Por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la Sala VI (planta superior del Patio de los Bojes), de Juan de Oviedo, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
El Museo de Bellas Artes (antiguo Convento de la Merced Calzada) [nº 15 en el plano oficial del Ayuntamiento de Sevilla; y nº 59 en el plano oficial de la Junta de Andalucía], se encuentra en la Plaza del Museo, 9; en el Barrio del Museo, del Distrito Casco Antiguo.
Con esta sala comienza el recorrido de la parte alta del Museo, a la que se accede a través de la magnífica y solemne escalera conventual. Aprovecha esta sala la segunda planta del claustro principal y en ella se disponen pinturas pertenecientes a la escuela sevillana del siglo XVII y otras pinturas foráneas de notorio interés. Comienza el recorrido con dos obras de Matías de Arteaga que representan Las bodas de Caná y La Circunsición, seguidas por un Santo Tomás de Aquino que pertenece a Francisco Herrera el Joven. A Francisco Antolínez corresponde la representación de Jacob con los rebaños de Labán y a Juan Simón Gutiérrez, sendas pinturas de San Joaquín y Santa Ana.
La serie de santas es un conjunto de calidad dispar que pertenece a un pintor anónimo seguidor de Zurbarán. Pero al propio Zurbarán pertenece una Virgen del Rosario, una escena de Jesús entre los doctores y un Cristo crucificado. El Retrato de Fray Domingo de Bruselas es obra de Cornelio Schut, lo mismo que una Inmaculada, mientras que un Apostolado es obra que se atribuye a Miguel Polanco. Dos curiosos trampantojos con representación de la Virgen con el Niño y San Nicolás de Bari pertenecen a Juan José Carpio.
Fuera de la escuela sevillana hay que mencionar un Santiago apóstol y una Santa Teresa, adscritas a Ribera. Al pintor madrileño Francisco Gutiérrez pertenecen una Caída de Troya y José en Heliópolis. Las cuatro pinturas de Las estaciones del año son bodegones del también madrileño Francisco Barrera. A la misma escuela pertenece José Antolínez, autor de una magnífica representación de Santa María Magdalena [Alfredo J. Morales, María Jesús Sanz, Juan Miguel Serrera y Enrique Valdivieso. Guía artística de Sevilla y su provincia I. Diputación de Sevilla y Fundación José Manuel Lara, 2004].
La sala VI ocupa la galería en torno al claustro de los Bojes y en ella se prorroga la pintura sevillana del siglo XVII, a la que se añaden obras de otros artistas de fuera. De lo mejor, son los cuadros de Zurbarán: un Crucificado, la Virgen del Rosario y Jesús entre los doctores. Hay también una serie de santas que siguen su estilo, pero no son de Zurbarán, sino de un seguidor o imitador anónimo. Santo Tomás de Aquino es un buen lienzo de Francisco Herrera el Joven; La circuncisión y Las bodas de Caná, con sus fondos arquitectónicos, de Matías Arteaga, ciudadrealeño formado en Sevilla. De entre los pintores foráneos, sobresalen tres lienzos de José Ribera, una Santa Teresa, un Santiago apóstol y un San Sebastián. Una serie muy llamativa en esta sala es la de Las estaciones del año, del madrileño Francisco Barrera, formada por cuatro encantadores bodegones que representan la primavera, el verano, el otoño y el invierno (Rafael Arjona, Lola Walls. Guía Total, Sevilla. Editorial Anaya Touring. Madrid, 2006).
LA PINTURA SEVILLANA DEL PRIMER TERCIO DEL SIGLO XVII
A comienzos del siglo XVII pervive en la escuela sevillana mucho de la tradición del siglo anterior. No obstante, fue la tendencia manierista, reducida a fórmulas académicas retardatarias e impostoras de una disciplina dibujística, la que en gran medida posibilitó que decenios más tarde se desarrollara la gran pintura sevillana del siglo XVII con la llegada de las libertades barrocas. En la primera generación de artistas, Francisco Pacheco representa la pervivencia de la tradición (Salas III-IV) y Juan de Roelas la renovación naturalista que triunfará, basada en un lenguaje directo y narrativo.
