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jueves, 7 de septiembre de 2023

Un paseo por la calle Castelar

     Por amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la calle Castelar, de Sevilla, dando un paseo por ella
     Hoy, 7 de septiembre, es el aniversario del nacimiento (7 de septiembre de 1832) del orador y político Emilio Castelar, así que hoy es el mejor día para ExplicArte la calle Castelar, de Sevilla, dando un paseo por ella.
      La calle Castelar es, en el Callejero Sevillano, una vía que se encuentra en el Barrio del Arenal, del Distrito Casco Antiguo; y va de la calle Puerta del Arenal, a la plaza de Molviedro
      La  calle, desde  el punto de vista urbanístico, y como definición, aparece perfectamente delimitada en  la  población  histórica  y en  los  sectores  urbanos donde predomina la edificación compacta o en manzana, y constituye el espacio libre, de tránsito, cuya linealidad queda marcada por las fachadas de las  edificaciones  colindantes  entre  si. En  cambio, en  los  sectores  de periferia donde predomina la edificación  abierta, constituida por bloques exentos, la calle, como ámbito lineal de relación, se pierde, y el espacio jurídicamente público y el de carácter privado se confunden en términos físicos y planimétricos. En las calles el sistema es numerar con los pares una acera y con los impares la opuesta.
     También hay una reglamentación establecida para el origen de esta numeración en cada vía, y es que se comienza a partir del extremo más próximo a la calle José Gestoso, que se consideraba, incorrectamente el centro geográfico de Sevilla, cuando este sistema se impuso. En la periferia unas veces se olvida esta norma y otras es difícil de establecer.
     El espacio que actualmente corresponde a esta calle recibió, al menos desde finales de la Edad Media, diferentes nombres: Laguna de la Pajería, Laguna de la Carretería Vieja, Laguna de la Mancebía, o simplemente Laguna, todos alusivos tanto a la laguna que existía intramuros en aquella zona próxima al Arenal  en la depresión por la que había discurrido un antiguo brazo del río, al pie de la muralla de la ciudad, como al barrio marginal surgido en sus aledaños, centro del hampa y de la prostitución sevillana (Gamazo). A mediados del s. XVIII la laguna fue desecada, el barrio de la Mancebía demolido y en su lugar surgieron varias calles nuevas, bajo los auspicios políticos del asistente marqués de Monterreal y la dirección técnica del arquitecto Manuel Prudencio de Molviedro. Entre esas calles estaba la actual Castelar, que en su origen (plano de Olavide, 1771) se llamó Molviedro, en honor del mencionado arquitecto. Hacia 1840 dicho topónimo se sustituyó por el de Laguna o calle Nueva de la Laguna, restaurando así el nombre tradicional de toda la zona. Finalmente en 1899 se rotuló con el del político y orador gaditano Emilio Castelar (1832-1899), presidente de la Primera República Española, fallecido en ese mismo año.
     Es una calle larga, ancha y rectilínea. "Tirada a cordel" la describe González de León. Y, en efecto, su rectitud contrasta con la sinuosidad dominante en la mayor parte de las calles del centro histórico de Sevilla y responde, sin duda, a la mentalidad racionalista de sus constructores dieciochescos. Re­cuerda el poeta Joaquín Romero Murube que Olavide y sus colaboradores (entre ellos el arquitecto Molviedro) pretendieron trazar la calle "como las de París", que uniera el compás de la Laguna (Molviedro), con la Puerta del Arenal. En realidad en el s. XVIII la calle se extendía hasta la actual Federico Sánchez Bedoya. El trazado, aunque no todas sus casas, es hoy prácticamente el mismo de entonces, cuando se levantó siguiendo aproximadamente la línea de muralla que separaba el antiguo barrio de la Mancebía de la zona del Arenal y Baratillo. Todas las casas de la acera de los impares se construyeron, en efecto, adosadas a ese lienzo de muralla. Cuando en la década de 1860 se derribó la Puerta del Arenal, caen también, algunos de los primeros edificios de la