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lunes, 1 de julio de 2024

La pintura "San Aarón", de Francisco Pacheco, en el Retablo Mayor, de la Iglesia de San Lorenzo

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "San Aarón", de Francisco Pacheco, en el Retablo Mayor de la Iglesia de San Lorenzo, de Sevilla.  
     Hoy, 1 de julio, Conmemoración de San Aarón, de la tribu de Leví, a quien su hermano Moisés ungió sacerdote del Antiguo Testamento con óleo sagrado. A su muerte fue sepultado en el monte Hor, en el actual Israel [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
     Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "San Aarón", de Francisco Pacheco, en el Retablo Mayor, de la Iglesia de San Lorenzo, de Sevilla.
     La Iglesia de San Lorenzo [nº 64 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la calle Eslava, 2 (aunque la entrada se efectúa por la plaza de San Lorenzo, 13: o por la calle Hernán Cortes, 7); en el Barrio de San Lorenzo, del Distrito Casco Antiguo.
     En la iglesia de San Lorenzo encontramos el retablo mayor, compuesto de banco, dos cuerpos de tres calles y ático, fue contratado en 1632 por Juan Martínez Montañés, que fue vecino de la parroquia en la cercana calle de los Tiros, hoy con su nombre. El maestro sólo trazó la arquitectura, ya que las esculturas fueron realizadas por Felipe y Francisco Dionisio de Rivas entre 1645 y 1652. Con una concepción típicamente manierista de dos cuerpos y tres calles, alterna la presencia de esculturas de bulto redondo (San Lorenzo con la parrilla y el Crucificado) con escenas en altorrelieve alusivas a la vida del santo (entregando limosna a los pobres y recibiendo los tesoros de la Iglesia de manos de Sixto II en el primer cuerpo; su flagelación y su martirio, en el segundo cuerpo). La pintura del sagrario-manifestador fue realizada por Francisco Pacheco, siendo el diseño de esta estructura de Diego López Bueno (1616), por tanto, anterior al resto del retablo (Manuel Jesús Roldán, Iglesias de Sevilla. Almuzara, 2010).
      Sobre las hornacinas laterales del tabernáculo se sitúan dos pinturas sobre tabla que representan a sendos sacerdotes del Antiguo Testamento como prefiguración del sacerdocio instituido por Jesucristo en los apóstoles. Aarón aparece representado de medio cuerpo con la mirada levantada al cielo, lleva un cetro en una mano y un jarrón en la otra. Esta pintura al óleo sobre madera fue realizada por Francisco Pacheco en 1617 (Guía Digital del Patrimonio Cultural de Andalucía).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de San Aarón;
   La historia de Aarón, hermano mayor de Moisés, está estrechamente ligada a la del Legislador. A partir de su vocación lo asiste, presentándose con él frente al faraón para arrancar su consentimiento al éxodo de los israelitas por el milagro del bastón convertido en serpiente. Muere, como él, antes de la entrada en la Tierra Prometida, sobre la montaña de Hor, a la edad de 123 años.
   Su historicidad ha sido puesta en duda por los filólogos, que sospechan una personificación del Arca Santa, que en hebreo se llama, justamente aron ja kodesch.
   Al tiempo que Moisés es el Legislador, él es, después de Melquisedec, el primer sumo sacerdote de la Antigua Ley. A este título se lo considera una de las prefiguraciones de Cristo, sumo sacerdote de la Nueva Ley, y de los papas, que en la Iglesia católica representan lo que los sumos sacerdotes encarnan en la sinagoga.
Figuras
   La iconografía de Aarón subraya ese carácter sacerdotal.
