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jueves, 22 de julio de 2021

La pintura "Santa María Magdalena", de José Antolínez, en la sala VI (actualmente en los almacenes) del Museo de Bellas Artes

     Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la pintura "Santa María Magdalena", de José Antolínez, en la sala VI (actualmente en los almacenes), del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.     
   Hoy, 22 de julio, Memoria de Santa María Magdalena, que, liberada por el Señor de siete demonios, se convirtió en su discípula, siguiéndole hasta el monte Calvario, y en la mañana de Pascua mereció ser la primera en ver al Salvador retornando de la muerte y llevar a los otros discípulos el anuncio de la resurrección (s. I) [según el Martirologio Romano reformado por mandato del Sacrosanto Concilio Ecuménico Vaticano II y promulgado con la autoridad del papa Juan Pablo II].
   Y que mejor día que hoy, para ExplicArte la pintura "Santa María Magdalena", de José Antolínez, en la sala VI (actualmente en los almacenes), del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.  
   El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
   En la sala VI (actualmente en los almacenes) del Museo de Bellas Artes podemos contemplar la pintura "Santa María Magdalena", de José Antolínez (1635-1675), siendo un óleo sobre lienzo en estilo barroco de la escuela madrileña, pintado en 1673, con unas medidas de 2'16 x 1'75 m., y procedente de la donación de Dª Mª Alegría Gutiérrez Suárez, Marquesa Viuda de Larios, en 1949 (web oficial del Museo de Bellas Artes de Sevilla).
   José Antolínez fue pintor de relevante talento dentro de su generación, perteneciente a la escuela madrileña del tercer cuarto del siglo XVII. Nació en Madrid en 1635 y realizó su formación con Francisco Rizi, desarrollando después su carrera hasta la fecha de su fallecimiento acaecida en 1675. Poseyó Antolínez una soltura extraordinaria en el manejo del pincel y un sentido del color brillante, con el que consiguió matices inigualables, especialmente en el dominio de tonalidades claras como el blanco de plata, siendo también muy celebrados sus tonos carmines. Conocedor profundo de la pintura veneciana y flamenca, cuyas esencias supo fundir hábilmente en su estilo, Antolínez plasmó fundamentalmente escenas religiosas, distinguiéndose también en su época como autor de episodios mitológicos y retratos. Asombra en sus pinturas su personal sentido del dibujo, hábil y suelo, características que le convirtieron en uno de los pintores más destacados en el Madrid de su época.
   Ha pasado Antolínez a la historia de la pintura madrileña como el creador más original del prototipo de la Inmaculada, del que realizó magníficas versiones plenas de elegancia y a la vez de intenso movimiento. También en el ámbito de la pintura religiosa acertó Antolínez a captar magníficas versiones de la Magdalena. Muy importante, a pesar de los escasos testimonios conservados, debió de ser su dedicación al retrato y muy significativas son sus dotes en esta modalidad pictórica; basta contemplar el retrato del embajador Lerche y sus amigos, del Museo de Copenhague, fechado en 1662 para advertir su maestría y también cómo, al menos en esta ocasión, se mueve en torno a las características del retrato de grupo holandés. Aunque son de tono menor, han de citarse también los dos retratos de niños que se conservan en el Museo del Prado.
   Dentro de la pintura de carácter costumbrista hay que señalar una interesante obra de Antolínez, que es el vendedor de cuadros de la Pinacoteca de Munich, donde el protagonista nos muestra la humilde presencia de un pintor que acude a un domicilio en el que pretende vender sus modestas creaciones; destaca en esta pequeña pintura el admirable efecto de perspectiva que el artista ha conseguido en la solución ambiental del interior.
   Son numerosas las versiones que Antolínez realizó del tema de la Inmaculada. De ellas el ejemplar que se conserva en el Museo de Sevilla destaca por su definido sentido volumétrico, efecto que le hace aparecer más aplomada que en otras de sus realizaciones y por lo tanto menos barroca y agitada. Su intenso y armonioso cromatismo, habitual en este artista, convierte a este ejemplar en una de las mejores repeticiones del tema ejecutadas a lo largo de su trayectoria artística.
