Intervención en el programa de radio "Más de uno Sevilla", de Onda Cero

Intervención en el programa de radio "Más de uno Sevilla", de Onda Cero, para conmemorar los 800 años de la Torre del Oro

   Otra Experiencia con ExplicArte Sevilla :     La intervención en el programa de radio "Más de uno Sevilla" , presentado por Ch...

martes, 13 de octubre de 2020

La imagen "La Templanza", de Juan de Solís - Juan de Mesa, en la sala X del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la imagen "La Templanza", de Juan de Solís - Juan de Mesa, en la sala X del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
     El Museo de Bellas Artes, antiguo Convento de la Merced Calzada [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
    En la sala X del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la imagen "La Templanza", obra de Juan de Solís (h. 1580 - h. 1621), siendo un talla de bulto redondo en madera de cedro policromada en estilo barroco, ejecutada en 1618, con unas medidas de 0'81 x 0'55 m., y procedente del Monasterio de Santa María de las Cuevas, tras la Desamortización (1835).
      Virtud de la Templanza (la vejez). Figura de tamaño mitad del natural, recostada sobre plano inclinado con un pañuelo en la mano izquierda y a la derecha en actitud de sostener algún atributo. Destaca la expresión del rostro, muy doliente y demacrada. Le falta el atributo en la mano derecha (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
   Ya hemos visto como, en el último tercio del siglo XVI, los maestros manieristas Villoldo, Vázquez, Pesquera, Fernández, Adán, etc., seguidos de sus discípulos Núñez Delgado, Ocampo y Oviedo, producen un arte que, aunque todavía está preocupado por la tradición clasicista, tiende hacia un naturalismo que triunfará en la genial figura de Juan Martínez Montañés, que hará una escultura claramente barroca, consecuencia de las nuevas exigencias artísticas de la sociedad hispalense, llena de aportaciones realistas que llevan a una producción que se va a caracterizar por la elegancia y belleza formal.
   Este camino del realismo, abierto por Montañés, se verá plenamente realizado por sus discípulos y seguidores. A la cabeza de todos figura Juan de Mesa, de gran dramatismo expresivo; a su lado, Francisco de Ocampo, fidelísimo seguidor y profundo colaborador del maestro, autor del celebérrimo Crucificado del Calvario; y con ellos, el granadino Alonso Cano, formado en Sevilla, que busca, en sus obras hispalenses, mayor dinamismo y riqueza compositiva, habiéndonos legado, entre otras, la maravilla del retablo de Lebrija, con la Virgen de la Oliva. Especialísimo papel jugaron, en la difusión de los nuevos conceptos escultóricos, una serie de autores que se agrupan en el llamado «Círculo montañesino». Entre ellos destacan con luz propia: el clérigo Juan Gómez, autor del Crucificado de la Campana; el leonés Alfonso Martínez, quien nos legó la gran Inmaculada de la Catedral hispalense; Luis Ortiz de Vargas, el continuador de las obras inconclusas de Juan de Mesa; Jacinto Pimentel y Juan  de Remesal, colaboradores en el taller de Francisco de Ocampo; y, por último, el también clérigo Juan de Solís, colaborador con Montañés en las obras de la Cartuja de las Cuevas de Sevilla.
   Paralelamente, el mundo de la retablística irá todavía, durante la primera mitad del XVII, vinculado a los cánones tardomanieristas, apareciendo las grandes máquinas arquitectónicas del propio Martínez Montañés, las de Diego López Bueno y, sobre todo, las del jesuita Alonso Matías, que imponen la línea purista y que enlazan con las ya iniciales del barroco que produjeron Luis de Figueroa, Pablo Legot y Alonso Cano, camino que continuarán Felipe de Ribas y Francisco Dionisio de Ribas.
   Ya situados en la mitad del seiscientos, van a aparecer en el panorama escultórico hispalense los dos introductores definitivos de los cánones barrocos. Uno será José de Arce, que aportará a la escuela los tintes de corte europeo, colaborando con Montañés y legándonos las imágenes de la Cartuja de Jerez o del Sagrario hispalense, llenas de movimiento y grandilocuencia. El otro, sevillano, que se convertirá en la gran figura del barroco en la segunda mitad del siglo, es Pedro Roldán, con abiertas composiciones que se difundirán desde su fecundísimo taller, en el que trabajarán su hija Luisa «La Roldana» y su nieto Pedro Duque Cornejo. El panorama barroco se completa con Francisco Antonio Ruiz Gijón, el heredero de Arce, Ribas y Roldán, y autor del famoso Cristo del Patrocinio, el conocido popularmente como «Cachorro». Junto a ellos, y con su colaboración, surgirá el retablo plenamente barroco, sobresaliendo la figura de Bernardo Simón de Pineda, el autor del retablo del hispalense Hospital de La Caridad, seguido por sus colaboradores los Barahona y Cristóbal de Guadix, quien nos legó el retablo Mayor de la iglesia de San Vicente.