   He aquí como está descrito por Jesús, hijo de Sirac (Eclesiástico, 45): «Púsole (el Señor) la túnica talar sobre la túnica interior y dióle el efod, y puso alrededor de la orla muchísimas campanillas de oro. Para que sonasen cuando se moviese y se oyese su sonido en el templo; a fin de excitar la atención en los hijos de su pueblo (...) Labor artificiosa, hecha de hilo de púrpura, torcido, con piedras preciosas engastadas en oro, esculpidas por industrioso lapidario, tantas en número cuantas eran las tribus de Israel, y para memoria de éstas. Sobre su mitra, una diadema de oro, donde estaba esculpido el sello de santidad, ornamento de gloria (...) El Señor le escogió entre todos los vivientes para que le ofreciese los sacrificios, y el incienso, y el olor suave...»
   De ahí los atributos que lo caracterizan. Vestido con larga túnica de gran sacerdote, enriquecida con brocados y ribeteada de campanillas tintineantes, está tocado con una suerte de mitra o turbante y lleva sobre el pecho el racional, placa de orfebrería ornada con doce gemas que simbolizan las doce tribus de Israel. En las manos lleva la vara florida que lo designa para el sacerdocio o el incensario, que es su em­blema.
   Si se lo identifica con un obispo, lleva mitra.
   Las cenefas de brocado de su vestidura litúrgica le han valido ser elegido como patrón por los pasamaneros, al tiempo que los botoneros o fabricantes de botones lo adoptaron a causa de las doce piedras finas de su racional.
Escenas de la historia de Aarón
   No volveremos a la escena de la Pascua en que Aarón marca una tau protectora con la sangre del Cordero en la frente de los judíos o en la fachada de sus casas ni a la Adoración del Becerro de oro que él fabrica durante la ausencia de su hermano Moisés, a la sazón sobre el monte Sinaí.
   Los dos principales milagros que conservó el arte cristiano para ilustrar su sacerdocio son el castigo de Coré y la Floración de la vara en el Tabernáculo
Nadab y Abíú
   Lev., 10. Los hijos de Aarón, que cometieron el crimen de incensar a Yavé con un fuego profano,  fueron consumidos por haber desobedecido sus órdenes.
El castigo de los rebeldes Coré, Datán y Abirón
   Núm. 16: 31. El levita Coré, con la complicidad de Datán y Abirón, se puso a la cabeza de una conspiración  contra  la  autoridad  sacerdotal  representada  por Aarón. Pero el castigo divino no se hizo esperar. Los incensarios de Coré y de sus partidarios se volvieron en su contra y los quemaron; el suelo se abrió bajo los pies de Datán y Abirón.
          Del todo vivos fueron devorados 
          porque la tierra bajo ellos se abrió.
   En la literatura prefigurativa de la Edad Media, especialmente en la Biblia Pauperum, la tierra que se abre para tragarse a Datán se transforma, como en la destrucción de Sodoma, en una prefiguración de los castigos del Infierno. Los heréticos eran comparados por los predicadores con los rebeldes del Antiguo Testamento y amenazados con los mismos castigos.
   Pero ese tema se trataba sobre todo para complacer al papado, que se sentía solidario con el pontificado de Aarón. Por ello Botticelli recibió el encargo de pintarlo en el Vaticano, sobre los muros de la capilla Sixtina, con el objeto de celebrar, por el camino de la alusión bíblica, el triunfo del papa Sixto IV sobre un arzobispo rebelde que fue encerrado en un calabozo de Basilea. La prueba de que el Castigo de Coré fue concebido como una glorificación de la autoridad pontificia es que forma pareja con la Entrega de las llaves a san Pedro.
   En la iconología de los Cuatro Elementos, es el símbolo de la Tierra.
La vara florida de Aarón
   Números, 17: 8. Después del castigo de Coré, Dios ordena a Moisés depositar en el Tabernáculo, frente al Arca Santa, doce varas que simbolizan las doce tribus de Israel. Sólo la de Aarón, que representaba la tribu de Leví, germina, florece y fructifica.
   Moisés hizo entonces depositar en el Arca, junto a las Tablas de la Ley, la vara de Aarón, testimonio de su consagración divina, para conservarla allí en recuerdo del castigo de los rebeldes y como prenda de la alianza de Yavé con el pueblo de Israel.