   Igualmente destaca entre los varios ejemplares de Antolínez que han llegado hasta nuestros días, dentro del tema de la Magdalena, el conservado en el Museo de Sevilla, firmado y fechado en 1673. La iconografía de esta pintura muestra a la Santa en su apartado retiro en el momento de contemplar una ampolla de agua, emblema de la castidad, que le muestran unos pequeños ángeles en la parte superior de la escena. La elegancia y belleza formal del cuerpo de la Magdalena elude el sentido de la representación, aspecto al que contribuyen los ángeles niños situados en primer término mostrando la calavera, atributo de penitencia de la Santa, con la que más parecen estar jugando que señalando su trascendental  sentido simbólico (Enrique Valdivieso González, Pintura, en El Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tomo II. Ed. Gever, Sevilla, 1991).
Conozcamos mejor la Historia, Leyenda, Culto e Iconografía de Santa María Magdalena, discípula del Señor;
LEYENDA
   La primera pregunta que se plantea a propósito de María de Magdala, la Magdalenense, que con el tiempo se convirtió en la Magdalena, es saber si se trata de la pecadora anónima de quien habla el Evangelio según san Lucas (7: 37), o si es María de Betania, hermana de Marta y de Lázaro. Es lo que se denomina el problema de las tres Marías.
   Los teólogos han publicado numerosas disertaciones acerca de este tema: De tribus aut unica Magdalena sin que llegaran a ponerse de acuerdo. Bossuet creía en tres Magdalenas, y efectivamente, parece que la Magdalena santificada por la Iglesia sea una amalgama de tres personalidades diferentes que la leyenda fundió en una sola. 
   Lo que sí es seguro es que no pertenece a la casta legión de las vírgenes ni a la de las mártires. Un sermón del  siglo XIII habla de la doncella santa Magdalena, pero aclarando: quae non virgo, sed puella dici potest.
   Ya hemos hablado a propósito de la iconografía de Cristo, de las escenas en las que Magdalena (una o trina) se encuentra en relación con Jesús. Limitémonos a recordarlas brevemente.
   Aparece por primera vez en la Comida en casa de Simón el leproso (o el fariseo), donde unge con preciosos perfumes los pies de Cristo y los seca con sus cabellos.
   Desde entonces se apega al maestro que ha elegido y lo recibe junto a su hermana Marta en su casa de Betania. Ambas obtienen del taumaturgo la resurrección de su hermano Lázaro.
   Asiste a la Crucifixión y Jesús la favorece con su primera Aparición, pero conminándola a no tocarle (Noli me tangere), aunque algo más tarde invite a Santo Tomás a palpar la herida de su costado.
   ¿En qué se convierte ella después de la Ascensión de Cristo?
   Según la versión greco-oriental, se habría retirado con la Virgen y san Juan en Éfeso, donde murió, para que luego sus reliquias fueran transportadas a Constantinopla.
   De acuerdo con otra leyenda forjada en Borgoña en el transcurso del siglo XI y cuyo objeto era justificar la presencia y la autenticidad de las reliquias de santa Magdalena en la iglesia de peregrinación de Vézelay, María Magdalena se habría embarcado junto a su hermana Marta y su resucitado hermano Lázaro, en compañía del obispo Maximino y de las santas Marías, en una barca sin vela ni timón que llegó hasta las costas de Provenza, o al puerto de Marsella. Después de haber convertido a la fe cristiana al príncipe pagano del lugar, se retiró para hacer penitencia en las soledades de la Sainte Baume, es decir, la santa gruta, donde vivió aún treinta años más. En ese lugar se muestra una fuente alimentada por sus lágrimas. Todos los días los ángeles la arrebataban al Paraíso para hacerle oír un concierto ce­lestial. Cuando estuvo a punto  de morir, la transportaron hasta Aix en Provence, donde san Maxirnino le administró la última comunión.
   Todo ese suplemento provenzal de la penitencia de María Magdalena en Sainte Baume fue copiado de la leyenda de santa María Egipcíaca, de manera que Magdalena, que ya en los primeros tiempos del cristianismo estaba compuesta por tres personas diferentes, en la Edad Media se transformó en una amalgama de cuatro mujeres diferentes, puesto que la Magdalena provenzal sería una religiosa del siglo VIII, llamada sor santa Magdalena, quien, después de la destrucción de su convento por los sarracenos, habría vivido diecisiete años en la gruta de Sainte Baume y habría muerto en Saint Maximin.