calle. En 1873 hubo una propuesta, que no prosperó, de abrir una vía de comunicación con el Baratillo. En la actualidad la única calle que rompe la continuidad de Castelar, por la derecha, es Gamazo. Empedrada en 1828 y adoquinada en 1884, muestra hoy la habitual capa asfáltica y aceras de losetas. El alumbrado eléctrico se instaló en 1943, y en la actualidad se suministra mediante báculos adosados a las fachadas de los pares. Contrasta fuertemente el caserío de una y otra acera. En la de los impares han desaparecido todas 1as casas dieciochescas, entre ellas la del propio arquitecto Molviedro, situada en el núm. 21, y decimonónicas, sustituidas por viviendas modernas de cinco plantas, con bajos comerciales. La de los pares, en cam­bio, ofrece magníficos ejemplares de la época en que fue trazada la calle y del s. XIX. Destacan la núm. 10, obra regionalista del arquitecto Juan José López Sáez; las 14 y 16, del s. XVIII, de tres plantas y portada enmarcada por pilastras; la 22, decimonónica, de dos plantas y fachada avitolada, y un bello patio con arquerías sobre columnas. En el pasado estuvo ocupada por la Jefatura Provincial del Movimiento, luego por la Consejería de Cultura, y hoy por la Delegación Provincial del Ministerio de Cultura. Su puerta ofrece dos bellas aldabas metálicas, y su interior importantes muestras de cerámica trianera; y las 26 y 28, de estilo neoclásico.
     Las funciones de este espacio han variado notablemente a través del tiempo. Antes del trazado de Castelar, la zona de la Laguna ofrecía el aspecto descuidado y marginal de todo este enclave, embarrado y maloliente por los caños y husillos que lo atravesaban y que provocaban quejas continuas del vecindario, que recurría a redes y puertas de hierro para aislarlo de la vecina charca. Saneado el lugar y alejada la prostitución, se instalan en la nueva calle pudientes miem­bros de la burguesía mercantil sevillana, que había construido casas de buen porte. En una de ellas se situaba en la primera mitad del XIX la Capitanía General de la Provincia y en otra se había alojado, en su venida a Sevilla en 1813, el general inglés lord Wellington. Todavía en los años 30 del siglo pasado existía en medio de la calle una fuente pública con agua de los Caños de Carmona y sobre ella una pintura de la Virgen de los Dolores. Estaba situada frente a la antigua casa del arquitecto Molviedro y procedía de la plaza de su nombre, junto a la capilla del Mayor Dolor. En la segunda mitad del XIX la calle debió perder bastante de su prestancia aristocrática anterior, pues menudean en la prensa las quejas del vecindario por ciertas actividades molestas o insalubres: esparterías que almacenan el género en las aceras; veterinarios y herreros que ejercen sus oficios en la puerta; pieles que se secan en un corral... En la actualidad Castelar cumple tanto una función residencial, especialmente en los edificios de su acera izquierda, como mercantil y administrativa, pues hay en ella varios organismos públicos, oficinas y algún establecimiento hotelero. Todo ello genera gran movimiento en las horas diurnas, sobre todo por las mañanas, mientras que al atardecer adquiere un ritmo sosegado y tranquilo. En los últimos años han ido de­sapareciendo pequeños comercios de sabor tradicional, como la casa de muñecas situada en el núm. 2 y conocida también como la "Mercería de las peponas", que cerró sus puertas en 1978. En la casa núm. 14 tuvieron lugar en la primavera de 1965 las prime­ras reuniones que dieron origen al actual Partido Andalucista, tal como indica una placa en el zaguán de la misma [Rogelio Reyes Cano, en Diccionario histórico de las calles de Sevilla, 1993].
Castelar, 14. Casa del siglo XVIII, de tres plantas y portada enmarcada por pilastras.
Castelar, 16. Casa de características semejantes a la anterior.
Castelar, 15-19. En el solar que hoy ocupan estos números se construyó en el siglo XVIII el palacio de don Manuel Prudencio de Molviedro, a quien se debe la urbanización de este sector, conocido antiguamente como la Laguna y la Mancebía. 