LA PRIMERA GENERACIÓN DE ARTISTAS. (SALAS IV, V, VI)
En la primera generación de artistas activo en Sevilla que partiendo de una formación manierista fueron evolucionando hacia el naturalismo, destaca Antonio Mohedano (Antequera, 1561-1626), de quien conserva el Museo una de las obras de su reducido catálogo, La Sagrada Familia (hacia 1610). De Juan de Uceda (Sevilla, hacia 1570-1631) se conserva su primera realización conocida, la finalización del Tránsito de San Hermenegildo que Alonso Vázquez dejó inconcluso al marchar a México. A él pertenece también La Trinidad en la Tierra, firmada y fechada en 1623, que ofrece el interés de estar situada en el mismo lugar para el que se realizó el convento de la Merced, actual sede del Museo sevillano. A Francisco Varela (1580/85-Sevilla, 1645) pertenecen en el Museo cuatro tablas que integraban un Retablo de San Juan Evangelista (hacia 1640) en la iglesia del convento sevillano de Pasión. Presidía el retablo un relieve de San Juan Evangelista obra de Montañés flanqueado por las pinturas de San Cristóbal y San Agustín de Varela. En el banco figuraban en una tabla Santa Catalina de Siena con Santa Lucía y en la otra Santa Catalina de Alejandría con Santa Teresa de Jesús.
Juan del Castillo (Sevilla, hacia 1590-hacia 1657/58) es conocido fundamentalmente por su amistad con Alonso Cano y ser el maestro de Murillo. La principal serie de pinturas que realizó y que se conserva en el Museo, es el Retablo Mayor del Convento de Monte Sión de Sevilla (hacia 1634/36). Las pinturas reflejan su estilo de madurez, de dibujo correcto y amable naturalismo. Asimismo pertenecen a Castillo Santo Domingo disciplinándose y San Pedro ante Cristo atado a la columna (hacia 1640) procedentes del Convento de Capuchinos de Marchena y San Juan Niño atendido por ángeles (hacia 1640). Otros destacados maestros del momento fueron Pablo Legot (Marche, Luxemburgo, 1598- Cádiz, 1671), Juan Sánchez Cotán, documentado en Sevilla entre 1614 y 1631 y Miguel de Esquivel (Sevilla, hacia 1590/95-1621).
LA SEGUNDA GENERACIÓN DE ARTISTAS: EL TRIUNFO DEL NATURALISMO
Con la segunda generación de pintores del siglo XVII, en la escuela sevillana se supera la tradición manierista y triunfa definitivamente el naturalismo. Herrera "el Viejo" y Zurbarán son sus máximos representantes en el segundo tercio de la centuria. El estilo de sus obras, decidido y expresivo en Herrera, sencillo e intenso en Zurbarán, dominará el panorama pictórico del momento.
FRANCISCO DE ZURBARÁN (Fuente de Cantos, Badajoz, 1598-Madrid, 1664). (SALAS V, VI, X)
Fue la personalidad artística dominante en la pintura sevillana del segundo tercio del siglo XVII. Pintor de origen extremeño, se formó en Sevilla y en esta ciudad se estableció en 1626 convirtiéndose en el artista preferido de las instituciones civiles y religiosas. Durante estos años de esplendor pinta sin descanso al frente de un gran taller para cumplir con los abundantes e importantes encargos piadosos. Su éxito se basa en gran parte en el estilo naturalista y sobrio, impregnado de una intensa espiritualidad que traduce el apasionamiento fervoroso y la cotidianeidad con lo sobrenatural de la vida monástica española.
El Museo atesora espléndidos testimonios de ciclos monásticos como el que contrató en 1626 con los dominicos del Convento de San Pablo de Sevilla, 21 cuadros de los que se conservan en el museo tres de los cuatro Doctores de la Iglesia, San Ambrosio, San Gregorio y San Jerónimo. Las monumentales figuras ponen de manifiesto una constante de toda su obra, la maestría en el tratamiento de las figuras aisladas, a las que dota de una sorprendente potencia expresiva. Presenta a estas figuras en toda su solemne monumentalidad, ataviadas con ricas ropas litúrgicas de sorprendente carácter descriptivo, emergiendo de un fondo oscuro que las valora en su rotunda inmediatez.
Tras el gran éxito de la serie dominica recibió en 1628 un nuevo contrato del sevillano Convento de la Merced Calzada. La importante serie constaba de veintidós lienzos sobre la vida de San Pedro Nolasco, fundador de la orden mercedaria y algunos retratos de sus frailes más ilustres. Dos son las pinturas conservadas en el Museo, los mercedarios San Pedro Pascual y San Carmelo, obras realizadas con la colaboración del taller.