   Los monjes borgoñones de Vézelay no forjaron esta novela en beneficio del santuario provenzal de Saint Maximin, como se puede imaginar, sino que, junto con ella, difundieron el rumor del traslado a Borgoña de las reliquias de santa Magdalena. Los provenzales protestaron contra ese rapto imaginario. En 1279 hicieron saber que el príncipe Carlos de Salerno, que además era conde de Provenza, había sido gratificado con una aparición de santa Magdalena, en cuyo transcurso ésta le reveló que su cuerpo nunca había abandonado Saint Maximin, y que por temor a los piratas sarracenos, se lo ha­bía sustituido en la tumba por los restos de san Cedonio de Lindisfarne, cuyas reliquias habían sido llevadas a Aix por los monjes irlandeses de Lérins; y que eran esos huesos, infinitamente menos preciosos, los que se habían llevado a su tierra los borgoñones.
   Después de esta revelación, Carlos de Salerno hizo abrir la tumba de la santa y allí encontró, como por azar, el nombre de Magdalena escrito por el propio san Maximino sobre un trozo de corteza. Todos los desvergonzados alegatos de los monjes de Vézelay se derrumbaron en el acto. Y los peregrinos, desengañados, abandonaron Vézelay para regresar a la gruta de la Sainte Baume, de nuevo centro de culto y veneración de la santa. Esta guerra de monjes a golpes de falsificación, que buscaba asegurarse la explotación de los huesos de una santa ficticia, oscurece las bases de la devoción medieval; pero pese a todo le debemos las admirables iglesias de Saint Maximin y de Vézelay, lo cual no es poco.
CULTO
   Aunque la historicidad de santa Magdalena sea tan indemostrable como la de Santa María Egipcíaca, Thais y Pelagia, es, con gran ventaja, la más po­pular de todas las pecadoras arrepentidas y santificadas. Dicha popularidad se debe a que se le atribuyó haber conocido, amado y servido a Jesús, quien habría tenido por ella la misma predilección que por san Juan.
   En la Edad Media se la llamaba la muy santa Señorita pecadora e incluso, la bienaventurada  amante de Cristo (beata Dilectrix Christi). Y se la veneraba como un modelo de penitencia.
Lugares de culto
   En Francia, los dos centros principales del culto de santa Magdalena eran Provenza y Borgoña, o más precisamente, la gruta de la Sainte Baume, cerca de Saint Maximin y la acrópolis cluniacense de Vézelay. Se contaba que las reliquias habían sido llevadas a Vézelay por Girard de Roussillon, cuñado de Carlomagno, en el siglo IX. Los acólitos del Tour de Francia siempre se detenían al pasar frente a la gruta de la Sainte Baume.
   Como centros secundarios pueden citarse Marsella, en Provenza, y Vernon y Vemecuil, en Normandía.
   La Iglesia de Sainte Madeleine, en París, pretendía poseer un fragmento de la piel de su frente retirado en el sitio donde la tocara Cristo resucitado. En el siglo XVIII se puso bajo su advocación otra iglesia en el barrio de LaVille l'Évèque, que Napoleón transformó en Templo de la Gloria y que Luis XVIII devolvió al culto católico y consagró a la memoria de Luis XVI. La pecadora arrepentida, en los tiempos de la Restauración se convirtió en el símbolo de Francia arrepentida del martirio de su rey.
   Desde Provenza, el culto de santa Magdalena pasó a Italia, gracias a los príncipes de la Casa de Anjou, que también eran condes de Provenza y reyes de Nápoles. Se la veneraba muy especialmente en Sinigaglia, cerca de Ancona. En Inglaterra hay  numerosas iglesias puestas bajo su advocación. Y en Alemania, hacia 1215 se creó la orden de las penitentes de Santa MaríaMagdalena
Patronazgos
   Los patronazgos de santa Magdalena eran extremadamente numerosos.
