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sábado, 16 de mayo de 2020

Un paseo por la calle Nicolás Alpériz (XII avenida Sebastián Elcano durante la Exposición Iberoamericana de 1929) , en el Parque de María Luisa


      Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Nicolás Alpériz (XII avenida Sebastián Elcano durante la Exposición Iberoamericana de 1929), en el Parque de María Luisa, un paseo por ella.
   Hoy, 16 de mayo, es el aniversario del nacimiento (16 de mayo de 1865) de Nicolás Alpériz, así que es el mejor día para ExplicArte la calle Nicolás Alpériz (XII avenida Sebastián Elcano durante la Exposición Iberoamericana de 1929), en el Parque de María Luisa, de Sevilla.
    La calle Nicolás Alpériz es, en el Callejero Sevillano, una vía que se encuentra en el Barrio de El Prado-Parque de María Luisa; en el Distrito Sur, y va de la glorieta Bernardo José Castro, en la avenida Isabel la Católica, a la confluencia de la plaza del Ejército Español con la avenida de Portugal
   El Parque de María Luisa [nº 64 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla], se encuentra en la glorieta de San Diego, s/n (entrada principal, aunque tiene entradas por el paseo de las Delicias y las avenida de María Luisa, y de la Borbolla), en el Barrio del Prado - Parque de María Luisa, del Distrito Sur.

   La  calle, desde  el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en  la  población  histórica  y en  los  sectores  urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las  edificaciones  colindantes  entre  si. En  cambio, en  los  sectores  de periferia donde predomina la edificación  abierta,  constituida  por  bloques  exentos,  la  calle,  como  ámbito  lineal de relación, se pierde, y  el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta. También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.    

   Fue rotulada en 1943 como avenida de San Juan de la Cruz (1542-1591), en homenaje al fraile carmelita y gran poeta, autor entre otras obras del Cántico Espiritual, cuyo centenario se había celebrado el año anterior. Hacia 1955 fue denominada con su ac­tual nombre, en recuerdo del pintor costumbrista sevillano Nicolás Alpériz (1865-1928). Describe una amplia curva rodeando la plaza de España por la fachada sur y surgió como consecuencia del trazado y construcción de ésta entre 1914 y 1928, sobre terrenos del Prado de San Sebastián. De regular anchura, está asfaltad y posee aceras de losetas de cemento en su margen izquierda, y de albero compactado en su margen derecha. Se ilumina con farolas de báculo.
   Constituye un verdadero paseo en el que los edificios colindantes son un referente. Destaca la monumental Puerta de Aragón y la Torre Sur de la referida plaza de España, y uno de los costados del edificio de la Compañía Telefónica Nacional de España, que sirvió como pabellón de comunicaciones en la Exposición Ibero-Americana de 1929. En la confluencia con la avenida de la Borbolla hay un pequeño pabellón y pistas del parque infantil de tráfico. En las dependencias de la plaza de España se encuentran diversas oficinas de la administración, destacando la Delegación del Gobierno en Andalucía en el ala próxima a la Torre Sur. Cumple funciones de aparcamiento dada su amplitud y de acceso a los almacenes de las dependencias oficiales allí Instaladas [Salvador Rodríguez Becerra en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].

Conozcamos mejor la Biografía de Nicolás Alpériz, personaje a quien está dedicada la vía reseñada;
     Basta consultar la monumental Historia de la pintura sevillana de Enrique Valdivieso para darse cuenta de que Nicolás Alpériz es uno de los grandes nombres olvidados de la pintura sevillana. Apenas veinte líneas sirven para despachar la biografía de un pintor al que habitualmente se le suele colgar la etiqueta de costumbrista, cuando en realidad su obra trasciende tan estrictos límites. José Romero Portillo (Alcalá de Guadaíra, Sevilla, 1981), doctor en Periodismo por la Universidad de Sevilla y autorizado experto en temas alcalareños, ha arrojado luz sobre su figura en su reciente libro Nicolás Alpériz. Arte por pan, publicado en Arte Hispalense, la colección que ya se ha erigido en todo un referente de los estudios artísticos en nuestra provincia.
     Nació Nicolás Alpériz en la Sevilla de 1865, una ciudad que no llegaba a los 150.000 habitantes, de marcado carácter provinciano y lastrada por las carencias que se cebaban con sus barrios más humildes. Bautizado en la misma pila que Murillo, los primeros años de vida de Alpériz se desarrollaron en la collación de la Magdalena, muy cerca de aquel puerto de resonancias literarias y pictóricas en el que “aún desembarcaban personas con distintas pieles y distintos propósitos, cargamentos valiosos de alimentos, maderas, metales preciosos y hasta animales exóticos, que resultarían extraordinarios a los ojos de quienes vestían pantalones cortos e ilusiones largas”, escribe Romero Portillo. A muy temprana edad Nicolás Alpériz perdió a sus padres y, como consecuencia, se convirtió en aprendiz de sastre, el oficio familiar que suponía su principal recurso económico. No obstante, aquel joven alfayate soñaba con su gran pasión: la pintura.