     El edificio constaba de dos partes, la vivienda y una casa de labor. La fachada comprendía dos plantas y un entresuelo, alternando en la su­perior balcones y ventanas. La portada estaba enmarcada por pilas­tras toscanas, que sostenían un entablamento con frisos de triglifos y metopas. Sobre el dintel las armas del propietario. El balcón estaba decorado con elementos rocalla. El centro de la edificación lo constituía el patio de columnas, a cuyo fondo se abría una galería sobre otro pequeño patio. A la derecha, un jardín con otra galería porticada. En el otro extremo, la casa de labor, organizada en torno a otro patio.
Castelar, 22. Casa del siglo XIX, de dos plantas. La fachada, avitolada, está recorrida por pilastras, así como pilastras toscanas con entablamento enmarcan la portada. El patio con arquerías sobre columnas.
Castelar, 26-28. Casa de dos plantas, fachada avitolada de estilo neoclásico. Dos grandes pilastras avitoladas, rematadas por un frontón recto, enmarcan la portada, que se compone de dos cuerpos. En el inferior, el vano de puerta está flanqueado por pilastras tosca­nas cajeadas, que sostienen un entablamento con friso de triglifos y metopas. En el segundo cuerpo el balcón con molduras rectas y antepecho de forja.
Castelar, 32. Casa de tipo medio, del siglo XVIII, de dos plantas y soberado [Francisco Collantes de Terán Delorme y Luis Gómez Estern, Arquitectura Civil Sevillana, Excmo. Ayuntamiento de Sevilla, 1984].
Conozcamos mejor la Biografía de Emilio Castelar, a quien está dedicada esta vía
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     Emilio Castelar y Ripoll, (Cádiz, 7 de septiembre de 1832 – San Pedro del Pinatar, Murcia, 25 de mayo de 1899). Orador y político.
     En verdad, no pudo tener el que fuera el más celebre tribuno del siglo XIX iberoamericano cuna más adecuada a su destino histórico y biografía personal.
     Sin embargo, su nacimiento en la trimilenaria ciudad andaluza fue, en gran medida, per accidens, ya que sus raíces familiares eran claramente levantinas.
     Sólo la inesperada circunstancia del destierro de su padre en la ciudad de Hércules en los comedios de la Década Ominosa a consecuencia de sus simpatías constitucionales determinó la venida al mundo en la capital gaditana de uno de los campeones más ardidos de la libertad en la España contemporánea, cantada siempre invariablemente con airón doceañista.
     Sin determinismo alguno, es lo cierto, empero, que ambas notas —nacimiento y familia— imprimieron rasgos indelebles en la formación de quien habría de ser el cuarto presidente de la Primera República y en la forja de su personalidad política. Desde luego, una y otra serían enaltecidas por su pluma y palabra en toda ocasión. Desaparecido misteriosamente su progenitor a los pocos meses de su alumbramiento, el inmediato regreso a la tierra solariega con su madre y su única hermana se vio seguido de la instrucción de primeras letras en Sax y en Elda y, ulteriormente, del ingreso en el flamante Instituto de Enseñanza Media de Alicante, donde destacarán ya sus formidables dotes para la oratoria: repentización, fantasía, vocabulario, dicción, mímica..., exhibidas ante los miembros de la acomodada familia materna con vanidad anotada con fuerte trazo en todas las pinturas y semblanzas que, al correr de los años, se hicieran de su vida. A tono con la mentalidad de la época era sin duda la Facultad de Derecho el destino natural del joven retórico, siendo la madrileña la que le recibiera en 1847 y en la que anudara, durante el curso preparatorio seguido en ella, algunas de las amistades que le acompañaran hasta el fin de su existencia por encima de diferencias caracterológicas y, sobre todo, doctrinales y políticas.
     No obstante, su resuelta inclinación por la historia y el arte le impulsó prontamente a seguir tales enseñanzas.
     Obtenida en noviembre de 1851 —quizá con el apoyo de su pariente Antonio Aparisi Guijarro, protector de su mocedad— una plaza de alumno en la Escuela Normal de Filosofía, enseñó desde entonces las disciplinas de Literatura latina, Griego, Literatura universal y española con el título de profesor auxiliar la oposición superada en dicha fecha. Al término del año académico siguiente era ya doctor con un estudio sobre Lucano, dado a la imprenta en 1857. Con participación entusiasta en los círculos demócratas de la capital desde un lustro atrás, la revolución de julio de 1854 cumplió algunos de sus deseos, con el ensanchamiento de las libertades y el talante palingenésico que envolviera la atmósfera predominante en el bienio esparterista.