   En memoria de los preciosos perfumes con que ungiera los pies de Cristo en casa de Simón el leproso, o el fariseo, es la patrona de los perfumeros. Raban Maur la llama la devota perfumadora de Jesucristo.
   Por la misma razón la reivindican los fabricantes de guantes, porque la gente elegante en la Edad Media, y hasta el siglo XVI, usaba guantes perfumados con benjuí o franchipán. A este título se la ha representado con guantes, incluso al pie de la Cruz.
   A causa de la forma del vaso de perfumes, que se asemeja a un aguamanil, en Chartres era la santa patrona de los aguadores, quienes le dedicaron una vidriera en la catedral.
   Sus cabellos rubios que enjugaron los pies de Jesucristo, la hicieron elegir como patrona por los peluqueros y los peinadores.
   Los hortelanos, porque no olvidaron que después de la Resurrección, Cristo se le apareció con el aspecto de un hortelano.
   Los presos recurrían a su intercesión. Una vez liberados, iban a colgar sus cadenas ante su tumba, a la manera de un exvoto.
   Pero sobre todo, ella era la patrona de las mujeres arrepentidas o prostituta confiadas a una orden de religiosas que en Italia se llamaban las Donne Convertite della Maddalena, y en Francia, con mayor brevedad y gentile­za, las Madelonnettes. Auténtico espejo de la penitencia (speculum poenitentiae), ella, como dijo santa Brígida, había lavado todas sus faltas en los «arroyos de sus lágrimas». Además, era el refugio de las pecadoras a quienes su ejemplo animaba a no perder la fe en la salvación. A las vírgenes ne­cias, que desgraciadamente ignoraban el latín, dirigía esta exhortación inscrita en una filacteria: «Ne desperetis vos,qui peccare soletis: exemploquc meo vos reparate Deo.»
   Un predicador,cuando se dirigía a sus parroquianas, las exhortaba a seguir el ejemplo de esta santa, quien se había redimido mediante la penitencia de sus pecados de juventud: «Mujeres mundanas, y acaso voluptuosas, apren­ded a volver de vuestros extravíos igual que la Magdalena.»
   En el Tirol, el nombre de pila Magdalena se daba a las hijas naturales, nacidas fuera del matrimonio.
   No era una santa curadora. No obstante, su almohada de piedra de la gruta de la Sainte Baume, que se conserva en la abadía de Saint Víctor de Marsella, se consideraba eficaz para curar la fiebre.
   A diferencia de muchas santas que se eclipsaron después de la Reforma, su persistente popularidad en el siglo XVII está probada por una abundante literatura magdalenense en prosa y en verso. Los poetas devotos rimaron Magdaleidas y Magdalíadas, según los modelos de la Ilíada o de la Francíada.
   Fue celebrada por el austero cardenal de Bérulle, fundador del Oratorio, como la amante mística  cuyo corazón fue a fundirse a los pies de Jesús como una bola de nieve al sol.
   No obstante, la Iglesia de París se dejó ganar por el escepticismo de los teólogos del Siglo de las Luces que ya no aceptaban la identidad de la pecadora de Magdala con la hermana de Marta y de Lázaro. El Breviario del cardenal de Noailles establece dos fechas diferentes, una el 19 de enero, para María de Betania, y la otra el 22 de julio para María Magdalena.
ICONOGRAFÍA
   Las características y los atributos de santa Magdalena permiten reconocer­la fácilmente, aunque a veces pueda confundírsela con santa María Egipcíaca, quien le ha copiado ciertos rasgos de su leyenda. Así, por ejemplo, la larga cabellera suelta que le sirve de vestido en la Sainte Baume, la tiene en común con la cortesana penitente de la Tebaida.
   Su atributo más antiguo, típico y constante es el vaso de perfumes de alabastro u orfebrería, cuyo contenido esparce sobre los pies de Jesucristo, o el que llevara al Santo Sepulcro con las otras dos Santas Mujeres. Dicho vaso está cerrado, pero a veces ella levanta la tapa.
   Su vestimenta varía naturalmente, según se la represente antes o después de la penitencia. En su período de vida mundana, se exhibe con ropas de cortesana (in habitu meretricio). En el rico atavío que le concediera la puesta en escena de los autos sacramentales o teatro de los Misterios, llevaba un peinado llamativo, pendientes en las orejas, mangas cuchilladas y guantes, que el Maestro de Colonia del retablo de san Bartolomé, le hace llevar incluso al pie de la Cruz.