   La propia sociedad sevillana, tan barroca, impuso la perduración del estilo durante el siglo siguiente y, con sus encargos para Hermandades y Cofradías, propició el trabajo de maestros barroquistas como Jerónimo Balbás, autor, junto con Duque Cornejo, del desaparecido retablo Mayor del Sagrario; Luis de Vilches, discípulo de ambos; los Medinilla, José Montes de Oca, Cayetano de Acosta, Hita del Castillo. Finalmente, Cristóbal Ramos, aún barroquista, pero con vinculaciones ya neoclásicas.
   Pocas y confusas son las noticias aparecidas hasta hoy sobre la vida y la obra de Juan de Solís, maestro imaginero, licenciado y presbítero, que debió nacer en el último tercio del siglo XVI en Jaén y que ha sido puesto en relación con otros escultores del mismo apellido que laboraron en la capital del Santo Rostro en el cambio de siglo.
   Trasladado a Sevilla, entra a formar parte del grupo de jóvenes artistas que trabajaron bajo la tutela de Martínez Montañés, tal como nos lo cuenta Ceán Bermúdez, quien, siguiendo a Ponz, afirma que, entre 1617 y 1618, trabajó con Montañés, ayudándole «en las obras que éste realizaba para la Cartuja de Santa María de las Cuevas... imitando las máximas y el estilo de su maestro».
   Gran cantidad de obras le son atribuidas a este «Solís, escultor, vecino de Sevilla» , en su tierra natal y en otras localidades, entre ellas la Sillería del Coro del convento de carmelitas de la Puebla de Montalbán, realizada hacia 1610; el retablo de Lerma y, sobre todo, la Inmaculada, de hacia 1615, hecha para las Descalzas Reales de Madrid.
   Entre los bienes desamortizados que ingresaron en la pinacoteca hispalense antes de 1840 figuran estas cuatro esculturas de las Virtudes Cardinales, procedentes del remate de los retablos colaterales del Coro de los legos de la Cartuja de Santa María de las Cuevas, de Sevilla, para donde fueron talladas por Solís en 1618, cuando allí trabajó en compañía de Montañés y de Juan de Mesa, como demostraron el manuscrito del «Protocolo del  Monasterio...» dado a conocer por Martín Rincón y el estudio de Cuartero.
   Recostadas sobre ménsulas, con una actitud absolutamente miguelangelesca, iconográficamente son muy interesantes por los atributos que portan algunas de ellas. La Prudencia, interpretada a veces como representación de la Juventud, se recuesta apoyando su brazo derecho en tierra, mientras que, amorosamente, sostiene una orgullosa paloma con la mano izquierda. Debió formar pareja con La  Templanza, tenida a veces como la Vejez, de fuerte composición y dura postura. La otra pareja, de tratamiento escultórico más dinámico, está compuesta por La Justicia, con un sol en la mano derecha y un libro abierto en la contraria, mientras que La Fortaleza, una de las mejores del grupo, va vestida al gusto heroico clásico, con casco, coraza, clava y singular escudo con umbo leonino.
   En todas ellas destaca la fina policromía, las exquisitas cabezas con decididas expresiones en los rostros y el minucioso estudio anatómico, muestras del buen oficio que alcanzaron Juan de Solís y los demás jóvenes escultores que tuvieron la suerte de formarse y trabajar con Montañés (Enrique Pareja, Escultura en Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tomo I. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Virtud Cardinal de La Templanza, en palabras del papa Juan Pablo II;
   En las audiencias de mi ministerio pontificio he procurado ejecutar el "testamento" de mi predecesor predilecto Juan Pablo I. Como ya es sabido, no ha dejado un testamento escrito, porque la muerte le sobrevino de forma inesperada y de repente; pero ha dejado algunos apuntes de los que resulta que se había propuesto hablar, en los primeros encuentros del miércoles, sobre los principios fundamentales de la vida cristiana, o sea sobre las tres virtudes teologales-y esto tuvo tiempo de hacerlo él-, y después, sobre las cuatro virtudes cardinales -y esto lo está haciendo su indigno sucesor-. Hoy ha llegado el turno de hablar de la cuarta virtud cardinal, la "templanza", llevando así a término en cierto modo el programa de Juan Pablo I, en el que podemos ver como el testamento del Pontífice fallecido.
   Cuando hablamos de las virtudes -no sólo de estas cardinales, sino de todas o de cualquiera de las virtudes-, debemos tener siempre ante los ojos al hombre real, al hombre concreto. La virtud no es algo abstracto, distanciado de la vida, sino que, por el contrario, tiene "raíces" profundas en la vida misma, brota de ella y la configura. La virtud incide en la vida del hombre, en sus acciones y en su comportamiento. De lo que se deduce que, en todas estas reflexiones nuestras, no hablamos tanto de la virtud cuanto del hombre que vive y actúa "virtuosamente"; hablamos del hombre prudente, justo, valiente, y por fin, hoy precisamente, hablamos del hombre "moderado" (o también "sobrio").