     Y para cumplir con sus expectativas comenzó a alternar los alfileres y las tijeras con los pinceles, bajo el magisterio de tres prestigiosos pintores: Eduardo Cano, Manuel Barrón y Jiménez Aranda. Romero Portillo nos explica cómo el pintor transitó desde el historicismo de sus primeras obras al realismo por el que apostaba, entre otros, su admirado Jiménez Aranda: “En el caso de Alpériz, dado su carácter bohemio, la balanza cayó por el lado menos cómodo, el que le auguraba, a priori, menos rédito. Al fin y al cabo, era la decisión más afín a su personalidad y con la que se sentiría más realizado. Esa vía era la del realismo. Dicho sea con numerosos matices, pues el realismo que practicó derivó hacia muchos cauces: desde el paisajismo hasta el costumbrismo, pasando por un realismo de asunto social, integrado por personajes de clase media o trabajadora, situados en un contexto humilde”.
     Esas imágenes son las que precisamente encontraría en Alcalá de Guadaíra, pueblo al que el nombre de Alpériz está indisolublemente ligado, especialmente desde que comenzara a visitarlo con frecuencia a instancias de su maestro Jiménez Aranda. “Con él –nos dice Romero Portillo– descubrió las posibilidades que le abría el paisajismo, y entrevió en las riberas del Guadaíra un futuro muy acorde a su modus vivendi”. En Alcalá, Alpériz inmortalizó paisaje y paisanaje, descubriendo al gran público algunos de sus elementos emblemáticos: el pinar de Oromana, los molinos de ribera, el castillo o los propios vecinos de Alcalá, prodigándose en la temática de los “niños de la calle” con cuadros como Niño del canasto de rábanos, Te paso si me das un beso, La santerita, Los pilletes, Muchacho con loro, Niño con botijo, El niño del cochecito, Niña con flores, El niño del violín, El niño del trombón, A la luz del farol, Sube y baja, Juego de niños en la cocina o Viajeros en un camino. Tras su matrimonio a los 48 años con Florentina Rey Capdevila, su novia de toda la vida, el pintor seguiría frecuentando y captando en sus lienzos las riberas del Guadaíra, dando muestra de su gran talento para dominar la pintura al aire libre o plenairista, como la preferían denominar los esnobs, engatusados por la expresión francesa au plein air”.
     Además de su paso por Alcalá, el libro de José Romero Portillo nos permite comprobar cómo Alpériz se convirtió en un auténtico especialista en la realización de pinturas de pequeño formato, en las que narró multitud de aspectos costumbristas de la vida popular sevillana, generalmente con un tratamiento de carácter humorístico. De su paleta surgieron obras de indudable calidad pictórica como Las hormiguitas, La despedida del torero, Cuento de brujas, su Autorretrato y el Retrato de don German Repetto. Como podemos ver en sus páginas, “cada lienzo de Alpériz esconde pequeñas migas de pan que invitan a rastrear el camino y reconstruir su historia. Una historia compleja que comienza en un entorno pobre, a la sombra de una sastrería en la calle Murillo de Sevilla, donde aprendió a dibujar; y que termina, paradójicamente, en un entorno pobre, como un obrero más de Pickman en la isla de la Cartuja, en cuya fábrica de loza pasó sus últimos días decorando piezas de cerámica”. Resulta curioso comprobar que su talento artístico nunca le permitió vivir en la abundancia. Antes al contrario, el arte fue para Alpériz un modo de subsistir y de ganarse el pan de cada día.
     La trayectoria de Alpériz fue paradójica, pues inició su carrera como pintor con pocos recursos, y acabó en la misma situación como empleado de la fábrica de cerámica de Pickman en la isla de la Cartuja.
     Desgraciadamente hoy muchas de sus obras están repartidas por colecciones privadas de todo el mundo, circunstancia que dificulta una catalogación exhaustiva de sus cuadros. Este problema se acentuó tras su muerte, acaecida en 1928 en Sevilla. A partir de ese momento las subastas y las herencias contribuirían a la dispersión de sus lienzos. Su fallecimiento supuso la desaparición de un ser machadiano, en palabras de Romero Portillo. Sus compañeros de la escuela sevillana de pintura, lejos de rivalidades cainitas, no dudaron en elogiarlo como un hombre íntegro, optimista, risueño, sincero, inquieto, trabajador… Y, sobre todo, modesto. De su bonhomía y talento artístico da fe esta “crónica de un pintor de difícil catalogación, que se resiste a encasillarse dentro de los patrones clásicos y también dentro de los modernos; un pintor que a base de esfuerzo alcanzó, al menos, dos metas por las que suspiraban, y siguen suspirando, muchos artistas: el aprecio y la independencia” (Javier Vidal, Nicolás Alpériz, crónica biográfica de un sastre pintor).
Conozcamos mejor la Biografía de Juan Sebastián Elcano, a quien estuvo dedicada esta vía durante la Exposición Iberoamericana de 1929;
     Juan Sebastián Elcano, (Guetaria, Guipúzcoa, c. 1487 – Océano Pacífico, 6 de agosto de 1526). Marino español que capitaneó la nave que dio la primera vuelta al mundo.