     Discursos y mítines pronunciados con creciente intensidad y audiencia le abrieron las puertas para una asidua y notable colaboración periodística en diversos diarios, como El Tribuno, La Soberanía Nacional (1855), La Discusión, antes de crear en 1863 —por razones no sólo de autonomía, sino también de búsqueda de la plataforma más adecuada a la defensa de sus ardientes creencias republicanas— su propio órgano de expresión: La Democracia, llamada, como algunos de los anteriores, a marcar época en la historia de la prensa ochocentista.
     Para entonces, su promotor y director gozaba ya de una sólida reputación académica tras haber obtenido en 1858 la cátedra de Historia de España en la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad llamada entonces Central; y de ocupar la igualmente muy reputada del Ateneo madrileño, en la que a lo largo de un cuatrienio dictaría, con éxito arrollador, un ciclo de conferencias en torno al tema por aquellas fechas de palpitante actualidad en la acalorada controversia general de las ideas que inundaba la Europa intelectual: la historia de la civilización en los primeros siglos del cristianismo. Estaba la atmósfera cultural del momento muy cargada y penetrada de politización para esperar de Castelar la asepsia analítica requerida por la exposición rigurosa de una materia propensa de ordinario a la polémica. Los ataques, pues, a las posiciones de sus adversarios y enemigos serían continuos y acerados, hasta el extremo de provocar réplicas de extrema dureza en los medios informativos ultramontanos y conservadores, apoyados, a las veces, por los mismos unionistas. La experiencia atesorada en la ocasión antedicha reforzó sus armas para enfrentarse con otra magna quaestio de mediados del siglo XIX como era la relación entre república y socialismo. Frente a los muchos de sus correligionarios que pensaban que éste constituía la fórmula doctrinal y el sistema de organización más adecuados para un Estado articulado conforme a los principios republicanos, Castelar se alzó, en la batalla periodística que mantuviera al respecto con Pi i Margall, como ardido campeón de un republicanismo insobornablemente individualista, con primacía absoluta de la libertad sobre la igualdad.
     El combate dialéctico tuvo eco europeo, y proyectará largamente sus secuelas sobre la trayectoria misma del republicanismo hispano; en la que ambos contendientes liderarán, respectivamente, sus dos corrientes principales, enfrentadas tanto por su distinta concepción social como territorial, al defender inflexiblemente Castelar una visión unitaria de España en contraposición a la federal de su antagonista en la prensa madrileña de mediados de los sesenta.
     Calendas que recogen la aparición en La Democracia con firma de su director de uno de los artículos de mayor resonancia en la bicentenaria historia del periodismo español. Intitulado “El Rasgo”, contenía una acerada glosa de una iniciativa regia sedicentemente altruista de la corona en la que la pluma castelarina encontraba un motivo bastardo, dictado en exclusiva por razones de bajo interés económico. La sanción al autor traspasó los límites administrativos al suspendérselo en su condición académica, lo que provocará, a su vez, la dimisión del rector de la universidad y de algunos de sus claustrales, en gesto solidario con su colega. Al propio tiempo, la consiguiente protesta estudiantil se reprimió con lujo de fuerza por la Guardia Civil veterana con varios muertos y heridos —motín de la noche de San Daniel de 10 de abril de 1865—. El impacto de la jornada se reveló de enorme impacto al fallecer a consecuencia del disgusto que le suscitara el mismo ministro de Fomento, el legendario prohombre y tribuno liberal Alcalá Galiano. Estación final en la accidentada peripecia del clamoroso suceso sería el abandono del poder de Narváez en su penúltimo mandato ministerial y su reemplazo por el postrero de O’Donnell. Justamente en éste se produjo la no menos impactante asonada de los sargentos del madrileño cuartel de San Gil —22 de junio de 1866—, entre cuyos inductores civiles ocuparon lugar importante Castelar y la plana mayor de demócratas y progresistas, por lo que, como muchos de éstos, fue condenado a muerte in absentia. A raíz del fracasado pronunciamiento, tras una fuga rocambolesca al uso de las costumbres políticas de la época —el propio ministro de la Gobernación coadyuvó decididamente a la huida—, Castelar inició un largo peregrinar por varios países europeos, siendo la estadía más recordada al par que dramática la que transcurriera en la Roma de Pío IX. Pese a que expresara con gestos inequívocos sus reservas cara a la alianza con progresistas y aun más con los unionistas en la coalición antisabelina acaudillada por Prim desde las postrimerías de 1866, Castelar se integró en el movimiento, a cuyo servicio puso una pluma especialmente activa en el período que precediera a la Revolución de Septiembre.