   Retirada en la Sainte Baume, se la ve acostada  y semidesnuda o vestida sólo con el manto dorado de su largo pelo rubio, de manera que a pesar de la calavera ante la cual medita, generalmente resulta menos casta en penitencia que en sus extravíos. A partir del Renacimiento, la mayoría de los pintores encontraron en el tema de Magdalena, desprovisto de todo carácter religioso, un pretexto para excitar la hastiada sensualidad de los lectores de La Religiosa de Diderot, o las Memorias eróticas de Casanova (Louis Réau, Iconografía del Arte Cristiano. Ediciones del Serbal. Barcelona, 2000).
Conozcamos mejor la Biografía de José Antolínez, autor de la obra reseñada;
   José Antolínez (Madrid, noviembre de 1635 – 30 de mayo de 1675). Pintor.
   José Antolínez fue, junto con Mateo Cerezo, Juan Martín Cabezalero y Juan Antonio Escalante, uno de los principales representantes de la generación de pintores activos en Madrid inmediatamente posterior a la de Carreño, Francisco Rizzi y Herrera el Mozo. Los cuatro tienen también en común su muerte prematura, sus notables dotes para la práctica de su arte y el cultivo de un estilo en el que fusionaron las influencias de la pintura veneciana del siglo xvi con las procedentes de los pintores barrocos flamencos, especialmente Rubens y Van Dyck. De todos ellos, Antolínez es aquel cuyo catálogo incluye una mayor variedad temática, y cuya biografía contiene un mayor número de episodios singulares.
   Como ocurre con la mayor parte de los pintores españoles contemporáneos, las fuentes biográficas que nos ha dejado Antolínez son principalmente de dos tipos: por un lado, las noticias que han ido apareciendo en diferentes archivos y que en general tienen un carácter económico-administrativo, o se relacionan con nacimientos, muertes o matrimonios de él mismo o de las personas de su entorno; por otro, se cuenta con El parnaso español pintoresco y laureado (1724) del también pintor Antonio Palomino, en donde se incluye una biografía de este artista. Ambas fuentes se complementan, pues Palomino se refiere a una serie de datos que difícilmente se hacen explícitos o se infieren de la documentación de archivo, como son los que tienen que ver con su carácter, su formación o su fama. Pero no hay que olvidar que el concepto de “historia” a principios del siglo xviii era distinto al actual en lo que se refiere a la necesidad de veracidad y de comprobación de los datos; y que las biografías de artistas de este escritor cordobés no se justificaban por sí mismas, sino que formaban parte de un extensísimo tratado pictórico en tres tomos a través del cual se trata de demostrar la nobleza, las posibilidades, la utilidad social y el valor intelectual de este arte. Por eso, el escritor no dudaba en “adornar” algunas de sus biografías con objeto de acomodarlas a los intereses del tratado. Era especialmente amigo de exagerar aquellos rasgos que demostraban que los pintores eran seres dotados a veces de un carácter y una psicología especiales, lo que los diferenciaba de otros colectivos profesionales.
   Éstas son consideraciones que es imprescindible tener en cuenta a la hora de manejar la biografía de Palomino, pues abunda en datos que muestran las peculiaridades de su carácter. Asegura que era “muy altivo y vano”, y para demostrarlo narra varias anécdotas en las que sacó a la luz su genio despectivo. En algunas de ellas su orgullo quedaba herido, como la que le enfrentó con Francisco Rizzi con motivo de su desprecio hacia quienes trabajaban en la ejecución de escenografías para el teatro del Buen Retiro, lo que acabó con la demostración de su impericia para este tipo de obras supuestamente sencillas. Palomino también relaciona la propia muerte del pintor con un acto de vanidad. Siendo aficionado a la esgrima, se batió con otro por una cuestión de competencia y rivalidad, y salió mal parado. Las heridas o el orgullo herido le produjeron una calentura que acabó con su vida.