También para los dominicos pintó en 1631 la que probablemente sea su obra más ambiciosa, Apoteosis de Santo Tomás, destinada al Colegio de Santo Tomás de Aquino en Sevilla. La composición, para la que como es habitual utiliza fuentes grabadas, repite el esquema arcaizante de la división en diferentes registros. En el inferior se sitúa, en torno a un bufete con la bula fundacional, a la izquierda, el fundador del colegio Fray Diego Deza al frente de un grupo de frailes dominicos y a la derecha el Emperador Carlos V encabeza otro grupo de figuras orantes. En el registro superior preside la escena Santo Tomás flanqueado por los cuatro Padres de la Iglesia. En un plano más elevado aparece el Espíritu Santo con Cristo y la Virgen a la izquierda y San Pablo y Santo Domingo a la derecha. Es ésta una de las obras más complejas de Zurbarán, con figuras de gran monumentalidad e intensa expresión naturalista y múltiples detalles en los que pone de manifiesto su extraordinaria maestría para la plasmación de las calidades de la materia.
En torno a estas fechas pintó el lienzo de Cristo Crucificado (hacia 1630-35) para el Convento de Capuchinos de Sevilla que forma parte de los cinco que, de su mano o con colaboración del taller, conserva el Museo. Son pinturas muy tenebristas en las que sobre un fondo oscuro se destacan con enorme fuerza plástica, casi escultórica, las figuras de Cristo crucificado con cuatro clavos, tal como preconizaba Pacheco que debía ser representado.
Continuó los trabajos para la orden dominica con la realización en 1636 de las pinturas que presidían los altares del crucero de la iglesia del Convento de Porta Coeli, El Beato Enrique Susón y San Luis Beltrán. En estas pinturas, realizadas tras su viaje a la Corte madrileña donde se enriqueció con la visión de las colecciones reales, aparecen las figuras de los santos sobre un luminoso fondo de paisaje en el que inserta escenas alusivas a episodios de sus vidas.
Para otro convento sevillano, el de San José de Mercedarios Descalzos, realizó en fechas muy cercanas, hacia 1640, la monumental representación de El Padre Eterno que debía rematar el retablo de la Iglesia. La majestuosa figura aparece sobre un trono de nubes doradas en el que se funden sus característicos querubines.
Con este retablo se ha puesto también en relación la pintura Cristo coronando a San José, composición resuelta con un delicado acorde cromático en la que se pone de manifiesto su gran capacidad para el estudio de los rostros y manos de las figuras.
Un poco posterior es la Virgen del Rosario, (hacia 1645-50), una de las mejores representaciones que realizó del tema de la Virgen con el Niño. La delicada composición, como era frecuente en el pintor, se basa en una fuente grabada a la que enriquece con la técnica más fluida y la armonía de color propias de estos años de madurez.
En torno a 1665 se ha datado otro importante conjunto que por sus características técnicas y compositivas era considerado de producción más temprana. Lo constituyen los tres lienzos destinados a la Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla, Visita de San Bruno a Urbano II, La Virgen de los cartujos y San Hugo en el refectorio. En ellos interpreta magistralmente los principios espirituales que rigen la vida de los cartujos: el silencio, la devoción a la Virgen María y la mortificación por el ayuno. La simplicidad y defectos de las composiciones se ven transcendidos por la gran fuerza plástica que confiere a cada elemento del cuadro al tratarlo como algo único e individualizado y su extraordinario dominio de las calidades de la materia. La técnica fluida y ligera, se distancia del tenebrismo inicial, de los contrastes de luces y sombras para mostrarnos unas composiciones luminosas en las que el color aparece sabiamente acordado.
Fueron numerosos los seguidores de las fórmulas que tanta fama dieron a Zurbarán, su hijo Juan de Zurbarán, Francisco Reyna, los hermanos Francisco y Miguel Polanco, Bernabé de Ayala e Ignacio de Ríes están entre los más conocidos. De uno de ellos o quizás del taller con alguna colaboración del maestro, son la serie de Santas conservadas en el Museo que por el sentido procesional de su composición debieron ser concebidas para situarse en la nave del templo. También de inspiración zurbaranesca es el Apostolado (hacia 1640) que se viene atribuyendo a Francisco Polanco (Cazorla, Jaén, hacia 1610 - Sevilla, 1651).