   Ese segundo milagro ha gozado de favores muy superiores al del castigo de Coré en el simbolismo cristiano de la Edad Media, porque la vara florida de Aarón que «Contra morem florem producit» fue interpretada como una de las imágenes de la Maternidad virginal de María, que floreció sin haber sido fecundada y cuyo fruto milagroso fue Cristo. Ese simbolismo sin duda se explica por un juego de palabras sobre virga, Virgo.
   «La Vara de Aarón -escribe san Agustín- es la Virgen María que concibió y parió al Verbo.»
   La tipología establece un paralelo entre la vara florida de Aarón y la de José: de ahí procede la contaminación entre los dos temas. A veces una paloma se posa sobre la vara de este último.
   Agreguemos que la vara de Aarón, insignia de su dignidad sacerdotal, es el origen del báculo de los obispos y abades. Los báculos más antiguos tienen, efectivamente, una voluta que termina en una flor estilizada.
   A partir de mediados del siglo XIII, la flor fue reemplazada por una serpiente, también tomada de la historia de Aarón: es el bastón que Aarón había arrojado frente al faraón y que milagrosamente se convirtió en serpiente.
El entierro de Aarón
   Núm. 33: 38. Tema infrecuente. El cuerpo es levantado por seis personajes, en­tre ellos Moisés, para ser depositado en un sarcófago (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de Francisco Pacheco, autor de la obra reseñada;
   Francisco Pérez del Río, Francisco Pacheco (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1564 – Sevilla, 1644). Pintor.
   Fueron sus padres Juan Pérez y Leonor del Río, advirtiéndose que nunca utilizó estos apellidos sino el de Pacheco, que pertenecía al tronco familiar. Un tío suyo, su homónimo Francisco Pacheco, fue canónigo de la Catedral de Sevilla y por ello el pintor optó por este apellido como importante apoyatura social en sus primeros años de actividad en Sevilla, donde debió de instalarse poco antes de 1580. Su aprendizaje artístico lo realizó con el pintor Luis Fernández, de quien se poseen escasas noticias; en cuanto a su formación humanística, debió de tener como guía en ella a su tío el canónigo, quien le orientaría para introducirle en el ámbito literario y artístico de Sevilla.
     En 1594 contrajo matrimonio con María del Páramo y a partir de esta fecha, con treinta años de edad, se perfiló como uno de los mejores pintores de la ciudad, junto con Alonso Vázquez, con el que mantuvo excelentes relaciones llegando a colaborar juntos en algunas ocasiones. Desde el inicio de su carrera artística, Pacheco se preocupó rigurosamente sobre el modo y manera de interpretar de manera correcta la iconografía de sus pinturas, revelándose como un artista plegado a los mandatos de la Iglesia, intentando siempre servir escrupulosamente el sentido ortodoxo de la doctrina católica.
    Por testimonio del propio Pacheco, se sabe que en 1559 comenzó la ejecución de su famoso Libro de los retratos en el que recogió a los más ilustres personajes de su época incluyendo, además de su efigie, una breve semblanza literaria de cada uno. En los años que inician el siglo xvii, Pacheco siguió siendo uno de los más importantes pintores sevillanos, aunque esta circunstancia dejó de tener vigencia a partir de 1604 cuando el clérigo pintor de origen flamenco Juan de Roelas se instaló en Sevilla y comenzó a acaparar la atención de la clientela, como consecuencia de su notoria superioridad artística. No por ello disminuyó la actividad de Pacheco, pero desde esas fechas se advierte que los principales encargos pictóricos que se demandaban en Sevilla recayeron sobre Roelas.
   Las inquietudes artísticas de Pacheco le motivaron en 1610 a emprender un viaje que le llevó hasta Madrid, El Escorial y Toledo, lugares en los que tomó contacto con numerosos artistas y al mismo tiempo vio importantes obras pictóricas, cuyo estudio y análisis mejoraron notablemente sus conocimientos teóricos y prácticos. En la Corte madrileña mantuvo contactos con Vicente Carducho y en Toledo con El Greco, entre otros artistas, circunstancias que le permitieron contrastar opiniones y pareceres que sin duda beneficiaron a sus facultades creativas.
