Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la escultura "Gitana", de Joaquín Bilbao, en la sala XIII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
Hoy, 16 de noviembre, es el Día del Flamenco en Andalucía, al coincidir con la de la inclusión del arte jondo, en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco. Un reconocimiento logrado tras una larga carrera, en la que estuvieron implicados instituciones y ciudadanía en la consecución de un importante logro cultural andaluz.
Y que mejor día que hoy para ExplicArte la escultura "Gitana", de Joaquín Bilbao, en la sala XIII del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
En la sala XIII del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la escultura "Gitana", de Joaquín Bilbao (1864-1934), siendo una obra en mármol, de estilo costumbrista, realizado en 1904, con una altura de 1'05 m., y procedente del depósito de la Real Academia de Bellas Artes de Sevilla, en 1966.
Obra llena de gracia y movimiento que entronca con el costumbrismo de la pintura del momento (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
Tres notas dominantes van a distinguir la producción escultórica hispalense durante todo el siglo XIX y buena parte del actual: por un lado, la larga perduración de la tradición barroca, tan arraigada, y tan propiciada por la demanda de Cofradías y Hermandades; por otro, la falta de maestros locales que pueden estar al alcance de las nuevas corrientes; por último, y como consecuencia, las necesidades locales se cubren con obras traídas de fuera o con artistas foráneos que vienen aquí a esculpir, especialmente en las empresas monumentales.
El Academicismo lo representan artistas foráneos llegados a suelo sevillano como Felipe de Castro, José Esteve Bonet y, sobre todo, Blas Molner que, desde 1770, trabaja en Sevilla desde la Real Escuela de las Tres Nobles Artes, fundada en 1775, de la que fue Director desde 1793 a 1810. El trabajo de los profesores de esta notable institución propició, durante la época fernandina, un tímido arraigo de la estética del neoclasicismo, pero, eso sí, de la mano de artistas foráneos como José Bover o Rafael Plagniol. El triunfo del Romanticismo hizo brotar en Sevilla un cierto momento de brillantez, pues, junto a artistas no hispalenses venidos aquí a trabajar, surge la figura del malagueño, afincado en Sevilla, Juan de Astorga Cubero (1779- 1849), autor de valoradas imágenes dolorosas de María.
La segunda mitad del siglo XIX viene marcada, como repetidamente ha indicado de la Banda y Vargas, por dos estéticas sucesivas: la historicista y la del triunfo del naturalismo realista, amén de la perduración de la neobarroca imaginería procesional. Artistas extranjeros, como Frappolí, o hispanos, como Ricardo Bellver, van a seguir dominando el desolado panorama escultórico hispalense, en el que tan sólo destacan maestros de segundo orden como Gabriel de Astorga o Manuel Gutiérrez Cano. Tan sólo la aparición de Antonio Susillo arrancará a nuestra plástica de su postración y la conducirá, con su arte y su círculo de discípulos, hacia los caminos del realismo imperante en las décadas de la época de la Restauración.
Las primeras cuatro décadas de nuestro siglo estarán marcadas por hechos significativos: la perduración de los encargos importantes a artistas de fuera de nuestra tierra, como es el caso de Mariano Benlliure; la salida de Sevilla de nuestros artistas, intentando adquirir nuevos conocimientos más allá, incluso, de nuestras fronteras, especialmente en París y Roma; la continuación de la renovación estética de Susillo a través de la obra de Joaquín Bilbao y Lorenzo Coullaut Valera, y, finalmente, la participación de estos escultores y sus discípulos en la reestructuración monumental y artística que supuso para Sevilla la Exposición Iberoamericana de 1929, siendo de destacar la labor de jóvenes artistas como Agustín Sánchez-Cid, Manuel Delgado Brakembury o Enrique Pérez Comendador.
La segunda mitad del siglo está ya plagada de escultores que han sabido renovar la rancia escuela hispalense, aunque la tradicional imaginería procesional siga vigente de la mano de Castillo Lastrucci. Nombres como Antonio Illanes, Manuel Echegoyán, Juan Luis Vasallo, Antonio Cano o Carmen Jiménez Serrano, llenan de gloria el devenir de la escultura hispalense, y, desde sus cátedras de la Facultad de Bellas Artes, han formado a la más joven y moderna generación artística de nuestra ciudad.
La generosidad de doña Flora Bilbao Martínez, hermana del artista, y de la Academia hispalense de Bellas Artes, entre otras personas e instituciones, han propiciado, con sus donaciones, que el Museo sea lugar obligado para poder estudiar y admirar la más extensa colección de obras, en mármol, bronce, madera, porcelana, yeso y barro, de este ilustre escultor sevillano, que, anclado dentro de la tradición decimonónica, está falto de un estudio monográfico definitivo.