     Nació en Guetaria, pero no se ha encontrado su partida de bautismo. Un documento del Archivo de Simancas indica que tenía treinta y dos años en agosto de 1519. Se ha discutido mucho si su apellido era De El Cano, de Elcano, del Cano, etc. Firmaba frecuentemente como Joan Sebastián delcano, pero en su testamento escribió su nombre como Juan Sebastián del Cano. En los documentos oficiales se le denomina Juan Sebastián de Elcano y en la historiografía es conocido comúnmente como Juan Sebastián Elcano, denominación aquí aceptada. Elkano es un toponímico vasco cuyo significado es el de “paraje de heredades de labor”, como efectivamente lo fue una altura donde convergían los límites municipales de los pueblos guipuzcoanos de Aya, Zarauz y Guetaria. Aya dependió antiguamente de esta barriada, llamándose Aya de Elkano. En ella existieron tres caseríos: Elkano-goena, Elkano-erdicoa y Elkano-barrena, o Elcano de “arriba”, Elcano de “en medio” y Elcano de “abajo”; y la familia del gran marino procedía de este último de ellos. Fue bautizado probablemente en la iglesia de San Salvador de Guetaria, por la que sintió siempre gran cariño, ya que albergaba los restos de sus antepasados, donde seguramente le habría gustado ser enterrado, y donde pidió que se le dijeran las misas de difuntos preceptivas, según anotó en su testamento: “que me hagan mis aniversarios y exequias en la iglesia de San Salvador, según a persona de mi estado en la huesa donde están enterrados mi señor padre y mis antepasados”.
     Elcano fue hijo de Domingo Sebastián de Elcano y de Catalina del Puerto. No se sabe nada del padre, que debió ser marino. En cuanto a Catalina del Puerto o de Portu, como sería su apellido original, era igualmente de Guetaria, donde existieron varios personajes que se apellidaron así, como un cura, un alcalde y un escribano, a los que han seguido otros muchos posteriormente. Catalina tuvo ocho hijos, además del que luego fuera ilustre marino: Sebastián (vivió en Guetaria y tuvo dos hijos que fueron Martín y Domingo, este último clérigo); Domingo (fue sacerdote y se le encomendaron misas en la iglesia de la Magdalena de Guetaria, de donde posiblemente era párroco), Martín Pérez de Elcano (el hermano más querido del célebre marino, que le acompañó en la segunda expedición a las Molucas y se perdió); Antón Martín de Elcano (fue igualmente en la armada de Loaysa como ayudante de piloto de la carabela Santa María del Parral), Juan Martín de Elcano, Ochoa Martín de Elcano, Sebastiana de Elcano e Inés de Elcano. Catalina del Puerto tuvo también que cuidar de María, una hija que su marido había tenido con otra mujer, fuera del matrimonio. Las hijas estaban casadas en Zarauz y Mondragón. El hecho de que gran parte de la familia hubiera estado dispuesta a acompañar a Sebastián Elcano en su viaje postrero parece indicar que no gozaba de una gran posición. Esta situación fue seguramente peor cuando los ocho hijos de Catalina eran pequeños; cabe pensar que el cabeza de familia, Domingo Sebastián, muriera joven por alguna circunstancia desconocida, y la dejara sola al frente de aquel familión, que tuvo que sacar adelante con mucho esfuerzo. Desde luego Catalina tenía buen temple, pues litigó durante veintisiete años después de la muerte de su hijo Sebastián, para poder cobrar los haberes que se le habían prometido y no pagado. Debía tener familia en Zarauz; uno de sus parientes en esta localidad fue el bachiller Gainza (se desconoce qué relación tiene con su yerno), que la ayudó a pedir al Rey el abono de lo que se adeudaba a sus cuatro hijos. La última reclamación de Catalina del Puerto a la Corona por los haberes impagados de su hijo Sebastián data de 1553 y cabe pensar que debió morir poco después. Es preciso añadir que la Corona fue bastante olvidadiza con este asunto, pues los descendientes del gran marino seguían reclamando en 1567 los dineros que se debían al ilustre marino.
     El hogar donde se crio Elcano debió ser el propio de una familia de pescadores, con muchas bocas que alimentar y pocos ingresos. Guetaria vivía del mar y era un puerto de refugio de Guipúzcoa, al que solían llegar los pescadores vascos sorprendidos por las galernas del Cantábrico. La villa era una fundación antigua, posiblemente romana, y su iglesia es la más antigua de Guipúzcoa. En 1204 Alfonso VIII dio a Guetaria el fuero de San Sebastián, librando a sus habitantes de la obligación de ir a hueste o a cabalgada, otorgando asimismo derechos a sus navíos. El Fuero la amparó, junto con las otras tres villas guipuzcoanas de San Sebastián, Fuenterrabía y Motrico, de las guerras fratricidas que ensangrentaron el territorio durante la Edad Media. En Guetaria se practicó abundantemente la caza de la ballena, animal que figura en su escudo, herida por un arponazo. También se pescaba el bacalao, que se buscaba en caladeros de Terranova y de la costa del Labrador. En cuanto al solar donde nació Elcano, estaba situado encima de un acantilado, sobre un farallón azotado por el mar. La casa existió hasta el incendio de 1836, producido cuando la villa fue asaltada por las tropas carlistas, tras un cerco prolongado.