    Cuando al cabo de varios meses de ausencia, Pacheco regresó a Sevilla, tuvo la fortuna de admitir en su taller a un muchacho de doce años llamado Diego Velázquez, que muy pronto mostró un talento excepcional y lejos de rechazar a un discípulo que evidenció enseguida ser superior a su maestro, potenció su talento y además le incorporó a su familia casándole con su hija Juana.
    En 1616 el clérigo pintor Juan de Roelas se trasladó a Madrid con la intención de ser nombrado pintor del Rey, abriéndose entonces para Pacheco mejores perspectivas de trabajo merced a la ausencia de su principal competidor. Las mismas pretensiones de llegar a ser pintor real fueron compartidas por Pacheco, quien en 1619 pidió a la Corte que le concedieran el citado título de forma honorífica y renunciando, por lo tanto, a recibir emolumento alguno. Esta petición no fue aceptada, pero posteriormente en 1626, con el apoyo de su yerno Velázquez, insistió en obtener el cargo oficial de pintor cortesano que igualmente no le fue concedido.
    En Sevilla, sin embargo, la preponderancia de Pacheco le permitió alcanzar un notorio prestigio social que se incrementó cuando consiguió ser nombrado “veedor del oficio de la pintura” cargo que le permitía ejercer como inspector al servicio del municipio y vigilar la actividad laboral del gremio de los pintores.
    También fue “veedor de pinturas sagradas” actividad que le autorizaba a controlar, al servicio del Tribunal de la Inquisición sevillano, la iconografía de las pinturas realizadas por sus colegas para evitar que no figurasen en ellas aspectos que fueran contra la moral, ni que contuvieran detalles indecorosos o lascivos.
    A partir de 1625, la progresiva aparición en Sevilla de jóvenes pintores como Francisco de Zurbarán y Francisco de Herrera el Viejo, fue determinante para iniciar un proceso de decadencia dentro la actividad de Francisco Pacheco, quien en esas fechas había cumplido ya los sesenta años. Su pintura, anclada en el pasado, no pudo competir con la de los jóvenes de la nueva generación que impusieron conceptos más modernos basados en principios naturalistas. En esta época, Pacheco orientó su experiencia y conocimiento hacia la recopilación de sus teorías que recogió a partir de 1630 en un libro que tituló Arte de la pintura, en el que plasmó su erudición y sabiduría artística.
    Este libro se concluyó en 1641 y a pesar de que quiso publicarlo de inmediato no llegó a verlo impreso, ya que falleció en 1644, cinco años antes de su edición.
   A la hora de perfilar las características del estilo pictórico de Pacheco puede señalarse que se configuró en los años de su juventud, entre 1580 y 1585, dentro del ambiente artístico manierista que imperaba en Sevilla, donde a la tradición pictórica local se unieron reminiscencias creativas procedentes de Italia y de Flandes. Con posterioridad, asimiló teorías y prácticas procedentes de los pintores italianos que trabajaban en Madrid y en el Escorial y de artistas hispanos que habían estado en Italia, como el cordobés Pablo de Céspedes, a quien Pacheco admiró profundamente en Sevilla. También conoció Pacheco en Sevilla, en sus años de juventud, al portugués Vasco Pereira y sobre todo a Alonso Vázquez, con quien llegó a colaborar y de quien sin duda hubo de aprender por ser maestro perteneciente a una generación mayor que la suya. El propio Pacheco señaló por escrito que vio pintar a Alonso Sánchez Coello, no se sabe si en Sevilla o en Madrid, pero puede intuirse que, por su solemnidad expresiva a la hora de configurar retratos, hubo de recibir influencias de dicho artista.