     Las esperanzas albergadas respecto a que el triunfo de la Gloriosa comportara la implantación de la República no tardaron en disiparse en el ánimo de un Castelar repuesto en la cátedra de la que fuera removido en el verano de 1866. La deriva monárquica y autoritaria del régimen, facilitada por ola de anarquía que sacudió a la nación en el otoño de 1868, dio al traste prontamente con la comedida ilusión de su orador más descollante y prestigioso. Reluctante íntimamente a la fórmula federal propugnada por Pi y Estanislao Figueras, sus dos compañeros en el triunvirato directivo republicano, Castelar se entregó, no obstante, de forma agotadora, en los meses que antecedieron a la formación de Cortes Constituyentes, a la misión imposible de que el Gobierno provisional proclamase la República sin la previa anuencia y sanción del órgano legislador. Sin cumplirse en su constitución las expectativas de escaños despertadas en la opinión republicana, Castelar se consagró desde el suyo a difundir los principios de su credo político, en el que los elementos religiosos gozaban de indudable trascendencia.
     Y fue su defensa la que originaría —el 12 de abril de 1869— uno de los dos o tres instantes mágicos registrados en los anales del Parlamento español, convertido ese día en referencia vertebradora y seña de identidad espiritual de no pocas generaciones iberoamericanas por espacio de casi un siglo. En efecto, el párrafo con que concluyera el extenso e improvisado discurso —“Grande Dios es en Sinaí [...]”—, e incluso la mayor parte de los parágrafos de éste, se erigieron en Biblia de conducta, canon de belleza y modelo de la retórica de mejor ley en libros y comportamientos cívicos y políticos de hornadas enteras de los siglos XIX y XX. Pues, ciertamente, al margen de su vibración religiosa y su valor oratorio, las ideas de solidaridad y tolerancia alcanzan en él una fuerza difícilmente superable. Un diario madrileño de los de mayor ascendiente y crédito, El Imparcial, reflejaba en el siguiente juicio el sentir de la inmensa mayoría de los coetáneos: “El señor Castelar no pertenece a la minoría, ni a la mayoría, ni aun a la Cámara: el señor Castelar es una gloria nacional. El párrafo final de su discurso, la soberbia protesta contra la fatalidad invocada por el señor Monterola fue de un efecto indescriptible y de lo más artísticamente patético que hemos oído.
     Aquella comparación entre el Dios del Sinaí, precedido del trueno y acompañado del rayo, y el Cristo de la Cruz que, desgarrado, frío, yerto, entre dos ladrones levantaba su lívida cabeza y decía: ‘Perdónalos, Señor’, arrancó lágrimas a más de un diputado que sin preciarse de neo sabe admirar lo sublime. Quizá el entusiasmo nos arrastra a donde sólo la fría crítica debe llegar; pero con la mano sobre el pecho creemos que pocas cosas habrá en la lengua española más hermosas que este párrafo; que pocas cosas se habrán escrito en la gran lengua latina más soberanamente grandes; que ningún orador, ni griego ni romano, habrá aventajado en inspiración a esa gloria española que hoy se sienta en la Cámara soberana de la representación nacional” (Llorca, 1966: 143-144).
     Una vez votada en junio la Carta Magna de la Septembrina, el diputado por Zaragoza prosiguió en la Cámara Baja su labor de pedagogía política y patriótica.