   Estas anécdotas probablemente esconden la realidad de un artista autoconsciente y pagado de sí mismo, y definen no sólo la personalidad de un pintor concreto, sino también un momento de la historia de la pintura en España en el que los artistas empezaban a alcanzar cierto reconocimiento social e intelectual.
   Ese clima propiciaba el desarrollo de formas de comportamiento singulares y, en algún aspecto, comparables a las que se asociaban con la nobleza.
   Palomino no sólo ofrece datos que permiten trazar un perfil psicológico del pintor, sino que también aporta noticias sobre su actividad profesional. Lo hace discípulo de Francisco Rizzi, asegura que “frecuentó las academias”, lo que implica ambiciones artísticas e intelectuales, y lo considera uno de los pintores más importantes que trabajaban en Madrid en ese tiempo.
   De él elogia su “tinta aticianada”, sus paisajes, “que los hizo con extremado primor, y capricho”, y sus retratos, “muy parecidos”. Como muestra de la posición que alcanzó, asegura que el almirante de Castilla había colocado una obra suya en la sala dedicada a “los eminentes españoles” en su palacio madrileño.
   Las noticias de archivo y el estudio de sus obras sirven para completar este panorama. Así, las relaciones de sus primeras pinturas con obras de Alonso Cano o Herrera Barnuevo muestran que el horizonte de su formación juvenil excede al magisterio de Francisco Rizzi. También se sabe que su padre era cofrero, que se casó con la hija de Julián González, un pintor apenas conocido, y que a lo largo de su corta vida desarrolló suficientes ambiciones sociales como para que uno de sus hijos acabara nombrado, con el tiempo, caballero de Calatrava. En este sentido, su carrera constituye un claro ejemplo del proceso de ascenso social que siguió un número cada vez mayor de artistas en España. Los archivos también demuestran que, como era habitual entre sus colegas, Antolínez compaginó la práctica de la pintura con otras tareas profesionales relacionadas con ella, como la tasación de pinturas, actividad de la que nos quedan noticias fechadas entre principios de los sesenta y los años inmediatamente anteriores a su muerte.
   Dentro del panorama pictórico madrileño de su tiempo, Antolínez se distingue de la mayor parte de sus colegas por la amplitud temática de su catálogo.
   Aunque, como era normal, cultivó sobre todo la pintura religiosa, también se acercó a otros géneros, y siempre con originalidad. Como retratista, es el probable autor de sendos retratos de niñas (Museo del Prado) que durante el siglo xix estuvieron atribuidos a Velázquez, y en los que muestra una libertad y una seguridad de pincelada notables. En este campo es muy reseñable el grupo que representa al embajador danés Lerche y sus amigos (Museo de Copenhague), uno de los pocos retratos de grupo que nos ha dejado la pintura madrileña de la época. Está firmado en 1662, y su tema y composición lo relaciona con obras flamencas y holandesas. Muestra hasta qué punto Antolínez era un pintor valiente que no dudaba en enfrentarse a temas y composiciones inusuales. Ha sabido individualizar cada rostro, y añadir movimiento y variedad a la escena a través del niño que, en primer plano, juega con el perro. Se ha pensado que el personaje sentado en el extremo izquierdo de la mesa, que viste de oscuro y mira directamente al espectador, sea un autorretrato del pintor.
   Antolínez fue autor también de varios cuadros que tienen difícil acogida dentro de las habituales clasificaciones temáticas. Es el caso del Perro que fue de la Colección Stirling (Reino Unido). Es un animal vistoso, vivaracho y de pequeño tamaño, que tiene tras él una mesa sobre la que aparece un magnífico fragmento de naturaleza muerta. También difícilmente clasificable es el a veces llamado Pintor pobre o Corredor de cuadros (Alte Pinakothek, Múnich), una pintura de tema completamente inusual dentro del panorama artístico de su tiempo. Muestra una habitación en cuyas paredes cuelgan estampas o dibujos y una paleta. Se ve también una mesa con útiles de pintor y, en primer término, un cajón en el suelo con pinceles y recipientes para pintar. Es un interior de una modestia comparable a la del personaje que aparece en él: un hombre que muestra un cuadro que representa a la Virgen con el Niño, y que viste ropas desastradas y harapientas. Junto a la puerta asoma un joven, y tras él se suceden varios ámbitos que convierten al cuadro en un ejercicio muy interesante de construcción espacial. Se trata de una obra firmada, que en cuanto a su tema puede relacionarse lejanamente con los “bodegones con figuras” y otras pinturas de género, y cuyo significado da lugar a muchas dudas.