    El estilo de Pacheco quedó configurado hacia 1585, cuando tenía veintiún años, y aunque en él se produjeron algunas leves oscilaciones evolutivas, permaneció casi sin variar el resto de su existencia. Su forma de practicar la pintura estuvo basada en una sólida formación cultural, aunque su talento artístico fue tan sólo discreto, advirtiéndose que sus obras son escasamente expresivas y de rigurosa configuración.
    Probablemente fue mejor dibujante que pintor y, por otra parte, tuvo un manejo del color puramente convencional; impera en sus obras un sentido de severidad y de ortodoxia a la hora de plasmar en ellas su contenido espiritual, en el que destaca siempre una constante preocupación por no infringir la moral y el decoro. A partir de 1611, después de su regreso del viaje que emprendió por tierras castellanas, se advierte alguna mejoría en la técnica y en el espíritu de sus pinturas, constatándose a partir de entonces cierta dulcificación en sus composiciones. Pero nunca pudo superar su formación manierista que le impidió asimilar la nueva corriente naturalista que se fue imponiendo en su época. En sus últimos años, mermado de facultades, sólo hizo pinturas de pequeño formato, pero lejos de ponerse a la altura de artistas más jóvenes, como Herrera y Zurbarán, se refugió en la práctica de un arte que ya no estaba vigente y que, por lo tanto, pertenecía al pasado.
    La primera obra conocida de Pacheco data de 1589, año en que firmó un Cristo con la Cruz a cuestas que perteneció a la colección Ybarra de Sevilla y que actualmente se encuentra en paradero desconocido; es obra que deriva de varios grabados que le condicionan a la hora de configurar su dibujo que es riguroso y marcado. De 1590 es La Virgen de Belén que se conserva en la Catedral de Granada y que repite exactamente un original de Marcello Coffermans, que pertenecía a la iglesia de la casa profesa de los jesuitas en Sevilla.
    La discreción técnica de la obras de Pacheco en su juventud se reitera en pinturas como San Juan Bautista y San Andrés que formando pareja se conservan firmadas y fechadas en 1597 en la Iglesia de Santa María de las Nieves en Bogotá; en ellas se advierte la aplicación de un dibujo severo y de expresiones marcadamente esquemáticas. Se poseen noticias del envío frecuente de pinturas de Pacheco a tierras americanas, pero éstas de Bogotá son las únicas que allí se han conservado.
    A finales del siglo xvi, Pacheco poseía ya un estilo definido en el que se reflejaba un dibujo menos riguroso que en décadas anteriores. Pruebas de esta mejoría se encuentran en el San Antonio con el Niño firmado en 1599 que se encuentra actualmente en la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores de las Hermanas de la Cruz en Utrera. También en este mismo año firmó y fechó la representación de El Salvador con San Juan Evangelista y San Juan Bautista, obra que estuvo destinada a la capilla de la Veracruz del Convento de San Francisco de Sevilla y que actualmente se encuentra en la iglesia parroquial de Carabanchel; en la composición de esta obra, el artista utilizó una disposición frontal y simétrica que motiva una ausencia de interrelación entre las figuras.
    El primer recinto conventual de España que decidió adornar con pinturas los muros de su claustro fue el Convento de la Merced de Sevilla, donde se configuró una serie de obras que narraban la historia, grandeza y santidad de dicha Orden; esto ocurrió en 1600, debiéndose la iniciativa al prior del convento fray Juan Bernal. La serie del claustro de la Merced se componía de doce cuadros de los cuales seis fueron encargados a Francisco Pacheco y otros tantos a Alonso Vázquez. La obras conservadas de las que realizó Pacheco son: San Pedro Nolasco recibiendo la bula de fundación de la orden de la Merced, cuyo paradero actual se desconoce, La aparición de la Virgen a San Ramón Nonato y San Pedro Nolasco embarcando para redimir cautivos, ambas conservadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, mientras que las escenas que describen a San Pedro Nolasco desembarcando con los cautivos redimidos y La última comunión de San Ramón Nonato se encuentran respectivamente en el Museo de Arte de Cataluña, en Barcelona y en el Bowes Museum, en Bernard Castle; esta última pintura está firmada en 1611, año en el que Pacheco debió de finalizar el encargo.