     Juan Sebastián fue seguramente pescador desde su adolescencia, empezando como grumete en las embarcaciones de labor. No se tiene ninguna descripción de su forma de vida, ni tampoco de su figura. Fernández de Navarrete anota que aparte de ser pescador, practicó seguramente “el contrabando de buques con los puertos de la vecina Francia”. No consta documentalmente, pero es bastante probable. Lo único que —se puede asegurar es que era un buen marino y vasco de una pieza. Lo primero se evidencia por el hecho de que sus compañeros le eligieran capitán de la nave que enfiló finalmente al descubrimiento de las Molucas y que completó luego la vuelta al mundo. De lo segundo, existen algunas pruebas, como su laconismo y su forma de expresarse en castellano. Elcano no adornó jamás su aventura con ropajes innecesarios. Así, por ejemplo, cuando señaló que no emprendió la redacción de su diario hasta después de morir Magallanes lo dice sin más; sin explicar por qué no lo había hecho antes, ni por qué se le ocurrió entonces. Otra afirmación no menos lacónica, a la par que contundente, la hizo en su testamento, al dejar cien ducados a una dama llamada María Hernández de Hernialde (de Ernialde), madre de su hijo Domingo de Elcano. La explicación fue tan simple y significativa como decir “por cuanto siendo moza virgen, la hube”. De su idioma castellano se tienen evidencias, tanto en su testamento, como en las declaraciones que hizo a Leguizamo, y demuestran que no era su lengua materna, pues confunde los números y los géneros, suprime o emplea mal los artículos y conjuga peor los verbos. Elcano hablaba indudablemente vasco, que era su lengua materna, y había aprendido el castellano en la escuela de la vida y, sobre todo, andando por España.
     De su vida juvenil sólo se sabe que tuvo amores con la citada María Hernández de Hernialde o de Ernialde, que le dio su único hijo, Domingo. Esta María Hernialde o Hernández perteneció quizá a una familia humilde de algún caserío cercano a Guetaria, que no acogió bien las relaciones de su hija con el pescador. A base de muchos sacrificios, Elcano logró reunir algún dinero con el cual compró una nave de doscientos toneles, que le permitió mejorar de vida. Debió de ser una embarcación bastante buena, pues la puso al servicio de varias campañas militares, como las que hizo el cardenal Cisneros para conquistar Orán, Bujía y Trípoli (1509). Luego ingresó con ella en la armada que auxilió al Gran Capitán durante las guerras de Italia. Estas incursiones como armador y soldado debían haberle reportado unos buenos ingresos, pero no recibió un solo maravedí, ni por la nave, ni por sus servicios personales. Tenía veintitrés años, los bolsillos vacíos y una nave en Italia. Decidió entonces pedir prestado algún dinero a unos comerciantes de Saboya, ofreciendo su nave como garantía. Las cosas le fueron peor de lo que esperaba y no pudo devolver a tiempo el dinero a los usureros, que le exigieron entonces la entrega de la embarcación. Elcano tuvo que darla y se situó entonces fuera de la ley, ya que estaba prohibido vender embarcaciones armadas a extranjeros en tiempos de guerra. Fue un delito grave, como le indicó Carlos I el 13 de febrero de 1523, fecha en que se le perdonó: “vos, siendo maestre de una nao de doscientos toneles, nos servisteis en Levante y en África, y como no se vos pagó el salario que habíais de haber por el dicho servicio, tomásteis dineros a cambio de unos mercaderes vasallos del Duque de Saboya, y que después, por no les poder pagar, les vendisteis la dicha nao; y por cuanto por leyes y establecimientos de estos reinos vos no podíais vender la dicha nao a los susodichos, por ser extranjeros de estos reinos, en lo cual cometisteis crimen”. La pena establecida era entregar lo recibido por la nave y confiscación de la mitad de sus bienes, amén de prisión en la Corte. Elcano se vio así convertido en delincuente.
     Perseguido por la justicia y sin medios de fortuna, Elcano tuvo que abandonar su villa natal de Guetaria, donde dejó su hijo Domingo. Debió deambular por varias ciudades españolas, aunque se ignoran cuáles. Posiblemente estuvo en la costa mediterránea, en Cataluña o en Valencia, entonces vinculada a las operaciones en Italia, así como en Alicante. Su peregrinación de proscrito terminó finalmente en Sevilla, donde se encontraba en 1518, cuando empezaba a organizarse la armada de Magallanes para el descubrimiento de la Especiería.
     El proyecto especiero había sido formalizado por Magallanes y Faleiro mediante capitulaciones del 22 de marzo de 1518 y era ir a las islas Molucas, que se suponía estaban dentro de la jurisdicción castellana estipulada en el tratado de Tordesillas, pero descubriendo previamente un paso interoceánico que se intuía existente al sur del Río de la Plata. Se alistaron cinco naos, que fueron la Trinidad, de 120 toneles; la San Antonio, de 120; la Concepción, de 90; la Victoria, de 85; y la Santiago, de 75. Se armaron y pertrecharon con alimentos para 756 días y baratijas para rescates, y se embarcaron en ellas 265 hombres (según Pastells, Navarrete y Barros Arana) o 270 (en opinión de Medina). Todo ello costó 8.751.125 maravedís. Entre los enrolados figuraba Juan Sebastián Elcano, a quien, por las prisas o por alguna circunstancia que se desconoce (es difícil que se hiciera la vista “gorda”), se incluyó, sin tener en cuenta su carácter de proscrito, que le impedía embarcar en cualquier nave, y más aún en una real. Lo curioso es que tuvieron que valorarse sus cualidades de marino, pues fue nombrado maestre de la nao Concepción, que mandaba el capitán Gaspar de Quesada y llevaba como piloto al portugués Juan López de Carvalho.