   Añadamos en seguida que todos estos atributos o, más bien, actitudes del hombre, provienen de cada una de las virtudes cardinales y están relacionadas mutuamente. Por tanto, no se puede ser hombre verdaderamente prudente, ni auténticamente justo, ni realmente fuerte, si no se posee asimismo la virtud de la templanza. Se puede decir que esta virtud condiciona indirectamente a todas las otras virtudes; pero se debe decir también que todas las otras virtudes son indispensables para que el hombre pueda ser "moderado" (o "sobrio").
   El mismo término «templanza» parece referirse en cierto modo a lo que está "fuera del hombre". En efecto, decimos que es moderado el que no abusa de la comida, de la bebida o de los placeres; el que no toma bebidas alcohólicas inmoderadamente, no enajena la propia conciencia por el uso de estupefacientes, etc. Pero esta referencia a elementos externos al hombre tiene la base dentro del hombre. Es como si en cada uno de nosotros existiera un "yo superior" y un "yo inferior". En nuestro "yo inferior" viene expresado nuestro "cuerpo" y todo lo que le pertenece: necesidades, deseos y pasiones, sobre todo las de naturaleza sensual. La virtud de la templanza garantiza a cada hombre el dominio del "yo superior" sobre el "yo inferior". ¿Supone acaso dicha virtud humillación de nuestro cuerpo? ¿O quizá va en menoscabo del mismo? Al contrario, este dominio da mayor valor al cuerpo. La virtud de la templanza hace que el cuerpo y nuestros sentidos encuentren el puesto exacto que les corresponde en nuestro ser humano.
   El hombre moderado es el que es dueño de sí. Aquel en el que las pasiones no predominan sobre la razón, la voluntad e incluso el "corazón". ¡El hombre que sabe dominarse a sí mismo! Si esto es así, nos damos cuenta fácilmente del valor tan fundamental y radical que tiene la virtud de la templanza. Esta resulta nada menos que indispensable para que el hombre "sea" plenamente hombre. Basta ver a alguien que ha llegado a ser "víctima" de las pasiones que lo arrastran, renunciando por sí mismo al uso de la razón (como, por ejemplo, un alcoholizado, un drogado), y comprobamos claramente que "ser hombre" quiere decir respetar la propia dignidad y, por ello y además de otras cosas, dejarse guiar por la virtud de la templanza.
   A esta virtud se la llama también «sobriedad». ¡Es verdaderamente acertado que sea así! Pues, en efecto, para poder dominar las propias pasiones: la concupiscencia de la carne, las explosiones de la sensualidad (por ejemplo, en las relaciones con el otro sexo), etc., no debemos ir más allá del límite justo en relación con nosotros mismos y nuestro "yo inferior". Si no respetamos este justo límite, no seremos capaces de dominarnos. Esto no quiere decir que el hombre virtuoso, sobrio, no pueda ser "espontáneo", ni pueda gozar, ni pueda llorar, ni pueda expresar los propios sentimientos; es decir, no significa que deba hacerse insensible, "indiferente", como si fuera de hielo o de piedra. ¡No! ¡De ninguna manera! Es suficiente mirar a Jesús para convencerse de ello. Jamás se ha identificado la moral cristiana con la estoica Al contrario, considerando toda la riqueza de afectos y emotividad de que todos los hombres están dotados -si bien de modo distinto: de un modo el hombre y de otro la mujer, a causa de la propia sensibilidad-, hay que reconocer que el hombre no puede alcanzar esta espontaneidad madura si no es a través de un dominio sobre sí mismo y una "vigilancia" particular sobre todo su comportamiento. En esto consiste, por tanto, la virtud de la "templanza", de la "sobriedad".
   Pienso también que esta virtud exige de cada uno de nosotros una humildad específica en relación con los dones que Dios ha puesto en nuestra naturaleza humana. Yo diría la "humildad del cuerpo" y la "del corazón". Esta humildad es condición imprescindible para la "armonía" interior del hombre: para la belleza "interior" del hombre. Reflexionemos bien sobre ello todos, y en particular los jóvenes y, más aún, las jóvenes en la edad en que hay tanto afán de ser hermosos o hermosas para agradar a los otros. Recordemos que el hombre debe ser hermoso sobre todo interiormente. Sin esta belleza todos los esfuerzos encaminados sólo al cuerpo no harán -ni de él, ni de ella- una persona verdaderamente hermosa.
   Por otra parte, ¿no es precisamente el cuerpo el que padece perjuicios sensibles y, con frecuencia, graves para la salud, si al hombre le falta la virtud de la templanza, de la sobriedad? A este propósito podrían decir mucho las estadísticas y las fichas clínicas de todos los hospitales del mundo. También tienen gran experiencia de ello los médicos que trabajan en consultorios a los que acuden esposos, novios y jóvenes. Es verdad que no podemos juzgar la virtud basándonos exclusivamente en criterios de la salud psico-física; pero, sin embargo, hay pruebas abundantes de que la falta de la virtud, de la templanza, de la sobriedad, perjudican a la salud.
   Es necesario que termine aquí, aunque estoy convencido de que el tema queda interrumpido, más bien que agotado. A lo mejor un día se presenta la ocasión de volver sobre él.