    La notoria posición social y artística de Pacheco en los primeros años del siglo XVII animó a la nobleza sevillana a encargarle importantes obras; así en 1602 el capitán García de Barrionuevo le encomendó la ejecución de las pinturas de un retablo que dicho personaje poseía en una capilla de la iglesia de Santiago, donde actualmente se conserva. En el banco de este retablo aparece el retrato de Barrionuevo y el de su esposa Inés y en los cuerpos superiores se representa La Anunciación, Santa Ana, la Virgen y el Niño, San José y San Juan Bautista.
    El principal noble sevillano a principios del siglo XVII era Fernando Enríquez de Ribera, duque de Alcalá; fue amigo y protector de Pacheco y, por ello, le encargó en 1603 la realización del techo del salón principal de la Casa de Pilatos de Sevilla, donde se representa un conjunto de pinturas de tema mitológico.
    La pintura que centra este techo es La Apoteosis de Hércules, en la que el artista quiso comparar con el héroe clásico la grandeza y la gloria del duque de Alcalá.
    Sin embargo, este encargo pareció estar por encima de las posibilidades artísticas de Pacheco, quien al enfrentarse a los problemas de perspectiva y anatomía que la resolución de las pinturas requería no los superó, quedando en evidencia sus deficiencias técnicas en unos momentos en los que ya contaba con cuarenta años de edad.
    Las pinturas realizadas para la Casa de Pilatos al servicio del duque de Alcalá debieron de incrementar, en cualquier caso, el prestigio de Pacheco en el ámbito artístico sevillano, propiciándole la consecución de nuevos encargos. Por ello en fechas inmediatas, en torno a 1605, debió de realizar las pinturas de un retablo dedicado a San Juan Bautista en el desaparecido Convento de la Pasión de Sevilla. Allí realizó representaciones pictóricas de San Francisco de Asís y Santo Domingo, junto con los evangelistas emparejados San Juan y San Mateo y San Marcos y San Lucas; todas estas obras pasaron después de la desamortización de 1836 al Museo de Bellas Artes de Sevilla. Otra obra cuya ejecución puede situarse en torno a 1605 es La Anunciación, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Córdoba procedente del Convento de los Capuchinos de dicha ciudad.
    Una de los escasos restos conservados del Convento de San Francisco de Sevilla es la capilla de la Hermandad de San Onofre, que se encuentra actualmente embutida en un lateral de la Plaza Nueva. Para esta capilla y al servicio de Pedro de Cárdenas, familiar del Santo Oficio y miembro de dicha Hermandad, Pacheco realizó en 1606 un retablo donde figuran representaciones pictóricas de Santa Ana, San Juan Bautista, San Jerónimo, Santo Domingo, Santa María Magdalena, San Miguel, San Pedro Mártir y San Francisco de Asís. En 1608 está firmada una de las pinturas que componían el retablo que Francisca de León mandó pintar a Pacheco en la iglesia del Santo Ángel de Sevilla, donde se representa a Santa Inés, San Juan Evangelista, Santa Catalina y San Juan Bautista, obras que actualmente se conservan en el Museo del Prado.
    Entre 1608 y 1610 puede situarse la ejecución por parte de Pacheco de un San Pedro y un San Jerónimo que pertenecen a la iglesia de San Isidoro de Sevilla, pudiéndose advertir que el dibujo preparatorio para esta última pintura se conserva en la colección de los condes de Alcubierre de Madrid. La comparación entre la pintura y el dibujo evidencia claramente que Pacheco poseía mayores virtudes como dibujante que como pintor.
    En el Colegio de San Albano de Valladolid se conserva una serie de ocho pinturas en las que se representan a santos reyes de Inglaterra, obras que proceden del Colegio de San Gregorio de Sevilla, fundado para la formación religiosa de jóvenes ingleses, a quienes los mencionados Reyes servirían de modelo de santidad. Son estos monarcas San Lucio, San Edilberto, San Sebbus, San Oswaldo, San Ricardo, San Eduardo Mártir, San Edmundo y San Eduardo el confesor.