     La flota partió el 10 de agosto de 1519 del puerto de las Mulas, cerca de Triana, hizo una escala en Sanlúcar de Barrameda y se adentró en el Océano al amanecer el 20 de septiembre. Fue a Tenerife y luego a Brasil. Bajó después por la costa suramericana hasta el puerto de San Julián, donde se hizo invernada. El viaje fue protagonizado por Magallanes, como es sabido, y Elcano no hizo nada sobresaliente durante él, salvo cumplir con su deber. En San Julián participó en el motín contra Magallanes, pero sin especial relevancia, por lo que fue perdonado. Su actuación fue sumarse al grupo de descontentos que fue a exigir a Magallanes que informase a los capitanes de su derrotero y esto porque se lo pidieron Cartagena y Quesada, por ser maestre de la Concepción, como testimonió años después en Valladolid: “ello requirieron a este testigo, como maestre, Juan de Cartagena e Gaspar de Quesada, que obedeciese los mandamientos del rey, como en sus instrucciones lo mandaba. Y este testigo dijo que obedecía, e que está presto para facerle cumplir e requerir con ello al dicho Fernando de Magallanes. E que los dichos capitanes dijeron a este testigo e a toda la otra gente de la nao, que con el batel querían ir a la nao San Antonio, para prender al dicho Álvaro de Mezquita, porque no se revolviese la armada; e que con aquel requerimiento requerirían sin revuelta ninguna al dicho Fernando de Magallanes”. Parece así que fue utilizado por los amotinados, y en particular por Juan de Cartagena y Gaspar de Quesada, para que requiriera a Magallanes el cumplimiento de las instrucciones reales, en su calidad de Maese. Debía sumarse a ellos para exigirle derrota y para que tratara de seguir adelante hasta donde se pudiera, sin gastar las provisiones en las escalas. La mayoría de los marinos declararon que Elcano sólo llegó a la San Antonio cuando Quesada le mandó llamar, cosa que no parece ser exacta. Desde luego, Elcano declaró que la figura de Magallanes no era santo de su devoción, por su autoritarismo y por pretender marginar a los españoles en los mandos de la armada. Estuvo, pues, implicado en el motín, aunque no fue uno de sus protagonistas.
     La armada siguió luego su singladura hasta el descubrimiento del estrecho. La Santiago naufragó en la bahía de Santa Cruz y luego la San Antonio desertó al descubrirse el paso interoceánico, mandada por Esteban Gómez, que regresó a España. Las tres naves restantes salieron al océano Pacífico el 27 de noviembre y emprendieron la travesía hasta las islas Marianas (6 de marzo de 1521) y luego hasta las Filipinas (16 de marzo). Magallanes desembarcó en Cebú y murió finalmente en Mactan el 27 de abril de 1521. Se nombró entonces el mando compartido de Juan Rodríguez Serrano y Duarte de Barbosa, y posteriormente a Juan López de Carvalho, que quedó como capitán de la Trinidad, mientras que Gonzalo Gómez de Espinosa mandó la Victoria y Sebastián Elcano la Concepción. Como esta última iba mal fue necesario destruirla, quedando sólo dos naves; la Trinidad, mandada por Gómez de Espinosa, y la Victoria, mandada por Juan Sebastián Elcano. A partir de entonces, Elcano tomó un enorme protagonismo.
     Las dos naves dirigidas por Gómez de Espinosa y Elcano llegaron por fin a las islas Molucas el 7 de noviembre de 1521. Allí hicieron amistad con el rey Almanzor de la isla de Tidore, cargaron las especies y se dispusieron a regresar a España. Un portugués llamado Alfonso de Lorosa les advirtió que el rey don Manuel había enviado una poderosa armada para expulsarles de las Molucas, lo que les decidió a acelerar los preparativos. Terminaron de cargar las especias, avituallaron las naves y el 18 de diciembre zarparon de Tidore, dispuestos a volver al Estrecho de Magallanes, por donde habían venido. A poco de salir advirtieron que la Trinidad no podía navegar a causa de las vías de agua. Regresaron a Tidore e intentaron arreglarlas inútilmente. Viendo que requería mucho tiempo y que el ataque portugués podría producirse en cualquier momento, los dos capitanes Elcano y Gómez de Espinosa decidieron el 20 de diciembre que la nao Trinidad se quedase allí hasta que estuviera totalmente aderezada, cuando emprendería el viaje de regreso a América, y que, entre tanto, la otra nao, la Victoria, partiera de inmediato hacia España mandada por Elcano y por la ruta portuguesa, completando la vuelta al mundo. Para evitar que cayera en manos enemigas debía realizar la travesía sin escalas, lo que era una verdadera locura. Resulta escalofriante la serenidad con que se tomó esta decisión, sin que nadie la objetara, pues jamás se había intentado semejante singladura.