EL PLENO BARROCO
La evolución hacia las formas espectaculares y dinámicas del barroco se inicia en Sevilla con la presencia de Herrera "el Joven" en 1654 y las obras de sus dos principales protagonistas, Murillo y Valdés Leal. El estilo de Murillo dominó en la segunda mitad del siglo. Su excelente técnica puesta al servicio de un arte delicado y amable, lo hizo muy popular en una ciudad asolada por las penalidades. Como contrapunto, la expresividad de Valdés con un estilo vigoroso y apasionado, también gozó de gran aceptación.
Hijo del Herrera "el Viejo'', se formó en el taller paterno y en Italia, estableciéndose en Madrid en 1650. Pertenece a la primera generación de artistas que renovaron la pintura madrileña con la introducción de un nuevo lenguaje plenamente barroco.
Sus aparatosas y dinámicas composiciones, los múltiples efectos de contraluces y las fluidas pinceladas de vibrantes colores, causaron también gran admiración en Sevilla cuando regresó en 1654. El fogoso estilo de las pinturas de la Catedral, El Triunfo del Sacramento (1656) y San Francisco en gloria (1657), indicaron el nuevo camino de la pintura que pronto seguirían Murillo y Valdés. El Santo Tomás de Aquino del Museo debió realizarlo durante su estancia en Sevilla, donde permaneció hasta 1660, año en el que aparece como uno de los fundadores de la Academia de Pintura y también el de su definitivo regreso a Madrid.
DISCÍPULOS Y SEGUIDORES DE MURILLO. (SALAS VI, VII)
Desde mediados del siglo XVII el estilo de Murillo comenzó a imponerse en Sevilla mientras se abandonaban progresivamente los esquemas zurbaranescos. El enorme éxito de sus fórmulas y modelos, basados en un lenguaje grato y sencillo que conmovía los sentimientos de los fieles tal como indicaba la Contrarreforma, tuvo una enorme repercusión en el ambiente artístico sevillano, donde perviven sus influencias hasta bien entrado el siglo XVIII o incluso el XIX. No obstante, sus seguidores se limitan por lo general a la imitación de composiciones y modelos sin alcanzar una compresión global de su obra.
Cornelio Schut (Amberes, 1629-Sevilla, 1685) es uno de los más destacados representantes del círculo de Murillo. Por el fiel seguimiento de sus modelos muchas obras de su mano se atribuyeron a aquél. El Museo guarda una pintura suya firmada y fechada en 1665, Retrato de Fray Domingo de Bruselas, así como una Inmaculada (hacia 1680) y un Niño Jesús dormido (hacia 1675) muy próximo a su estilo.
Matías de Arteaga (Villanueva de los Infantes, Ciudad Real, 1633-Sevilla, 1703) aunque fundamentalmente seguidor de Murillo, también asimiló algunos de los rasgos expresivos de Valdés Leal. En 1869 ingresaron en el Museo seis de las doce pinturas que realizó sobre la Vida de la Virgen (hacia 1680) para la iglesia sevillana de San Marcos. Las composiciones muestran elementos muy característicos de su producción, con amplias perspectivas arquitectónicas, solerías ajedrezadas y pequeñas figuras que siguen los expresivos modelos de Valdés Leal.
Pedro Núñez de Villavicencio (Sevilla, 1640-hacia 1695) es el más conocido de los discípulos de Murillo. Su estilo mezcla las influencias del maestro sevillano con las del italiano Mattía Preti, a quien conoció en un viaje a Italia. Los modelos de Murillo están especialmente presentes en las escenas de género o callejeras como El vendedor de vino (hacia 1685) del Museo. Muestra del influjo italiano es la obra Judith con la cabeza de Holofernes (1674), composición de acentuado dramatismo y efectos de claroscuro.
En los años que marcan el tránsito al siglo XVIII encontramos a otro fiel seguidor de Murillo, Francisco Meneses Osorio (Sevilla, 1640-1721), autor de varias obras guardadas en el Museo. San José con el Niño (1684), San Juan Bautista Niño (hacia 1685), Aparición de la Virgen de la Merced a San Pedro Nolasco (hacia 1690), y San Cirilo de Alejandría en el Concilio de Éfeso (1701).
A Juan Simón Gutiérrez (Medina Sidonia, Cádiz, 1643-Sevilla, 1718) pertenecen en el Museo obras de notable calidad como San Joaquín y Santa Ana (hacia 1700) y la monumental Santo Domingo confortado por la Virgen y Santas Mártires (1710).