   Por ahora es suficiente
   De este modo he tratado de ejecutar, como he podido, el testamento de Juan Pablo I.
   A él pido que rece por mí cuando tenga que pasar a otros temas en las audiencias del miércoles (San Juan Pablo II, 22 de noviembre de 1978).
Conozcamos mejor la Biografía de Juan de Mesa, autor al que se le atribuye la obra reseñada;
     Juan de Mesa y Velasco, (Córdoba, 26 de junio de 1583 -bautismo- – Sevilla, 24 de noviembre de 1627). Escultor e imaginero.
     Juan de Mesa y Velasco fue el más destacado de los discípulos de Juan Martínez Montañés y uno de los maestros más significativos de la escultura e imaginería barroca tanto andaluza como española, pudiéndose considerar como el prototipo del imaginero.
     Su obra ha sido estudiada por el profesor Hernández Díaz, quien con sus escritos colocó al maestro en el lugar que debió ocupar entre sus contemporáneos.
     Asimismo, Villar Movellán se ha acercado a Juan de Mesa tratando de buscar explicaciones a algunos interrogantes que existen sobre su vida, interrogantes que fueron puestos en valor en las III Jornadas de Historia del Arte organizadas por el Área de Historia del Arte de la Universidad de Córdoba, en noviembre del 2002, para conmemorar los 375 años de la muerte del ilustre escultor bajo el título Juan de Mesa (1627- 2002). Visiones y Revisiones.
     Muy poco es lo que se conoce de la vida de Juan de Mesa, sobre todo de sus años de juventud. Se sabe que fue bautizado en Córdoba, en la Iglesia de San Pedro, el día 26 de junio de 1583 y que sus padres fueron Juan de Mesa y Catalina de Velasco. Existen todavía dudas acerca de su primera formación artística, habiéndose generalizado la idea de que antes de llegar al taller de Montañés debió haber estado en el de otro maestro, que acaso fuera Andrés de Ocampo, ligado a Córdoba por lazos profesionales y familiares, donde también habría coincidido con el granadino Alonso de Mena.
     Pero nada se sabe con certeza de él hasta que aparece afincado en Sevilla en 1607. Este año firma el 7 de noviembre un contrato de aprendizaje con Juan Martínez Montañés. Cuando esto sucede, llevaba un año y cinco meses trabajando con el maestro; con esta escritura pretendía formalizar su contrato de aprendizaje por tres años más; para ello necesitó un curador ad litem, pues era huérfano, función que fue asumida por el ensamblador Luis de Figueroa. Esto significa que entró en el taller de Montañés en 1605 y que saldría el uno de noviembre de 1610. También está documentada en estos primeros años la adquisición, el día 18 de febrero de 1615, de tres trozos de madera de cedro y algunos meses después, en octubre, se comprometía a tallar una imagen de San José itinerante con el Niño para el mercedario de Fuentes de Andalucía fray Alonso de la Concepción.
     Se desconoce lo que hizo Juan de Mesa entre 1610 y 1615, ya que el contrato de aprendizaje con Martínez Montañés caducó en 1610. En esta fecha, Mesa tenía ya capacidad para contratar y montar taller aunque no se tengan noticias de su examen de escultor. Se piensa que durante estos años permaneció en el taller de Montañés, como oficial, argumentándose incluso para ello razones de tipo psicológico, como sería el carácter retraído del escultor y su necesidad de protección y cariño.
     Por otra parte, la estética y la iconografía de Juan de Mesa no se entenderían sin su aprendizaje junto a Martínez Montañés; el aprendizaje montañesino dotó a Juan de Mesa de un excelente bagaje técnico, tan magníficamente asimilado que le permitió alcanzar niveles similares a los de su maestro. No obstante, hay que reseñar que el imaginero cordobés introdujo en el ambiente sevillano un temprano barroquismo, un realismo crudo y un especial sentido de lo patético que, como ha señalado Villar Movellán, son inigualables y nuevos en Sevilla.
     En 1615 tenía Mesa 32 años, edad muy madura para que un maestro del seiscientos decidiera emprender su vida independiente, circunstancia por otra parte no sorprendente cuando el artista se encuentra integrado en un amplio taller, pero llamativa en un hombre que, como indicara Hernández Díaz, es capaz de acometer entre 1618 y 1627 la ejecución de once crucificados, todos ellos piezas maestras.
     Anteriormente, en 1613, había casado Juan de Mesa con María de Flores y vivían en la collación de Omnium Santorum; ello presupone la posesión de cierta estabilidad económica, la cual pudo haberla conseguido trabajando como oficial, en el taller de Martínez Montañés. Pero su hacienda debía de ser algo más saneada que la de un simple oficial ya que en 1616 se cambió a la collación de San Martín, a unas casas del artista Diego López Bueno, en las que vivió hasta su muerte. Ello evidencia que no era el hogar de un principiante, sino que sería un taller en toda regla del que saldría toda su producción posterior.