     Elcano aligeró su nave sacando cincuenta quintales de clavo de la carga y manifestó que quienes le acompañaran lo harían voluntariamente, quedándose el resto para embarcar en la Trinidad, cuando estuviese reparada, o en la isla, donde esperarían la llegada de otra flota española. Sólo se apuntaron cuarenta y siete hombres (más trece indios esclavos), quedando en tierra los cincuenta y nueve restantes. Eran todos los que quedaban de la gran armada. El 21 de diciembre la pequeña nao zarpaba de Tidore hacia la aventura náutica más temeraria de la historia.
     La Trinidad fue arreglada durante tres meses y partió de Tidore el 6 de abril de 1522 con cincuenta y cuatro hombres y novecientos quintales de clavo. No pudo encontrar la ruta apropiada para regresar a América y regresó a las Molucas, tras infinitas penalidades, al cabo de cinco meses, y con diecisiete supervivientes, que fueron hechos prisioneros por los portugueses.
     En cuanto a la Victoria, se dirigió a la isla Mare y continuó con rumbo sur por el mar de Banda hacia la isla Timor. Los vientos no eran totalmente favorables y la obligaron a realizar algunas escalas que no estaban previstas. Bajó hasta los 7 grados y medio de latitud Sur, llegando hasta las islas Damar, luego a la isla Malúa (Moa), donde carenaron un costado del navío, y finalmente a Timor (26 de enero de 1522). En esta isla se aprovisionó de alimentos, leña y agua, ya que desde allí pensaba Elcano seguir una travesía directa a España. Zarpó de Timor el 11 de febrero de 1522, dispuesto a navegar los treinta mil kilómetros que le separaban de Sevilla, y subiendo desde los 9 grados de latitud Sur hasta los 36 de latitud Norte, cubriendo la longitud existente entre los 126 y los 7 grados.
     Elcano condujo la Victoria hasta las proximidades de Sumatra, frente a la península de Malaca, desde donde cruzó el ecuador. Para no encontrarse con los portugueses, dejó a su mano derecha toda la costa de la India mayor. Esto le permitió recoger durante dos meses los monzones de invierno en el hemisferio Sur, con los que cruzó el Índico. Las buenas provisiones se acabaron pronto y la comida se redujo a arroz y agua hedionda. A los calores tropicales sucedieron luego intensos fríos, que aumentaban a medida que subían en latitud para situarse a la altura del cabo de Buena Esperanza. El escorbuto apareció nuevamente y la mayoría de los marinos daban muestras de estar agotados.
     La nao, además, seguía haciendo agua; muchos tripulantes suplicaron a Elcano arribar a Mozambique para pedir ayuda a los portugueses, pero Elcano se opuso en redondo y siguió hacia el sur de África, donde afrontaron el reto de poder doblar el cabo de Buena Esperanza. El frío era ya insoportable, pues nadie tenía ropa de abrigo. Tiritando y mojados, intentaron cruzarlo inútilmente, pues los vientos soplaban en direcciones contrarias. El capitán intentó probar fortuna y localizarlos desde el Este. Bajó hasta los 42 grados de latitud y los encontró, pero eran demasiado fuertes y le impedían avanzar con dirección occidental. Durante muchos días, trató de ganar longitud, arriando e izando velas y dando marchas y contramarchas, pero todo fue inútil; la Victoria era continuamente zarandeada por el mar y no conseguía enderezar un rumbo. El frío y la lluvia arreciaban y, tal como escribió Pigafetta, “tuvimos que permanecer nueve semanas enfrente de este Cabo, con las velas recogidas, a causa de los vientos del Oeste y del Noroeste, que tuvimos constantemente y que acabaron en una horrible tempestad”.
     Elcano era un marino tozudo. Reunió a sus hombres y les dijo que iba a intentar doblar el cabo pegado a la costa, aunque corriendo el peligro de encontrarse con los portugueses o de estrellarse contra el litoral. Se situó a la altura del Cabo y se dirigió hacia él. El 6 de mayo de 1522, como señala Pigafetta “doblamos el terrible Cabo; pero tuvimos que aproximarnos a él una distancia de cinco leguas, sin lo cual nunca hubiéramos pasado”. Sorprende la disciplina de la tripulación, que aceptó las órdenes de su capitán sin amotinarse, pese al riesgo de la singladura.