     Por la especial proyección que en la España decimonónica prestaba el Parlamento a la socialización de idearios y pensamientos, fue desde su escaño desde donde llevó a cabo una de las más completas y, particularmente, más divulgadas definiciones del nacionalismo español. Exaltación de los valores evangélicos y de manera muy peraltada del de la libertad se erigiría en pivote de su concepción nacionalista. Con sacrificios sentimentales y alguna que otra contradicción ideológica, Castelar no vaciló en situar en la España imperial el fastigio de la nacionalidad hispana. Fue el Quinientos para él la etapa en que refulgieran más abrillantadamente las cualidades de la “raza” y la cultura hispanas, ora en las letras, ora en las artes, ora en la filosofía y el derecho, semejándole su continuidad una prolongada decadencia hasta la hora, trágica y memorable a un tiempo, de la guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz... Según elocuente y difundida confesión personal, en el cotejo de España con otros grandes países como Francia, Gran Bretaña, Italia —de singular imantación para su espíritu y sensibilidad—, le ocurría igual que en la comparación del rostro de su idolatrada madre con el de otras hermosas mujeres, en que la elección no tenía sombra de duda... Explicitada tal imagen del nacionalismo español en múltiples pasajes de sus discursos parlamentarios y textos académicos, sería en las famosas intervenciones en el Congreso de 3 de noviembre de 1869 y 20 de junio de 1871 cuando tal vez su sentimiento nacionalista ofreciera sus perfiles más característicos al entonar, a propósito de la elección y ocupación por Amadeo de Saboya el trono de España, la loanza de la monarquía de los primeros Austrias.
     “[...] Y váis a lanzar sobre un pueblo así un monarca extranjero? Si no lo siente, si no se remueve, si no se levanta la nación española de su indiferencia, ah! demostrará algo bien triste, bien doloroso para todos nosotros: demostrará que España ha muerto, que ha muerto en España sus más nobles, sus más antiguos, sus más característicos sentimientos. Nuestros conquistados nos conquistan. Nuestros vasallos vienen a ser nuestros dominadores. De las migajas caídas de los festines de nuestros reyes se formaron cuatro o cinco reinos en Italia. La isla de Cerdeña apenas se veía en el mapa inmenso de nuestros dominios, y la isla de Cerdeña se ha levantado, nos ha conquistado, y no tanto por su esfuerzo, cuanto por nuestra debilidad y nuestra miseria. Si España no se resiente de esta herida, vistámonos de luto como hijos sin madre, porque ha muerto, Sres. diputados, ha muerto nuestra patria [...]. Esta nación [España] de la cual eran alabarderos y nada más que alabarderos, maceros y nada más que maceros, los pobres, los obscuros, los hambrientos Duques de Saboya, los fundadores de la dinastía [...]. Digo y sostengo que los Duques de Saboya seguían hambrientos el carro de Carlos V, de Felipe II y de Felipe V”.
     Llegada la República, Castelar ocupó la cartera de Estado en la recomposición del gabinete presidido por Estanislao Figueras, primando una vez más su sentido del Estado y la unidad de sus conmilitones que sus opciones y gustos personales. Con íntima tristeza contempló Castelar el irrefrenable deslizamiento de la nueva situación hacia el desorden generalizado, con pulsión contenida del desencanto que ello producía en sus ensueños de juventud e ilusiones de la madurez. A causa de tal ánimo no sorprende que su presidencia se vertebrase por la defensa a ultranza del principio de autoridad como antídoto más eficaz ante el caos que padecía el país cuando, a comienzos de septiembre de 1873, fuera investido de los máximos poderes. Tras suspender las sesiones de unas Cortes transformadas de facto en Convención y con la ayuda de unos ministros que anteponían su sentimiento patriótico al de partido, el cuarto y último presidente de la Primera República drenó sus principales energías a la pacificación del país. El restablecimiento de la malparada disciplina castrense se evidenció prontamente como el instrumento más idóneo; viniendo en auxilio de ello el retorno a la institución militar de los oficiales y jefes del arma de Artillería, separados de sus funciones como resultado de la crisis acaecida en el seno del prestigioso cuerpo en las postrimerías del reinado de don Amadeo como igualmente se descubriría de importancia capital en la reforma a ultranza del ejército republicano la incorporación de cien mil hombres, conforme al procedimiento clásico de las quintas, en otra época denostado por Castelar. Y así, mientras los cantonalistas cartageneros eran doblegados por la escuadra del almirante Lobo y las tropas del general López Domínguez, las de Moriones lograban sofocar el levantamiento carlista del País Vasco. Al propio tiempo, los asuntos de una Hacienda en práctica bancarrota lograron enderezarse y las muy tensionadas relaciones con el Vaticano se encalmaron considerablemente con la presentación a Roma de una amplia y prestigiada hornada episcopal, que obtendría el correspondiente placet pontificio. Entretanto, sin embargo, el frente cubano de la “Guerra chica” comprometía gravemente la obra de gobierno castelariana con una crisis de grandes proporciones. El apresamiento del vapor Virginius con pabellón norteamericano —en realidad, un navío filibustero al servicio de los independentistas cubanos— en aguas internacionales por la corbeta El Tornado —31 de octubre de 1873— y el inmediato fusilamiento, por procedimiento militar sumarísimo, en Santiago de Cuba de cincuenta y tres de sus ocupantes, colocaron a España al borde de la guerra con los Estados Unidos.