     Los primeros datos que se conocen de este taller datan de 1616, momento en que firmaron contrato de aprendizaje Juan Vélez y Lázaro Cano; según estos contratos, habrían de permanecer junto a él unos siete años. Además existen referencias documentales de que Juan de Vargas, Francisco de la Puerta y Felipe de Ribas estuvieron trabajando con él como aprendices; como oficiales sólo se conocen dos, Miguel de Descurra y Manuel Morales; pero su colaborador más directo y aventajado fue su cuñado, el ensamblador Antonio de Santa Cruz. A su muerte, el taller fue arrendado a Luis Ortiz de Vargas y Gaspar Ginés, quienes también se quedaron con parte de los dibujos del maestro, pasando los útiles de trabajo a su cuñado y colaborador Antonio de Santa Cruz.
     Las primeras obras de Juan de Mesa siguen siendo una incógnita, aun cuando actualmente se tiene mejor conocimiento de su actividad como imaginero. El contrato de aprendizaje con Martínez Montañés caducó en 1610 y la primera obra documentada data del 1615 que es el momento en que se compromete a realizar la talla de San José con el Niño para los mercedarios de Fuentes de Andalucía. Pero publicaciones recientes han puesto de manifiesto que, con anterioridad a esta obra, Juan de Mesa había ejecutado un San José y una Inmaculada para el Convento de San José del Carmen de Sevilla; estas obras ofrecen algunos interrogantes; en especial, el San José con el Niño del que Villar Movellán ha dicho “que no se ajusta al temperamento y potencia peculiares de las imágenes de Mesa y que se halla, en cambio, muy cerca de las obras montañesinas”. Por el contrario, la Inmaculada carmelitana ofrece una frescura muy acorde con un maestro lleno de ilusiones tempranas como es Juan de Mesa en esos momentos. El estilo de esta imagen ha permitido identificar la Virgen con el Niño del hospital complutense de Antezana como obra del maestro, fechada en 1611, y de la que Luna Moreno ha dicho, al compararla con la carmelitana, que “parece una versión simplificada de la escultura de la Virgen de la Misericordia, o bien ésta una versión enriquecida de aquella”.
     Esta imagen explica por su calidad el auge paulatino que fue adquiriendo la imaginería mesina hasta llegar a la eclosión de 1618-1623. Por otra parte, en este grupo de obras, realizado hacia 1610-1611, está casi plenamente definido el estilo del maestro, de tal forma que incluso la Inmaculada carmelitana ha sido fechada en plena madurez del artista.
     El San José de la parroquia de Santa María de las Nieves de Fuentes de Andalucía es su primera obra documentada; concertada en 1615 con los mercedarios de la citada localidad, es una pieza de gran importancia, pues muestra su dependencia con respecto al maestro; sin embargo, revela unas cualidades y una forma de hacer y tallar la madera totalmente distintas.
     Juan de Mesa se obligaba a realizar estas esculturas de madera de cedro, sin estofar ni encarnar. Se ajustó al precio de 70 ducados y con la condición de entregarla el 30 de noviembre de 1615. La iconografía muestra al patriarca guiando al Niño, siendo una de las primeras representaciones icónicas de este tema en la escuela sevillana. Mesa ha representado a san José joven, rechazando la tendencia de algunos hagiográficos que preferían efigiarlo anciano.
     Otra obra significativa del maestro en estos años es el San Blas de la iglesia conventual de Santa Inés de Sevilla, de la que no existe contrato y que se fecha en 1617; sin embargo, ello no impide que se tenga como obra del maestro, ya que el tratamiento del rostro, el arrogante porte y la magnífica indumentaria pontifical denotan su inconfundible mano. Un año después, el 11 de enero de 1618, se comprometía con los religiosos de San Juan de Dios a ejecutar una imagen de San Carlos Borromeo, en madera de cedro, de dos varas de alta, insignias cardenalicias y crucifijo en la mano izquierda. Tenía que realizarla en un plazo de cuatro meses y cobraría por ella 600 reales. Hernández Díaz la ha identificado con el San Carlos Borromeo que se venera en la iglesia del Hospital de Nuestra Señora de la Paz, en Sevilla.
     A partir de 1618 se puede situar la etapa de madurez del artista, durante la cual realizará un número importante de imágenes, todas ellas de una calidad excepcional. De tal manera que la etapa que va de 1618 hasta 1623 ha sido designada por Hernández Díaz “el lustro magistral”, etapa en la que realiza una serie de obras excepcionales con las que ha pasado a la historia de la escultura como el imaginero de la Pasión y el dolor. Así, en mayo de 1618, el día 13, concierta con Juan Francisco Alvarado y otras personas realizar dos imágenes: un Cristo crucificado y una figura de la Virgen. Tenía que ejecutarlas en un plazo de tres meses y cobraría por ellas 1000 reales. La escritura especifica cómo tenían que ser las imágenes y cómo serían talladas por él sin que interviniera ningún oficial. El 4 de junio de 1620 se otorgaba carta de pago. Se trata de una interesante talla de Jesús en la Cruz que se venera en la Iglesia del Divino Salvador de Sevilla bajo la advocación del Amor. Es la imagen titular de una cofradía penitencial y Juan de Mesa hizo una imagen procesional de acuerdo con los preceptos tridentinos, en la que cabe destacar su intenso dramatismo, su fuerte expresión y su gran realismo, unidos a una anatomía muy cuidada, copiada del natural.