    Estas pinturas fueron realizadas hacia 1610 y en torno a este año Pacheco, con la colaboración de los ayudantes de su obrador, debió de realizar otra serie de doce santos reyes y reinas de Inglaterra para el English Bridgetine Convent de Lisboa, que actualmente se conservan en el Saint Mary‘s College de Oscott en Birminghan.
    En la segunda década del siglo xvii, después de sus viajes a Madrid, El Escorial y Toledo, la calidad del arte de Pacheco se elevó notablemente, circunstancia que se evidencia en las pinturas que firmó en 1612 para el retablo que el sombrerero Miguel Jerónimo poseía en una capilla de la iglesia sevillana del Santo Ángel y que actualmente se encuentran dispersas. El tema principal del retablo era La muerte de San Alberto, que se encuentra en el Museo de Pontevedra, mientras que en el banco figuraban los retratos del donante y de su esposa que actualmente están en paradero desconocido. Entre 1612 y 1614 Pacheco realizó obras importantes, como La Virgen del Rosario, que se conserva en la parroquia de la Magdalena de Sevilla, y La Inmaculada, que pertenece a la Universidad de Navarra, que es por ahora la primera versión que se conoce de Pacheco de las varias que realizó con esta iconografía. En 1613 están fechadas las pinturas que se integran en el retablo de San Juan Bautista en la iglesia del Convento de San Clemente, donde representó cuatro profetas, los cuatro evangelistas y los cuatro padres de la Iglesia.
    Obra importante en la producción de Pacheco es El Juicio Final realizado para un retablo lateral de la iglesia del Convento de Santa Isabel de Sevilla, expoliada por el mariscal Soult en 1810 y conservada actualmente en el Museo de Castres en Francia. Esta pintura es de grandes dimensiones y está compuesta con un esquema simple basado en la contraposición de masas de personajes; posee, sin embrago, el aliciente de presentar el autorretrato del propio Pacheco, quien quiso situarse entre los bienaventurados. También son importantes por su trascendencia iconográfica las versiones que Pacheco realizó del tema de Cristo crucificado, cuyo primer ejemplar fechado aparece en 1614, obra que se encuentra en la Fundación Rodríguez Acosta de Granada. En ellas se representa a Cristo en actitud serena y estática, pero al mismo tiempo con cierto rigor y notoria expresividad, lo que en cierto modo propició los versos anónimos que alguien escribió en propia vida de Pacheco calificando a este Cristo como “desabrido y seco”.
    Para el refectorio del Convento de San Clemente de Sevilla Pacheco realizó en 1616 la mejor pintura de toda su producción, en la que se representa a Cristo servido por los ángeles en el desierto, obra que también fue sustraída durante la invasión napoleónica en Sevilla y que actualmente se conserva en el Museo de Castres en Francia; en la composición destacan admirables detalles de bodegón sobre la mesa y bellas figuras de ángeles músicos que acompañan a Cristo en su frugal comida. De esta fecha era también la representación de San Sebastián atendido por Santa Irene, que Pacheco pintó para el Hospital de Alcalá de Guadaira y que se destruyó en 1936.
    Gran difusión e influencia sobre otros pintores tuvieron las diferentes versiones del tema de la Inmaculada que Pacheco realizó en Sevilla. Entre las más importantes que actualmente se conocen, pueden citarse La Inmaculada con el retrato de Miguel del Cid, fechada en 1619 y conservada en la Catedral de Sevilla y La Inmaculada con el retrato de Vázquez de Leca, fechada en 1621 y de colección particular en esta ciudad.
    Por estos años Pacheco debió de realizar las representaciones de San Joaquín y Santa Ana arrodillados ante la Puerta Dorada y El sueño de San José, cuyo destino fue la capilla de la Anunciación del Colegio de San Hermenegildo en Sevilla, conservadas actualmente en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.