   Sobre todo extraña que en una época en la que había una obsesión por parte de los pintores de demostrar la dignidad y nobleza de la pintura, uno de los pocos cuadros que tienen como tema esta disciplina artística nos la presente en un contexto casi mísero.
   En el catálogo de Antolínez también se incluyen varios cuadros de temas relacionados con la mitología, la historia antigua y la alegoría. Se trata de asuntos que abundaban en las colecciones reales y nobiliarias españolas, pero que apenas cultivaron los pintores locales.
   En una colección particular madrileña se conservan Suicidio de Cleopatra y Muerte de Lucrecia, que tienen el interés añadido de representar dos semidesnudos femeninos, un tema poco habitual en la pintura española.
   Los niños son protagonistas de otras escenas mitológicas o alegóricas, como La educación de Baco (colección particular), firmada en 1667, Bacanal con niños (colección particular) o Alegoría del alma entre el amor divino y el amor profano (Museo de Bellas Artes de Murcia).
   Como autor de escenas religiosas fue un artista pródigo, y bien dotado para la narración sagrada. Sus dotes para representar la belleza femenina, su interés por el paisaje y su excelente formación como colorista propiciaron su especialización en varios temas.
   El principal fue la Inmaculada Concepción, que a lo largo de su corta carrera representó en cerca de una veintena de ocasiones. Esa cifra da fe de lo bien acogidas que fueron en el mercado local, y convierten a Antolínez en el equivalente madrileño de Murillo.
   Aunque algunas son repeticiones, supo variar el modelo, manteniendo siempre características comunes, como los rasgos generales de la Virgen o una composición dinamizada por el amplio vuelo del manto.
   Su primera obra fechada es una Inmaculada que fue realizada en 1658 (colección March), y a partir de ella se suceden los ejemplares también datados, lo que permite seguir mediante este tema la evolución de su estilo, que se inicia con obras en las que el dibujo y el volumen adquieren gran importancia, y va derivando hacia fórmulas en las que el color tiene un extraordinario protagonismo. Entre los ejemplares más importantes figuran los del Museo del Prado (1665), Museo Lázaro Galdiano de Madrid (1666), Museo de Múnich (1668) o el del Museo Bowes.
   Otro personaje recurrente en su pintura es la Magdalena, a la que representa en tierra, como penitente (Colegio de Santamarca, Madrid; Museo de Sevilla); o en el aire, en plena ascensión mística (Palacio de Peles, Rumanía; Museo del Prado). Tanto una escena como la otra le dan ocasión para construir cuadros emotivos en los que la belleza femenina convive con la penitencia y con la intensidad del sentimiento religioso. En el caso de la del Prado, es una de las obras maestras de la pintura madrileña de su tiempo, y nos muestra a un magnífico colorista que ha sabido interpretar y renovar las lecciones de Tiziano y Rubens. El color (azules intensos y delicados rosas) se une a las formas y a la gestualidad de los personajes para construir una escena en la que belleza y emoción se dan la mano. Se trata de uno de los cuadros en los que mejor se advierte la fuerte personalidad y la calidad que alcanzó la pintura madrileña de las décadas centrales del siglo xvii, así como sus principales señas de identidad.
   Antolínez fue autor, también, de numerosas pinturas que narran temas evangélicos o hagiográficos.
   En todos los casos se mostró como un artista seguro, que supo encontrar fórmulas originales para la representación de las escenas tradicionales, y que cuando tuvo que enfrentarse a escenas complejas supo hacerlo de manera eficaz y solvente, demostrando una gran disposición para la narración clásica. Así ocurre, por ejemplo, en temas como la Crucifixión de San Pedro (Dulwich College, Londres), que muestra una distribución sabia y equilibrada de las masas y una gran predisposición para el paisaje [Javier Portús, en Biografías de la Real Academia de la Historia].
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Más sobre el Museo de Bellas Artes, en ExplicArte Sevilla.

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