     Empezó entonces la travesía de la muerte, ascendiendo por la costa africana, ayudado primero por la corriente de Benguela, que sigue la costa occidental, y luego por los alisios. El calor era cada vez más insoportable, a medida que se aproximaban al ecuador terrestre. Fue un mes de mayo espantoso, luchando contra el hambre, la sed y las enfermedades. Murieron trece tripulantes y ocho indios. La ceremonia de echarlos por la borda al mar, deslizando los cadáveres por una tabla, se convirtió en rutinaria. Cada vez eran menos los que acudían a las despedidas fúnebres. Próximos al ecuador, Elcano ordenó alejarse de la costa para evitar las factorías lusitanas. El viaje alcanzó entonces su mayor dramatismo, pues empezó a faltar hasta el arroz. El capitán calculó que el que tenía no bastaría para alimentar la escasa tripulación hasta llegar a España. Por otra parte, la Victoria seguía haciendo agua, que era necesario achicar continuamente con el trabajo de las bombas; un esfuerzo extraordinario para unos hombres sedientos, hambrientos y exhaustos. Tomó entonces la decisión de hacer una escala en Cabo Verde, ya que era la única forma de sobrevivir y evitar que la Victoria se convirtiera en un buque fantasma, sin tripulantes.
     El miércoles 9 de julio de 1522 avistaron las islas de Cabo Verde y la Victoria se dirigió hacia ellas. Elcano reunió la tripulación y expuso su plan. Iba a intentar fondear en el archipiélago portugués, y recomendó a todos guardar silencio sobre la singladura que traían.
     Ninguno debía decir que procedían de las islas Molucas, sino de América. Los malayos fueron encerrados preventivamente, temiendo que fueran reconocidos.
     El mismo día arribaron al puerto del Río Grande, en la isla de Santiago. Al arribar, se levantó mal tiempo, picándose la mar. Elcano tuvo miedo de que un bandazo del oleaje pudiera dañar la quilla, que estaba bastante deteriorada por el viaje, y ordenó desatracar y volver mar adentro. Pasada la tormenta, regresó hasta las proximidades del atracadero del puerto y ancló la nave. Pensó que era mejor aprovisionarse mediante una chalupa, que fondear en el mismo puerto, donde la nao sería más visible. Seleccionó los doce hombres que parecían más saludables y les ordenó bajar a tierra, como indica Gómara, por “agua, que le faltaba, y a comprar carne, pan y negros para dar a la bomba”. 
   Los marineros bajaron a tierra en la chalupa y se entrevistaron con el gobernador de la isla, que se creyó la historia que le contaron y ordenó suministrarles los socorros a cambio de algunas mercancías de escaso valor. La chalupa hizo dos viajes llevando a bordo agua, arroz y otros víveres, que fueron recibidos por los tripulantes como si fuera el maná divino. Les dio ánimos hasta para comprobar asombrados que su calendario no coincidía con el de los portugueses, pues habían perdido un día. Pigafetta anotó que “Para ver si nuestros diarios habían sido llevados con exactitud, hicimos preguntar en tierra que qué día de la semana era. Se nos respondió que era jueves, lo que nos sorprendió, porque según nuestros diarios sólo estábamos a miércoles, y a mí, sobre todo, porque habiendo estado bien de salud para llevar mi diario, marcaba sin interrupción los días de la semana y los del mes. Después supimos que no hubo error en nuestro cálculo, porque navegando siempre hacia el oeste, siguiendo el curso del sol, y habiendo regresado al mismo punto, debíamos ganar veinticuatro horas sobre los que permanecían en el mismo sitio”. Era la primera vez que se comprobaba experimentalmente tal fenómeno, anotado teóricamente en el siglo XIV por el geógrafo árabe Abulfeda. En cualquier caso, habían navegado sin tocar tierra desde el 11 de febrero, cuando salieron de Timor, hasta el 9 de julio, cuando arribaron a Santiago; cinco meses ininterrumpidos.
     Los españoles pagaron los bastimentos de dos primeros viajes de la chalupa con los remanentes de las mercancías que les quedaban, pero necesitaban comprar unos esclavos para darle a la bomba de achique, así como carne y pan, que no veían hacía mucho tiempo, por lo que pidieron a los portugueses permiso para pagarlos con el clavo que llevaban a bordo, pues no tenían nada más que ofrecer a cambio. Se cargaron tres quintales de clavo en la chalupa y regresó al puerto, pero esta vez el tipo de producto que ofrecieron los españoles para el intercambio despertó las sospechas de los portugueses. El gobernador portugués comprendió el engaño de que había sido objeto y ordenó capturar la chalupa y sus doce marineros. Los tripulantes de la nao se percibieron de todo desde la cubierta del buque, así como del movimiento de algunas carabelas portuguesas que trataban de acercarse sospechosamente a la Victoria. Juan Sebastián Elcano tomó su decisión rápidamente. Mandó cortar el cable del ancla y soltar el trapo. La nao abandonó Santiago a toda vela, dejando en tierra a sus doce compañeros. Era el 15 de julio de 1522.
     La travesía hasta España la hizo en unas condiciones pésimas, tardando veintiocho días en llegar. Finalmente, alcanzaron Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522. A bordo de la Victoria venían dieciocho hombres cadavéricos, que no podían ni bajar a tierra. Hacía más de siete meses desde que la nao Victoria zarpara de Tidore, que era en definitiva lo que se tardaba en dar media vuelta al mundo.
     Juan Sebastián Elcano redactó una breve nota de su llegada y se la envió al Emperador. Parecía un parte de guerra, pues estaba hecha con su estilo lacónico, alejado de todo tipo de calificativos, pues decía únicamente: “Dígnese saber V. M. que hemos regresado dieciocho hombres con uno sólo de los barcos que V. M. envió bajo el mando del capitán general Hernando de Magallanes, de gloriosa memoria. Sepa V. M. que hemos encontrado alcanfor, canela y perlas.