     Una ardua operación diplomática en la que, en un clima enfebrecido por un chovinismo suicida, el presidente del gobierno sólo contó verdaderamente con la colaboración del representante de Madrid en Washington —Polo y Bernabé—, arribó in extremis la solución de la difícil coyuntura. Pocas horas después, con no pocos logros que exhibir en los algo de más cien días de su mandato, expirado el plazo de suspensión del Parlamento, Castelar se presentaba ante sus miembros en un clima de hostilidad universal en los sectores maximalistas del régimen, dueños de su más activa militancia y de la prensa más pugnaz. Rechazado un ultimátum de los prohombres del sistema para dar marcha atrás en su conservadurismo autoritario, e incluso desdecirse de algunas de sus iniciativas más fecundas, Castelar solicitó la confianza de la Cámara, que la recusaría por ciento veinte votos contra cien. Acto seguido, en la madrugada del 3 de enero de 1874, Castelar presentó su dimisión, que no pudo ser tramitada por la interrupción de la sesión debido a la entrada en el palacio de la Carrera de San Jerónimo de una sección de la Guardia Civil, entrada en el recinto por orden del capitán general de Madrid, el artillero Manuel Pavía, el más conspicuo ayudante de Prim y el general de mayor fidelidad a su memoria entre los muchos contemporáneos que tuvieran al marqués de los Castillejos como modelo y espejo.
     Un oportuno viaje por el extranjero mitigó el dolor que la frustración de su proyecto de una República de corte auténticamente presidencialista en la que la autoridad no se viese incompatible con la democracia y, de otro lado, tampoco a la libertad con la igualdad, depositara inamoviblemente en su trémulo espíritu.
     Con el paso del tiempo, la acción lenitiva de éste y el retorno con toda intensidad al cultivo de las Humanidades, así como una asidua actividad periodística descomprimieron grandemente su tensión política y, consiguientemente, su entrega a ella. Antes, empero, de que llegara tal momento, su indeficiente elección por Huesca en los diferentes parlamentos de la Restauración Alfonsina, propició la defensa de su obra y del credo insobornable que la alimentase. Viejos y nuevos temas a la manera de la separación de la Iglesia y el Estado, el sufragio universal o el servicio militar obligatorio se retomaron por una voz que conservaba intacto su magnetismo retórico. Conjuntamente, lecturas y experiencias decantaron en su ánimo la exactitud de la imprecación que le dirigiera en vísperas de la llegada de don Amadeo que, “si difícil era hacer una monarquía con escasa cimentación social, aun lo era más construir una república sin republicanos [...]”, corroborando su intuición de la imposibilidad de ésta por el atávico monarquismo de Castilla... Sean cuales fueren las causas verdaderas del enfriamiento, que no renuncia ni abdicación, de sus miras políticas, éstas se centraron en la plenitud del canovismo en influir intramuros a las clases dirigentes en su completa democratización, con la asunción sin restricciones de las banderas de la Gloriosa. “Mejor lista civil que guerra civil”. Tal lema del minoritario pero muy influyente partido Posibilista que fundara y dirigiese, sintetizaba palmariamente el pensamiento castelariano cara al escenario y las metas en que querría desenvolverse la corriente republicana obediente a su liderazgo. Prevalido en parte de su íntima amistad con Cánovas y diplomáticas relaciones con Sagasta, que le permitía un cierto margen de ascendencia sobre el rumbo de la Restauración, no levantó obstáculos frente al desenvolvimiento de una monarquía parlamentaria que, por la lógica del proceso histórico tal y como lo entendía Castelar, desembocaría en otra auténticamente democrática, conforme al modelo seguido por la británica, bien conocido y admirado por él. El camino recorrido en su entrañada Italia por la otra en tiempo