     A esta imagen siguieron hasta diez crucificados que contrató entre 1618 y 1627.
     En el año 1619 talló el Crucificado de la Conversión del Buen Ladrón de la iglesia del Montserrat de Sevilla, segundo crucificado que realizó el maestro y en el que crea un tipo distinto del montañesino, que luego repetirá en el Crucificado de Vergara.
     Los crucificados ocupan un lugar destacado en su producción. Son imágenes de iconografía pasionista destinadas a procesionar por las calles; son modelos que partiendo de los creados por Montañés, expresan toda la fuerza dramática del proceso y muerte de Jesús.
     En los diversos crucificados salidos de sus manos, el imaginero ha sabido reflejar distintos momentos de la Crucifixión, de ahí que los represente, en unos casos, vivo, y en otros muerto, pero todos ellos muestran el dominio que el maestro tiene de la anatomía humana; con frecuencia van inscritos en un triángulo, prefiriendo el uso de los tres clavos, hecho que imprime movimiento al cuerpo, en el que se acusan los músculos, tendones y venas, según corresponde a la tensión que supone la sujeción a un madero.
     La belleza y perfección del desnudo apenas queda velada por el paño de pureza, sujeto por una soga y formado por telas de abundantes pliegues recogidos en moñas laterales. La corona de espinas es gruesa, con inmensas púas que perforan orejas y frente, cuya huella se hace visible incluso en aquellas imágenes que no la llevan. El citado Cristo del Amor de la parroquia del Salvador (1618-1620), el de la Buena Muerte de la capilla de la Universidad (1620) y el Cristo crucificado de la Catedral de Nuestra Señora de la Almudena de Madrid (¿1621?), procedente del antiguo Colegio Imperial de la Compañía de esta ciudad, son extraordinarios ejemplos de representación de Cristo muerto, mientras que los de la Conversión del Buen Ladrón de la cofradía sevillana del Montserrat (1619), y el de la Agonía de la parroquia San Pedro de Vergara (Guipúzcoa) (1622), lo muestran aún vivo.
     Los encargos se suceden, sin embargo, muchos de ellos se conocen documentalmente sin que se hayan identificado las piezas, tal ocurre con el San Nicolás de Tolentino y la Virgen del Rosario con el Niño Jesús que le había encargado el pintor Vicente Perea en 1619.
     En este mismo año contrató junto con Luis de Figueroa la realización del relieve de la Asunción de la parroquia de la Magdalena de Sevilla; obra de calidad muy desigual, circunstancia que ha llevado al profesor Gómez Piñol a cuestionarse la intervención del maestro, pensando que pudo haber suministrado el modelo e incluso retocado la pieza para darle su apariencia final sin que la ejecución sea realmente suya.
     La fama de Juan de Mesa se fue consolidando y los encargos se iban sucediendo tanto por parte de particulares, como de cofradías y de órdenes religiosas, siendo muy interesante la relación que Juan de Mesa mantuvo con la Compañía de Jesús. El primer encargo documentado que le hicieron los jesuitas data del 13 de marzo de 1620, momento en que le encargaron “dos imágenes de escultura, la una de Cristo Crucificado y la otra de una Magdalena abrazada al pie de la cruz, de madera de cedro ambas dos, de la estatura ordinaria humana, por precio de ciento y cincuenta ducados”. Fueron concertadas por el padre Pedro de Urteaga, prepósito de la Casa Profesa, como titulares de la Congregación de Sacerdotes. Es el Cristo de la Buena Muerte, actualmente titular de la cofradía de los estudiantes y está en la capilla de la Universidad de Sevilla. No era una imagen procesional; su adjudicación a la Congregación de Sacerdotes debió estar motivada, según Gutiérrez de Ceballos, para que éstos meditasen y conversasen con la imagen de Cristo muerto, según aconsejaba san Ignacio en los Ejercicios. Las restauraciones de 1983 y 1986 han hallado encerrado en la cabeza un billete con su nombre y firma y, en el tronco, otro, con la fecha de finalización de la imagen en 1620. Con esta imagen, Mesa da testimonio de una corriente de espiritualidad y de sensibilidad artística.
     La factura de este crucificado es impactante, y debió de satisfacer plenamente al maestro ya que es uno de los más perfectos salidos de su gubia, y por el cual fue muy imitado. Entre los crucificados que se contrataron con el maestro, bajo la cláusula de que los tallaran a imitación del de la Casa Profesa, está el que le encargó el pintor Jerónimo Ramírez para Francisco de Tejada y Mendoza. En el contrato del 16 de marzo de 1621 estipuló “una hechura de Cristo del natural conforme al que está hecho en la Compañía de Jesús en la Casa Profesa de esta dicha ciudad de Sevilla”.