Hermano del pintor Gonzalo Bilbao, nació en Sevilla en 1864, licenciándose en Derecho a los veintiún años y pasando a ejercer su profesión en el bufete hispalense de Manuel Bedmar. Aficionado al dibujo, cultivó entonces la pintura como puro pasatiempo; se interesó, después, por el modelado en barro al hacer jarrones que pintaba y, finalmente, progresó tanto, que llegó a la pura escultura, abandonando la abogacía y dedicándose exclusivamente al arte.
Considerado como discípulo de Susillo, al año siguiente de la muerte de éste, 1897, obtiene ya medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes con su obra Sueño de amor, hoy en nuestro Museo. En 1900 se traslada a París para ampliar conocimientos y completar su formación, recorriendo museos y monumentos de Francia, Inglaterra, Alemania, etc., tomando contacto con el ambiente de renovación formal que entonces se producía en las artes plásticas. Cuatro años más tarde vuelve a Sevilla para profesar en la Escuela de Artes y Oficios, ser profesor de término de la de Toledo y Director de la Casa del Greco, de 1909 a 1912. En 1906 obtuvo Segunda Medalla y fue condecorado en la Exposición de 1912 por su asidua concurrencia. Premiado, por su figura de Cánovas del Castillo, en la Exposición Universal de París de 1900, tres años antes, en 1897, es elegido numerario de la Academia de Bellas Artes de su ciudad natal, sucediendo en el sillón académico a Antonio Susillo. Murió en Sevilla, en 1934. Su obra abarca las realizaciones monumentales, tanto en Madrid como en Sevilla, habiéndonos dejado aquí la broncínea de Maese Rodrigo Fernández de Santaella, el mausoleo del Cardenal Spínola y la estatua ecuestre de San Fernando que corona el monumento de la hispalense Plaza Nueva. La imaginería religiosa se conserva en las Hermandades sevillanas del Valle y de las Cigarreras especialmente.
Pero, donde su producción alcanza mayor significación es en la temática popular e infantil, destacando las bailaoras y demás personajes vinculados al flamenco, obras casi todas de menor tamaño, llenas de gracia y movimiento y muestras de su perfecto dominio técnico (Enrique Parejo López, Escultura, en Museo de Bellas Artes de Sevilla, Tomo I. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Biografía de Joaquín Bilbao, autor de la obra reseñada;
Joaquín Bilbao Martínez, (Sevilla, 25 de agosto de 1864 – 30 de enero de 1934). Escultor.
De familia acomodada, inició su formación artística, junto a su hermano Gonzalo, en el estudio del pintor Pedro de Vega. Tras concluir el bachillerato, cursó la licenciatura de Derecho y a los veintiún años se incorporó como pasante al prestigioso bufete de Manuel Bedmar Escudero. En los ratos libres retomó la pintura y descubrió el modelado, en el que de manera autodidacta progresó con mucha facilidad. Decidió entonces, con veintinueve años, abandonar la abogacía y dedicarse por entero a la escultura. Pero, para aprender todos sus secretos frecuentó el taller de Antonio Susillo (1855-1896), quien estaba renovando la plástica sevillana con la introducción del realismo ochocentista —minucioso y pictórico— que había asimilado durante sus estudios en París y Roma. La trágica muerte de su maestro, en 1896, le sobrevino cuando ya estaba prácticamente formado, como lo atestiguan la tercera medalla que obtuvo en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1897, por su grupo Sueño de Amor, que sería adquirido por el Estado; el galardón que consiguió al año siguiente en la Exposición de Barcelona por su bajorrelieve el Sueño de la Virgen; y el triunfo, ese año de 1898, con su grupo El eterno guía, en el concurso público abierto por el Ayuntamiento de Sevilla para la ornamentación de la rotonda de ingreso al cementerio de San Fernando. Su vinculación con las empresas artísticas de la ciudad se continúa en estos años con la realización de la estatua de Maese Rodrigo de Santaella, el fundador de la universidad hispalense, que modeló generosamente en recuerdo de sus tiempos de estudiante, y que sería descubierta el 11 de diciembre de 1900.
Pero estos éxitos, que prácticamente le habían consagrado, no colmaron sus inquietudes plásticas. En 1900 marchó a París para completar su formación. Allí permaneció cuatro años, vinculado fundamentalmente a la Academia libre, en contacto con su bullente mundo artístico, y en especial con el escultórico, donde triunfaban las novedades de Rodin, Meunier, Dalou y la estética del Art Nouveau. Aprovechó la celebración de la Exposición Internacional de 1900 para presentar la estatua de Antonio Cánovas del Castillo, destinada a coronar el monumento que en colaboración con el arquitecto José Grases y Riera le estaba levantando en Madrid, y cuyo encargo había sido recibido dos años antes. Obtuvo por ella una tercera medalla y el conjunto fue inaugurado el 1 de enero de 1901. También participó en el Salón parisino de 1902, logrando una mención honorífica por el Resultado de la huelga.