La amplia producción que se conserva de Esteban Márquez (Puebla de Guzmán, Huelva, 1652- Sevilla, 1696) hace pensar que debió tener un activo taller donde realizaba obras de esquemas murillescos pero con unos rasgos en los tipos físicos y una dulzura expresiva que las caracteriza y diferencia.
Su representación en el Museo es con obras algo tardías como San Agustín y el Misterio de la Trinidad (hacia 1690) y Aparición de Cristo y la Virgen a San Agustín (hacia 1690) procedentes del Convento de San Agustín de Sevilla y San José con el Niño (hacia 1690), del Convento de San Antonio Abad.
Sebastián Gómez "el Mulato" (Granada, hacia 1665-Sevilla, hacia 1720) tiene firmado en el Museo un lienzo de gran formato y aparatosa composición, La Virgen del Rosario y Santo Domingo de Guzmán, (1690) procedente del Convento de San Pablo de Sevilla y del de Capuchinos de ésta misma ciudad es una Inmaculada (hacia 1700) muy próxima a las características de su estilo.
Francisco Antolínez (Sevilla, hacia 1644-Madrid, hacia 1700) se especializó en la realización de series de historias evangélicas y del Antiguo Testamento, pinturas de pequeño formato y carácter decorativo en las que el paisaje se subordina al motivo religioso. Jacob con el rebaño de Labán es un claro ejemplo de estas escenas en las que menudas figuras se insertan en un fondo de arquitecturas o movidos paisajes, convirtiéndole en representante del dinamismo propio de fin de siglo en la escuela sevillana.
A una generación anterior y por tanto al margen de la influencia de Murillo, pertenece Pedro Camprobín Passano (Almagro, Ciudad Real, 1605-Sevilla, 1674), representante de un género que alcanzó un gran desarrollo en el siglo XVII, el bodegón. Una exquisita sensibilidad y refinamiento intimista caracterizan sus lienzos de flores y las complejas composiciones escalonadas abiertas a paisajes y arquitecturas que cultivó en su etapa de madurez, de las que es ejemplo el lienzo conservado en el museo.
SALAS VI Y XI: PINTURA BARROCA ESPAÑOLA Y EUROPEA
ESCUELA MADRILEÑA
Después de la sevillana, la otra gran escuela del siglo XVII representada en el Museo es la madrileña. A ella pertenece José Antolínez (Madrid, 1635-1675), autor de una elegante Magdalena (1673) y una Inmaculada (hacia 1670), tema del que realizó numerosas y personales versiones. También vinculado a esta escuela estuvo Francisco Gutiérrez, de quien conservamos dos escenas ambientadas con sus características arquitecturas fantásticas. Aquellas narran la entrada triunfal de José en Heliópolis (1657), inspirada en el pasaje bíblico del Génesis y El incendio de Troya (1657), que presenta la conocida escena relatada en la Eneida de Virgilio. Un género que triunfó en el siglo XVII, el bodegón, está presente con la serie de Las cuatro estaciones (1638) del también madrileño Francisco Barrera, activo en Sevilla entre 1635 y 1645.
Junto a Madrid, uno de los más importantes centros pictóricos de la península fue Toledo. Allí nació y se formó en el taller de El Greco, Luis Tristán (Toledo, hacia 1585-1644) de quien pertenece al Museo una hermosa Inmaculada (hacia 1620).
JOSÉ DE RIBERA (Játiva, Valencia, 1591-Nápoles, 1652)
Debió iniciar su aprendizaje en otro gran centro artístico, el valenciano, aunque la mayor parte de su vida transcurrió en Nápoles bajo la protección de los virreyes españoles. En la formación de su estilo y sensibilidad fue fundamental la influencia italiana, no obstante firmó siempre sus obras como español y las que fueron enviadas a España ejercieron un notable influjo.
Sus primeras obras le atestiguan como seguidor de Caravaggio, cuyo naturalismo tenebrista caracterizará su estilo que también se vio enriquecido por el clasicismo romano-boloñés y el pictoricismo y colorido venecianos.
Son numerosos los testimonios que se conservan de las pinturas que realizó de figuras aisladas de santos, como esta serena y equilibrada de Santiago Apóstol (hacia 1634) que guarda el Museo. Sorprende esta obra por la sabiduría en el uso de la luz y el potente modelado de seguro dibujo, para cuyo dominio debió ser fundamental su excelente maestría como grabador. La sobriedad compositiva concentra la atención sobre los elementos esenciales del cuadro mientras que densas pinceladas recrean las calidades de la materia.
Otra muestra de su pintura en el Museo es el cuadro de Santa Teresa de Jesús, firmado y fechado en 1630 y el de San Sebastián revela grandes conexiones con sus modelos (Ignacio Cano Rivero, María del Valme Muñoz Rubio, Rocío Izquierdo Moreno, y Virginia Marqués Ferrer. Museo de Bellas Artes de Sevilla. Guía Oficial. Consejería de Cultura. Junta de Andalucía. Sevilla, 2009).
Conozcamos mejor la Biografía del autor del Patio de los Bojes del Museo de Bellas Artes, Juan de Oviedo y de la Bandera;
Juan de Oviedo y de la Bandera, (Sevilla, 21 de mayo de 1565 – Bahía, Brasil, 25 de marzo 1625). Ingeniero militar, arquitecto, matemático y escultor.
Se formó posiblemente con su padre, Juan de Oviedo y Fernández, y con el prestigioso imaginero Miguel Adán en Sevilla. Autor de los retablos de Azuaga (Badajoz, en 1588), Cazalla de la Sierra (1592) y el de la iglesia del Salvador en Sevilla, en 1601. Fue maestro mayor de construcciones y arquitectura en la provincia de León y posteriormente en Sevilla. Como arquitecto, llevó a cabo en esta última ciudad una amplia labor constructiva, realizando en la misma, entre otros, los templos San Benito, donde recurre a las columnas pareadas ya empleadas por el arquitecto milanés Vermondo Resta, y San Leandro, y los conventos de la Asunción (1615) y de la Encarnación de Belén.
Su obra más emblemática es la iglesia y el convento de Nuestra Señora de la Merced, actual Museo de Bellas Artes de Sevilla, comenzada en 1606 y terminada, en su parte más importante, en 1612. A él se debe, igualmente, el túmulo erigido en 1598, en la catedral sevillana al rey Felipe II (obra de las denominadas efímeras), elogiado por Cervantes, y en la que colaboró el famoso imaginero Martínez Montañés y más adelante, el correspondiente a la reina Margarita de Austria en 1611.
Como ingeniero civil llevó a cabo las obras del encauzamiento del río Guadalquivir, estableciendo, para prevenir las riadas, un sistema de desagüe por husillos, obras para el abastecimiento de agua, y para la restauración de edificios, entre los que se encuentra el del propio ayuntamiento de la ciudad. El contacto directo con personajes como el duque de Alcalá o el conde-duque de Olivares, le promocionan en la Corte, como ingeniero militar de la corona de España. Parece que era nombrado en 1600 Ingeniero del Rey, y en 1604 se encontraba en Sevilla, donde recibía instrucciones del ingeniero Tiburcio Spannochi (ingeniero mayor de las fortificaciones de los reinos de España). También a principios de siglo, era enviado a Almería para que estudiara sus fortificaciones. Resultaba que la ciudad había desbordado el perímetro defensivo construido a finales del siglo anterior, incluso la catedral se había construido fuera del recinto. Oviedo, para solucionar el problema, realizaba unas trazas e iniciaba las obras de unas nuevas murallas que englobaban las zonas extrarradio, e incorporaban a la vez las fortificaciones ya materializadas anteriormente.
En el sur de España realizó numerosas obras de fortificación, fundamentalmente las torres vigías del litoral, de las que terminó o construyó cuarenta, poniendo en “estado de defensa” toda la costa de la baja Andalucía, así como los castillos de Puerto Real, el Puntal y Matagorda. Realizaciones determinas por el concejo sevillano, el cual, por intereses defensivos, le había encargado la dotación de construcciones militares y equipos de artillería en localizaciones estratégicas de la costa andaluza.
En 1614, la corona le ordenaba la recuperación, restauración y fortificación de la plaza africana de La Marmora (Túnez) tras el ataque turco. Por otro lado, la actuación de Oviedo en Málaga no es fácil de concretar, pudiendo haber intervenido en las torres costeras y las defensas del muelle de Málaga preparando la visita de Felipe III. Su intervención en el antiguo reino de Granada sí está documentada. Más tarde, en 1621 visitaba la costa de Almería, informando al Consejo de Guerra de la necesidad de reparar la torre llamada de “La Garrucha”, en la citada costa.
En marzo de 1621 presentaba un proyecto para la reparación de los daños sufridos en la costa almeriense, tras el ataque de los turcos, ofreciendo soluciones de mejora alternativas en sus informes. Posteriormente, reparaba y fortificaba el lienzo de muralla de la ciudad de Almería, para el que tuvo que trazar un tramo abaluartado completamente nuevo. Tanto el proyecto citado, como los informes, estaban relacionados con el Informe sobre la visita de Íñigo Briceño de la Cueva (capitán general de la costa del reino de Granada) a las fortificaciones de la costa del Reyno de Granada, fechado en Almería en marzo de 1621. Briceño iba acompañado de Juan de Oviedo, y en él mismo señala que “la planta del reducto y murallas desta ciudad de Almería ymbió a V.M. hecha por mandato del Jurado Juan de Oviedo […]”. También y con respecto a Níjar, señala Briceño que “El Casillo de Rodalquilar … de Don Fadrique de Bargas Manrique, … el qual tiene obligación a su reparo, como V.M. mandará ver, por la relación del Jurado Juan de Oviedo […]”.
Fuera de las fronteras andaluzas, de nuevo a las órdenes de Tiburcio Spanoqui, trabajaba en las fortificaciones de la cornisa cantábrica y de la frontera con Francia.
En 1625, era nombrado ingeniero militar de la Armada de Felipe IV y asignado con 40 ducados a la flota del capital general don Fadrique Álvarez de Toledo Osorio, que partió hacia Brasil para recuperar Salvador de Bahía, ocupada por los holandeses. Oviedo partía con la misión de reconstruir y acrecentar las fortificaciones de Bahía una vez recuperada, pero murió antes de que se tomara. Cuando replanteaba una batería en el puesto de vanguardia de San Benito, recibió un cañonazo que le voló la pierna y murió desangrado en muy poco tiempo, a la edad de sesenta años.
Trabajó también, como Cristóbal de Rojas, en la fortificación de Gibraltar y en la de Cádiz.
Era caballero del Hábito de Montesa (1617), maestro mayor de Sevilla y “familiar” de la Inquisición (Juan Carrillo de Albornoz y Galbeño, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
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Se formó posiblemente con su padre, Juan de Oviedo y Fernández, y con el prestigioso imaginero Miguel Adán en Sevilla. Autor de los retablos de Azuaga (Badajoz, en 1588), Cazalla de la Sierra (1592) y el de la iglesia del Salvador en Sevilla, en 1601. Fue maestro mayor de construcciones y arquitectura en la provincia de León y posteriormente en Sevilla. Como arquitecto, llevó a cabo en esta última ciudad una amplia labor constructiva, realizando en la misma, entre otros, los templos San Benito, donde recurre a las columnas pareadas ya empleadas por el arquitecto milanés Vermondo Resta, y San Leandro, y los conventos de la Asunción (1615) y de la Encarnación de Belén.
Su obra más emblemática es la iglesia y el convento de Nuestra Señora de la Merced, actual Museo de Bellas Artes de Sevilla, comenzada en 1606 y terminada, en su parte más importante, en 1612. A él se debe, igualmente, el túmulo erigido en 1598, en la catedral sevillana al rey Felipe II (obra de las denominadas efímeras), elogiado por Cervantes, y en la que colaboró el famoso imaginero Martínez Montañés y más adelante, el correspondiente a la reina Margarita de Austria en 1611.
Como ingeniero civil llevó a cabo las obras del encauzamiento del río Guadalquivir, estableciendo, para prevenir las riadas, un sistema de desagüe por husillos, obras para el abastecimiento de agua, y para la restauración de edificios, entre los que se encuentra el del propio ayuntamiento de la ciudad. El contacto directo con personajes como el duque de Alcalá o el conde-duque de Olivares, le promocionan en la Corte, como ingeniero militar de la corona de España. Parece que era nombrado en 1600 Ingeniero del Rey, y en 1604 se encontraba en Sevilla, donde recibía instrucciones del ingeniero Tiburcio Spannochi (ingeniero mayor de las fortificaciones de los reinos de España). También a principios de siglo, era enviado a Almería para que estudiara sus fortificaciones. Resultaba que la ciudad había desbordado el perímetro defensivo construido a finales del siglo anterior, incluso la catedral se había construido fuera del recinto. Oviedo, para solucionar el problema, realizaba unas trazas e iniciaba las obras de unas nuevas murallas que englobaban las zonas extrarradio, e incorporaban a la vez las fortificaciones ya materializadas anteriormente.
En el sur de España realizó numerosas obras de fortificación, fundamentalmente las torres vigías del litoral, de las que terminó o construyó cuarenta, poniendo en “estado de defensa” toda la costa de la baja Andalucía, así como los castillos de Puerto Real, el Puntal y Matagorda. Realizaciones determinas por el concejo sevillano, el cual, por intereses defensivos, le había encargado la dotación de construcciones militares y equipos de artillería en localizaciones estratégicas de la costa andaluza.
En 1614, la corona le ordenaba la recuperación, restauración y fortificación de la plaza africana de La Marmora (Túnez) tras el ataque turco. Por otro lado, la actuación de Oviedo en Málaga no es fácil de concretar, pudiendo haber intervenido en las torres costeras y las defensas del muelle de Málaga preparando la visita de Felipe III. Su intervención en el antiguo reino de Granada sí está documentada. Más tarde, en 1621 visitaba la costa de Almería, informando al Consejo de Guerra de la necesidad de reparar la torre llamada de “La Garrucha”, en la citada costa.
En marzo de 1621 presentaba un proyecto para la reparación de los daños sufridos en la costa almeriense, tras el ataque de los turcos, ofreciendo soluciones de mejora alternativas en sus informes. Posteriormente, reparaba y fortificaba el lienzo de muralla de la ciudad de Almería, para el que tuvo que trazar un tramo abaluartado completamente nuevo. Tanto el proyecto citado, como los informes, estaban relacionados con el Informe sobre la visita de Íñigo Briceño de la Cueva (capitán general de la costa del reino de Granada) a las fortificaciones de la costa del Reyno de Granada, fechado en Almería en marzo de 1621. Briceño iba acompañado de Juan de Oviedo, y en él mismo señala que “la planta del reducto y murallas desta ciudad de Almería ymbió a V.M. hecha por mandato del Jurado Juan de Oviedo […]”. También y con respecto a Níjar, señala Briceño que “El Casillo de Rodalquilar … de Don Fadrique de Bargas Manrique, … el qual tiene obligación a su reparo, como V.M. mandará ver, por la relación del Jurado Juan de Oviedo […]”.
Fuera de las fronteras andaluzas, de nuevo a las órdenes de Tiburcio Spanoqui, trabajaba en las fortificaciones de la cornisa cantábrica y de la frontera con Francia.
En 1625, era nombrado ingeniero militar de la Armada de Felipe IV y asignado con 40 ducados a la flota del capital general don Fadrique Álvarez de Toledo Osorio, que partió hacia Brasil para recuperar Salvador de Bahía, ocupada por los holandeses. Oviedo partía con la misión de reconstruir y acrecentar las fortificaciones de Bahía una vez recuperada, pero murió antes de que se tomara. Cuando replanteaba una batería en el puesto de vanguardia de San Benito, recibió un cañonazo que le voló la pierna y murió desangrado en muy poco tiempo, a la edad de sesenta años.
Trabajó también, como Cristóbal de Rojas, en la fortificación de Gibraltar y en la de Cádiz.
Era caballero del Hábito de Montesa (1617), maestro mayor de Sevilla y “familiar” de la Inquisición (Juan Carrillo de Albornoz y Galbeño, en Biografías de la Real Academia de la Historia).
Si quieres, por Amor al Arte, déjame ExplicArte Sevilla, déjame ExplicArte la Sala VI (planta superior del Patio de los Bojes), de Juan de Oviedo, del Museo de Bellas Artes, de Sevilla. Sólo tienes que contactar con nosotros en Contacto, y a disfrutar de la ciudad.
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La Sala VI del Museo de Bellas Artes, al detalle:
Escritorio, tallado dorado y policromado sobre soporte de Taquillón, anónimo
Inmaculada, de Ignacio de Ríes
El niño de la espina, de Francisco de Zurbarán
Niño Jesús dormido, de Cornelio Schut
San Jerónimo penitente en su estudio, de Sebastián de Llanos Valdés
San Joaquín, de Juan Simón Gutiérrez
Santa Ana, de Juan Simón Gutiérrez
Santiago el Menor, de Francisco Polanco
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