     Esta imagen, que desde 1633 había estado en una capilla de la iglesia del Colegio Imperial de Madrid, hoy está en la Catedral de Nuestra Señora de la Almudena de esta misma ciudad. Algún tiempo después, en 1624, le encargarían otro Crucificado semejante para el Colegio de San Pablo de Lima (Perú), en el que destaca el cuerpo vigoroso y musculoso; los pliegues del perizoma, sin embargo, son más abultados y angulosos que los del Crucificado de la Buena Muerte.
     La canonización en Roma de san Ignacio de Loyola y de san Francisco Javier trajo nuevos contratos a Juan de Mesa, ya que la Compañía le encargó las imágenes de ambos santos que actualmente se conservan en el Colegio de San Luis Gonzaga de la Compañía de Jesús en El Puerto de Santa María. En el interior de la cabeza de San Francisco Javier se encontró un papel, indicando que la imagen había sido realizada para el Colegio de San Hermenegildo de Sevilla y que había sido costeada por unos navarros residentes en la ciudad hispalense. De las dos imágenes, la mejor conservada es la de San Ignacio de Loyola; posiblemente, Mesa usó la mascarilla mortuoria del santo, de la que el pintor Pacheco tenía una copia. Esculpió una imagen de cuerpo entero, con sotana y manteo, en actitud triunfante como fundador de la Compañía, con el estandarte del nombre de Jesús en la mano derecha y el libro de las Constituciones en la izquierda, como se le efigió en la estampa de Paolo Guidoti, grabada con motivo de la canonización en Roma. La estatua de San Francisco Javier representa al santo vestido con sotana, sobrepelliz y estola, llevando en la mano derecha el crucifijo con el que solía predicar, tal y como fue efigiado en el grabado oficial de la canonización.
     Pero no terminan en estas dos obras los encargos de Juan de Mesa con la Compañía, ya que también realizó un busto relicario de San Francisco Javier para la iglesia de la Anunciación de Sevilla, hoy en la Universidad, fechado en 1625 por Hernández Díaz. El santo está representado de medio cuerpo, dirigiendo la mirada al cielo mientras que con los dedos trata de abrirse la sotana a la altura del pecho. Por encima de las manos está colocado el repositorio de las reliquias. La pieza sobresale por su gran realismo y fuerza expresiva.
     Otra creación magistral del maestro, dentro del ciclo pasionista, realizada para una cofradía sevillana, es Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, obra de la que, junto a San Juan Evangelista, daba el escultor carta de finiquito el día uno de octubre de 1620. En esta composición, Juan de Mesa ofrece su versión del modelo montañesino del Señor de la Pasión, una versión plenamente barroca, frente al clasicismo del maestro, ya que ha hecho patentes las huellas del sufrimiento, presentes en el rostro y en la curvatura de la espalda.
     Al año siguiente contrataría la imagen de Jesús Nazareno para la iglesia del Convento del Espíritu Santo de La Rambla (Córdoba). Es la segunda versión perfeccionada que hace del Nazareno, pero esta imagen, aunque es de vestir, está totalmente tallada. Muestra las características del maestro: grandes dimensiones, mayor que el natural, paso cansado, rostro dolorido...
     También este mismo año, el 10 de septiembre, Juan de Mesa se comprometía a tallar un Cristo resucitado para Diego de Santa Ana, vecino de Tocina (Sevilla) por el precio de 500 ducados. La iconografía es la usual en este tipo de representaciones: está efigiado medio desnudo, sólo le cubre el paño de pureza, y con la mano derecha bendiciendo. La anatomía muestra la fuerza creadora del maestro y su rostro refleja gran expresividad propia de su naturaleza humana, matizada por la mirada a la que ha dado un halo de espiritualidad.
     Una variante iconográfica sobre los temas de la Pasión realizó Juan de Mesa, en la representación del yacente, del Santo Entierro de la iglesia sevillana de San Gregorio, obra no documentada pero aceptada como escultura realizada por el maestro hacia 1620. En él, Mesa permanece fiel a los principios técnicos del clasicismo apreciándose su estilo y su iconografía característica.
     Se reconoce el estudio del natural, tratado con gran dramatismo no exento de espiritualidad.
     El quehacer artístico de Mesa no decaía, los encargos aumentaban y los conventos sevillanos contrataban sus obras con él. Así, el 28 de enero de 1623, fray Juan Bautista Quero concertaba con el maestro la realización de dos imágenes, una de San Juan Bautista y la otra de Nuestra Señora con el Niño, para los retablos laterales de la iglesia de la Cartuja de Santa María de las Cuevas; tenía que realizarlas por 2.500 reales y en el plazo de seis meses. Hoy estas imágenes están en el museo de Bellas Artes hispalense. Son dos obras de gran calidad con las que el maestro alcanza la plenitud de su arte, sobre todo en la imagen de María en la que culmina la estética que había introducido en sus primeras obras —Inmaculada carmelitana y Virgen de la Misericordia—.
     Por causas que se desconocen, a partir de 1624 decae la actividad del imaginero, reduciéndose enormemente su actividad. Ello ha hecho pensar en un agotamiento producido por su febril quehacer que causaría, con probabilidad, un resentimiento de la salud.