Concluidos sus estudios en la capital francesa recorrió Inglaterra, Alemania, Bélgica y Holanda, interesándose por sus obras de arte, pero también por sus tipos, en especial los campesinos bretones y de los Países Bajos. De regreso a Sevilla, participó en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1904 y de nuevo en la de 1906, en la que fue premiado con una segunda medalla por El último tributo, obra que años más tarde, en 1910, le deparó una medalla de oro cuando la presentó a la Exposición Internacional de Buenos Aires. En 1909 se trasladó a Toledo, donde ocupó los cargos de director del Museo del Greco y profesor de modelado en su Escuela de Artes y Oficios. No obstante, en 1912 regresó a su ciudad natal, de la que no volvió a ausentarse.
Desde entonces se estrecharon aún más sus lazos con la vida artística local, donde sus títulos de caballero de la Legión de Honor y de comendador de número de la Orden Civil de Alfonso XII, junto a sus premios escultóricos, a los que ahora se sumaba una consideración de segunda medalla en la Exposición Nacional de 1912, le concedieron un enorme prestigio, avalado por su presencia institucional. Era numerario de la Academia de Bellas Artes desde 1897, cuando fue elegido para ocupar el sillón de Susillo, muerto el año anterior; y socio muy activo del Ateneo, al que pertenecía desde su fundación en 1887, pero en el que ahora ocupaba cargos de relevancia, como el de presidente de su sección de Bellas Artes, entre 1917 y 1919. Dotado de un gran oficio, enfrentó con brillantez todos los géneros, desde la escultura conmemorativa a la religiosa, pasando por el retrato y el bajorrelieve, pero donde más cómodo se encontraba era en los trabajos de pequeño formato, resueltos con un exquisito virtuosismo en el que se concitan soluciones del pasado y de la renovación plástica del fin de siècle —la que conoció en su estancia parisina—, que dan por resultado trabajos atractivos, gratos y modernos. Por ello fueron los más demandados por su clientela privada y los que centraron su participación en los certámenes expositivos. En las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes mantuvo una presencia testimonial, con asistencia sólo a las de 1917 y 1926; por el contrario, a las Primaverales de Bellas Artes, organizadas por el Ateneo, casi nunca faltó. Estuvo presente en ellas desde 1897, pasando por las de 1900, 1904, 1905, 1906, 1910, y perseverando en las de 1916, 1917, 1918, 1922, 1924, 1925, 1926, 1929, hasta llegar a la de 1930.
No obstante, las creaciones que más relevancia le dieron fueron las de carácter público, en su gran mayoría vinculadas con el arte religioso. Entre ellas pueden reseñarse: en 1914, para la catedral hispalense, el retablo plateresco, con los relieves de la Dolorosa y de San Juan, en la capilla del Cristo de Maracaibo; en 1916, para la Hermandad hispalense de las Cigarreras, el miguelangelesco Cristo del Dolor; en 1919, para la iglesia de Cumbres Mayores, Huelva, la imagen de Nuestra Señora de los Dolores; en 1922, los cuatro sayones para el misterio de la Coronación de Espinas, de la Hermandad sevillana de la Coronación; también en 1922, la talla del Buen Pastor, para la iglesia sevillana del Sagrado Corazón; y con posterioridad a 1917, cuando el arquitecto Adolfo Fernández Casanova concluyó el apartado arquitectónico de la catedralicia portada de la Concepción, los modelos, siguiendo el estilo tardo-gótico de Mercadante de Bretaña y Pedro Millán, de las veinte estatuas que la exornarían, y que fueron llevadas al tamaño y material definitivos, la terracota, por su colaborador Adolfo López, hacia 1924. Muy próximo al arte cristiano queda su mausoleo del cardenal Spínola, labrado en 1913 para la catedral de Sevilla, y hasta cierto punto su participación en el monumento sevillano a san Fernando, donde sólo hizo la figura ecuestre del soberano, ya que su proyecto fue sustituido por el del arquitecto Juan Talavera y Heredia, finalmente inaugurado el 15 de agosto de 1924. Durante estos años sevillanos sus obras civiles son más extrañas, destacando la alegoría de las Artes en el monumento madrileño a Alfonso XII y el retrato de Alfonso XIII, en el Ayuntamiento de Sevilla.
Concluyó sus días con la satisfacción de ver cómo sus discípulos alcanzaban la fama, y entre ellos su predilecto, Enrique Pérez Comendador (Joaquín Manuel Álvarez Cruz, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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