     Que ella se digne estimar en su valor el hecho de que hemos dado toda la vuelta al mundo, que partidos por el oeste, hemos vuelto por el este”. La Victoria no podía remontar el Guadalquivir por sí sola y tuvo que ser remolcada hasta Sevilla. Elcano permaneció en la nao hasta el final, como era su obligación de capitán.
     No tenía que dar ninguna orden, pues la nao no navegaba, sino que era remontada río arriba. Atracó en Sevilla el 8 de septiembre. Era el mismo puerto del que había salido, tras haber recorrido 46.270 millas marinas (85.700 kilómetros) por todos los mares del mundo y a lo largo de 1.084 días interminables.
     Fernández de Oviedo manifestó su asombro por esta proeza y escribió “El cual (Elcano) e los que con él vinieron me parece a mí que son de más eterna memoria dignos de aquellos argonautas que con Jasón navegaron a la isla de Colcos en demanda del vellocino de oro”, añadiendo, tras otras consideraciones, que de tal aventura “en la verdad, que no se sabe, ni esta escrita, ni vista otra su semejante, ni tan famosa en el mundo”.
     El recibimiento fue entusiástico y de índole popular, especialmente cuando los marineros cumplieron su promesa de ir descalzos con velas a la iglesia trianera de Nuestra Señora de la Victoria. El Emperador ordenó a Elcano que fuera a verle a Valladolid con dos de sus compañeros, lo que cumplió el marino fielmente. Carlos V fue generoso en sus recompensas. Cedió su quinto real o el 20 por ciento del valor de la mercancía traída para los marineros (incluidos los prisioneros de Cabo Verde) y nombró caballero a Elcano, otorgándole un escudo que rememoraba su hazaña: estaba dividido en dos cuarteles; en el superior habría un castillo sobre campo rojo; en el inferior dos palos de canela, tres nueces moscadas en aspa y dos clavos de especie, representados sobre campo dorado. Como cimera, un yelmo cerrado sobre un globo terráqueo con la leyenda “Primus circumdediste me”. Luego, por cédula de 23 de enero de 1523, le otorgó la merced de quinientos ducados de oro anuales y vitaliciamente sobre los fondos de la Casa de la Contratación de La Coruña, que acababa de crearse.
     Elcano gozó entonces de tres años de tranquilidad bien merecida. Los pasó en la Corte vallisoletana y tuvo amores con María Vidaurreta, con quien tuvo una hija (a la que dejó una manda de cuarenta ducados en su testamento). Asistió a las juntas de Elvas y Badajoz y finalmente pidió permiso para enrolarse en la nueva expedición que se enviaba al Maluco, la de frey García Jofre de Loaysa, en la que fue como lugarteniente y piloto mayor, embarcado en la nao Sancti Spiritus.
     La nueva armada para la Especiería, la de Loaysa, zarpó de La Coruña el 24 de julio de 1525 con seis naos y afrontó toda clase de desdichas. Se despistaron dos naves antes de llegar al estrecho; confundieron la entrada de éste; perdieron la nao Sancti Spiritus en una tormenta, y desertó la San Gabriel. Cruzó finalmente el estrecho el 26 de mayo de 1526 e inició la travesía por el océano Pacífico. Una tormenta dispersó las naves el 2 de junio y quedó una sola, la Victoria. La nao continuó su singladura a las Molucas en unas condiciones pésimas. La quilla tenía varios codastres rotos y la tripulación sufría los estragos del escorbuto. Murieron el contador Alonso de Tejada, el piloto Antonio Bermejo, y otros treinta y dos tripulantes. Finalmente falleció el propio general Loaysa el 30 de julio. Elcano asumió su mando, pero por poco tiempo, pues falleció, posiblemente de escorbuto, el 6 de agosto de 1526. Antes de morir, hizo testamento nombrando heredero de sus bienes a su hijo Domingo del Cano, y disponiendo que, si éste muriera sin herederos, todo pasara a su hija. Como usufructuaria de sus bienes, nombró a su madre Catalina del Puerto. 
     El 7 de agosto se celebró la ceremonia de arrojar al agua el cuerpo del marino fallecido. El cadáver de Elcano fue envuelto en un sudario y sujeto a una tabla con cuerdas. Después fue colocado en la cubierta de la nave, mientras la marinería apesadumbrada rezaba los “pater noster” y las “ave marías” de rigor. Una vez finalizadas, se amarró un peso al sudario y el nuevo capitán general de la Armada, Alonso de Salazar, hizo una señal con la cabeza. Cuatro marineros apoyaron la tabla sobre la borda y la inclinaron hasta que el peso del cadáver inició por sí mismo su andadura hacia la mar. No hubo músicas, ni banderas, ni galas, ni nada. Así había despedido Elcano al capitán general frey García Jofre de Loaysa, y así le despidieron a él. Tal como escribió Oviedo “le hicieron las mismas obsequias y le dieron la misma sepultura que se le dio al comendador, y le echaron al mar” (Manuel Lucena Salmoral, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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