     En estos años sólo se documentan dos obras: el Crucificado de la capilla de Nuestra Señora de la O del Colegio de la Compañía de Jesús de Lima (Perú) y el retablo para la iglesia del Convento de Santa Isabel, de Sevilla.
     Muy pocas son las referencias conservadas en relación a su producción retablística, pero la crítica coincide en considerar de su mano el retablo mayor del convento sevillano de Santa Isabel, contratado en 1624; la claridad del esquema arquitectónico, vinculado a la producción de Montañés, está alterada por una serie de elementos que hacen palpable la aparición de una nueva sensibilidad artística que se refleja en el mayor volumen del retablo. La importancia dada a los ejes verticales, el voluptuoso frontón, las tornapuntas ornando los trozos de entablamento no son sino signos palpables del cambio estético que se va produciendo paulatinamente en la retablística sevillana del momento que, por otra parte, evidencian la participación del maestro; aunque no hay que olvidar que la realizó conjuntamente con su cuñado Antonio de Santa Cruz y que colaboró en ella, Felipe de Ribas.
     Posteriormente hay un período de dos años en que, según la documentación existente, parece ser que no realizó obra alguna. Pero de nuevo, entre 1626 y 1627, reanudará su actividad y tallará importantes obras que muestran al maestro en la plenitud de su arte. No todas, aunque se encuentran documentadas, se han podido identificar, como los crucificados que le encargan Fernando de Santa Cruz y Padilla, cargador de Indias, y el pintor Antonio Pérez, este último según modelo del crucificado de la Casa Profesa de Sevilla. Mejor suerte tuvo la talla de San Ramón Nonato que hizo por encargo del mercedario descalzo fray Juan de San Ramón, actualmente en el museo de Bellas Artes de Sevilla, en la que el maestro alcanza la plenitud del barroquismo.
     Finalmente, la última obra de que se tiene constancia documental es la Virgen de las Angustias, obra encargada por el agustino fray Pedro de Góngora para titular de su cofradía, establecida en el convento cordobés de San Agustín y hoy en el Convento de San Pablo de la citada ciudad. Esta obra evidencia que Juan de Mesa permaneció fiel a su estilo hasta la muerte. Supo representar, en un tema popular y emotivo como es el de la Madre con el Hijo muerto en su regazo, el dolor profundo y silencioso de la muerte; dolor sereno, profundo y amargo pero sosegado. Evocación del dolor que se refleja en el rostro de la Virgen en el ligero desvío de las líneas del entrecejo, en la boca ligeramente abierta y en las lágrimas en las mejillas.
     La imagen de la Virgen, al igual que la del Hijo, ha sido tallada por completo, pero el somero trazo de los amplios pliegues del ropaje, así como la breve talla del torso y los brazos articulados por goznes, prueban su carácter de imagen de vestir. Las dos imágenes estaban prácticamente terminadas cuando falleció Juan de Mesa en 1627, y sólo le faltaban tres días de trabajo.
     Murió el 24 de noviembre, a la edad de 44 años, siendo enterrado al día siguiente en la cripta de la iglesia sevillana de San Martín.
     Junto a estas obras documentadas, existen otras atribuidas entre las que cabe citar: Cristo crucificado de la Hermandad del Amor de Sevilla (1618-1620), la Cabeza de San Juan Bautista (c. 1625) de la Catedral de Sevilla, Niño Jesús (c. 1625) de la Facultad de Bellas Artes de Sevilla, Nuestra Señora del Valle (c. 1625), de la Cofradía del Valle en la Iglesia de la Anunciación de Sevilla.
     Juan de Mesa ocupa hoy un lugar destacado dentro de la escultura española del xvii. Su estilo se inicia con cierta dependencia con respecto a su maestro Juan Martínez Montañés, pero pronto aflora su personalidad que se traduce en un realismo crudo y en un sentido de lo patético totalmente nuevo en Sevilla. Su obra se caracteriza por el gran realismo plasmado a partir del estudio directo del natural, circunstancia esta que le permite insuflar un sentimiento sobrenatural.
     Su estética es decididamente barroca, de formas abultadas que envuelve con ropajes de plegados densos que marcan profundos contrastes de luz; sus desnudos muestran a un perfecto conocedor de la anatomía humana, sabiendo expresar con total precisión los signos que la muerte deja en el cuerpo del hombre; los rostros de sus imágenes, rodeados por cabelleras de rizos abundantes y profundos, revelan una intensa vida interior que conecta, como indicara Dabrío González, directamente con la sensibilidad de quien los contempla, en perfecta sintonía con la doctrina que por entonces defendía la Iglesia en relación con el poder persuasivo de la imagen.
     Es un escultor especializado principalmente en temas pasionarios como crucificados, nazarenos, Vírgenes dolorosas, yacentes, junto a otras excelentes esculturas de santos, Vírgenes y niños (María Ángeles Raya Raya, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
      Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la imagen "La Templanza", de Juan de Solís - Juan de Mesa, en la sala X, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.

Más sobre el Museo de Bellas Artes, en ExplicArte Sevilla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario