubre de 1623. Comenzó con ello una carrera administrativa que, paralelamente a su éxito de pintor, le llevó a ocupar puestos de importancia en la vida palaciega que le liberarán de ataduras sociales y económicas, que eran comunes en los pintores españoles de su tiempo. La protección del Monarca y de su valido —que le proporcionó muchas envidias y maledicencias en la Corte— le liberó, entre otras cosas, de la clientela religiosa, que era casi única para sus colegas sevillanos. No obstante, en el primer período de su estancia en Madrid, el poso de recuerdo de lo sevillano subyace en algunas de sus obras, como en su Santa Rufina, retrato a lo divino de un personaje concreto e íntimo y en directa relación con una de sus últimas obras sevillanas, la Imposición de la casulla a san Ildefonso del Ayuntamiento de Sevilla y depositada hoy en el Centro de Investigación Diego Velázquez de Sevilla (Fundación Focus-Abengoa).
   En marzo de 1627 recibió el título de ujier de Cámara que llevaba aparejado, además de su sueldo, alojamiento, médico y botica. Este mismo año, al ver que los cortesanos y que los demás pintores del Rey le acusaban de no saber pintar otra cosa que retratos, por iniciativa del Monarca pintó, en competencia, casi en desafío, con los pintores del Rey (Carducho, Caxés y Nardi), un lienzo de compleja composición, La expulsión de los moriscos, que un jurado compuesto por el padre Maíno y Juan Bautista Crescenci consideraron el mejor y que fue colocado en el salón grande de Palacio, donde pereció en el incendio de 1734.
   En 1628 llegó a Madrid Rubens, en difícil misión diplomática, permaneciendo en la Corte casi un año.
   Velázquez le acompañó en su visita a El Escorial y seguramente compartió su entusiasmo por Tiziano.
   El 18 de junio de 1629, poco tiempo después de la partida de Rubens, Velázquez solicitó licencia para ir a Italia, lo que se le concedió de inmediato. Se le proveyó de cartas de recomendación e introducción en diversas Cortes italianas que le franquearon la entrada de palacios y colecciones. Partió de Barcelona, en el séquito del marqués de los Balbases, Ambrosio Spinola, y visitó Génova, Venecia, Ferrara, Cento, Loreto, Bolonia y Roma, donde permaneció un año.
   En 1630 viajó a Nápoles para retratar a la hermana de Felipe IV, María, que se hallaba allí en ocasión de su viaje a Hungría para contraer matrimonio.
   El artista aprovechó bien la oportunidad y asimiló todo lo que vio, y muy especialmente la serena gravedad y el gusto por la belleza desnuda de los cuerpos del clasicismo romano-boloñés entonces triunfante y tocado de “neovenecianismo”. Los cuadros que pintó en Roma (La fragua de Vulcano, La túnica de José) dan cuenta de su asimilación de todo lo visto y a la vez aseguran su perfecto conocimiento de la fábula clásica y de los textos bíblicos que le permitieron sacar de ellos ejemplos de profunda significación moral.
   En enero de 1631 ya estaba de regreso en Madrid, retomando su actividad cortesana y la evidente protección real que le proporcionó nuevos gajes y títulos.
   En esta década trabajó activamente para el Palacio del Buen Retiro, que se construyó por deseo del conde duque. Para el Salón de Reinos del nuevo palacio pintó una serie de retratos ecuestres de los soberanos y sus herederos, el Príncipe Baltasar Carlos y el gran cuadro de la Rendición de Breda. También en esta década pintó la serie de retratos del Rey, sus hermanos y su hijo en traje de cazadores, para el Palacete de la Torre de la Parada y, para el mismo Palacete, retratos de personajes de la Corte, locos, enanos, “hombres de placer” que pululaban por el Alcázar, en imágenes emocionantes de una tierna y piadosísima humanidad.
   Las identificaciones personales que se han hecho no siempre son convincentes y en algún caso imposibles.
   Quizás, como se ha sugerido recientemente, oculten también intenciones alegóricas o alusiones conceptuosas. Pero la maestría del pincel y la profunda capacidad del pintor para penetrar en las almas hacen de estas imágenes algo inolvidable.
   En 1636 recibió el título de ayuda de Guardarropa y sus ambiciones cortesanas eran ya bien conocidas, pues un aviso anónimo anota “que tira a querer ser un día Ayuda de Cámara y a ponerse un hábito a ejemplo de Tiziano”.
   Y en efecto, en enero de 1643, el mismo año de la caída del conde duque, se le nombró ayuda de Cámara y en junio se le encomendó la superintendencia de las Obras de Palacio, lo que le supuso un conocimiento y autoridad en obras de arquitectura. Prueba de la confianza y familiaridad del Rey es que le nombró, en 1647 veedor y contador de las obras de la “pieza ochavada”, lujosa obra nueva que se construía en Palacio.
   La renovación del viejo Alcázar, en una dirección más moderna, emprendida después de la viudez del Rey y del fallecimiento del príncipe Baltasar Carlos, tuvo consecuencias para Velázquez, que se ofreció para ir a Italia a comprar cuantos cuadros de pintores famosos y esculturas antiguas encontrase, “y en tanta cantidad como V. M. tendrá con la diligencia que yo haré”, según palabras recogidas por Jusepe Martínez.
   Este segundo viaje tuvo un carácter bien distinto del primero, que puede llamarse viaje de estudios. Ahora, consciente de su maestría, con cincuenta años, y seguro del favor real, hace que sea muy tenido en cuenta en los ambientes artísticos y nobiliarios romanos, aunque no faltan interpretaciones negativas por parte de algunos españoles ante el considerable gasto que comportaba en tiempos de penuria, y la sospecha, también, que se procuraba forzar regalos.
   El viaje se inició en Málaga, en enero de 1640, con el cortejo que iba a Italia a recibir a la nueva esposa del Monarca, su sobrina, la archiduquesa Mariana de Austria. Mientras que el cortejo se quedó en Milán, Velázquez pasó a Venecia, donde el embajador le puso en contacto con algunos vendedores que le procuraron obras importantes de Tintoretto y Veronés. Allí conoció a Marco Boschini que, en su Carta dell navegare pintoresco, subrayó las preferencias del pintor español por la pintura veneciana y especialmente Tiziano.
   Luego fue a Bolonia, Módena y Parma. Pasó por Florencia y llegó a Roma, donde se insertó con facilidad en el medio artístico romano. Su condición de ayuda de Cámara y pintor del Rey de España, en la Corte de Inocencio X, que había sido nuncio de España y era favorable a los españoles, facilitaron que pudiese retratar al Papa en el soberbio retrato de la colección Doria Pamphili. El éxito de este retrato, el de su esclavo Juan de Pareja, que le acompañó en el viaje y al que dio carta de libertad en Roma y los de algunas personalidades romanas, le abrieron las puertas de la Academia de San Lucas romana y de la Congregación de Virtuosi al Panteón, prueba de la admiración de los pintores romanos. Las difíciles gestiones para obtener vaciados de esculturas clásicas y un episodio amoroso del que nació un hijo, que debió de morir muy niño, le retuvieron en Italia más de dos años, a pesar de las constantes solicitudes del Rey que reclamaba su vuelta y comentaba su “flema”.
   Las gestiones para traer un fresquista para decorar el Alcázar no dieron resultado con Pietro da Cortona pero, por un trámite del marqués Virgilio Malvezzi, estableció contacto con los boloñeses Agostino Mitelli y Michael Angelo Colonna, que aceptaron la invitación, aunque no llegaron a Madrid hasta 1658.
   El regreso de Velázquez a España tuvo lugar en junio de 1651 reincorporándose de inmediato a su trabajo en la decoración del Alcázar. En marzo de 1652 fue nombrado, por decisión del Rey, aposentador mayor de Palacio, cargo de importancia y responsabilidad que supuso una culminación en su carrera palaciega pero que limitó mucho el tiempo que podía dedicar a la pintura, lo que propició la intervención de su yerno, Juan Bautista Martínez del Mazo, en la repetición de los retratos reales que habían de pintarse por encargo oficial.
   El arte del pintor ya había llegado a la cima. Los cuadros que pintó en la última década de su vida son los que llevan a su límite la ligereza del pincel y la capacidad, casi mágica, de hacer vivir con vida propia los temas que representa en clave realista hasta el punto de que Las hilanderas ha podido engañar por siglos a la crítica creyendo que se trata de un cuadro realista, y se ha revelado un cuadro mitológico: la fábula de Minerva y Aracne, y Las meninas, aparente escena casual en la vida en Palacio, pero en realidad complejo y enigmático lienzo donde se funden elementos políticos, de exaltación de la Monarquía y de la afirmación de la nobleza del arte en cuya defensa tanto empeño ponía el pintor.
   Y a la vez culminó su deseo de personal ennoblecimiento.
   Durante su estancia en Italia ya había iniciado contactos con altos personajes de la Curia para encontrar apoyo en su deseo de obtener un título de nobleza o su ingreso en alguna Orden de Caballería, y al llegar a España debió de intensificar esos contactos y expresar abiertamente su deseo. El Rey le ofreció un hábito de caballero de Santiago, pero las severas ordenanzas no satisfacían el Consejo de Órdenes que no aceptaron los testimonios relativos a condiciones de “nobleza y calidades” del aspirante y fue preciso obtener una dispensa papal, para lo cual, y a demanda del Rey, usó las relaciones logradas en Roma. El breve pontificio llegó al fin en octubre de 1659 y Velázquez se ennobleció no por la sangre sino por su arte, que a todos deslumbró.
   En el año 1656 había recibido un encargo real de instalar en el Monasterio de El Escorial algunos de los lienzos traídos de Italia y de los comprados en la “almoneda del siglo” procedentes de la colección del rey Carlos I de Inglaterra. Su condición de aposentador mayor se expresó en esta ocasión al modo de un museólogo, preparando incluso una Memoria, recientemente reconstruida por Bassegoda, comentando los lienzos y su instalación.
   Ese mismo año, se sabe, por el testimonio de Palomino, que se pintaron Las meninas, pero el hecho de que sobre el pecho del pintor se ostente la Cruz de Santiago —que no se presenta como un repinte, tal como se había creído—, obliga a retrasar la fecha hasta 1659.
   Todavía como alto funcionario palaciego, hubo de participar en una ceremonia cortesana de alto significado: la entrega en junio de 1660, de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, a su prometido el rey Luis XIV de Francia, celebrada en la frontera francesa en la isla de los Faisanes, que sellaba, con la Paz de los Pirineos, la guerra con Francia.
   En esta ocasión Velázquez, que había dispuesto la ceremonia en todos sus detalles, asistió con galas palaciegas de subido valor y vio, sin duda, culminar sus aspiraciones de ennoblecimiento.
   A su regreso a Madrid, y tras una rápida enfermedad, murió el 6 de agosto de 1660, y siete días después falleció su esposa. El inventario de sus bienes informa detalladamente de su tono de vida, con lujos no frecuentes, incluso excepcionales, en el quehacer habitual de los pintores, pero no extraños en un noble.
   Su biblioteca era también muy notable, con abundantes libros de teoría arquitectónica, matemáticas, astronomía y astrología, filosofía e historia antigua, y bastantes obras poéticas en español, italiano y latín. Sorprende la escasez de obras religiosas, que eran siempre las más abundantes entre sus contemporáneos.
   Una acusación de sus enemigos, evidentemente muchos y poderosos, puso sus bienes bajo secuestro con el pretexto de haber defraudado a la Corona en el ejercicio de sus cargos, pero la investigación abierta le demostró libre de toda culpa.
   Hombre reservado, se conservan abundantes testimonios de su “flema”, a la que alude varias veces el propio Rey, y de su mesura en gesto, actitudes y su constante preocupación por su ascenso social y la carrera profesional y social de su yerno. Sus ambiciones, que en lo personal culminaron con su hábito de Santiago, se prolongaron muchos años después de su muerte con sus nietos, que entroncaron con la casa ducal de Liechtenstein (Alfonso E. Pérez Sánchez, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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