    Una de las mejores obras realizadas por Pacheco está firmada en 1624 y es La Inmaculada que se conserva en la iglesia de San Lorenzo de Sevilla; la descripción de la figura de la Virgen es similar a las anteriores Inmaculadas de 1619 y 1621 antes mencionadas, aunque en ésta se observa una mayor calidad técnica.
    También es relevante el Retrato de un caballero, firmado en 1625, que se conserva en el Museo de Williamstown y que muestra en su rostro una intensa expresividad anímica. De 1628 es una de las obras más amables de Pacheco: Los desposorios místicos de Santa Inés, que pertenece al Museo de Bellas Artes de Sevilla; en esta obra el artista consiguió plasmar, como nunca lo había hecho antes, profundos sentimientos imbuidos en un intenso intimismo espiritual.
    Hacia 1630, cuando aún le quedaban catorce años de vida, se percibe que el ciclo creativo de Pacheco estaba agotándose; por estos años, el empuje del naturalismo barroco protagonizado por pintores mucho más jóvenes que él, como Zurbarán y Herrera, sobrepasó su creatividad y ante estas circunstancias no supo o no quiso reaccionar y por el contrario se empeñó en mantener formas artísticas que ya eran parte del pasado. De 1630 es el Retrato de Francisco Gutiérrez de Molina y el de su esposa Jerónima Zamudio, que se conservan en la predela del retablo de la Inmaculada, llamada popularmente “la Cieguecita”, realizado por el escultor Juan Martínez Montañés en la capilla que dichos personajes poseían en la Catedral de Sevilla.
    Documentado en 1631 se encuentra el retablo que el ensamblador Jerónimo Vázquez realizó para el Convento de la Pasión de Sevilla, cuyas pinturas se atribuyen a Pacheco. Son estas obras: La oración del huerto, La coronación de espinas, La Flagelación y Cristo con la cruz a cuestas, advirtiéndose en ellas tan sólo una discreta calidad en la configuración del dibujo y en la plasmación del colorido. También posteriores a 1630 son los retratos por parejas de Una dama y un caballero jóvenes y de Una dama y un caballero ancianos, que proceden de la predela de un retablo del Convento del Santo Ángel de Sevilla. De muy modesta calidad técnica es la representación pintada en cobre de San Fernando recibiendo las llaves de Sevilla, fechada en 1634 y que pertenece a la Catedral de dicha ciudad. Igualmente modesta es también la factura del Cristo crucificado, fechado en 1637, que se conserva en una colección particular de Madrid.
    El último gran encargo que recibió Francisco Pacheco data de 1637 y es el San Miguel Arcángel que fue pintado para un retablo de la iglesia de San Alberto de Sevilla; esta obra se encuentra actualmente en paradero desconocido y sólo puede hacerse referencia a ella a través de una vieja fotografía. Dicha imagen testimonia que, al final de su vida, Pacheco tenía las mismas dificultades técnicas que había arrastrado durante toda su vida a la hora de configurar la anatomía humana, puesto que en la figura de san Miguel se advierten formas en exceso severas y rígidas.
    Ésta fue la postrera obra de importancia realizada por Pacheco y en ella se revela el arcaísmo de sus principios artísticos en una fecha en que el espíritu del Barroco comenzaba a triunfar ya en Sevilla, evidenciando que se había negado a aceptar las novedades estilísticas que habían impuesto los nuevos tiempos.
    Fue Francisco Pacheco un artista esencial dentro del panorama pictórico sevillano de la primera mitad del siglo xvii, pudiéndose afirmar, sin embargo, que no fue un pintor de primer orden, pero sí un importante intelectual y teórico que gozó de una intensa relevancia.
    En efecto, fue hombre docto y erudito y ejerció una notoria incidencia sobre sus colegas contemporáneos y también sobre los de generaciones más jóvenes que la suya (Enrique Valdivieso González, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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Más sobre la Iglesia de San Lorenzo, en ExplicArte Sevilla.

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