despreciada dinastía saboyana era, a sus ojos, la prueba indubitable de la viabilidad del modelo en el marco de las monarquías mediterráneas. Al encontrar que en el “quiquenio glorioso” sagastino las leyes del jurado y el sufragio universal habían encontrado acomodo en la legislación del régimen de Sagunto, licenció a sus menguadas huestes —en gran proporción, asentadas prontamente en el partido del “Viejo Pastor”— y se engolfó casi por entero en las aguas de la investigación histórica y la creación literaria, con frecuentes y, a las veces, prolongados viajes por Francia e Italia, en la que fuera recibido en dos ocasiones por el mismo León XIII, por el que sentía una viva y correspondida simpatía. En total oposición con Pi y Salmerón —por los que había anidado una ilimitada antipatía— respecto a la estrategia y táctica que debiera seguir el republicanismo finisecular, la crisis noventaochentista le arrancó de su voluntario exilio público, alarmado por el desarrollo de los nacionalismos periféricos y aún del simple autonomismo conque el partido conservador encabezado por Silvela procurara desatascar la situación de parálisis entre Madrid y aquéllos. Reingresado en el Congreso en las elecciones de abril de 1899, tras no pocas dificultades salvadas por la generosidad de su opositor Juan de la Cierva, los planes ambiciosos acariciados por Castelar respecto a un republicanismo palintocrático quedaron en el limbo de los propósitos por su tránsito acaecido en el mes siguiente.
     La España oficial tampoco desmintió con ocasión de su muerte su incoercible proclividad por la mezquindad.
     Al cantor epinicio de las hazañas de los antiguos españoles en ambos hemisferios y al restaurador de su moral y fuerza en la crítica coyuntura del otoño de 1873 se le negaron por parte del ministro de la Guerra, el “general cristiano”, C. Polavieja, los honores militares.
      Afortunadamente, y como también no es infrecuente en las costumbres nacionales, la noble y caballerosa figura de Arsenio Martínez Campos en unión de otros varios compañeros de armas escoltaron el multitudinario recorrido fúnebre —de unas cuarenta mil personas— hasta la madrileña Colegiata Sacramental de San Ginés, donde esperó el juicio de la Historia.
     Aunque su figura aún no ha tenido el estudio condigno a su importancia, la mayor parte de los especialistas de la segunda mitad del siglo XIX se muestran contestes en señalar su relevancia como introductor de una de las corrientes esenciales del republicanismo hispano, así como descubren una considerable unanimidad en ponderar su prudente y meritoria tarea gobernante en período tan breve como el que estuviera al frente del país. Menos favorable es el juicio acerca de su prolífica labor historiográfica. La escasa acribia documental, el exceso de formalismo y retórica, el artificio y gratuidad de muchos planteamientos y, en fin, su incoercible tendencia subjetivista y pathos teatral invalidan un quehacer que tiene quizá su máximo y actual valor en la atención por la vertiente artística del trabajo histórico. En punto a su menos extensa producción literaria, no se aleja mucho del citado, el juicio merecido a la crítica hodierna. Novelas y ensayos decaen mucho en la comparación con las viñetas y, sobre todo, cuadros y estampas de viaje, acreedores a una lectura reposada (José Manuel Cuenca-Toribio, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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Más sobre el Callejero de Sevilla, en ExplicArte Sevilla.

La calle Castelar, al detalle:
El edificio de la calle Castelar, 10. 
El edificio de la calle Castelar, 14. 
El edificio de la calle Castelar, 16. 
El edificio de la calle Castelar, 15-19. 
El edificio de la calle Castelar, 22. 
El edificio de la calle Castelar, 26-28. 
El edificio de la calle Castelar, 32. 

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